Diario de un Hetero: Id, Ego, Superego (cap.7)

Luca, un abogado de 29 años comparte piso con Joel, un chulito de 22. Los dos, heteros, ególatras y arrogantes se ven abocados, por una apuesta de gallos, a toda una serie de acontecimientos relacionados con el mundo de la dominación sexual que no esperaban. ¿Serán capaces de controlar la situación?

Jueves 8 de febrero del 2018

8:43 de la mañana

Joel entró a la ducha y yo me quedé en la cama tumbado mientras el rumor del agua proveniente del baño me ayudó a relajar todo mi cuerpo tras la tensión las últimas horas. Me pregunté qué estábamos haciendo, cómo habíamos llegado a esta situación, qué sería de nosotros, de nuestra relación de colegas tras todo esto. Me preguntaba esto mientras intentaba controlar y adecuar mi respiración al apretado corsé que llevaba debajo de la ropa. No había tenido ni valor ni fuerzas aún para desnudarme completamente y verme con él puesto.

El agua seguía cayendo por la piel de Joel mientras éste, sin duda, intentaba centrar su mirada en otra cosa que no fuera el cepo de hierro que aprisionaba su pene. Apenas lo pude apreciar cuando, entre los cubos aún, se había dado cuenta de que sucedía algo extraño y se había bajado un poco los pantalones para encontrarse con aquello: un elemento de hierro alrededor del pene que incorporaba en la parte del glande una tachuela de unos dos centímetros de anchura y otros tantos de diámetro que tapaba la salida de la orina como si de una tuerca cerrada se tratara. Empalmadas a esa parte, tres tiras de hierro de unos pocos centímetros ocultaban el tronco del pene con una lámina circular del mismo material y de unos cuatro centímetros de largo, que terminaba en un candado también de hierro y otro aro algo más cuadriculado, adherido a la parte púbica, que seguramente lo rodeaba por debajo de los huevos. Era un sistema de encierro bastante pequeño pero, aun así, le estaría suponiendo en Joel un suplicio físico.

¿Qué cojones haces? —me pregunté a mi mismo cuando me di cuenta que me había llevado la mano a mi propio rabo, que había crecido unos pocos centímetros… pero no por pensar en lo que Joel tenía en su rabo, sino por el placer de sentir el mío libre mientras el suyo, siempre superior en tamaño ahora era claramente inferior—. Para —me dije, mientras me levantaba de la cama y me iba donde no escuchaba ni el sonido de la caldera ni el del agua correr.

Me puse frente al espejo. Necesitaba desnudarme para ducharme e ir al trabajo. Tendría que pasar por ahí. Me quité el jersey y me dejé la camiseta puesta. Me bajé los pantalones y los bóxer, retirando previamente las zapatillas pero dejándome puestos los calcetines. Tenía miedo de quitarme la camiseta que, como era negra, no traslucía el corsé, aunque sí permitía deducir su bulto y su forma, sobre todo los tres candados traseros, que a pesar de ser pequeños abultaban la camiseta en varias zonas. De pronto escuché que Joel cerraba bruscamente la puerta de su habitación. Miré el reloj. A él le quedaban cuarenta minutos para entrar a trabajar, a mí una hora y cuarto.

Decidí quitarme la camiseta y enfrentarme al espejo.

Una silueta extraña apareció en él. Tenía mi cara y mis piernas, conservaba mis hombros y mis brazos, pero el tronco había cambiado. El trapecio invertido se había vuelto más curvo, más femenino, estrechando mi cadera y ampliando la cintura y la parte alta del tórax. Dos líneas curvas hacia dentro formaban el centro de mi cintura y apretaban al mismo tiempo los músculos que había desarrollado en esa parte. Se conformaba como el lugar de mayor presión. Todo esto lo provocaba un simple artilugio de malla metálica que presionaba mi piel. Esa malla estaba recubierta con una tela roja que cubría toda la prenda, a excepción del contorno que sí estaba acolchado por un material de charol negro. También negros eran los tres cinturones que recorrían paralelamente el corsé. Uno pasaba justo por el final de mis pectorales; otro, a pocos centímetros discurría por el centro de mi abdomen; y el tercero pasaba a pocos centímetros del final de la prenda, que se ajustaba estrechamente a mi cadera y no permitía que me moviera con absoluta libertad. Los tres cinturones se abrían por delante, pero al estar atados a tres candados por la espalda, primero debían abrirse para poder soltar todo aquel sistema que me presionaba cada vez más. Por otro lado, por la parte alta del corsé subían dos picos en curva hacia mis axilas que no solo me provocaban rozaduras en esa zona sino que dejaban un escote en el centro de mis dos pectorales que hacían, si podía ser así, una imagen aún más femenina y desconcertante de un cuerpo masculino. Por último, justo debajo de uno de esos picos, había un bolsillo cosido que no permitía introducir en él muchas cosas, pero que sí llevaba una cadena metálica atada a la parte interior del bolsillo que en extremo sujetaba dos llaves. Yo no tenía duda de que ninguna de ellas abriría ningún candado de mi espalda.

