Días de sexo, crueldad y miseria

Vía crucis

DICIEMBRE DE 1969

DISTOPÍAS

La casa de las Lavelli es una casa pequeña, una herencia materna asentada sobre un lote de doce metros por diez, en un barrio de clase trabajadora de la gran ciudad. Una gran puerta de metal, ubicada en el centro del muro frontal, da acceso al patio principal y rodeando el mismo, que se halla cubierto por un techo rebatible de aluminio, se ubican todas las dependencias donde vive la familia.

Sobre la izquierda según se entra, y a continuación de la angosta escalera que conduce a la terraza -bajo la cual se halla el piletón del lavadero- se encuentra la cocina comedor de tres metros por tres de la dueña de casa y su esposo, un matrimonio no muy bien avenido y con un carácter de mierda que acojona a los vecinos, una discusión entre ellos por la comida muy salada, puede llegar a escucharse en varias casas a la redonda.

José es un hombre alto y delgado de cincuenta y cinco años, recién jubilado de la industria textil por una cruel enfermedad, se mantiene fuerte y erguido, pero su rostro serio y cetrino, remarcado por una pronunciada calvicie y un frondoso bigote, no oculta la verdad.

Ha llevado una vida de amargura, estar casado con la hembra más codiciada del barrio pasa factura, más aún si se trabaja turno noche rotativo, como era su caso. Las dudas eternas y las miradas morbosas de los gavilanes que la rondaban continuamente, lo tenían en un sin vivir de inseguridades, temores que se pagaban con más de un gatillazo en la cama por presentir que no daba la talla.

Para su desgracia machista, el creador de criaturas lo benefició con dos hijas que superaban en belleza y morbosidad a su madre. Desde que las ninfas comenzaron a desarrollarse, su búsqueda de candidatos para desposarlas y poder vivir en paz, se volvió obsesión y cuando finalmente lo logró, apenas cumplieron la mayoría de edad, su cuerpo le pasó facturas.

Tantas angustias, tantos temores por lo que pudiera pasar con las causantes de sus angustias, lo dejaron sin disfrutar lo que pudo ser una vida plena de amor y felicidad y ahora que el destino le dijo basta, hasta aquí llegas, el rencor lo consume.Desde que se pasa todo el día en la casa, se ha vuelto demandante e insoportable. Según su pensamiento íntimo, ahora que está postrado, es el momento de que las putas le devuelvan algo de lo que dejó por ellas en el camino.

La Negra, como se la conoce en el barrio a su mujer, es una hembra insatisfecha de 45 años de las de antes, rotunda sin ser gorda, tiene un culo y unas tetas, resaltadas por una delicada cintura, que si no fuera por su carácter belicoso, se llevaría más de un palmetazo en el mercado.

Todavía se recuerda el día que un viejo vecino del barrio, le rozó el culo en la fila de la pescaderìa. Sin cortarse un pelo la Negra llamó a los gritos al dueño del negocio.

  • Don Fermín ¿Alguien canta por ahí?

  • No señora ¿Por qué pregunta?

  • Porque por acá atrás están tocando.

El atrevido y avergonzado hombre salió disparado en medio de las carcajadas de las vecinas y no se lo ha vuelto a ver por el barrio.

Firme y decidida, resuelta a no dejarse llevar por delante por la prepotencia de los hombres, que creen que porque una mujer resalta sus atributos femeninos, es una puta dispuesta a satisfacer sus supuestas habilidades amatorias, se ha mantenido fiel a su marido todos estos años a pesar de sus carencias sexuales y afectivas, derivadas de un hombre inseguro que la ha torturado con sus celos infundados, toda su vida en pareja.

Tuvo que vivir y permitir con tristeza, que sus hijas encadenaran sus vidas con dos engendros de hombre a la temprana edad de dieciocho años, solo para sacarse de encima el acoso sistemático y obsesivo de su delirante padre.

Enfrentada a su cocina, cruzando el patio, se halla la cocina comedor de tres metros de ancho por cinco de largo de Norma, su hija mayor, una jaca de veinticinco años, con todos los atributos de su madre, pero ensamblados en un cuerpo estilizado de un metro setenta que invita al pecado.

Casada a los dieciocho años para liberarse del asedio controlador de su padre, e igual de polvorita que su madre, está en estos momentos lidiando a los gritos para darle de comer a sus belicosos hijos de cinco y seis años, que no se quedan quietos.

La hora corre y está histérica porque se hace tarde. Su esposo taxista llevará a los niños a la escuela después de dejar al suyo en el hospital, donde debe realizarse unos estudios que le llevarán todo el resto del día y si no llega en hora, perderá el turno.

