Diarios de doña Clarita (06
Donde se pone a prueba la autoridad y se descubre que, en muy buena medida, depende del reconocimiento.
“La sumisión de Sabina, si bien en un principio me había parecido un logro, con el paso de los días se me fue haciendo aburrida. Su comportamiento impecable, siempre bien dispuesta a satisfacer mis necesidades, educada y amable, la habían privado del encanto. Era como si, resuelta aquella antipatía mutua, sin motivos para castigarla, hubiera desaparecido de mi vida una parte que, si bien antes no había valorado, entonces añoraba.
La clave para la solución me vino del recuerdo de las palabras que, días atrás, su hermana, Severa, mi putilla, me había dirigido, dándome a entender que ellas vivían para nuestro placer, y que no le parecía mal que hiciera uso cuando quisiera. Me hizo gracia darme cuenta de que tenía que haber sido una de aquellas criaturas incultas quien me hiciera comprender mi posición en el mundo y lo que podía obtener de ella.
Así fue que, aquella misma tarde, mientras Severa se disponía a retomar sus labores en el cuarto de costura, con su hermana de pie, muy recta, como esperando una orden y sin pronunciar palabra de no serle requerido -que era como desde su castigo solía acompañarnos-, me planté frente a ella y, sin decirle nada, comencé a desatar los lazos del corpiño de su vestido hasta que, teniéndolos sueltos, lo hice bajar de tal manera que quedaron sus tetas al aire y sus brazos inmovilizados por las mangas, arrebujadas a la altura de su culo y a su espalda. Se dejó hacer en silencio, humillando la mirada y sin más reacción que una leve alteración del ritmo de su respiración, que se me hizo que era un poco más agitado.
No contenta con aquello, procedí del mismo modo, o el contrario en realidad, a subir la parte delantera del faldón, que recogí por los lados del cuerpo entre este y los brazos, con lo que le quedó forzada la postura, con el pecho hacia delante, los brazos atrás por el volumen de la tela, y la pelambrera oscura de su coño a la vista.
Severa, entre divertida y asustada, había dejado al verme el bastidor sobre el costurero y nos miraba atentamente con ese rubor en las mejillas que traslucía su calentura, y aquello me hizo envalentonarme, así que empecé a hablarle con mucha autoridad de si ya se le habían pasado a ella las suyas, de si no iba teniendo ganas de que volvieran a follarla, de que si a mí se me hacía que esa reciente bondad suya no era sino excusa y disimulo, y en realidad seguía siendo la misma zorra rencorosa de siempre, y toda clase de lindezas que se me ocurrían, a las que ella daba la callada por respuesta sin atreverse a levantar la mirada y temblando. Y entonces le metí mano en el coño y me encontré que lo tenía mojado, y con aquella excusa seguí insultándola, llamándola puta, y zorra, y tragapollas -que se lo había oído decir a Severa y me hacía mucha gracia-, y poniéndola en evidencia, diciendo a su hermana que estaba caliente como una perra, y que era una ramera que no pensaba más que en joder.
Todo ello se lo decía sin dejar de sobarle el coño y de meterle los dedos, y al cabo de un rato, aunque procuraba no gesticular ni mostrar sentimiento alguno, la tenía jadeando con los ojos apretados y los labios entreabiertos, y el culo se le movía adelante y atrás como si la estuvieran follando, y aquello a mí me causaba mucha desazón y mucho gusto, por lo que seguí insistiendo hasta que sentí que se venía y la escuché gemir.
Como con aquello me cansaba, aunque me daba gusto verla, mandé a Severa que tomara mi lugar y me senté yo en el sillón para mirarlas. Por entonces, la muy puta ya no conseguía mantener aquella compostura como de orgullo con que había comenzado, como si le diera igual, y gimoteaba, jadeaba y gemía, hasta que, a la tercera vez que se vino, pareció quedarse sin fuerzas y se hincó de rodillas, y yo dije a Severa que se arrodillara y siguiera, y llamé a la señora Margarita, un poco por que la viera así, y también para decirle que quería que los hombres que anduvieran en la casa fueran viniendo de uno en uno, que esperaran fuera, y que entrara otro cada vez que el que estuviera en el cuarto saliera, porque la tragapollas esa estaba deseando que la llenaran de leche y yo, en premio a su cambio de actitud, había decidido premiarla de esa manera.
