Diario de una Doctora Infiel (1)
Para la doctora Mariana Ryan su vida venía transcurriendo normalmente como profesional responsable y mujer felizmente casada hasta que surgió ese trabajo nuevo en el colegio y todo cambió...
Mi nombre es Mariana Ryan. Y soy médica. Felizmente casada además con un esposo divino que siempre me dio todo desde el punto de vista sentimental y afectivo y a quien me entregué en un ciento por ciento desde que hace tres años decidí unirme a él en matrimonio. Aún no tenemos hijos aunque supongo que a mis treinta y un años de edad empieza a ser previsible que no tardemos mucho más en ir encargando nuestro primer crío. Quisimos (y quise) disfrutar de la vida en pareja y de la convivencia lo más que pudiésemos estirando el momento todo cuanto fuese posible. Debo decir que tengo mis buenos atributos físicos y puedo afirmar que luzco un cuerpo no exuberante pero armonioso y deseable para cualquier hombre. En la clínica, en el consultorio, en la calle, los hombres me echan el ojo constantemente y si bien eso es algo que me ayuda (como a cualquier mujer) a enaltecer el ego y la autoestima, lo cierto es que siempre tuve en claro que cuando una se entrega a un hombre, se entrega por completo, en cuerpo y alma y, por lo tanto, no hay lugar para andar mirando a los demás. O sea que ni en los cinco años que tuve de noviazgo con Damián ni en los tres que llevamos de casados le he sido infiel y, por lo menos creía, jamás lo sería… Pero nunca se sabe en qué momento pueden cambiar las cosas…
Fue, de hecho, gracias a él que conseguí mi nuevo trabajo haciendo el control médico del alumnado de un prestigioso y caro colegio secundario en el que mi esposo es profesor de química. En efecto, fue él mismo quien me recomendó y me tomaron muy rápidamente. Es posible que mis ya mencionados atributos, sumados a mis ojos verdes y mi pelo castaño claro leve y delicadamente ensortijado hayan contribuido a ello, sobre todo considerando la lascivia con que me miraba uno de los dueños del colegio, el que me tomó una entrevista laboral tan breve como la falda que yo llevaba (y que suelo llevar) puesta. Siempre me gustó mostrar mis piernas y Damián, por suerte, jamás me hizo historia alguna por ello ni se mostró celoso, tal la confianza ciega que siempre me tuvo. Así que si en este caso la corta falda podía actuar como elemento adicional para conseguir el trabajo bienvenido fuera. Así es la vida; así es la supervivencia en la selva: si se tienen, como yo los tengo, los encantos necesarios para que te abran las puertas, ¿cuál es el problema? Mientras no se abran las piernas, todo lo demás vale…
Por cierto mi nuevo trabajo resultaba un excelente complemento económico para sumar a mis labores en la clínica o en el consultorio. El primer día todo venía transcurriendo sin novedades. Llegué al colegio alrededor de las nueve de la mañana y, dado que estaban en recreo, atravesé el patio bajo las miradas hambrientas de los jovencitos y rabiosas de las muchachas e incluso de las profesoras: a las mujeres nunca les gusta la llegada de competencia al avispero. Entré al aula que habían despejado y que haría las veces de sala consultorio y en ese momento se abrió la puerta detrás de mí y entró mi querido esposo, Damián, quien no podía permitir que yo estuviese en el colegio sin pasar a estamparme un beso. Nos abrazamos y nos besamos con el mismo amor con que lo hacíamos siempre: el nuestro era un amor que, hasta ese momento, jamás había sufrido desgaste ni acusado recibo de los siempre anunciados y temidos efectos de la rutina. Nos dijimos que nos queríamos, como también siempre lo hacíamos.
“Cuidado con mis alumnitos” – bromeó él y ambos reímos. Luego quedé sola en el lugar; una preceptora que entró me miró de arriba abajo no sé si con envidia o con algún rapto de deseo lésbico.
“Buen día, doctora – me saludó tan cortésmente como pudo -. Voy a ir pasando por los salones y haciéndolos venir de a uno, ¿le parece?”
Asentí y, en efecto, al rato, ya con el recreo concluido, comenzó el desfile. Ese día me tocaban sólo varones y, por cierto, no podría ver a más de unos veinte en toda la mañana para ir continuando en días subsiguientes en los cuales también tendría que ir revisando a las muchachitas. A ninguno lo hice desnudarse: no estaba dentro del plan; además de unas cuantas preguntas de rutina y revisar ojos y garganta, sólo tenía que tomarles la presión así que con que se arremangaran la camisa alcanzaba. No obstante, embelesados como estaban conmigo, algunos no dejaron oportunidad para exhibir pectorales y, por lo tanto, se quitaron la camisa con el poco sólido fundamento de que la manga era muy ajustada y costaba levantarla. Daba gracia verlos jugar a seductores con la corta edad que tenían y la poca experiencia que les cabría en el terreno de la conquista y la seducción. Algunos eran lindos, no voy a negarlo, pero eran nenes: ellos, en su ingenuidad, creían que una mujer de treinta y un años podría fijarse en ellos en cuanto hombres. Pero cuando llegó el vigésimo de la lista y último de la mañana, todo cambió…
Desde el momento en que entró ya se notó una diferencia. Mientras que los demás habían ingresado tímidamente y pidiendo permiso (incluso algunos tartamudeando) éste lo hizo sin pedirlo en absoluto aunque saludando con mucha formalidad pero sin sonrisa. No sé bien qué me pasó en ese momento, pero estoy segura de que me quedé mirándolo con cara de idiota y la mandíbula algo caída: ¡por Dios! ¡Qué hermoso muchacho! Qué bello ejemplar del sexo masculino aun cuando tuviera… ¿Dieciséis? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho?
