Diarios de doña Clarita (01)
El doctor San Martín, famoso por sus aportaciones al tratamiento de los sofocos femeninos a finales del siglo XIX, nos ofrece las notas de su investigación y tratamiento de doña Clarita, viuda de don Blas de Leiria y Contreras, señor de Casilheiras y octavo marqués de los Molinos.
Doña Clarita enviudó con tan sólo diecisiete años, apenas ocho meses después de desposarse con don Blas de Leiria y Contreras, Señor de Casilheirias y octavo marqués de los Molinos, un caballero de gran familia y mayor fortuna, vividor de costumbres disolutas, que alcanzada la cincuentena decidió descansar en su casa solar y no se le ocurrió mejor manera de hacerlo que buscar la compañía de aquella muchachita de buena cuna, mediada fortuna, y merecida fama en su señorío por su belleza, agudeza de ingenio, y gentil educación, y que, por si todas aquellas virtudes no bastaran, era medio familia suya por parte de madre, lo que garantizaba la apariencia de decoro y la conservación de la fortuna en la propia sangre, cuestión aquella que es bien conocido que preocupa especialmente a partir de ciertas edades a los hombres mal de familia bien, que acostumbran a tornar en defensores de la tradición y los valores con el exacerbado rigor de los conversos.
La inocente doña Clarita, que había experimentado durante aquellos largos ocho meses lo mejor y lo peor de la convivencia conyugal, sometida a los caprichos de aquel conocedor que, del mismo modo que era capaz de utilizar sus mejores artes para facilitarle placeres ni siquiera imaginados, gustaba también ocasionalmente, a menudo tras abusar del vino de Oporto, al que tenía afición, de causarle padecimientos y humillaciones que la trastornaban y hasta en un par de ocasiones la dejaron transida en su cama durante varios días recuperándose de los excesos de su esposo y señor.
Quizás abusando del acceso a sus diarios que en su día me facilitó, por puro afán de divulgación científica, y aun a riesgo de exponer a la pobre mujer a un escarnio que, en mi modesta opinión, no mereció en ningún momento de su corta vida marital, me voy a permitir copiar textualmente a continuación algunos de sus fragmentos y anotaciones que ilustran lo expuesto a la perfección.
El primero de ellos hace referencia a su noche de bodas:
“Llegamos al dormitorio tras las celebraciones dejando todavía en el salón de baile a la mayor parte de nuestros invitados. Yo me sentía azarada, aunque dispuesta a cumplir con mis deberes conyugales, por más que el Marqués no fuera el tipo de caballero con quien había soñado casarme.
Tal y como mamá me había aleccionado, me despojé de mis ropas discretamente, sin hacer alardes, y me senté en el colchón cubierta tan solo por mi camisola y aguardando a que mi esposo dispusiera de mi cuerpo a su conveniencia y consumara nuestra unión. Y de esta guisa me encontró al regresar del aseo, para mi horror completamente desnudo y exhibiendo obscenamente su falo enhiesto, de unas dimensiones, dicho sea de paso, que en absoluto concordaban con la idea que me había sido inculcada.
Contra lo que, según tenía aprendido, constituyen las formas adecuadas de la ceremonia del desfloramiento, mi reciente marido procedió a despojarme de la camisola sin mediar palabra, dejándome completamente expuesta a sus miradas lascivas y a su palpaciones, y haciéndome sentir como una yegua en la feria. No hubo parte de mi cuerpo que se salvara de sus manoseos, aunque se entretuvo muy especialmente en los senos, que lo mismo estrujaba, como pellizcaba sus botoncillos -causándome a veces dolor, y otras un cosquilleo agradable-, sin que ello fuera óbice para que el mismo tratamiento recibieran mis muslos, mis nalgas, que palmeó y manoseó insistentemente, llegando incluso a introducir un dedo entre ellas causándome una sensación antipática, y al mismo tiempo excitante, y muchísima vergüenza. Parecía agradarle verme ruborizada, porque lo mencionaba en términos muy toscos y se reía por ello.
