Diarios de doña Clarita (04)
Donde se desvela la maldad de la señora.
“A Sabina la tuve antipatía desde el primer momento, por no poder perdonar aquella sonrisa suya al azotarme ni la rabia con que me insultó -ganándose así el castigo que ya he contado antes-; y porque, como así era, y yo una chiquilla de la misma edad que ella, me encargué en cuanto pude de tomarme mis venganzas, y todo ello devenía en una antipatía mutua que no hacía más que crecer, una rivalidad que, la pobre, no parecía comprender que la tenía perdida por ser ambas quienes éramos, y que le deparó muchos sinsabores con el tiempo.
Con Severa, sin embargo, fue distinto: con aquella muchacha pizpireta y divertida, sin que se diga que fuéramos amigas, pues por razones evidentes aquello no era posible, si es verdad que establecí alguna complicidad. Al fin y al cabo, pensaba, si nos hubiéramos conocido de niñas en el pazo de mis padres, habríamos jugado juntas, como jugaba yo con las hijas de las criadas antes de que, al crecer, pasaran al servicio de la casa, o se fueran a otras para ganarse el sustento.
Como Blas me las había encomendado, que era poco menos que ponerlas a mi servicio, y su viaje había de durar un mes al menos, una vez que conseguí que vistieran y olieran como doncellas las hice mías, y me hacía acompañar por ellas y las encargaba los trabajos de mi propio servicio, porque me agradaban más y me intimidaban menos que el resto de las mujeres más mayores que trabajaban en la casa, de tal modo que a la una la encomendaba los trabajos más pesados, y a la otra los más livianos y hacerme compañía.
Así una tarde, pocos días después, mientras que Sabina sacaba del lar de la chimenea de mi alcoba las cenizas, apartando las ascuas para volver a encender el fuego, y las bajaba a los corralones, y como aquellos acarreos habían de llevarle horas y después tendría que asearse, dije a Severa que trajese su labor, y ambas nos entretuvimos bordando bajo la ventana de un saloncito recogido y muy coqueto, próximo a mi cuarto y bien orientado al oeste, que en el pazo llamábamos el cuarto de costura, donde gustaba de pasar las tardes de orvallo viendo juntarse las gotas de agua en los cristales hasta hacerse grandes y resbalar como si huyeran del aburrimiento.
Por aquellos días, iba yo formando en mi cabeza un razonamiento según el cual no me parecía que las mismas cosas que con hombres resultaban pecaminosas, malas y perversas, con mujeres lo fueran tanto, y se me antojaban veniales. Aunque me pesaran, y a menudo terminaran causándome dolor, lo cierto era que aquellas aventuras en que el Marqués me embarcaba me daban mucho placer, y buscaba explicaciones que me permitieran lograrlo sin el pesar de la culpa, así que aquella diferencia me servía bien.
Después de que parásemos para tomar café, a media tarde, la señora Margarita se presentó en el cuarto donde estábamos y, en el tono antipático con que solía dirigirse al resto del servicio, hizo saber a mi doncella que habían dejado en mi alcoba la ropa planchada y que ya podía colocarla en su lugar, así que se tuvo que ir y yo, que no quería esperar aburrida hasta el atardecer, la acompañé para observarla en sus afanes, que me pareció una idea mucho más entretenida.
Cuando llegamos al cuarto, el lar estaba limpio y la lumbre encendida con los rescoldos de la anterior y dos grandes troncos de roble que no acababan de prender, y que supuse que alguno de los hombres habría ayudado a subir a Sabina, y no había rastro de aquella, que debía estar aseándose. La ropa estaba sobre mi cama perfectamente planchada, doblada la que debía estarlo, y extendida la que no, y Severa se puso muy afanosa a su tarea. Como veníamos de haber estado charlando, y habíamos tomado un dedalito de anisete con el café, se la notaba locuaz y muy simpática, y no paraba de alabarme cada prenda que cogía y llevaba a los armarios a colgar. Me decía que tenía mucha suerte, que ya le gustaría a ella tener ropas tan bonitas, y que, si así fuera, se casaría con un médico, o con un farmacéutico, o con un guardia, y sería ella también una señora. A mí me hacía mucha gracia comprobar cómo ignoraba el funcionamiento del mundo hasta tal punto que no comprendía las diferencias entre nosotros y aquellos de quienes me hablaba, y me hizo sentir mucha ternura su inocencia.
