Diario de un gigolo (11)
María iba a ser su primera experiencia. Nunca podría olvidarla porque con ella descubrió otro universo.
DIARIO DE UN GIGOLÓ XI- MARIA
¿Qué siente un adolescente al saber que justo esta noche sin ir más lejos va a perder su virginidad entre los muslos de una preciosa chica a la que conoce desde niño y que le ha servido infinidad de veces de fantasía masturbatoria en noches volcánicas que para su desgracia terminaban en riego de cenizas y no en la posesión del cuerpo desnudo?. Sin duda euforia, una euforia incontrolable que te hace caminar sobre la punta de los pies y atravesar semáforos en rojo y cantar por la calle como si hoy fuera el fin del mundo. Te pasas varios años masturbándote entre fantasía delirantes, poseyendo cuerpos desnudos en el aire y ahora por fin ese cuerpo desnudo podrá ser tocado, acariciado y poseído sin restricciones. Johnny se exaltó de tal manera que no recuerda otro momento en su vida más cercano al éxtasis místico, suponiendo que eso sea el non plus ultra del placer humano.
En lugar de regresar a pie de la academia decidí coger el metro. Me aferré a la barra del techo como si temiera que alguna chica me fuera a raptar privándome del placer de desnudar a María. Perdí la mirada en su cuerpo al que fui desnudando lenta, muy lentamente, como si no fuera a terminar nunca aquel viejo y siempre nuevo ritual. Mi máximo interés estaba centrado en la cueva secreta por donde lograría pasar a otro universo a través de ese maravilloso agujero de gusano del que oí hablar en una mis lecturas de libros raros. Mi periscopio se puso rígido deseando avizorar lo que aguardaba en esa nueva dimensión que pronto descubriría.
Recuerdo que unas chicas que cotilleaban a unos metros de mí debieron darse cuenta de lo que sucedía porque sus risitas se hicieron estrepitosas despertándome de la ensoñación. Comprendí que el periscopio estaba pugnando por salir a través de la bragueta. Su rigidez espasmódica me hacía mucho daño. Bajé la vista apercibiéndome de que el bulto o paquete era bien visible, de ahí las risitas e las chicas. Bajé la mano disimuladamente y con un gesto brusco coloqué el miembro de forma que dejara de molestarme y pudiera pasar más desapercibido. En cuanto las chicas se calmaron regresé a la ensoñación ajeno a sus cuerpos adolescentes. Para mí en aquel momento solo existía María, María...mi dulce María.
Subí las escaleras a carrerilla deteniéndome en los rellanos a colocar en su sitio el miembro rebelde. Llamé al timbre con insistencia de náufrago. Ella abrió como si tal cosa. Por un momento llegué a pensar que lo sucedido en el almuerzo era tan solo una de sus bromas de mal gusto. Sus labios rozaron los míos y fui recobrando poco a poco la esperanza. Ya estaba preparada la cena, una sopa de sobre y un huevo frito con las albóndigas que habían sobrado del almuerzo. Tenía apetito pero no hice mucho caso de la comida porque ella no dejaba de mirarme y de hacerme toda clase de preguntas embarazosas. Quería saber cuántas veces me masturbaba a lo largo del día, cómo lo hacía, en quién pensaba, qué sentía. Quería que le narrara cómo había descubierto la masturbación, qué sentía cuando miraba a las chicas, cómo estaba imaginando ahora su choco bajo sus braguitas.
Su lenguaje se hizo tan obsceno que dejé de comer y me noté con vergüenza cómo se me coloreaban las mejillas con la sangre hirviendo que afluía de todo el cuerpo. La sensación era tan fuerte que hasta me atreví a recriminar su comportamiento.
-¿Qué te pasa, Larguirucho, tienes miedo de las palabras?. ¿Qué ocurrirá entonces cuando tu picha roce mi chocho?. ¿Te morirás del susto?.
No me atreví a replicar y terminamos de cenar en silencio. Ayudé a recoger la mesa. Iba detrás de ella hacia la cocina con los platos cuando María comenzó a contonear su trasero tan exageradamente que me vi obligado a abrazar los platos contra mi pecho para evitar que salieron por los aires. Ayudé a secar los platos soportando risueño sus bromitas malignas porque la recompensa merecía cualquier sacrificio. Después nos sentamos un rato a ver la televisión en blanco y negro. Puedo asegurarte Monique que Johnny no vio nada en aquella pantallita que tanto me gustaba otras veces. Mis ojos estaban clavados en su cuerpo imaginando lo que sucedería en unos instantes. Pero no sucedió nada, me besó y me dijo que me fuera a la cama.