Se acercó a paso firme hacia el escritorio al cual yo me hallaba sentada y no pude dejar de mirarlo un momento. De hecho, me sostuvo la mirada todo el tiempo. Precioso. Ojos verdes, como yo. Rasgos tan finamente delineados que parecían haber sido dibujados y, a la vez, por debajo de esa delicadeza, un inconfundible e irresistible sesgo de masculinidad, de macho dominante. El físico, por debajo de la ropa, se intuía hermoso.
Bajé la vista nerviosamente. Me di cuenta de que tal vez estuviera quedando en evidencia y tenía que disimular. Por cierto sentí culpa de experimentar tan súbita atracción por un chiquillo. Busqué con mis ojos su nombre en la lista que me habían dado pero mi vista bailoteó sin hallarlo; no era tan difícil después de todo porque era el último pero, créanme, yo ya no podía pensar nada.
“Franco Tagliano… - se anunció él como si percibiera claramente que yo estaba perdida -. Diecisiete años…”
“S… sí, sí – dije yo, asintiendo con la cabeza y tratando de fingir no haber quedado tan descolocada -. Tomá asiento, p… por favor”
No podía creer estar tartamudeando. Durante todo el curso de la mañana habían sido los adolescentes quienes tartamudeaban en mi presencia y, debo confesar, me divertía con eso. Ahora la situación no tenía nada de divertido. Mantuve mi vista sobre los papeles para no mirarlo a los ojos: tenía que reacomodarme por dentro. Aun así por el rabillo llegué a ver cómo tomaba asiento frente a mí. Le hice las preguntas de rigor: los datos personales y de filiación, así como los antecedentes de estudios, análisis, enfermedades congénitas, etc. Fue respondiendo a cada una de ellas bastante lacónicamente; en un momento yo me demoré en preguntar mientras completaba alguno de los casilleros de acuerdo a las respuestas que me había dado.
“¿Usted es la esposa del profesor Damián Clavero, no?”
La pregunta, obviamente, me tomó desprevenida. No estoy, por cierto, acostumbrada a ser interrogada sino que la rutina es más bien todo lo contrario. Levanté la vista y mis ojos se clavaron en los suyos. ¡Dios mío! ¡Qué hermoso! Dolía mirarlo…
“S… sí – contesté -. Él es mi esposo”
Me odié por tartamudear nuevamente. Y varias sensaciones se cruzaron, entre ellas la culpa y la vergüenza. No podía asegurar si ese pendejito insolente buscaba eso o no, pero lo cierto era que la pregunta haciendo referencia a mi situación conyugal entraba como una cuchillada de hielo considerando el deseo vergonzante que el muchachito me generaba. Quizás fue mi imaginación o mi paranoia pero creo que no: estoy segura de haber percibido en la comisura de sus labios una ligera sonrisita, como si gozara con lo que me estaba haciendo; permanecimos unos instantes mirándonos el uno al otro y de repente me invadieron unas ganas incontenibles de besarlo. ¡Pero tenía que contenerme! Tenía que ubicarme en mi rol. Yo, una médica graduada y mujer casada pasando los treinta, él apenas un adolescente. ¡Pero qué adolescente! Envidia me producían repentinamente sus compañeras de curso, las que debían tener el placer de verlo todos los días. ¿Tendría novia? De ser así, no puedo decir hasta qué punto llegaba mi envidia. Pero… ¡debía controlarme! Deslicé una de mis piernas sobre la otra en una especie de gesto reflejo para descargar súbitas sensaciones que se apoderaban de mi femineidad. Y a la vez algo dentro de mí me impulsaba a querer ir un paso más allá: yo era la doctora, tenía el control, no había que olvidarlo… Así que decidí hacerme cargo de eso:
“Sacate la camisa – le ordené, lo más imperativa e indiferente que pude sonar -. Te tengo que tomar la presión”.
“Hmm… ¿Me la saco? – preguntó, como extrañado -. Para tomarme la presión alcanza con levantar la manga”
Touché. Pendejo de porquería. Pero yo no podía ni debía ahora perder el control de la situación. Él iba a hacer lo que yo decía.
“Sacatela” – insistí.
Sonrió. Se incorporó un poco sobre la silla.
“Como usted diga, doc” – me dijo.
Estaba claro que, sorprendentemente para su corta edad, sabía jugar bien el juego. Ese “como usted diga” era su forma más cruda de restregar en mi cara que era yo quien quería verlo sin camisa. Y lo peor de todo… era que tenía razón. Me avergoncé; supongo que me debo haber puesto roja como un tomate y desvié la vista hacia los papeles nuevamente como si estuviera desentendida o desinteresada por la situación. De reojo advertí cómo la corbata, ya desanudada, caía sobre el respaldo de la silla que momentáneamente había dejado libre y, más que ver, lo adiviné desprendiéndose los botones de la camisa. “No debes mirar” – me dije a mí misma -. No debes mirar, no debes mirar”. Es que si lo hacía le estaba dando un punto importantísimo a su favor; de algún modo era empezar a reconocer su triunfo. Bajé la vista más aún, hacia algún punto indefinido en los formularios que llenaba; tomé el bolígrafo y amagué garabatear algo pero la realidad fue que sólo describí círculos en el aire sin apoyarlo jamás sobre el papel: no había nada que escribir.
“Listo, doc” – anunció.
