Diarios de doña Clarita (05)

ADVERTENCIA: este capítulo ofrece escenas de sexo zoofílico y homosexual que podrían ofender a algunas sensibilidades.

“A los encuentros con Severa me aficioné mucho. Por fin, había comprendido que el servicio de la casa estaba tan acostumbrado al excéntrico comportamiento de mi esposo, que nada que yo hiciera parecía causarles mayor impresión que la que traslucía la expresión de desprecio con que la señora Margarita aceptaba mis órdenes que, por otra parte, parecía fija en su rostro y era la que utilizaba con todo el mundo. A mí, por lo menos, me hablaba con respeto.

Así, a medida que yo misma me iba aficionando a aquellas libertades, iba perdiendo también la vergüenza, y aunque todavía, cuando me quedaba a solas, sufría el remordimiento que causa la conciencia del pecado, cuando surgía la ocasión de pecar lo hacía, y gozaba mucho del placer que me causaba.

De esta manera, me acostumbré a tenerla en mi cama cada noche sin disimulos y sin inventar excusas, y se hizo hábito también que, antes de dormir, se colocara sobre mí de tal manera que tuviera ella acceso a mi vulva con la boca y yo a la suya, y nos las lamíamos con mucho empeño hasta provocarnos aquel desasosiego, que ya me parecía delicioso, algunas veces hasta tres o cuatro veces, hasta que caíamos exhaustas y nos quedábamos dormidas abrazadas.

También durante el día, a menudo nos entregábamos a aquellos placeres: con frecuencia al despertar, y casi todas las tardes. Ella me enseñó a hacerlo con las manos, y de esta manera algunos días nos dábamos placer la una frente a la otra, y otros mutuamente, y el tiempo parecía transcurrir más deprisa.

Con Sabina, sin embargo, mantenía aquella inquina que me llevaba a torturarla y a infligirla pequeños castigos hasta el día en que se rebeló. Procuraba que asistiera a los juegos que practicaba con su hermana, pero la impedía tener placer, y me divertía ver cómo se ruborizaba y hasta le temblaban las manos, impedida como estaba de participar, presa de una “calentura”, que así lo llamaba Severa, como si fuera la fiebre, que debía de tenerla en un sinvivir. Había hecho saber al servicio mediante la señora Margarita de la prohibición de ayudarla a aliviarse, y de que nadie debía permitir que lo hiciera ella, ni que nunca estuviera a solas, y de que siguiera durmiendo con las muñecas sujetas, y así, en poco más de una semana, sus ojeras demostraban que le estaba siendo difícil conciliar el sueño.

Debió ser por aquella causa, que debía provocarla mucho nerviosismo, que una de las tardes en que Severa y yo jugábamos a mirarnos, comenzó a gritarme “puta” y cabrona” y “zorra” y toda clase de improperios, y se me echó encima hasta tirarme al suelo y, sentándose sobre mí, que no podía creer que tuviera tanta fuerza, empezó a darme bofetadas hasta que uno de los hombres del servicio, al escuchar el alboroto, vino y me la quitó de encima, pues Severa tampoco podía controlarla.

Yo, como es natural, quedé llena de ira, y la mandé desnudar, maniatar, sujetarle los tobillos con una soga corta, como se hace a los caballos para que no puedan correr, y el cuello con otra y, así dispuesta, tras azotarla hasta que la mano me dolía y su culo se veía rojo como un pimiento, la llevé yo misma sujeta por la soga por todas las dependencias de la casa, haciendo que cada hombre de los que trabajaban allí, que eran dieciséis contando a los mozos de las cuadras, la jodieran hasta hartarse. La muy puta, se mordía los labios para que nadie viera si penaba o gozaba, y se dejaba sin resistirse, pero al final le costaba caminar, y le chorreaba aquello por todas partes.

