Dick Pickering - Cuatro para una, una para todos
"Me llamo Paco y soy especialista en chumis", dijo el hombre. Título original: Cuatro (y pico) para una, una para todos
Título original: Cuatro (y pico) para una, una para todos
Transcripción exacta de un relato obtenido de viejos recortes de la revista Macho encontrados en el fondo de un armario.
Desconozco la fecha de publicación, pero debió ser allá por comienzos de la década de los ochenta.
Eran las diez y pico, una mañana cualquiera, en sábado, y estaba lloviendo a cántaros. ¡Vaya mes de mayo, qué castigo! En vista de eso, renunciaron a su expedición de fin de semana y, como siempre que hacía mal tiempo, José Ramón se llevó a los dos niños, Monchito e Irene, la pequeñaja, a casa de los abuelos. Ya no tendría que ocuparse de ellos, para nada, hasta el domingo por la noche. Convenía descansar de vez en cuando de los hijos, aunque fuese para adorarlos más después. ¡Cómo pasa el tiempo, hay que ver! Monchito ya casi diez años, Irene a punto de cumplir cinco, José Ramón al borde de la cuarentena... bueno, y ella no era moco de pavo, claro: ¡treinta y seis añazos! Menos mal que se conservaba de muy buen ver, con formas más rotundas que en su primera juventud, y un culo... Los hombres seguían metiéndose mucho con ella por la calle, y le tocaban el claxon en vista de que no podían tocarle otra cosa. Los albañiles gritaban cosas soeces a su paso, desde los andamios... Era una mujer con todas las de la ley, una mujer en plena pujanza. No tenía queja: la vida se portaba bien con ella.
José Ramón le había dicho que se quedaba en la oficina dos o tres horas, en vista del tiempo nefasto, para ordenar cosas, una vez conducidos los niños a casa de los yayos, así que tenía toda la mañana por delante. Iba a pegarse un baño... luego, se marcharía a comer por ahí.
Sonó el teléfono y fue a cogerlo, sonriente. ¿A que se le había olvidado algo al distraído de José Ramón? ¡Como siempre!
– ¿Señora de Sánchez Moreno?
Era una voz femenina, desconocida, muy segura de sí misma, odiosa.
– ¿Sabía usted que su marido es un puto filipino? ¿A que le ha dicho que se iba a la oficina a ordenar cosas? ¡Pobrecito!, últimamente se pasa la vida ordenando cosas... y desordenando bragas en cierto apartamento. La dueña de las bragas se llama Esperanza, y es una zorra que no hay por dónde cogerla. Pero él la coge, ya lo creo, por todas partes... que para eso paga el piso. Por cierto, puedo facilitarle la dirección y el teléfono, por el mismo precio.... Coja algo y escriba, ande, ¡so inocente...!
Sagrario era incapaz de responder, de pensar, igual que si un martillo pilón acabase de noquearla. Tomó bolígrafo y papel como un robot, eso sí, y garrapateó con mano insegura los datos que le iba dando la otra, que, una vez cumplida su benéfica labor , se despidió diciendo:
– Llame ahora, que seguramente los cazará en plena faena. Les encanta follar por la mañana. Creo que lo llaman el polvo del carnero . ¡Qué gracioso!, ¿no?
Y colgó.
Como un robot, todavía, marcó en el acto el número desconocido, cargada de aprensión, pero sin poderse contener. Sonó el timbre doce, catorce veces, dieciséis, y suspiró aliviada. Era mejor así. Ya llamaría otra vez, o acaso no llamara nunca. "Ojos que no ven..." Iba a colgar cuando, al otro extremo de la línea, contestó la voz: «¿Al habla?» Era, sin duda posible, su marido. Solo él decía esa idiotez, "al habla", y su voz resultaba, también, inconfundible. Ronca voz, eso sí. Sin duda estaban dale que dale él y la zorra, Esperanza. Le imaginó en cueros, con el miembro tieso y pringoso, y una rabia desconocida invadió todo su ser. Articuló:
– Sigue, sigue echando el polvo del carnero , marrano, asqueroso, ¡sinvergüenza!