Supongo que debo haber sido muy obvia al momento de levantar mi vista hacia él. Es que habían sido largos segundos conteniéndome, reprimiéndome a mí misma y tratando de no mirar; inevitablemente su anuncio funcionó como un liberador y mis ojos fueron disparados hacia él. Una vez más me avergoncé: porque estaba más que claro que él notó la ansiedad y prontitud que yo había denotado en el acto. Allí estaba, una vez más luciendo su ligera sonrisa pero, por sobre todo, luciendo un pecho hermosamente masculino y que pedía a gritos ser acariciado, arañado, besado, lamido…
Estoy segura de que mi labio inferior cayó estúpidamente y durante unos segundos me fue imposible volver a poner mis pensamientos en orden. ¡No podía estar experimentando eso! ¡Era un sentimiento impuro! Degenerado diríase. Pervertido. ¡Era apenas un chico! Cuando parpadeé debí dejar mis ojos cerrados durante unos segundos y ahí me di cuenta de que debía llevar largo rato sin hacerlo. Tomé el medidor de presión. Usualmente el modo habitual de tomarle la presión a mis pacientes era sin levantarme de mi lugar sino haciéndolo desde mi lugar, en el lado opuesto del escritorio. Esta vez, por alguna razón, me levanté y giré alrededor del mueble. Me acerqué a él y, créanme, a medida que lo hacía, mi respiración iba en aumento y mi ritmo cardíaco también. ¿Y yo iba a tomarle la presión a ese pendejo que lucía insolentemente apaciguado y tranquilo?
“Sentate” – le ordené, en un intento por recuperar el control de la situación que a cada rato perdía. Lo peor de todo fue que, casi sin darme cuenta y como un movimiento reflejo, apoyé las puntas de los dedos de mi mano derecha a la altura de su clavícula para impelerlo a hacer lo que yo le decía. ¡Lo toqué! Retiré la mano avergonzada, tanto que el movimiento fue exagerado por lo brusco, como también el hecho de que llevé prácticamente la mano hacia mi pecho, tanta la distancia que había procurado poner con aquel chiquillo que me llamaba al deseo más perverso. Él se sentó. Yo, sin poder salir de mi asombro por cómo me estaba sintiendo, me incliné ligeramente sobre él y envolví el manguito del medidor alrededor de su codo. Cada roce con su piel me ponía a mil y hasta confieso que temí hacerme pis encima. “No podés estar tan bueno, pendejo”, me dije.
Comencé a bombear para tomarle la presión. Sentía su respiración muy cerca de mí al punto de que me daba la sensación de que me empañaba los lentes pero eso, desde luego, era mi imaginación. También tenía la sensación de que mi propio aliento, nervioso y entrecortado, debía estar llegando al rostro del hermoso muchacho así como que él posiblemente estuviera captando que yo me estaba viendo superada por la situación. Traté de mantener la vista en el aparatito de tal modo de aparecer como compenetrada con mi trabajo cuando la realidad era que ni siquiera estaba atenta a lo que el medidor indicaba… Hice varias mediciones de hecho.
“Doce, siete… ¿No?” – me preguntó… y la cercanía de su voz me hizo dar un respingo y levantar la vista para que mis ojos se encontraran con los suyos. Su mirada destilaba un deje de satisfacción: era obvio que estaba disfrutando el hecho de habérseme adelantado en la lectura de la medición lo cual no podía deberse a otra cosa más que a mi estado de extravío… No sólo eso: el hecho de que su presión estuviera normal era también bastante significativo pues venía a querer decir que él no estaba nervioso en absoluto y que controlaba la situación. Me puse tan nerviosa que, a pesar de lo hermoso de sus ojos no pude evitar bajar los míos para encontrarme con la visión de su boca: perfecta y sugerente con esos labios bien carnosos. ¡Dios mío! ¡Qué ganas de besarlo! ¡Quería besarlo!
Sentí, de hecho, como si una mano invisible me empujara por la nuca llevándome al encuentro de sus labios pero… de algún lugar saqué fuerzas. Prácticamente de un tirón solté el abrojo del medidor de presión y me incorporé, alejándome un poco de él y desviando la vista hacia el escritorio, como fingiendo premura para ir a llenar los papeles del caso.
“Sí, es una presión normal” – dije, buscando sonar segura y profesional.
“¿Todo listo, doctora?” – me preguntó.
“S… sí” – respondí dándome cuenta casi al instante de que no le había revisado la garganta. Pero… ¡Dios! ¿Cómo iba a poder hacerlo cuando hacía solo unos segundos había estado a punto de no contenerme en mis ganas irresistibles de besarlo?
Caminé hacia mi sitio original, al otro lado del escritorio. Mientras lo hacía tuve la sensación de sus ojos clavados en mis piernas o en mi cola que, en parte, se intuía por debajo del ambo y de la corta falda. Fue una sensación, desde ya, pero qué sensación…
Mientras mi bolígrafo volvía a bailotear sobre los formularios, lo espié por el rabillo del ojo y pude darme cuenta de que aún no se había vuelto a colocar la camisa. ¿Qué esperaba para hacerlo? ¿Podía ser tan guacho de jugar conmigo de esa manera, presentándose allí como un objeto de deseo y sabiendo que a mí me costaría mucho darle la orden de que volviera a vestirse? En efecto, la orden no me salía… Un par de veces mis labios se entreabrieron y una letra “p” pareció amagar por entre ellos pero nada… ni un sonido brotó, creo yo.
Él se paró. Tomó del respaldo la camisa entre sus manos, lo cual yo percibía mirando aún de reojo y enarcando un poco las cejas para espiar. Un problema menos: parecía que finalmente se pondría la camisa por su cuenta, se iría… y yo volvería a la tranquilidad… o a algo parecido. Pero una vez más volvió a actuar en mí una fuerza invisible: la misma que momentos antes había querido empujarme por la nuca hacia él pero que ahora se apoderaba de mi lengua para hablar, cosa que segundos antes no había podido hacer.
