Diario de una adicta al sexo. Capítulo 3.
Segundo Capítulo del Diario de una adicta al sexo, titulado "La primera..."
La primera…
Estaba de pie, en un extremo de la sala. Daba la espalda a Adrian, a quien deje tumbado en el sofá. En el primer asalto, lo había dejado agotado. Ya había tragado toda su leche y ahora me preocupaba la limpieza de mi blusa. Sería muy difícil explicar a mis padres el por qué había salpicaduras aquí y allá, especialmente en la tela que se recostaba encima de mis tetas. Estaba en la labor con un pañuelo húmedo, sacando cada manchón. Estaba tan absorta en mi tarea que jamás vi a Adrian acercarse por detrás. Me envolvió con sus brazos, uno cruzado por debajo de mis senos, el otro por arriba de ellos. Ya no tenía la camisa. Además, sentí su pene empujando por encima de mi falda.
—Sofia, listo para proseguir.
Quería voltearme y admirar su desnudez. Sus fuertes brazos me lo impidieron. Comenzó a besar mi cuello, despacio. Eso hizo que mi piel se erizara protestando. Sentí pequeñas corrientes eléctricas recorrer mi espalda. Recolocó sus manos y ahora sostenían cada una a mis senos. Llevé mis manos a los botones restantes para liberarme, pero él lo rechazo.
—Déjame hacerlo a mí —susurro a mi oído.
Siguió sosteniendo mis senos, apretándolos suavemente. Yo quería deshacerme de la blusa y el sostén, quería que los tocara desnudos, quería sentir sus dedos en mi piel. Él no tenía prisa. Comprendí su estrategia. Estaba calentándome. Y le estaba funcionando. Soltó mis pechos y dejé de sentir su pene contra mis nalgas cubiertas por la falda. Fue precisamente en esta prenda que dirigió sus manos, para liberarme de dicha barrera. Ahora estaba ahí, con las nalgas descubiertas y el medio cubierto por las bragas de satín. Clavó sus dedos sobre mi entrepierna, buscando la entrada. Primero cayeron en el ano, el cual se contrajo para evitar su invasión. Fueron más abajo y lograron encontrar la hendidura entre mis labios mayores. Fueron al extremo y chocaron con ese pequeño bulto que anunciaba el inicio de mi vulva. Se puso a masajearlo por encima de mis bragas. Una ola de placer me llevo al cielo. Anteriormente lo había tocado, y sabía que el masaje en el clítoris podía brindarme placer. Pero que alguien más lo hiciera no tenía comparación alguna. Podía quedarme ahí, para siempre. Las bragas, de por sí empapadas por la batalla anterior, ahora eran un amasijo de tela remojada. Adrian decidió retirarlas, lentamente. Esos movimientos casi a ralentí hacían que me calentara más. Era como una olla de presión a punto de explotar. Los movimientos pausados de Adrian hacían que mi excitación creciera exponencialmente. Finalmente Adrian me condujo al sofá de dos plazas. Hizo que me arrodillara sobre el mismo, con los codos apoyados sobre el respaldo. De esta forma, él tenía un mejor acceso desde atrás a mis genitales. Continúo el masaje a mi clítoris, suavemente. No sabía cuántos clítoris había masajeado en el pasado. Con seguridad debían haber sido varios, pues no era ningún novato. Estaba extasiada. Por mis muslos comenzó a correr mi fluido, fluido, caliente. Yo gemía de placer.
Finalmente Adrian dejó de jugar con mi clítoris. Se levantó y acercó su pene a mis nalgas. Sabía que venía la hora definitiva. Sabía que en ese momento dejaría de ser Sofia la virgen y me convertiría en Sofia la desvirginada. La Sofia de vida sexual activa. Había leído al respecto, y sabía que la experiencia solía ser dolorosa. Había que romper el himen, una pequeña telita al inicio de la vagina. Ahora iba a comprobar si eso era cierto.
—No te estreses. El dolor pasará pronto —dijo Adrian mientras dirigía su pene de entre las nalgas a mi vulva. Ahí dejo que el suave glande acariciara mis labios, se humedeciera, reconociera el camino. Casi podía sentir el pulso de las arterias en esa zona, haciendo que se hinchara y enrojeciera. Mi corazón se aceleró, sentí miedo y cerré los ojos. Permanecí inmóvil para evitar más dolor.
