Diarios de doña Clarita (02)
Donde se sigue con la narración del tratamiento contra la histeria de doña Clarita, y se sabe de alguna otra de sus desventuras durante su corta vida marital.
A la hora acordada, fui recibido nuevamente por el servicio y conducido en aquel caso a la sala de recibir de doña Clarita, adjunta a su dormitorio, de cuyo apartamento formaba parte a la manera de las suites de los hoteles, y esta apareció al cabo de unos minutos ataviada de amazona y con pantalones de montar en vez de falda, pues, según me dijo, venía de atender algún asunto en su finca -creo recordar que de asistir al parto de una de sus reses-, y aquello le era más cómodo y más seguro para moverse entre los carvallos por el monte.
Como quiera que mi noche había sido como había sido, no me encontraba yo en mi mejor momento ni de fuerzas, ni de lucidez, y debo confesar -quizás en consecuencia de ello, quizás porque todavía mantenía vivas en mi memoria las páginas de sus diarios que había tenido ocasión de leer-, que la visión de la dama así vestida me causó una viva impresión que, la verdad sea dicha, quedó en nada ante lo sucedido después.
- Disculpe la tardanza, doctor. Ha surgido un asunto que me ha tenido media noche entretenida y se me ha ido la especie.
- Nada que disculpar, doña Clarita. Lo primero es lo primero.
- Bueno, pues, como no quiero hacerle perder más tiempo del necesario, que usted tendrá también otras obligaciones, si le parece, pasamos al baño, que he pensado que sería el lugar más adecuado e higiénico.
Dicho y hecho, la seguí a través de una puerta disimulada en la madera que cubría las paredes de la dependencia, que conducía a una gran sala de baño, alicatada en un blanco reluciente con una cenefa de color azul cobalto y dotada de un gran ventanal de vidrio esmerilado que le proporcionaba luz abundante, y en cuyo centro se encontraba una gran tina de baño preparada al efecto, y cuyos vapores pude apreciar que llenaban el aire de un perfume cítrico muy agradable. En otra de las paredes, a la izquierda de aquella por la que franqueamos la entrada, se veía otra puerta más que deduje que conducía a su dormitorio. La dicha sala, para mi sorpresa, se encontraba dotada de un completo equipamiento sanitario, incluida grifería, lo que daba a entender que también de agua corriente, cosa por entonces infrecuente en la comarca. Supongo que doña Clarita debió percatarse de mi extrañeza.
- ¿Le gusta? Lo mandé hacer hace un par de años. Vino un fontanero de Portugal y le puso una instalación muy ingeniosa: como aquí no llegan las tuberías del pueblo, tenemos una bomba para subir agua del pozo hasta el desván, y allí dos depósitos, uno de agua fría, y otro que es una caldera de carbón que me tiene el agua caliente. La verdad es que es una cosa muy cómoda y muy práctica.
- Sin duda que lo es, doña Clarita.
- Oiga, doctor, como va usted a tocarme el coño, si le parece, y mientras no estemos en público, podemos a apearnos el tratamiento: usted me llama Clarita, y yo le llamo Mateo.
- Co… como usted quiera… Clarita.
Sin apiadarse de mi evidente turbación, la señora comenzó a desvestirse con mucha parsimonia y ante mí, dejando caer al suelo cada prenda de la que se iba desprendiendo, empezando por la chaquetilla, a la que sucedieron los pantalones, y la blusa.
- ¿Le importa ayudarme con el corsé? He pensado que me sentiría menos violenta, y me imagino que usted también, sin una de mis doncellas brujuleando por aquí.
Como el lector podrá imaginar, aquello no me resultó cómodo. No digo que no fuera estimulante, que lo era, pero en mi posición me parecía poco conveniente, y temía que doña Clarita, de ver las evidentes muestras de ello, pudiera sentirse molesta, lo que me colocaba en una muy difícil tesitura, aunque la discreta sonrisa socarrona que pude ver reflejada en el espejo mientras mis dedos temblorosos peleaban contra aquella maraña de cordones, me hizo pensar que le resultaba más divertida que ofensiva aquella debilidad mía.