“Esperá un momentito” – le dije… y juntando coraje levanté la vista hacia él, aún allí y con su magnífico pecho al descubierto, casi sin vello o con apenas el suficiente como para transmitir inequívocas señales acerca de la virilidad del dueño de tan espléndido tórax. Me miró con sorpresa, pero siempre con el mismo aire sutilmente divertido.
“¿Sí, doc? ¿Hay algo más?”
Mi vista ahora estaba disparada sin freno, alocada: lo recorría de arriba abajo, centímetro a centímetro, deteniéndose en cada detalle de su lustroso pecho e incluso siguiendo más abajo e imaginando qué habría debajo del pantalón.
“Sí – le dije -. Bajate el pantalón”
No puedo creer lo que dije. Al momento mismo de decirlo la vergüenza me invadió de la cabeza a los pies y supongo que él lo notó. Se quedó mirándome con extrañeza pero a la vez con ese deje de diversión que nunca abandonaba del todo su rostro.
“¿El pantalón?” – me preguntó.
Me tomó sin defensas. Yo debía buscar la forma de dibujar lo más posible la situación a los efectos de que mis verdaderas intenciones no fueran tan evidentes.
“S… sí – tartamudeé nuevamente y me odié por ello -. E… es que tengo que tomar también la presión en la pierna”
Ahora el deje de diversión pasó a ser abierta sonrisa en su rostro, mezclado con sorpresa. Claro, él sabía perfectamente en qué había consistido el chequeo que les había hecho a todos sus compañeros y era de suponer que ninguno le hubiera comentado algo semejante ya que la realidad era que a nadie le había tomado la presión en la pierna. Rogué a Dios que no hiciera referencia a eso, que no me preguntara por qué él sí y los demás no, porque si me preguntaba eso: ¿qué podía yo responderle? Por suerte no dijo nada al respecto; hizo un gesto como de desdén a la vez que se encogía de hombros y luego comenzó a desabrocharse el pantalón. Las pulsaciones se me comenzaron a acelerar a un ritmo creciente en la medida en que iba deslizando la prenda hacia abajo. Supo ser sensual al hacerlo y eso me turbó aún más. Lo dejó algo más abajo de las rodillas y quedé, una vez más, con el labio inferior caído contemplando sus hermosas piernas y el bóxer de color gris oscuro que cubría un soberbio bulto, tan prominente como apetecible. No sé qué hice. Estoy casi segura de haber deslizado la lengua por la comisura del labio y que hasta me cayó un hilillo de baba que espero haya sido imperceptible. Flexioné una de las piernas llevándola al contacto con la otra y rogué que el escritorio que mediaba entre ambos ayudara a que tal movimiento no fuera visible para él.
“¿Y ahora, doc?” – preguntó él.
Volví como pude de mi obnubilada estupidez. La realidad es que para tomar la presión arterial en una pierna, es necesario que el paciente esté echado boca abajo pero allí no había dónde hacerlo. Por otra parte necesitaba un brazalete más grande de tal modo de poder envolver el muslo: eso no fue problema porque afortunadamente solía llevar uno en mi bolso. Le dije que permaneciera de pie, allí. Giré una vez más en torno al escritorio en dirección a él llevando en mis manos el medidor de presión y el brazalete que extraje del bolso. Cuando estuve a su lado, el corazón me latía con tanta fuerza en el pecho que hasta temí que él lo estuviera oyendo. Apoyé una mano sobre mi espalda y fue como si una corriente eléctrica me recorriera el cuerpo y cosquilleara muy especialmente en mi pubis.
“Inclinate un poquito hacia adelante – le dije -. Colocá las manos sobre el escritorio y aflojá un poco esta pierna”
Rematé la orden con una fugaz y pequeña cachetada con el canto de la mano sobre la pierna que él tenía más cerca de mi posición y les puedo asegurar que ése fue otro momento de indescriptible excitación para mí. Él hizo lo que yo le decía y la idea de tenerlo a mi disposición para lo que yo quisiese me aguijoneó en la cabeza como la más hermosa fantasía que pudiera imaginar en ese momento y en esa situación.
Me hinqué a su lado y ése fue otro momento cargado de intenso erotismo. Apoyé una rodilla en el suelo. Mi rostro estaba a la altura de su bóxer y ésa era una sensación difícil de describir, una incitación al pecado demasiado cercana como para resistirla. Aun así tenía que hacerlo: ¡Dios! ¡Era un chico! ¡No tenía que olvidarme de eso!
Me aboqué a la tarea de rodearle el muslo con el brazalete y fue todo un suplicio, pero un suplicio cargado de placer por el contacto. Es que fue inevitable tocarlo: tuve que pasar mi mano en un momento casi por entre sus piernas y aproveché para producir todo el roce que pude. Qué hermosa piel y qué bello muslo: sólo producía ganas de acariciarlo, morderlo y besarlo. El trabajo que yo estaba haciendo, por supuesto, servía como pretexto para el roce físico aun cuando pretendiera que el mismo aparentara ser casual o circunstancial. Fingí, de hecho, no lograr ajustar el abrojo más de una vez para volver a pasar mi mano por entre sus piernas, pero en la última oportunidad en que lo hice al retirar la mano la elevé un poco y pasé el canto por la parte baja del hermoso monte que se percibía bajo el bóxer. Un nuevo estremecimiento, semejante a un sismo interno, me recorrió; ignoro cómo lo habrá percibido él pero cada vez estaba más obvio que debía controlarme, que mis movimientos empezaban a estar no gobernados por mi voluntad y ello me hacía ya entrar en un terreno peligroso. Bajé la vista hacia el medidor; tenía que tratar de concentrarme en mi trabajo: hice varias lecturas tal como había hecho antes y finalmente anuncié (tratando de recuperar lo que más pudiese mi tono profesional) que la presión arterial en la pierna era un poco más alta que en el brazo y, por lo tanto, era normal.