Tras ello, me hizo hincar a cuatro patas sobre el colchón y comenzó a chuparme tanto entre las nalgas de nuevo, como más abajo, en la vulva. Aquello me produjo estremecimientos como nunca antes había experimentado y de los que nadie me había advertido y, aunque me resultara humillante, también me daba placer. Aquello me extrañó, porque mi madre no lo había mencionado, y yo fiaba mi comportamiento a sus consejos, pero me dejé hacer por obediencia a mi señor, y porque también me gustaba mucho.
Pero fue breve, porque poco después se arrodilló a mis espaldas e introdujo sin más ceremonias su verga -que ya he dicho arriba que era mayor de lo que yo había esperado-, entre mis nalgas, causándome tal dolor que imagino que los invitados debieron oírme gritar desde abajo.
Haciendo caso omiso a mi llanto, a mis gritos, y a mis súplicas, el Marqués pasó lo que a mi me pareció una eternidad moviendo aquella monstruosidad adentro y afuera en mi interior al mismo tiempo que me palmeaba con fuerza las nalgas y me profería insultos que prefiero no repetir, hasta que culminó el acto. En aquel momento sentí calor en mi interior y el dolor se me hizo más soportable.
Cuando aquello terminó, me dijo que los invitados esperaban abajo la prueba, y que había que obtenerla, y metió tres dedos con fuerza en mi vulva volviendo a hacerme daño y provocando el sangrado para ensuciar el pañuelo y, a continuación, sacarme al palco (porque mi alcoba tiene un palco al salón de baile que mandó hacer mi suegro cuando enfermó de gota para poder asistir a las fiestas), desnuda y a la vista de todos con el pañuelo en la mano.
Entre los invitados hubo quien profirió vítores a viva voz celebrando el suceso, y otros, como mi pobre madre, que apartaron la vista horrorizados. Yo no recuerdo haber sufrido nunca tal vergüenza, ni sentido tanta pena. Tuve la impresión de haberme casado con una bestia”.
De la misma manera, para no faltar a la verdad por omisión, y dejar aclarado el porqué de mis anteriores aseveraciones, insistiré en que el mismo diario plasma momentos que a doña Clarita le causaron una impresión más positiva y que son, por cierto, más abundantes que los del tipo anterior, especialmente a medida que el tiempo transcurre y se aprecia que la pobre muchacha no sólo se acostumbra a tales prácticas, sino que incluso parece amoldarse su cuerpo y obtener provecho de ellas.
Sirvan como ejemplo los siguientes párrafos, donde se describe la primera noche en el hotel de Madrid donde se alojaron durante su luna de miel, tras siete días de incómodo viaje en carruaje, que se deduce que corresponde a su segundo encuentro, o al menos a su segundo encuentro completo, como pronto comprenderán:
“Como estábamos cansados y sucios del camino, pues en las posadas donde nos alojamos faltaban las condiciones para poder asearnos como se debe, nada más tomar posesión de la suite decidimos pedir un baño que, por cierto, llenó en pocos minutos todo un ejército de criaditas educadísimas y muy eficientes. El cuarto tenía anexa una dependencia para ello muy luminosa y elegante, con las paredes cubiertas de cerámica blanca y una filigrana en relieve que imitaba a la hiedra y le daba un aire muy moderno y distinguido.
Aunque la idea de que pudiera repetirse cualquiera de aquellas prácticas me causaba miedo y repugnancia, y la visión de su falo enhiesto parecía anticiparlo, debo decir que la perspectiva de un baño de agua caliente y perfumada me resultaba estimulante, y que aquello lo asumí como un precio que, llegado el caso, habría que pagar. Por entonces, había tenido tiempo para reflexionar y me había hecho a la idea de que el matrimonio era aquello, y resignado a cumplir con mis obligaciones, por tristes que parecieran. Como ya venía siendo habitual, me mandó desvestir, así que me quité el camisón y volví a quedar expuesta a sus miradas libidinosas.
Todavía me pregunto si mamá habrá tenido que soportar aquel mismo suplicio, aunque bien creo que no, porque papá es un hombre amable y educado, “afrancesado”, como dice mi marido con un cierto desprecio que me duele en el corazón cuando lo escucho.
