Diario de una adicta al sexo. Capítulo 1.

Mi nombre en Sofia Washburn… Y soy una adicta al sexo. No sé cuándo comencé a serlo. Tal vez lo he sido toda mi vida, pero el mayor impulso nació al comenzar la adolescencia. Las hormonas, supongo. Ahí, esas diminutas sustancias llenaron mi torrente sanguíneo transformándome de niña a mujer...

Diario de una adicta al sexo.

Sensaciones puberales

Mi nombre en Sofia Washburn…

Y soy una adicta al sexo.

No sé cuándo comencé a serlo. Tal vez lo he sido toda mi vida, pero el mayor impulso nació al comenzar la adolescencia. Las hormonas, supongo. Ahí, esas diminutas sustancias llenaron mi torrente sanguíneo transformándome de niña a mujer. Durante mi infancia no era más que una niña escuálida y pálida. El cabello largo y castaño claro era objeto de múltiples travesuras por los niños del colegio. Fui objeto frecuente de burlas. Eso me hizo muy retraída.

Pero a los once años algo fue cambiando en mí. Comenzó con las visitas mensuales, ya sabrán. Como a cualquier niña, eso me asustó sobremanera. Aunque ya tenía cierta información obtenida en las clases y expandida con el internet, el vivirlo era muy diferente. Además, los dolores eran también algo nuevo y no podía creer que tendría que pasar por eso el resto de mis días. No deseaba ser mujer. Me asustaba.

Al poco tiempo note otros cambios. Mi cuerpo flacucho de toda la vida estaba cambiando. De repente note que mis caderas aumentaban y que me era más difícil entrar en los diminutos pantalones de mi guardarropa. Ahora ya no me quedaban tan flojos, sino que mis muslos y piernas ocupaban todo su interior. Y qué decir de mi pecho. Al principio plano como una tabla, en cuestión de unos meses observe como se iban abultando, desde unos diminutos limones, hasta unas naranjas redondas. O un poco más que eso. Pase de los tiernos corpiños hasta la talla A, luego la B y finalmente una modesta talla C. De la macilenta Sofia de la escuela primaria no quedaba nada en la escuela secundaria.

Era una nueva yo, remasterizada.

Y con una sensación agregada.

Dicha sensación no la descubrí sola. Si los chicos de primaria solían hacerme la vida imposible con sus bromas y agresiones, ahora los compañeros de clase no hacían más que admirarme. Era una reina. Entre chismorreos y redes sociales descubrí una lista hinchada de admiradores.

Fue a los trece cuando tuve mi primer novio. Se trataba de un chico alto, delgado, de ojos tiernos y sonrisa espectacular. La forma en cómo me miraba me llenaba de ternura. Era caballeroso y me trataba con excesivo respeto. Cuando salíamos de la escuela (terminando la tarde y comenzando la noche), solíamos irnos juntos a la parada del autobús. Siempre me acompañaba brindándome un abrazo que sentía como temeroso, con miedo a tocarme de más. Eso me gustaba. Pero solo al principio. Unas cuantas semanas de relación y yo misma sentía que estaba cayendo en lo aburrido.

Por lo tanto, una noche de viernes, decidí dar un paso más. Había trazado el plan y si aquel primero novio no avanzaba más, yo lo obligaría. Estaba decidida. El trayecto hacia la parada del autobús abarcaba unas cuatro manzanas repletas de pequeñas casas. Como ya había entrado la noche, las luces eléctricas a lo largo de la acera se habían hecho presentes. Pero aun así, había demasiadas zonas en sombras. Una de esas, era una estrecha calle, la cual casi siempre se mantenía poco iluminada. Esa sería mi zona de ataque.

—¡Ven, acompáñame! —le dije de repente a mi primer galán.

—Sofia, la parada es por allá —me respondió con tono formal.

—Sí, lo sé. Solo que quiero ver una cosa…

—¡Ah! ¿Y se puede saber qué es lo que deseas ver? —respondió, aún en forma inocente, sin sospechar nada de mis intenciones.

—Ven, solo sígueme —le expresé, sin intenciones de revelar más y jalándolo de su mano.

Avanzamos una centena de metros. Había un lugar a donde la luz de las viejas farolas apenas se filtraba. Ahí estaba estacionada una camioneta blanca con logos de una florería a los costados. Esto brinda mayor privacidad al lugar. Esa era la zona ideal.

—¡Mira! —le dije emocionada.