No aguanté más mi propia mirada y me metí a la ducha.

Tenía miedo de mojar el corsé y que se oxidaran los pequeños candados traseros pintados de negro, y que eso conllevara más problemas a la hora de abrirlo. También había tanteado la opción de romper el corsé con alguna herramienta, pero recordé las palabras de aquel lunático. Debíamos seguir las pautas. Empecé a dudar si nos podría haber inoculado algo que no tendría vuelta atrás si no cumplimos sus reglas. Yo solo quería ver saldado el error de Joel, pero mi cabeza empezó a darle mil vueltas a todo. Las paranoias iban en aumento así decidí detener mis pensamientos ahí. Aquello era desmedido, pero nosotros nos lo habíamos buscado.

Volví a mi cuarto desnudo, solo con ese elemento en mi cuerpo obligándome a aprender a respirar de nuevo. Abrí el armario y me vestí una camisa azul oscura para que no se notara tanto lo que llevaba debajo, una corbata negra y fina, unos pantalones negros, unos zapatos y una americana a juego con los pantalones. Me volví a mirar en el espejo, pero no me devolvió el reflejo de aquel hombre masculino y confiado que me saluda cada vez que me vestía un traje. En aquella ocasión era como si el corsé estuviera por encima del traje; al menos, mi cara así lo reflejaba. Decidí borrar eso de mi cabeza y salir al trabajo. Allí fueron todo miradas acusadoras, como comprendiendo lo que llevaba debajo, haciéndome entender que aunque intentara disimularlo sabían de mi nueva figura. Al menos esa era mi impresión. La verdad es siempre me miraban, lo que ahora hacía de esas miradas una completa acusación infundada. Intenté erguirme más de lo normal, intenté comportarme aún más macho de lo habitual y eso solo me hacía verme a mí mismo aún más entupido. Nadie podía saber lo que llevaba debajo, pero yo me sentía igual de avergonzado y humillado que si lo hubieran sabido.

Le pedí un café cargado a la secretaria y me metí en mi despacho para intentar trabajar. Después del caso anterior estábamos más libres, lo que hacía que mi bajo rendimiento pudiera pasar inadvertido. Una hora antes de la salida entró mi jefe.

  • Luca, ¿has comprado si te ha llegado el currículum del nuevo júnior?
  • ¿Junior? -, pregunté, sorprendido como si no conociera el término.
  • Sí, el nuevo, ¿lo has leído?, ¿te ha llegado al menos?

Me coloqué bien la camisa como tapando algo que no era visible.

. ¿Luca?… ¿Estás aquí? - Sí, perdona Juanjo. Llevo un día un poco espeso. Eh… Déjame que mire, sí, aquí está. Dame un minuto, le echo un ojo y te comento. Es el que ha mandado Sonia, ¿verdad? - Ese. A ver si con este tenemos más suerte que con el anterior. Dios, estoy hasta arriba de estos niñatos que se creen que…

Siguió hablando mientras salía de mi despacho. Típico en él. Imprimí el CV. Anoté mis comentarios en una hoja anexa como era de costumbre con los nuevos y se la fui a llevar a la secretaria. Tras una breve conversación con ella salí del trabajo dirección a casa.

Joel ya estaba en el sillón viendo la televisión, que estaba apagada. Me miró sin saber qué hacer, como esperando a que yo hablara.