Entonces fue cuando la bajé a los jardines e hice traer a un perro, un dogo casi tan grande como un pony, de color gris, que tenía mi marido, y le dejé olfatearla. Parecía darle mucho miedo, y empezó a temblar y a llorar, pero al animal, que se llamaba Ronco, no le daba más pena que ganas. La lamía y olfateaba con tal ímpetu que la hizo caer al suelo, y gruñéndola cuando no hacía lo que él quería, consiguió primero hacerla abrir las piernas, y le ponía el hocico en el coño con fuerza, y lo lamía, y hasta hizo que, lloriqueando y pidiéndome por favor que no la hiciera aquello, se le viniera temblando en su boca más de tres veces delante de todo el mundo, pues al alboroto había acudido todo el personal.

A mí aquello me causaba mucha excitación, y como estaba muy enfadada con ella, el enfado me valía como excusa para gozar del espectáculo y de su humillación. A Ronco también parecía excitarle, porque entre la piel había asomado una verga como yo no había visto nunca, morada y enorme, y la empujó con el hocico hasta que la hizo ponerse a cuatro patas temblando y la montó. La pobre gritó como una posesa al inicio, como si la hiciera daño, pero, a medida que el animal culeaba en ella, sujetándola por el pecho con las patas delanteras, muy fuerte y muy deprisa, sin dejar de llorar, se vio bien que la calentaba y que le daba mucho gusto. Le salía del coño mucho líquido transparente, y ella temblaba y jadeaba muy fuerte, y a veces se le ponían los ojos en blanco y se le caía la baba, y sólo se sujetaba porque el perro la agarraba fuerte, dejándola arañazos en la piel junto a las tetas y en los costados de estas, que se le balanceaban muy rápido.

Cuando el animal terminó, se quedó enganchado a ella por esa bola que se les hace, que eso ya lo había visto yo de niña en el pazo de mi padre, y cuando trataba de irse la medio arrastraba, y todo el mundo empezó a discutir si era mejor dejar que se le ablandara para que no le hiciera un desgarro, o quitárselo de encima. Al final, tirando de ambos en direcciones opuestas, aquello salió con un ruido como de ventosa, con un “plop”. Ella chilló muy fuerte, y le salió del coño una cantidad enorme del liquidito ese que le debía haber echado dentro el perro, y se quedó en el suelo como desmayada.

Después de dejar a la señora Margarita encargada de que la lavaran y curaran sus arañazos, como ya anochecía y estaba muy nerviosa, Severa y yo nos fuimos a la cama sin cenar. Me senté encima de su cara y dejé que me lo lamiera, y yo tocaba su coño con mucha fuerza, y le daba cachetes para sentirla chillándome en el mío. Estuvimos así mucho rato, porque yo no había tenido nunca tanto gusto, que era como si me temblara hasta el deseo, así que no quise terminar hasta que ya no me quedaron fuerzas, y dormí como una bendita hasta el mediodía siguiente.

A Sabina tardé en volver a verla tres días, y cuando reapareció, me trataba con muchísima humildad y muchísimo respeto. Con el resto del servicio tuve la misma impresión, y hasta la señora Margarita suavizó mucho sus formas para conmigo de entonces en adelante” .

Yo, durante cinco días de cada semana, trataba de rehacerme durante el día para, cada noche, retomar la lectura de los diarios de doña Clarita y sumergirme en aquella vorágine de depravación que indefectiblemente terminaba a oscuras, agarrado a mi miembro y sacudiéndolo sumido en fantasías donde sus narraciones se confundían con mis propios recuerdos, cada semana más prolijos, hasta terminar eyaculando consciente de que lo hacía recreando escenas a menudo violentas, injustas y obscenas, cuyo recuerdo, una vez pasado el episodio, me causaba gran pesar y tal preocupación por mi propia salud mental, que me dormía con la firme decisión de buscar ayuda para superar lo que empezaba a parecerme un peligro.