Se había quedado mudo, a su vez. ¡Cuán cierto aquello de que "la procesión va por barrios...! Y más daño que le iba a hacer. No sabía cómo, pero se lo iba a hacer. No estaba para raciocinios y sí para impulsos. Era preciso salir de aquella casa inmediatamente, caminar por la calle, serenarse... Estaba tan nerviosa que no encontraba nada: se quitó el camisón y fue de acá para allá como loca, buscando prendas e incapaz de hallarlas. Al final se puso las medias negras, las que estaban más a mano, sujetándolas con unas viejas ligas porque no aparecía el liguero. Bragas..., sí, aquellas a medio desechar, que se le caían por las piernas abajo. La falda escocesa. El sujetador negro y, encima, porque no daba pie con bola ni encontraba ninguna blusa, la rebeca aquella de toda la vida. Renunció al baño y sólo se lavó la cara como un gato antes de lanzarse a la calle. Ni se pintó. Claro que ella no era de mucho pintarse. Anduvo no sé cuánto tiempo, y los claxons le hacían monaditas, y los andamios que no respetaban plenamente la semana inglesa se deshacían en burradas a su paso. Sí, pues estaba el horno para bollos... Experimentaba un odio tremendo y absurdo contra los transeúntes. ¡Que fea es la gente cuando una está hecha polvo! No podía resistir aquellas caras dantescas. ¿Donde meterse? No podía volver a casa, no iba a volver a casa quizá nunca. Y se le ocurrió de golpe la solución: un cine de sesión continua. Allí podría matar un montón de horas, no ver la cara a nadie, salvo los actores y actrices de la película, acaso serenarse. Además, se dio cuenta de que había llegado, en su caminata, al centro. Se paró ante un cine de toda la vida, viejo y de muy mala reputación. ¡A ella que más le daba...! Había un poco de cola -que barbaridad, sesión continua desde las diez de la mañana y ya lleno antes de la una, y luego dicen que hay crisis-, y se puso.
Muy poco después, sintió un ligero roce en el culo. ¿Sería fortuito? Seguramente. Pero al segundo, no las tuvo ya todas consigo, y había una razón para ello, a saber, que el primer contacto fue en la nalga y éste cayó derechito sobre la raja. Claro que tampoco estaba segura de la intencionalidad: al fin y al cabo, la cola iba engrosando tras ella y lógico que empujasen un poco. Al tercer roce, sin embargo, tuvo la certidumbre de que no era solo la cola del cine la que engrosaba tras ella, sino también la del señor que le estaba tocando... y es que la mano se quedó en su culo. Casi se encogió de hombros mentalmente: «bueno, ¿y qué?» No pensaba rectificar su postura y a lo mejor hasta se dejaba meter mano un poquito -por encima de la falda, se entiende, que ella no era una zorra, como la Esmeralda- si algún tío guarro de aquellos intentaba algo. «Donde las dan, las toman.»
Un dedo del hombre se movió ligeramente hacia abajo, siguiendo la brecha de su culo, y se quedó allí plantado. «Bueno, vale.» A poco, otro movimiento levísimo, y la yema del dedo (había vuelto la palma hacia ella, el muy cerdo) ya estaba sobre el ojete. Cuando se empezó a mover, acariciándolo, ya no había duda, pero ella mantuvo su postura. «Vale, guapo, disfruta.» Lo malo, o lo bueno, es que a ella también empezó a darle gusto el jueguecito furtivo, y que sintió el primer chisporroteo de placer por entre las piernas. ¡Mucho la habían alterado las revelaciones de aquella mañana...! Porque este tipo de sexualidad solapada le produjo siempre asco y horror. Tenía gana de verle la cara a su tocador, pero no se atrevió a volverse. Notó cómo le clavaba el dedo, ya descaradamente, en el ojete, y cómo la mano comenzaba a descender hacia el chocho. Debía tenerla semioculta por la gabardina. Hablando de gabardinas... ahora se dio cuenta, súbitamente, de que estaba mucho más mojada de lo que creía, pues aunque escampó a ratos, durante su enloquecido paseo, hubo momentos en que había aceptado impávida el chubasco sobre sí.
