Diario de una Doctora Infiel (8)

Tras la fiesta alocada, la doctora Ryan sólo puede pensar en Franco, el chiquillo de diecisiete años de quien ella se siente hembra en cuerpo y alma. Una aparente invitación, un almuerzo y la posibilidad de encontrarse con Franco nuevamente... aunque no todo es como a primera vista parece

Al día siguiente era domingo: cuando desperté, Damián ya no estaba en la cama.  Hizo las preguntas de rigor pero sólo eso y hasta podría decirse que ni siquiera pareció demasiado interesado y que por momentos era más yo la interesada en explicar que él en escuchar.  Ignoraba yo si su comportamiento al respecto se debía a que simplemente me dejaba manejarme con libertad o bien a que ya empezaba a tener una actitud resignada hacia mis excusas; de ser esto último, significaba que él ya estaba sospechando algo.  Pero bueno, bien podía ser sólo mi imaginación.

Durante los dos días siguientes no hubo novedad alguna: fui al colegio y, como siempre lo hacía, busqué tanto ingresar como salir del establecimiento estando los alumnos en clase de tal modo de evitar  los recreos para no tener que cruzarme con Franco, con los chicos de la fiesta o con la gordita.  Sin embargo siempre está la posibilidad de encontrarse con alumnos en otro contexto, por los pasillos o por el patio y, en efecto, se produjo un momento incómodo cuando me crucé imprevistamente con la gordita lesbiana.  Me guiñó un ojo y frunció los labios como imitando un beso, ante lo cual no le pude sostenerle la vista y la bajé hacia el piso.

Por supuesto que me martillaba en la cabeza la idea de llamarlo a Franco.  En una oportunidad, estando en casa, me puse a buscar su número registrado para llamarlo y fue entonces cuando recordé algo que, incomprensiblemente, había olvidado.  ¡Dios!  ¡Las fotos!  Entre tanta conmoción se me había pasado que el pendejito me había tomado algunas con mi propio celular mientras el flaco me la estaba dando por la cola.  Fui rápidamente a revisar las imágenes almacenadas en la memoria, pero grande fue mi sorpresa cuando… ¡no las encontré!  Revisé yendo para atrás, para adelante…  ¿Las habría eliminado el guachito después de tomarlas y de pasárselas a Franco?  No tenía demasiado sentido; no me cerraba para nada que fuera a tener tantos cuidados o tantos escrúpulos: no él; si hubiera sido Sebastián, podría ser.  ¿Qué había ocurrido entonces con las fotos?  ¿Las habría eliminado yo misma en alguna isla de lucidez en medio de mi borrachera?  No, no cerraba…; además, ¿cuándo?  Un escalofrío me recorrió la espalda cuando me puse a pensar que bien podría Damián haber revisado mi celular mientras yo dormía.  Pero… ¡no!  Era una locura… Y si él hubiera visto una imagen en la cual me la daban por el culo difícil era pensar que se hubiera quedado en el molde tragándose el asunto en soledad y sin ninguna reacción violenta hacia mí.  Más lógico hubiera tenido un estallido de ira o que simplemente se hubiese ido de casa.

El asunto era que ahora yo tenía un motivo más para llamarlo a Franco.  Tenía que saber si él tenía las fotos y qué iría a pasar con ellas.  Mi pesadilla no terminaba nunca: filmaciones, grabaciones, fotos… Estaba, al parecer, acorralada por todos lados.  Mi vida, mi reputación y mi profesión estaban pendiendo de un hilo que cada vez se veía más frágil y a punto de vencerse.  Llamé a Franco.  Obviamente no me contestó.  Era lógico: un verdadero macho no está disponible para quien es sólo una de entre sus muchas hembras.

Más tarde volví a intentarlo, pero otra vez sin suerte.  Me resigné y decidí no hacerlo nuevamente.  Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando en la tarde del día siguiente y mientras me hallaba yo trabajando en mi consultorio, sonó mi celular y con sorpresa vi en la pantalla que… ¡era su número!  Prontamente contesté, sin importarme que hubiera un paciente sentado al otro lado de mi escritorio: no podía dejar pasar la oportunidad.  Se me aflojó todo y creo que estuve a punto de hacerme pis encima cuando escuché su voz.

“Hola, doc, ¿cómo está?”

Irreverente, ni siquiera me preguntó si me hallaba yo en situación de poder hablar, como no importándole que yo pudiera hallarme con un paciente o bien con mi esposo.

“B… bien, Fran, vos?”

“Muy bien, doc… La llamaba simplemente porque mañana estoy con la casa libre al mediodía y tenía ganas de un buen almuerzo, al cual me gustaría que usted viniera… ¿Sabe cocinar?”

Era demasiada información junta… Vacilé un momento como sin saber qué decir y las palabras se me trabaron un poco en la boca…  La verdad es que no soy una gran especialista en cuestiones culinarias pero me defiendo.

“S… sí, algo…”

“Listo, doc, ya sabe dónde es la casa… Véngase mañana corte doce y media…”

Y no dijo nada más; sencillamente cortó la comunicación.  Me quedé como una idiota; había sido todo demasiado rápido.  Ni siquiera me dio tiempo de preguntar algo más al respecto de ese almuerzo o por las fotos, que era lo que tanto me intrigaba y me taladraba el cerebro.  Por un momento quedé con la vista ida; hasta me había olvidado del paciente a quien tenía enfrente.  De hecho, tuvo que llamarme la atención y sacarme de mi momentáneo autismo para seguirme explicando su caso.  No sé si lo escuché o no; tampoco sé bien qué le receté.  Sólo me había quedado pensando en el almuerzo.  El corazón me saltaba en el pecho por la alegría de que Franco me hubiera llamado.  Y en cuanto a las fotos… en fin, ya habría tiempo al mediodía siguiente de preguntarle al respecto, siempre y cuando mi boca no estuviese todo el tiempo ocupada ya fuese por la comida o por su preciosa verga.

No puedo describir la ansiedad ni la excitación que me embargaron durante todo el resto de ese día.  Parecía una adolescente.  Dormí entrecortado durante la noche e intercambié palabras mínimas con Damián, quien en algún momento hasta señaló el hecho de que se me veía particularmente alegre.  No recuerdo qué le dije: definitivamente mi reino era, ya para esa altura, el de las excusas.  No fue tan difícil, de todas maneras, zafar el jueves al mediodía.  No hicieron falta tantas excusas pues era habitual que Damián no se hallase en casa en ese momento del día; aun así y sólo por las dudas, me encargué de llamarlo y aclararle que no estaría en casa hasta pasada media tarde, no fuera a ser que él regresara imprevistamente antes de tiempo y le diera por extrañarme.  Pobre Damián.  Me daba lástima; yo ya no sabía bien cuál era el lugar que él ocupaba en mi vida.  Pero, de manera paradójica, esa lástima convivía con la galopante adrenalina que me producía la relación con Franco y, creo yo, la alimentaba.  Suena muy morboso, lo sé.  ¿Pero qué puede no sonar morboso al lector para esta altura de mi relato?

Me dirigí hacia el consultorio, que ya para ese entonces se había convertido en algo así como mi bunker: el lugar en el que Diana Prince pasaba a ser la Mujer Maravilla, si bien en la ficción tal lugar no existía.  Mis transformaciones ocurrían allí.  Franco no me había dicho nada al respecto, pero yo quería usar con él y para él mi conjunto de lencería nuevo así que me dediqué a colocármelo cuidada y meticulosamente.  El sostén, las medias de red, el liguero, el faldellín.  Cuando me vi al espejo volví a ver una hembra…, una hembra apetecible y lista para ser cogida cuando su macho lo dispusiese y del modo en que él lo decidiera.  Me giré y me miré la media cola descubierta: un encanto; no pude evitar sobármela a mí misma y, en un gesto reflejo, me mordí el labio inferior e imaginé que era Franco quien me la sobaba.  Me maquillé y me perfumé por todos lados.  ¿Qué me pondría por encima?  ¿Chaqueta, blusa y falda?  No, mejor guardapolvo.  Sí, sé que no se veía demasiado romántico para una cita ni erótico para una maratón sexual pero era la mejor forma de pasar desapercibida.  Cualquiera espera que una médica se mueva con un guardapolvo y, en todo caso, era de imaginar que la prenda caería muy rápidamente al suelo una vez en casa de Franco.