Si aviso, con la cabeza del pene colocada frente al himen, Adrian empujó con fuerza. Dejé escapar un pequeño chillido. Dolía, mucho. Pero sabía que aún no había entrado. Escurrió más líquido por entre mis labios. Era como si invitaran a ese pene a seguir adelante. Una nueva embestida, sin éxito pero mayor dolor. Casi estaba a punto de lágrimas. Adrian me tomó más fuerte de las caderas, clavando sus dedos en mis huesos. Arremetió una tercera vez, más fuerte y violenta. De un solo golpe su pene entró a lo largo de mi vagina. Sentí como testereaba mis intestinos por la salvaje entrada. Grité un par de veces, pero no me moví un centímetro. Supuse que si lo hacía podía dolerme más. Sentí que me había partido en dos y nuevamente sentí correr dos ríos de líquido por mis muslos. Era más caliente, espeso y viscoso. Era sangre.
Apoyé la cabeza en el respaldo. Por fin brotaron sendas lágrimas por mis ojos, bañando mis mejillas. El dolor era intensó. Adrian había hecho una pausa, pero el malestar no se iba. Entonces Adrian comenzó a moverse adelante y atrás, metiendo y sacando su largo pene. Sentía mucho dolor, pero se fue amalgamando con una sensación de placer única. Arremetía una y otra vez, como tratando de evitar que mi sexo volviera a cerrarse por lo que trataba de dejar un camino bien formado. Los embistes se fueron haciendo más intensos, más rápidos. Yo gemía de dolor y placer. Al final fue más placer. Así hasta llegar a mi primer orgasmo. Era lo más intensamente exquisito que había sentido. El máximo placer. Como mil bombas detonando en tu cuerpo, convulsionándote y llenándote de placer. Ahora sabía porque Adrian había quedado cansado en la primera batalla, tras penetrar mi boca. Simplemente mis piernas temblaban incontroladamente, no podía seguir en cuatro patas y con el culo al aire.
Me recostó sobre el sofá. Estaba extasiada. Su cuerpo desnudo estaba empapado en sudor. Si seguía teniendo la blusa, pero estaba sudada en su totalidad. Ni que decir del sostén, mis tetas acaloradas lo habían mojado todo. No sabía cómo llegaría a mi casa, con mi ropa hecha un desastre, pero a esas alturas no me importaba. Quería más.
Adrian adivinó mis deseos.
—Ves lo que te he dicho. No eres como las demás. Tu cuerpo despide sexualidad. Tus tetas magnificas, grandes y redondas piden ser tocadas a cada instante. Piden ser exhibidas para deleite del hombre. Irradias erotismo, aunque no te des cuenta. Créeme, estas hecha para el sexo. Tienes talentos que no deben ser desaprovechados —confesó mientras tiraba su condón usado, abría otro paquete y se colocaba el pequeño objeto de látex en su pene erecto—. Yo no desaprovecharé tu talento, mientras esté a tu lado…
Adrian se acercó, tomó mis piernas y las levantó sobre sus hombros. Mi sexo estaba ahí, al aire y listo para recibir a su visitante. Con gran tino logró entrar para que desde mi vagina corriera el placer al resto del cuerpo. Con sus manos fue liberando uno a uno los botones restantes de mi blusa. Con trabajo me deshice de ella para que después sus manos buscaran por mi espalda la forma de liberarme del sostén. Tenía habilidad haciéndolo, debo admitirlo. En un santiamén el sostén voló lejos mientras mis senos bailaban en un vaivén acorde a las embestidas de Adrian. Empujaba una y otra vez, mientras se deleitaba con mis tetas. Las acarició, las estrujó, las palmeo. Jugaba con mis rosados pezones erectos. Yo deseaba que me los chupara. Parecía que yo gritaba mis deseos, pues bajo mis piernas de sus hombros, colocando mis piernas alrededor de su cadera. Ahora yo también podía controlar el ritmo de sus arremetidas. Lo aceleré un poco más, en tanto él lamía uno y otro pezón, succionando, haciendo crecerlos más, arrancándome dolor y placer. Así seguimos hasta el unísono orgasmo, ambos empapados de sudor, ambos apestando a sexo, con los cuerpos como brazas, con los sexos mojados en fluidos vaginales y seminales.
Había nacido la Sofia sexualmente activa.
Muy activa.
Muy activa.
Adrian fue compañero de mil batallas por largo tiempo. Dos años. Follamos infinidad de veces. Pero los caminos fueron divergiendo paulatinamente hasta levantarse brechas infranqueables. Nos dimos adiós sin descontento y con la esperanza de volvernos a ver en el futuro. Y si lo hacíamos, sería para librar otra batalla. Fuera cualquiera nuestra situación de pareja. Una promesa hecha al primero de todos.
No podría fallarle a mi iniciador.