Diarios de doña Clarita (07)

El regreso del Marqués restaura el orden en la casa poniendo a cada quien en su lugar. Mateo, el doctor, se mentiene en su dilema, a veces recreándose, otras centrado en sus estudios.

Aunque el paso por la Universidad había menguado mucho mi fervor religioso -que, por otra parte, nunca había ido más allá de la repetición mecánica del rito y podría decirse que era más un hábito que una verdadera fe-, tras el último encuentro con doña Clarita, a la mañana siguiente, tuve la idea de volver a San Mateo. Me encontraba confuso, muy desorientado, y no hallaba en la razón argumentos que me permitieran comprender la situación en que me había puesto, así que, dado por cierto que la causa de mi descreimiento radicaba en el descubrimiento de la explicación científica de los fenómenos y la convicción de que los todavía no comprendidos debían, por buena lógica, terminar por explicarse, lo que eliminaba la necesidad del argumento divino, el razonamiento contrario me llevaba a buscar el consuelo de la fe para tratar de asimilar un fenómeno para el que la ciencia no parecía disponer de respuesta ni había motivo para suponer que fuera a obtenerla.

El último vestigio de la grandeza de mi familia materna era una pequeña capilla en la iglesia de San Mateo, una de las menores, muy cerca del fondo del lateral derecho de la nave, cuya llave conservaba, y me fui a ella al día siguiente de los últimos sucesos que he relatado aquí. Era un lugar discreto, recogido y penumbroso donde pensé que tendría la paz y la ocasión de reflexionar sin ser molestado.

Cuando abrí la reja chirriante, tuve impresión de abandono. Parecía hacer tiempo que nadie se encargaba de mantenerla: olía a polvo y a humedad, y en las palmatorias apenas quedaban restos de cera cristalizada de velas quemadas tiempo atrás. El día estaba brumoso de orvallo, y la escasa luz que penetraba las vidrieras del templo apenas alcanzaban aquel rincón perdido, así que, tras extender mi pañuelo sobre el terciopelo ajado de uno de los dos reclinatorios frente al pequeño altar donde se exponía la imagen de una virgen cuyo nombre había desaparecido ya de mi memoria, me arrodillé sobre él haciendo crujir la madera que, no obstante, aguantó mi peso.

Como había supuesto, la frescura de las piedras, la penumbra oscura, el olor a incienso y el silencio del lugar, apenas interrumpido ocasionalmente por pasos, susurros incomprensibles en el confesonario cercano, o el crujir de la madera de alguno de los bancos, facilitaba el recogimiento, permitiendo que me entregara a la reflexión que tanta falta me hacía y ayudándome, si no a comprender, sí a reconciliarme.

Así estaba, dejándome reconfortar por el ambiente, cuando, una media hora después de mi llegada, ocupó el reclinatorio contiguo una dama enlutada, elegantemente vestida y tocada por sombrero velado. No era costumbre que las capillas familiares recibieran visitas, pero nada lo prohibía, así que tuve que resignarme a su intromisión y tratar de recuperar la concentración que buscaba, aunque me molestaba el frufrú de la seda de su vestido cuando se movía y hasta su simple presencia.

-          No le tenía por persona religiosa, Mateo.

Aquella frase, pronunciada en un susurro junto a mi oído, me heló la sangre terminando con la paz que había ido a buscar. Estuve tentado de huir, pero permanecí inmóvil y en silencio, agudizada mi vergüenza por la erección que, indefectiblemente, me causaba la presencia de doña Clarita, y que en aquel contexto me parecía pecado.

-          ¿Está disgustado conmigo?

-          …

-          Quizás parecí muy dura ¿Verdad? Lo pensé luego… A veces me dejo llevar por el juego y se me va de las manos.

-          …

-          ¿Podrá perdonarme?

Mientras susurraba junto a mi oído, noté su mano hurgando en mi bragueta. No tardó en sacar mi sexo a su través y acariciarlo con su guante de gamuza desarmándome, confundiéndome, llevándome de regreso a su mundo turbio, que no podía serlo más que en aquel lugar, bajo la mirada inamovible de las imágenes que nos rodeaban en la penumbra de aquel lugar sagrado y aquella conciencia clara de cometer sacrilegio y de aquella debilidad mía que me impedía detenerlo.