Jorge, su marido de treinta y cinco años, es todo lo contrario al resto de la familia. Regordete y calmo hasta la exasperación, saborea cada bocado de su almuerzo como si fuera el último. Come sin despegar la vista de la pantalla de la tele, donde están reproduciendo las jugadas del superclásico local que se jugó el último domingo y no pudo ver, haciendo oídos sordos al griterío que lo rodea.

Se lo ve ausente y entretenido, cuando la realidad, es que su aguante fingido está llegando a un límite peligroso, sus insufribles suegros y la histeria de su mujer, están desbordando su capacidad de tolerancia.

Este relax del mediodía, es el único sosiego que tiene en sus extenuantes jornadas de trabajo de 15 horas de Lunes a Lunes para cubrir las cuotas del coche nuevo y aún así se empeñan en estropearlo.

El patio remata al fondo en dos grandes dormitorios de cinco metros por cuatro, separados por el único baño terminado de la casa, uno para cada familia. Pero mientras en un cuarto, duermen solo los dueños de casa en su gran cama de bronce herencia de los abuelos, en el otro, el matrimonio joven lo comparte con sus hijos, lo que limita enormemente su escasa vida íntima, producto de las largas jornadas de trabajo del esposo.

Para solucionarlo, han construido en la terraza dos dormitorios con baño, idénticos a los de abajo, calzados sobre las paredes portantes de sus gemelos y con techos de chapa para limitar el peso. El baño aún no está terminado.

De esa manera, han quedado listos para cuando los niños crezcan y entre tanto, el matrimonio puede tener un lugar privado para llevar adelante su vida íntima, mientras los niños duermen abajo al cuidado de sus abuelos, lo que no es una gran demanda para ellos, ya que, o son muy silenciosos, o nada de nada y ese, quizás, sea es el motivo de los cabreos de la Negra.

Los conflictos se agravaron por una súbita ola de calor que aplastó a la ciudad a mediados de Diciembre. Al poner en marcha el equipo de aire acondicionado de segunda mano, que dificultosamente instaló Jorge en la terraza, voló a la mierda toda la instalación eléctrica de los cuartos superiores y la cocina de sus padres.

Con treinta y cinco grados a la sombra y techos de chapa, no hay cuerpo que aguante en esos dormitorios, y si se le suma el cabreo de José, puteando todo el fin de semana contra el inutil de su yerno por dejarlo sin televisión, ni ventilador en la cocina, el clima del hogar se ha vuelto insoportable.

El pesado ambiente familiar en la casa, los niños que dan vueltas y no se terminan de preparar y la calentura que arrastra desde hace semanas por la falta de sexo. tienen a Norma de los nervios, en cualquier momento explota como una bomba nuclear.

Vestida con un liviano batón corto de algodón, abotonado por delante, y sin corpiño por el intenso calor, la transpiración de su entrepierna y el roce de sus enardecidos pezones sobre la tela, hacen que esté que se la lleva el demonio.

Por suerte para la salud mental de la desdichada muchacha, el único miembro de la familia respetado por sus padres, se encuentra trabajando en la terraza desde temprano.

Oscar es un joven de veinte años, hijo de su insoportable cuñada Carla, que se gana los pesos que le demanda su formación universitaria, trabajando en la reparación de los problemas eléctricos de la mayoría de las casas viejas del barrio.

Recibido de técnico electricista con honores y cursando el segundo año de la carrera de ingeniería, trabaja en el gremio de la electricidad desde los diez años, cuando su padre lo llevaba obligado de ayudante en sus changas de fin de semana.

El pobre Gordo, como llamábamos irónicamente a su padre por su esmirriado físico, al igual que todos los obreros de su generación, trabajaba de sol a sol, inclusive los feriados, para cubrir los gastos de la casa y pagar el alquiler, mientras su insoportable mujer, encima le enchufaba el hijo los fines de semana para poder descansar de él. O por lo menos eso es lo que le decía... como si no supiéramos la verdad.

El pobre muchacho, además de ser una luz para los estudios y trabajar para mantenerse, estaba abducido y sometido por una madre que le obligaba a atender todas las demandas de la familia sin cobrar un peso, para que luego, ella pudiera fardar de solidaria ante los parientes.

A Norma le consta que más de uno de sus parientes se abusaba, como era el caso del Negro, el hermano mayor de su marido. Funcionario del estado y dueño de algunas propiedades, no dudaba en hacerle arreglar gratis los departamentos que luego alquilaba con pingües ganancias.

El muchacho acudía callado y nunca se quejaba. Encima el pobre, estaba de novio con una rubia profesora de educación física con un cuerpo de escándalo, que lo llevaba de las narices y hacía con él lo que quería, como por ejemplo, irse de fiesta con las amigas sin decirle donde, en los largos fines de semana que el muchacho pegaba el culo en la silla para preparar los exámenes.