Aquella tarde, sin embargo, mi señor parecía otro. Con mucha amabilidad, se ofreció a ayudarme en mi aseo, y lo hizo lavándome el cuerpo con parsimonia y mucha delicadeza, para lo que comenzó utilizando una esponja con la que me recorrió entera causándome un cosquilleo que a menudo me hacía desprender algún gemido que procuraba disimular, especialmente cuando llegaba a mis muslos y a mi vulva. Me había hecho sentar en la tina en su regazo, entre sus muslos, dándole la espalda y recostándome en su pecho, y a veces besaba mi cuello y mis hombros. En la rabadilla notaba el roce de su verga, que ya he escrito que estaba en plenitud, y aquello me causaba una impresión que había empezado incomodándome, pero, a medida que el aseo progresaba, me iba resultado menos molesta.
Al cabo de un rato, decidió abandonar la esponja y sustituirla por sus manos, y, a partir de aquel momento, el baño pareció convertirse en un paraíso. Como habían aderezado el agua con aceites perfumados, resbalaban sobre mi piel causándome un cosquilleo que me turbaba profundamente y a veces me hacía temblar, sobre todo cuando jugaba con los botoncillos de mis pezones, que se habían puesto duros como garbanzos. No dejaba de mordisquearme entre el cuello y los hombros, y aquello me causaba un relajo que bien creo que de haber estado de pie me hubiera hecho perder el equilibrio.
Y entonces empezó a acariciar mi vulva. Yo no sabía que se pudiera sentir aquello, como un estremecimiento que se hacía más violento cada vez, y que me obligaba a gemir y a jadear como si me faltara el aire.
Entonces fue cuando tiró del cordel de llamar al servicio y apareció una de las criadillas, que se sintió muy turbada, a juzgar por el modo en que se tiñeron de rojo sus mejillas. Yo no podía detenerme. Aunque comprendía que debía causarme vergüenza, hacía rato que había perdido la capacidad de controlarme. Permanecía tendida sobre él, con las piernas colgando por los bordes de la tina para facilitarle mejor acceso a lo que él llamaba “mi chochito”, y temblaba con uno de sus dedos metido dentro. Encargó champagne, más agua caliente, y una fuente de fresas, que no tardó aquella criatura en dejar servida a nuestro lado en una mesita con ruedas.
Nos sirvió las copas sin que en ningún momento Blas interrumpiera sus caricias, y él mismo llevó una a mis labios tras mandar a la chiquilla que se quedara a servirnos. A mí, que estaba temblorosa y agitada, la mayor parte del vino se me escapaba de la boca y me corría por el cuello hasta el agua, que había rellenado con tres cubos más y estaba tan caliente que hacía que la piel se me enrojeciera, y el contraste del fresquito corriéndome por la piel se me sumaba a aquel temblor imparable que parecía recorrer mi cuerpo entero y que a veces hacía que me tensara y me quedara como ausente.
Al cabo de un rato, miró a la muchacha y la pidió que atendiera a su señora. La pobre se quedó un poco parada, pero cuando insistió, se remangó el uniforme, se inclinó junto al baño y comenzó a ser ella quien me proporcionara aquellas caricias que, si bien practicaba con menor destreza, a aquellas alturas eran más que suficientes para mantenerme en aquel estado de excitación deliciosa que temo que me impedía diferenciar el bien del mal.