A medida que iba llegando a la casa, el corazón me fue latiendo cada vez más aprisa.  Me tembló la mano al tocar el portero y me regresó la sensación de estar a punto de hacerme pis encima cuando escuché la voz de Franco.  Un segundo después la puerta se abría y yo entraba en la casa.  Me encontré con una sala de estar amplia: una especie de living comedor.  Quedé allí, de pie, sin tener demasiada idea de cómo actuar o de qué vendría a continuación.  Recién entonces recalé seriamente en la locura que era todo aquello.  Me hallaba en la casa de un chico de diecisiete años a quien había revisado en el colegio.  ¿Y qué garantía podía yo tener de que realmente sus padres no estuvieran allí o de que no fueran a caer de un momento a otro?  En tales pensamientos estaba yo inmersa cuando escuché el sonido de pasos acercándose y, por un momento, tuve miedo: hasta pensé en ocultarme, pero… ¿dónde?  Por suerte mi temor era infundado.  Quien apareció entrando desde el otro extremo de la sala era Franco… El macho más hermoso en el mundo entero, mi macho…

Mis ojos, demás está decirlo, se iluminaron al verlo.  Se detuvo a unos metros de donde yo estaba y, en un acto casi mecánico, dejé caer el guardapolvo a mis pies.  Su rostro se mostró agradablemente sorprendido y me complació sobremanera obtener el efecto deseado.

“Epaaa, doc, cómo se me vino eh… Parece que le gustó el conjuntito ése ”

De pronto me sentí en la gloria, como si comenzara a recuperar el lugar perdido, el lugar que, temporalmente, me había sido arrebatado por esa vendedora trolita.  ¿Y qué mejor venganza que asistir a la cita con el conjunto de lencería que ella misma me preparó?  Afuera, chiquita, te faltan muchos años… Franco es mío: mi macho.  Y no pienso perderlo ante una rubiecita idiota con aires de presumida.

Franco caminó hacia mí y yo lo hice hacia él.  Al llegar al encuentro le eché los brazos al cuello y lo besé en los labios.  Hubiera esperado de su parte una respuesta más fogosa o, al menos, entusiasta.  Aceptó el beso y me lo devolvió pero fue sólo un piquito de labios.  Casi de inmediato se desembarazó del abrazo que yo le daba: no fue que lo hubiera hecho con brusquedad; por el contrario, lo hizo muy delicadamente, pero me descolocó un poco…

“Vamos para la cocina” – me instó, acompañando sus palabras con un cabeceo.

Seguí sus pasos a través de la sala y, mientras lo hacía, pensaba que, después de todo, Franco bien sabía cómo hacer las cosas.  Más que probablemente lo que estaba haciendo era no dejar que la ansiedad se apoderara del momento; preparar la escena, el almuerzo juntos y después… en fin, las cosas se disfrutan más cuanto más se ha esperado por ellas y más todavía si se ha sufrido la espera.  Sí, ése debía ser el plan sin duda: Franco siempre sabía cómo actuar.  Estaba manejando los tiempos.

La cocina era un ambiente alargado con una pequeña ventanita seguramente destinada a pasar la comida que fuera saliendo; algo que había visto más en las telenovelas que en la vida real.   Sobre la mesada se hallaban diseminados un pan de manteca, un paquete de harina y otro de ricota, así como un par de atados de espinaca y algunos otros vegetales.

“¿Cómo te llevás con los canelones?” – me preguntó.

“Bien” – asentí, sonriendo y sin mentir en absoluto.  La verdad es que tengo una cierta mano para las pastas así que las cosas marchaban bien para mí.

“Perfecto – acordó él, también sonriendo -, acá tenés todo lo que necesitás –; se inclinó y giró la perilla del horno para encenderlo -.  Cualquier cosa que precises, decime.  Yo me voy encargando de preparar la mesa…”

Preparar la mesa, pensé para mí misma.  Verdaderamente todo parecía ir sobre rieles.  No se podía pensar en una jornada más romántica.  Quizás después de todo Sebastián se había equivocado con eso de que Franco nunca se enamora de nadie.  O bien (y arriba mi autoestima) yo era la responsable de un cambio importante en la actitud del joven.  De cualquier modo que fuese, lo cierto era que estaba yo ante lo que seguramente sería una jornada única e inigualable, de ésas en las que una lo que menos se pregunta es si se irá a repetir: vivir el momento es ya de por sí una dicha…

Me dediqué, sobre una tabla, a picar cebollas para acompañar el relleno, así que mis ojos comenzaron a lagrimear: era una paradoja porque yo estaba terriblemente feliz.  Alguna vez recuerdo haber leído que la comida es la forma que tenemos las mujeres de penetrar al hombre que amamos, lo cual en parte compensa el hecho de que ellos pueden penetrarnos a nosotras pero nosotras a ellos no.  Creo que era en el libro “Como Agua para Chocolate” de Laura Esquivel; no importa: el asunto es que desde entonces para mí siempre la comida quedó unida a un fuerte componente sexual.  Y yo estaba cocinando para Franco; no podía haber felicidad mayor que la de cocinar para mi macho.

En eso sentí un roce desde atrás y di un respingo.  Al girar la cabeza me encontré con el pendejo hermoso; no puedo describir cómo me puse al sentir el roce de su bulto contra mis nalgas.

“Para que no se ensucie tan linda ropita, doc” – me dijo y, en ese momento, noté que me cruzaba un lazo alrededor de la cintura y me dejaba pendiendo por delante un delantal de cocina.  No supe si lo que dijo fue en serio o una humorada porque la realidad era que el delantal casi no tapaba ropa alguna ya que caía allí donde mi concha aparecía descubierta: en todo caso, sólo tapaba mi sexo.  Broma o no, acepté el cumplido, por supuesto, y al girar la cabeza hacia él, encontré su rostro tan cerca del mío que no pude reprimir darle un beso.  Beso corto: piquito.  Tal como él lo había hecho conmigo al llegar.  Si ése era su juego, a seguirlo.  Seguiría a Franco adonde fuese… y adonde me llevase.

Él me propinó una palmada en la cola que me hizo erizar la piel de todo mi cuerpo desde los tobillos hasta la nuca.  Y pensar que hasta un día antes yo temía haberlo perdido para siempre, pensando que ya nunca volvería a estar con él en una situación íntima.  Cuando él se marchó nuevamente hacia la sala de estar llevando algunas copas, me quedé pensando en lo opaca que era mi vida matrimonial: no podía comparar ni mínimamente la sensación de estar allí, cocinando para un macho que me hacía sentir verdaderamente como una hembra, al trámite casi tedioso y burocrático de hacerlo para Damián como lo hacía habitualmente.  Cierto era que yo no me había dado cuenta de nada de eso hasta entonces, pero allí, picando cebollas en la cocina de la casa de Franco, me di cuenta de lo apagada y poco excitante que era mi vida.