-          ¿Sabe, Mateo?

-          …

-          Anoche, pensando en ello, me acaricié a solas en mi dormitorio. Estaba usted tan avergonzado… Debería haber dejado que Andrea le hiciera venirse… O no… No sé… ¿Usted qué piensa?

-          Yo… yo lo que usted… desee…, Clarita…

-          Doña Clarita, Mateo… he pensado que prefiero doña.

-          Do… doña… Clari… ta…

Repetía un movimiento idéntico al que Andrea me había aplicado, aunque en su mano parecía cargado de un sentido diferente. La aparente dulzura de sus palabras, aquellas disculpas que aparentaba presentarme, no hacían sino incrementar mi humillación y, teniendo la impresión de que ella lo entendía y procuraba, confirmaban que me causaba placer. Me sentía un juguete en sus manos, entendía que como a tal me trataba y, pese a ello, quizás gracias a ello, experimentaba un placer confuso, contradictorio, que en aquel lugar adquiría connotaciones distintas, hacía tomar cuerpo a aquel arrastrarme al abismo del pecado, a la absoluta y total degradación, a la que me entregaba en cuerpo y alma.

-          ¿Me perdona?

-          Síiiii…

Me vine en su mano mordiéndome los labios para impedir un gemido que pudiera delatarme. Sentí recorrerme la espalda un escalofrío y mi verga palpitar y expulsar al aire su esperma a impulsos violentos que parecían vaciarme. Veía su rostro velado, apenas sus labios sonriendo bajo el velo; intuía las imágenes de vírgenes y santos alrededor; tenía la conciencia de verterme sobre las lápidas de mis antepasados, y de hacerlo por obra de aquella mujer malvada de quien, entonces lo comprendí, me encontraba profundamente enamorado.

-          Me ha ensuciado el guante, Mateo.

Lo acercó a mis labios y lamí el goterón de esperma en su pulgar antes de que se incorporara, santiguara, y abandonara el lugar dejándome solo, con la verga asomando todavía a través de la bragueta y una terrible sensación de vacío y ansiedad.

-          No olvide venir pasado mañana a visitarme, Mateo.

-          Como guste, doña Clarita.

Como buenamente pude, me recompuse y, tras cerrar la reja, abandoné San Mateo. Caminando por las calles mojadas, con la cabeza gacha y el sombrero calado hasta las cejas para proteger mis ojos del orvallo, me encaminé a casa. De un modo distinto al que había previsto, me sentía aliviado. Había asumido mi condición, había reconocido mi total y absoluta sumisión y mi amor a doña Clarita, y, con ello, había desaparecido el desasosiego que me consumía y recuperaba el equilibrio. Sabía a ciencia cierta cual era mi condición y mi estado, y el resto, la moralidad, el pecado, la vergüenza, el deshonor, mi propia hombría, habían dejado de importar. Iba pensando en pedir a Angustias, mi criada, que me hiciera un puchero de café y compré unos cruasanes. Quizás un chorrito de orujo… No hacía frío, pero la humedad se me metía en los huesos.

“Mi marido regresó antes de lo previsto. Las cosas, al parecer, habían venido rodadas en Londres y el negocio quedó hecho con buenos beneficios, y cerrado algún trato más que habría de proporcionarlos en un futuro próximo. Estaba de un humor excelente, y me invitó a acompañarle en el baño que se hizo preparar para quitarse, como dijo, el polvo de los caminos.

Yo, que estaba orgullosa de cómo había manejado los asuntos de nuestra casa en su ausencia, mientras le ayudaba a enjabonarse le fui relatando mis aventuras, convencida de que le haría feliz saber que su mujercita había dominado a aquellas perras, y que en pocas semanas me había hecho fuerte como él y el servicio me temía y aceptaba mis órdenes sin rechistar. Y más pena me dio cuando me mando callar y me dijo que, en lugar de aburrirle con mis historias, mejor servicio le haría si me tragara su polla, que en aquellos términos me hablaba, sin cuidado alguno de no ofenderme.

