Diario de un gigolo (19)

Johnny se toma un respiro en su narración y hace un "intermezzo". Creo que es divertido.

INTERMEZZO

EPISODIOS BREVES, POLVOS RAPIDOS

RUBIA EXPLOSIVA Y DEMONIACA (R.E.D.) I

¿Cómo se sentirían ustedes si estuvieran apurando los últimos segundos a la espera de conocer a una auténtica R.E.D. ¿Se sentirían nerviosos?. ¿Les temblarían las piernas?... Confieso que a mi sí. Mi pierna izquierda resbala sobre el embrague con el nerviosismo de un principiante y es que lo soy. Llevo la L pegada al trasero. Lo bueno de un gigoló es que no necesita rebuscar en su memoria para encontrar algún episodio de faldas o pantalones ajustaditos a la curva. Lo realmente difícil es poner la memoria en marcha y que no se lance sobre la próxima, justo a la derecha. Por eso es agradable hacer un intermezzo en el duro camino de la vida de un gigoló y contarles algunas anécdotas al buen tun-tún sin fecha ni firma. Todo largometraje tiene sus minutitos de publicidad, tómenselo con calma y disfruten apoltronados en el sofá de la rubia explosiva y peligrosa que intenta venderles el último modelo recién salido del horno.

¿Qué cuál es la razón de que me tiemblen las piernas de esta manera, a Johnny, un gigoló veterano y experimentado donde los haya?. No todos los días puede uno enfrentarse a una auténtica R.E.D y salir indemne. Cualquier macho temblaría ante el prototipo de mujer demoniaca y ninguna lo es tanto como la rubia explosiva. Ya desde aquellos adorables años sesenta en que hermosas vikingas resbalaban las adorables plantas de sus pies por las arenas de nuestras playas sureñas sin el menor cuidado de que el escueto bikini resbalara unos centímetros sobre su piel, ya desde entonces repito la figura demoniaca de la mujer hacía caer su peligrosa sombra sobre nuestras iglesias católicas, apostólicas y romanas donde se refugiaban las mujeres de bien con la falda hasta el tobillo y la manga larga evitando tentaciones Gildianas. En aquellas iglesias también podían verse ejemplares apocados de machos ibéricos que en cuanto las circunstancias se modificaran un poco se lanzarían hacia el sur como verdaderos salvajes intentando hacer una cabeza de puente en la playa escogida.

Sí, repito, cualquier macho temblaría ante una mujer que toma la iniciativa en todo momento y más si es rubia porque las morenas parecen más inofensivas. La parte demoniaca de esta vampira del sexo capaz es de chuparte el líquido germinal hasta dejarte anémico para los restos, agonizando sobre un lecho revuelto e irreconocible. El contacto con cualquier naturaleza demoniaca es arriesgado pero si se trata de una R.E.D. ya puedes ir rezando las oraciones que sepas, forastero, porque tu revolver acaba de encasquetarse.

Un gigoló es un valiente capaz de enfrentarse a todos los peligros sin temblar, pero como todos los valientes él sufre también del talón de Aquiles. La R.E.D. es su talón inguinal porque puede hacer volar toda su técnica en una explosión controlada de imprevisibles consecuencias. Confieso que estaba tan preocupado que casi choco con un semáforo en rojo que se puso en medio del asfalto. Era un aviso del destino y así me lo tomé. Aparcar frente su apartamiento fue toda una odisea de la que les voy a librar porque soy compasivo y misericordioso. La subida en el ascensor pudo tener serias consecuencias pero se limitó a un repiqueteo de mis rodillas sobre una de las paredes como si de un percutiente pájaro carpintero se tratara. Traspasé la puerta de su pisito a oscuras y es que era de noche y la R.E.D. no había encendido la luz. Las demonias se manejan mejor a oscuras, al menos eso es lo que cuentan de ellas.

¿Creen que tuvo el detalle de encender la luz del vestíbulo para saludarme?. Sí, es cierto, oí su voz ronca y jadeante que producía un extraño efecto especial al aspirar, como si una demonia estuviera a punto de lanzarse sobre ti para devorarte, pero no me enteré de nada más. Podría muy bien haberse tratado de una broma magnetofónica de un amigo amante de las emociones fuertes. Podría haberlo sido de no notar su mano en mi bragueta buscando desesperadamente algo que se le había perdido. No imagino qué pudo habérsele extraviado a aquella altura pero lo cierto es que lo encontró y lo apretó con tal fuerza que vi las estrellas, algo extraño puesto que la noche era oscurísima.