De pronto se me paró el corazón.  Sonó el timbre.  Un súbito temblor se apoderó de todo mi cuerpo.  Como un acto instintivo, eché un vistazo a toda la cocina en procura de hallar alguna salida de emergencia.  Sólo había una puerta  que, aparentemente, parecía conducir a un patio trasero; a través de los cristales logré distinguir una cucha de perro, lo cual hacía pensar que una rápida salida por allí no sería quizás la mejor alternativa.  Pero, ¿cuál era?  ¿Quién cuernos había llegado?  ¿Alguno de los padres de Franco estaría de vuelta prematuramente?  No, no había por qué ser tremendista.  ¿Por qué no podía ser, simplemente, un proveedor de agua o alguien por el estilo?  Llegó hasta mis oídos el sonido de la puerta al abrirse: Franco había ido a hacerlo personalmente en lugar de accionar la apertura como lo había hecho conmigo.  Ello podía implicar menos confianza o, tal vez, mayor atención.  Yo seguía de pie junto a la mesada, con el rostro blanco por el pánico.  El cuchillo permanecía en mi mano, tan inmóvil como la cebolla que se hallaba en la otra.  Escuché ruido de tacos y, casi de inmediato, una voz femenina que sonó despreocupada y juvenil.

“¡¡¡Franquito, mi divino!!!” – exclamó.

¿Una hermana tal vez?  Ojalá fuera así aunque… ¿qué estaba diciendo?  Si una hermana de Franco había entrado en la casa, ¿cómo iría yo a lucir ante ella con un conjunto de lencería con ligueros y con un faldellín corto que dejaba al descubierto cola y vagina?  Por otra parte…, esa voz me resultaba conocida… y por alguna razón penetró en mis oídos con una reminiscencia chocante.  Escuché después el sonido de un beso.  Tranquila, Mariana, se deben haber besado en la mejilla, aun cuando el “muack” haya sonado tan efusivo.  Durante unos segundos se intercambiaron algunas risas y palabras que se me hicieron ininteligibles.  Esa voz, esa voz… ¡Claro, eso era!  Pero no, no podía ser… De pronto pude oír los tacos de la reciente visita que venían claramente en dirección a la cocina; algo más ahogados por  debajo se escuchaban los pasos de Franco.  Seguían riendo jocosamente.  Sí, sí, era la voz, estaba claro… Pero… ¡No!  ¡No podía ser! ¡No podía ser! ¡No…!

“Bueno, llegó la invitada al almuerzo” – sonó a mis espaldas la voz de Franco.

Giré la cabeza por sobre un hombro, sólo para hallarme ante la triste realidad de que mis peores presunciones eran ciertas.  Quien estaba prácticamente colgada del cuello de Franco luciendo en su rostro una sonrisa terriblemente odiosa, no era otra que… la vendedora…

Me sentí demolida.  Bajé la vista hacia la cebolla picada como si yo fuera una nena a quien han puesto en penitencia.

“¡Hola, amor!” – me saludó ella efusivamente - ¿Cómo estás, tanto tiempo?”

Se acercó por sobre mi hombro y, al girarme, vi que tenía los labios fruncidos hacia el aire a la vez que me enseñaba su mejilla en clara espera de que la besase.  Desagradable actitud, por cierto, la de esa gente que al saludar no te besa sino que espera que lo hagas.  A mi pesar, lo hice.

“¡Veo que te gusta el conjuntito que te armé! – dijo, manteniendo el tono jocoso y festivo -.  ¡Hasta para cocinar lo usás, jaja!  Ah, hablando de eso, ¿qué nos estás haciendo de rico?”

“Nos está por preparar unos canelones que estoy seguro de que van a estar muy pero muy buenos” – intervino Franco, adelantándose a mí en la respuesta.

“Mmmmm… - hizo gesto de relamerse -.  Me en-can- tan los canelones.  ¿Salsa blanca, filetto, bolognesa, parisienne?” – parecía una ametralladora.

“Blanca…” – respondió Franco sin que pareciese haber posibilidad de que yo metiera bocado alguno en la conversación; de cualquier modo, no tenía el más mínimo interés en responder a las pregunta de esa putita.

“Mmmm… me gusta más la parisienne, pero la blanca también va como piña – dijo la turrita mientras yo me preguntaba quién carajo le habría pedido su opinión -.  Bueno, amor, no te quiero molestar.  Te dejamos cocinando… Nos vamos al comedor con Franco, ¿sí?” – remató sus palabras con una palmadita en mis nalgas semejante a la que antes me había propinado Franco pero a la que sin embargo sentí como infinitamente más humillante y, para esa altura, no me quedaba la menor duda de que ésa había sido su intención.  Vencida, vi de reojo cómo, muy íntimos los dos, se marchaban hacia el comedor, enfundada ella en un hermosísimo y ceñido vestido corto de color violeta bien oscuro y luciendo unas sandalias de taco y unas medias de red que eran un encanto.  La puta sabía vestirse; no cabía duda.

En el momento en que volví a quedar sola en la cocina, mis ojos se llenaron de lágrimas, pero esta vez no eran por la cebolla.  Eran lágrimas de dolor, de angustia, de rabia y de impotencia… ¡Pendejo de mierda!  ¡La había invitado!  ¿Con qué finalidad me había convocado entonces?  ¿Sólo para cocinarles?  Claro, pelotuda, pensá bien; acordate: ¿en qué momento te dijo que te invitaba a almorzar?  Lo que él te dijo fue que le gustaría que vinieras… y ahora quedaba en claro a qué: a cocinar, tal vez a servirles la mesa.  La cabeza comenzó a darme vueltas; me sentí mareada.  Las palabras de Sebastián restallaron en mi mente como latigazos: “no te enamores de Franco…, no te enamores de Franco…, no te enamores de Franco”.

Me quedé allí, ganada por la impotencia, la vista perdida entre los ingredientes.  ¿Y si la envenenaba?  ¿No era ésa, después de todo, una oportunidad única para sacármela de encima?  Tal pensamiento, al que ahora veo como terriblemente delirante, me asaltó con tal fuerza que se apoderó de mí por unos segundos y hasta eché un vistazo en derredor y recorrí las alacenas tratando de encontrar algo que fuera medianamente tóxico.  Por suerte, el sentido común volvió a mí.  ¡Qué locura!  ¿Adónde había llegado?  Estaba pensando en asesinar a una jovencita vendedora de tienda sólo por los celos que me despertaba un chiquillo de… diecisiete años.  O yo ya no era yo… o estaba definitivamente enferma, lo cual sonaba tremendamente paradójico siendo doctora.  Estaba obvio que ya no tenía más control sobre mí misma.

Volví la vista hacia la mesada y retorné a mi labor.  Acudió una vez más a mi cabeza aquel libro de Laura Esquivel.  Si aquello era para mí una derrota, buscaría al menos sacar el mejor resultado posible: la comida era mi forma de entrar en Franco, en mi macho, aunque cierto era que lo que hasta algunos instantes antes se presentaba casi como un premio mayor,  quedaba ahora sólo reducido a un pobre premio consuelo.

Mientras me dedicaba a preparar los canelones y la salsa, llegaban a mí cada tanto sus juveniles voces y sus risas invadiendo la casa.  A veces el sonido inconfundible de algún beso… y ya no eran piquitos: eran besos de lengua; estaba bastante claro.  Y, a veces, se prolongaban por largo rato.

Cuando finalmente llegué al comedor llevando la fuente con los canelones, la odiosa jovenzuela aplaudió.  Estaba, en ese momento, sentada sobre el regazo de Franco y con los brazos alrededor de su cuello (no puedo poner en palabras el odio que me generó), pero corrió presurosamente a ocupar su lugar en la silla opuesta a la de él.  A propósito, sólo había dos sillas: si alguna duda me quedaba aún de que yo no estaba invitada al banquete, definitivamente se me despejó.  La aborrecible pendeja no hacía más que echarle a Franco miradas pícaras e insinuantes.  La mesa estaba preparada como para agasajar a alguien especial, demasiado lujo para semejante chirusa: fino mantel, servilletas bordadas, copas, botella de merlot…; a Franco parecía no habérsele escapado ningún detalle y, una vez más, sorprendía que tan sólo tuviera diecisiete años.  Lo que sí me pareció un detalle algo absurdo e innecesario fueron unas velas que no tenían el menor sentido tratándose de un almuerzo y estando, por lo tanto, a plena luz del día.  De cualquier modo, estoy segura que de haber sido yo la invitada agasajada en aquel banquete (la que precisamente hasta algún rato antes yo había creído ser) el detalle de las velas me hubiera encantado.  Pero dadas las nuevas circunstancias, sólo me pareció arrojarle margaritas a los chanchos.  Fui a la cocina nuevamente para traer la ollita con la salsa y, al regresar una vez más al comedor, pasé muy cerca del hombro de la odiosa vendedora y volví a tener un instante de locura muy semejante al que tuviera momentos antes en la cocina cuando había pensado en envenenarla.  Estuve sólo a una fracción de segundo de descargar el contenido de la olla sobre ella y, en lo posible, quemar su hermoso rostro.  ¡Qué feliz me hubiera sentido de poder hacerlo!  Pero, por otra parte, bien sabía yo que, de hacer algo así, no sólo me hallaría ante un entuerto muy pero muy difícil de resolver sino que, además, y más importante aún, era más que probable que nunca volviera a ver a Franco en mi vida: para ese entonces, tal posibilidad constituía para mí un castigo infinitamente mayor que terminar en la cárcel o ver mi matrimonio destruido.