Pero, indefectiblemente también, con la luz del día siguiente me sentía más fuerte, más sereno y más consciente de las más que probables consecuencias de poner en práctica tal determinación, y me iba forjando mi propia respuesta, engañándome al pensar que podría soportar aquello, y que mi deber no era otro que el de tratar de salvar a la doña de sus propias perversiones y devolverla al camino recto del que, a juzgar por lo leído, hacía tantos años que se había desviado.

Con aquel fútil propósito, pero escasa convicción, me presenté en el pazo el sábado siguiente a la hora acordada, dispuesto a dejar las cosas claras y hacer comprender a mi paciente cual era mi propósito, e imponerle mi criterio terapéutico.

Aquella mañana, me condujeron al gran salón de baile del que ya había oído hablar y que, pese a ello, me dejó deslumbrado por sus dimensiones, por la enorme cantidad de espejos que cubrían sus paredes entre molduras de pan de oro, por las tres grandes arañas de cristal que colgaban del techo, y por el asombroso parqué, que reproducía una filigrana de estrellas de David de diferentes tamaños, ejecutadas con tablas de maderas de diferentes colores, y que se imbricaban las unas en las otras causando así un efecto casi hipnótico.

-          ¡Mateo! ¡Qué alegría! Temía que, tras el confuso episodio del miércoles hubiera usted decidido no volver a mi casa. Parecía tan afectado…

-          Pues, precisamente sobre ese particular quería yo hablarle, Clarita.

Me había recibido sentada en uno de los dos grandes sillones que habían dispuesto a ambos lados de una mesita redonda donde descansaban una frasca de licor y un par de copas, cerca de la pared más larga, hacia el centro del salón, frente a la hilera de grandes ventanales que se abría hacia el jardín francés, que trasladaban la falsa impresión de una pared entera de cristales y cuya luz, reflejada en los espejos, dotaba al lugar de una luminosidad extraordinaria que lo hacía parecer irreal. Sin inmutarse, sin dejar de sonreír ni poder apreciarse cambio en su expresión alguno que permitiera deducir su ira, como no fuera un fuego en la mirada que a mí se me antojó que así debían verse las llamas del infierno, me interrumpió para, en su tono más amable, aparentemente amistoso, explicarme con claridad su postura al respecto.

-          Mire, Mateo, antes de que empiece usted a decir imbecilidades, permítame que le haga el favor de explicarle cómo veo yo este asunto.

-          Co… como guste, Clarita.

-          Bien, bien… Así me gusta. Verá, Mateo: usted es un pobre desgraciado, su padre es un pobre desgraciado, su madre es una pobre desgraciada… En fin, su familia entera son una panda de muertos de hambre de quienes podría deshacerme sin ensuciarme ni las uñas, y no hablo de arruinarles, sino de, si me pareciera bien, hacerlos matar, y no habría un dios con lo que hay que tener para pedirme cuentas ¿Me va usted entendiendo?

-          Pero…

-          Ni pero, ni pera ¡Cállese!

-          …

-          Usted ha tenido suerte, y me ha caído en gracia, y, gracias a ello, si se comporta como debe -que significa como a mí me dé la real gana-, me entretendrá hasta que me aburra de usted y lo despida, y tendrá la vida resuelta, habrá disfrutado de placeres con los que ni habría soñado y que, desde luego, no podría permitirse en toda su vida, y le sobrarán los motivos para estarme agradecida hasta que se muera en su cama de viejito dejando viuda y una colección de hijos a quienes, si me da la gana, me traeré a casa cuando quiera y haré con ellos lo que me parezca bien, como hago con la hija de Sabina sabiéndolo ella y su padre o lo que sea, sin que ninguno de los dos tenga bemoles para ni toserme.

-          …

Aquella perorata, recibida de pie, frente a ella sentada sin perder ni por un instante la compostura y sonriendo, incomprensiblemente, me había provocado una erección que ni siquiera me atreví a tratar de disimular, aterrorizado como estaba por la trascendencia de sus nada veladas y, desde luego, verosímiles amenazas en aquella ocasión, y que me pareció percibir que veía y le causaba satisfacción.