“¿Ya puedo vestirme, doc?” – me preguntó.
No me atreví a levantar la vista hacia él; yo seguía hincada a su lado. Una vez más el pendejo jugaba conmigo: la pregunta que había hecho tenía un tono claramente sugerente y buscaba acentuar el hecho de que era yo quien quería tenerlo con los pantalones bajos. Lo peor del caso era que tenía razón. Más aún: mis ojos se detuvieron otra vez en la región del bóxer y un hilillo de baba me volvió a recorrer la comisura: ¿iba yo a dejarlo ir de allí sin ponerlo en bolas? Por supuesto que no…
“No. Todavía no” – contesté de un modo tan resuelto que me sorprendí a mí misma; de hecho no tartamudeé. Lo sorprendente del caso fue que no le ordené que se bajara el bóxer sino que yo misma lo hice: atrapé las costuras a ambos lados de la prenda entre mis respectivos dedos pulgar e índice y tiré hacia abajo dejándosela un poco más abajo de donde terminaba la cola.
Y me sentí en cualquier planeta. Debía estarlo o no podía entenderse cómo yo, una doctora casada y profesional, había hecho lo que acababa de hacer. De la forma en que él estaba ladeado lo que yo más veía era su cola. ¡Qué culito precioso! Nalgas perfectamente redondeadas y sin vello alguno, con una piel que se advertía tan tersa como la seda.
“¿Y eso doc? – preguntó -. No sabía que también…”
“Sí… - me apresuré a contestar casi callándolo -. Tengo que revisar el orificio anal por si hubiera hemorroides o afecciones bacterianas de cualquier tipo…”
“M… ¿mi cola, doctora?” – ahora el que tartamudeaba era él.
“Sí, sí, tu colita… - me encanta usar diminutivos cuando quiero humillar un poquito a mis pacientes; eso los hace sentir poco o que están en mis manos y no pueden hacer absolutamente nada -, así que inclínate un poco apoyando la pancita sobre el escritorio” – mientras me incorporaba, rematé la frase dándole una cachetadita en el culo. No me pregunten de dónde había sacado de pronto tanta seguridad.
Él se inclinó como yo le pedía; apoyó las manos sobre el escritorio pero mantuvo su hermoso pecho a unos centímetros de la superficie del mueble, sin terminar de apoyarlo. “No importa – me dije para mis adentros -. Ya me voy a encargar de que lo hagas”. Me dirigí hacia mi bolso y extraje un guante de hule; lo calcé en mi mano derecha mientras mantenía mi vista clavada en él. Levantó un poco la vista hacia mí y me divirtió ver su cara de preocupación, como todo hombre cuando sabe que están a punto de enterrarle un dedo en el culito. A mí particularmente me divierte verlos en esa situación de indefensión y ésta no fue, por supuesto, la excepción: supongo que detectó un brillo de malicia en mis ojos y una ligera sonrisa dibujándose en mi rostro. “¿Ves pendejo? – pensé -. La doc es quien ahora tiene el control”.
Volví hacia su retaguardia y me quedé un momento mirándolo, con sus hermosas nalgas expuestas por orden mía. Me relamí varias veces disfrutando la nueva situación que me ubicaba a mí como la dueña de las acciones. Esos segundos en los que permanecí inactiva lo pusieron nervioso; se notó. Y me gustó.
“Muy bien – le dije, tratando de que mi tono, no por profesional, dejara de sonar imperativo -. Ahora apoyá las manos sobre las nalgas y separalas un poco. Quiero ver bien tu colita…”
Vaciló un poco pero obedeció. Cuando se llevó las manos a las nalgas para hacer lo que yo le había ordenado aproveché para apoyarle mi mano izquierda sobre la nuca y así hacerlo bajar del todo hasta tocar el escritorio con rostro y pecho. Prácticamente lo aplasté.