Coloqué, por tanto, la olla de la salsa sobre la mesa y reprimí cualquier instinto asesino.

“Servinos” – me dijo Franco en tono de orden; le dirigí una mirada de hielo pero él no me miraba: se la pasaban mirándose entre ambos como dos bobalicones adolescentes (en alguna medida lo eran).

Caminé alrededor de la mesa a los efectos de ir a servirle el plato a Franco:

“Primero las damas” – me frenó él en tono sereno pero a la vez de reprimenda.

Giré la vista hacia ella.  Le estaba soplando un beso.

“Sos un divino – le decía -.  Todo un caballero”

Dama y caballero.  Tales eran los lugares que se asignaban mutuamente.  Una rabia incontrolable se apoderó de mí al pensar que él nunca me había visto a mí como a una dama, sino como a una hembra, una perra en celo.  Por supuesto que eso me excitaba y, de hecho y como antes dije, constituía una experiencia absolutamente nueva en mi vida ya que nadie nunca me había hecho sentir así.  Pero de todas formas el que tratara con tanta pleitesía a aquella chiquilla no dejaba de llenarme de celos y de odio.  Tragué saliva.  Haciendo de tripas corazón, volví junto a la muchacha y le serví sus canelones para luego decorarlos por encima con la salsa y con queso rallado.

“Gracias, amor” – me dijo ella, volviendo a propinarme la palmadita de felicitación en la nalga que yo tanto odiaba cuando venía de parte de ella.

Me aprestaba, ahora sí, a ir hacia Franco, pero otra vez una orden de él me detuvo:

“Vino – me dijo -, servile vino”

“Hmmm, me querés borrachita me parece, jaja… - rió ella -.  ¿Qué pensás hacerme?  ¿Te vas a aprovechar de mí?”

“No te voy a hacer nada que vos no quieras que te haga” – respondió él guiñándole un ojo mientras el mayor de los odios me carcomía por dentro.

Ella entornó sus ojos y frunció la boca imitando un maullido o algún sonido felino que no llegó a ser emitido.  Le serví el vino tal como me había sido ordenado y me volvió a agradecer con la palmadita en la cola; cada vez lo hacía de manera más atrevida ya que ahora, al retirar la mano, lo hacía deslizándome un dedo por la zanja entre ambas nalgas.  Más humillación, imposible.  O, al menos, eso creía yo para ese entonces.

Giré alrededor de la mesa y fui a servirle a Franco del mismo modo en que lo había hecho previamente con la putita.  No hubo esta vez palmada de agradecimiento y, en ese caso, me molestó que no la hubiera: de Franco sí que me complacía recibirla.  Pero la situación realmente incómoda llegó cuando ya ambos estaban debidamente servidos y prontos a dar cuenta de su almuerzo.  ¿Qué debía hacer yo?  ¿Irme?  ¿Volver a la cocina?   ¿Permanecer en el lugar a la espera de nuevas órdenes?  Ciertamente no había nada acordado de manera previa y ambos, especialmente Franco, parecían moverse como dando ciertas cosas por tácitas.  Pero, ¿qué era lo tácito?  Ni se me ocurría ni daba para preguntar.  Permanecí allí, a un costado de la mesa, de pie y con ambas manos caídas sobre el delantal que Franco me había puesto.  Nadie me miró siquiera.  No había orden ni de quedarme ni de retirarme.  Miré durante un rato impávidamente cómo comían; Franco dio cuenta de su plato en primer lugar y me dirigí presurosa a servirle nuevamente.  Él no manifestó ninguna negativa al respecto sino que, simplemente, me dejó hacer mientras seguía mirándose y charlando de bueyes perdidos con la chica.  De a ratos la conversación tomaba un cariz decididamente sexual, aunque siempre con un cierto doble sentido o tono de insinuación.  Cuando ella hubo acabado con su plato me dirigí a su lado pero, sin siquiera mirarme, hizo con la mano un gesto de ya estar satisfecha; por el contrario, me acercó la copa para que le sirviera vino nuevamente.  Sólo unos instantes después hice lo propio con la copa de Franco.  Y a medida que el vino bajaba por sus gargantas, la conversación subidita de tono volvía y volvía… Y cada vez iba perdiendo más su carácter figurado para entrar en un lenguaje más explícito en la medida en que el alcohol iba borrando en ambos todo posible vestigio de inhibición.

“Pero decime la posta – le decía Franco -.  ¿Con cuál de las dos disfrutás más?”

“Mirá…, si me tengo que quedar con una prefiero obviamente chupar el pito y no que me chupen la conchita a mí – explicaba ella con sorprendente desenfado -, pero eso debe ser porque todavía no encontré al tipo que sepa chupármela realmente bien…”

Cerró su explicación echando una mirada a Franco de soslayo, como con picardía.  Qué conversación desagradable, por Dios… Estaban hablando de sexo oral en la mesa y lo hacían como si yo no estuviera allí o, peor aún,  como si ni siquiera existiese.  Franco permaneció cavilando y acariciándose el mentón, como si meditara sobre la respuesta de la joven.

“Ahora, digo yo… - dijo finalmente -.  ¿Será cierto eso que dicen de que quien realmente chupa bien la pija es un travesti?  ¿Que una vez que uno se la dejó mamar por uno de ellos ya no quiere saber nada con que se lo haga una mina?”

“Mmmmm… no sé – dijo ella revoleando los ojitos y dando un sorbo al vino mientras sus labios dibujaban una ligera sonrisa -.  Usted sabrá…”

“Jaja, no, pará… jamás me la hice mamar por un tipo y no sé si me bancaría ésa… Sólo me quedé pensando en eso porque lo que dicen es que sólo alguien que tiene pito sabe cómo hacer gozar a alguien que tiene pito…”

“Hmm… sí, puede ser – asintió ella, haciendo bailotear la copa en su mano girándola alternadamente a un lado y a otro -.  Bueno, del mismo modo dicen que quien verdaderamente sabe hacer gozar a una mujer con el sexo oral es una mujer…”

“Ajá, mirá qué interesante – apuntó Franco, abriendo grandes los ojos -.  Es cierto: alguna vez escuché eso.  ¿Y vos pensás que es así?”

“Jaja, ni idea… Jamás me la chupó una mina… y no sé si me la bancaría yo tampoco”

“¿Nunca, nunca, nunca?” – indagó Franco, como si desconfiara de la respuesta.

“Nunca, nunca, nunca” – respondió ella entornando los ojos como si le diera a sus palabras un tono catedrático.

Tras la respuesta. Franco permaneció pensativo nuevamente durante algunos segundos; luego habló:

“¿Y no te da curiosidad probarlo?”

Ella tosió, justo en el momento en que estaba sorbiendo un trago de vino; por un momento se ahogó.

“¡No! ¡Ni ahí!  ¿Qué decís, Fran?”