—¿Qué quieres que mire? Aquí está muy oscuro —respondió extrañado—. Sofia, creo que lo mejor sería regresar.

—¿Qué pasa Will? ¿Me estás tratando de insinuar que tienes miedo? —le pregunté a modo de reto.

—No… solo que no sé qué estamos haciendo aquí. No hay nadie, esta oscuro…

—¡Exacto…!

Entonces lo atraje a mí abrazándolo del cuello. Era en ese momento o nunca. Le besé la boca. Hasta ese punto de la relación, nuestros besos eran tímidos y breves, apenas un rozón pasajero de nuestros labios. Pero en ese oscuro lugar, intenté algo más. Aun siendo inexperta, lo besé como una sanguijuela besa un brazo. De verdad, desconocía como debía darse un beso de pasión, por lo que en el arrebato terminé mordiéndole el labio a mi compañero. Debí causarle dolor, pero jamás se apartó. A esas alturas, debía saber plenamente de mis intenciones y el que no rechistara me hacía saber que le agradaba. Me abrazo fuerte, recorriendo torpemente con sus manos mi espalda. Me aprisionó contra la camioneta. Si hubiera deseado escapar, jamás habría podido. Si, la camioneta estaba en mi espalda y Will me tenía rodeada con sus brazos. Pero no era por eso que me fuera imposible escapar.

Sencillamente no lo deseaba.

Comencé a sentir un calor recorriendo mi cuerpo. Sentía que deseaba sus labios en los míos. Sentía que los quería por todos lados. Era una nueva sensación que me embriago. Al principio, yo misma me sentía nerviosa. Pero ya dado ese primer paso, me sentía emocionada, excitada. Nunca había sentido esa sensación… y me agradaba mucho.

—¡Tranquila, Sofia! —dijo Will despegando sus labios del prolongado besar que había iniciado. Pensé que estaba por terminar el jugueteo, cuando su rostro se fue acercando al mío lentamente—. Te enseñaré…

En seguida selló mi boca con sus labios, suavemente. Yo le seguí el ritmo. De mi furioso arrebato inicial a este beso lento y apasionado pude obtener un temblor en mi cuerpo. Fue genial. Sentí su lengua en mi lengua, húmeda, caliente. Ahí permanecieron estos órganos, tocándose, enredándose y compartiendo nuestra saliva. ¡Oh, Dios! Si antes me hubieran dicho que aquel joven tan caballeroso podía besar tan rico, jamás lo habría creído. Desconocía ese tipo de experiencia en él, y me agradaba. Estaba aprisionada en sus brazos, con nuestras bocas unidas en un largo, larguísimo beso. Caliente, húmedo, con una mezcla de sensualidad y ternura. Así comencé mi vida sexual.

Sí. El primer beso de verdad, cuenta para mí como el inicio de mi vida sexual. Cualquiera podría tomar la primera relación sexual como su inicio, pero yo prefiero ese punto. ¿Por qué? Pues porque fue suficiente para producirme calor en el cuerpo, para hacerlo temblar y para desear querer más. Así que Will, con sus maravillosos besos, fue el primero.

La relación duró poco más de medio año.

Todas las noches, después de clases, pasábamos unos veinte o treinta minutos en nuestro escondite oscuro. Disfrutaba sus besos. Mucho. Pero solo al inicio. Poco a poco sentí la monotonía en la relación. Me esforcé en que Will avanzara más, pero siempre se comportaba tan recto, tan formal, tan caballeroso. Aquel apuesto joven podría ser el príncipe azul para muchas chicas de mi edad. Sin embargo, no era tipo para mí. Así que nos dimos nuestra libertad.

Estaba por finalizar el primer año de secundaria. Faltaban unos meses y el ambiente escolar se tornaba tenso, ante la perspectiva de finalizar el curso. Era la tensa recta final. Fue entonces cuando Adrian se presentó en mi vida. El cursaba el segundo año, por lo que nuestras edades se distanciaban unos 11 meses. Era integrante del equipo de voleibol de la escuela, por lo que tenía un cuerpo alto y atlético. Era moreno claro y tenía ojos pequeños, en actitud de perenne análisis.