“Así – le dije -. No levantes la cabecita”
Me hinqué una vez más, apoyando una rodilla en el suelo. Allí estaba su agujerito expuesto en tan hermoso trasero. No había nada que revisar, por supuesto: aquello no era parte de la rutina. Era tanta la excitación que me embargaba en ese momento que ni siquiera pensé que en cuanto hablara con sus compañeros y cotejara experiencias, se daría cuenta de que sólo a él le había hecho un control semejante. Llevé mi dedo enguantado hacia la entradita que se abría invitando a ser profanada. Jugueteé un poco entre sus esfínteres recorriendo el agujerito y trazando círculos en él; no puedo describir la sensación de felicidad que me invadía. De haber podido él verme en ese momento, hubiera visto en mi rostro una sonrisa de oreja a oreja peligrosamente cercana a una risa de placer que busqué controlar cuanto pude. Fue entonces cuando decidí hacer una nueva jugada pero sin decirle nada: me quité el guante; él no se daría cuenta. Y ahora sí, mi dedo mayor, ya desnudo, entró y hurgó como si buscara alguna imperfección cuando estaba más que obvio que en todo aquel cuerpo no había ninguna. Metí y saqué el dedo varias veces y él soltó algún quejido que, sinceramente, me llenó de placer. Seguía sosteniendo sus nalgas para separarlas y yo tenía su hermosísimo culo a escasos centímetros de mi rostro. Un irrefrenable deseo de besar esa piel se apoderó de mí. Una parte de mí, la doctora seria y casada, se resistía, pero otra parte, recientemente descubierta y liberada, quería hacerlo. Ganó la segunda…
Llevé mis labios hacia su culo y, cerrando los ojos, lo besé. ¡Dios! Apenas lo hice me di cuenta de lo que había hecho. ¡Qué locura! ¡Estaba perdiendo absolutamente el control! ¿Era posible que fuera incapaz de controlarme a mí misma? Me desconocía en la mayoría de mis reacciones. Sólo esperaba que él no se hubiera dado cuenta de mi beso; había sido bastante suave o, al menos… eso me pareció. Retiré mi dedo y me quedé mirando hacia su agujerito abierto: juro que daban ganas de entrar en él con la lengüita y mandársela bien adentro… Pero en eso mis ojos bajaron un poco entre sus piernas y ahí reparé en que, al tenerlas separadas, se veían asomando allí sus testículos. Yo estaba tan caliente que ya no dominaba mis acciones así que no sé en qué segundo ocurrió ni cómo no pude contenerme pero, como si yo fuera un animalillo que respondiera a un reflejo condicionado, saqué mi lengua por entre los labios y me acerqué hacia la zona. Le propiné un rápido lengüetazo pero no retiré la lengua en el acto sino que luego subí con ella recorriéndole toda la zanjita de la cola entre ambas nalgas. Estaba totalmente fuera de mí, como si estuviera drogada. Un súbito mareo me invadió repentinamente y como si fueran destellos de conciencia me aparecían pequeños atisbos de culpa que me ponían al corriente de la locura que estaba haciendo… ¿Se habría dado cuenta de lo que hice? ¡Mi Dios! Era impensable suponer que no lo hubiera advertido; a lo sumo, podía no haberse dado cuenta de con qué lo había recorrido desde las bolitas hasta la base de la espalda; el movimiento, como dije, había sido bastante rápido… pero algo habría advertido: algo…
De repente se giró. Y la situación se puso más tensa e incómoda que nunca. Se había incorporado de la posición en que yo lo había puesto contra el escritorio y ahora apoyaba un codo sobre el mueble. Lo más fuerte del asunto fue que, al girarse, lo que quedó a pocos centímetros de mi cara fue un hermoso pene que llamaba a devorarlo. La imagen fue tan poderosa que de algún modo me encandiló y, manteniendo yo aún una rodilla en el piso, levanté la vista hasta encontrar la suya…
Allí estaba. Exultante. Dominante. Y obviamente divertido ante la situación que, al parecer, volvía a tener en sus manos. Se llevó la mano derecha hacia el pito y echó hacia atrás el prepucio, descubriendo la apetecible cabeza. Demás está decir que bajé los ojos nuevamente. Lo que más rabia me daba era que ni siquiera tenía la pija parada, lo cual venía a restregarme en la cara que la que estaba excitada y al borde de la locura era yo y no él: una forma de sobrar la situación. Jugueteó un poco con el pene entre sus dedos y lo extendió hacia mí como ofreciéndolo. No puedo describir cómo me sentía yo: una no sabe lo que es no tener control de la voluntad hasta que finalmente ocurre. Y en esos casos la culpa y la conciencia pierden ostensiblemente en la pulseada. Comencé a respirar más agitada y entrecortadamente; sin poder impedirlo, mi cabeza se vio empujada hacia el exquisito bocado que se me ofrecía… o que yo al menos creía que me ofrecía, pues en el preciso momento en que estaba a punto de capturarlo entre mis labios para tragarlo con fruición, sentí un impacto sobre mi rostro y tardé unos segundos en darme cuenta que el pendejo de mierda me había propinado una cachetada.
Elevé la vista con ojos de fuego, aunque debo decir que la furia por el golpe recibido quedaba eclipsada por la excitación incontenible que sentía.
“No tan rápido, señora puta – me dijo sin ningún respeto -. Ya sé que desde que yo entré por esa puerta en lo único que pensó es en comerme la pija – no se podía creer tanta insolencia; yo estaba anonadada, aunque no sabía si el motivo de ello era su actitud o la mía, increíblemente pasiva ante tal humillación verbal y psicológica -, pero le aclaro que esa pija que usted tanto desea es la misma que desean comerse todas las nenas de este colegio…”
Me quedé mirándolo sin entender. Jamás había visto exhibir tanta arrogancia a sujeto alguno, hombre o mujer. ¡Y éste era apenas un chico! ¿De dónde había salido? El hecho fue que me quedé estúpidamente sin articular palabra y una nueva cachetada se estrelló en mi rostro.
“¿Todavía no entendés, pedazo de putita?” – me reprendió no sólo como si tuviera muchos más años que yo sino además como si hubiera dispuesto sobre mis acciones desde que yo había nacido.
Moví la cabeza lateralmente en señal de negación.
“Uuuuy la puta madre – se quejó -: encima de atorranta, la señora es tarada, lenta de acá…” – me golpeó sobre la cabeza con los nudillos -. Lo que te estoy diciendo pero que obviamente no entendés por tu estupidez es que este caramelo, obviamente, no es para cualquiera… Y si querés comértelo, vas a tener que pagar”
Yo seguía sin dar crédito a lo que oía. Una parte de mí quería mandarlo a la mierda y otra quería permanecer allí, sumisa y ahora de rodillas ante él, ya que el segundo cachetazo me hizo perder algo el equilibrio y ahora tenía yo ambas rodillas sobre el piso: imposible imaginar una situación de mayor sometimiento. Y pensar que sólo unos instantes antes, ilusa de mí, había creído tener la situación bajo control y que él respondía a mis órdenes. Tal vez, después de todo, él tuviera razón y yo era, efectivamente, una grandísima idiota. Al ver que yo no hacía movimiento ni emitía sonido alguno hizo un ademán de buscar con la mano el bóxer que tenía muslo abajo con el aparente objetivo de empezar a levantarlo.
