Diarios de doña Clarita (03)

Sigue el doctor aplicando a doña Clarita su particular tratamiento mientras profundiza en el conocimiento de sus muchos padeceres y desdichas conyugales.

“Al día siguiente de aquello, tuvo mi marido que partir hacia Vigo para embarcarse camino de Inglaterra, donde había de resolver algunos problemas con los consignatarios que debían encargarse del transporte de unos vinos portugueses que tenía allí vendidos y no conseguía hacer llegar.

Antes de marcharse, muy temprano, apenas salido el sol y cuando todavía no había terminado de asearme, me mandó llamar, causándome temblores ante la perspectiva de que pudiera querer repetir alguno de aquellos vicios con que acostumbraba a obsequiarme estando todavía como estaba dolorida, aunque me sentí aliviada al escuchar que no pretendía más que hacerme saber de sus planes y confiarme en su ausencia a las hermanas con que me había martirizado la tarde anterior, insistiéndome mucho en que dispusiera de ellas como mejor me pareciera, y en que sería buena cosa que las adiestrara pues, como yo misma había podido comprobar, no andaban sobradas de educación y hacía falta que alguien les explicara con claridad cuál era su lugar, y todo ello me lo dijo en su presencia, supongo que para que no tuvieran dudas de quien era su dueña y la señora de la casa.

Así las cosas, cuando le despedí en la puerta del pazo, y tras ver perderse la calesa en la primera revuelta del camino entre los robles, me quedé a solas con las dos. De la primera, Severa, a quien me había visto obligada a dar placer, tenía una buena impresión, pues, Dios me perdone, el agradecido entusiasmo con que había recibido mis caricias forzadas me había causado a mí también mucha satisfacción.

Por entonces, como entre una y otra ocasión tenía sobrado tiempo para pensar, empezaba a darme cuenta de que, cuando me veía envuelta en aquellas aventuras, el placer que yo obtenía tenía mucho que ver con el que daba, pues, de alguna manera, parecía que se reflejaba en mí y, aunque seguía padeciendo aquella culpa y aquel arrepentimiento que me martirizaban, en ocasiones me sorprendía recreándome en el recuerdo de tal o cual momento, y ello me causaba un estado de profundo desasosiego en el que me recreaba como queriéndolo.

De Sabina tenía peor impresión, no tanto por que me hubiera azotado, que al fin y al cabo la pobre no hacía con ello más que cumplir la voluntad de mi marido, sino por haber sentido que lo hacía de buen grado, como queriéndome hacer daño y despreciar, y eso no se lo perdonaba. Me parecía taimada y mala persona, y me propuse corregirla con la severidad que fuera precisa para encauzar esos instintos o, por lo menos, domarlos. Me parecía mentira que, siendo gemelas y habiéndose criado las dos en la misma casa de la misma aldea, pudieran ser tan distintas.

De vuelta a mi alcoba, mandé a Severa traerme el desayuno y, de camino, hacer venir a la señora Margarita, la gobernanta, a quien encargué que, mientras terminaban de arreglarme, mandara preparar baño para ellas y ropa limpia para vestirlas, y que buscara en el ropero las que fueran de doncella, mejor que aquellas sayas que llevaban, pensando que, si habían de acompañarme, no estaría de más que al menos tuvieran decoro, y que aquella sería una buena manera de empezar a suavizar los modales toscos que tanto las deslucían. De la misma manera, dispuse que el baño se repitiera al menos cada semana, y cada vez que algún motivo lo hiciera aconsejable.

Yo misma, una vez resueltos el desayuno y mi aseo, insistí en acompañarlas con la excusa de supervisar las suyas para asegurarme de que fueran hechas como se debe. Aunque me avergüence, tengo que admitir en la intimidad de este diario que, desde que Blas encargara a la criadita madrileña acariciarme y la sintiera gemir y estremecerse a mi lado, parecía haber germinado en mí un interés por las doncellas que, aunque quería negarme que fuera pecaminoso, lo cierto es que me provocaba un desasosiego que difería poco del que experimentaba cuando mi señor me sometía a aquellas prácticas obscenas con que gustaba recrearse.