  • ¿Has comido?
  • Algo rápido, no tenía hambre. ¿Tú?
  • En el curro. Tampoco tenía mucha hambre.
  • Fui a la cocina y bebí un poco de agua.
  • ¿Una cerveza? —le pregunté, acercándome de nuevo al salón con un botellín para él y otro para mí.
  • ¿Una cerveza? ¿Una cerveza? —me repitió enfadado, intentando imitar mi tono de voz—. Mejor probamos a metertela a ti por otro lado, ¿no crees? — dijo levantándose del sillón de un salto para plantarse frente a mi.
  • Pero… ¿qué cojones te pasa, capullo? Solo te estoy ofreciendo algo de beber. Cálmate y no pagues conmigo tu frustración.
  • Que no pague contigo mi… ¿qué? —me agarró del cuello y me empujó contra la pared que dividía nuestros dos cuarto tras el sofá. Me apretó fuerte la cabeza contra ella y con los dedos me la giró a uno de los lados.

Aún sostenía las dos cervezas, una en cada mano, sin entender por qué la estaba pagando conmigo cuando ayer le caían las lágrimas. Intenté moverme y decirle que se tranquilizara pero me agarró fuerte del rabo y apretó con fuerza.

  • Solo te estaba dando una puta cerveza —balbuceé, mientras él apretaba más mi rabo y la cabeza contra la pared.

Me soltó el rabo y se llevó los manos al pantalón de chándal que se había puesto, se bajó la parte frontal junto a los bóxer y ahí volví a ver aquel cepo de metal. Su rabo estaba dentro, más pequeño que nunca, insignificante, humillado por estar encerrado entre metal y frío.

  • Mira, gilipollas - Se tocó en la parte delantera del artilugio. Un ribete cerraba el acceso y la salida de su uretra lo que le impedía poder mear. Entonces caí. Llevaba desde que estuvimos desmayados y le pusieran esa mierda sin mear, y yo le estaba ofreciendo una cerveza. Podía entender su cabreo, pero era desproporcionado. Se subió los pantalones y me volvió a agarrar del rabo.
  • Yo no sabía que no podías… joder —le grité—, suéltame. No era mi intención el que…

No me dejó terminar, me agarró del brazo y me dio la vuelta contra la pared, tiró las cervezas al suelo sin que se llegaran a romper y me agarró de las muñecas para sostenerme los brazos detrás de la espalda mientras me aplastaba la cabeza contra la pared. Hizo cada vez más fuerza, más de la que había empleado nunca conmigo. Me tenía inmovilizado, aunque yo sabía que, si me lo proponía, podría llegar a soltarme. Pero no lo intenté porque una imagen me vino a la cabeza. La imagen de aquel sueño en el que me tenía a cuatro patas follándome el culo con la cabeza, como ahora, aplastada contra la pared. Eso me provocó una erección incontrolada. Menos mal que ya no me estaba sujetando el rabo.

  • Tu intención, no, no era tu intención, ¿como tampoco era follarme en su consulta, no? Y a pesar de eso bien duro que te pusiste, incluso antes de que entrara. ¿Qué? Acaso te imaginabas que me ibas a reventar el culo desde ese momento y te pusiste toda cachonda, ¿no? Pero claro, no era tu intención…
  • Joder, fue la puta pastilla. ¿Te crees que yo te quería reventar?

Calló, no dijo nada. Al rato, sin soltarme, añadió:

  • ¿Qué pastilla? Si esa nos las dio después a los dos para dormirnos. ¿Qué cojones dices?
  • Esa no, idiota —seguía teniendo la cara aplastada y mi voz no salía natural—, cuando estaba atado y tú fuiste a cerrar la puerta, ese capullo me dio una viagra. Suéltame, hostia —terminé diciendo, mientras empujaba mi cuerpo hacia atrás y le hacía perder el equilibrio—. Una puta viagra, sí —recalqué al ver su cara de sorprendido.

En aquel momento él se había dado cuenta de mi empalme y recordaba que me había preguntado con la mirada que qué me ocurría, pero yo no tenía manera de decirle qué había pasado, ¿o sí?—.

  • ¿Por qué cojones me iba a poner duro, si no?