No bien hubimos conseguido desembarazar a la Señora de todos sus accesorios -lo que no nos debió llevar menos de quince minutos que a mí se me hicieron eternos-, y antes de sumergirse en el agua, doña Clarita se giró hacia mí, permitiéndome observar la perfecta estructura de su cuerpo, de enorme atractivo físico. Pese a su escasa estatura, y a sus más de cuarenta años, la dama conservaba unas formas mucho más que deseables, con grandes senos firmemente erguidos, amplias caderas, y muslos torneados, que remataban en unas nalgas de buenas proporciones, a lo que hay que añadir que el color y la tersura de su piel indicaban a las claras que dedicaba a su cuidado esfuerzo más que suficiente. La prematura defunción de su marido había, por otra parte, ahorrado a su cuerpo los daños de la maternidad.
- Oiga, Mateo, no quisiera yo meterme donde no me llaman, pero creo que sería preferible que se quitara usted la chaqueta y, por lo menos, se remangara las mangas de la camisa.
Si algo me faltaba para acabar con cualquier vestigio de aplomo que pudiera quedarme, fue aquel comentario en discreto tono sarcástico. Mientras obedecía sintiéndome como un tonto, tratando de no quedarme pasmado en la observación de aquella mujer espléndida que se tumbaba en el agua y sacaba por cada borde de la tina una de sus piernas, exhibiendo ante mí su vulva mientras sus senos flotaban, y entretenía la espera acariciándose la piel muy lentamente con una esponja, tuve la sensación de ser objeto de su burla, y me sentí ridículo.
- Bueno, Clarita, pues, cuando usted quiera, podemos empezar.
- Cuando guste usted, Mateo, que yo, como puede ver, estoy ya más que dispuesta.
Con el aire más profesional que fui capaz de adoptar, me incliné hacia ella, introduje la mano en el agua, y buscando su vulva, di comienzo a las caricias con que la buena mujer había decidido que iba a aliviar sus inquietudes. Recordando lo que sobre la fisiología de aquel órgano había aprendido en la Facultad, recorrí con el dedo corazón sus labios mayores, que se entreabrieron al primer contacto, dando muestra con ello de su buena predisposición, y permanecí unos minutos repitiendo tal movimiento, lo que pude comprobar que causaba el efecto deseado, pues su respiración se hacía más profunda y parecía responder al ritmo de mis manipulaciones.
- Oiga… Mateo… ¿Ha… ha leído usted… mis diarios…?
Como quiera que en la postura en que me encontraba, mi rostro se encontraba muy cerca del suyo, hay que comprender que sus palabras, expresadas con la voz entrecortada y añadidas al efecto que me causaba llegar a notar el calor de su aliento en la mejilla, me provocaron una reacción inevitable, a la que traté de sobreponerme respondiendo a su pregunta en tono que podríamos calificar como de profesional.
- Algo he leído, sí, Clarita.
- ¿Hasta… hasta… donde…?
- Hasta el regreso de ustedes tras su viaje de novios.
La súbita introducción de aquel tema de conversación me causó el efecto que el lector podrá imaginar, y una gran incomodidad añadida, puesto que, por una parte, la lectura de sus diarios, aun con su consentimiento, me causaba la violenta impresión de entrometerme en su intimidad; mientras que, por otra, el hecho de que los sacara a colación, me hacía dudar sobre si pretendía con ello añadir mi excitación a la suya como medio para aumentarla, lo que me causaba mucha desazón, porque yo me había propuesto proporcionarla aquel tratamiento del modo más profesional posible, evitando intimidades que consideraba indeseables y, por qué no decirlo, peligrosas.
- ¿Y… y qué le ha… parecido…?