Al mismo tiempo que se me enrojecían las mejillas de vergüenza al comprobar lo poco que le interesaban mis progresos y verme humillada de aquella manera delante de Sabina, que permanecía en pie muy discreta por si necesitábamos alguna cosa, sentí mucho deseo y calentura, y procedí a inclinarme hasta alcanzarla, comprobando al instante que, para metérmela en la boca, tenía que tener la cara debajo del agua, y que me causaba ahogo, claro está, cosa que a él no parecía importarle, porque me sujetaba la cabeza con la mano de tal modo y con tal fuerza que creía ir a morir y, aunque me debatía, porque enseguida me parecía que ya no resistía más, sólo de cuando en cuando aflojaba la presión y permitía que respirara un momento, tosiendo y jadeando, antes de devolverme a mi lugar, empujando con tal brío que me la tragaba hasta la garganta. Esto lo repitió no sé cuantas veces -porque a partir de la segunda ya no tenía conciencia ni podía pensar en nada más que en respirar cuando podía-, hasta que se me vino en la boca y me lo tragué, tras lo cual me mandó irme y se quedó a solas con Sabina mientras que yo me secaba en mi alcoba.

A mí, aquello de que me usara y después me mandara irme para quedarse dedicado a sus asuntos, me parecía lo normal, porque era lo que había vivido desde el día de la boda. Lo que me dolió fue que se quedara con Sabina, porque me parecía que me quitaba la autoridad que había ganado frente a ella con tanto esfuerzo, y porque me daba por pensar que, a su regreso, mi marido me había querido a mí para tragarme sus leches, y se quedaba con ella para joderla, y que habiéndole dado yo el gusto, hubiera sido de suyo que él me lo diera a mí, y me quedé muy abatida durante el resto del día, sin verle ni para comer ni para cenar, porque se hizo llevar la comida a su biblioteca.

No fue hasta la noche que me llevará una alegría cuando me hizo llamar a su cuarto, aunque me durase poco, porque allí me esperaba, en su cama, con Severa y con Sabina, follando a cuatro patas a la primera, que le lamía el coño a su hermana. Y las dos parecía que tenían mucho gusto, porque jadeaban mucho y gemían mucho, y se magreaban las tetas. A mí me mandó desnudar cuando llegué, y lo hice, y que me echara junto a ellos, aunque ni él ni las criadas me tocaran, y siguieran a lo suyo cambiándose las tornas y follándolas a veces a la una y a veces a la otra, por el coño, por el culo, o por la boca, y haciéndolas gritar y gemir porque les daba mucho gusto.

La primera vez que se vino, lo hizo sobre la cara de Sabina, a quien parecía preferir. A mí, que padecía una calentura tremenda y no me atrevía a apaciguármela, no fuera a ser que le molestara, aquella imagen me hizo sentir muy inquieta y muy necesitada, y más todavía cuando, al momento de hacerlo, mandó a Severa limpiársela con la lengua, y ella lo hizo mientras su hermana le agradecía el favor metiéndole los dedos en el coño y poniéndola muy caliente, lo que le vino muy bien porque, para seguir, y supongo que cansado por tanto esfuerzo como tenía ya hecho, se tumbó boca arriba para que se le subiera encima, y parecía que lo cabalgaba con mucho brío, y él se le agarraba a las tetas con fuerza y se las estrujaba, haciéndola chillar.

Entonces, mandó que, como en aquella postura no podía atender a Sabina, se lo hiciera yo, y tuve que ponerme entre sus muslos para lamerle el coño, que lo tenía muy mojado y me lo movía en la cara, porque ver a su hermana en aquella coyunda le debía de dar mucha calentura, como me la daba a mí aunque nadie me atendiera, y lo que para ellas era todo gusto y placer para mí era un sufrimiento tan grande que me parecía que me iba a faltar el aire de tanta ansia como tenía y tantas ganas de que me follara, o de que me lamiera alguna de ellas.

Para terminar, mientras que Severa celebraba con muchos aspavientos que mi señor llenara su coño de leche, y dando muchos gritos porque, mientras tanto, pellizcaba sus pezones con mucha fuerza y se los estiraba que parecía que se los iba a arrancar, Sabina se vino también en mi boca con tanto deleite que se le escapaban chorritos de orina que me entraban en la boca y me ensuciaban la cara, y me frotaba el coño por toda ella, y hasta me llamó puta, pero en esta ocasión mi marido no creyó necesario reconvenirla.

