Días y días

Sinceramente, no entiendo cómo me tarde tanto en pasar esta historia desde las aún temblorosas reminicencias de mi cuerpo al papel. Supongo que siempre me rodeó el miedo de que, si lo hacía, levantaría un muro infranqueable y dudaría de si es verdad lo que en verdad pasó.

Sinceramente, no entiendo cómo me tarde tanto en pasar esta historia desde las aún temblorosas reminicencias de mi cuerpo al papel. Supongo que siempre me rodeó el miedo de que, si lo hacía, levantaría un muro infranqueable y dudaría de si es verdad lo que en verdad pasó. En fin. Aquí va.

Tenía 18. Estaba en mi casa, arrastrándome por los rincones en busca de algo que me entretuviera y evitara que me manoseara por tercera vez en el día (¡oh, juventud, caliente tesoro!). Husmeando aquí y allá llegué al cuarto de mi madre (señorita S., la llamaremos, perdón, mi afición a Kafka me traiciona en esto de la onomástica). Ya, en odiseas similares había descubierto una escasa pero estimulante reserva de ropa sumamente sugestiva en uno de los cajones de su clóset. S. es divorciada, así que ese primer descubrimiento me conflictuó primero, pero después fue el culpable de que mi pene se negara a permancer dormido al interior de mi ropa durante varias semanas. Perdón, me desvío: estaba esculcando (sin pervertidas intenciones) algunos cajones en el cuarto de mi madre para matar el tiempo en unas vacaciones de verano cuando, de pronto y sin aviso, hallé un consolador envuelto en una playera. El descubrimiento me descolocó.

Una cosa era descubrir que S. gustó (en un tiempo infinitamente lejano) de usar ropa provocadora, y otra que tenía necesidades sexuales apremiantes que se veía obligada a saciar con una verga de plástico de dimensiones peculiares. Era rojo, con toques realistas bastante perturbadores (al menos para mí), por ejemplo, la textura, la uretra o las venas que afanosamente el juguete se esmeraba en recrear de la manera más verosimil posible. En la parte de abajo tenía un disco que, cuando lo giré, hacía que el miembro vibrara y la potencia se podía manejar desde ahí. Lo olfateé esperando encontrar indicios de los recoveos por donde pudo haberse internado antes, pero por el olor no pude descubrir nada. En fin, lo envolví y lo guardé intentando que su dueña no notara mi intromisión y salí del cuarto directo al mío para una intensa sesión de amor propio. Y ése fue el inicio.

No es que antes no hubiera ya fantaseado con esa mujer. Ya le había dedicado varios pares de eyaculaciones a mi progenitora, pero la inspiración siempre se había fundado en conceptos casi abstractos; me explico: me masturbaba pensando (abstractamente) en sus redondas nalgas que se sostenían en dos portetonsas piernas bien torneadas. O, por ejemplo, pensaba (siempre en abastracto) en sus pechos muy generosos. Mi madre no tenía mucho pudor a la hora de cambiarse de ropa, así que el vernos desnudos podía ser cosa de todos los días si, como yo, "casualmente" entraba a su cuarto a preguntarle por su día en el momento justo en que se quitaba la ropa del trabajo. Ah... qué tardes, qué nalgas, qué pezones tan apetecibles me recibían cuando atravesaba el umbral de su habitación. Ella tenía, al momento de la historia, 40 años bien llevados. Su cuerpo anunciaba su edad con un poco de barriga, pero nada exhorbitante, no era alta y, por si no se percataron, la naturaleza la bendijo con dotes casi excesivos, pues a los ya mencionados, se suman un par de labios carnosos, unos ojos castaño oscuro y una melena muy abundante,  larga y café que le cae hasta casi la cintura. Yo, por mi parte, no era un prospecto a modelo, pero tampoco me definiría como feo. Mi cuerpo recibió esplendidamente la adolescencia, así que era delgado y medianamente alto, lo normal para los estándares de la sociedad en la que nací. Por otro lado, mi verga no era tampoco descomunal, sino bastante normal. Incluso, dejando de lado la vergüenza, diría que el juguete sexual que encontré rebasaba por un par de centimetros (tanto de ancho como de largo) mi propio miembro.

Ahora que les he entregado el despertar y a los personajes pasemos a la historia. Desafortunadamente, mi madre y yo vivimos en la casa de su padre, donde también recide su hermana menor, a quien referiré como L. Ella comparte la mayoría de los atributos de mi madre, pero es más blanca (S. es morena clara), rubia y tiene un poco menos de culo. Aún así, todos los lectores que lleguen a este relato darían bastante por compartir su lecho aunque fuera una hora.