La conoció en las vacaciones de invierno de su primer año de facultad. Ese sábado se había dejado arrastrar a un club de baile con sus amigos, después de un berrinche terrible de su madre por haberse tomado ese fin de semana de descanso, sin importarle lo cansado que estaba después de una ardua semana de exámenes de mitad de año con resultados más que brillantes.

Echado en su cama y pensando en abandonar sus estudios para poder trabajar y huir de su casa, fue abordado por sus amigos que se lo llevaron a la rastra sin darle oportunidad de oponerse.

La vió sentada abstraída en una mesa y la invitó a bailar. Leila lo miró aburrida y aceptó por no hacerle un feo, después de todo, no se podría aburrir más de lo que estaba. Había aceptado acompañar a sus amigas después de su último fracaso amoroso. Pero no estaba fina para la labor.

Dos almas solitarias con temas sin resolver no podían más que coincidir. El porte, la simpleza y la mirada sufrida del muchacho la conmovieron, tanto como lo conmovió a él la firmeza y seguridad de la muchacha y su sentido de la independencia.

Quedaron en volver a verse y sin darse cuenta, por mutua necesidad, se volvieron pareja. Oscar encontró un nido de apoyo donde estudiar en paz y Lilian un cabo fiel donde amarrarse, en los momentos de zozobra de su convulsionada vida.

Lilian fue el descubrimiento, la candidez del aprendizaje social, la maestra que lo llevó de la mano en el arduo camino de las relaciones interpersonales. Oscar en cambio, para ella fue el remanso de sus aguas turbulentas, la tranquilidad de la llovizna de otoño después de las tormentas de verano. Un puerto al que llegar.

No eran una pareja al uso, Oscar respetaba sus turbulentas ausencias, ella lo apoyaba en sus estudios en forma incondicional y cada tanto se encontraban con imperiosa necesidad.

A Oscar no había reparación o instalación que se le resistiera. Se comentaba que terminaba los trabajos en la mitad del tiempo que sus competidores por la mitad del dinero y que infaliblemente sus arreglos eran de primera calidad. Eso a pesar de todo lo que había que luchar con esas viejas instalaciones de alambres de cobre recubiertos en goma y tela podrida, responsable de la mayoría de los cortocircuitos en los altos techos con filtraciones de humedad, de las viejas casas del barrio.

La gran experiencia adquirida desde su ingreso al servicio técnico de calderas de una empresa multinacional, un trabajo par time donde había escalado posiciones rápidamente convirtiéndose en encargado de obras, posición que le permitía dedicarle tiempo a sus estudios y sus trabajos particulares, lo habían convertido en un especialista muy solicitado. Era de admirar que con tantas ocupaciones sacara tiempo para ayudar a sus familiares.

Sin embargo, este era uno de los pocos días en que el trabajo lo había superado. El día anterior su madre había estado insoportable porque no trabajaba, ya que no había surgido ningún pedido de servicio y se había tenido que ir a estudiar al departamento de su novia Lilian del cual tenía llave. Para su sorpresa, la puerta estaba trabada por dentro y a pesar de golpear insistentemente la misma, nadie acudió a abrirla.

Ella vivía con su hermana, que por esos días estaba de vacaciones con su novio, por lo que posiblemente, Lilian se hubiera quedado dormida con los auriculares puestos y no escuchara nada, ya que ni el teléfono atendía. O eso quería creer.

Su cerebro le decía que no era así, pero su corazón lo negaba.

Terminó estudiando en su casa durante la noche, mientras su madre dormía y no lo incordiaba por perder el tiempo con los libros, en lugar de trabajar más y ayudar a pagar en forma más holgada, los excesivos gastos de su hogar.

MAPA DE CRUELDAD

El trabajo no había sido intenso, pero el poco sueño y el sofocante calor en el patio de la terraza de las Lavelli, lo habían agotado y transformado su mono enterizo de trabajo en un trapo mojado.

Por suerte, ya había amurado el cable Sintenax nuevo desde la terraza hasta la fusilera, había reforzado la misma e instalado en el cuartito de herramientas, vecino a los dormitorios, una caja de protecciones térmicas. Para terminar, había cableado a nuevo los dos ambientes.

Cuando escuchó que la familia abandonaba la casa en el coche del hermano de su madre, aprovechó para sacarse el mono y los zapatones aislantes y se dio una refrescante lavada en el piletón de la terraza, ubicado junto a la soga de colgar la ropa.