Incapaz de infiltrarse por entre sus apretados muslos, la mano del hombre se explayó con la mayor osadía por el culo. Sobó los carrillos, y luego el maldito dedo recorrió dos o tres veces, descarado, toda la raja, aumentando el placer de Sagrario, cuyas piernas comenzaron a derretirse. ¿Huiría? No, se sentía incapaz de moverse. Se dio cuenta ahora de que su magreador no estaba solo, pues cuchicheaba con alguien más:
– ¿Qué os parece? El culo, por lo menos, lo tiene de primera. Creo que vale la pena que le dediquemos nuestra atención...
Se hizo la tonta, pero las piernas se le derritieron un poquito más. Oyó otra voz:
– ¡Hombre!, mientras no averigüemos cómo anda de chocho...
– Bueno, pero eso está tirao , con hacerle un buen reconocimiento...
Tenía el dedo firmemente incrustado en su ojete cuando se puso a hablarle, bajito, a ella. Sentía su aliento en la coronilla:
– Dicen mis amigos que si te gustaría sentarte con nosotros en el cine. Se pasa mejor en pandillita, ¿no? Además, una mujer sola está aquí expuesta a cualquier cosa, y nosotros te protegeremos. Al fin y al cabo, ¡ya tenemos un poco de confianza!
Y el dedo hurgó un poco más a fondo, subrayando la confianza. Sagrario no dio respuesta alguna a la proposición, ni rechazó la mano, que era la derecha, pues la izquierda apareció ahora sobre su hombro con algo de dinero, mientras la voz decía:
– Toma, como estás la primera, saca las entradas de todos. Somos cinco, incluyéndote a ti... Y no te preocupes por la invitación, pues eso no significa que tengas ningún compromiso con nosotros. Si quieres que nos divirtamos un poco, bien, y si no, tan amigos. Esto es una democracia..., aunque si tú quieres, tienes un buen chollo. Figúrate: ¡Cuatro para una, una para todos! Como los mosqueteros, pero en cuatro.
¡Qué hablador era el tío! Y ella estaba tan derretida, tan hipnotizada, tan no sé qué, que tomó el dinero sin rechistar. Ya era la una y pico, y comenzaron a salir los del primera pase, primero dos personas, luego una, a continuación tres... La cola avanzó un poco, y Sagrario quedó acodada en la taquilla, con el culo un poco en pompa. Su magreador había avanzado tras ella, y ahora sintió sobre el ojete otra cosa que no era ya, ¡ah, no! la mano, sino una polla bien tiesa. La oprimió todo lo que pudo y la voz sinuosa, ya ronca, llegó de nuevo a sus oídos:
–¡Cuatro como ésta para ti sola...!
Salió un grupito de gente, y Sagrario oyó su propia voz como si viniera de muy lejos:
– Cinco entradas, por favor.
Entraron en fila india, sin que Sagrario se atreviese a mirarlos, ya que mantuvo todo el tiempo la cabeza baja. La sala se encontraba de nuevo a oscuras y cuando traspasaron las cortinas no pudo ver nada. Pero su amigo estaba en todo. La tomó del brazo y la hizo maniobrar conduciéndola hasta una fila que –sorprendentemente, ya que el cine estaba lleno– permanecía sin gente. Era hacia el final del cine, la treinta o algo así, y en seguida entendió Sagrario por qué estaba vacía: ¡había una columna delante! Solo se veía la pantalla a trozos, según la butaca. Por cierto, que la sentaron en una que tenía ambos brazos rotos. Se ve que por su situación la gerencia no se ocupaba de arreglarla. ¡Caray, cómo se conocían la sala sus amigos ! No tuvo más remedio que admirarles, porque allí las tinieblas eran profundas. No se veía ni patata.
Se sentaron dos a cada lado suyo.
El que estaba a su izquierda no le dio un momento de respiro, poniéndole la mano sobre la falda, encima del muslo. Por la voz supo que era su magreador:
– ¡Caramba, bien que te ha llovido por encima! No me había dado cuenta. Como por detrás estás tan sequita... Toma, ponte esto por encima, no se te vaya a enfriar... el coño, que sería una pena.