Intenté ocultarle que ahora mismo lo estaba, aunque no tuve un éxito completo.

Joel se alejó un poco de mí.

  • ¿Crees acaso que lo que me ha puesto a mí es más divertido que lo tuyo? —dije, aprovechando que su cara se transformaba en arrepentimiento—. Eres subnormal —añadí, dando por zanjada la conversación y haciéndome la víctima mientras recogía las dos cervezas y me las llevaba de nuevo a la cocina.

Los dos nos relajamos un poco. Me senté en el sillón tras quitarme la ropa del curro y ponerme algo más cómodo, una camiseta holgada para que no se notara el corsé y unos pantalones de pijama a cuadros. Estuvimos otro rato en silencio.

  • Quítate la camisa —me dijo Joel.
  • No.
  • Va, quiero verlo, por si se puede soltar, el mío es imposible.
  • Te conozco, capullo, solo te vas a reír —le dije.
  • Va.

No quería discutir otra vez, así que me quité la camiseta y él contempló con una mirada de extrañeza aquella prenda. Llegó a la misma conclusión que yo: romper la malla podría ser más o menos sencillo con la herramienta adecuada, pero arriesgarse a eso podía significar liarla de alguna otra manera si era verdad que aquel loco quería darnos una lección. O seguíamos o nos arriesgábamos. Y no queríamos correr más riesgos.

  • Ya tienes disfraz para camarera calentona. Unos patines a cuatro ruedas y una bandeja y sería el primero en darte una propina entre esas tetas —dijo él, destensando la situación y dándome un azote en el culo al tiempo que movía la cabeza.

Fue la primera vez que me reía en bastante tiempo. Me volví a poner la camiseta y abordamos el tema de manera racional. * Recapitulemos —dije, empezando a poner en orden mis ideas—. Por las palabras que nos dijo, seguramente querrá que nos soltemos de estas mierdas, y será mejor hacerlo a su manera para no ponernos más en peligro. * Estoy de acuerdo —dijo Joel, volviendo a por esas dos cervezas de antes.

Parecía que volvía a estar cómodo en la situación y eso era lo que más descuadrado me tenía. Saqué la pequeña cadena de metal que estaba atada al bolsillo interior del corsé metiendo la mano por el cuello de la camiseta. Apenas tenía el tamaño suficiente como para mostrar las dos llaves a la altura de mi cuello.

  • Me he encontrado esto esta mañana antes de ducharme. Algo me dice que ninguna de las dos llaves abre mi corsé, por estar atadas a esta cadena, pero puede que abra tu cacharro —dije con un tono de voz nada convincente.
  • Demasiado fácil sería —afirmó Joel.

Lo intentamos, se levantó del sillón de nuevo y yo me agaché un poco después de que se bajara los pantalones y los bóxer. Acerqué la primera llave al candado del sistema de Joel y nada. La segunda, tampoco.

  • Sí, lo que esperábamos —dije, dando un golpe en el sillón—. Y encima sin móvil ni cartera. A saber qué cojones estará haciendo con eso. Si ha conseguido la clave de nuestros móviles…

Joel no me dejó terminar.

  • Eso es — dijo, casi como si acabara de descubrir la penicilina—. ¡El móvil!

Se fue a su cuarto y volvió con el ordenador.

  • Podemos rastrear mi iPhone a través de mi ordenador y nos dará la localización exacta de dónde está y cuál ha sido el itinerario que ha hecho.

Nos pusimos a ello, por mi parte sorprendido de que eso se le hubiera ocurrido a él y no a mí, que suelo ser bastante más espabilado. A los pocos minutos teníamos el recorrido exacto que había hecho su iPhone, esperanzados de que el resto de material y las llaves estuvieran en el mismo lugar en el que se había mantenido desde las once de la mañana su iPhone. Un gimnasio. Decidimos cambiarnos de ropa e ir allí.

Como ninguno de los dos éramos socios de aquel gym en concreto, tuvimos que pagar la entrada de un día, lo que nos supuso nueve euros a cada uno. Pero por recuperar nuestras cosas era un precio barato. Nos fuimos a las taquillas que estaban a pocos metros de la entrada, localización donde nos había conducido las coordenadas desde el ordenador.