De esa forma me sentí una tarde: analizada. Estaba en los jardines de la escuela, repasando unos apuntes. La historia jamás fue hecha pensada en mí, y realmente me tenía frita ese año. Fechas, nombres, batallas. Repasaba una y otra vez, recitando para mi cada evento histórico importante que vendría en el penúltimo examen. Y de repente, noté su mirada, fija en mí, a unos veinte metros de distancia. Me quede viendo, pero Adrian jamás se inmutó. Me sentí cohibida, por lo que tomé el saco del uniforme y me retiré del lugar. ¡Demonios! De verdad que me había intimidado su mirada fija en mí.

Ese fue nuestro primer encuentro.

El segundo ocurrió después de un partido de voleibol. Esa vez fue un fin de semana de torneo y casi toda la escuela acudió a observar el partido. Adrian jugaba esa vez, y me sorprendió ver lo bueno que era en la cancha. De verdad, tenía futuro en ese terreno.

Al final, nuestro equipo de la escuela se alzó con la victoria. Entre gritos y alabanzas, todo el alumnado se fue retirando del salón de deportes, gustosos por haber ganado. Yo me enfilé a la salida con mi grupo de amigas, intercambiando puntos de vista sobre el partido, pero aún más sobre los chicos.

Debo confesar que a mí me gustaba mucho Adrian. Si, si. Todos los jugadores tenían un muy buen ver, pero él tenía un atractivo que me fascinaba en demasía. Y como bien dice, si invocas al diablo, este se te puede aparecer. Mi mente estaba recordando a Adrian mientras dos de mis compañeras peleaban por decidir cuál de sus propuestas era el más atractivo. Y de repente, una mano en mi hombro me hizo detenerme. Giré bruscamente para identificar a quien había osado detenerme así y mis ojos se encontraron que aquella mirada analítica. También había una amplia sonrisa y un rostro empapado en sudor.

Era Adrian.

De cerca era aún más guapo. Y el sudor resbalando por su cara lo hacía ver más varonil.

—¡Hola! —dijo, rompiendo ese pequeño lapso de sorpresa mío.

—¡Hola! —respondí de la misma forma.

—Oye, eres más hermosa de cerca —dijo, sin más ni más.

—¡Ah, gracias! Disculpa, ¿te conozco? —inquirí simulando no haberlo visto jamás.

—¡Vamos, no te hagas! Los jardines de la escuela, hace una semana, tú en la banca estudiando como loca…

—¡Oh, gracias! Eres tan respetuoso. Primero te me quedas viendo haciéndome sentir incomoda y ahora me dices loca…

—Perdona, no fue mi intensión —expresó visiblemente apenado. Después retomó la palabra—. Bien, veo que al menos si me recuerdas.

Me había descubierto la pequeña mentira.

—Está bien, si te recuerdo. ¿Qué deseas?

—Discúlpame de verdad. Mal inicio. Olvida todo hasta aquí… Soy Adrian —dijo, mientras extendía su mano esperando estrechar la mía.

—Bien… Soy Sofia —levanté mi mano y tome la suya en un saludo. Agitamos nuestras manos entrelazadas por un rato, juguetonamente—. Bien, ¿y qué deseas Adrian?

—Lo primero, decirte nuevamente que te ves muy hermosa —expresó, mientras me volvía a ver con esa mirada penetrante—. En segundo, que me encantaría conocerte.

—¡Oh, eres muy gentil! Estoy sorprendida. Bien, creo que sí, podríamos conocernos…

—¡Gracias, Sofia, gracias! —interrumpió emocionado por mi respuesta—. Este fin de semana estaré fuera por un viaje familiar, ya sabes, los papás visitando a los abuelos. Pero el lunes podría buscarte para platicar más.

—De acuerdo. El lunes. Estaré esperando que me encuentres…

—No te preocupes… Yo sé dónde encontrarte —dijo confianzudamente.

—De acuerdo. Hasta el lunes, Adrian.

—Hasta el lunes, bella Sofia.

No alcanzó a verme. Ni yo podía observar mi cara. Pero sentí un calor en mis mejillas. Con seguridad debía estar sumamente ruborizada.

Tras aquella tórpida presentación en el juego de voleibol, tuvimos un par de citas sabatinas en las cuales nos conocimos al calor de un par de helados y caminatas en un parque cercano. Al poco tiempo nos hicimos novios. Caminábamos abrazados, nos besábamos, y nos volvíamos a abrazar. Al inicio era así. Otro ente lleno de respeto. Necesitaba dar el siguiente paso. Necesitaba llevarlo a mi lugar secreto.

