Diario de una amante del sexo. Capítulo 11.

Sofia se disfraza de enfermera para visitar un cliente, quien le tendrá una nueva sorpresa.

Enfermera.

Ahora sería una enfermera.

Mis citas como escort habian progresado. Y era impresionante la cantidad de servicios que pedían que adoptara un rol especial o que utilizara un disfraz. Allá afuera había tantas fantasías que deseaban ser cumplidas. En lo personal, utilizar un disfraz me parecía ridículo. Ya había hecho varios servicios con un cliente simulando ser una secretaria. Pero el disfraz no era un disfraz en el sentido estricto de la palabra. Era ropa fina, blusas de seda, un saco y una falda o un pantalón elegante, y debajo de todo eso, lencería muy sexy. Si yo anduviera por la calle, realmente podría pasar por una secretaria, una ejecutiva o hasta una mujer de negocios.

La primera vez que me pidieron un servicio vestida de enfermera querían un disfraz, uno excesivamente ridículo: falda cortísima, una blusa con cruz rojas cosidas burdamente en distintos lugares y una cofia falsa. Si saliera así a la calle, rápidamente me identificarían como una prostituta barata. Y puta si era, pero deseaba tener clase. Lo mismo me sucedió cuando pidieron un disfraz de policía y otro de colegiala. Decliné los servicios. Deseaba explorar varios aspectos de la sexualidad, pero eso era ridículo.

Así que cuando se solicitó nuevamente un servicio vestida de enfermera estaba a punto de rechazarlo, cuando el cliente me informó que el conseguiría el uniforme completo, pero que requería mi talla y calzado.

«Me gustaría brindarte mis servicios», escribí en la página, «pero francamente no quiero usar disfraz».

«Está bien. Solo que no es un disfraz. Le aclaro, es un uniforme de enfermera. Quiero que luzca como una de verdad», me contestó el cliente.

«De acuerdo. No se realmente como sea el vestuario, pero si tuviera oportunidad de verlo antes y después decidir el servicio, sería muy amable de su parte», escribí.

«¡Por supuesto! Dame tus tallas y número de calzado. Prepararé todo en unos días y te lo haré llegar a un servicio de envíos».

«Perfecto. Le agradezco mucho. Si está en mis manos le cumpliré su fantasía. Espero su envío. ¡Saludos!».

Ahora, tenía el envío sobre la cama.

Era una caja, la cual había recogido en una oficina de correos cercana. Era un poco voluminosa y mis padres preguntaron por ella.

—Artículos para la escuela… una colecta. Christina pidió que se los guardara —respondí automáticamente. Ya había ensayado la respuesta.

Abrí la caja. Su aspecto era fino, no como cualquier caja de cartón de envío. Esta había sido comprada en una tienda especial. Dentro, había papel de envoltura. Al retirarlo vi una filipina blanca, con cierre al frente. La tela era suave, tal vez antifluidos, dos bolsas a los lados y uno en el pecho. Después saqué una falda, lisa, de la misma tela. Había una cofia blanca y una bolsa de papel. Dentro de la misma, unas medias blancas y un conjunto de brasier, tanga y liguero en satín blanco. El brasier era de media copa, lo que seguramente sostendría parte de mis senos, pero dejaría los pezones libres. En la caja había otra bolsa de papel y dentro de ella, un elegante corsé blanco satinado. Tenía unos largos cordones por atrás para el ajuste y por delante un cierre al frente con puntos y ojales de acero. Los había visto en el internet y en la sex-shop, pero jamás había usado uno.

Esto estaba fascinándome demasiado. No solo el corsé. La ropa, la lencería. Definitivamente no era un disfraz barato y vulgar. Bien podría pasar por una enfermera clásica si andaba por la calle. Pero la caja aún aguardaba algo más. Otra caja, de zapatos. Mi nuevo cliente había pensado en todo. Fue enorme mi sorpresa cuando la abrí y vi unas zapatillas blancas. Definitivamente, salir a la calle con ese calzado ya no me haría ver como una enfermera de verdad. Tenían una plataforma enorme, de unos diez centímetros, junto con un tacón largo, de más de quince centímetros. Eran unas hermosas zapatillas fetichistas. Salir con ellas a la calle delataría mis intensiones, por más que por arriba de ellas luciera como una enfermera decente. Es más, no sabía si podría siquiera caminar en mi habitación con ese calzado de semejante tamaño.