-          Confío en haberme explicado con claridad.

-          Meridianamente claro, doña Clarita.

-          Clarita, Mateo, por favor.

-          Como guste.

-          Bien, pues sirva un par de copas y siéntese a mi lado, que ya le dije que hoy tenía pensado un juego para usted.

Mientras obedecía, todavía con el corazón agitado, doña Clarita dio dos palmadas en el aire y, a través de una de las cuatro puertas del salón, apareció con mucha ceremonia un lacayo ataviado con vistoso uniforme, algo anticuado, pero impecable, de levita cuajada de bordados dorados, medias blancas y pantalón de terciopelo verde hasta las rodillas, que traía, sujeta por dos cadenas plateadas ancladas a una correa en su cuello de unos tres dedos de ancho, a la pobre Andrea, que caminaba con cierta gracia tras de él, pese al antifaz que tapaba sus ojos, muy erguida por llevar las manos sujetas a la espalda por otra correa que pude ver que sujetaba sus muñecas de tal modo que cada mano quedaba cerca del codo opuesto, y un corsé negro que constreñía su abdomen hasta el extremo de preguntarme si podría respirar con él.

-          Venga, acompáñeme, que así verá que no soy tan mala como debo parecerle.

Tomándome la mano con mucha gentileza, me hizo levantarme para caminar con ella hasta la muchacha y su anacrónico acompañante, a quien indicó con un gesto que se echara atrás, y, hablándole muy de cerca, en voz baja y hasta sugerente y afectuosa, comenzó a hacerla preguntas a las que la muchacha respondía sistemáticamente con rápidos movimientos afirmativos de cabeza que traslucían cierta ansiedad:

-          Oye, Andrea, cielo ¿A ti te gusta que te follen?

-          …

-          ¿Y que te metan vergas en el culo?

-          …

-          ¿Y en la boca?

-          …

-          ¿Harías cualquier cosa por mí?

-          …

-          Mire, Mateo, venga, ponga la mano aquí.

No me resistí a que llevara mi mano a la entrepierna de la pobre idiota, que había sido afeitada para la ocasión y aparecía limpia como la de una niña y, al hacerlo, separó un poco las piernas para facilitármelo. Estaba húmeda, muy húmeda, y manifestaba esa leve inflamación de los labios externos y la muy evidente del apéndice clitoridiano que indicaban con claridad que las palabras de su dueña la estimulaban. Incluso me pareció oír un jadeo al palparla.

-          Como puede ver, Mateo, mi puta no es muy lista y no habla, pero estará de acuerdo conmigo en que sí sabe bien lo que le gusta ¿Verdad?

-          Parece… parece evidente, sí…

-          Bien, pues vamos a sentarnos, bebamos esas copas, y disfrutemos del “ballet”.

Mientras me llevaba mi copa a los labios, el lacayo, ante nuestras atentas miradas, con lentos y estudiados movimientos, no carentes de una cierta armonía, fue fijando con los mosquetones, al parecer colocados al efecto en sus extremos, las cadenas que pendían del cuello a unas anillas en los zapatos, obligando de esta forma a Andrea a inclinar el tronco poniéndole el culo en pompa, tras lo cual, a dos palmadas suyas, aparecieron otros dos como él, algo más jóvenes, que se situaron ante y tras de ella.

-          ¡Vamos, muchachos, estamos impacientes!

Bastó aquella sencilla orden para que ambos, cada uno por su lado, introdujeran sus vergas en la boca y el sexo de la muchacha, que las recibió con gemidos entusiastas, y comenzaran a penetrarla de manera rápida y eficiente hasta el extremo de que el primero de ellos debió tardar apenas un minuto en eyacular en ella y retirarse para dejarla apenas un momento babeando esperma, tosiendo y gimiendo, antes de que uno más, vestido de idéntica manera, ocupara su lugar.