“Y bueno – dijo, sonriendo pícaramente -. Si no hay platita, no hay bocado para su boquita”
“¡No!” – solté un gritito que no pude contener y que era más de espanto que de otra cosa; apenas lo pronuncié, me llevé ambas manos a la boca con mucha vergüenza como no pudiendo creer lo que había hecho. La realidad era que no podía creerlo. La realidad era que yo no podía permitir que el más hermoso ejemplar de macho que hubiera tenido ante mí en el ejercicio de mi profesión se fuera a retirar de aquel improvisado consultorio sin antes haber saboreado su pija. Él sonrió maliciosa y triunfalmente.
“Aaaah, bueno… - dijo con tono de burla -. Parece que la doctora quiere pija y está dispuesta a desembolsar platita, ¿no?”
Estaba totalmente vencida. Esta vez bajé la cabeza con humillación y asentí.
“Así me gusta – enfatizó -. Ahora vaya a ese bolso suyo y traiga lo que le pedí”
Tragué saliva, me acomodé un poco el ambo y flexioné una rodilla como para empezar a ponerme de pie.
“¿Quién te dijo que te pararas?” – preguntó, con tono de reprimenda.
Yo ya estaba en cualquier lado. Había perdido absolutamente toda dignidad y toda reacción. Sin entender demasiado, levanté la vista hacia él nuevamente.
“Vas a ir en cuatro patas – ordenó -, como una perra… Es lo que sos, ¿o no?” – soltó una sonrisa tan ladina y perversa que no se puede explicar con palabras y, con un gesto de la cabeza, me indicó que comenzara a gatear en dirección al bolso.
Volví a tragar saliva. ¿Yo iba a obedecer semejante orden? ¿Yo iba a hacer semejante cosa? En cualquier otro contexto les diría que no; de hecho siempre fui una defensora a ultranza de los derechos de la mujer, contraria a todo avasallamiento de la dignidad femenina. Pero lo que irradiaba ese pendejo era algo que nunca había visto en nadie. Y la premura de las órdenes impelían todo el tiempo a actuar con urgencia y sacrificar toda reflexión ética acerca de cuán digna estaba siendo yo. Por lo pronto (hasta me da vergüenza mencionarlo al recordarlo), comencé a marchar en cuatro patas en dirección hacia la silla sobre la que estaba el bolso. Mientras lo hacía, a mis espaldas, pude escuchar como él reía satisfecho. Llegué hasta el bolso: era tal la turbación que yo experimentaba que estoy segura que en algún momento me rodó una lágrima… pero por otra parte la excitación que estaba viviendo y la ansiedad que me despertaba el avanzar hacia el siguiente paso arrasaban con cualquier otra sensación que pudiera boicotear a los sentidos. Hurgué buscando mi billetera hasta que la encontré. No me había hablado de un precio. Tomé doscientos pesos; lo consideré muchísimo. ¿Estaría conforme con ello? En todo caso, con los dos billetes en mano, desanduve en cuatro patas el camino que había recorrido unos instantes antes para ir hacia él. Una vez enfrente del chico, me arrodillé nuevamente y le extendí una mano con los doscientos pesos. Los tomó y, en un principio, me dio la impresión de parecer satisfecho pero, para mi sorpresa, me estrelló los billetes en la cara y me propinó una nueva cachetada.
“Por esta plata lo único que te puedo permitir es que me la mires un rato y te masturbes” – dijo, con una furia que no supe interpretar si era real o parte de un exagerado histrionismo que usaba para humillarme aún más -. Andá a buscar más”
Yo quería llorar. En mi vida nadie, pero nadie, me había humillado tanto. Bajé la cabeza avergonzada y, una vez más, marché en cuatro patas hacia el lugar en que el bolso se hallaba.
“Mové el culo mientras vas yendo – me ordenó -. Mostrá bien lo puta que sos”
Cada orden que emanaba de sus labios tenía el efecto de una cuchillada a la dignidad. Y yo, sin objetar palabra alguna, comencé a contonear mis caderas mientras gateaba a los efectos de mover mi culo tal cual él me había exigido. Una vez más llegué al bolso. ¿Cuánto querría aquel pendejo? Seguía sin poner precio y eso era, sin duda alguna, parte también de su perverso juego. Tomé otros doscientos pesos. ¿Sería suficiente? ¿Y si me hacía volver? Para estar segura, extraje otros cien… Por cierto, en mi billetera ya no quedaba mucho más, sólo algo de cambio chico. Si me volvía a decir que no, me quedaría sin mi sabroso manjar…
“Ponete la plata en la boca y trámela” – me ordenó desde donde se hallaba.
Y yo, obedientemente, coloqué los tres billetes atrapándolos entre mis labios cual si fuera un perrito y, para que la analogía se hiciera aún más gráfica, volví a iniciar la marcha en cuatro patas hacia él.
“Juntá también los que están en el piso” – me ordenó cuando estuve a escaso metro y medio de él.
Así que, siempre en cuatro patas, recogí los dos billetes que antes le había llevado y que él había estrellado contra mi rostro con tanto desprecio. Y así, con quinientos pesos en mi boca, me quedé de rodillas ante él rogando al cielo o a quien fuese que esta vez quedara satisfecho.