Hola, soy Carol. Dijo aquella voz de ultratumba, ronca y jadeante y con un punto de morbo que casi me abrió las venas al instante. Y a continuación se abalanzó sobre el pobre Johnny con sus airbags desplegados. Los noté contra mi torso plenamente inflados y acogedores. Buscó mi boca con tal ansia que casi me quedo sin ella. Abrazada a mi como una lapa a la pared resbaladiza del acantilado (sudaba a mares un servidor) me condujo por un pasillo que intuí ancho porque apenas rocé la pared a pesar de las fuertes sacudidas que me daba con sus caderas; debían ser anchas las condenadas porque estuve a punto de zozobrar un par de veces. En un momento determinado del espacio-tiempo extendió su mano hacia un lugar que resultó ser una puerta, evitando de esta manera que me morreara con ella. Pensé que estaba celosa al evitar el encontronazo porque lo cierto es que estaba deseando darme con algo para despertar de aquella pesadilla.

La habitación, supuse que era una habitación porque es raro encontrarse calabozos en estos tiempos, estaba tan oscuras como el pasillo. Su mano se alargó hacia algo y su cadera me dio tal golpe que a punto estuve de acabar empotrado en la pared. Se encendió una lucecita roja tan titilante y diminuta que muy bien hubiera podido tratarse de la brasa de un cigarrillo allá lejos, muy lejos. No era capaz de ver nada, ni siquiera el empujón que vino con brusquedad hacia mi. Caí de espaldas cuan largo era pero por suerte me esperaba un lecho mullido. Por un momento imaginé que me ataría al mullido potro de tormento. Fantasee con su apariencia si bien la imagen que se llevó la palma fue la de un demonio en femenino, desnudo, el cuerpo rojo como el infierno, el sexo como una gigantesca brasa y el rabo que llevan todos los demonios saliendo justo de la mitad de su trasero. Por supuesto que en su mano derecho oprimía con fuerza un látigo de aletas de tiburón con el que me iba a dar hasta cansarse.

No pude ver cómo se arrojaba sobre el cuerpo estremecido de Johnny pero sí noté sus muy suuuaaaveees airbags clavados en mi torso justo al acabar el salto de la tigresa. Mi cuerpo se hunió muy profundamente en el lecho, tuve la sensación de que en realidad se dividía en dos como las aguas del mar Rojo bajo la mirada de Moisés. Aquel prolongado hundimiento solo podía deberse a una cama de agua. La metáfora empleada era acertada con la salvedad de un detalle: el agua era dulce y no salada.

Noté de nuevo su boca en la mía. Me succionó como una gran ventosa con dos labios. Su lengua demoniaca se enredó en la mía que estaba a punto de quedarse muda para siempre y con los ires y venires se formó un intrincado nudo gordiano que ni el propio Alejandro magno hubiera podido deshacer con el filo de su espada. Intenté respirar, juro que lo intenté, pero no pude conseguirlo. Me estaba ahogando. Me sentía tan tímido y apocado como un adolescente en su noche de bodas. El gran Johnny encogido como un adolescente. ¡Ver para creer!. No entiendo, aún no entiendo cómo pudo quitarme el cinturón, eso es magia demoniaca. Tampoco entiendo cómo pudo bajarme la cremallera del vaquero porque en la postura en que estaba y con sus enormes caderas pegadas a las mías esa era una empresa imposible. Su mano larga y fina hurgó buscando el instrumento musical que ella debía anhelar mucho a juzgar por sus jadeos.

Nunca en mi larga vida de gigoló oiría nada semejante. Un gemido ronco, como de hombre, pero con un timbre inconfundiblemente femenino. Me pasaría varias noches intentando describir aquel sonido. Era el lamento de una pantera que acaba de perder su trozo de carne y no lo encuentra. Era una tigresa que gime como gimen las tigresas cuando pierden uno de sus cachorros. El vello del cuerpo se me erizó transformándome en un puercoespín. Mi cabellera se electrizó y saltaron chispas que se perdieron en la oscuridad hacia la brasa del cigarrillo justo sobre lo que imaginé era la mesita de noche de ella. No tuve mucho tiempo para estremecerme y gemir porque encontró el instrumento que anhelaba y lo tocó a conciencia. Después y apoyada sobre sus airbags intentó quitarme el pantalón. Esta vez el milagro no fue posible, resbaló hacia atrás y a punto estuvo de caerse del lecho. Aproveché ese momento para respirar con ganas e intentar quitarme el pantalón a toda prisa. Noté que ella se escurría, casi percibí el sonido de sus rodillas contra el suelo y luego sus manos me descalzaron rápidamente. Los zapatos chocaron contra el parquet como el ruido de dos disparos en un salón del Oeste que se hubiera quedado a oscuras por un corte de suministro de energía eléctrica.