Después del descubrimiento del vibrador cambió la manera en que miraba a S. La veía llegar del trabajo y me acercaba a saludarla y recibirla. Siempre hemos sido sumamente cercanos. Pero mientras se desnudaba y me contaba su día, yo me acostaba en su cama y la imaginaba a gatas penetrándose con el pene de plástico mientras mordía su almohada o abierta completamente de piernas mientras se miraba al espejo de cuerpo completo frente a su cama que siempre me inquietó. Varias veces me descubrió mirandola con deseo cuando se encontraba en bragas y sostén y, aunque no corría a cubrirse, me desviaba la mirada y procuraba voltearse para quitarse el sujetador. Solución que resultaba aún peor, porque podía ver su trasero en su máxima expresión bambolearse de un lado a otro mientras ella buscaba una playera o camiseta que ponerse. Cierto día, mientras realizaba este ritual, me levanté de su cama con una erección incontenible, pasé a su lado y le pregunté si quería que hiciera la cena (como no tenía nada por hacer, acostumbraba delegarme las responsabilidades del hogar), ella contestó que no tenía hambre y que prefería dormirse temprano ese día. Sonreí. Le dí una palmada suave pero firme en su trasero justo cuando ella se inclinaba para recoger la playera que se le había caído al piso y le dije "bueno, mujer, nos vemos mañana, yo también me voy a dormir". Me miró perpleja, primero, y luego rió nerviosamente. Correspondí la risa y corrí a mi cuarto sin creer aún que había trasgredido la frontera entre lo visual y lo físico.

Al día siguiente me desperté feliz y temprano. Toqué a su puerta para preguntarle si de desayunar quería un omelett, o hot cakes o crepas o qué. Me contestó apagadamente "espera", pero mi cerebro no registró la respuesta y mi mano abrió la puerta. La encontré en su cama, acostada, con las cobijas hasta el cuello y la cara de quien se concentra para un examen final. Debajo de las cobijas se adivinaban sus piernas flexionadas y abiertas y entre ellas se escuchaba un suave ronroneo. Nos quedamos de piedra, y mi miembro (más rápido que mis neuronas) incluido. Salí y cerré tras de mí mientras atinaba a disculparme. Fui a mi cuarto, dispuesto a descargar la emoción y el susto, y así lo hice. Luego preparé el desayuno (después de lavarme consciensudamente las manos) y esperé estoicamente a que S. me cagara a golpes por las imprudencias que cometí el día anterior y ese mismo en la mañana. Nada pasó. En verdad mi madre se esforzó por simular que esa era una mañana de viernes como cualquier otra, que ya casi se iba a la oficina y que su amado hijo no la había manoseado una noche antes y tampoco la había descubierto masturbándose. Su actuación merecía un Óscar, y como fue tan creíble terminé por relajarme y compararle la mentira de que nada había pasado. Al punto que cuando terminamos de comer, le dije que pusiera los trastes en el el fregadero y que ya los lavaría más tarde; mientras los acomodaba debajo del grifo, pasé a su lado y le palmeé el trasero de manera idéntica al día anterior, pero ahora añadí un beso en la mejilla, muy cerca de la oreja, y le susurré, "que te vaya bien, mamá". Su única respuesta fue sonrojarse y yo me refugié en el baño para desahogarme por segunda vez en ese día. Se marchó, en casa todo transcurrió apaciblemente.

Llegó la noche y con ella S. La recibí cariñosamente, como siempre, y sin interacciones de índole erótica. Sin embargo, cuando entré a su cuarto, dispuesto a verla desnudarse y a escuchar las peripecias de su día laboral, noté que me miraba de una manera distinta. Mi sentido arácnido me indicó que las cosas no estaban como deberían y empecé a temer por mi integridad física, no obstante, todo se disipó cuando comenzó a hablar:

-oye...

-oigo...

-lo de la mañana me tomó por sorpresa ¿qué te pasó?

tragué saliva y proseguí a tantear el terreno -¿qué de en la mañana?

-el beso que me diste, tú jamás te había visto besar a alguien a no ser que te obligáramos para saludar

Y tenía toda la razón del mundo, a decir verdad, no soy la clase de persona que gusta del contacto físico con los demás.

-Pues nada, mamá. Te quiero.

S. soltó un gemido de ternura y procedió a abrazarme. Como yo estaba, igual que siempre, acostado en su cama, se inclinó y con ello me regaló una espectacular vista de su escote. Luego, me soltó pero se sentó junto a mí en la cama. Puso su mano en mi pecho. Comenzó a jugar con el cuello de mi playera

-¿Recuerdas cuando eras muy niño? Solíamos saludarnos con un pico

-¿un qué?

-jaja, un besito en la boca.

-Ah.. ¿y luego? ¿qué pasó?