Pero no fue tan sencillo. Frente a nosotros había una cantidad de ciento veinte taquillas, en cualquiera de las cuales podría estar el móvil. Eran ya las 19:20h y no parecía haber mucha gente, así que le propuse a Joel que distrajera a la recepcionista, que podía echarnos si veía que intentábamos abrir todas las taquillas, mientras yo buscaba la que era. Así lo hizo. Por mi parte empecé a abrir las taquillas mientras el tamaño corto de la cadena me obligaba a ponerme de puntillas en las más altas y apoyar todo mi cuerpo contra ellas para poder meter la llave. Cuando salía o entraba gente me tocaba disimular, aunque a veces mis posturas no eran lo que se dice normales. Después de probar treinta y dos taquillas cerradas, conseguí abrir la que escondía no solo el iPhone de Joel sino mi móvil, nuestras carteras y una media cartulina roja grabada por la mitad. Cogí las cosas, hice una señal a Joel que aún seguía metiendo fichas a la recepcionista y nos salimos del gimnasio.

No metimos en un bar que había justo al lado. La puta llave había servido para recuperar nuestras cosas, pero en la taquilla no había ninguna otra llave para soltarnos. Solo un mensaje en una cartulina. Decidimos leerlo mientras nuestro enfado se iba equiparando poco a poco con nuestro acojono. Sobre todo el de Joel, que seguía sin poder mear. El pobre no tomó nada, yo una cerveza. Ya era la segunda.

“Disfruté mucho viendo como os follabais, maricas. Y no tengáis miedo a lo que os pasó al quedaros dormidos por la pastilla, si seguís estas indicaciones os libraréis de vuestra estupidez y no habrá represalias. Por cierto, ¿qué tal llevas eso de no poder mear, Joel? No debiste ponerte a insultarme a lo loco. Pero tu prepotencia y tu ego te han llevado a ser como eres. Tu cura de humildad viene a demostrarte que existe gente con mayor ego que tú. Esta noche a las 00:00h te esperan cinco egos mayores que el tuyo para ayudarte. La dirección está en tu cartera. Si tú los descargas, ellos te liberarán para que tú descargues”.

  • Este tío es subnormal si cree que vamos a seguir este jueguecito.
  • Joel, no seas capullo, no sabemos lo que ha hecho con nosotros. ¿Y si nos ha dado algo? Quiero terminar con todo esto.
  • ¿Pero tú has leído esta mierda?
  • Tú quisiste jugar a esto, ahora o lo terminamos o lo terminamos.

11.55 de la noche,

Habíamos encontrado en su cartera una tarjeta del Boyberry de Madrid con una palabra escrita por detrás: Gloryhole. Nada fácil le esperaba a mi colega. Sospechábamos qué sería, y al final… acertamos.

Había varias cabinas libres y Joel me pidió que lo acompañara. No quería enfrentarse a aquello solo, pero la idea de estar los dos en una cabina así… me dio entre mucho asco y muy poco placer. Entramos en la que sospechamos que era la nuestra, porque era la que estaba marcada con cinco agujeros: “cinco egos”, le recordé.

Era una cabina estrecha y yo me coloqué en la parte de la pared blanca que no tenía ningún agujero. Aquello me pareció sucio y asqueroso. Pero a Joel le parecería aún peor, así que me guarde de hacer ningún comentario. Él se colocó en la mitad y, cuando aún quedaba un minuto para las doce en punto, alguien lanzó un papel por uno de los agujeros que Joel recogió y me leyó. En él solo había tres normas enumeradas:

  1. No salir de la cabina sin que los cinco egos se hayan corrido en la cara de Joel.
  2. Joel debería estar completamente desnudo.
  3. Debía tener siempre ocupada su boca y dos manos.