“Hmm, nada, sólo que me parece que no tiene sentido reprimirse y no intentar cosas que en una de ésas te puedan dar placer.  ¿Qué se pierde con intentarlo?”

“Hacete chupar la pija por un travesti y yo me hago chupar la cachucha por una mina” – le retrucó ella, volviendo a llevarse la copa a sus labios y ya recuperada de su momentáneo ahogo.

“Bueno… - dijo él -.  Pero travesti acá no tenemos… En cambio mina sí…”

Por primera vez en mucho rato clavó su vista en mí y puedo jurarles que fue como si me hubieran dado con cien dardos envenenados a lo largo de todo mi cuerpo.  Ella giró su cabeza y también me miró.  Yo no podía creer lo que oía.

“¿Te chifla el moño, lindo? – replicó ella -.  Estás loco, ni en pedo…”

“Bueno, no digas tanto como ni en pedo, jaja… En pedo tal vez sí.  Cuando tengas encima un par de vinos más, te pregunto, je”

Ella dejó la copa a un costado.

“Pero, pendejo de mierda, ¿qué te pasa?   No voy  a dejármela chupar por ella, así que andá sacándotelo de la cabeza”

Franco volvió a mirarme.  Parecía divertido.  Yo, avergonzadísima, bajé la cabeza una vez más.

“¿Usted qué dice, doc? – me preguntó -.  ¿Será verdad eso que dicen?”

Yo sólo quería que la tierra me tragase.  Aun así, traté de mantener la mayor entereza posible, la cual nunca podía ser mucha si se consideraba que estaba sirviéndoles la mesa a dos adolescentes vestida con lencería erótica.  Tragué saliva y me aclaré la voz para contestar:

“N… no sé… Nunca me lo hicieron”

Era la primera vez que me pedían una opinión en la noche y, cuando finalmente ello ocurría, era para solicitar mi parecer sobre las potencialidades del sexo oral entre mujeres.  Cruel, irónico e increíble.

“Pero sí la chupaste, ¿no?” – inquirió Franco.

Touché.  Eso sí que fue una daga.  De pronto acudió a mi cabeza el recuerdo de la gordita lesbiana en el colegio y quedaba más que claro que ella le había contado la experiencia a Franco con lujo de detalles.  Me puse de todos colores.

“S… sí” – admití, con la cabeza gacha.

“¿Qué, qué, qué?  ¿Cómo es eso???” – cacareó la jovencita, depositando la copa sobre la mesa con tanta fuerza que no sé cómo no se rompió.

Me quedé en silencio.  Aun en el caso de que le quisiera contar algo a la rubiecita de mierda, las palabras no me saldrían…

“Contale” – me impelió Franco.

¿Era necesaria tanta humillación?  Las lágrimas estuvieron a punto de acudir nuevamente a mis ojos, pero las contuve.  Sabía que, dado el morbo con que se complacían en humillarme, el llorar sólo sería otro triunfo más para ellos… Me aclaré la voz nuevamente.  Cuando hablé lo hice muy bajito y no tanto porque así lo quisiera sino más bien porque mi voz sólo brotaba en la forma de un hilillo muy débil, como si estuviera disfónica, tal el grado de conmoción en que me hallaba.

“Bueno…, una compañera de Franco… - dije – me… obligó a chuparle la… concha”

“¿Queeeeé??? – aulló la muchacha -. Noooo, no, no, querida, no me vengas con ésa… ¿Cómo que te obligó?  Si ella te dijo que le chuparas la concha y vos lo hiciste fue porque quisiste, amor…”

Rabia.  Odio.  Impotencia.  Mis puños se crisparon.  Sólo tenía ganas de golpear a esa atorranta.

“Bueno, pero a ver… paren, vamos al asunto – intervino Franco -.  Ella lo disfrutó, ¿no?”

Por un momento me quedé dudando acerca del verdadero sentido del comentario.  No llegaba a captar si Franco se había referido a mí en tercera persona y estaba, por lo tanto, sugiriendo que yo había disfrutado al practicarle sexo oral a la gordita o bien me estaba haciendo una pregunta y en ese caso se refería a si la gordita había gozado cuando yo se la chupé.  Al dirigir hacia él una tímida mirada por debajo de mis cejas pude ver que me estaba mirando; deduje, por lo tanto, que era la segunda opción: me estaba preguntando a mí.

“Yo… no sabría decirlo, pero… me dio la sensación de que sí…” – contesté.

“¿Qué sí qué?” – indagó Franco.

“Que… s… sí, ella lo go… gozó”

Franco sonrió satisfecho.  Levantó su copa en señal de triunfo y dirigió a la muchacha una mirada como de suficiencia.

“Yo… no pienso probarlo” – afirmó ella firmemente.

“Eso está por ver- se” – replicó Franco, resaltando bien las sílabas y dejando escapar un gesto levemente perverso.

“Jaja… ¿Qué?  ¿Me vas a hacer torta a esta altura?”

Franco me miró a mí, sonrió, chasqueó los dedos en el aire y me hizo una clara señal con el dedo índice:

“Vaya debajo de la mesa, doc… Dele una demostración práctica a esta chica que no se convence”

La joven abrió los ojos tan grandes que estuvieron a punto de escapársele de las órbitas.  Apoyó con firmeza las palmas de sus manos sobre la mesa.

“¡Fran! – aulló -.  ¡Pará un poco! ¿Qué te pasa???”

Se la veía tan furiosa que hasta llegué a pensar en la halagüeña posibilidad de que se marchase de allí.  Quizás, a la larga, todo tuviera su premio para mí.  Él no le contestó.  Mantuvo siempre su sonrisa de autosuficiencia y luego de haberla mirado de soslayo, volvió la vista hacia mí.  Señaló una vez más con el dedo índice debajo del mantel y dio un ligero cabeceo como para impelerme a cumplir con lo que me había sido requerido.  Yo ya no podía creer nada.  Sentía como si un millón de hormigas estuvieran moviéndose por sobre mi cuerpo y lo fueran devorando.  Eché una mirada hacia la chica, quien ahora me miraba con una mezcla de incertidumbre y terror.  Seguía abrigando la esperanza de que se marchara ofendida, pero seguía allí.  Sin más, me coloqué a cuatro patas y desaparecí por debajo del borde del mantel.  Gateé por debajo de la mesa y me hallé entre medio de ambos.  De un lado, tentador, se veía el bulto de Franco: cuántas ganas de bajarle el cierre y chupárselo.  Pero no, mi atención tenía, increíblemente, que estar concentrada al otro lado, donde se extendían un par de (hay que reconocerlo)  hermosísimas piernas, enfundadas en preciosas medias de micro red, entre las cuales, por debajo del cortísimo vestido, se adivinaba o, diríase, hasta se entreveía el montecito del sexo de la joven.  Yo no podía hacer lo que Franco me había pedido y, sin embargo, sentía paradójicamente que tenía que hacerlo justamente porque era él quien me lo pedía.  Mi macho es quien decide; no yo…

Ella, con evidente pudor, cerró sus piernas al momento en que supo que yo estaba bajo la mesa.  La aferré por la parte exterior de los muslos y deslicé las palmas de mis manos a lo largo de ambos hasta llegar adonde las medias terminaban para allí sentir el contacto directo de su tersa piel y luego introducirlas por debajo del corto vestido; noté que la piel se le erizó e, incluso, como un reflejo mecánico, levantó un poco una de sus piernas y la punta de su sandalia se estrelló contra mi abdomen.

“No, no, no…” – la escuchaba decir.