- Me pone usted en un aprieto…
- Pensará que soy una… unaaaaaaaa…
En aquel preciso instante, separando su prepucio clitoridiano con mis dedos índice y anular, acababa de dejar al descubierto el pequeño glande endurecido, donde apoyé el corazón procurando rozarlo con delicadeza y provocándole un gran placer que, si bien había estudiado anteriormente, no había tenido ocasión de experimentar sus efectos, y pude comprobar que eran tales que le impedían articular palabra, al tiempo que provocaban que el movimiento pélvico que hasta entonces había sido un suave balanceo apenas perceptible, se transformaba en rápido y frecuente. Recordando el capítulo de mi manual donde se trataba el estudio de la histeria femenina, detuve el contacto directo apoyando la yema inmediatamente debajo, y comenzando un suave movimiento indirecto que lo movía sin rozarlo, y que parecía causarle un placer más sereno, menos violento. Doña Clarita, que había cerrado los ojos, gemía de manera muy audible, y sus pezones, que flotaban por encima del nivel del agua, se veían endurecidos y muy contraídas sus areolas, donde los tubérculos de Morgagni se evidenciaba en forma de pequeños granitos. Muy a mi pesar, por encima de la curiosidad científica que me despertaba el hecho de poder observar directamente lo que hasta aquel día tan sólo conocía por lecturas, su visión me turbaba sobremanera, causando en mí una erección que me resultaba incómoda al no poder darle alivio, y me violentaba mucho la idea de que pudiera molestar a doña Clarita.
- Oiga… Mateo…
- Dígame, Clarita.
- ¿Le importaría meter… un… dedo…? ¡Asíiiiii!
Cumplí con sus deseos sin abandonar la ortodoxia, que dicta que el masaje debe practicarse sobre el clítoris, pasando a apretarlo suavemente con la palma de la mano, que replicaba el movimiento con que introducía y sacaba el dedo corazón. Con ello, sus gemidos, que hasta entonces habían sido abundantes, pero todavía moderados, se hicieron más fuertes y más continuos, acompañados por una violenta agitación de su respiración y una sucesión de contracciones de sus músculos faciales que transformaban su expresión en muecas muy vigorosas al tiempo que sus mejillas se coloreaban vivamente.
- ¡Asíiiiiiiii… cabrón…! ¡Asíiiiiiiiiii…! ¡Asíiiiiiiiiiiiiiiiii…!
Su cuerpo entero comenzó a estremecerse en contracciones violentas y convulsas que hicieron que una buena cantidad de agua saliera despedida por los bordes de la tina mojándome los zapatos y, de no haber estado prevenido, podrían haberme empapado también los pantalones, pero me retiré a tiempo, dando por hecho merced a ello que el efecto pretendido se había conseguido ya, como acreditaba el que su cuerpo, una vez cesada la manipulación, continuara manifestando aquellos espasmos durante al menos un par de minutos y que, incluso después, siguieran produciéndose de manera más esporádica durante los dos o tres minutos siguientes.
- Cuando… Uffff… Cuando quiera, puede usted retirarse, Mateo…
- Muchas gracias, Clarita. Confío en que surta el efecto perseguido.
- En cualquier caso, si le viene bien, podemos seguir el sábado con el tratamiento ¿a la misma hora?
- Como guste.
- No se vaya usted a creer que escapará de contarme su opinión sobre los diarios.
- Es usted incorregible…
- No lo sabes usted bien. Hasta el sábado, Mateo.
- Hasta entonces, Clarita.
Tras recomponer mi vestimenta y secarme los zapatos con una toalla, como ella me indicara, la dejé enjabonándose como si nada hubiera pasado y, dada la hora a la que terminamos, pues el proceso se había prolongado hasta pasada la una de la tarde, y tomando en consideración que había dejado puesto el cartel en la puerta de mi consulta indicando su cierre por tener que hacer una atención a domicilio, encaminé mis pasos hacia la casa que por entonces tenía alquilada con prisa, pues la experiencia, que en ella parecía haber causado relajo, en mí, por el contrario, había provocado una urgencia insoportable. Presa de un fervor inusitado, había decidido pasar la tarde a solas leyendo sus diarios.