Blas salió del agua desnudo como estaba, y se colocó detrás de ella, que temblaba como un flan. En aquel momento, su verga, que estaba grandísima y amoratada, me pareció maravillosa. Sin que la chica dejara ni por un momento de acariciarme la vulva, le subió la falda y desabotonó la abertura de sus enaguas. La pobrecita cerró los ojos, y al cabo de un momento gemía como yo, y sus caricias se iban tornando más atrevidas, y hasta empezó a meterme los dedos. A mí, que aquello debería haberme parecido mal, o eso creo, escuchar sus gemidos tan cerca de mi cara y ver la suya tensarse me ayudaba a obtener aquel placer que estaba experimentando por vez primera. Apretaba mucho los ojos y parecía muy seria. Cuando los abría, se le veían inflamados, un poco entornados, como si tuviera sueño, y sus labios temblaban entre jadeos que trataba de ocultar a veces mordiéndose el inferior. Blas la sacudía cada vez más deprisa, y su cuerpecillo se balanceaba, hasta que llegó un momento en que ni era capaz de seguir acariciándome, porque bastante tenía con agarrarse a la bañera para no caerse, y tuve que ser yo quien continuara por instinto, descubriendo de aquella manera que tales placeres podía obtenerlos una misma.
De repente, mi cuerpo se sacudía de tal manera que el agua se salía por los bordes de la tina. Tuve que cerrar los ojos. La chiquilla chillaba, y escuchándola, yo sentía un gran placer, tanto que parecía mentira, y que terminó por dejarme agotada hasta el extremo de que la pobrecita, que no había dejado de lloriquear desde que mi marido la dejara, tuvo que ayudarme a salir del agua y secarme, porque yo no podía casi ni tenerme en pie” .
Los diarios que reflejan aquellos escasos ocho meses a partir del desposorio que duró su matrimonio, y hasta que el Marqués falleciera en un confuso incidente en un burdel donde una de las meretrices terminara por asestarle un navajazo en el pulmón que le costó la vida, y que fue debidamente ocultado para proteger a su pobre viuda del escarnio, reflejan un sinfín de situaciones como estas -algunas más escabrosas si cabe-, no los traigo a colación por el mero placer morboso de contarlos, si no porque nos permiten comprender la confusión en que el taimado caballero sumió a su muy joven esposa antes de dejarla prematuramente dueña de una importante hacienda y caudal y numerosas posesiones a lo largo del país, cuya administración requirió, tras recibir en un principio el asesoramiento y la ayuda de su padre, de todo su esfuerzo y atención, lo que parece que provocó que su vida quedara pospuesta hasta que, veinticinco años después, decidiera requerir de mis servicios por pensar que su salud se encontraba en peligro.
Yo, por entonces, acababa de licenciarme en cirugía y montado con la ayuda de mis padres mi primera consulta en una ciudad muy próxima al pazo solar de la familia, de donde doña Clarita no había vuelto a salir más que para realizar gestiones que sus administradores no podían afrontar sin su presencia.
Como podrán imaginar, ser llamado desde el pazo suponía para un joven como era, que empezaba en el ejercicio de su disciplina, un honor y un respaldo que, como poco, cambiaba mi condición social. En la ciudad había otros médicos, todos ellos con mayor currículo y prestigio, y, pese a ello, era a mí a quien doña Clarita requería.
El caso fue que me dirigí allí sin demora, en el propio coche que la señora enviara a buscarme, llegué al casón y, tras aguardar unos minutos hasta que sus obligaciones le permitieron atenderme, me encontré cara a cara con una dama de modales exquisitos y muy buena presencia.
Me recibió en la biblioteca. El servicio, previamente, y por si la espera se prolongaba, cosa que, según supe después, tenía muchas posibilidades de suceder, me había invitado a tomar asiento en uno de los butacones. Cuando llegó la señora, me incorporé para recibirla, y ella, indicándome que me sentara, y ocupando el que se encontraba junto al mío, hizo lo propio para, tras encargar el café y entretener los minutos de la espera con una conversación intrascendente sobre el lugar, los lejanos vínculos familiares que nos unían -como a prácticamente todos los habitantes de la sierra-, despedir al servicio, y servir ella misma mi taza, dar inicio a una conversación que voy a transcribir tal y como la recuerdo, aun a riesgo de omitir algún detalle, pues, como el lector puede comprender, no tomé apuntes de tal conversación:
- Pues le he mandado llamar, doctor, porque hace ya años, muchos años, desde poco después de enviudar, que me aqueja una inquietud que me ha dificultado el sueño, aunque hasta hace poco he podido con ella como una incomodidad, pero que, de un tiempo a esta parte, más que incomodarme, como ha venido sucediendo durante más de dos décadas, parece que me obsesiona, y empiezo a temer por mi cordura, pues ya no solo no descanso, sino que durante el día me obsesiona y me distrae de mis obligaciones, aparte de agriar mi carácter, que de por sí no es agradable, y soy consciente de ello, y reducir mis reflejos y mi ingenio, me imagino que por la falta de sueño.