Y extendió la gabardina sobre su regazo. Sólo entonces pensó un instante Sagrario en su situación. ¿Cómo escaparse de aquella encerrona? Bueno, tampoco es que tuviera ninguna obligación de mostrarse casta y pura, después de lo del sinvergüenza de su marido. Su chocho le pedía guerra a voces, y allí parece que querían dársela. Se lo dejaría tocar un poco por el amigo. Antes había pensado que por encima de la falda. Ahora estaba dispuesta a permitir el magreo por encima de la braga. Y... eso, una vez saciado su apetito un poquitín, una vez vengado su honor a estos niveles, se marcharía muy digna. Nadie podía impedírselo. "Democracia", había dicho el hombre. Eso.
La raja, la de la falda escocesa, caía a la izquierda. La mano de él se había infiltrado ya por allí, ascendido por la media, llegado a la carne desnuda y fresquita, por la mojadura, del muslo.
– ¡Quítate el imperdible!
Se lo quitó.
– ¡Dámelo!
Se lo dio.
Trepó la mano, ya sin impedimentos, acarició los pelos de las ingles, le agarró el coño.
– ¡Abre las piernas!
Las abrió, y la mano se engolfó por entre ellas, palpando, recorriéndole toda la raja. A Sagrario le estaba dando un gusto tremendo, casi como si fuera a correrse de un momento a otro. Notó que le salían del chocho líquidos candentes, como si fuera una principiante. Él también lo notó, jadeándola:
– ¡Qué caliente estás, tía!
La mano de su vecino de la izquierda comenzó a trepar por el otro muslo, pero por la cara inferior, como si fuera en busca del culo...
El charlatán habló de nuevo:
– Cierra un momento las piernas y levanta el culo, que voy a quitarte las bragas.
Lo hizo. Se las bajó del todo, y vio de reojo cómo se las guardaba en un bolsillo del pantalón. Bueno, las cosas no estaban saliendo como las había planeado, pero es que el señor, si se le podía llamar así, estaba resultando tan expeditivo... Vale, se dejaría magrear a pelo y luego se iría, tan digna...
– Ahora ya puedes abrir los muslos de par en par, y saca el culo para afuera todo lo que te sea posible...
Ella lo hizo. Para ayudarla, el "señor" le hizo poner la corva por encima de su propia rodilla, y quedó despatarradísima. Le estaba desabrochando la falda por la cintura, y pronto se la abrió del todo, separando ambos lados. Quedaba con el chocho al aire bajo la gabardina. Sintió la mano descendiendo por su vientre, oprimiéndole luego el coño, gordito y tan peludo aún, bajando por la abiertísima raja, revolcándose, como si dijéramos, en sus humedades... Tuvo que gemir a la fuerza. Sentía tal gusto... El otro había infiltrado la mano por debajo del muslo y recorría el culo, que estaba entero fuera del asiento, mientras el primero comenzaba a masturbarla sapientísimamente, rindiendo ora tributo al clítoris, ora al orificio grande, y deteniendo el masaje cada vez que ella estaba a punto de correrse. Quizás había llegado el momento de abandonar la sala, toda digna. Lo malo es que no podía moverse, ni lo deseaba en absoluto. Bueno, moverse sí, pero con un tío encima, o debajo. Claro que de eso... nada, no iba a irse con los cuatro, ni hablar, hasta ahí podíamos llegar...
Ni en plena actividad sexual era capaz de callarse su tocador número uno, y lo malo es que toda aquella cháchara contribuía a excitarla aún más.
– ¡Qué conejo más rico tienes, y cómo está disfrutando el condenado! ¿Sabes? Ha tenido suerte...