Cuando todos estuvieron bien apaciguados, el Marqués decidió que quería dormir en su cama con las hermanas, por si en la noche tenía alguna urgencia, y dijo que yo estaría bien en el sillón que usaba para leer, que era amplio y tenía delante un otomano para reposar las piernas, pues cuatro en la cama no podíamos estar para dormir, y allí me recosté desnuda y pasé la noche en blanco, porque me podían la humillación y la calentura y me daba miedo consolarme como Severa me había enseñado, no le sentara mal y me diera castigo por ello. Cuando parecía que iba a dormirme, me daban unos sofocos que me desvelaban de nuevo, y solo podía pensar en la polla de Blas y en los coños de las zorras Me los imaginaba mojados y quería lamérselos y que me lo lamieran, o que me follara mi marido.

Tenía celos de Blas y de Severa: de él, de quien no esperaba afecto; y de ella porque ya la creía mía y, nada más regresar él, me había ignorado” .

Frente a la doña Clarita que años después yo conocía, una mujer enérgica y decidida de gran aplomo y seguridad, aquella joven inocente que parecía jugar y tan capaz era de ser una malvada dueña, como una sumisa esposa que acataba las decisiones de su amo y señor con una sumisión natural que me desconcertaba, me inspiraba pena y ternura.

A diferencia de su servicio, como ella misma me había reprochado apenas un día atrás, ella no era una mujer desvalida. Su familia, si bien no tan desmedidamente rica como el marqués, disponía de poder y fortuna suficientes para no tener nada que temer, y no me cabía duda de que la hubiera protegido de tener noticia de sus padecimientos. Vivían a poca distancia, en su propio pazo y solar, y eran personas de orden, temerosas de Dios y de buenas costumbres y relaciones, y sin duda habrían inculcado a su hija las virtudes que debían adornarla, y entre ellas estaría la obediencia a su esposo, claro está, pero el trato que recibía de él excedía con mucho la obligación, y las prácticas y humillaciones a las que la sometía sobrepasaban lo generalmente admitido.

Sin embargo, a medida que, tanto sus diarios como mi propio trato con ella, me iban mostrando su evolución, no podía más que concluir que, en cada uno de los momentos de su historia que iba conociendo, sus actos respondían a sus propias apetencias, de manera intuitiva en sus inicios, cuando niña, y más elaborada y consciente en aquella madurez magnífica. Como ella misma reconocía en aquellos, que parecen no estar escritos en el momento de los hechos, sino no después, aquel “desasosiego” que se transforma en “gusto” con el tiempo, le daba gran placer. Aquello parecía ser el germen de su posterior carácter, como si el envilecimiento pudiera cuajar en ella por alguna predisposición suya que don Blas, con sus vicios y sus perversiones, tan solo hubieran estimulado.

“De aquella manera me tuvo mi señor durante cinco días, haciéndome acompañarle a todas las partes de la casa a donde iba y que viera lo que hacía, que no era poco, desnuda y sin tocarme ni poderme yo tocar, ni ocultarle a él ni al servicio el estado en que me encontraba, porque con sus devaneos me tenía tan encendida que apenas podía dormir y tenía que darme polvos en la cara para esconder la ojeras, y los pezones los llevaba duros como garbanzos, y menos mal que me sentaba con las piernas recogidas, y no de cualquier manera como las criadas, porque hubieran podido ver que el coño se me abría y lo mojado que lo llevaba.

A mí apenas me hablaba más que para decirme que me fijara en alguna cosa: en lo dura que se le ponía la polla a Sebita cuando le follaba el culo; en lo grande que tenía la suya un semental del ejército que mandó traer a las cuadras para montar a dos yeguas, y que la tenía como un brazo de larga o más e igual de gruesa, y un soldado se la tocaba para ponérsela bien dura, y se la colocaba a la yegua porque, me dijo, el macho no atinaba; en lo colorado que se le ponía el culo a Severa cuando la azotaba al follarla, y cómo se venía con los azotes porque era muy puta, y cómo le gustaba que le estirara los pezones. A veces, hacía follar a alguna mujer del servicio por los criados solo por verlo, y se divertía mucho, porque algunas, sobre todo las más viejas, no tenían costumbre de que se lo hicieran, y se escandalizaban mucho y alborotaban mucho también.