- ¿Y dice usted, doña Clara, que eso sucede desde hace cuánto?
- Doña, Clarita, por favor, doctor.
- Disculpe, doña Clarita.
- Pues, entre pitos y flautas, debe hacer cerca de seis meses que no duermo más allá de una hora seguida.
- ¡Caramba! En ese caso si resulta preocupante ¿Y usted a qué lo achaca?, si es que tiene alguna teoría al respecto.
- Me pone usted en una tesitura delicada, Doctor.
- Como bien sabe, señora, he jurado guardar la intimidad de mis pacientes, pues sólo así puede uno confiarse a su médico, que es un requisito imprescindible para el diagnóstico.
- Doy por descontado que así será, doctor. Como sabe, nuestras familias están vinculadas no solo lejanamente por la sangre, si no también por los negocios, y por ser la propietaria del local donde se encuentra el negocio de su padre, de la finca donde pace el ganado de su abuelo, y de algunos créditos que en su día firmara su tío con mi marido, y de los que he preferido olvidarme de momento por no causarle quebranto en sus finanzas. Debo confesar que todo ello contribuye mucho a mi confianza.
La discreta alusión a su poder de arruinar la vida a mi familia, pronunciada con aquella sencillez, me causó una profunda impresión. Aquella mujer bajita, tan elegantemente vestida, y que se desenvolvía con tanta naturalidad, parecía perfectamente capaz, por expresarlo en términos suaves, de ejecutar una amenaza que ni siquiera había necesitado pronunciar, y con ello me ayudaba a recordar que era preferible conducirse con precaución cuando trata uno con los de su clase. Aun así, mantuve la compostura:
- Desde luego, esos vínculos son razones poderosas para reforzar mis argumentos.
- Excelente, en ese caso, permita que le cuente: como usted sabrá, porque era público y notorio, mi difunto esposo era un hombre de costumbres disolutas (no, no se preocupe, no espero que me responda a eso). Lo que probablemente no sabe, es que, durante los escasos ocho meses que duró nuestro matrimonio, y abusando de mi inocencia, porque casi era una niña, consiguió arrastrarme a sus depravaciones.
- ¿Quiere decir?
- Hágame el favor, cierre la puerta, no vaya a andar por ahí alguna de las brujas que trabajan a mi servicio.
Atravesé la biblioteca impactado por la sinceridad de sus palabras y, vean ustedes que no tengo intención de ocultarles nada, tuve que concentrarme para evitar una reacción física que hubiera resultado inconveniente. La viuda, a sus cuarenta y tantos años, seguía siendo una mujer muy atractiva, y oírla hablar de aquel asunto con tanta sinceridad, aunque fuera de manera tan escueta, me causó mucha intranquilidad. Podía imaginarla recién casada, pues había visto una foto de la ceremonia, apenas una niña…
- Pues quiero decir que pasé ocho meses en manos de ese libertino, que abusó de mí de todas las maneras que usted pueda imaginarse, y de algunas que probablemente no imaginará.
- Sí, entiendo, pero ¿Y cómo piensa usted que eso influye a estas alturas en su tranquilidad?
- Verá… Durante aquellas ocasiones, durante los innumerables encuentros que tuvimos, no siempre solos los dos, podría decirse que yo… bueno, que yo, inocente de mí, disfrutaba. Vamos, que me acostumbré a esas cosas, usted me entiende.
- ¿Y?
- Pues que, en cuanto pasaron un par de meses desde su defunción, una vez que me fui haciendo a la idea de que me había quedado viuda, empecé a acordarme de aquellas cosas. Era irme a la cama, apagar la luz, y venírseme a la cabeza, y no se crea que eran recuerdos así sin más, si no que me causaban una desazón terrible, y había veces que me daban las tantas sin dormirme, y otras que me despertaba a mitad de la noche con unos sofocos y una agitación que…
- Pero… vamos a ver, ¿Dice que lleva veinticinco años experimentando… fantasías eróticas recursivamente?