Siempre llevaba artículos de limpieza personal en su bolso de trabajo y una muda de recambio, por lo que solo vestido con el pequeño slip que usaba para su entrenamiento de natación, se lavó todo el cuerpo, inclusive la cabeza y aprovechó para secarse con una toalla de las que estaban extendidas, luego la lavaría y la volvería a colgar.

De esa guisa lo encontró Norma al subirle un sándwich después de despedir a su familia en la puerta. Decir que se quedó helada sería una incongruencia, porque por la forma que sus pitones se dispararon contra el vestido y el charco instantáneo que sintió en medio de las piernas, hablar de una helada calentura sería un oxímorón.

La forma en que la musculatura del amplio torso del muchacho se movía mientras se secaba la cabeza dándole la espalda, rememoraba el sinuoso oscilar de las serpientes de Medusa. Entre ellas, un sin fin de gruesas cicatrices, dibujaban un mapa de crueldad, que nunca hubiera imaginado.

JUNIO DE 1950

EL BUENO DE DON RAMÓN

La casita está ubicada en la zona oeste de la capital, es un barrio obrero, de gente honesta y trabajadora, la mayoría son inmigrantes europeos o hijos de ellos. La calle todavía es de tierra y no tiene servicio de gas.

El frente de la casa está pintado de blanco y sobre  la derecha, muestra la entrada de un garaje, donde se alberga una camionetita Ford A, que todavía respira. Al fondo del mismo se despliega una pequeña carpintería, donde despunta su hobbie el bueno de Don Ramón, el dueño de casa. Don Ramón es un gallego de cuarenta años, alto, fortachón y robusto, producto de sus años de estibador, pero sin panza.

Es un hombre simpático, práctico y de risa fácil. Está casado con María una gallega mayor que él, enjuta, desabrida y de insulto frecuente, que tiene un puesto de flores en el mercado del barrio.

La puerta de entrada a la casa, da a un gran patio, salpicado por canteros donde florecen malvones y rosales, que cuida solícitamente la dueña de casa. El patio separa de un lado el garaje y del otro, una pequeña habitación con techo de chapa, que oficia de cocina y comedor para Carla, una delgada y joven madre de cara bonita de veinte años, que en ese momento amamanta a Oscar, su bebé de dos meses.

Carla está casada con Pablo de su misma edad, un muchacho delgadito, tímido y muy trabajador, que la mima y la cuida con devoción. Ambos son hijos de italianos y alquilan su vivienda a este matrimonio amigo de sus padres. En el barrio todos se conocen y se ayudan entre sí.

Antes de irse a las siete de la mañana como todos los días, Pablo le ha dejado parte del dinero para pagar el alquiler. Como de costumbre, el pobre patrón de la fábrica donde trabaja, no le ha podido pagar en fecha la totalidad del sueldo. Esta vez, porque tenía que cubrir el costo del vestido, de la fiesta de cumpleaños de quince de su hija.

María acaba de salir a trabajar, Carla verifica que el bebé se ha dormido en la cunita de madera que le ha regalado el bueno de Don Ramón y tomando el dinero, cruza el patio para  pagarle el alquiler en la carpintería.

Don Ramón cuenta el dinero, verifica que no cubre el total del alquiler y con un gesto bonachón se dispone a concederle un préstamo. Se sienta en el borde de su sillón de dormir la siesta, se abre de piernas y libera su gorda, larga y dura polla.

María sin decir palabras se acerca, se arrodilla entre sus piernas, toma la polla entre sus delgadas manos y se la introduce en la boca. Sabe que todas las mañanas deberá cubrir las cuotas del préstamo hasta que le completen el sueldo a Pablo. No es cuestión que todo el esfuerzo lo haga su pobre marido.

JULIO DE 1950

Pablo se dirige a la parada del micro que lo acercará a su trabajo, hoy no ha podido dejar más que la mitad del valor del alquiler. El pobre patrón le ha pagado sólo una pequeña parte de su sueldo porque ha tenido que pagar el salón de la fiesta de su hija, ya le completará más adelante. Siempre lo hace.

Se mira reflejado en la vidriera de un negocio, que está frente a la parada y al verse con una leve pancita tiene una idea. El se ha guardado parte del dinero para pagar sus almuerzos. Si los evitara,  adelgazaría y podría dejar más para el alquiler. Y con eso soluciona dos problemas a la vez.

Como es temprano, decide volver a su casa a dejarle mas dinero a Carla. Al entrar a la cocina, el bebé está durmiendo en su cunita pero su esposa no está. Como la busca por toda la casa y no la encuentra, decide asomarse a la ventanita del garaje y ver si está el bueno de Don Ramón para preguntarle si sabe algo.