Ante esto, me puse manos a la obra.

Lo primero que hice fue retirarme las zapatillas deportivas que estaba usando y calzarme aquel calzado nuevo. Mis pies se amoldaron a sus curvas, aunque por su forma, eran completamente rígidos. No puedo expresar mi alegría al ver mis pies en esas zapatillas. Intenté pararme de la cama, trastabillando en el primer intento y cayendo sobre ella. Con mas cuidado, me levanté. Aunque acostumbrada a usar tacones, la altura de aquellas zapatillas sobrepasaba cualquier calzado que hubiera usado antes. Di unos pasos y el repiqueteo de la plataforma y los tacones contra el suelo hicieron que me emocionara. Al principio trastabillé al dar los primeros pasos. Al poco tiempo dominé aquel sexy par. Sin más me fui a duchar. Deseaba probar aquel conjunto de prendas…

Me vi frente al espejo. Realmente mi cuerpo era hermoso. Curvas bien delineadas, nalgas redondas y firmes, vientre plano, cintura visible, un par de tetas de volumen adecuado, pezones pequeños, color café claro. Eso completado con un hermoso rostro. Yo debía ser un deleite para mis clientes y conocidos que habían tenido la dicha de fornicarme. Había rasurado mi coño, así que lucía delicioso. Todo mi cuerpo había sido gozado por varios caballeros. Todos pedían más visitas. Porque no solo era lo que veían, como yo lo veía en mi espejo. Era lo que era capaz de hacer y como hacerlo. Sabía moverme.

Salí de mis pensamientos y comencé a hacer la tarea.

Comencé con las medias blancas. Después el liguero, para dejarlas en su posición. Encima me coloqué la tanga. Continue con el brasier. Al final, el corsé. Ajuste el cierre metálico al frente y después tiré de los cordones, haciendo que mi cintura se estrechara más de lo que ya era. Eso hizo que mis tetas parecieran aun mas grandes, al igual que mi trasero. Tomé la falda y me la puse. Enseguida la filipina. En una de sus bolsas descubrí una identificación que decía «Enfermera Sofía», al lado de una foto mía, editada de mi perfil en internet para que luciera como si estuviera vistiendo aquel uniforme. Mi cliente había pensado en todo. Me coloqué la cofia sobre mi cabello alaciado y, al final, las elevadas zapatillas.

Toda la ropa se ajustaba perfectamente a mi cuerpo. Sin ver las zapatillas, lucía como una enfermera de verdad. Con las zapatillas, como una sexy enfermera de verdad.

Yo era un deleite para los hombres.

Y lo sería para mi nuevo cliente.

Al momento de acordar la cita, me sorprendí que fuera citada en un centro médico privado. Mi cliente había ordenado que me presentara completamente uniformada de enfermera, no cambiar mi vestimenta en el lugar. Lo único que me permitió fue llevar zapatillas deportivas blancas al lugar, dejando los tacones fetichistas para el lugar. Sencillamente no podría caminar tan fácilmente y mi naturaleza sería evidenciada inmediatamente. Así que ingrese al centro médico, notando que la identificación correspondía a ese lugar, por lo que nadie cuestionaba mi deambular por los pasillos de ese edificio.

Finalmente, encontré el consultorio. La secretaria me indicó que esperara en la sala de espera. Mi cliente tenía aún consulta, estaba un poco retrasado en sus labores.

—Por tus honorarios no te preocupes —expresó con una risa sospechosa—. Cualquier excedente en tu hora se te compensará adecuadamente…

—¡Muy… bien! —expresé.

Esas palabras me hicieron sospechar que aquella mujer conocía la naturaleza de mi estancia en ese lugar. Me sentí un poco desarmada. Me sentí un poco apenada.

—Toma asiento. Hay dos pacientes por delante, pero serán consultas breves… después te atenderá con todo el tiempo del mundo —expresó con una sonrisa pícara. Le devolví el gesto con otra sonrisa de complicidad.