A Sera, la cocinera, que era una mujer gruesa y de buen color que había tenido tres hijos, la hizo desnudar en las cuadras y follar por tres de los mozos a la vez, y a mí me mandó hacer como el mamporrero y cogerle la polla al que se la iba a meter en el culo y apuntársela. Al chico, que era joven y tenía vergüenza, no se le ponía dura, y tuve que sacudírsela para conseguirlo y después colocársela. A la pobre Sera, que ya estaba encima del otro y andaba bien encelada, la debió hacer daño al metérsela, porque empezó a chillar como una cerda y las carnes se le movían como flanes. Al muchacho que tenía debajo le plantaba en la cara aquellas tetazas como ubres que tenía y a mí me parecía que iba a ahogarlo. El marqués, mientras la follaban, me contaba a viva voz, sin ningún cuidado de que pudiera oírle, que el que se la metía por la boca era Juanjo, su marido, y que era un cornudo y un cabrón, y él no decía nada, aunque parecía molestarle y, de todas formas, se le vino en la boca y la muy puta lo babeaba aquello, que le caía en la cara al que la estaba jodiendo desde abajo. Cuando acabaron, la pobre mujer se visitó y se volvió a trabajar a la cocina, y cada hombre a lo suyo como si no hubiera pasado nada, y yo me volví a la casa tras de mi marido.

A mi, todo aquello que veía me daba mucha calentura y, sin consuelo, lo sufría mucho.

Finalmente, el sábado me dijo que vendrían casa a comer unos socios suyos de Inglaterra y sus mujeres, pero que yo, en lugar de comer con ellos, acudiría a los postres, y me explicó cómo lo tenía que hacer.

Así que, tras los postres, Sabina, con su mejor uniforme, me llevó al comedor sobre una bandeja de plata en uno de esos carritos de servir la mesa. Como había dispuesto el Marqués, tenía las piernas atadas con correas por los tobillos y bajo las rodillas, los brazos a la espalda codo con muñeca, y vestía tan solo con un sombrero muy elegante, velado hasta la nariz. Iba muy bien maquillada, con polvo de arroz en la cara y colorete, los ojos muy negros y muy profundos, y los labios de un carmín encendido, que a mí se me antojaba que era ir muy puta. Por si no fuera bastante, me había mandado rasurar, y mi coño, desprovisto de su vello, se me debía ver entero. Atada de esa manera, y puesta de rodillas sobre el carrito, con la cara apoyada en la bandeja, pensé que debía tener el aspecto de una lechona a la que sacaran para comérsela.

Yo, en condiciones normales, hubiera estado muerta de vergüenza, pero casi una semana sometida al trato a que me había sometido mi marido, hicieron que, sin dejar de sentirla, tuviera también mucha calentura, porque me imaginaba que aquello iba a terminar en joderme, y tenía mucha gana.

Cuando hice mi entrada se hizo el silencio primero, y después hubo un murmullo de aprobación. Las mujeres aplaudían sin muchos aspavientos y sin hacer mucho ruido, y sus maridos hacían comentarios que, aunque fueran en Inglés y no pudiera entenderlos, supuse que se referían a mí, y parecían aprobatorios.

Como acababan de comer y estaba tomando café y copas de cognac los señores y anisette las señoras, parecían muy animados, y pronto estuvieron en pie rodeándome. Se trataba de gente de la edad de mi marido, una de las parejas mayor, muy elegante, bien vestida y de modales muy amanerados, y charlaban muy animadamente mientras me palpaban como para valorarme y hacían comentarios entre ellos.

A mí todo aquello me causaba mucha calentura. Como a ser exhibida ya me había acostumbrado, y estaba como estaba, no tenía vergüenza, y me daba calentura que me tocaran en las tetas y en el culo, y ver como a los señores se les veían los bultos en los pantalones, que no los disimulaban, así que, cuando una de las mujeres me toco en el coño y, notando lo mojado que lo debía tener, lo celebró mucho haciendo reír a todos, y me metió un dedo para jugar con él moviéndolo dentro ,y me dio mucho gusto, me puse a gemir como una puta, y les daba mucha risa. Vi que Sabina, por orden de mi señor, había empezado a tocarle la polla a uno de los ingleses, el más mayor, que parecía ser que necesitaba alguna ayuda para poder. Me recordaba al mamporrero de los caballos, y más me lo recordó cuando lo acompañó detrás de mi y se la apuntó a mi coño para que pudiera empezar a follarme.