El primero de ellos apareció apenas salió la señora Margarita del cuarto de costura, porque debía de andar muy cerca, y quedó muy impresionado viendo a las hermanas de rodillas en el suelo, la una frotando el coño de la otra que gimoteaba, y cuando le mandé metérsela en la boca se puso muy contento. Yo le dije que cuando fuera a expulsar, quería que la sacara para que acabara de ordeñarle Severa, pues tenía mucho interés en que lo hiciera en su cara, y él así lo hizo, regándola tan abundantemente que la leche que le echaba corría por sus mejillas y hasta le chorreaba en las tetas y ensuciaba su vestido.
Aquellas mismas razones fui explicándoselas a todos cuantos entraban, que fueron nueve los que se las hicieron chupar y tardaron casi dos horas. La pobrecita Sabina, a quien Severa, muy bienmandada, sólo dejaba de sobar para terminar de sacudírselas a los criados -y algún escupitajo se llevaba en la tarea, que me parecía que lamía con algún disimulo-, la tenía cada vez más agotada, y al final creo que más que venirse, se escocía, porque lloriqueaba mucho y, aunque seguía teniendo arrebatos de estremecimientos, eran cada vez más de cuando en cuando, y pasaba la mayor parte del tiempo quejumbrosa. Apenas podía abrir los ojos, porque los tenía cubiertos de lefarrones, como la cara entera y el vestido, y no movía la cabeza más que lo que le provocaban los hipidos del llanto casi sin fuerzas, por lo que los hombres tenían que agarrársela y movérsela ellos, con lo que se las metían hasta el garganchón y alguno bien creo que se lo echó en la garganta.
Cuando acabaron, la hice levantarse, aunque a duras penas podía, y sin asco, porque yo también había hecho mucha calentura, la besé en los ojos para limpiárselos y que los pudiera abrir, y en la boca, y lamí parte de la leche de su cara con mucho afecto, pues me parecía que se había portado muy bien y me había dado mucho gusto verla. También estrujé sus tetas, pero con cariño, sin tratar de hacerle daño, y le hice saber que con aquello se había ganado mi confianza y mi aprecio, y que desde ese día la iba a tratar mejor, aunque alguna vez le haría daño, pero por gusto, sin inquina.
Cuando vino a buscarla la señora Margarita para llevársela a asear, me pareció que estaba agradecida. Mandé que no la recompusieran el vestido para que, al recorrer la casa de aquella guisa, las demás mujeres supieran lo que podría hacer si quisiera, porque había aprendido en un par de semanas que el miedo me servía más que la cordialidad”.
La lectura de la jornada en que Sabina era humillada por segunda vez por aquella doña Clarita casi infantil, me hizo percatarme del modo en que el lenguaje que utilizaba se había ido degradando con el tiempo a medida que su propia alma parecía condenarse. Entre aquella niña inocente, que contaba los sucesos que la habían afectado gráfica, pero delicadamente, y aquella otra que, apenas un mes después, hablaba de putas, de zorras, y de tragapollas, y se recreaba en el padecimiento de aquella pobre desgraciada, tan joven como ella, a quien había doblegado como quien doma mal a un potro malencarado, podía percibirse la corrupción a que la conducía aquella malsana afición al placer que su marido había inculcado en ella en tan solo unas semanas, con tal eficacia que pareciera que no era ya capaz de pensar sino en sus propias apetencias y en disfrutar de ellas.