—¡Esta bien! Gracias…

Fueron treinta minutos de espera. Mientras pasaba el tiempo, contemplé el lugar. La sala de espera era elegante, alfombrada, con cómodos sofás de cuero negro, una mesita de centro y el escritorio de la recepcionista. En las parades, réplicas de pinturas clásicas. La secretaria, una mujer entrada en los cuarenta, rubia, elegantemente vestida de traje sastre gris y blusa de seda. Debía ganar un buen sueldo, pues el traje parecía hecho a medida, haciendo resaltar sus líneas curvas y firmes. Soñé con verla desnuda, tocando esos senos grandes, redondos. Me imaginé en la sala de espera, ella usando un strap-on mientras me hacia suya en alguno de esos sofás. O yo a ella. Era atractiva. Tal vez podría ofrecerle mis servicios. Aunque no sabía si deseara una experiencia lésbica.

El último paciente salió del consultorio y se marchó después de agendar una nueva cita. Después, la secretaria se dirigió a mí:

—Señorita Sofia. Ya es hora de que se cambié su calzado —expresó sonriendo maliciosamente. Ahora estaba segura que ella conocía los secretos del cliente que me había contratado.

—¡Claro que si! —dije, mientras sacaba las enormes zapatillas y me las calzaba.

La secretaria se levantó de su escritorio y me abrió la puerta del consultorio.

—¡Puede pasar!

Me puse de pie y caminé hacia ella. Ya había practicado con esas zapatillas fetichistas, así que mi andar careció del tambaleo inicial. Fue sensual. La secretaria sonrió. Estaba complacida.

—¡Que agradable sorpresa! —dijo con su sonrisa maliciosa— Hay quien viene y apenas si pueden pararse del sofá, ya no se diga caminar…

—Me esmeré para la ocasión —respondí mientras dejaba que sus ojos me analizaran de pies a cabeza. Yo hice lo mismo: admiré su cuerpo elegantemente enfundado en ese traje sastre, con sus caderas anchas contenidas en esa falda que le llegaba unos centímetros por arriba de las rodillas y sus zapatillas de charol y tacón elevadísimo que la obligaban a pronunciar las curvas de su cuerpo. Su saco se ajustaba perfectamente a su torso y su blusa dejaba entrever un maravilloso surco en medio de sus grandes senos. Si estaba presente al terminar el servicio, estaba decidida a invitarle una sesión conmigo.

—De verdad, eres una sorpresa —dijo—. Pasa por favor… espero verte más seguido con nosotros…

Definitivamente ella estaba en complicidad con mi cliente.

—Yo también lo espero —y le sonreí mordiéndome el labio inferior de mi boca.

Pasé al consultorio.

Las luces estaba a media intensidad. Junto al ventanal, un enorme escritorio de madera. Por detrás, una extensa biblioteca repleta de viejos libros. Había un sofá de cuero oscuro en el otro extremo, cerca de la entrada a una habitación anexa y un baño.

En el escritorio, estaba el médico, mi cliente.

—Espéreme ahí —me dijo con voz seca, mientras me contemplaba desde la penumbra—. Quiero contemplarla…

Me quedé ahí, de pie.

—¡Luce tan hermosa! —expresó después de admirarme algunos segundos— ¿Podrás darte una vuelta? Que sea lento…

Hice lo que me ordeno. Giré mis caderas lentamente, con candencia. Aquel calzado me hacia ver muy sensual, exagerando mi tamaño y pronunciando mis curvas.

—¡De verdad, que hermosa eres! —dijo, mientras se levantaba del escritorio.

Yo me considero una mujer con estatura alta. Pero aquel hombre era enorme, alrededor de unos dos metros, delgado. Se acercó a mí y sus manazas me tomaron de los hombros. Sin avisar, acercó sus labios a lis míos y me arrancó un beso. En seguida sus manazas bajaron por mi espalda, hacia mi cintura, estrechándola. Después alcanzaron mis nalgas, las cuales apretó fuertemente.

—¡Que firmes! —dijo.

Me hizo girar y me abordó por detrás, besando mi cuello. Sus manos alcanzaron mis senos, los cuales abarcó por completo. Si su aparato era proporcional a su estatura y a sus manos, me esperaba una tarea intensa. Apretó mis senos, y en seguida sentí como mis pezones se pronunciaban a través de las telas del uniforme de enfermera. Seguramente esa imagen era lo que deseaba ver mi cliente, al regalarme un sostén de media copa para dejar mis pezones descubiertos. Sus dedos tropezaron con las protuberancias dibujadas por mis pezones sobre el blanco uniforme. La caricia de sus manos hizo que se irguieran aún más.

—¡Que deliciosas tetas! —dijo fascinado.