Creí percibir que se ponía de pie, agarró los bajos de mi pantalón y tiró con todas sus fuerzas. Me apoyé con las manos para dejar libre mi trasero y que pudiera quitarme la prenda sin dificultad. Lo hizo con tanta fuerza que rebotó contra la pared. Aprovechando el impulso volvió a abalanzarse sobre mí en otro increíble salto de tigresa. Me arrancó la camisa a tirones. Imaginé cómo los botones rodaban sobre la cama. Iba a ser complicado recuperarlos. Que se los quedara, se los había ganado a pulso. Besó y mordisqueó mi torso como si se tratara de un helado de fresa. No sé por qué pensé que éste era su sabor preferido. Fue bajando hasta llegar a mi salchichita que se encontraba encogida, atemorizada de semejante asalto con nocturnidad y alevosía. Dio tal mordisco a mi pequeño Johnny que lancé un grito. Imaginé que mi prenda más preciada se había convertido en un perrito caliente entre sus labios, eso sí con mucha mostaza y un poco crudo. Sin duda su boca era grande y de labios carnosos. Lo abarcaba todo. Sus zapatos volaron cayendo de tacón, oí un pequeño clic que confirmó mi sospecha.

Su peso se desprendió por unos instantes y percibí un rápido ris-ras. Supuse que se estaba desvistiendo a toda prisa. Fue más rápida que Billy el niño. Al caer otra vez sobre mi noté su cuerpo desnudo. Su piel era suave y su calorcillo hubiera podido resucitar a un muerto. Johnny casi lo estaba. Alargué mis brazos y mis manos se posaron en su culo. Era grande, prieto y hermoso al tacto. Su boca atrapó la mía antes de que pudiera exhalar un gemido. Sus labios carnosos me ensalivaron a conciencia. Su lengua era un áspid de Cleopatra buscando la salida por la nuca. Casi, me faltó poco, pude percibir toda su personalidad en aquel beso. Me aferré a su espalda con todas mis fuerzas y mi boca intentó absorber su personalidad a fuerza de pasión. Era muy agradable.

Se puso a horcajadas y ambos nos hundimos aún más en el colchón de agua. Estaba deseando apoderarme de sus pechos grandes y cálidos, poder palpar aquellos airbag que salvarían la vida del conductor de un descapotable a doscientos por hora pero se echó hacia atrás y me arrancó el slip a tirones salvajes. Adiós a mi prenda más íntima. Menos mal que mi guardarropía íntima estaba bien surtida. Su sexo se abalanzó sobre el mío dispuesto a conquistar la fortaleza escondida. Ante el ataque todas mis defensas se enderezaron y el centinela mayor dio la voz de alarma. Sus manos se aferraron a mi cabello como buscando un punto de apoyo para forzar la muralla. Lo suyo era pura pasión frenética. Bajó su torso y por fin mi boca pudo encontrar su pezón derecho al que me aferré con hambre. Un lobo hambriento no lo hubiera hecho mejor. Gimió con su inconfundible voz ronca y me estremecí como sacudido por un terremoto hasta el dedo gordo del pie derecho que se encogió en un calambre muy molesto.

Se echó hacia atrás, reculó y me hizo una reverencia japonesa hasta que su boca entró en contacto con mi miembro viril. Su lengua chupeteó mi glande con tal maestría que por un momento pensé que su puntita acabaría por penetras en mi agujerito más diminuto. Era un masaje oriental para resucitar zombis. Se explayó en el masaje todo lo que quiso y luego su boca se apoderó del perrito caliente iniciando el movimiento previo a la deglución. Gemí como debía hacerlo ante semejante tortura y me dispuse a esperar el mordisco de la tigresa que se llevaría a la selva al pequeño Johnny entre sus fauces.

Continuará.