A las pocas semanas, Adrian conoció mi vieja calle plagada de parches oscuros en plena noche. En especial ese lugar atrás de la camioneta blanca. Siempre estaba ahí y eso me ayudaba a crear un ambiente íntimo a la salida de la escuela. Esperábamos con ansia el fin de las clases diaria para salir volando tomados de la mano hacia ese rincón íntimo. Ahí nadie podía ver nuestros abrazos, nuestros besos, nuestras manos recorriendo por encima de la ropa nuestros cuerpos. En más de una ocasión, Adrian había liberado un par de botones de mi blusa, para deslizar sus ansiosos dedos hacia mis pechos. Jugueteaba con el borde de mi sostén, arriba y abajo, para después deslizarlos por debajo, hasta alcanzar mis pezones. Jugaba tímidamente con ellos, hasta alcanzar su plena erección. Me encantaba. Pero también tenía miedo de que alguien nos viera en pleno encuentro. Se me caería la cara de vergüenza. Me imaginaba corriendo del lugar, ante los gritos de algún anciano, con media teta al aire, tratado de volver a la compostura en plena carrera.

Pasaron varias noches de esa forma. Me abrazaba, me besaba, me masajeaba mis tetas. Pero yo quería más. Quería conocer la anatomía de un hombre. Ya la conocía ampliamente al navegar por internet, pero necesitaba la clase práctica. Si bien era cierto que podía sentir claramente su bulto en mi trasero cuando me abrazaba por detrás, la realidad era que ansiaba conocer de primera mano un miembro, de carne y hueso. Bueno, de carne, únicamente. Y literalmente, de primera mano. Quería uno en mis manos.

Adrian sería mi sujeto de experimentación.

Así que elegí un miércoles. La profesora de inglés estaba enferma y no había suplente para esa clase esa semana. Era la última clase de ese día y nos permitían salir unos veinte minutos antes que el resto del plantel. Eran veinte minutos extras. Le envíe un mensaje a Adrian, el cual seguramente no tendría inconveniente en saltarse una clase.

Y efectivamente, fueron veinte minutos extras. Caminamos presurosos hacía el rincón secreto. Las lámparas de las calles comenzaron a encenderse, pero tras aquella vieja camioneta la luz había sido evacuada por completo.

Nos abrazamos, como quien no se había visto en meses, con fuerza, salvajes. El bajo una de sus manos y apretó mi nalga con furia. Me dolió un poco, mucho menos de lo que me gusto. Él lo sabía y en la menor oportunidad de privacidad lo hacía. Decía que era una masoquista. Tal vez. Los besos también se tornaron apasionados, con nuestras lenguas jugueteando, empujándose una contra la otra en una lucha que nadie ganaría.

Era el momento del siguiente paso…

Bajé una de mis manos. Comencé a masajear su entrepierna y noté como el bulto que ahí había crecía aún más. Por un instante, Adrian se detuvo en sus actos sensuales, sobresaltado ante mis movimientos. Nunca me había atrevido a tocar su parte, motivo de su sorpresa en ese momento. Continúo con su labor. Yo también seguí así, tan solo unos minutos más mientras él me besaba, mordiendo mis labios en un sinfín de húmedos besos. Desabotonó ágilmente la parte superior de mi blusa (ya tenía amplia experiencia) e hizo a un lado el sostén. Dejo mis senos al aire libre, apretujados entre el sostén mal posicionado. Con su mano derecha abarcó todo seno izquierdo, masajeándolo como si fuera una bola de masa. Sus dedos jugando en mi pecho y una brisa fresca hicieron que el pezón se pusiera durísimo, excitado. Lo apretó firmemente entre sus dedos, intentando volverlo de piedra. Su otra mano estaba en mi espalda baja, me tenía firmemente aprisionada. No podía escapar. Y no quería.

Seguí masajeando su entrepierna. Sentía el cilindro por debajo de su ropa, duro, firme, puesto a punto para atacarme. Lentamente baje el cierre de su bragueta. Sentía que liberaba la presión del miembro que estaba detrás de ella. Debía estar en su máximo. Sentí en escalofrío, producto de la emoción y del miedo. Ya había tomado la decisión, así que no había más que seguir adelante. Saqué su pene, largo y delgado. Inmediatamente percibí como su cuerpo temblaba. Bajé la otra mano para ayudarme. Abrí más la bragueta, saqué su escroto. Ahí estaba, un par de bolsas colgando por debajo de ese mástil. Los sostuve con la mano izquierda, mientras que con la derecha recorría la circunferencia de su pene. Estaba duro y rematado en una pequeña cabeza cubierta por un prepucio grande. Al poco rato, sentí como se humedecía al secretar un líquido viscoso y caliente.

