Días tenebrosos

Dos jóvenes son secuestrados, torturados etc etc. Espero que les guste.

Juan estaba esperando a la salida de un callejón, junto a una librería. Sara llegaría dentro de poco. Habían quedado para ir al cine.

Era joven, un universitario que aún hacía poco había conseguido a su novia, pues siempre lo perdió su timidez. Con ella perdió la virginidad, y solo para ella tenía ojos… bueno eso no era del todo cierto, pero estaba seguro de que jamás le pondría los cuernos.

Dos muchachas salieron del callejón y se acercaron a él. No había farolas cerca, y en la semioscuridad lo único que pudo distinguir fueron sus curvas.

(Seductora) Hola guapo –ésta se arrimó a él, y rodeó su espalda-. ¿Quieres pasar un buen rato?

(Escéptico) ¿Sois prostitutas?

No, bonito. Pero nos has parecido un chico muy

Atractivo –completó la otra, que nada llevaba en la parte superior. Admiró sus turgentes pechos. Pero no llegó a excitarse, el miedo a lo extraño lo paralizó. Aún así no apartó a la primera, que se había pegado a él y apretaba sus nalgas.

¡ASQUEROSO! –Sara había llegado en el peor momento

Un hombre pasó a su lado, y tropezó con ella. Ella se dejó saer y sollozó. Después otro hombre apareció de detrás de un coche y la levantó por el pelo. Juan se encendió, y trató de ir ayudarla. Las muchachas lo retuvieron.

(Amenazador) Si no quieres que le pase nada –el siniestro hombre, vestido con gabardina y boina sacó un cuhillo y lo juntó al cuello de su novia- sígueme y obedece.

Y a nosotras también, te conviene –dijo la que había tenido los pechos al descubierto, ahora cubierta por una holgada camiseta, mientras lo apuntaba con un pequeño revólver.

Los habían conducido a una sala, a una habitación. No era el cuchitril que cabía esperar, sino una habitación normal, con una ventana tapiada, y un tinte infantil (el edredón de la cama era de ositos) y una puerta en una esquina conducía al baño.

Había sobre una mesita cientos de velas, y dos mecheros, bajo la tapiada ventana, a un metro al lado de la cama. Era lo que habían tenido para iluminarse esos dos días, sin comida, y con una única botella de agua.

El hombre, que se había llamar Steel, entró en la habitación. Era de corpulencia similar al Juan, pero portaba un arma.

Éstas son las normas; por cada acto de desobediencia vuestra pareja perderá una falange del dedo meñique. Cuando se acaben el infractor será ejecutado de una manera de lo más cruel. Ahora dejad a las muchachas trabajar.

Flower y Diábolo (la una rubia y la otra morena) entraron. Ambas estaban desnudas, y cargaban con cuerdas, cadenas, fustas, látigos, mordazas

En cuestión de minutos Juan estaba atado a la cama formando un aspa con manos y piernas, y Sara formaba una femenina parodia de Cristo; dos cadenas que pendían del techo le apresaban las muñecas, y un taco de madera le servía de apoyo; apoyaba en él las puntas de los pies, pues si no estuviera ese pequeño taco habría pendido del techo hasta que las muñecas se desgajaran.

Steel había dejado una cámara en la mesita de las velas, ahora encendidas en su mayoría, y Flower había traído un par de cubos de hielo, que ya se había derretido dejando sólo agua helada. Y empezaron a trabajar.

Pusieron a Juan una mordaza con la bola roja, y sobre la chica arrojaron los dos cubos de agua. No pudo evitar gritar. Le vendaron los ojos, y le taponaron con cera los oídos.

Te haré cosas que nunca has soñado –decía Flower a Juan, tumbada a su lado. Acariciándolo y lamiéndolo, mordisqueando sus pezones y pasando sus heladas mados por su pene.

Mientras tanto, Diábolo, con una mueca sádica, cogió dos velas. La contrapartida del agua fría. La pobre chica tiritaba, y la insensible torturadora se subió a una banqueta e inclinó las velas. La cera cayó sobre sus hombros, provocando al principio un grito de sorpresa, y luego gritos de dolor y lágrimas de desesperación Steel irrumpió en escena con otro cubo de agua, y una bolsa. Sacó de la bolsa una botella de vinagre, un palo y un paquete de sal e hizo la mezcla en el caldero. Ahora Flower chupaba el miembro erecto del depravado estudiante, arrancándole gemidos entremezclados de protesta y placer, mientras dejaba su sexo al alcance de la boca del muchacho. No podía éste lamer, pero si oler, y sentir.