Mientras me desnudaba, preparé el baño sin poder apartar de mi memoria el recuerdo de la experiencia vivida. Desnudo, trasegando calderos de agua caliente desde la cocina al baño -que en mi casa era una dependencia aneja a esta-, con el miembro congestionado de un modo que no recordaba haber experimentado, mi cerebro reproducía incesantemente cada detalle por nimio que fuera: sus pezones contraídos, oscuros y granujientos; el movimiento de su pelvis, que hacía resbalar su vulva en mi mano y clavarse mi dedo con fuerza en su interior; el vello oscuro de su pubis; la suavidad y tersura de su piel, blanca como la leche; las diminutas venitas azuladas que se transparentaban en sus senos; la expresión salvaje de su rostro contraído en una mueca de placer…
Quizás baste para explicar el estado de ansiedad en que me había dejado el tratamiento de doña Clarita, el hecho de que apenas necesitara rozarme, una vez tendido en mi tina de estaño, para que polucionara prolongada y abundantemente, y que, después de hacerlo, mi miembro no experimentó cambio alguno en su estado, hasta el extremo de que necesité provocar la misma reacción hasta dos veces más antes de que recuperara su condición habitual, lo que me permitió, al menos momentáneamente, sentirme despejado, aunque fatigado al mismo tiempo, como para poder pensar en alimentarme.
La razón de estas anotaciones sobre la reacción que me provocara y el estado en que me dejara la sesión de manipulaciones terapéuticas de doña Clarita, viene al caso no por hacer recreación malsana en ellos, sino como advertencia a quienes, pensando en utilizar con fines médicos el fruto de mi investigación, pudieran llegar a la falsa conclusión de que puede hacerse sin riesgo, como queda evidenciado, sino que es conveniente armarse de valor y prevenirse para evitar sus posibles funestas consecuencias sobre la propia salud del terapeuta, o incluso procurar que quien lo aplique sea enfermera con estudios suficientes en aquellos casos leves en que se entienda que no resulta imprescindible la intervención de doctor.
Más tarde, y tras un breve sueño reparador, retomé la lectura de sus diarios en la esperanza de poder encontrar en ellos alguna información que me pusiera en la pista del motivo del mal que la aquejaba, que pudiera permitirnos atacar la raíz en lugar de sus síntomas.
“Permanecí transida en mi lecho, dolorida e incapaz de levantarme, e incluso con unas décimas de fiebre, los siguientes dos días, durante los que el servicio me mantuvo viva a base de caldos de gallina, y adormilada con tisanas de valeriana, tila alpina, y otras hierbas y raíces, que me permitían mantenerme en un estado de duermevela que, aunque no lograran sacar de mi inteligencia los recuerdos de la brutalidad sufrida, y el terrible pesar de mis pecados -pues sólo como tales se podían interpretar los placeres obtenidos-, facilitaban al menos el paso del tiempo y una serenidad que sin ellas no hubiese podido conseguir. Y durante ese tiempo, no tuve noticia de mi esposo más que a través de las preguntas sobre mi estado que las muchachas me transmitían, creo yo que más por compasión, que porque el Marqués realmente llegara a formularlas, pues no parecía hombre dado a tales preocupaciones.
Comprendía que el trato que me habían dado debía diferenciarse poco del que seguramente proporcionaban a las prostitutas con que mi madre me había advertido que algunos hombres sacian fuera de sus casas sus apetencias cuando sus esposas no son suficientemente complacientes, y la idea me torturaba, haciéndome sentir humillada por mi esposo, que disponía de mi cuerpo para invitar a sus amistades como si fuera una yegua, o peor aun, pues la suya no dejaba que fuera montada por ninguna otra persona; y muy avergonzada y apesadumbrada por el hecho de haber sentido tales estremecimientos y placeres mientras era víctima de su prácticas pecaminosas, que ni siquiera me atreví a contar en confesión a nuestro capellán en las visitas que me hacía cada tarde, durante las cuales recitábamos los misterios del rosario.
Al tercer día, cuando ya por fin me incorporé y recuperé durante la mañana las escasas tareas con que llenaba mi vida, atendiendo al servicio, interesándome por el estado de nuestra despensa, disponiendo sobre las compras que debían hacerse, y decidiendo los menús para la siguiente semana, a media tarde, y tras haber comido sola en el enorme comedor de nuestra casa, atendida por el ama y dos doncellas cuya silenciosa compañía no hacía sino acentuar la impresión de soledad que me invadía, fui llamada de nuevo a presencia de mi esposo quien, según me hicieron saber, me aguardaba en la biblioteca nuevamente, lo que revivió mis recuerdos causándome una profunda desazón.