Adrian aceleró su respiración. Casi jadeaba como cuando finalizaba uno de sus partidos. Lo tenía a mi merced. Oía que musitaba algunas palabras, algo así como «lo haces muy bien», «sigue, preciosa» y «me encanta lo que haces». No distinguía bien sus palabras, pero su murmullo esporádico me excitaba aún más. Lo sentía sumamente caliente. Respiraba más acelerado y seguramente su corazón estaría a mil, tal como estaba el mío.

Retraje el prepucio, lentamente. Toqué con tres dedos su glande libre de aquella tela de piel. Lo sentía blando, suave y húmedo. La masajeé mientras Adrian respiraba más ajetreado. Seguí con el cuerpo del pene, el cual agarré con fuerza. Deslicé mi mano atrás y adelante, rápidamente. Adrian se quejó.

—Hazlo más lento… suave —susurró.

Obedecí. Su cuerpo se tensó más. Su secreción manchó mi falda. Sin pensarlo dos veces, la subí y coloqué su miembro entre mis muslos. Adrian comenzó a mover su cadera, frotando su pene con mis muslos. Los apreté y las exhalaciones fueron un poco más intensas. Mientras, mis labios besaban su boca furiosamente. Había tomado el control, podía hacer de él lo que quisiera. Sentí una mayor viscosidad en mis muslos. Mi entrepierna se humedeció en respuesta. Casi sentía un hilillo de líquido tibio corriendo por mis piernas. Me di la vuelta y me volví a levantar la falda. El colocó su pene entre mis nalga, haciendo a un lado la braga. Me contoneé lentamente mientras el colocaba ambas manos en mis tetas. Sentía su respiración en mi nuca.

Estábamos excitadísimos. Apretaba y soltaba los muslos, produciéndole gemidos. Levanté mi falda y comencé a masajear mi clítoris. Primero lento, después más y más rápido. Esa masturbación rindió su efecto. Me corrí una vez, sintiendo mis piernas temblar. Sentía que iba a caerme. Adrian mantenía su pene endurecido. Y aún había tiempo. Lo volví a tocar, todo húmedo y pegajoso. Me coloqué frente a frente y metí su miembro entre mi braga y mi hendidura. Mientras lo besaba, moví mi cadera atrás y adelante, apretando con mis muslos su miembro. Su respiración agitada se ahogaba con mis besos. Sufría para respirar, lo sabía, pero no se retiró de la pelea. Sentía como su pene rozaba mi clítoris, frotándolo, conduciéndome a otro orgasmo. No podía resistir. Mis piernas temblaban más. Adrian no resistió y finalmente eyaculó. Sentí su flujo caliente y pastoso en mi hendidura. Fueron unos segundos grandiosos de éxtasis, ahí abrazados, con su pene en mi hendidura, cubierto por mis bragas remojadas con flujo vaginal, semen y sudor.

No duró mucho. Escuchamos unos ruidos y después unos gritos.

—¡Hey! ¡Hey! —oímos gritar—. ¡¿Qué carajo están haciendo ahí?! —Indudablemente era la furiosa voz de un hombre—. ¡Lárguense de aquí, indecentes…!

Las sombras de la noche lo ocultaban, así como pensábamos que nos ocultaba a nosotros. Pero pudimos escuchar unas pisadas removiendo las hojas secas desperdigadas por doquier. Salimos del choque inicial de sabernos descubiertos y como pudimos salimos corriendo de aquel lugar. De no haber estado asustados por esa sorpresa, debió ser una escena de lo más graciosa. Adrian la tuvo fácil. Corrió metiéndose su miembro dentro del pantalón. Con la sorpresa, debió ponerse flácido instantáneamente. De no suceder eso, no hubiera podido meterlo tan fácil y no hubiera corrido tan rápido dejándome atrás, medio subiéndome la braga embarrada de semen y flujo vaginal, y después acomodando mis senos dentro del sostén y abotonando mi blusa.

En retrospectiva, debió ser divertido. Yo, corriendo con las tetas al aire, con una zancada rara para no batirme más con esa melaza de fluidos entre mis muslos.

Solo rogaba que no amaneciera al día siguiente su video el internet.