Después bajó hasta mi entrepierna, cubierta con aquella falda. Por sobre su tela acarició mi sexo, palmoteándolo también.

—Espero que esto este como lo que he visto y tocado… —dijo.

Tras deleitar sus manos con mi cuerpo, me indicó que lo acompañara a la habitación anexa. Ahí había una mesa de exploración ginecológica, con sus dos estribos para subir las piernas y mantenerlas al aire mientras el médico exploraba a gusto los genitales de sus pacientes.

—¿Usted no se cansa de ver tanto coño? —le pregunté.

—Yo trabajo con ética y ciencia, enfermera Sofía —me dijo con seriedad—. Mis pacientes no esperan menos que eso. Pero contigo espero saciar mi hambre… —dijo amenazadoramente.

Con sus manos me empujó a la mesa, ayudándome a recostarme. Me subió la falda a la cintura para poder separar las piernas y posicionarlas en los estribos de la mesa. El médico estaba complacido. Tocó mi sexo por encima de la tanga. Después tiró de ella para poder verlo mejor.

—¿Te importa si sujeto tus piernas a los estribos? —preguntó con propiedad.

—No, adelante —le respondí.

Enseguida pasó unas cintas con velcro alrededor de mis rodillas, sujetándolas a los estribos. Tras colocarlas, intenté mover mis piernas, siendo imposible.

—¿Te importa si sujeto tus brazos? —volvió a preguntar.

—No… creo que no —respondí asombrada.

Nunca había tenido un encuentro masoquista. Esta experiencia me estaba poniendo a mil. El médico sacó otras cintas de velcro y enlazó mis muñecas por arriba de mi cabeza y sujetándolas a algún gancho por atrás de la cabecera de la mesa ginecológica. Ahora esta ahí, tendida, atada, con mi sexo al aire, inmóvil, mojado y deseoso de que aquel hombretón se bajara los pantalones y me enseñara su equipo. Mi deseo no espero en cumplirse. Aquel médico dejó caer sus pantalones y se acercó a mi sexo. Estaba indefensa. Acarició con un dedo mi clítoris estimulándolo. Hizo que gritara un par de veces. Después, introdujo un par de sus largos dedos a través de mis labios, buscando mi mayor zona erógena. Me estimuló con delicadeza, pero con pleno conocimiento de mi anatomía. Sus dedos entraban y salían con gracia, haciendo que mi cuerpo se electrizara más y más. Quería tomar mis tetas y acariciarlas, pero me era imposible. Él médico pareció leer mis pensamientos pues una de sus manos alcanzó mis senos y los comenzó a acaricia y estrujar.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, cielos! —grité extasiada. Su trabajo rindió frutos a los pocos minutos. Un par de orgasmos llegaron a mí, haciendo que mi cuerpo se convulsionara de placer. En seguida sentí como me palmoteaba con su pene mi sexo. Deseaba verlo, pero estando así atada, no alcanzaba a contemplarlo— Métemelo, por favor… ¡lo quiero! —le suplique.

El médico sonrió. Dirigió su miembro a la entrada de mi mojado coño, jugueteando en la entrada, sin meterlo más que apenas unos centímetros.

—¿De verdad lo quieres? —preguntó con lujuria.

—¡Lo quiero! —le expresé con ansía— Hazme tuya…

—Bien… te lo doy…

Acto seguido, lo sumió hasta el fondo. Ciertamente no era muy grueso, pero definitivamente era largo. Sentí como mis entrañas se removían, como mi vagina se estiraba al máximo para recibir aquel pene. Sentí una pequeña punzada de dolor, la cual fue oculta inmediatamente por placer. Mi sexo podía con eso. Con eso y tal vez con más.

—¡Oh, diablos! —expresé satisfecha.

El médico comenzó el movimiento brusco de meter y sacar. No se había tomado la molestia de iniciar paulatinamente, se dejo ir con movimientos rápidos, con embestidas duras, hasta el fondo. No podía defenderme. Gemía, gritaba de dolor y placer. Sus manos deslizaron el cierre de la filipina blanca, dejando al descubierto el corsé y el blanco sostén. Mis pezones estaban hechos unas piedras. Tomó los tirantes del sostén y los hizo a un lado, recorriendo las copas para dejar mis pechos libres. Después, su cuerpo se reclinó sobre el mío, para alcanzar a lamer mis pezones mientras sus manos los aprisionaban sin ningún tipo de delicadeza. Me causaba dolor y placer ese gesto. Me hacía gritar. Eso sin detener las furiosas embestidas. No. El médico podía ser delicado con sus pacientes. Conmigo se desquitaba, era tosco, era rudo, era salvaje. Yo era un ser indefenso, a su merced, a su lujuria, a sus sueños eróticos, los más bajos. Después de varios minutos de salvajes embestidas su cuerpo se convulsionó, corriéndose con visible placer en su rostro. Yo lo había hecho unos momentos antes, pero atada así, no podía hacer más que esperar que continuara con el siguiente orgasmo.