- Uffffff… Fantasías no, doctor, recuerdos, y muy vivos. Mire: a mí… ¿Me permite expresarme con libertad?
- Claro, doña Clarita, está usted en su casa.
- Mire: a mí, me han follado por el coño, por el culo y por la boca; me han follado más de un hombre el mismo día delante de mi marido, y no uno primero y otro después, si no dos, o tres, o cuatro al mismo tiempo; me han lamido el coño mujeres, y se los he lamido yo mientras mi marido las sodomizaba… Si hasta una vez me folló el perro, un dogo precioso que teníamos que se llamaba Ronco, que menuda polla tenía…
Aquel chorreo, explicado de improviso y con esa naturalidad, causó en mí una reacción inevitable de la que creo que se percató, porque me miró con una media sonrisa pícara que no hizo si no incrementar al mismo tiempo tanto mi excitación, como mi vergüenza. Tardé un poco en reponerme.
- Pero… Pero doña Clarita… ¿Y qué pretende que yo haga?
- Mire, yo sé que hay doctores que practican a las mujeres que tienen mi problema llamémoslo manipulaciones, y que haciéndolo periódicamente…, pues que se alivian los ardores. Y el caso es que he pensado que usted, que es un chico joven que está empezando, y que da la casualidad de que tenemos en común las relaciones que ya hemos comentado… Bueno, pues que tengo la seguridad de que usted será más discreto que la banda de cotillas de sus colegas, así que podríamos resolverlo tranquilamente, yo le abonaría sus emolumentos, hablaría bien de usted a mis amistades, y zanjaríamos el asunto con mutuo beneficio.
- Pero… ¿Y usted no sabe…?
- No sé hace usted idea de las cosas que yo sé. Lo que pasa es que no me da la gana, no me parece bien. Yo lo que tengo es un problema de salud, no de vicio.
- Ya… y… ¿Y cuando piensa usted que empecemos?
- Mire: yo me baño los miércoles y los sábados, así que, si le viene bien, podría venir mañana por la mañana, como a las diez.
- Pues nada… aquí estaré…
- Estupendo. Mientras tanto, si le parece, se lleva los diarios que escribí durante aquellos años, donde se explica todo, y así investiga, por si le sirve.
- Como usted quiera, doña Clarita.
Se levantó del sillón, hizo tintinear una campanilla, y me despidió muy educadamente recordándome nuestra cita y dejándome en compañía de la criadita que me había llevado hasta allí, que me hizo entrega de tres cuadernos con candado de tapas negras de raso y de sus tres llaves, y me siguió hasta la puerta, donde me despidió de manera educada, distante y escueta, como correspondía a nuestras diferentes condiciones.
Aquella noche, leyendo sus diarios en mi dormitorio, conocí prácticas que nunca hubiera imaginado. Aunque comprendía que aquello debía haber sido un suplicio para la muchacha sonriente de aspecto inocente que había visto en su fotografía de bodas y sentía compasión hacia ella, no pude evitar sentirme excitado hasta el extremo de verme obligado a aliviarme con la mano hasta tres veces, las dos primeras consecutivas. Más tarde, y pese a ello, a oscuras en mi cama, me costaba dormir. La imagen de aquella muchacha sodomizada hasta las lágrimas, penetrada de manera brutal por grupos de desconocidos, o humillada, obligada al orgasmo ante otras mujeres con quienes su marido fornicaba ante sus ojos, me causaba una tremenda excitación que me hacía despertar cada poco tiempo, e incluso me provocó una polución involuntaria por la que, gracias a dios, Encarna, mi doncella, tuvo la delicadeza de no preguntarme, porque no hubiera sabido qué responder.