“Shhh, tranqui… - la calmaba Franco -.  Dejá trabajar a la doctora que conoce bien su trabajo”

El comentario de Franco, si bien, como tantos otros, buscó degradarme y de hecho, lo logró, tuvo también un segundo efecto en parte contradictorio con el primero.  En ese momento recordé el modo en que había sido humillada por la vendedora en el probador de la tienda en presencia de Franco.  Pues bien, ahora era él quien, de algún modo, me la estaba entregando y la llamaba a someterse.  Ello me produjo una cierta excitación rayana en el revanchismo. , aun cuando se me estaba pidiendo algo tan degradante como que le practicase sexo oral a una jovencita veinteañera.  Ella mostró algo de resistencia y se retorció en la silla tratando de dificultarme el que yo llegara con mis manos hasta su tanguita, pero no pudo evitarlo: una vez que atrapé el borde del elástico, jalé de la prenda hacia mí y en cuestión de segundos la dejé sin tanga.  La joven parecía estarse debatiendo entre la resistencia y la atracción por lo nuevo; de hecho, noté que levantó un poco una de sus piernas para facilitarme hacer correr la prenda íntima a lo largo de ella hasta quitársela por completo.  Listo, nena, ¿quién desviste a quién ahora?  Apoyé las palmas de mis manos sobre sus rodillas y empujé hacia los costados a los efectos de separarle las piernas.  Pero la jovenzuela no estaba aún del todo dispuesta a la rendición y, aparentemente, quería vender cara su derrota.  Así, en el exacto momento en el cual yo comenzaba a llevar mi cabeza a través de sus piernas abiertas en pos de alcanzar su vulvita, volvió a cerrarlas de tal modo que sus rodillas se estrellaron con fuerza contra mis oídos; por un momento sólo escuché un sordo zumbido y hasta perdí sentido del equilibrio.  Me repuse, sin embargo, bastante rápidamente.  Bien, nena, ¿querés guerra?; la vas a tener entonces putita.  Mientras me mantenía el rostro aprisionado con sus rodillas sin permitirme ir ni hacia atrás ni hacia delante, deslicé las manos a lo largo de la parte posterior de sus muslos nuevamente por debajo del vestido; la tomé por las nalgas aprovechando que tenía las piernas un poco levantadas y busqué con mi dedo mayor el orificio anal hasta encontrarlo.  Se lo introduje sin piedad y jugueteé un poco ahí adentro; llegó a mis oídos una exclamación en forma de jadeo a la vez que la presión de sus piernas cedía: era como que sus defensas habían caído de algún modo.  Apenas separó un poco las piernas, supe perfectamente que ése era mi momento y que no debía dejarlo pasar: como si se tratara de un torpedo arrojé mi rostro contra su conchita que se ofrecía allí, generosa, y entré con fuerza en su rajita haciéndole lanzar un nuevo aullido, superior a cualquier otro que le hubiera escuchado proferir hasta ese momento.

Volvió a intentar cerrar sus piernas y, de hecho, mi cara volvió a quedar atrapada pero esta vez entre sus muslos a la vez que mi lengua hurgaba y hurgaba.  Su resistencia sólo logró excitarme.

“¡Epaaa! ¿Qué pasó?” – escuché exclamar a Franco, obviamente satisfecho al ver la reacción de la chica.

El saber que yo estaba ayudando a Franco a conseguir lo que quería, me estimuló todavía más.  Y fui aun más y más adentro de su sexo arrancándole aullidos cada vez más placenteros.  Sí, nena, así, voy a hacerte acabar.  En eso ella depositó una mano sobre mi cabeza y la empujó aún más hacia su vulva.  Era la confirmación de que la resistencia estaba vencida e iba dejando cada vez más lugar al gozo y al placer.

“Mmmm…. Qué bueeeeenoooo… sí, amor, así, así…”

Su entrega era, en buena medida, mi triunfo, pero a la vez no me gustaba del todo el que la puta recuperara el control.  La fuerza con que me apretaba la cabeza parecía ser una muestra de ello.  Quizás haya sido para compensar eso que fui con mi dedo un poco más adentro de su cola.  Dio un respingo como si le hubieran aplicado una picana eléctrica, levantó sus caderas un poco de la silla y al dejarse caer nuevamente, mi dedo fue todavía más adentro del orificio arrancándole un largo gemido que mezcló dolor con placer.

“¿Viste que te dije? – preguntaba Franco en tono mordaz y paladeando, seguramente, su triunfo -.  Ya me habían dicho que la doctora era muy buena”

El comentario me humilló y me calentó a la vez y, de todos modos, si había algo cierto era que, quizás por las circunstancias, yo estaba esta vez gozando mucho más que lo que lo había hecho con la gordita.  En un momento la putita se empezó a mover compulsivamente: subía y bajaba sobre la silla y a cada caída se enterraba un poco más mi dedo en su cola.  Sus piernas se agitaron y sus pies se estrellaron varias veces contra la parte de abajo de la mesa; lo supe por el insistente y frenético golpeteo.  Sabía que la yegüita estaba llegando al orgasmo, así que intensifiqué el trabajo con mi lengua trazando, cada vez a mayor velocidad, círculos dentro de ella, a la vez que mi dedo hacía lo propio dentro de su cola, incrementando el ritmo en la misma forma.  Ya estaba rendida: sólo gemía, aullaba, gritaba…, pasó al alarido.  Hasta que llegó el último.  Un quejido intenso y prolongado, entrecortado en el medio, anunció que la turrita estaba teniendo su orgasmo.  Yo, mientras tanto, me dediqué a saborear sus líquidos con fruición y me sorprendí a mí misma disfrutando por hacerlo.  Extraño: mi primer momento de auténtico placer con una mujer lo estaba teniendo con una mina a la que odiaba; cuán raros e imprevisibles pueden ser a veces los caminos del goce.

Ya hacía un rato que ella había acabado pero lo cierto era que no me liberaba.  Yo seguía, allí, con mi rostro atrapado entre sus piernas como si se tratase de un sándwich; nunca dejó, por otra parte, de sostenerme la cabeza aplastada contra su concha.  Alcancé a escuchar que Franco aplaudía, aparentemente satisfecho con el espectáculo presenciado.   Cuando finalmente las piernas de ella me liberaron, me apoyó una de sus sandalias sobre un hombro y empujó violentamente haciéndome casi caer hacia atrás.  Sabiendo que mi función debajo de la mesa había terminado, caminé en cuatro patas hacia fuera pasando por debajo de los pliegues del mantel.  Una vez que estuve afuera vi que la muchacha seguía allí, sentada y con la cabeza echada hacia atrás como si aún no lograra recuperarse del éxtasis vivido.  Pero lo que más rabia me dio fue que Franco estaba de pie detrás de ella tomándola por los hombros y que, acto seguido, se inclinó para besarla en los labios, cosa que ella, por supuesto, correspondió.  Quedaron así, en suspenso, durante un largo rato, en un beso larguísimamente prolongado que me quemaba el alma.  Me puse de pie, me acomodé un poco la ropa (la poca que tenía) y quedé allí, a la espera de órdenes.  Ellos siguieron besándose mucho tiempo de manera ininterrumpida y yo no cabía más en mí del odio; fue en acto mecánico y sin control de mis impulsos que tumbé una de las copas que se hallaban sobre la mesa haciendo que la misma rodara hacia el suelo y se partiera en añicos.

Fue un acto de absurdo infantilismo, desde ya, pero tuvo al menos el efecto deseado.  Dejaron de besarse y de repente me miraban de manera interrogativa.

“L… lo siento – balbuceé -.  Enganché uno de los pliegues del mantel al salir de abajo de la mesa y… la copa cayó…”

Él no pareció darle demasiada importancia a mis palabras.  Estaba, definitivamente, en otra; ni siquiera me contestó.  Tomó a la odiosa rubia por la cintura y la obligó a pararse para sentarse él mismo sobre la silla que ella dejó libre; una vez que lo hizo, la sentó sobre su regazo.

“Limpiá eso” – me ordenó secamente ella.

La situación me descolocó.  Aun cuando no había nada preestablecido, se suponía que no era de ella de quien yo debía recibir órdenes.  Sin embargo, Franco no interpuso objeción alguna sino que, por el contrario, se giró hacia mí gesticulando imperativamente con una de sus manos.