Gimió ella, porque otra vez estaba al borde del orgasmo con las manipulaciones de ambos, y él se detuvo, sin sacarle los dedos del chocho, eso no:
– ¡Has estado a punto de correrte otra vez!, ¿no? No te preocupes, que yo soy capaz de mantenerte muriéndote de gusto durante horas y horas. Por eso decía que tu chocho ha tenido suerte –bueno, y lo demás también–, porque has caído en manos de expertos. Yo me llamo Paco y soy especialista en chochos. El que te está tocando el culo es Mariano, especialista en culos, como habrás notado. El que tengo a mi lado es Jaime, colega mío, un gran follador también, y el de allá se llama Gustavo y es un guarro... le gusta que se la chupen, y chupar.
Empezó a mover la mano, deliciosamente, mientras Mariano iba introduciéndole en el ojo del culo todos sus dedos, alternativamente, y a la siguiente parada continuó Paco, con Sagrario cada vez más estremecida:
– ¡Aquí no se puede hacer nada...!
(¡Caray, si se llega a poder...! pensó Sagrario, toda rellena de dedos.)
– ...pero el cine es bueno para empezar la cosa, porque pone muy cachondo. Claro que ahora que ya te has dejado tocar tendrás que venir con nosotros a mi casa, que está cerquita y es más tranquila, porque tenemos derecho a verte en pelotas... No hace falta que folles con nosotros, si no quieres, que ya te he dicho que esto es una democracia. Yo lo que quiero es vértelo bien y luego, si lo prefieres, me haces una pera. Aunque seguramente va a gustarte más lo otro... Y fíjate si es esto una democracia que ahora vamos a dejar el turno a nuestros amigos, que también tienen derecho...
Llamó, por encima de ella:
– Mariano, desenchúfale los dedos del culo, que hay cambio de parejas.
Y, efectivamente, trocaron sus asientos con los amigos. Seguía ella pierniabierta , al borde del orgasmo, deseando ser tocada a fondo... Jaime, el otro especialista en chochos, se lo agarró en un periquete, pringoso y cálido como estaba, mientras que Gustavo, el guarro, se limitaba de momento a desabrocharle la rebeca. Oprimió las tetas por encima del sujetador, y luego se las sacó por la parte de arriba de éste. Aun en las penumbras, pudo Sagrario verse los dos gordos globos, tan blancos, y se enorgulleció de que siguieran tan firmes. También Jaime pareció excitarse más al contemplarlas, y musitó.
– Quiero verte el coño.
Y, uniendo la acción a la palabra, retiró la gabardina de Paco. Apareció el vientre blanco, un poquito blandorro e hinchado por las maternidades, pero muy rico aún, y allá abajo la mancha de negrura, con la mano de Jaime hundida en las pelambreras inferiores. La sacó ahora, para contemplárselo mejor, y también Gustavo se lo miraba. Buenos, todos estaban pendientes de él y Sagrario, estremecida en su desnudes, oyó a Paco:
– Vámonos de una vez a "despelotarnos" los cinco...
Y Jaime:
– Sí, porque aquí se lo vemos muy mal...
Paco reiteró:
– Venga, nena, te lo hemos tocado a fondo y tenemos derecho a vértelo a fondo...
Era quizás un razonamiento raro, pero a Sagrario le pareció perfectamente lógico: Claro, si les había dejado tocárselo, ¿por qué no les iba a permitir vérselo?, ¿quién era ella? Bueno, se lo enseñaría, les vería acaso las pollas (pensamiento que la estremeció aún más) y luego se marcharía muy digna, sin hacer nada, ¿qué se habían creído?
No le devolvieron ni el imperdible ni las bragas, e iba vendida por la calle. Si se descuidaba y venía un poco de viento, cualquiera de los transeúntes podría verle el coño. Bueno, la verdad es que iba caliente como una burra, y que lo deseaba. Ya puestos... En cambio, no se había atrevido a mirar aún a sus "amigos". Salió como había entrado, precediéndolos, y ellos marchaban detrás de su presa, calientes también y haciendo comentarios lúbricos:
– Jope, mira qué caderas tiene, para joderla por detrás...
Y Paco:
– Está mucho más buena que la niñata que nos ligamos el sábado pasado, con tantos huesos...
Gustavo defendía a la "niñata":
– No creáis, a mí me gustó, con aquel coño tan peludo... y... ¡cómo la chupaba!