El hombre, ahora en calzoncillos, dejó una cuerda en remojo en el agua. Cogió un par de alicates, e indicó a Diábolo que cogiera dos nuevas velas y ésta vez las aplicara en el pecho. Mientras, él aplicó su lengua al sexo de la crucificada, de piel reluciente, pechos provocadores, y cabello alborotado. Ella lloraba, lloraba en silencio, contrayendo el rostro y dejando que las lágrimas bajaran por sus realzados pómulos.

El hombre dejó su tarea y le dio un puñetazo en la boca del estómago, lugar en que no dejaría marca alguna y que dolía mucho. Por poco cae el soporte de madera entre las convulsiones de la muchacha. Quitó uno de los tapones de los oídos y le dijo:

No me gusta que llores –le dijo- quiero que el dolor y el placer sean uno. Valora más los meñiques de tu chico. Y no te muevas o será peor.

Volvió a taponar el oído. Ahora Diábolo aplicaba a los pechos la cera de la vela… por encima dejaba caer la cera, y por debajo pasaba con la pequeña llama, casi tocando la piel.

El hombre colgó de los pezones de la chica unas pinzas de las que colgaban bolas de hierro, en el preciso instante en que Flower, que había disfrutado del chico de mil y una formas, había decidido torturarlo, y a la vez que dejaba que la penetrara apretaba los pezones de él con todas sus fuerzas, usando unos alicates.

Steel, con la cuerda, azotó salvajemente la espalda de la mujer, que gemía y lloraba, sintiendo el ardor del vinagre en sus llagas, el fuego en sus pechos… Pero los latigazos duraron poco, y Flower intercambió puestos con Steel; mientras ella penetraba por delante a la chica con un pene de hielo, provocando que se contrajera de dolor, él azotaba con las cuerdas el pecho y barriga del muchacho, que se arqueaba y gemía, dolorido. Así el tiempo pasó, y Diábolo enceró y quemó gran parte del cuerpo de la muchacha, mientras Flower volvía al hombre y dejaba caer cera en sus heridas, y Steel colocaba en ambos agujeros de la mujer dos velas encendidas; informó de que, cuando éstas se consumieran, la tortura finalizaría.

Pero aún había tiempo. Sustituyó la mordaza del hombre por el tanga los tangas de las tres mujeres, y selló con cinta aislante su boca. Encendió un cigarrillo, y tras darle una calada lo apagó en las nalgas de la mujer. Y así hasta cuatro cigarrillos.

Flower ahora limpiaba la cera de las heridas del hombre con un trapo humedecido en zumo de limón, y Diábolo liberó del lastre los pechos de Sara.

Un estremecedor grito rasgó el ambiente cuando la llama de las velas que había clavadas en los agujeros de la secuestrada rozaron la carne. Steel sonrió, y apagó las velas, que habían encerado las pantorrillas de la muchacha, y las sacó.

En unos segundos ambos estaban desatados, y todo recogido. Juan ya no tenía cera, pero sí el rostro contraído de dolor. Si no hubiera tenido la mordaza habría gritado mucho… había liberado un dolor que la muchacha supo aguantar por el amor que le profesaba.

Muy bien –dijo Steel-, los próximos días no será tan duro. Es que a nuestros clientes les gusta la carne marcada, que demuestre que ha sido tratada otras veces. Bienvenidos al mundo del tráfico humano –había en su voz una tremenda burla-. Ahora sois esclavos nuestros, y vuestro cuerpo estará a nuestra disposición. Os dejaré bañaros, si queréis… para comer tendréis que bañaros, y hacerlo allí. Nosotros grabaremos no os preocupéis. Si obedecéis, mañana tendréis vuestro primer cliente, y en una semana estaréis otra vez libres. Pero tenéis que obedecer. Seguidme si queréis bañaros y ser libres en una semana, o quedaos si queréis morir de hambre y dolor.