Empezó. Mi reloj marcó las doce y cinco pollas enormes, ya completamente duras, aparecieron de los agujeros casi al mismo tiempo. Intenté girar el pomo de la puerta que conducía al exterior pero alguien lo mantenía inmóvil desde fuera. No quise complicar la situación y, tras un gesto de complicidad hacia Joel, este se desnudó completamente dejando su, ahora, minúscula polla enjaulada a la vista, mientras cinco pollones, tres negros y dos blancos, aparentemente más grandes que el suyo incluso estando erecto, lo rodeaban a la espera de que los descargara. Como era propio de su carácter no tuvo miramientos, se colocó de rodillas porque era la mejor postura para llegar bien a esas pollas y empezó a tocarlas. Colocado frente a mí, una de las mayores pollas, negra como el carbón, quedaba tras él, casi rozando su espalda, mientras que a su derecha e izquierda tenía dos pollas por lado. Las dos de la derecha eran negras, una de un mulato y otra algo más oscura, las dos de tamaño parecido, unos 23 o 24 centímetros, la mulata bastante gorda. El puto carbón del médico parece que había hecho casting de pollones. Las blancas no eran menos, una completamente depilada ya que parte del pubis tapaba el agujero de todas, y además bien gorda, mientras que la otra tenía un poco aspecto de lápiz pero encumbrada hacia arriba, como amenazante.

Lo miré mientras se ocupaba de aquello, y le dije que las pajeara con las manos y con la boca al mismo tiempo. No se lo comenté por joder, sino por no hacerlo mal y que la liáramos. Aunque en parte me gustaba verlo allí, agachado ante cinco pollones. Lo único en lo que pensábamos ambos era en que ahora su polla no valía una mierda. Ese elemento del que tanto fardaba ahora estaba acojonada entre metal. Y como debía hacerlo así, con las dos manos y la boca, y debido a la posición en la que estaban las pollas, debía tragarse la negra, la de su espalda, la más gorda, mientras que sus manos alternaban, en pajas, las dos de cada lado.

Que estuviera de espaldas y que no pudiera ver cómo se comía la gorda, en parte, me ayudaba a pensar en otra cosa. Aunque mi polla volvía a decidir que estaba disfrutando de aquello.

El pobre Joel no era capaz ni de meterse medio rabo de aquel negro, y lo que la anterior vez con aquellos dos chavales eran sonidos de atragantarse simulados, esta vez era completamente verdad. Cada medio segundo se la sacaba y podía ver una mezcla de baba espesa y precum cayéndole por los lados. No podía ver su cara, pero me la imaginaba con muchas babas y los ojos rojos de forzar su boca y garganta con semejante pollón. Debía esforzarse a fondo si quería que se corrieran rápido y terminar con aquello de una vez.

Ya llevaba unos diez minutos agachado de espaldas a mí, comiéndose una inmensa polla negra mientras del otro lado se escuchaban gemidos de placer y risas a partes iguales. Cambió de postura y se puso de cuclillas, decidió pasar a la polla blanca más gorda, porque la otra no podría comérsela sin dejarse una mano libre y entonces agarró ésta última y la que acababa de comerse durante minutos con la otra mano. Empezó a comerse la gorda blanca a pesar de que no le entraba en la boca entera y tenía que esforzarse al máximo para lograrlo. En cambio pude apreciar varias cosas: una, que esa polla sería la primera en correrse porque estaba ya muy roja de placer; dos, que la polla negra que se acababa de comer había aumentado en tamaño y a saber cuántos centímetros lograba ya. También me fijé en que estaba completamente húmeda por la boca de Joel y que el cabrón había logrado meterse en la boca más de la mitad, a juzgar por el surco de babas que había dejado en el tronco. Y tres, ahora podía ver colgando el sistema que encerraba la polla de Joel, y ese encarcelamiento doble (el de su polla y el suyo entre estas cuatro paredes) dio un golpe brutal a mi propia polla. Quise ignorarla, pero no podía dejar de mirar aquella situación. A los pocos minutos de empezar con aquel rabo gordo blanco la leche salió disparada, sin avisar, directa a la boca de Joel. Éste la escupió al suelo mientras tosía, le habría entrado directa a la garganta y la leche que escupió era extremadamente líquida. Esa polla desapareció del hueco tras correrse, quedaban cuatro.

Joel se cambió de sitio y fue a tragarse la mulata de al lado, agarrando con la mano las otras dos negras y, tras unas cuantas arcadas, una de ellas con algo de vómito que limpié con un par de servilletas que había dentro de la cabina en un dispensario, consiguió que se corriera, esta vez fuera de su boca pero cayéndole directamente en la cara. Una cantidad bastante significativa de leche espesa recorrió su cara y parte del pelo. Desapareció esa polla. Volvió a adoptar la posición inicial, estirando sus brazos para pajear las dos pollas laterales y volviendo a tragar la más gorda de frente.