Porfiaba Paco:
– Eso será para ti, que eres un pervertido. A mí dame una mujer hecha y derecha para follar como es debido...
Con estas edificantes discusiones llegaron hasta el portal más bien mugriento de una casa antigua. Paco le gritó desde atrás:
– ¡Es ese portal!
Subió la escalera precediéndoles, y alguno iba tocándole el culo sin parar. Vio de refilón a Paco mientras abría la puerta, pero sin mirarle del todo. Era alto, moreno, delgado..., ni muy joven ni muy viejo. Se daba cuenta de que no era muy buena definición, pero a ella es en este momento no le importaban mucho las caras, los tipos o los años... sino las pollas.
Entraron por un pasillo, en el que Paco encendió todas las luces, llegando a un cuartito de estar con dos balcones. Ambos tenían aquellas antiguas persianas verdes echadas sobre la barandilla, librándoles de las miradas indiscretas de las ventanas de enfrente, y Paco dio más luces.
– ¡Pasa, guapa!
Hurgó brevemente en su cintura y la dejó sin falda. Ella siguió su camino hacia la pared de enfrente y cuando no pudo avanzar más se paró. Era consciente del espectáculo que estaba ofreciéndoles. Dos medios muslos blancos y hermosos sobre las negras medias, un culo turgente. Avanzaron también ellos, y "oyó su silencio". Alguien jadeó en seguida, seguramente el "especialista en culos". Notó manos palpándole las nalgas, dedos siguiendo el carril de su trasero y luego otra mano que se infiltraba por entre sus piernas apoderándose del chocho. Oyó a alguien:
– ¡Joder, qué culo!
Y ropa que caía.
– ¡Venga, enséñanos el coño!
Seguía dándole vergüenza, pero por otra parte deseaba desesperadamente ser penetrada por los ojos... y por más cosas. Se volvió poco a poco y quedó enfrentada a ellos, mostrándoles el chocho. Jaime, debía ser Jaime, se había quitado ya todo, menos la camisa, y su enhiesto miembro asomaba en plan periscopio bajo los faldones de ésta. Buenos cojones, pardiez, daban adecuada réplica al calibre del miembro. Alguien, debía ser Gustavo, le estaba desabrochando su "rebeca", y se la quitó, dejándole sólo el sujetador y las medias. Por cierto, que el sostén era de los que llegan a la cintura, corrigiendo los pequeños michelines de la maternidad, y que la visión pareció excitarles aún más: las medias negras, el "justillo" también, y entre medias la blancura del cuerpo femenino..., bueno, si se exceptúa la salvaje negritud del coño. Y las caderas, blanca y poderosas, más acentuadas al ceñir el sostén la cintura. Por cierto, que Gustavo, si era Gustavo, se hizo un lío al pretender quitárselo con los liajos de detrás, y optó por levantárselo por encima de las tetas, que volvieron a escaparse de su encierro. Así quedó, mirándoles (también Paco se estaba desnudando), con el sujetador remangado por encima de las tetas, por debajo de las axilas, hasta que Jaime dijo: «¡Vamos!» Se volvió a Paco en tono de disculpa: «Ya sabes que yo soy el más rápido.» Y éste contestó: «Vale, pero... vamos todos para allá.» Echó Sagrario a andar hacia la alcoba, enseñándoles otra vez el culo, con los cuatro mosqueteros en pos suyo:
– ¡Túmbate boca arriba...! Muy bien, así. Abre las piernas. Dobla las rodillas... Separa más los muslos, ¡venga!
Ocho ojos estaban clavados en sus partes más íntimas, y no se pudo contener. Levantaba el culo, alzaba el chocho, ofreciéndoselo, bien abierto, bien húmedo, y gritó con voz de bestia en celo:
– ¡¡¡Metédmela!!!