Cuando hubo acabado con la ropa de colgar, y llegó la hora de la más íntima, comenzó a decir maravillas sobre uno de mis corsés, que tanto le gustaba que hasta se lo puso por delante para mirarse al espejo. Yo, que andaba en las cavilaciones que ya he escrito arriba, le propuse probárselo y le insistí tanto que, aunque fuera sonrojada como una cría cogida en falta, acabó por desvestirse y yo misma la ayudé a apretarlo tirando de los cordones y la animé a ponerse delante del espejo para verse y para, de aquella manera, tener ocasión también de verla yo, porque se me había metido en la cabeza que hiciera ella conmigo lo que yo había hecho con ella.
Así que, cuando estuvo allí, delante de la luna grande, con la excusa de ayudarla a colocárselo mejor, comencé a tocarle los senos para encajarlos en las copas, y la ayudé también a ponerse unas medias mías arrodillándome ante ella, y a tirar de los ligueros para prendérselos a las ligas, aprovechando para tocar sus muslos, que ya tenía yo visto que en la parte de dentro, donde se enfrentan, las caricias dan mucha inquietud, y hasta aproveché para rozarla entre ellos, dándome cuenta de que lo tenía mojado, como me ponía yo cuando me daban gusto.
Cuando me puse de pie para admirar mi obra, noté que estaba encendida. Tenía las mejillas rojas, y los pezones, que había dejado asomando por encima de las copas del corsé, duritos como garbanzos, así que empecé a acariciarla entre los muslos y a decirle cosas como las que me decían a mí mi marido y sus amigotes, hablándola de su chochito, de que estaba encelada y caliente, y a llamarla putita, y lo hacía hablándola muy de cerca, echándola el aliento en la cara, y le temblaban los labios, lo que me animó a llevarla de la mano hasta el silloncito donde me calzaba y sentarme en él diciéndola que quería que lamiera mi chochito.
Severa se arrodilló y, mientras me subía el vestido y me desabrochaba el cierre de los pololos, me dijo que cuando yo quisiera que me lo hiciera, sólo necesitaba decírselo, porque ella estaba a mi servicio y porque también tenía mucho gusto y estaba acostumbrada, porque el Marqués se lo mandaba hacer muy a menudo para verlas a ella y a Sabina y, aunque casi nunca las tocaba, porque prefería follar a Sebita, las miraba muy contento, y que a ella, si la tenían que follar, prefería que se lo hicieran chupando el coño de su hermana, y que hasta cuando se la metían en el culo sentía mucho consuelo si la escuchaba gemir.
A mí, que ya sentía inquietud desde que empezara a planearlo, aquellas razones suyas, que contaba con tanta naturalidad y tanta inocencia, me la acrecentaban mucho, así que, cuando noté que me ponía los labios y empezaba a mover la lengua, fue un visto y no visto que empezaran a entrarme unos temblores que casi no podía ni respirar, y me dejé hacer apretando con los dedos los brazos del sillón, y sin poder mirar mas que a su culo, que, desde donde estaba, se veía asomar por debajo del corsé, tan blanco y grande que me daban ganas de apretárselo, pero no lo hacía porque no quitara la lengua de entre mis muslos, porque me daba mucho gusto.
Y en esas regresó Sabina, que venía de asearse y cambiarse de ropa y, cuando nos encontró en aquella coyuntura, pidió disculpas e hizo ademán de retirarse, pero yo, como pude, porque casi no lograba articular palabra, la mandé que se quedara y que ayudara a su hermana, lo que, si bien comenzó a hacer con mucha discreción, arrodillada a su espalda y hurgándola en el coño con los dedos, a medida que Severa respondía a sus caricias, pareció animarse mucho también, pues sus mejillas no tardaron en encenderse al tiempo que los movimientos de sus dedos se tornaban más rápidos y, a juzgar por los gemidos de la muchacha, que resonaban en mi vulva causándome mucha impresión, y por la manera en que los movimientos de sus labios y su lengua, se volvían también más eficaces, y se animó hasta tal punto que, al rato, había sustituido sus caricias por cachetes que alternaba entre su culo y su coño, haciéndola chillar en el mío, lo que me daba tanto placer que yo misma, que ya había perdido cualquier contención, agradecía animándola, lo que ella hacía con tal énfasis que a la pobre Severa entre gemidos y chillidos, la sentía llorarme ente los muslos, y me hacía temblar de una manera que no podía contenerme, y hasta me dio un vahído cuando a los golpes de su mano abierta empezó a añadir insultos, llamándola puta, y zorra, y chupacoños, y el cuerpo empezó a movérseme solo y lo sentía como si se me escapara, y hasta me hice un poco de pis que le caía en la cara y en la boca, a la pobre, que parecía que aquello le gustara, pues me dejó desatendida revolcándose en el suelo.