Cuando lo hace, ve a Carla arrodillada y desnuda sobre el sillón de la siesta, con la cabeza apoyada sobre el respaldo, la cara vuelta hacia él con los ojitos cerrados, la boca abierta y la lengua afuera, respirando agitada. Sus manos echadas hacia atrás, mantienen abiertas sus nalgas, mientras recibe en el culo, el gordo falo del dueño de casa, que ubicado tras ella, la martilla frenético.

Humillado y con lágrimas en los ojos, se guarda el dinero en el bolsillo y sale de la casa rumbo a la parada. Puede almorzar tranquilo, el bueno de Don Ramón les ha condonado el préstamo.

ABRIL DE 1958

La casa donde vive el pequeño Oscar, está a menos de tres cuadras de la de Norma. Es la misma donde ha nacido, pero estos años le han hecho varias reformas. Ahora se ingresa por una puerta de hierro forjado ubicada en el centro del muro que da acceso a un corredor y a su lado, como siempre, se halla la entrada del garaje, ahora cerrada con un trabajado portón de madera.

A la izquierda del corredor bordeado de rosales que son la obsesión de la dueña de casa y que atraviesa el patio delantero y conduce al interior de la casa, se conserva la  pequeña construcción con techo de chapas donde sus padres tienen montada la cocina, y a la derecha el renovado garaje-taller de don Ramón, el fornido cuarentón dueño de casa.

Siguiendo por el corredor, se arriba a una segunda puerta que comunica ahora con un patio recientemente cerrado. Este conecta el gran dormitorio con baño privado y la gran cocina comedor de los dueños de casa, con el pequeño cuarto donde duerme el matrimonio inquilino con su niño.

En el fondo de la casa y saliendo al patio trasero, se halla un baño compartido equipado con inodoro, pileta, lavarropas y una ducha con calefón eléctrico.

Al contrario que el bien conservado y fortachón Ramón, su esposa María se ha convertido una esmirriada y amargada mujer que al ser diez años mayor que él,  lo cela obsesivamente. Su agrio carácter, la violencia de sus palabras y la intolerancia a la existencia de ruidos a la hora de la siesta, llevan por la calle de la amargura a Carla, la madre de Oscar.

Para completar su insatisfacción, su marido no hace ni dice nada, Pablo trabaja todo el día en dos empresas y llega tan cansado que no quiere escuchar de conflictos, y si de enfrentarse a los caseros se trata, agacha la cabeza. Podría entenderlo que lo haga con don Ramón que por su porte acojona, pero ¿Acobardarse frente a María?¿Con qué clase de hombre se había casado?

Tanta esperanza, tantas promesas y vivían con lo justo, recibiendo insultos gratuitos por una casa de mierda en la que vivía encerrada. Encima el jodido niño, a los ocho años, se empeñaba en volver loca a la casera para que ella pagara los platos rotos. ¿Acaso no se merecía una vida mejor? Si no fuera por el bueno de Don Ramón, se volvería loca

El pobre Pablo, se hallaba tan consumido de tanto trabajar, para que su mujer no debiera completar el alquiler, que se encontraba en los huesos y no lograba satisfacer ni material ni sexualmente a su insaciable esposa, que al contrario de su desgaste, lucía misteriosamente una sensualidad radiante y explosiva.

Ese domingo, Carla se levantó furiosa, vestida solo con una corta remera y un pantaloncito elastizado, sin bragas ni corpiño para soportar mejor el agobiante calor de su cocina. Pablo había tenido otro gatillazo, el niño estaba molesto y afiebrado, se había acabado el gas de la garrafa y no tenía dinero para reponerla. Nada podía ir peor... o eso creía.

Iba de un lado a otro golpeando las puertas de las alacenas al cerrarlas y contestaba con gritos a cualquier pregunta de Oscar, que preocupado por su madre, dejó las tareas que le costaba resolver sin su ayuda, tomó el gran florero que había sobre la mesa, unas tijeras y salió al patio.

Obnubilada en su frustración, Carla no atinó a reaccionar hasta que fue tarde y salió corriendo de la cocina, solo para encontrarse a su niño trayéndole sonriente en el jarrón, todas las rosas del cantero, que con tanta obsesión cuidaba María.

Paralizada por las consecuencias implícitas de esa ofrenda, giró su cabeza y se cruzó con la mirada asesina de su casera a punto de saltar sobre el niño. Trató de correr para protegerlo, pero se encontró con el revés de la furiosa María que la tiró sobre los canteros, produciéndole un corte en su precioso rostro con la piedra del anillo, después de lo cual, empujó a Oscar tirándolo al piso con su florero y salió rabiosa de la casa rumbo al mercado dando un portazo.

Carla se levantó dolorida y al ver el corte de su cuidada cara en el cristal de la ventana montó en cólera, tomó al niño de los pelos y lo arrastró por el piso rumbo al baño, donde lo dejó encerrado con llave, luego de lo cual se fue a su cuarto a llorar.