Así nos plantamos en el cuarto donde el servicio hacía sus abluciones. Como había mandado, el gran barreño de madera que había en el centro de aquel cuarto umbroso, iluminado apenas por un estrecho ventanuco a altura suficiente para no ser accesible desde fuera. Se trataba de un cuartucho feo, lleno de humedades y frío, que no tardó en llenarse de vapores, con el suelo de piedra tosca y poco más que aquel barreño, un aguamanil, una estantería donde se guardaban bien dobladas y limpias algunas toallas viejas, que supuse desechadas de las que usábamos nosotros, y un tajo de jabón junto a un cuchillo grande de cocina, puesto sobre una tabla en una alacena tallada en el muro que daba al exterior.

Las mandé desnudarse tras despedir a la señora Margarita, y permanecí contemplando cómo lo hacían -como titubeando avergonzadas-, y recreándome en su vergüenza. Cuando estuvieron desnudas, la visión de sus cuerpos lozanos de carnes apretadas me causó una primera impresión de las que semanas antes me hubieran parecido incómodas y entonces no me quedó más que reconocer para mis adentros que me agradaba, como un hormigueo en el vientre que se me agudizó cuando las hice entrar en el agua y mandé que la una a la otra se ayudaran a lavarse, lo que hicieron empezando por verterse agua en las cabezas por expresa indicación mía hasta que sus pieles y sus cuerpos estuvieron bien mojados y brillantes, tras lo cual las hice ponerse en pie y enjabonarse con un trozo de jabón.

Las muchachas se mostraban extrañadas, aunque no se atrevieron a hacer observación alguna, y a mí empezó a causarme mucha inquietud ver cómo deslizaban las manos cada una sobre el cuerpo de la otra y cómo, al hacerlo, sus senos, no muy grandes, parecían endurecerse -o al menos se endurecían los botoncillos sonrosados que los adornaban-, y cómo, poco a poco, ellas mismas parecían apetecer de aquello y se entretenían cada vez más tiempo en limpiárselos. Cuando les dije que me importaba mucho que lavaran entre sus muslos, porque no quería que fueran a causar infección a mi marido, o a quien él dispusiera que podía joderlas (pues en esos términos las hablaba para estar segura de que me entendieran), ya no parecían tan reacias, y sus manos jabonosas empezaron a deslizarse causándoles mucha alegría y al poco algún gemido que parecía escapárseles. Yo, como aquello me despertaba una sensación como de angustia, aunque no una angustia mala, insistía en que perseverasen, hasta conseguir que ambas se tocaran la una a la otra muy nerviosas y con mucha efusión de jadeos que tal pareciera que las estuvieran follando. Sabina, que había padecido pocas horas antes aquel cruel castigo que ya conté páginas atrás, parecía dolerse, y se quejaba, sin que por ello dejara de mover el culo adelante y atrás, aunque quizás por aquel dolor, fue primero su hermana Severa la que perdiera la especie y pusiera los ojos en blanco casi chillando como una cerda, tras lo que las mandé parar y aclararse, y experimenté placer al percatarme de que Sabina obedecía frustrada, con la respiración agitada y las manos temblorosas, mientras que su hermana era la imagen misma de la paz.

Verlas secarse todavía me produjo alguna satisfacción, y aunque el vestirse no me estimulara de la misma manera, permanecí junto a ellas por evitar que la putilla se diera placer, pues quería tenerla frustrada e inquieta. Por motivos que entonces no sabía todavía interpretar, hacerla sentirse incómoda me causaba satisfacción.”

Cuando el sábado, tres días después de la primera sesión del tratamiento de la histeria de doña Clarita, me presenté en su casa, me esperaba ya sumergida en su bañera, y el vaho olía a lavanda, lo cual, tras una semana de lectura sobre sus desventuras y progresiva degradación, que poco a poco iba minando mi cordura, por así decirlo, hizo que me sintiera tan excitado como incómodo.

-          Buenos días, Mateo.

-          Buenos días, Clarita ¿Qué tal se ha sentido usted desde el miércoles?

-          Pues ha habido de todo.

-          Bien, explíquese, si es tan amable.

-          Pues el primer día me quedé muy relajada, y dormí muy bien aquella noche; un poco peor el jueves, y hoy apenas he podido pegar ojo, de tanta inquietud que tenía. Estaba deseando que viniera usted.

-          Bueno, parece que algún progreso hemos hecho, aunque no era previsible que una única sesión fuera a poner fin al problema. Habrá que ver cómo seguimos evolucionando a medida que el tratamiento avance.

-          En eso estaba pensando.

Por ganar tiempo para tranquilizarme, me tomé unos minutos para sacarme la chaqueta y dejarla sobre el galán de noche que doña Clarita había puesto a mi disposición en un rincón de la sala y comenzar a remangar las mangas de mi camisa.