Un momento después, Jaime se la había introducido hasta la empuñadura, y otro momento después estaba al fin jodiéndola poderosamente, llenándola virilmente. Se había apoderado de sus nalgas con las manos, y le chupaba las orejas, la boca, el cuello... Los demás seguían en la habitación, algunos desnudándose afanosamente, y empezó a notar otras manos sobre sí. No sabía quiénes eran. Tenía los ojos extáticamente cerrados y siguió así al desbordarse Jaime dentro de ella, así al correrse ella con gritos de perra herida, o loca... y así aun cuando alguien, probablemente Paco, la hizo ponerse boca abajo, con el culo en pompa, pierniabierta , y se la metió a su vez. Sí, resultó ser Paco, quien, por cierto, hizo una faena de gala, teniéndola al borde del orgasmo más de una hora, mientras los demás la magreaban por donde podían. No es extraño que su segunda corrida fuese superior aún a la primera, y que aullara como una bestia, esta vez prehistórica, de nuevo...
Mariano estaba, en efecto, enamoradísimo de su culo. Se lo besó, olió –¡y vaya olores que tenía para entonces, sin haberse duchado y sin que nadie le diese oportunidad alguna de lavarse sus "culos”! –, magreó y chupó en forma exquisita, irreprochable, y luego le dio por él con tanto mimo, y tanta vaselina, que –aunque era la primera vez en su vida que se la metían por dicho conducto– Sagrario volvió a los mismos deleites de antes y al final estalló de nuevo en un prolongado orgasmo.
Paco y Jaime estaban en el cuarto de estar, aún en pelotas, esperando sin duda su segunda ronda, y les oyó llamar por teléfono. Decían algo así como «...menudo chollo, machos, y no os vamos a cobrar nada; ya veréis qué sorpresita...; pero traeros una buena merienda, que aquí estamos todos sin comer, y mucho vino, por lo menos una arroba, cualquiera se va de aquí en este momento; bueno, pensándolo bien traeros comida también para mañana, porque hasta el lunes no hay prisa...» No entendía nada.
Gustavo era muy guarro, en efecto, pero lo chupaba... [1] Y fue el que más disfrutó de sus tetas, hasta entonces casi ignoradas. No sólo se las mamó a conciencia, sino que le hizo acariciársela con ellas, masturbarle un rato... y luego con un sobaco, que Sagrario llevaba aún sin afeitar. Al final se corrieron ambos en pleno "sesenta y nueve", y la pobre casi se ahoga. Acabó cansadísima, y le hubiera gustado echar un buen sueñecito antes de proseguir la faena. Pero en esto que entraban Jaime y Paco, muy risueños, aún en pelotas y con todo colgando, y simultáneamente sonó el timbre de puerta. Le mandaron que fuese a abrir. «¿Y mi ropa?» Pusieron caras de pillines. Debían habérsela escondido: «Vete. Ya... ¿qué más te da? ¡Queremos darles una sorpresa a unos amigos!» Salió, en pelotas vivas, porque Gustavo le había quitado la última media que le quedaba. Abrió la puerta y vio... cuatro, cinco, seis tíos más, con paquetes de comida y una garrafa. Doce ojos se quedaron prendidos en su negro chocho, y dos o tres manos comenzaron a acariciárselo...
– ¡Vamos!
Les precedió hacia la alcoba, notando cómo los doce ojos penetraban por la brecha abierta –ahora más que nunca– entre sus nalgas. Cinco o seis manos iban ya magreándola y para cuando llegaron a la alcoba uno se había sacado ya la verga, que superaba el calibre de todas las anteriores. Se tumbó Sagrario sobre la pringosísima cama, abrió las piernas y se dejó penetrar por aquel tremebundo ariete, mientras los demás, sin perderse ningún detalle, iban desnudándose alrededor de la cama. Que gusto tan increíble, otra vez. Claro que con aquel nabo...
Pensó por una fracción de segundo en la imbecilidad de su marido. Ya ves tú, seguramente estaría tan ufano por tirarse a otra tía, la puta de la Esperanza, mientras que ella, sin mover un dedo, tenía diez pollas para ella sola. Bueno, sin mover un dedo... pero otras cosas sí. Se meneaba la muy cerda sin descanso, sintiendo dentro de sí aquel cipote salvaje.
FIN
[1] Así aparece en el relato original.