Me tambaleé por el pasillo como un borracho. Al llegar a mi cuarto me arrojé de bruces sobre la cama y sollocé amargas, muy amargas lágrimas. Monique, ¿hay algo más desolador que el naufragio del primer amor?. Ahora sí estaba convencido de que María me había tomado el pelo. Aquella maldita zorra seguía siendo tan puñetera como siempre. La insulté hasta cansarme. Entonces cuando se hizo el silencio en la habitación oí un ruidito en la puerta.
-¿Estás ahí?. Era una broma, capullo. ¡Mira que eres tonto!.
Me sequé las lágrimas con el embozo de la sábana y procuré alegrar la cara aunque seguía sin tenerlas todas conmigo.
María entró, encendió la luz dando al interruptor que yo no había tocado al entrar, y me contempló derrengado sobre el lecho como si de un romántico desahuciado del siglo XIX se tratara. Comenzó a reírse con tantas ganas que no fui capaz de aguantar aquel desprecio. Me levanté con brusquedad y caminé rígido hacia ella dispuesto a abofetearla con saña. Al ir a levantar la mano ella me abrazó con tal fuerza que sentí crujir los huesos de mi espalda. Fue el primer beso a tornillo en la vida de Johnny y nunca lo olvidaré. Sus labios sabían a fruta prohibida del paraíso, eran tan jugosos que los hubiera mordido e incluso masticado de haberme dejado llevar por mis instintos de canibalismo. Quería comerme a María, literalmente, pero estaba demasiado cohibido, asustado y excitado, para hacer otra cosa que temblar entre sus brazos.
Dicen que el primer beso no se olvida nunca, creo que más bien lo que no se olvida es ese derretirse interiormente que no volverá a suceder de la misma manera con ninguna otra mujer. Es como un temblor existencial que abre un abismo entre el antes y el después.
-Vaya, vaya, Johnny, tu romanticismo me conmueve. Cuando oí hablar de ti por primera vez te imaginé como una máquina de hacer sexo, un robot que nunca se cansa, pero ahora veo que eres un hombre y ¡qué ternura la tuya!.
Ya hablaremos de eso en otro momento, Monique. El beso duró una eternidad y me hubiera gustado que durase otra y luego otra para que tuviera tiempo de absorber el alma de María. A menudo sentimos miedo o repugnancia de llegar a tener el alma de nuestra pareja en nuestras manos. Consideramos que nosotros sí somos dignos de ser amados hasta el éxtasis, pero los otros no, ellos no porque tienen defectos insalvables, porque las pústulas escondidas son tan hediondas que su mero contacto nos aterra. Podemos gozar de sus cuerpos porque su carcasa es bella pero no de sus almas porque las almas de los demás nunca son bellas.
Ella se desprendió con cierta brusquedad. Notaba su cuerpo muy cálido entre mis brazos, puro fuego porque yo también la había abrazado con fuerza infinita. Te juro, Monique, que fue el alma de María lo que yo besé en sus labios y era hermosa, muy hermosa y digna de ser amada hasta el éxtasis. Me hizo retroceder de espaldas al lecho y de pronto me empujó con fuerza. Caí sobre la cama como un leño. Entonces vi lo ansiosa que estaba. Me quitó las deportivas, los calcetines, y lo arrojó todo de cualquier manera. Rebotaron en el suelo con un sonido duro. Intentó quitarme los pantalones sin desabrochar el cinturón. No pudo lograrlo y tuve que ser yo quien lo hiciera así como estaba, todo encogido y temeroso. Me arrancó los pantalones y la camisa. Algunos botones rodaron por la cama y otros terminaron en el suelo. Así en calzoncillos blancos -era inimaginable otro color- me obligó a ponerme de pie rogándome que la desnudara.
-¡No te gusta hacerlo, Larguirucho?.
Asentí con la cabeza incapaz de pronunciar una sola palabra. Ella se desprendió de los zapatos a patadas. Sentía arder mi piel al imaginar sus pechos en mis manos. Me apresuré a quitarle la ropa. Mis dedos volaban desabotonando ojales pero temblaban tanto que me quedé trabado en uno de los ojales. Ella impaciente se lo arrancó de un tirón la blusa. Por fin pude ver la prenda que tanto me excitaba mirar en los tendederos. El sujetador era blanco pero yo me fijé más en el nacimiento de sus pechos, en el famoso canalillo que hace los escotes la promesa de probar las granadas del árbol de la ciencia del bien y del mal. Manipulé en su espalda todo azorado intentando librar a las frutas de su estuche pero fue María quien tuvo que hacerlo porque mis manos eran un puro temblor. La prenda cayó al suelo permitiéndome ver al desnudo por primera vez en mi vida la fruta prohibida del jardín de las Hespérides. No, ni siquiera me atreví a tocarlas. Me quedé allí de pie embobado contemplando una de las zonas erógenas del cuerpo de la mujer que más me atraen.