-Creciste y te volviste un ermitaño del cariño

Respondí riéndome y asegurándole que era el chico más cariñoso del mundo, y para probarlo, de manera audaz y veloz le robé un breve beso en la boca. Ambos nos sonrojamos a niveles caricaturescos y comenzamos a reír. Y así, entre risas, empezó a desnudarse. Primero se quitó una blusa roja bastante floja que insinuaba sus pechos de forma descarada. Como seguido hacía, luego de ello se quitó el sostén. Totalmente desnuda de la parte de arriba, se soltó el cabello largo y castaño, agitó suavemente la cabeza para quitarse de encima la tensión acumulada y con ello sus pechos se balancearon seductoramente de un lado al otro. No sé cómo evite babear. Se quitó los zapatos. Se desabrochó el pantalón de oficina negro que no le hacía justicia ni a sus nalgas ni a sus piernas preciosas. Y, para mi sorpresa y deleite, después de ello se quitó las panties. Volteó a su espejo y se miró.

-¿te parece que estoy gorda?

-Gorda es la que traigo aquí (es lo que hubiera dicho si no fuera sumamente respetuoso de la institución base de la sociedad: la familia, así que respondí: no, para nada, mamá, estás perfecta).

Me levanté, cuidando de no mostrar a mi amiguín y su entusiasmo, la tomé de los hombros, la giré y le di un beso en la frente. Salí casi cojeando de esa habitación. Regresé a los 15 minutos y le avisé que haría de cenar. Luego la velada trasncurrió con relativa normalidad con una nueva variante: al momento de darme las buenas noches, se acercó a mí y tímidamente me plantó un beso en los labios mientras yo lavaba los trastes. Como yo tenía las manos ocupadas, aprovechó para darme ella a mí una nalgada mientras sonreía pícaramente. "Nos vemos mañana, hijo", dijo, y se retiró a sus aposentos. La emoción llegaría al día siguiente.

Amaneció tranquilamente. Mi tía L. a quien no he presentado más que de pasada me tocó a la puerta. Si hay algo que me toca los huevos es que me despierten, así que por respuesta sólo gruñí. Ella lo interpretó como una amable invitación a entrar, así que lo hizo. Se encontró con un chico de 18 años, cuya pijama es un short delgado y una playera vieja, totalmente empalmado. Mi estado era normal, pero no por ello menos sorprendente. Como acababa de salir del sueño, yo no me percaté de lo embarazoso que debía ser la situación, así que miré calmadamente su rostro petrificado.

-Hey ¿ a qué debemos el honor de que me hables a estas horas?

-ah, este.. es que... yo...

Ahí seguí la trayectoria de su mirada. Me sobresalté pero mantuve la sangre fría (menos en la parte que perturbaba a mi tía), me acomodé cínicamente la verga de lado, como si se la ofreciera y le pregunté qué pasaba.

-ah… que habrá agua por la tarde. Juntamos tu abuelo y yo unos botes ayer, pero dudo que les alcance a los dos para bañarse. Este… bueno… nos vemos, hijo (esta mañana latinoamericana de decirle “hijo” a todos los jóvenes)

  • Está bien, tía. Te cuidas – respondí y, por segunda vez, me agarré el paquete sólo para comprobar su reacción. Ella contuvo la respiración y, sin mirarme a los ojos, salió de mi cuarto.

Siempre me había llamado la atención que L. no tuviera parejas. Su soltería se la atribuía al carácter de los mil demonios que todos en mi familia comparten, pero me parecía una mujer bastante guapa que de vez en cuando debía enrollarse con algún fulano o algo parecido. También me llegué a internar en los cajones de su intimidad y descubrí igualmente un repertorio no muy amplio pero exquisito de tangas y lencería en general. Como sea, me dormí un par de horas más y me levanté rayando el medio día.

Mi madre decidió levantarse casi al mismo tiempo (tan unidos éramos, que nos sincronizamos) y nos encontramos en el baño.

-Hey tú- me dijo y por respuesta la besé brevemente en los labios. Ya ninguno se sonrojó. Nos acostumbramos a este pícaro saludo demasiado pronto. Desayunamos entre una plática de lo más amena y cuando me disponía a lavar los trastes (todos los trabajos domésticos corrían por mi cuenta aunque el día no fuera laboral) cuando notamos que el flujo de agua se había detenido.

-Ah, olvidé decirte que no habrá agua hoy. Ayer juntaron L. y mi abuelo en botes para echarle al baño, y supongo que habrá un poco en el tinaco, pero me dijo mi tía que no alcanzaría para que nos bañaramos ambos.

-Pues tú no te bañes hoy.

-Ah, ¿y eso por qué?

A decir verdad, me daba igual no bañarme un día, pero soy bastante cabroncito y si algo me molesta en esta vida es que me diga qué hacer. Discutimos un rato y al final, bromeando, mamá dijo “uy, pues ya que regresaste a tus modos de bebé, podríamos bañarnos juntos”.