Pasados unos minutos, golpearon a su puerta pidiendo permiso e ingresó don Ramón con una botella de agua oxigenada, unas gasas y una bandita para curarle la herida. Sin decir palabras, se sentó a su lado, le limpió la herida con la gasa empapada para desinfectarla y le aplicó el apósito sin dejar de mirarla a los ojos.

Carla, conmovida por el gesto, se abrazó a su musculado cuerpo llorando desconsolada, cuando se calmó, don Ramón le levantó la cara tomándola del mentón y le limpió las lágrimas con sus pulgares, acariciándole las mejillas.

Poco a poco se fueron acercando y terminaron fundidos en un beso interminable. Mientras sus lenguas jugaban ansiosas, el casero fue retirando el elastizado pantalón, deslizándolo por sus piernas con la colaboración de la joven en recuerdo de los viejos tiempos.

El experto amante, pronto detectó la ansiedad de la hembra y jugando con los dedos en su coñito, la fue llevando a la locura. Despatarrada, respirando agitada con las piernas abiertas colgando de la cama, no se percató de que su amante se posicionaba entre sus piernas mientras se desnudaba y empezaba a comerle el coño como nadie hizo aparte de él, provocándole sensaciones que nunca pudo olvidar.

Desarmada por el placer, sintió al hombre subir mordisqueando su abdomen a la vez que le subía la remera, para terminar devorando sus pezones con gula mientras la punteaba con su polla.

Poco a poco, en medio de su delirio, la muchacha fue sintiendo como su coño se iba abriendo hasta lo imposible, para dar paso a ese falo descomunal que siempre la llevaba a la locura. Habiendo parido por cesárea, su coño casi virgen después de tanto tiempo, sufría una acometida como solo él solía hacerle. Pasado el dolor, empezaron a moverse acompasados uno contra otro, entre gritos por el placer recibido.

La jodienda duró tres horas y debieron parar al escuchar ruido en la puerta de la calle. Con parsimonia, el casero se vistió, dejó dos billetes grandes bajo la lámpara de noche para que su amante pudiera cambiar la garrafa de gas y se marchó a su cuarto. Minutos después entró Pablo buscando a su mujer, a la que encontró desarreglada, vestida con una bata y un apósito en la cara.

El hombre estaría cansado pero no era estúpido, la cama desarreglada, el rostro enrojecido, los billetes bajo la lámpara y el olor a sexo, decían perfectamente, lo que allí había pasado. Un agravio insultante y  gratuito a su esfuerzo por evitarlo.

Al preguntarle a su mujer el motivo de su estado, ésta le narró entre lágrimas forzadas, todo el incidente de las flores, el golpe de Ramona y el castigo a su hijo dejándolo encerrado en el baño. El hombre alterado, humillado nuevamente a pesar de su sacrificio por impedirlo, impotente ante los hechos consumados, con el juicio roto y la mente perturbada, se sacó el cinturón y fue a cobrarse la ofensa en el cuerpo de su hijo.

Media hora después, lo depositó desvanecido en los brazos de su espantada mujer para que le cure la espalda flagelada, mientras él se iba a preparar la comida para cenar.

En la pasión desbordada de sus alienados sentimientos, la piedad faltó a la cita

ENERO DE 1970

DESCUBRIMIENTOS

Norma se acercó despacio con todos sus sentidos alterados, al llegar al distraído muchacho, posó la yema de los dedos sobre sus cicatrices, produciéndole un pequeño sobresalto por la sorpresa.

  • Shhh...Tranquilo, soy yo.

Le susurró al oído mientras sus manos recorrían el mapa de su espalda con delicadeza, contorneó sus marcados dorsales, delineó su afinada cintura y volvió a subir deslizando la palma de sus manos por los costados de su torso.

Subió a sus marcados hombros y volvió a bajar, ahora por sus brazos, palpó sus desarrollados bíceps, volvió por los tríceps y se aventuró en los desarrollados pectorales.

Lo fue abrazando despacio, mientras frotaba sus erectos pezones en la espalda del excitado muchacho que no se movía, temiendo despertar del sueño que estaba viviendo. Notaba que la tela le molestaba, se separó un poco, se desabrochó los botones hasta la cintura, se abrió el batón, rozó su erizada anatomía con la musculada espalda y sintió que iba a explotar de la excitación.

Lo volvió a abrazar por el pecho  mientras le mordisqueaba el hombro, bajó por sus marcados abdominales y cruzó la barrera del ajustado slip. Se asombró ante el tamaño de la hombría enardecida y tomó una decisión.