“Ya escuchaste: limpiá”

“Dale, pelotuda” – se sumó ella.

Bajé por enésima vez la cabeza ante la humillación y me apresté a cumplir con lo que me era ordenado.  Fui a la cocina y volví con una escoba, una palita y un trapo de piso.  Al regresar al comedor, vi que estaban nuevamente entregados a otro de sus besos interminables mientras ella jugueteaba con uno de sus dedos sobre el pecho de Franco, desprendidos dos o tres botones de la camisa.  Cuando finalmente sus bocas se separaron, fue sólo para que ella, con el rostro iluminado en lascivia, dedicara sus esfuerzos a desabrocharle el cinto del pantalón y a llevarle hacia abajo la cremallera del cierre.  Le sacó el pito, se inclinó hacia él, lo besó varias veces en la puntita y lo lamió como si fuera un helado.  Yo no sabía qué hacer: estaba dura como una estatua, con la escoba en una mano y la pala en la otra, pero no podía dejar de mirarlos.  La vista del pene de Franco me produjo un cosquilleo en mi sexo, pero pronto dejé de verlo al desaparecer el hermoso miembro dentro de la boca de la chiquilla.  ¡Cuánto odio!  ¡Cuánta envidia, puta de mierda!  ¡Cómo deseaba yo tener en mi boca ese mismo caramelo que ella se estaba comiendo!   Sus labios formaron un aro alrededor del pene erecto y subieron y bajaron una y otra vez a lo largo del tronco sólo interrumpiendo la labor, en ocasiones, cuando ella se quedaba un rato lamiendo su glande.  Ambos se comportaban como si yo no estuviera y, en ese momento, me di cuenta de lo ingenuo que había sido mi sentimiento de revancha unos minutos antes cuando le estaba chupando la concha y creía, de algún modo, que pasaba a tomar el control: la realidad era que yo había sido utilizada una vez más; mi función había sido la de calentar a la putita.  Y a la vista de la dedicación con que lamía y mamaba el pito de Franco, quedaba en claro que el objetivo estaba largamente logrado.  Una vez más los instintos bestiales acudieron a mí y se me cruzó por la cabeza la idea de estrellarle a ella la escoba por la cabeza … Me contuve; me dediqué, en cambio, a ir limpiando el desastre que había hecho al dejar caer la copa en el fingido accidente.  Había trozos de cristal por todos lados y es de suponer que se me deben haber escapado unos cuantos ya que mi vista alternaba entre los mosaicos del piso y la joven pareja entregada al placer oral.  Franco estaba totalmente relajado; en un momento, simplemente, echó la cabeza hacia atrás y llevó sus manos a la nuca en un gesto bien gráfico de estar disfrutando el servicio que la jovencita le estaba brindando.  La escena me excitaba y, a la vez me dolía a los ojos y a mi condición de hembra debido a los celos desgarradores que me generaba: no veía la hora de que esa puta dejara de chupar.  ¿Hasta cuándo pensaba seguir con la pija de él en la boca?  Cuando por fin la abandonó, ello supuso un respiro para mí, pero duró sólo unos pocos segundos: ella, sin dejar de mirarlo a él ni de sonreír por un instante, se levantó un poco de su regazo y alzó su vestido hasta la cintura, con lo cual quedó expuesta toda su intimidad ya que yo misma le había quitado la tanga.  Se sentó otra vez sobre Franco, rodeó su cuello con los brazos y, mientras sus labios volvían a estrujarse en un beso profundo, él comenzó a cogerla sin más prólogo.  La penetración fue subiendo en intensidad hasta que ya no les fue posible mantener el beso; al separarse sus bocas ella tenía la cabeza levantada y los ojos cerrados, a la vez que de su garganta sólo salían entrecortados jadeos de placer animal.  Animal, sí… ésa era la sensación: Franco la estaba llevando a su más baja condición de hembra y no puedo decirles cuánta envidia me provocaba eso.   Era su dama, sí, y la trataba como tal.  Pero también su hembra…  Él apretó los dientes y, al igual que ella, cerró los ojos: la cogió salvajemente mientras ella subía y bajaba acompasadamente.  Cuando llegaron al orgasmo sus alaridos de placer se mezclaron y parecieron salir al unísono.  Macho y hembra.  Como Dios manda…

Durante un rato no recuperaron la respiración.  Quedaron cada uno con el rostro caído sobre el hombro del otro, jadeantes y extenuados.  Él fue el primero en abrir los ojos; me echó un vistazo y ello fue suficiente como para que yo me abocara a terminar con lo que había comenzado, así que me acuclillé en el piso y me dediqué a limpiar las manchas de vino con el trapo que había traído.  Cuando ella volvió más o menos en sí, no dejó de mirarlo ni por un segundo: su rostro parecía impreso con una sonrisa permanente de oreja a oreja y sus ojos mostraban el brillo propio de la obnubilación.  Se puso en pie; flexionó y levantó una pierna hasta apoyar el taco de la sandalia sobre el muslo de Franco.  Él la acarició, primero por encima de la media de micro-red  hasta llegar al borde con puntilla justo en la parte superior del muslo de ella.  Luego llevó la media hacia abajo, dejando al descubierto hasta la mitad de la pantorrilla.  Recorrió toda la pierna con besos de arriba abajo y, una vez más, la envidia y la rabia me carcomieron por dentro.  Cuando llegó hasta la sandalia se detuvo y alejó un poco la vista.  Me miró.

“Está sucio con vino” – me indicó.

Le miré sin entender.

“Está sucio – me insistió -.  Limpiale a la señorita el calzado”

Sólo eso faltaba.  Todo parecía indicar que las humillaciones no iban a terminar nunca.   Me incorporé desde el piso con el trapo en la mano.

“¡No! – me espetó ásperamente ella, súbitamente con la vista girada hacia mí -.  ¡Con eso no!  Ya está sucio…”

Touché.  Qué pendeja de mierda.  Sabiendo de la anuencia de Franco, se complacía en darme órdenes.  De hecho, cada vez que lo hacía, él jamás objetaba nada; por el contrario, se quedaba como esperando que yo cumpliera con lo requerido.  Asimilé la estocada de todas formas.

“S… sí, entiendo – admití -.  Voy a la cocina a ver si encuentro otro trapo…”

“¡Nooo!!! ¿Para qué?” – me detuvo ella en el preciso momento en el cual yo comenzaba a girar sobre mis talones para cumplir con lo que acababa de anunciar.

Me volví nuevamente hacia ella; la miré sin entender.  Me encogí de hombros.

“¿Para qué vas a ir a buscar un trapo cuando ya conocemos bien las habilidades que tenés con la lengüita?”

Touché.  Parpadeé varias veces por incredulidad.  No podía ser que sus palabras quisiesen decir lo que yo estaba interpretando.

“¿P… perdón?”

“Ay, qué tontita que sos – dijo, con una odiosa risita -.  Yo no sé si es que sos o te hacés, jaja… Bah, o en una de ésas sos humilde, no sé, jaja… Pero… con lo que vimos hace un rato, me parece que con tu lengua te alcanza para limpiar mi sandalia”

Crispé los puños en un gesto involuntario.  No, pendeja de mierda, no te vas a llevar ésta de arriba.  La mocosa insolente me estaba pidiendo que le limpiara el calzado con la lengua.  Antes muerta, pedazo de atorranta.