Nunca me habian sometido de esa forma. Y me gustaba enormemente.

—¿Quieres más? —preguntó mi cliente.

Estaba sorprendida. Normalmente esperaría que pasaran algunos minutos antes de una nueva batalla. O definitivamente ya terminar con el encuentro.

—¡Si… si quiero más, doctor! —le expresé con ansía.

El médico rodeó la camilla y acercó su miembro a mi boca. No estaba tan erecto como esperaba, pero aún se sostenía para iniciar otro asalto.

—¡Ayúdeme, enfermera Sofia! —me dijo, mientras acercaba su largo pene a mi boca.

Tragué aquel pedazo de carne, saboreando sus jugos mezclados con los míos. Inicié con la punta, lamiéndola, con mis labios y mi lengua saboreando aquella cabeza color cereza. No duró tanto el acto cuando aquel pene se fuer irguiendo a su máxima capacidad. El médico, sin pensarlo dos veces, tomó la parte posterior de mi cabeza y la empujó contra él, haciendo que tragara su sexo. Sentí como aquel largo pene penetraba mi boca, violándola, ahogándome. Agarró la mata de mis cabellos con sus manazas y comenzó a mover mi cabeza atrás y adelante, mientras su pene alcanzaba lo más profundo de mi garganta.

—¡Ajjj! ¡Ajjj! —no podía decir nada.

Aquel médico no tenía reparo en mí. En ese momento solo le importaba su placer. Pero el estar ahí, atada, sobre esa camilla, mamando ese largo pene, hizo que me pusiera a mil. Era tan distinto a otras experiencias, tan placentero, tan delicioso. Yo había sido transformada en un objeto, uno para el placer del hombre. En lugar de resistirme, mi garganta siguió recibiendo con beneplácito las embestidas. Al final, un chorro de semen inundó mi boca. Yo lo saboreé, lo degusté y lo tragué. Todo. Era caliente, pegajoso, con sabor dulzón.

En seguida se volvió a colocar entre mis piernas y comenzó a lamer mi sexo.

—¡Mi turno! —expresó.

Su lengua giró en torno a mi clítoris. También lo barrió de arriba abajo. Y combinó los movimientos.

—¡Más… más… más! —chillaba de placer.

Mi cuerpo se retorció. Quería escapar de aquel placer, descansar de esa lengua. En seguida sentí sus dientes mordiendo mi clítoris. Una ola de dolor y placer manaron de ahí e hicieron que mi cuerpo se revolvará con su evidente limitación.

—¡Máaaaaas…! —ordené.

El médico continuó, succionando con avidez mi clítoris. Nuevamente un par de dedos invadieron mi vagina. Mis jugos fluían desde mi interior, mientras aquel médico los lamía, los saboreaba y los tragaba. Exploté un par de veces en sendos orgasmos. Y sin dejarme descansar, nuevamente su pene me atravesó. Otra vez, furiosamente, con brutalidad. Yo gritaba de placer, gemía cada vez que ese pene se sumía hasta el fondo de mi ser. Cada vez más rápido. El médico estrujó mis senos, los palmoteo, lamió mis pezones, los mordió. Sus manos se posaron en mis caderas, aprisionándolas, como si el estar atada fuera insuficiente para él. Al final, otra ola de semen inundó mi interior. Mi cuerpo tembló mientras un nuevo orgasmo me asaltaba junto con el médico.

Mi cliente lamió mis últimos jugos, degustándolos plácidamente. Subió sus pantalones y se retiró al consultorio. Oí como se sentaba en el sofá, mientras a mí me dejaba tendida en la misma posición, atada.

—¡Doctor! —le espeté.

—¡Calle, enfermera Sofia! —Me gritó desde la otra sala— Deje que me recupere. Enseguida la libero. Usted es genial.