Yo me vine enseguida, pero no me quedé cansada como me sucedía a veces, sino que, al seguirme follando el caballero, me mantenía encelada. Me ayudaba mucho la gana que tenía, y que la reunión se animara tanto a partir de ese momento. La que debía ser la señora del que me estaba follando se agachó delante de mi para quitarme el sombrero. Me besaba en los labios y en los ojos y me tocaba las tetas pellizcándome muy flojito los pezones, y me secaba el sudor de la frente con un pañuelo floreado muy bonito y me decía cosas en Inglés con una voz muy dulce. Otra de ellas, de pie junto a mí, me daba palmadas en el culo, y esa, cuando me tocaba las tetas, me las apretaba como si quisiera hacerme daño, y me miraba con un gesto como de maldad que a mí me parecía muy atrayente. A esa, mi marido le había sacado las suyas, que las tenía muy grandes, y por detrás, se las magreaba y le restregaba en el culo la polla, y parecía que le gustaba, y cuanto más caliente la ponía, más fuerte y más a menudo me daba los azotes.

A la otra, una inglesa pelirroja muy gorda y pálida, la habían rodeado los dos hombres restantes, y ella los atendía dejándose besar y sobar y agarrándoles las pollas, que las tenían muy duras. Tenía unas tetas enormes con los pezones tan claros que casi no se distinguían, y daba chillidos con voz de vicetiple cuando le metían la mano bajo la falda y hacía como que tenía timidez, pero no se las soltó hasta que la hicieron arrodillarse y empezó a mamar de ellas, que parecía que se las iba a comer. Cuando el caballero que me había follado en primer lugar me echo dentro la leche, uno de ellos se vino a mi en su lugar para metérmela en el culo y, aunque me hacía daño, también me daba gusto, así que medio chillaba y medio gemía, porque ese me follaba más deprisa, e hizo que me viniera más de una vez. La leche que me salía del coño caía en la bandeja.

A la señora gorda, mientras tanto, el que se había quedado la había puesto apoyada de manos en la mesa y levantándole la falda, también la follaba. Tenía el culo muy grande, más que Sera, y muy blanco, y se le movían las carnes cuando la empujaba, y gritaba mucho. Su marido, que era el que me estaba jodiendo a mí, le gritaba cosas como si la animara, y ella hacía muchos aspavientos.

Así, fue pasando la tarde y hasta anocheció, y me follaron todos y algunos las follaron a ellas. Cuando a uno parecía que ya no se le iba a levantar, Sabina se le arrodillaba y le chupaba la polla para ponérsela bien, y volvía al trabajo. Casi todos se me corrieron dentro y en todas partes. Cuando me soltaron para que me encargara de atender a las mujeres, que parecía que ellas no se cansaban de aquello, había mucha cantidad de leche en la bandeja, y me hicieron ir de una en una lamiéndoles sus coños, que algunas los tenían rezumando, pero yo se los chupaba igual, y les daba mucho gusto. Se lo notaba porque me los movían en la cara y me agarraban del pelo para que no la separara de ellos.

Al final, los hombres, que habían estado sentados mirándonos durante todo aquel tiempo, follaron todos a la vez a la que me daba los azotes delante de su marido, que se tocaba la suya oyéndola chillar y parecía que le daba mucho gusto ver cómo le daban azotes en el culo y cachetes bien fuertes en las tetas. Era la única que se había desnudado, y la follaban de todas las maneras, y hasta hubo una vez que dos se las metieron en el culo al mismo tiempo y el que se la metía en la boca, como chillaba mucho, le daba bofetadas muy fuertes en la cara, y ella se venía, que parecía que le gustara mucho que la trataran así. A mí, que ya había terminado de dar gusto a las señoras, la mayor que había sido tan amable me tenía entre las piernas. Yo estaba arrodillada en el suelo y, algunas veces, ella me metía los dedos en el coño, que lo tenía bien escocido y lleno de leche que me goteaba, y después se los llevaba a la boca, o me los ponía en la boca a mí, y me daba muchos besos en los labios diciéndome cosas dulces que no podía comprender” .