Por suerte pareció ser así. Me guiñó un ojo y sonrió. Tomó de mi boca los billetes que yo le llevaba y me acarició la cabeza como si lo estuviera haciendo con un perrito.
“Muy bien – me felicitó con sorna -. Así me gusta…”
Volvió a llevarse una mano al pene y otra vez tiró de la piel hacia atrás, exponiendo su hermosa cabeza ante mis ojos y mi ansiosa boca, la cual ya no podía esperar.
“A ver cómo chupa, señora” – dijo mientras echaba la cabeza ligeramente hacia atrás como en una actitud de relajación.
Fue como si me hubieran dado un empujón. Esta vez me arrojé hacia él. No podía dejar pasar un segundo más sin tenerlo en mi boca. Lo tragué todo cuanto pude y recorrí su hermosa glande haciendo círculos con mi lengua. Sólo quería devorarla… sentirla entrando en mí… Tocame la garganta, pendejo…
Ahora sí noté cómo se le iba poniendo dura. Me apoyó una mano sobre la nuca y me empujó con fuerza hacia él de tal modo que su miembro entró en mi boca tan grande y carnoso como era y, por un momento, tuve arcadas y hasta sentí que me asfixiaba. Nada de eso, sin embargo, me impidió seguir con mi “labor”. Lo aferré con mis manos por la cola y prácticamente le enterré las uñas en las nalgas; lo atraje hacia mí de modo análogo y complementario a cómo él me atraía hacia sí, todo ello sin parar de atragantarme ni un solo segundo con su hermosa y portentosa pija ocupando mi boca. Él comenzó a mover caderas y cintura acompasadamente de tal modo de estarme, literalmente, cogiendo por la boca. Y yo, para esa altura, sólo deseaba hacerlo acabar y sentir su leche llenándome; paradójicamente, deseaba que aquel éxtasis de erotismo no terminara nunca. Ni por un momento se me cruzó por la cabeza, al menos mientras se la mamaba, el contexto de la situación: que estábamos en un colegio, que la puerta no estaba cerrada con llave y que existía por lo tanto la posibilidad de que de un momento a otro pudiera girarse el picaporte; tampoco se me ocurrió pensar en mi marido, que estaba trabajando en ese mismo colegio y tal vez a unos pocos metros de distancia, explicando alguna ecuación “redox” o algo por el estilo. No… en ese instante lo único que había en mi cabeza era lo mismo que había en mi boca… y, de algún modo, también en mi sexo, ya que me daba cuenta de que tenía la bombacha totalmente mojada.
“Así, puta, así” – no paraba de decirme entre dientes y diríase con desprecio, a la vez que seguía empujando mi cabeza contra él y por momentos me estrujaba los cabellos de tal modo que hubiera yo soltado agudos alaridos de dolor en caso de tener la boca libre. Su respiración se comenzó a acelerar y supe que ya estaba llegando al momento. Aumenté el movimiento de succión a los efectos de aumentar la intensidad del inminente orgasmo y, además, porque sinceramente, yo ya no daba más y me sentía, como él, a punto de estallar. Y estalló. De pronto mi boca se inundó de leche amarga que, al instante, comenzó a bajar por mi garganta buscando el estómago.
“Ni se te ocurra escupir – me ordenó él entre dientes a la vez que aumentaba la tensión con que tiraba de mis cabellos -. A tragar, vamos… a tragársela toda… ¡Toda!”
La verdad era que ni se cruzaba por mi cabeza la posibilidad de no hacerlo. Sólo quería su semen adentro mío y, en efecto, eso fue lo que sentí: un río caliente que serpeaba en dirección a mi estómago. No paré de mamar: no quería que quedara una sola gota sin entrar en mí. Él jadeaba y, pensándolo hoy, me cuesta creer, que sus gritos no fueran escuchados desde el exterior. ¿Qué habría pasado si alguien se hubiera presentado en el lugar para ver qué estaba ocurriendo? No sé; ignoro si escucharon o no, pero el hecho fue que nadie vino. Una vez que su respiración se fue calmando y dejó de jadear y gritar, me apartó de su verga con un violento empellón sobre la frente, exhibiendo el mismo desprecio hacia mí que había mostrado durante todo el acto.
Durante un rato me ignoró. Mantuvo los ojos cerrados y buscó volver a la normalidad, bajando el nivel de agitación. Era como si yo no existiese: era sólo un objeto y mi boca era un agujero en el cual él había eyaculado; nada más. Luego se subió el bóxer y el pantalón, lo cual indicaba su intención de vestirse y marcharse. Como se imaginarán, lo sufrí. Yo estaba en el piso, ya ahora directamente con mis caderas apoyadas sobre el mismo.
“Muy bien, doc – me felicitó con el mismo tono mordaz que había utilizado antes -, lo hizo muy bien, señora Clavero”
Remarcó el apellido de mi esposo, es decir de su profesor, para aumentar el impacto sobre mí y, por cierto, lo logró. Fue el peor recordatorio posible de que yo era una mujer casada, que mi marido no andaba lejos del lugar y que, por cierto, había sido él quien me había conseguido aquel trabajo.
El muchachito se volvió a colocar camisa y corbata. Sin mediar más trámite se dirigió hacia la puerta.
“Será hasta la próxima, doc… Si es un poquito inteligente, se las va a arreglar para tenerme otra vez por acá, je… Y con lo puta que es, no tengo duda de que va a hacerlo… - se volvió y me guiñó un ojo -. Que tenga un buen día…doctora…”
CONTINUARÁ