-Vamos, Larguirucho, tócalos, no te van a comer.
Cogió mi mano con la suya y la colocó sobre su pecho. El tacto era tan suave que sentí flojear mis rodillas. Las manos de un hombre nunca cogerán nada más dulce y hermoso.
-¡Tócame el pezón!, pero con cuidado, no seas basto que es muy delicado.
Lo hice con mucha suavidad y aquel trocito de carne morada se hinchó irguiéndose como si quisiera desprenderse de su pecho. Seguí acariciando largo rato. María comenzó a jadear suavemente. Me cogió la otra mano y la puso sobre su otro pecho. Era tan deliciosa la sensación que a gusto me hubiera pasado así el resto de la noche. Ella me empujó hacia atrás. Se quitó la falta y me animó a quitar sus braguitas.
-¿No quieres ver mi chochito?.
Tanteé en sus bragas notando que el periscopio se ponía rígido bajo mis calzoncillos deseando ver por fin el famoso agujero de gusano. Era incapaz de quitárselas, te juro Monique que no sabía como hacerlo. Ella se las bajó de un tirón y dejó que resbalaran hasta el suelo. Volvió a empujarme hacia atrás.
-¡Vamos, tonto, mira mi chochito de una vez!.
Bajé la vista con timidez. Me decepcionó un poco ver aquel triángulo velludo. Esperaba unos labios ansiosos, salientes, invitándome a entrar en la cueva. ¿Puedes creerlo Monique? La primera vez que vi un sexo de mujer me decepcionó. Esperaba algo mucho más excitante. En triángulo de Venus que se iba a convertir en mi fetiche de por vida en aquel momento no me decía gran cosa.
-¡Tócalo!. Vamos, vamos, no seas tonto.
Me acerqué y mi mano acarició aquel vello suave. Lo enredé entre mis dedos con un estremecimiento.
-¡Méteme el dedo!. Vamos, vamos, rápido.
-¿No te haré daño?.
-¡Pero qué tonto eres, Larguirucho!.
Introduje mi índice entre sus labios y penetré con cuidado. Enseguida noté aquel líquido extraño. Retiré el dedo muy bruscamente.
-¡Pero qué te pasa!.
No sé cómo logré farfullar.
-Perdona María pero creo que te estás meando.
Sus carcajadas la doblaron en dos, sus pechos subían y bajaban al galope ante mi mirada de idiota
-No he visto hombre más tonto en toda mi vida. ¿Nadie te ha explicado que las mujeres destilamos ese liquidillo cuando nos ponemos cachondas?.
¡Quién me lo iba a explicar!. El sexo era algo tan prohibido que hasta en los confesionarios se susurraba con cuidado no fuera a caer el rayo divino sobre tu cabeza.
-Hazlo otra vez. Vamos, vamos que me estoy poniendo a cien.
Lo hice y me gustó el tacto del liquidillo. Desprendía un olor raro pero muy apetitoso. Exploré la caverna con tiento pero muy a fondo. María jadeaba ahora como un perro asmático. Por un momento temí que fuera a dejar de respirar y se ahogara en aquella situación tan embarazosa. Retiró mi dedo y me bajó los calzoncillos rápidamente. Mi periscopio brotó erguido, hinchado, a punto de explotar.
-Vaya, vaya, menudo instrumento, cariño. No me equivocaba, no. Ya verás lo bien que lo vamos a pasar.
Se acercó y cogiendo el instrumento entre sus manos se puso de rodillas y lo acercó a sus labios. La sensación fue tan intensa que no pude evitar un gritito.
¡-¿No irás a explotar ahora?. Tienes que aprender a controlarte.
Y me pellizcó el miembro con tal fuerza que chillé como un cerdo a punto de ser degollado. La tumefacción se fue disipando poco a poco.
-Ya veo que estás cachondo. No quiero que te vayas por la pata abajo. Aún no, cariño. Suele pasar la primera vez pero no me puedes dejar a dos velas.
Se alejó hasta un rincón del cuarto. Sobre una mesa camilla pude ver un tocadiscos de los antiguos. Cogió el brazo y colocó la aguja sobre el disco. ¿Adivinas Monique qué empezó a sonar?. Yesterday de los Beatles. Era su canción preferida.
-Vamos a bailar un rato. Así te bajará poco a poco la cachondez.
Puso sus brazos en mi cuello y yo cogí su cintura. Así empezamos a bailar desnudos...juntitos...muy juntitos...
Continuará.