Para mí, se había convertido en una obsesión. Gozar delante de ella, o ver cómo ella lo hacía, o lo causaba, con aquella naturalidad, sin permitir que, salvo en aquellas tres ocasiones que ya he relatado, estableciéramos un contacto directo. Me torturaba y, de la misma manera, me tenía encandilado. Me resultaba fascinante su desprecio hacia cualquiera y, muy especialmente, el que manifestaba hacia mí cuando la contrariaba, o lo intentaba al menos, y la condescendencia con que después me perdonaba dando por hecho que era su prerrogativa. Me resultaba humillante y, al mismo tiempo, me causaba tal excitación, que en alguna ocasión llegué a masturbarme sólo en casa imaginando que lo hacía frente a ella tan sólo por darle el placer de verlo.
El miércoles siguiente, doña Clarita me esperaba en el cuarto de costura, sentada en un silloncito y bordando sobre un bastidor pequeño unas flores sobre un pañuelo. Junto a ella, de pie, muy seria, Andrea, de uniforme negro con mandil, permanecía con las manos a la espalda como si esperara una orden.
Buenos días, Mateo. Confío en que venga más tranquilo hoy.
Buenos días, Clarita. No se preocupe usted por mí.
Supongo que habrá pensado usted en nuestra conversación del sábado.
Claro.
¿Y?
Su pregunta me golpeó como un vergajazo. Como siempre, la había formulado con aquella impasibilidad amable suya, como si no fuera nada, como si solo quisiera asegurarse de que mi sumisión era ya suficiente para hacerme humillarme ante sí. Titubeé como si me faltara el aire y, sin dejar de sonreír aunque se le oscureciera la mirada, insistió.
¿Y bien, Mateo?
Comprendo… comprendo mi situación, Clarita. La comprendo… y la acepto…
Excelente. No esperaba menos de usted.
Perfectamente erguida en su sillón, dejó el bastidor sobre el costurero y dio una orden a Andrea con un mínimo movimiento de sus dedos. La muchacha se acercó a mí, que permanecía de pie, puesto que no me había invitado a sentarme, y comenzó a desabrochar los botones de mi bragueta con las manos enguantadas con unos de esos guantes que utiliza el servicio para lustrar la plata hasta extraerme la verga, que mostraba una erección tan humillante como mis propias palabras y su aprobación.
¿Sabe lo que me divierte de usted, Mateo?
Usted dirá, Clarita.
Esta falta de dignidad suya.
…
Me refiero a la facilidad con que se asusta y se humilla ¿Sabe?
¿Sí?
Cuando lo veo así tengo la impresión de que si hago un movimiento repentino saldrá usted corriendo, o llorará hecho un ovillo en el suelo.
…
¿Me tiene miedo, Mateo?
Sí, Clarita. Mucho.
Y, sin embargo… Se le pone dura.
… sí…
Respondí con un hilo de voz y sintiendo el calor en las mejillas que me causaba el rubor. Andrea había empezado a masturbarme con una lentitud exasperante. Su mano se movía sobre mi miembro desplazando la piel y cubría y descubría mi glande con el prepucio. Su rostro mostraba ese hieratismo que sólo el dolor o el placer parecían capaces de alterar.
Me resulta curioso. No he tratado con muchos hombres. En realidad, solo con mi marido, y ya hace años de eso. Generalmente, prefiero a las mujeres, u observar a otros. Bueno, alguna vez he dejado que me folle algún criado, pero poco más.
…
¿Sabe? Mi marido era muy hombre, no sé si me explico: muy macho. Quiero decir que no había un dios que tuviera cojones para levantar la voz en su presencia, ni para contradecirle.
…
Usted, sin embargo… Le llamo cobarde y ahí está, con la pollita al aire.
Ni en mi peor pesadilla hubiera podido imaginarme en una situación tan humillante. Doña Clarita no manifestaba el menor signo de excitación. Permanecía sentada, inmutable, sonriendo y cuestionando mi hombría en mi presencia mientras su criada me masturbaba, y no parecía causarle más impresión que aquella diversión que afirmaba, que tampoco alteraba su sonrisa cortés, que ni siquiera la ira parecía capaz de interrumpir.