Se separó, lo tomó de la mano y lo llevó a su nuevo cuarto. Un cuarto sencillo con una gran cama, una cajonera y un madero amurado a la pared, con grandes clavos espaciados para colgar la ropa

Al entrar, la golpeó el fresco de la reparada habitación sobre su transpirada anatomía y orgullosa por la eficiencia del bondadoso muchacho, agradeció a los cielos por el respiro.

Se sentó en el borde de la cama, lo atrajo tomándolo de la cintura y enterrando sus manos por el borde del elástico, bajó la mínima prenda sin separar la vista del bulto que fue asomando, deseosa de comprobar lo que había causado su atrevimiento.

Cuando el falo emergió majestuoso, lo tomó con su mano sin alcanzar a rodearlo por completo, lo descapulló y mirando al muchacho a los ojos, se lo introdujo en la boca.

Oscar creyó desfallecer, sintió el cálido interior de la boca de Norma en cada una de las células de su erguida anatomía, pero cuando la cabeza de la hembra comenzó a subir y bajar, directamente se sintió morir y no tardó en explotar en una erupción de fluidos, que la golosa mujer no dudó en tragar.

Orgullosa de la tarea, se volvió a parar y ante el temblequeante muchacho se deshizo del batón y las bragas, para volverse echar con las piernas abiertas y los talones apoyados en el borde del colchón, invitándolo a arrodillarse frente a ella y devolverle atenciones.

El muchacho aceptó el envite sin dudar, acercó su rostro a la húmeda intimidad de la excitada  muchacha y rechazando un impulso de alejarse por el fuerte aroma resultante de la mezcla de sudor y excitación, pegó un goloso lametón de arriba abajo que conmovió a la hembra.

Envalentonado y no tan  inexperto, continuó con la tarea dejándose guiar por la víctima del sacrificio, víctima que en su agonía, pegó tantos gritos, que sus oídos quedaron saturados por un buen rato.

Calmada su excitación por el violento orgasmo, Norma siguió tirando del cabello de Oscar con las dos manos, hasta que logró subírselo encima y con su sabia guía, hacerse empotrar por la terrible herramienta. Sentir sus carnes abiertas ante tamaña intrusión la hicieron estallar en otro orgasmo tan violento como el primero, que para poder soportarlo se abrazó al muchacho con brazos y piernas, adherida como una garrapata.

Cuando se calmó, empezó el concierto. Nunca tuvo tantos orgasmos, ni gritó tanto, el muchacho era una maravilla, con un aguante inhumano y una dulzura tan grande, que sumado al morbo del parentesco y al cariño que ya le tenía, convirtió la morbosa jodienda en una experiencia que hizo explotar sus sentidos.

Esa tarde cambió su vida, cuando su sobrino político le contó lo que sufría para preparar los exámenes, los problemas con su madre, sumados a las dificultades con su novia y le pidió usar esa habitación para estudiar de vez en cuando, se vió tocando el cielo con las manos.

Desde ese día, a nadie le extrañó verlo por su casa, era muy querido por la familia y estaban agradecidos por el gran trabajo realizado sin cobrarles más que los materiales, era normal incluso que más de una vez, lo invitaran a almorzar.

Eran horas muy apreciadas y aprovechadas por el muchacho que vivía a pocas cuadras del lugar, un ambiente fresco y silencioso, donde el tiempo rendía el doble y lo atendían de maravilla.

Como si eso fuera poco, estaban los miércoles, esa excitante y nueva aventura de entrega mutua que lo transportaba al paraíso. Jamás creyó que el sexo pudiera ser tan maravilloso, sus experiencias anteriores, si bien las había disfrutado, habían sido limitadas por su inexperiencia, y las escasas, asépticas y controladas relaciones con su novia eran otra cosa.

SOSPECHAS

Jorge era muchas cosas, un hombre tranquilo, bonachón y pasota. También era un hombre cansado, quince horas arriba de un taxi de lunes a lunes, para cubrir los gastos, pasan factura. Además, las discusiones eternas en su casa, las imposiciones autoritarias de sus suegros dejando bien en claro quienes eran los propietarios del lugar, sumado en  los últimos tiempos, a que ya ni siquiera se podía dar el gusto de ver en paz el partido del domingo en la única televisión blanco y negro de la casa, -porque en el mismo horario pasaban el culebrón que adoraban las mujeres-, lo tenían con las pelotas por el piso.

Jorge era muchas cosas, pero no era estúpido. Norma era mucha Norma, y él lo sabía, toda esa rabia contenida, todas esas explosiones por cosas mínimas hablaban de insatisfacción.

Insatisfacción por vivir como vivían, teniendo que pedir permiso para todo como cuando eran solteros, insatisfacción por las rabietas de los niños y  por el precio de la remolacha, cualquier excusa era buena para una bronca.