-          Andrés, por favor, haga entrar a los muchachos, y que siga la danza, que no le falte entretenimiento a Andreíta.

Para mi asombro, aparecieron por otra de las puertas dos muchachos jóvenes, guapos y lampiños, bastante afeminados, que se arrodillaron, sin necesidad de que nadie les dijera nada, entre las piernas de Clarita y las mías, comenzando a desnudarnos de cintura para abajo, lo cual a mí me hizo sentir violento, aunque ni el miedo, ni la excitación que me causaba el espectáculo que se desarrollaba ante nosotros, me permitieron poner reparo alguno, pese a no haber pensado siquiera nunca en ser atendido por otro hombre de aquella manera.

Cuando el que había de atenderla a ella consiguió por fin su objetivo, y se inclinó entre sus muslos, la doña, con una sonrisa beatífica en los labios extendió el brazo para tomarme la mano por delante de la mesita en el preciso momento en que el mío hacía lo propio lamiendo mis testículos y causándome una impresión muy enervante y extraña.

-          No sea mojigato, Mateo, que va a ver usted qué bien.

A aquellas alturas, la pobre Andrea había debido recibir las atenciones de al menos dos caballeros en cada uno de los agujeros por donde había sido penetrada, y doña Clarita mandó que el siguiente la tomara por el culo, cosa que el tercero hizo obligándola a gritar, aunque tardó poco rato en volver a gemir. Bajo su pubis y su boca, en el suelo, iban formándose sendos charquitos de esperma que no cesaban de crecer como consecuencia de las continuas poluciones que recibía en un ir y venir inacabable de hombres que la tomaban y que parecían causarle mucho placer, aunque, poco a poco, iba también agotándose, quizás por la postura forzada, que debía suponerle un gran esfuerzo, muy probablemente por el trato que recibía que, si bien no puede decirse que fuera gentil, tampoco era violento, pero debía fatigarla. En cualquier caso, yo no había tenido noticia de mujer que hubiera recibido tanto.

A mí me resultaba hipnótico. El muchacho entre mis piernas se limitaba a meterse en la boca las partes que me colgaban, pero no tocaba el tronco, lo que me producía un estado de excitación febril, una suerte de desesperación muy placentera, que se acentuaba cuando notaba por la presión de la mano de doña Clarita en la mía, que ella sí había logrado alcanzar el clímax una vez más. Sus gemidos se sumaban entonces a los de Andrea, y eran el único sonido que se escuchaba en la sala por encima del discreto cacheteo de los hombres que follaban a la muchacha, que parecían reverberar en los espejos como una música de ritmo insistente y sencillo muy capaz de llevar a uno a un estado parecido al sueño o la embriaguez.

Cuando Andrea ya no pudo mantenerse más en pie, que a punto estuvo de caerse, y así lo hubiera hecho de no hacerla sujetado el hombre que en aquel momento la clavaba en su culo, doña Clarita hizo traer una mesa estrecha donde la colocaron, ya desprovista de sus cadenas, de tal modo que pudiera seguir recibiendo las mismas atenciones, y entonces sí que el balanceo a que quienes la tomaban la sometían, se fue haciendo más rápido y violento, como si el no temer hacerla caer los animase a actuar con más vigor sobre ella. La pobre, aunque todavía gemía y su cuerpo se estremecía de cuando en cuando en temblores, cada vez lo hacía con menos fuerza, y su cuerpo, sacudido, se movía apenas por el impulso que recibía, sin que nada hiciera ella por ayudar. Su vulva y su culo chorreaban literalmente, y su boca regurgitaba cuanto esperma recibía. Tenía los ojos inflamados y lacrimosos, y una expresión terrible de agotamiento, pero no hacía nada por resistirse.

-          Bueno, queridos, pues comience el fin de fiesta.