Aunque creo que ello se comprenderá mejor si plasmo a continuación otro de los estremecedores pasajes de aquellos diarios suyos, quizás, y aunque parezca mentira, no por ser el más sórdido, si no por haberse producido al regreso de su luna de miel, causando a la pobre un gran trastorno, y probablemente mayor dolor físico que los siguientes, porque es de suponer que su cuerpo iría habituándose a tales prácticas:
“A nuestro regreso al pazo, mi marido desapareció durante tres días con la excusa de atender sus propiedades, lo que me vino muy bien, porque así aproveché para ir conociendo al servicio, ordenar mis cosas, y hacerme una idea de las costumbres de la casa. Quería que se sintiera contento y orgulloso de su esposa.
A su vuelta, sin embargo, se encontraba en muy malas condiciones. Apenas me dirigió la palabra, y no quiso si no darse un baño y acostarse solo, lo que me causó tal disgusto que tuve que morderme la lengua para no ponerme a llorar delante del servicio, que ya me miraba con lástima.
No lo volví a ver hasta el día siguiente por la tarde, cuando me mandó llamar y acudí a la biblioteca, donde me esperaba en compañía de don Cándido, don Lesmes y don Martín, sus tres administradores, con quienes al parecer había comido, y Sebita, un joven lacayo que solía acompañarle a todas partes vestido de librea corta cada día de un color, todos ellos muy alegres.
Nada más entrar, me extrañó que los hombres estuvieran en chaleco y mangas de camisa. Al parecer, habían estado bebiendo, y conversaban muy animadamente, mi marido repantingado en un sillón con su lacayo a su lado, y los otros tres en pie, frente a él, de espaldas a la chimenea, fumando grandes cigarros y con sendas copas de coñac en las manos.
Yo no comprendía a qué venía mi presencia en aquella reunión hasta que, tras explicarme mi marido que había estado contando a sus invitados la suerte que había tenido de encontrar a una mujer adornada por tan innumerables virtudes como las mías, y que había creído percibir una cierta incredulidad en ellos, y que, para despejar cualquier duda que pudieran albergar, me había hecho llamar para que pudieran comprobarlo por sí mismos, tras lo cual, mandó a Sebita que me mostrara y este, ante los ojos de todos, comenzó a desvestirme prenda a prenda hasta dejarme tan sólo con el corsé, las medias y las ligas.
Yo en aquel momento sólo quería morirme, que me tragara la tierra y terminara aquella vergüenza. Inocente de mí, me parecía que no se podía alcanzar mayor degradación, hasta el momento en que, una vez así, les invitó a comprobar si sus afirmaciones eran tan ciertas como decía.
Los tres caballeros, como si hubieran abierto el portón de una cerca y soltado a los toros, me rodearon al momento y comenzaron a manosearme mientras comentaban la tersura de mi piel, la dureza de mis nalgas, o lo bien puestos y firmes que tenía los senos, aunque no fueran aquellas precisamente las palabras que usaban para nombrar a esas partes de mi cuerpo.
Como quiera que mi marido los animaba, sus palpaciones se hacían cada vez más osadas, causándome mucho desasosiego y agobio, porque, si bien me había acostumbrado ya al contacto de las de Blas y, aunque me pesara, hay que reconocer que le había cogido el gusto a que me tocara en esos lugares, la sensación de tantos hombres rodeándome y de tantas manos al mismo tiempo, y con tanta ansia, me provocaba una especie de ahogo, que se sumaba a ese cosquilleo que, como digo, ya me era familiar y hasta agradable.
Al cabo de un rato, aquellos caballeros metían sus dedos en todos los lugares donde cabían, y acompañaban a sus exploraciones con mordiscos y chupetones que terminaron por quitarme la vergüenza. Debo decir que verlos en aquella pugna por alcanzar las partes de mi cuerpo que se les hacían mas apetecibles, me causaba un cierto alago, así que, a medida que se animaban a hacer asomar sus vergas a través de sus braguetas, y viendo que mi marido no parecía tener reparo en ello, yo misma comencé a corresponderlos y se las agarraba y sacudía de la misma manera en que sabía que era del agrado de Blas, comprobando que también les placía a ellos, puesto que, teniendo sólo dos manos, casi podría decirse que se peleaban por que los atendiera.