Pero él no se engañaba, lo que más la jodía, era que follaban poco, ahora tenían el cuarto de arriba y se le habían acabado las evasivas. Antes con la excusa de los niños, zafaba con un rapidito, sacarse las ganas en silencio y a otra cosa.

El no necesitaba más y ella decía estar conforme, pero Jorge sabía que no era así. De ahí la desesperación en terminar el cuarto de arriba en forma urgente y el ataque de rabia cuando se quedaron sin luz al poner en marcha el aire acondicionado. Que iba a saber él que las instalaciones eran una mierda, y para colmo, se perdieron la novela del domingo y tuvo que aguantar también a su suegra y al pollerudo insufrible de su marido.

Y de pronto...Todo cambió. Norma ya no anda por casa en batón, se hace la permanente cada quince días y se cuida las uñas en la peluquería de su hermana, siempre anda con una sonrisa, se toma a broma las rabietas de los niños y lo peor de todo, se conforma con el polvito de fin de semana. Si hasta le ha prestado la pieza de arriba a su sobrino para que estudie y lo ha dejado de joder con que vuelva en horas de trabajo para echar un polvo.

Y Jorge intuye el por qué de los cambios, Norma está bien follada y no es por él. Sabía que tarde o temprano iba a pasar, las Lavelli son hembras codiciadas en el barrio y si no se les arriman es por el carácter de mierda que tienen. Si hasta la suegra está de muy buen ver y ni que hablar de su cuñada Mirta, esa si que es una yegua, con sus veinte años está que revienta las braguetas y no cree que su colega Pedro la tenga atendida al nivel que ella necesita.

Su concuñado es muy conservador, de los que su mujer es una señora y para putanear, las putas. Está seguro que esas excursiones siguiendo al club de sus amores cuando juega de visitante, incluyen visitas varias a los puticlubs de la provincia. Tarde o temprano le van a pasar la factura, como se la están pasando a él. Para colmo está casi seguro de cuándo sucede todo, los miércoles, esos días en que se queda sola

Desde que empezó a sospechar, fue notando las pequeñas cosas que iban cambiando sin explicación y los jueves eran los días en que su mujer lucía un brillo especial en los ojos, todo lo contrario a los martes en que se la veía ansiosa, como desesperada. Su actitud pasota y despreocupada, como si no se enterara de nada, habían hecho que Norma se descuidara y él lo iba a corroborar.

Ese miércoles llevó a los niños a la escuela como todos los días, después de dejar a sus suegros en el hospital y en vez de empezar a trabajar, tapó la banderita y se fué a tomar un café. Una hora más tarde, volvió a su casa y dejó el taxi en otra calle, completó el recorrido caminando y entró despacio, sin hacer ruido, recorrió toda la planta baja y no encontró a nadie, subió las estrechas escalera y al asomarse a la terraza ya se escuchaban los gritos de su mujer.

CRUCIFICADA

Apesadumbrado, las volvió a bajar, entró a su habitación y tomó de su armario el viejo revólver de su padre. Arrastrando los pies desanduvo el camino, subió las escaleras, cruzó la terraza y al llegar a la nueva habitación, se asomó discretamente a la ventana.

Lo que vió, lo impactó.

Norma estaba de espaldas contra el madero de la pared, colgada de los clavos para la ropa con los brazos abiertos, con la cabeza apoyada de lado sobre su hombro, la cara arrebatada, los ojos idos y la boca abierta con la lengua afuera chorreando saliva, mientras el muchacho, mostrando una tremenda fuerza la sostenía por las corvas y la clavaba con una ferocidad que acojonaba.

Esa imagen tan potente, era tan erótica y sensual, que le produjo una sensación enorme de tranquilidad y orgullo. De tranquilidad por que Norma estaba en buenas manos, su querido sobrino nunca la lastimaría ni lastimaría a su familia, y además evitaría que algún hijo de puta se aprovechara de ella, Y de orgullo porque el hijo de su querida hermana, que tanto lo había cuidado de chico, que había sido capaz de cubrir sus travesuras, recibiendo por él, las tremendas palizas de su furibundo padre, había domado a la bestia.

Ese adorado sobrino que había logrado convertir a los sagrados colores de su equipo, en contra de toda la familia. El que nunca decía que no, el que siempre estaba dispuesto a dar una mano sin pedir nada a cambio, lo había logrado.

Alguien de su sangre había puesto las cosas en su lugar. Una Lavelli había encontrado la horma de sus zapatos. En paz consigo mismo, bajó la escalera con una sonrisa en el rostro, entró a su pieza, guardó el inutilizado revolver que ni siquiera tenía balas y salió a trabajar.

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