El Marqués, efectivamente, me aguardaba allí, sentado en su sillón junto a la chimenea, en compañía de su inseparable Sebita y de dos de las doncellas del servicio de las que yo menos conocía, dos muchachas rollizas, Sabina y Severa, que no debían contar más allá de dieciséis años, tan parecidas entre sí que resultaba fácil colegir que eran hermanas, aldeanas de mejillas coloradas, sobre cuya función en la casa no se me había informado, ni yo preguntado por ella, que se mantenían de pie, frente a ellos, en silencio, con sus uniformes largos y sus tocas, las manos recogidas en los regazos, y las miradas humilladas. Me sorprendió que, habiendo allí servicio, mi propio marido me mandara cerrar la puerta al entrar, invitándome a continuación a ocupar el lugar entre las chicas.
Sin mediar palabra, aquellas criaturas, sin duda previamente aleccionadas, se giraron hacia mí al unísono y comenzaron a desvestirme causándome tal vergüenza y desazón que miré hacia mi marido para pedirle su ayuda, aunque, tras comprobar la expresión de satisfacción con que observaba sus evoluciones, me resigné y me mantuve quieta, sintiéndome impotente y con la mirada humillada, como habían estado ellas que, entonces, me pareció que sonreían con una sonrisa socarrona que me causó mucha vergüenza, como si disfrutaran de la oportunidad que tenían de someterme a aquella vejación.
Así, deshicieron la lazada que mantenía mi echarpe sobre los hombros; desabrocharon los botones nacarados del corpiño y las puñetas de mi vestido, que me sacaron por los pies; desataron las cintas de mis enaguas; y me dejaron entre ellas tan sólo cubierta por el corsé, que sostenía mis senos en alto haciéndolos asomar por encima -uno muy bonito, de colores blanco y negro y con encajes que había comprado en Madrid durante el viaje de novios, y que me hacían asegurado que venía de París-, las medias negras tupidas, sujetas a aquel por unas ligas de raso; y los botines también negros, de medio tacón y cordonadura hasta por encima del tobillo.
Cada prenda de que me despojaban, la iban colocando muy bien doblada o tendida, según procediera, sobre el sillón parejo al de Blas quien, según las dejaban, las iba echando una tras otra al lar de la chimenea, donde las veía arder sin comprender el motivo.
Tras aquello, una de las muchachas, Severa, creo recordar, se sentó en uno de los silloncitos de un tresillo muy coqueto que solía flanquear la mesa camilla donde Blas acostumbraba a merendar cuando estaba en la casa a su hora y, a la vez que se subía los faldones negros del uniforme, separó las piernas de modo tal que, dado que no llevaba enaguas, su vulva quedó expuesta a la vista de todos, momento en el cual, y sin perder ni un ápice de su compostura, mi marido me explicó (y utilizaré aquí sus propias palabras, aunque no estén en mi costumbre, para dejar evidencia de mi humillación), que tenía mucho interés en desfogar a las dos hermanas, por que gustaba de follarlas y no quería que anduvieran por ahí zorreando con cualquiera de los criados a su servicio, y que había pensado que, dado que no había tenido inconveniente en tragarme las pollas de sus administradores, ni en beberme su leche, ni en dejarme follar por ellos por el coño y por el culo, y aún pareciera que me gustaba, por que me había corrido repetidamente con grandes expresiones de placer, había pensado que no tendría tampoco inconveniente en ayudarle en sus propósitos agotándolas a base de comerme también sus coños y hacerlas correrse para que salieran de allí bien desbravadas.
Con lágrimas en los ojos, comencé a cumplir con sus deseos lamiendo su vulva entre la pelambrera espesa y negra de su pubis, lo que la criatura celebró con mucho entusiasmo, y la adelantó hacia mí recostándose en la butaca, mientras que Sabina, su hermana, a indicaciones de mi señor, comenzaba a palmear mi culo con todas sus fuerzas, y a veces entre mis muslos, haciéndome chillar y llorar muy amargamente, pues con ello interrumpía los ardores que, contra mi voluntad, experimentaba al comprobar el placer que le proporcionaba, y todo ello parecía provocar mucha excitación en ella, pues culeaba con fuerza ensuciándome la cara con sus flujos.