Al terminar, tras recomponernos, Sabina parecía nerviosa y tenía la respiración agitada, y yo entendí que ello era porque también tenía calentura y nadie le había dado satisfacción, y la mandé a sus tareas dándome el pequeño placer de negárselo. Aquella noche, tras la cena, y en su presencia, mandé a la señora Margarita que, antes de acostarse, se asegurara de sujetarla por las muñecas a la cama con correas, diciéndole que era castigo que quería darla por no haber satisfecho mis deseos con la debida diligencia, y que Severa dormiría en mi cama para darme calor, pues la lumbre no se había encendido bien. Dios me perdonará, pero el brillo del odio que le noté en la mirada me hizo sentir bien.” .
Cuando llegué al pazo el miércoles, me sorprendió que me condujeran hacia la biblioteca en lugar de al baño, como venía siendo costumbre, y que, junto con doña Clarita, esperara allí la muchacha a quien el sábado anterior había encargado su señora la tarea de aliviarme, y que resultó llamarse Andrea, como su abuela, por lo visto.
- Buenos días, Mateo.
- Buenos días, doña Clarita.
- Puede apearme el tratamiento aunque esté Andrea. Es mi putita, y me fío de ella. Como somos familia…
- …
- Además… Tengo previsto que la folle usted, así que no creo que evitar el don y la doña vaya a ponernos en situación más delicada.
- Pero… pero Clarita… Yo…
- Ya… Bueno… Usted todavía piensa…, Fue una mentirijilla, ya sabe, cosas de mujeres. Me enteré por su madre de que volvía al pueblo -ya sabe que somos medio primas-, y pensé que un muchacho joven y educado…
- ¡Oiga…!
Aquel amagó de protesta se extinguió en el aire cuando, ante mis ojos, abrazó a la muchacha y comenzó a besar sus labios con mucho apasionamiento a la vez que agarraba sus nalgas con las manos y la atraía pegándola a su cuerpo. Para mí, aquello era algo de cuya existencia tenía noticia y sobre lo que había leído, además, en los diarios de doña Clarita, pero nunca hubiera pensado que fuera a verlo en persona, y me causó tal impresión que quedé pasmado frente a ellas, impedido de marcharme por pura debilidad.
- Pues esta es la biblioteca, Mateo, ya sabe: donde me follaba mi marido y todo a quien a mi marido le parecía bien que me follara; donde me reventaron el culo… en fin, ya sabe: donde pasaron todas esas cosas que usted conoce y las que irá descubriendo. Aquí le lamí el coño por primera vez a títa Severa, sentada en ese sillón.
- …
- Pero no se quede ahí, hombre de Dios, acérquese y deje que se la toque.
A veces, durante los primeros días siguientes a aquel desatino, tuve la tentación de convencerme de que había actuado impelido por el miedo a la desgracia que sobre mi familia y mi propia carrera podía hacer caer aquella mujer que, de repente, había pasado de víctima inocente a malvada. Lo cierto, debo reconocerlo, es que me dominó la lascivia; que, cegado por la lujuria, fui incapaz de resistirme a sus cantos de sirena, di los cuatro pasos que me separaban de ellas, y permití que doña Clarita extrajera mi miembro de su angosto alojamiento, y que la joven Andrea, muy seria y azarada, lo acariciara mientras su dueña la desnudaba lentamente ante mis ojos y besaba su cuello, sus senos y su boca.
Ante mis ojos, fue desvelándose aquel cuerpo lozano, de carnes prietas, asombrosamente pálido, de formas redondeadas, grandes senos coronados por pezones pequeños y oscuros, y culo y nalgas poderosos, tan apetecibles que no podía pensar sino en tenerlos en las manos. La muchacha de mejillas encarnadas temblaba trémula al recibir aquellos besos que doña Clarita parecía administrar para estimular sus apetitos y que causaban en ella un estremecimiento perceptible, al extremo de hacer asomar entre los labios su lengua sonrosada al sentir los de la doña aproximarse a sus comisuras.