Tardó más de lo que hubiera imaginado en lograr que una de las laterales, la negra, se corriera. Al instante Joel movió la cabeza para recoger el semen con la cara. Eran las normas. Ahora, mientras se comía la última polla blanca que quedaba, masturbaba fuertemente la negra con dos manos, mientras luchaba por mantener el equilibrio. La polla negra desapareció antes, después de soltarle una buena cantidad de leche en la cara. Solo quedaba la blanca curvada, que disparó su leche sin avisar también directa a su boca, aunque para cuando el pobre Joel se dio cuenta se había tragado la mayoría. Desapareció la última. Joel se quedó exhausto, sentado en la mitad de ese pequeño espacio mientras yo recogía servilletas para dárselas y que se limpiara aquella cara completamente llena de lefa. Mientras le ayudaba a limpiarse algo cayó de uno de los agujeros. Una pequeña llave que rebotó en uno de los charcos de lefa, impregnándola.

Joel la cogió rápidamente e intentó abrir el candado de su polla. Un leve ruido de cerradura hizo que los dos sonriéramos sin darnos cuenta que esa felicidad había supuesto todo lo que había supuesto. Se quitó la mierda esa y me pidió que le dejara unos minutos a solas. Salí de aquel lugar asqueroso y me fui a la parte del bar a pedirme otra cerveza. La necesitaba. Cuando llegó el camarero, junto a la cerveza me deslizó otra cartulina roja grapada.

  • Me han pedido que te entregara esto al salir, guapo —me dijo, guiñándome un ojo.
  • ¿Quién te lo ha dado?
  • Lo siento, grandullón, pero intentamos mantener el anonimato de la gente que viene aquí.

El camarero cogió la bayeta y siguió limpiando la barra. Yo abrí la abrí cartulina. Como espera, no decía nada bueno, pero decidí esperar hasta llegar a casa para hablarlo con Joel. Ahora mismo necesitaba un poco de respiro tras lo que le acababa de ocurrir. Lo vi salir de aquella zona y juntarse a lo lejos con un chaval rubio, de su altura pero mucho más delgado. Llevaba el pelo con un pequeño tupé y una ropa muy ajustada. No pude ver mucho más porque enseguida Joel lo agarró de la camiseta y lo empujó por una puerta por la que desaparecieron. Quise ir pero creía saber lo que pasaba y decidí dejar que mi colega se desahogara. Falta le hacía.

En casa me contó, cuando llegamos sobre las 2:20 de la mañana, que ese niñato marica le había dicho que le quería comer el rabo y Joel le contestó que sí, lo metió en los baños, se cerró con él en uno de los individuales y rompiéndole la camiseta con las manos, le metió la cabeza en el water hasta que el niñato empezó a suplicar que parara y entonces, ya con el rabo libre y cargado, hizo lo que decía la tarjeta: descargar. Empezó a soltarle un chorro húmedo y muy oloroso, según él, a causa de las más de 24 horas sin mear. Le roció toda la cara y lo obligó a beber la mayor parte de esa meada para a continuación meterle la cabeza otra vez en el inodoro y mearle toda esa melena rubia mientras la cara aguantaba pegada al wc, que a saber quién había usado antes. El niñato terminó llorando, meado y con la camiseta rota en ese inodoro mientras Joel salí algo más relajado.

Antes de meternos a la cama le leí la cartulina que me había entregado el camarero.

“Habéis llegado lejos y seguro que Joel se habrá divertido mucho. Si estáis leyendo esto, es que mientras uno ya a pagado sus pecados, ahora, el amigo que le sigue a todas partes también debe probar su valía. Su masculinidad. La segunda llave abre una taquilla. En ella encontrarás la primera de las llaves para tu candado número tres. La dos y la uno están en otras dos taquillas. Una pena que no recuerde en cuáles. Ah, y el gimnasio donde están te gustará, porque tu masculinidad quedará entredicha por hombres de verdad, no como vosotros. Un gimnasio de culturistas. Suerte.”