-          Oiga, Mateo.

-          Dígame, Clarita.

-          He pensado mucho en que, como recordará, el otro día faltó poco para que tuviera usted que salir de mi casa empapado.

-          Sí, por fortuna conseguí esquivar el agua.

-          Ya, pues se me ha ocurrido que, igual que yo venzo mi pudor para dejarme atender por usted, quizás fuera conveniente que hiciera usted lo propio, porque sería un escándalo que le vieran salir así de aquí.

Ni por un momento me había planteado tal posibilidad, y de sólo oírla, noté que me subía un calor a la cara que comprendí que respondía al rubor que debía estar coloreándome las mejillas, y me encontré incapaz ni de balbucear respuesta alguna.

-          Por mí no tenga reparo, que ya ha tenido ocasión de saber por mis diarios que no voy a espantarme, y que comprendo que estas cosas provocarán en usted alguna reacción, como es natural, y no voy a tomármelo a mal.

Completamente azarado, pero incapaz de hilvanar argumento alguno que pudiera contradecir su razonamiento, me vi obligado a desnudarme por completo de espaldas a ella que, según pude advertir observándola por el rabillo del ojo, se abstuvo de mirarme durante el proceso, al menos hasta que, cuando ya no quedó mas remedio que acercarme para proceder a mis manipulaciones, no hubo manera de negar la evidente y robusta erección que me adornaba, acerca de la cual, con mucha gentileza, se abstuvo de hacer comentario alguno.

De aquella manera, fingiendo, o pretendiéndolo, una naturalidad que me encontraba muy lejos de creerme, me incliné hacia ella y di comienzo una vez más a mis manipulaciones con la impresión de que en aquella ocasión su respuesta se producía de manera más rápida y sus labios se entreabrían antes, aunque bien pudiera ser que no fueran más que fantasías mías, pues ya comprenderá el lector que el estado de nerviosismo a que aquello me tenía sometido no facilitaba una observación de los hechos completamente objetiva.

-          Mateo…

-          ¿Sí?

-          ¿Le importaría a usted… podría acariciar al mismo tiempo mis pezones?

-          …

-          Ya ha leído usted lo que he vivido… Quizás… ¡Aaaaay…! Quizás necesite… algo más… intenso…

Sin dejar de acariciar su clítoris de la misma manera que en la ocasión anterior, y sin saber siquiera cómo contestar, comencé a rozarlos alternativamente con la mano que me quedaba libre comprobando que, si antes resultaba evidente la dureza que adquirían al manipular su vulva, entonces, al hacerlo tal y como me había requerido, parecían despertar, y provocaba en ella una sucesión de gemidos suaves y casi felinos.

La idea parecía funcionar, aunque me causaba un intenso sufrimiento que decidí afrontar en bien de mi paciente, tal y cómo obliga mi juramento. Mi propio falo mientras, terriblemente congestionado, manaba una abundante efusión de fluidos preseminales que me causaba una intensa vergüenza, y experimentaba un dolor incómodo y un estado de ansiedad incluso preocupante cuando, agarrando mi muñeca con ambas manos, tiró de mi mano con fuerza.

-          ¡Apriételas, joder!

Más que obedecer, podría decirse que me desencadené. Para placer de mi paciente, comencé a apretar sus senos con las manos y a pellizcar sus pezones sin dejar abandonado su sexo, que acariciaba entonces más que con mayor ritmo, con auténtica ansia febril, haciéndola proferir gemidos intensos, insultos impropios de una mujer de su condición, e incluso chillidos, al tiempo que su cuerpo se movía dentro del agua a un ritmo desenfrenado

-          ¡Ay, Mateo! ¡Ay, Mateo…! ¡Ay… Mateooooooooo…!

En el momento definitivo de alcanzar el clímax de su reacción, doña Clarita se había agarrado a mi miembro con muchísima fuerza y yo no fui capaz de eludirla, ni creo que realmente tuviera voluntad de hacerlo si hubiera podido, y bastó un segundo apenas, el mismo hecho de cogerlo, para desatar una eyaculación desproporcionada, cuyo fruto impactaba sobre su rostro contraído por el placer, y hasta llegaba a deslizarse entre sus labios entreabiertos. Doña Clarita se sacudía con una energía inusitada, presa de violentísimas convulsiones, agarrada con fuerza a mi falo, y recibía en su cara mi esperma al tiempo que mi mano, crispada por la excitación, literalmente estrujaba uno de aquellos senos de diosa que parecían flotar en el agua.