- ¿Quiere verlo, Mateo? ¿Quiere ver cómo me besa el coño?
- …
- Dígamelo, por favor. Necesito oírselo.
- Me… me encantaría…
- ¿Y follarla? ¿Quiere usted follarla? No me diga que no se muere por follar a esta delicia.
- Yo… Yo…
- Vamos…
- Quiero… follarla…
- Es deliciosa ¿Verdad?
- Lo es.
Tomando su mano, doña Clarita la separó de mi sexo, que quedó ahí, en el aire, sacudiéndose sólo, como buscándola, mientras Andrea comenzaba a desnudar a su señora mostrándome una vez más aquel cuerpo suyo perfecto. Sonreía la dama sin dejar ni por un momento de mirarme a los ojos con un brillo de triunfo en la mirada, y yo permanecía inmóvil, sin atreverme a profanar aquella danza milagrosa que parecían dibujar los dedos de la muchacha sobre el cuerpo de la dama al desvelarlo.
- Ven, cielo, ven aquí. Ya sabes…
Sin pronunciar palabra ni reflejar en su rostro expresión alguna que permitiera deducir qué opinaba sobre aquello, la muchacha se arrodilló entre los muslos de doña Clarita -que había ocupado aquel silloncito donde, según había yo deducido, había descubierto su vocación sáfica-, e inclinándose, apoyando las manos sobre el suelo de parqué, comenzó a lamer la vulva de su señora causando en ella una evidente impresión.
- Es… es deliciosa… No piensa… ni habla… sólo… ¡Ahhhh…! Sólo obedece…
Frente a mí, doña Clarita estremecida, sus senos temblorosos, su boca entreabierta y el sonido de sus gemidos; y Andrea: carnal, turgente, ofreciéndome la visión de su culo en pompa, de aquellas nalgas grandes, redondas y firmes, tan pálidas; y la de su vulva lúbrica entre los muslos, brillante, rodeada por una densa mata de vello oscuro. Nada hubiera hecho que apartara mi vista de aquel espectáculo malsano, la imagen misma de la lujuria. Mi verga parecía dotada de vida propia, congestionada, manando un extraordinario flujo continuo de fluido. Había perdido la capacidad de diferenciar el bien del mal o, al menos, de resistirme a este último, y deseaba tomar a aquella pobre idiota que daba placer a su señora sin que pareciera importarle nada de lo que sucedía alrededor.
- ¡Vamos, Mateo!... ¡Tómela ya!... ¿No la desea?... Folle a mi putita…
Tan sólo necesitaba aquel mínimo acicate para liberarme de la inmovilidad que me había causado el desconcierto. Me arrodillé tras de ella a sabiendas de que, con ello, renunciaba a mis escrúpulos, de que reconocía mi propia bajeza moral y me entrega a la vileza de aprovecharme de su condición, de su indefensión. No me importaba. Tan sólo quería penetrarla, y doña Clarita parecía comprenderlo y gozar de mi debilidad; parecía excitarla el hecho de que, a sabiendas, aceptara beneficiarme a aquella pobre idiota, como si degradarme le proporcionara un placer añadido al que aquella zorrita le daba.
- ¡Así, cabrón! ¡Fóllela asíiii…!
Aquellas imprecaciones que me dirigía, lejos de disuadirme, parecían servir como acicate, animarme a penetrarla más y más deprisa, más y más fuerte, y a ellas se añadían los gemidos de la muchacha, que respondía con mucho entusiasmo a mis movimientos. Me había agarrado a sus caderas, y mis dedos se clavaban en su carne, mientras que doña Clarita la sujetaba por el cabello impidiendo que el entusiasmo le hiciera perder el objetivo último de sus acciones, que no era otro que su propio placer. En mi inteligencia confusa, dominada por la lascivia, se entremezclaba el sonido de los gemidos de ambas, de sus grandes senos, que, fruto del ímpetu con que la penetraba, parecían entrechocar bajo su pecho.
- ¡Azótela!