“¡Cierto! – la secundó Franco, apoyando la moción -.  Me parece una idea excelente…”

El apoyo de Franco a la chiquilla no debía sorprenderme para esa altura.  La había venido respaldando cada vez que ella había decidido humillarme.  ¿Por qué ésta iba a ser la excepción?  Mis puños se aflojaron y mis dedos cayeron laxos, sin fuerza.  Cuando era Franco quien sugería u ordenaba, todo cambiaba en mi interior.  No era que la orden dejara de parecerme degradante porque lo era, pero como ya dije antes, el pendejo tenía sobre mí un poder difícil de explicar.  Cuando él intervenía a favor de ella, toda batalla por mi parte estaba perdida.  Les eché una mirada de derrota que alternó entre uno y otro rostro, ambos sonrientes.  Ella, particularmente, lucía una sonrisa que no podía ser más antipática, de oreja a oreja y con los labios hacia adentro, casi como si se acabara de colocar rouge, en tanto que con el dedo índice señalaba hacia su pie.  Impotente, caminé despaciosamente hasta la silla que él ocupaba y me incliné hasta llegar con mi rostro bien cerca del calzado de la turrita, aún apoyado el taco sobre el muslo de Franco.  Al hacerlo no pude evitar mirar de reojo al pene de él, tan tentadoramente cerca.  ¡Qué ganas de darle un buen mordisco!  ¡Qué ganas de chupárselo hasta dejarlo seco!  Cierto era que la forrita había demostrado gran habilidad para mamarlo, pero… ¿por qué no me daba Franco siquiera la posibilidad de competir con ella?  Yo estaba segura de que, si me esmeraba, hasta podría superarla.  ¿Por qué no podía haber una competencia algo más leal entre ambas, con reglas de juego claras?  Tuve, contra mi voluntad, que desviar la vista del falo de él para concentrarme en mi verdadero objetivo: el pie de la zorra.   Un nuevo impulso de resistencia me asaltó.  ¿Yo tenía que abrir mi boca para limpiar con mi lengua el calzado de una rubiecita idiota?  De ningún modo, yo era una mujer y tenía dignidad como tal.  ¿En qué momento había dejado de serlo?

“Vamos – me instó ella -,  andá sacando la lengüita”

“Sí, doc, vamos – se sumó él -.  Muéstrenos qué otras cosas sabe hacer con la lengua, jaja”

La intervención de Franco constituía la mejor respuesta posible a la pregunta que me hiciera instantes antes a mí misma: yo había empezado a dejar de ser una mujer desde el momento mismo en que ese pendejo irreverente había entrado a mi “consultorio”, allá en el colegio.  A partir de entonces y día tras día, la mujer había empezado a morir para dejar paso a la cosa, al objeto, al animal, a la hembra… La dignidad, por mucho que me esforzara en negarlo, ya no existía en mí, así que, simplemente…, lengua afuera, doctora Ryan.  Cerré mis ojos para disminuir el impacto pero no sirvió.  Recorrí cada centímetro de la sandalia ya que, al no mirar, no podía ni siquiera ver en dónde había manchas y en dónde no, así como tampoco qué tan limpio iba quedando en los lugares por los que yo iba pasando la lengua.  Seguramente por eso recorrí tal vez varias veces las mismas zonas.  Bajó a mis oídos una baja pero hiriente risita de la dueña del calzado que yo estaba lamiendo y, casi al mismo tiempo, recibí de parte de Franco un par de palmadas muy leves en la cola a modo de felicitación, lo cual me excitó sobremanera.  No se trataba sólo del hecho de sentir el contacto en mis nalgas, lo cual ya era de por sí suficiente motivo como para calentarme; estaba también el hecho de que si él me felicitaba, significaba que yo estaba haciendo las cosas bien y que, por lo tanto, él quedaba satisfecho… y eso me causó placer, tanto que hasta me mojé.

“¿Viste que mamita sabe? – me preguntó la joven, socarronamente y dándome un leve golpecito en la cabeza – Jeje… Yo sabía que tu lengua no podía fallar…”

Otra vez la tormenta de sensaciones dentro de mí.  Odio visceral, por un lado, a aquella puta que se burlaba de mí.  Alocada excitación, por otro lado, al saber que Franco estaba contento con mi trabajo.  En ningún momento recibí una contraorden para dejar de lamer el calzado así que seguí haciéndolo a la espera de que en algún momento alguno de ambos la pronunciara.  El momento, sin embargo, nunca llegó, y en determinado punto tuve que ser yo misma quien decidiera por propia cuenta dar por terminada mi labor.  Guardé mi lengua una vez más entre mis labios como si se tratase de una herramienta que se volvía a poner en su estuche y me enderecé; por cierto, la espalda ya me dolía de tanto estar inclinada.  Permanecí allí, de pie junto a ellos, con la cara roja de vergüenza y la mirada baja.  No hubo regaño ni reprimenda alguna por haber cortado mi labor e interpreté ello como una positiva señal de que ya estaban satisfechos: mejor así; mi lengua estaba áspera y mi dignidad hecha pedazos.  Pero fue sólo una ilusión pasajera que se desvaneció con las siguientes palabras de ella:

“El otro pie” – dijo, siempre sonriente pero a la vez con cierta severidad y con una doliente indiferencia.

Otra vez parpadeé varias veces seguidas a toda velocidad.  La miré con odio.  Ah, no, pendeja, pará un poco…, ¿Quién mierda te pensás que sos?

“¿El… otro pie? – pregunté, buscando contener o, al menos, posponer un poco un arrebato de furia que se veía como inminente.

“Y… es que no pueden quedar los dos desparejos – abrió los brazos en jarras y exhibió una vez más una odiosa sonrisa, mostrando esta vez su dentadura completa -.  ¿No te parece, amor?”

No tengo que mandarla a la mierda…, no tengo que mandarla a la mierda,… no tengo que mandarla a la mierda… Franco no me lo perdonaría, pensé.  Miré hacia él, justamente, con angustia y desesperación.  No sé por qué podía ocurrírseme que esta vez iba a estar de mi lado; abrigaba la esperanza de que en algún momento se le diera por pensar que las cosas se habían ido al carajo.  Pero, por supuesto, nada de eso ocurrió: sólo enarcó las cejas y asintió, como dándole la razón a la zorrita repugnante.

Una vez más tragué saliva y mi furia junto con ella aun cuando estaba a punto de estallar.  La orden estaba avalada por Franco y, desde ese momento, el mayor delirio pasaba a tener, para mí, carácter normativo aun cuando me diera cuenta de la locura que se me pedía.  Me quedé de pie con los ojos inyectados en rabia e incredulidad.  Aguardaba a que la jovenzuela bajara su pierna  izquierda de encima de Franco y colocara la derecha a los efectos de que le lamiera la otra sandalia, pero nunca lo hizo.  Antes que eso, revoleó los ojos con picardía sin dejar nunca de sonreír.

“Estoy esperando, chiquita” – me dijo.

Claro: sus palabras y su gesto, ambos lacerantes, evidenciaban que lo que se esperaba de mí era que fuera al piso para lamer la sandalia del pie que permanecía sobre el mismo: no pensaba ella levantarlo.  Cada nueva humillación me arrastraba un poco más abajo: ¿por qué, después de todo, no ir al piso cuando, precisamente, parecía no haber piso para mi caída?  Caminé alrededor de la mesa para llegar a ellos desde el otro lado y así tener más accesible su pie derecho; al llegar ante ella nos miramos fugazmente a los ojos y estoy segura de que los míos rezumaban odio en la misma medida que los de ella diversión.  Me arrodillé en el suelo, apoyé las palmas de mis manos a ambos lados de su pie y, con todas mis resistencias vencidas, me dediqué a lamer la otra sandalia.  Aun con mi cabeza baja, pude adivinar sobre mí los ojos radiantes de triunfo y la expresión sonriente y satisfecha de la putita de mierda.  Mi lengua fue haciendo su trabajo tal como lo había hecho antes en el otro pie.  En eso estaba cuando llegó a mis oídos un inconfundible “muack” que se repitió varias veces, alternado con el clásico sonido de los labios estrujándose y la saliva mezclándose.  Era tal mi envidia que, durante un instante, no pude contenerme y dejé de lamer un par de segundos para girar mi cabeza hacia arriba.  Pude ver cómo ella le empezaba a acariciar el pito nuevamente.  Pedazo de puta…

CONTINUARÁ