Se me aceleró el corazón. Tragué saliva. “¿y por qué no?” contrataqué. Titubeó. La timidez asaltó su rostro, pero no denegó la idea.

-Bueno, voy por mis cosas, - Dijo- no tiene nada de malo- aunque esto último parecía que se lo decía a ella misma.

Con la velocidad del rayo corrí por mi toalla y demás accesorios. Entré al baño antes que ella y me quité toda la ropa salvo los boxérs. Ella llegó ya desvestida y sólo cubría su cuerpo con su bata de baño. Nos miramos a los ojos. Me quité el calzón al tiempo que ella cerraba la puerta y se deslizaba la bata por los hombros. Como el espacio era estrecho, mi pecho y su espalda se rozaron cuando nos deslizamos debajo de la regadera. El agua pudo estar helada o hirviendo y me habría dado lo mismo. Mis ojos escurrían por su cuerpo idéntico a las gotas. Tenía una mata de vello púbico algo abundante, pero eso lo hacía quizá más apetecible. Mi miembro no tardo en incorporarse a la fiesta y durante todo el rato permaneció erecto. Decidí olvidarme de la pena y no reparé en rozarlo contra su cintura o su vientre cada tanto.. Llegó el shampoo y luego el momento de enjabonar el cuerpo. Le pedí, en broma y para relajar lo tenso del ambiente, que me tallara la espalda. Lo hizo entre risas y, no sé si accidental o a drede, rozaba con sus pechos mi espalda cada tanto. Después me ofrecí a devolver el favor. Dudó, pero al final se despejó la espalda de cabello (en un movimiento que casi me detiene el corazón) y quedó a mi merced. Pasé el jabón por sus hombros y de ahí hacia abajo. Llegaban mis manos a su cintura y volvía a subir. Tuve el impulso de abrazarla desde atrás y restregar mi miembro entre sus nalgas pero me contuve. Lo que no pude evitar fue pasar el jabón entre esas dos majestuosas pompas y, oh atrevido de mí, deslicé un dedo entre ellas para saludar, suavemente, su agujerito más íntimo. El escalofrío que recibió su cuerpo retumbó en toda la casa.

Nos enjabonamos rápidamente, temiendo que en cualquier momento se nos acabara el agua, pero afortunadamente nos alcanzó justo. Luego, salimos, ella envuelta en su bata y yo detrás de ella secandome el cabello con la toalla. Llegamos a su cuarto y sin invitación alguna, pasé.y me rescosté en la cama como solía hacerlo siempre. Ahora quería verla vestirse y no al revés.

No habíamos cruzado palabra desde mi osadísima incursión en su retaguardia, pero en cuanto quedó desnuda de nuevo, se miró al espejo y exclamó mientras sostenía sus tetas:

-¿puedes creer que tu padre rechazó esto?

Me quedé helado. Ella me miró a través del espejo esperando una respuesta de mi parte. Mi pene iba a reventar. Me levanté. Caminé hacia a ella que sin girarse me miraba. La abracé, aún húmedos como estabamos, desde atrás, sin tocar sus pechos sino pasando un brazo por arriba y otro por abajo. En esa posición, mi pene se deslizó entre sus nalgas y mi pecho quedó totalmente pegado a su espalda desnuda.

-Pero me tienes a mí- le dije y la besé en el cuello luego de quitar su cabello.

Suspiró y nos quedamos en esa posición un par de minutos sin que ninguno se atreviera a romper el encanto de lo íntimo y lo erótico. Al final, me separé y regresé a acostarme a su cama. Ella siguió viendose al espejo. Se le veía perturbada. Ninguno entendía qué había pasado. Seguramente le había dejado las nalgas llenas de liquido preseminal, pero no me importaba. Al final, y como ya no tenía vergüenza que perder, me agarré el pene con una mano y le dije “¿ya viste que no se me baja?”. Ella tragó saliva y asintió sin decir palabra. Caminó hasta el cajón de su ropa interior y cogió dos prendas de manera descuidada.

-¿te molesta si…? - y no tuve que terminar la pregunta porque en ese momento comencé a masturbarme frente a ella.

-Pero no vayas a manchar nada- dijo con un hilo muy débil de voz.- ahí hay papel.

Y me masturbé suavemente mientras ella se vestía y, fugazmente, me veía desde el espejo. Juro que en algún momento incluso la vi morderse los labios.

No eyaculé en su cuarto, pero fue más por orgullo que por otra cosa. Estábamos rompiendo tabús a tiempo récord. Y quería ver qué tanto podía tensar la relación sin romperla. Salí de su cuarto cuando ya se había vestido totalmente. Me dijo que iba a salir con unas amigas, así que, a modo de despedida, le di la usual nalgada y otro beso en los labios.