Obedecí. Una vez más, obedecí sin llegar a saber si no hacía con ello más que liberar mis propios deseos, si no era un permiso, más que una orden lo que recibía. Comencé a palmear sus nalgas, a hacerlas enrojecer provocando lo que parecían quejidos, quizás gemidos, o ambas cosas al tiempo, que sonaban ahogados, amortiguados por la fuerza con que su dueña la apretaba la cara en su propia vulva. Me sorprendía el placer que parecía provocarme aquel hacerla daño, causar su dolor, como una fiebre, como una furia. Quería oírla chillar. No me parecía ser yo mismo quien lo deseaba ni quien lo causaba; de algún modo, me sentía disociado. En mi cabeza, aquel hecho material, aquel suceso, se entremezclaba con el recuerdo de los diarios, con la depravación que había tenido ocasión de apreciar en ellos, y todo ello se transformaba en deseo y en acción, y se confundía como un todo irreal.
No necesité ninguna orden más. La concebía ya como inhumana, como un simple objeto de placer. Aquella ansia de dañarla me llevó a sodomizarla, a clavar mi polla en su culo, en palabras de doña Clarita, provocando un chillido angustioso de dolor. La pobre idiota cayó al suelo de bruces. Gritaba y lloriqueaba, y yo, haciendo caso omiso a su sufrimiento, seguía penetrándola, clavándome entre aquellas nalgas amplias y acogedoras. La propia señora parecía entusiasmada. Me chillaba animándome, me gritaba, me insultaba, y temblaba, ahora con mis labios entre sus muslos lamiéndola como si quisiera comérmela. Me agarraba por el pelo, como antes a ella, que yacía con la cabeza bajo el silloncito llorando cada vez con menos fuerzas, como exangüe. Doña Clarita pisaba sus hombros sujetándola, y yo follaba su culo, y besaba aquellos labios húmedos, abiertos para mí, provocando su temblor, sus gemidos, cada vez más continuos, más intensos, que se clavaban en mi cerebro y parecían la fuente de mi placer.
Eyaculé en su interior y sentí el propio calor que provocaba. Andrea ya no chillaba. Se dejaba bambolear en silencio, apenas respirando muy deprisa, emitiendo a veces un sonido como de aire que se escapa. Doña Clarita se estremecía presa de violentas convulsiones, con los ojos en blanco y el rostro contraído en una mueca grotesca. Era la imagen misma del pecado.
Minutos después, doña Clarita terminaba de reponerse cuando hizo sonar la campanilla que descansaba en la mesita, junto al sillón donde permanecía sentada, medio caída, desnuda, con los muslos muy abiertos y la vulva florecida. Yo permanecía inmóvil, arrodillado en el suelo, una vez terminado, con una conciencia plena de la crueldad de mis actos y una vergüenza insoportable. La muchacha sollozaba tendida en el suelo todavía boca abajo. Tenía las nalgas rojas, con las huellas de mis manos impresas, y rezumaba esperma.
- ¡Ah, Margarita! Llévese a esta putilla y adecéntela, que está hecha un asco. Cuando la tenga debidamente aseada, le pone ropa limpia y me la manda de vuelta.
- Como mande la señora.
El ama ni siquiera nos miró. Agachándose con un gesto de desprecio, ayudó a levantarse a la pobre idiota que, pese a su rostro surcado por lágrimas secas de aspecto salino, había recuperado la expresión hierática, como si no estuviera en el mundo ni nada hubiera pasado, y abandonaron la biblioteca juntas. Caminaba apoyada en su hombro y con dificultad, y dejaba un rastro a su paso, como un reguero de gotitas de semen blanquecino.
- Mateo, Mateo, Mateo… Va usted a tener que acostumbrarse, porque me gusta, y no voy a renunciar a usted. Esta gente ha nacido para servirnos, para darnos placer, y esto sólo es un placer más que nos dan, no sienta pena ¿Estamos de acuerdo?
- …
- Yo voy a retirarme a mi dormitorio a descansar un rato. Usted, cuando se vista, es libre de marcharse. El sábado a la misma hora, y haga planes para pasar el día conmigo, que tengo prevista una sorpresa para usted.
- Como… como guste, doña Clarita…
- Clarita, Mateo, Clarita. Eso ya lo hemos hablado.
Mientras se alejaba, me sentía humillado, terriblemente humillado y dispuesto a echarme a sus pies con solo una sugerencia suya.