—¡Esta… bien! —le respondí musitando.

Quería descansar. Quería reposar en mi cama. Quería dormir. En cambio, estaba ahí, tendida, con las piernas al aire, atadas, mi sexo al descubierto, escurriendo semen mezclado con mis jugos, con mis manos atadas por arriba de mi cabeza. Era un objeto sexual, una muñeca para coger, un recipiente para el semen de mi cliente. Me sentí humillada. Y casi inmediatamente me sentí una diosa. No cualquier mujer podría estar en la posición en la que estaba. No cualquiera tendería su cuerpo dispuesto para el sexo. No muchas dejarían que su cuerpo gozara con mis experiencias…

—Deje la desató, enfermera… —dijo el médico, mientras liberaba mis brazos y mis piernas.

Con cuidado, me ayudó a levantarme. Estaba un poco mareada, así que me ayudo a caminar hasta la habitación principal del consultorio. Mis piernas temblaban, mis medias estaban manchadas y pegajosas a causa de nuestros líquidos corporales. Me depositó en el sofá y me ofreció un vaso de agua. Delicadamente colocó cada uno de mis senos dentro de las medias copas del sostén y ajustó sus tirantes. En seguida acomodó la filipina, cerrando su cierre. A pesar de sus esfuerzos, mi desarreglo general era notorio. Esperaba que siendo de noche, ya no hubiera demasiados visitantes en aquella torre médica.

—¡Ha estado genial, enfermera Sofia! —dijo el médico, mientras se sentaba y me abrazaba.

Agradecí el abrazo. Era una gratificación hacia su objeto sexual, hacia su diosa.

—Eres… eres… una ninfómana nata —continúo diciendo—. Pocas hubieran aceptado el servicio que me diste, muchas hubieran rechistado. Tú te dejaste conducir, y lo gozaste. ¡Eres una puta fenomenal! —dijo, abrazándome mucho más fuerte.

—¡Gra… gracias… doctor! —expresé cansada.

—Por hoy terminamos. Solo por hoy. Pero necesitaré de tus servicios para más experiencias similares. No, no similares. Más intensas. Agradecerás nuestro futuro juntos, ya lo veras… ¡Mujercitas como tú, son difíciles de encontrar! —platicó mientras sacaba un fajo de billetes y los depositaba en el bolsillo del pecho de la filipina blanca.

—¡Gracias, doctor! —expresé feliz.

Cada uno de los servicios me encantaba, no tanto por el dinero (aunque era muy útil), sino por las grandiosas experiencias sexuales que me brindaban. Pensé que aquel encuentro con el médico sería una experiencia de disfraz y nada más. Resultó ser más que eso. El uniforme solo era le medio para entrar a ese edificio sin ser reconocida como una puta. Fue una experiencia grandiosa. Y con aquel fajo de billetes, mucho mejor.

El médico se levantó y me extendió la mano. La cita estaba por terminar.

—Espero verla pronto, señorita Sofia.

—Yo ansío verlo pronto, Doctor —dije con una sonrisa—. Quiero que me muestre esas experiencias…

Salí a la sala de espera. Aún se encontraba la rubia secretaria. Me cambié las zapatillas de plataforma por el calzado normal, pero vi que no me quitaba la mirada de encima. Sus ojos eran verdes, serios, ocultos tras unas gafas de montura negra. Le brindaba un aire de severidad.

—Veo que has sido del agrado del doctor, pequeña —expresó finalmente.

—Así lo pienso… —respondí, tratando de recomponer mi figura de lo desaliñado que había salido del consultorio.

—Tienes potencial, hermosa. Él quiere verte de nuevo —expresó con beneplácito—. Y francamente, a mí también me gustaría ver de qué eres capaz…

Sabía que ella conocía las aventuras de su jefe. Así me lo dio a entender a mi llegada. Pero ahora sabía que posiblemente ella participaba en algunas de sus aventuras. Definitivamente.

—Tenga, señorita Washburn —dijo mientras me ofrecía una memoria flash y una tarjeta de presentación—. Revise su contenido y avísenos cuando esté lista, por favor…

Tomé los objetos. No pregunté nada. Me retiré del lugar echando un vistazo a la secretaria. Ella había vuelto a trabajar en su computadora. Puede notar una leve sonrisa en su semblante. Era como si tuviera la seguridad que volveríamos a vernos.

Ya vería que contenía la memoria.