El caso es que en eso estábamos cuando, quizás movida por un excesivo entusiasmo, la tal Sabina, a quien castigarme parecía causarle también una gran excitación, no tuvo mejor ocurrencia que la de llamarme puta, lo que le valió que mi marido tuviera que levantarse, ir hacia ella, y propinarle un fuerte sopapo, tras lo cual, no sin antes explicarle quien era quien en nuestra casa y cuanto respeto nos debía, la mandó desnudar y dio instrucciones a Sebita de frotar su coño con la mano sin detenerse hasta que no se le ordenara, dijera ella lo que dijera y pasara lo que pasara y de que, si así lo deseaba, podía también follarla siempre que, a continuación, siguiera proporcionándole el tratamiento prescrito, pues era su voluntad que la muchacha comprendiera el alto precio que tendría que pagar de excederse en sus obligaciones haciendo de su capa un sayo.
Dicho aquello, no puedo menos que confesar la inquietud que me causaba el sonido de sus quejidos permanentes, crecientes y decrecientes a medida que las sabias manipulaciones de aquel muchacho, a quien pareciera que no era sino el mismo demonio quien le había dotado de aquellas habilidades, la hacía llegar al climax una vez tras otra con su mano o con su polla, causándola tal fatiga que la pobrecita suplicaba llorando que se detuviera ya, y juraba haber aprendido la lección, hasta que una nueva eclosión la hacía incapaz de pronunciar palabra, así que, cuando sentí a mi marido arrodillándose tras de mí, y noté el apretón de su polla al clavárseme, los esfuerzos de mi lengua sobre el coño de la hermana de la pobre se redoblaron, lo que provocó que la misma alegría ansiosa y perversa que se apoderaba de mí se trasladara a ella, que apenas podía más que chillar de tanto placer como le estaba dando. Los palmetazos en mis posaderas no sólo no se redujeron, sino que, a causa de la mayor fuerza del Marqués, se redoblaron, sin que por ello se redujera ni en un ápice la turbación que me causaban los movimientos con que siguió obsequiándome hasta que, agarrado con tal fuerza a mis caderas que las huellas de sus dedos me dejaron verdugones que duraron varios días, se vertió en mi interior haciéndome perder la cabeza de tanto placer que me dio.
Aliviado así mi Señor, y sin esperar a que me recuperase de aquellos estremecimientos, me encargó ir a la cocina para subirle unas pastas y una taza de café pues, según me dijo, Sebita debía estar ya fatigado por su trabajo y tenía otro para él, de tal manera que Severa tendría que relevarle. Yo, sin ropa, pues me la habían quemado, pero incapaz de atreverme a contrariar su voluntad, tuve que recorrer la casa a la vista del servicio tal y como estaba, con las mejillas todavía encendidas, las nalgas rojas como pimientos, casi desnuda, y con un reguero de su leche corriéndome por los muslos abajo, provocando las miradas lujuriosas de los hombres, y las a veces compasivas, a veces vengativas y satisfechas de las mujeres.
Cuando regresé con el encargo, Sebita, arrodillado entre las piernas de mi Señor, que celebraba que Severa hubiera metido la mano entera entre los muslos de su hermana, que lloriqueaba ya sin fuerzas, caída en el suelo, y padecía todavía espasmos ocasionales que su cuerpo parecía experimentar de manera automática, y la follara con ella, causándola, según parecía, un terrible dolor que no impedía que todavía experimentara placeres ocasionales que no hacían sino causarle un padecimiento mayor.
Permanecí allí hasta que Blas tuvo a bien correrse en la boca del muchacho, tras lo que me mandó pelársela hasta que terminara, pues, según dijo, bien se lo había ganado y, tras lograrlo con poco esfuerzo, me mandara a darme un baño y a vestirme porque, según me hizo saber, estaba hecha un asco. Al retirarme, la imagen de aquella pequeña zorra culeando entre sollozos me hizo sentir un escalofrío en el vientre, como un calambre, y provocó una sonrisa disimulada que añadí a la lista de pecados que tendría que confesar al capellán el día que me atreviera.