Recuperé la cordura antes que doña Clarita que, según había observado que le sucedía ya en la anterior ocasión, permaneció unos minutos presa de espasmos esporádicos y con los ojos cerrados, mientras me secaba a toda prisa con intención de marcharme, convencido de que aquella incontinencia habría puesto fin a nuestro trato y quien sabe si a mis posibilidades de seguir ejerciendo la medicina en la ciudad. Dominado por la vergüenza hasta el extremo de planear darme a la fuga antes de que tuviera tiempo de recuperarse por completo.

-          increíble, Mateo.

-          Doña… doña Clarita… Usted perdone… No sé qué me ha pasado…

-          Clarita, Mateo, sin doña, que estamos solos. Ande, no sea niño ¿Usted es que no…?

-          No… Con los estudios… No he tenido tiempo…

-          ¿Se queda a comer en casa o tiene algún compromiso?

Comimos en un comedor enorme de aire victoriano, en una mesa quizás para veinte personas o treinta en la que apenas ocupábamos un rincón, atendidos por una joven gordezuela que nos sirvió consomé, empanada de lamprea, y unas jugosas pechugas de pularda vileroy, bajo las miradas severas de los retratos de ocho marqueses de los Molinos, y la de la gobernanta que supervisaba el trabajo de la doncella, que repetía a la perfección cada movimiento de la ceremonia de servir que tenía aprendido, y que ejecutaba respondiendo a los breves y rápidos, casi imperceptibles signos que aquella hacía con los dedos como quien dirige una orquesta.

Los postres, el café, y unas copitas de oporto, nos los sirvió aquella criatura lozana, algo tosca, pero guapa a su manera, de mejillas sonrosadas, en el mirador del salón de baile, que dominaba desde las alturas un paisaje infinito de lomas boscosas y valles de hierba, sentados en un balancín donde nos mecíamos mansamente, en una vajilla inglesa de porcelana delgada como un papel, con delicados dibujos bermellón que representaban escenas corteses pastoriles, con cubiertos de brillante plata inmaculada.

-          Oiga, Mateo ¿Y por donde va usted con la lectura de los diarios?

-          Pues he llegado al baño de las doncellas.

-          ¿Doncellas? ¿Las putitas?

-          Bueno, yo…

-          Usted parece que no tiene remedio, Mateo… Sabina…

Tras mirar con una sonrisa pícara hacia el abultamiento que una vez más se me formaba, hizo un gesto con los dedos señalándolo y la muchacha se arrodilló entre mis piernas para, tras desabotonarme los pantalones, extraerme el miembro y alojarlo en su boca, proporcionándome con ella caricias que nunca hubiera pensado. Doña Clarita, a mi lado, sin detener el balanceo del asiento, mantenía su charla mundana, encantadora, como si aquello no estuviera sucediendo. Dibujaba una sonrisa luminosa en aquel rostro bellísimo.

-          Es la hija de Sabina, ya sabe usted.

-          …

-          Puta, como su madre.

-          …

-          Cuando se preñó, la casamos con el capataz, el que cuida del ganado y de las siembras.

-          …

-          Ahora está gorda como una cerda y vuelve a vivir en la aldea.

-          …

-          Yo creo que esta es hija de mi difunto marido. Igual su madre también…

-          …

Aquella última frase la pronunció mientras, sin dejar de sonreír y mirándome a los ojos, empujaba la cabeza de la joven obligándola a tragarse aquello que chupaba hasta el mismo fondo de la garganta. Me derramé en ella con un estremecimiento y sin poder quitar la vista de sus ojos muy abiertos, que parecían ir a salírsele de las órbitas; de su rostro, que azuleaba, sin duda por la falta de oxígeno; y del borbotón de esperma que empezó a brotar de su nariz.

-          Usted y yo vamos a ser amigos, Mateo. Bien creo yo que sí ¿Nos vemos de nuevo el miércoles?

-          Como usted guste, Clarita.

-          Pues a las diez y media entonces. Buenas tardes.

De regreso a mi casa en el landó que doña Clarita puso a mi disposición, orvallaba mansamente haciendo cansino el paso de los dos machos que lo tiraban, y el agua leve, casi una niebla cargada, humedecía mi rostro colándose por la apertura entre las cubiertas de cuero encerado que lo cerraban. Agradecí aquel fresco vivificante y la luz mortecina de la tarde. Parecían acompañar mi ánimo melancólico.