Me pregunto hasta donde está dispuesto a llegar, Mateo ¿Hasta dónde?
Hasta… hasta donde mande…, Clarita…
Eso me gustaría verlo…
…
¿Hasta a tragarse la polla de uno de mis criados? De uno de los mayores, digo, no de un doncel, que eso ya he visto que puede usted hacerlo…
…
Pero bueno, eso quizás tengamos ocasión de comprobarlo otro día. Hoy creo que me conformaré con esto.
Me imaginé arrodillado frente a uno de aquellos aldeanos de uniforme, abriendo la boca y chupando su polla dura, avergonzado quizás, delante de todo el servicio, como Sabina. Andrea continuaba con aquella tarea realizada a un ritmo desesperante, y mi verga goteaba sobre el suelo. No me atrevía ni a gemir.
Pero… dígame, por curiosidad ¿Lo haría?
…
Venga, no se haga el remolón.
Si… si usted… lo manda…
¿Y sodomía? ¿Permitiría usted que le hiciera sodomizar?
Lo… lo que usted… mande…
En serio, no piense usted en mi poder, dígame si lo haría por satisfacerme, no por miedo, por darme gusto.
Haría… lo que fuera… Clarita.
Se Incorporó poniéndose de pie frente a mí. Andrea seguía masturbándome. Mi glande rozaba su vestido de seda negra fruncida y brillante dejando en el tejido una mancha húmeda. Comprendía que había alcanzado mi límite inferior, que había admitido ante ella mi sumisión humillándome.
¿Y a mí? ¿Me follaría a mí?
Cla… claro…
Pues ni lo sueñe ¿Sabe? Cualquiera de mis criados aguanta lo que aguanta porque no le queda otro remedio, porque si no lo hace se muere de hambre, pero usted… Usted es un mierda, Mateo, un medio hombre incapaz de imponerse a una mujer.
…
Cuando hago encular a una de estas pobres, se deja hacer por necesidad y, aunque con el tiempo pueda cogerle el gusto, porque esto de joder le gusta a todo el mundo, se resigna porque no tiene elección. Usted…
…
Le voy a decir una cosa, ahora que da lo mismo. Si el primer día, cuando le agarré la polla en el cuarto de baño, me hubiera cruzado la cara, me hubiera sacado del agua por los pelos y me la hubiera metido en el culo, ahora mandaría usted, pero eligió ser medio hombre, y eso ya no tiene arreglo.
Haciendo un nuevo rápido gesto con los dedos mientras se reclinaba en el silloncito, mandó a Andrea dejarme y allí me quedé, avergonzado como nadie puede imaginar que pueda una persona sentirse, con la polla cabeceando en el aire, congestionada, dura, mientras la muchacha, a cuatro patas, metía la cabeza bajo sus faldas.
Doña Clarita se acomodó, entornó los ojos, aunque seguía mirándome, y sus rasgos se dulcificaron al tiempo que su pelvis comenzaba a ejercitar un movimiento lento de vaivén que culminó en un único suspiro que hizo saber a la criada que había concluido su trabajo
Bueno, Mateo, pues ya puede guardarse eso y marcharse. Nos vemos el sábado. Ya se me ocurrirá algo.
Como mande, doña Clarita. Buenos días.
Aquel día no me corrigió el “doña”. Mientras devolvía a duras penas mi verga a su lugar, ni siquiera me miraba. Se había colocado unos anteojos y sus dedos movían las agujas sobre el bastidor como si yo no estuviera allí.
Aquella noche, en mi cama, me masturbé llorando. En mi fantasía, doña Clarita reía y un mozo de cuadras me sodomizaba. Otro la metía en mi boca, y me tragaba su esperma mientras expulsaba el mío. Eyaculé sin cuidado de no salpicarme, pensando en ella y sintiendo su desprecio.