Yo calculé que, durante al menos tres horas, habían hecho uso de su cuerpo al menos diez hombres de diferentes edades, al menos tres veces la mayor parte de ellos, y alguno tuve la impresión de que más, y me parecía que no podría seguir soportando tal tratamiento, pero la excitación que me causaba aquel muchacho lampiño, me impedía sentir nada que no fuera un deseo enfermizo por seguir, por terminar, y ver los padecimientos de Andrea, que me causaban una excitación malsana, junto con el miedo que la doña me había metido en el cuerpo, me impidieron pronunciarme ni siquiera cuando vi que aparecían tres que no había visto antes, sin duda seleccionados por el tamaño de sus miembros, y que uno de ellos se tumbaba sobre la mesa y los otros dos la subían a horcajadas sobre él para, a continuación, hincársela uno por detrás, y el otro por la boca, causándola un dolor que la hizo revivir y gritar como una loca, estremeciéndose una vez más por su propio ser y por el balanceo incansable de los sementales, a quienes animaban tanto doña Clarita, como los demás hombres, que, situados alrededor, rodeándoles, se acariciaban los falos con mucho ímpetu.

Exasperado ya y ansioso, traté de hacer que el muchacho se metiera mi verga en la boca para eyacular por fin, y él, con mejores reflejos que los míos, se me escabulló y, en su lugar, se me sentó encima, dándome la espalda, y clavó sólo mi verga entre las nalgas, causándome tal placer que me vertí casi al instante y aún mantuve la congestión para seguir gozándolo después, pues seguía moviéndose, y, llevado por su mano, agarrársela, notando que me resbalaba en la mía causándome una sensación extraña. El muchacho chillaba como una niña, y divertía mucho a doña Clarita, que mandó al otro para que me ofreciera la suya. Los sementales habían dejado a Andrea sobre la mesa, boca arriba y como muerta, y todo aquel marasmo se masturbaba sobre ella cubriéndola de esperma que caía en todos los lugares de su cuerpo y rezumaba de varios, sin que ella se inmutara. Cuando el muchacho que estaba de pie comenzó a disparar el suyo, impelido por no sé qué impulso atávico, me metí su polla en la boca y lo bebí mientras hacía yo lo propio por segunda vez en el otro al tiempo que sentía la suya palpitar imitándome, lo cual, para mi posterior desconcierto, pues en aquel momento era incapaz de pensar, me causó mucho placer.

-          ¡Vaya con Mateo, qué callado se lo tenía! ¡Así que también culitos de garzones!...

Sentado en la bañera tras la fiesta, frente a doña Clarita, que acariciaba mi verga con el pie mientras hacía chacota de aquella debilidad que había sufrido. Mi cabeza era un revoltillo que no conseguía ordenar.

-          ¡Y una polla en la boca!

-          …

-          Ya sabía yo que íbamos a llevarnos bien.

-          …

-          No tenga duelo por ello. Mi difunto Blas, que no he conocido a otro hombre más hombre, también gustaba de los chiquillos.

-          …

-          ¡Mmmmmmm…! No le falta energía, no.

-          …

Así, empujando con el pie, como sin darle importancia ni dejar de charlar conmigo, me hizo correr de nuevo. Para mi extrañeza, si es que pudiera decirse que ya me extrañaba nada, al cerrar los ojos, se me llenó la cabeza de aquellas vergas lampiñas. Mi esperma formaba una nube en el agua, una masa filamentosa que parecía extenderse sin fin y dispersarse.

-          Bueno, pues ya está. Hágame el favor de vestirse y vuélvase usted a su casa si es tan amable, que me siento fatigada y quiero dormir un rato.

-          Como guste, Clarita.

-          Ya sabe: el miércoles a la misma hora.

Aquella sonrisa amable me dejó el corazón helado. Aquella noche, en mi casa, me fue difícil coger el sueño. Me costaba comprender porqué sus amenazas acicateaban de aquella manera mi deseo, igual que aquella distancia que mantenía entre nosotros. En el resto… en el resto prefería ni pensar.