El baño era grande, el ambiente cargado, perfumado, y el agua humeante ya estaba en la bañera. Se apresuraron a meterse. Ya no recordaban ni dónde tenían la ropas; esos dos días los habían pasado desnudos.

Al entrar en la bañera el agua rebasó el borde, y cayó al suelo. La estancia estaba bien iluminada, por velas y lámparas. Juan sintió un gran escozor en las heridas al meterse, pero eso le haría bien, limpiaría sus saladas heridas. Sara tenía una expresión insensible, no podía soportar el dolor, la humillación, pero todo eso se lo tragaba y se mantenía seria. Agradeció el agua, que la libraría de su macabro traje blanco.

Juan apartó el negro pelo de su bella faz con la mano derecha, mientras pasaba el brazo izquierdo por delante del pecho de ella y la rodeaba, acercándola hacia sí. La besó, tiernamente, sintiéndolo. Bajó su mano hasta sus nalgas, y las acarició, suavemente, como siempre que hacían el amor. Ella contrajo su cara de dolor;

¡Ay! –él retiró su mano-. No, no apartes la mano. Hazme tuya, quiero ser feliz, aunque sea por unos instantes, antes de volver a ese infierno. Hazme el amor, dime palabras bonitas

Mi cielo, nunca pienses que no te quiero, pues eres lo más dulce que ha tocado el Miedo. Si en mi mano está, no te tocará la muerte... –él quería recitar un poema, pero ella lo interrupió, lo besó.

No hubo preámbulo alguno, élla penetró, ella se subió sobre él mientras él se recostaba en la gelidez sobre el nivel del agua. Ella se inclinó sobre Juan, dejándo que éste lamiera sus maltratados pechos. Ambos gimieron. Ambos se acariciaron. Cuando los gemidos se intensificaron, los sacudió simultáneamente una ola de placer. Se tumbaron luego el uno al otro.

Nunca te abandonaré –dijo Sara.

Ni yo.

Te amo.

Y yo.

No me olvides.

Nunca.

No me abandones pase lo que pase.

Jamás.

Steel entró por la puerta.

Ya está bien por hoy, tortolitos, a vuestra habitación. Allí os dejé una barra de pan y un queso entero. Por hoy os bastará.

Y los dejó, confusos, volver solos a su habitación.

[En una especie de mazmorra]

Por hoy serás mi esclava –dijo el anciano.

Sara estaba atada a una cruz de san Andrés, en aspa, ante el Anciano, ese nuevo cliente, encapuchado y vestido de negro, que parecía más joven de lo que indicaba su sobrenombre.

(Sumisa) Sí, mi amo.

Antes de que yo pueda probarte… debo purificar tu carne, impura. Prepárate para sufrirme.

Aprenderé, mi amo.

(Contrariado) ¿A qué? –exclamó.

A mantenerme pura para usted.

Así me gusta, zorra.

Puso pinzas en sus pezones, en su vulva y es sus labios, pinzas especiales para esos usos, que apretaban fuertemente. Tras lo que había pasado el día anterior, eso no era nada. Pero sólo era el principio.

El hombre le tapó los ojos. No pudo evitar, en ese momento, sintiendo en la nuca el aliento del torturador, sentir una gran excitación. El sexo se le humedeció, pero se abstuvo de emitir gemido alguno. Hubo una pausa, y no supo que ocurría. Sólo sentía el escozor provocado por las pinzas.

¿Qué quieres que te haga?

El amor –contestó ella tras una pequeña pausa. Era mentira, pero prefería eso a una tortura brutal.

Eso creo que lo dejaré para después. ¿Fusta o vara?

Fusta –respondió, sin dudar.

En unos segundos había un hombre azotando su barriga, una y otra vez. Tras cinco golpes paró, pero luego volvió a empezar ésta vez con un látigo. El dolor era mayor, y Sara gemía, gritaba y lloraba. Contó once latigazos. Sintió un aliento en sus oídos;

No te preocupes, falta poco –le dijo.

Nuevo golpes la sacudieron, esta vez la fusta martirizaba su vulva. El hombre gritaba cada vez que asestaba un golpe, y a su vez arrancaba gritos a la muchacha.