Para mi sorpresa, mi marido, en lugar de sumarse a la fiesta como era de esperar, sin moverse de su asiento había sacado la suya - que era sin lugar a dudas mayor que las de mis partenaires-, y que Sebita, inclinándose se la metía en la boca del mismo modo en que yo había tenido que hacer alguna vez durante nuestro viaje, y que tenía la suya asomando por su bragueta, y Blas se la meneaba. Casi no podía verla, porque la tenía muy pequeña y la mano que la agarraba la ocultaba por completo.
Entendiendo con ello que no se consideraba descortés en ese ambiente, yo misma, hincándome de rodillas, comencé a ofrecer a los señores el mismo trato. Resultó un poco confuso puesto que, si ya lo era atender con dos manos a las tres, más se complicaba con una sola boca, pero pronto comprobé que si alternaba las tres cosas sin entretenerme demasiado más tiempo en cada uno con una que con otra, se daban por satisfechos.
Yo, aunque me esté mal reconocerlo, recibiendo tantas atenciones estaba ya sintiendo muchísima inquietud, así que, cuando me cogieron en volandas don Lesmes y don Martín, que sujetándome por los muslos tuvieron la gentileza de depositarme sobre don Cándido, con tan buen acierto que me encontré empalada por donde más me apetecía, no pude por menos que recibir su verga con mucho jolgorio, y mi cuerpo empezó a moverse casi contra mi voluntad, o al menos sin contar con ella, como ya tenía comprobado que me pasaba cuando tal cosa se encontraba en tal lugar, de manera que, con tanto sacudimiento, el roce al entrar y salir me daba mucho placer.
Y en estas estábamos, cuando don Lesmes quiso poner también la suya en caliente, y me la colocó en la boca, y don Martín, tras soltarme con mucha amabilidad -y pedirme disculpas muy educadamente-, un escupitajo en el culo, me hincó la suya entre las nalgas, causándome mucho dolor, que, sin embargo, resolvía el otro movimiento, formándose entre ambos un totum revolutum que acabó por ser más gozo que martirio.
Total, que entre los tres, cada uno por su parte pero muy bien conjuntados, me encontré sometida a un traqueteo que ni el del tren. Yo lo de tener una verga en el coño ya lo había vivido, y en el culo también, y en la boca, pero nunca hasta ese día me había visto en la tesitura de que fuera al mismo tiempo, y, por si todo fuera poco, mirando de reojo veía a mi marido, que se había sentado encima al buen Sebita, y le propinaba idéntico tratamiento que a mí me daba don Martín, y que el muchacho celebraba con muchísima alegría. Su colita, que de verga no puede calificarse a una cosa tan pequeña, tiesa como una vela, goteaba que era un no parar, y yo no conseguía quitarle la vista de encima hasta que el empuje de don Lesmes adquirió tal vigor que, al llegarme a la garganta, se me empañaron los ojos, y ya me daba igual mirar que no, porque no veía nada.
Al final, casi a la vez, noté que don Cándido se me evacuaba en el coño, don Martín en el culo y don Lesmes, de quien habría esperado que hiciera lo propio en mi boca, comenzaba a regarme la cara con su erupción, sin que los que tenía por encima y por debajo dejaran de agarrárseme con fuerza por delante y por detrás, y tuve uno de esos desvanecimientos temblorosos en que solía terminar aquel tipo de encuentros, y una de las muchachas, creo recordar que Renata, tuvo que ponerme sales para sacarme del síncope.
Así pasamos la tarde con ligeras variaciones, de modo que recibí varias veces -ni recuerdo cuantas-, las atenciones de nuestros tres invitados, las de mi marido en alguna ocasión, y hasta una vez las de Sebita, que me echó lo suyo en la cara mientras Blas se la sacudía.
Aquella noche, al acostarse a mi lado mi marido, me palmeo las nalgas diciéndome al oído que era muy buena zorra, y que estaba muy contento, y me desvanecí en el sueño con mucha satisfacción.”