Diario de un gigolo (09)

Johnny también fue adolescente. Su iniciación en el sexo fue placentera y divertida. Algo curioso en aquellos tiempos.

DIARIO DE UN GIGOLO IX

MARIA

Ella se llamaba María y era hija única de un matrimonio con el que mis padres conservaban una íntima relación amistosa desde que llegaran a la capital huyendo del pueblo. Ambos matrimonios, los cuatro mosqueteros como llegué a llamarles, procedían del mismo pueblecito castellano de donde salieron por piernas, mis padres debido a una herencia que les enemistó con toda la familia y los padres de María a causa de un embarazo prematuro también llamado gol irremediable al tirar un penalti claro. Imagino –nunca pisé aquel rincón- que los veranos eran tórridos y en la era soplaba una agradable brisilla nocturna. También imagino los cotilleos y los señalamientos con el dedo, un deporte que puso en fuga a muchas parejas en aquellos años del franquismo más recalcitrante. Faltaba poco para la época desarrollista y el seiscientos que fue acostumbrando a este país a las suecas en bikini, a las parejas de hecho y a las madres solteras. Los dedos se fueron encogiendo, pero no mucho.

La parte masculina del cuarteto mosquetero pronto encontró trabajo en la gran ciudad y acordaron instalarse en el mismo barrio (cuyo nombre no voy a decir por si a alguna lectora se le ocurre rastrear registros en busca de la pista de Johnny). Mi padre dio la entrada para un piso (el pico de la herencia no era para tanto) y los padres de María alquilaron otro pisito unas manzanas más allá del nuestro. Aparte de la soledad, que une mucho (sobre todo la soledad del emigrante del campo a la gran ciudad) les unían gustos comunes como el cine los fines de semana y el campo en verano. Aparte, claro está, de reunirse expresamente los cumpleaños, aniversarios y fiestas señaladas para comer un menú de la tierra y recordar viejos tiempos y viejos enemigos.

Los primeros recuerdos que tengo de María son los de una adolescente de unos doce años con largas coletas de las que deseaba tirar con ganas –cosa que nunca hice- y un rostro pecoso y malhumorado. El pequeño Johnny tendría entonces unos cuatro o cinco años y ya comenzaba a odiar a aquella niña pizpireta que se pasaba las sesiones de cine para niños a las que nos llevaban de vez en cuando nuestros respectivos padres picándome, dándome codazos cuando los protagonistas se daban un casto beso y protestando en voz alta en las secuencias aburridas de la película hasta conseguir que sus padres salieran antes del final y la llevaran de regreso a casa donde recibía una azotaina en aquel que llegaría a ser un precioso culo. Al menos eso me decían mis encantadores papás.

Esta intimidad que a mí tanto me molestaba se acrecentó con el casorio de mis hermanos. De Aurora, la mayor, que un verano se escapó de casa con unas amigas para ligar suecos en una playa andaluza. Lo único que llevó fue un bikini comprado a escondidas y un tipazo de familia. No ligó con un sueco pero sí volvió loco a un alemán alto y rubio. Se enamoraron a primera vista y tal vez a primer palpo y se estuvieron carteando todo el año hasta el verano siguiente. Entonces el teutón apareció por casa con su pelo rubio y sus ojos azules y pidió en un castellano infame que le dieran el pie de su amada. Mis padres se sorprendieron tanto y sobre todo se rieron tanto de la metedura de pata del novio que apenas pusieron pega alguna al enlace que tuvo lugar en la iglesia del barrio un mes de agosto madrileño de calor seco y desquiciante. Se fueron a vivir a Hamburgo y allí continúan. Mi hermano Manuel se emperró en marchar a trabajar de camarero en una playa andaluza. Lo de mis hermanos y Andalucía fue siempre un amor a primera vista. No le convencieron para nada los razonamientos de mi madre de que en Madrid podría trabajar también de camarero tan rícamente. Mucho calor y pocas suecas debió pensar mi hermano que tenía genes muy parecidos a los de Johnny. El muy ladino debió marcharse con la idea entre ceja y ceja de ligarse a cuanta extranjera le pidiera una copa.

Ignoro si ligó con muchas suecas o alemanas. Lo cierto es que sí le ligó la hija del propietario de la sala de fiestas. Una andaluza de pro, bellísima y de gran carácter. Y esto no lo digo por haberla conocido en persona sino a través de la foto de boda que recibieron mis padres que no quisieron asistir por el escándalo que su fama de mujeriego y vividor, extendida por todo el barrio cada vez que Manuel volvía unos días para vernos el pelo, había ruborizado las mejillas de mis progenitores en tiendas y demás lugares de cotilleo y tente tieso.

No duró mucho la felicidad matrimonial de Manuel que se separó de hecho (de derecho aún faltaban algunos años) a los cinco no sin antes dejar a su hermano Johnny dos sobrinitos preciosos, niño y niña, que aún no he conseguido ver. Alguien le propuso la bicoca de encargado en una discoteca de un nuevo hotel que acababan de abrir (en aquellos años se abrían hoteles y discotecas en la costa con la facilidad con que uno abre la puerta de su domicilio) y allí se instaló dedicando todo el tiempo que requería su faceta de relaciones públicas a bailar y ligar con cuanta extranjera moviera el esqueleto con más soltura de la debida en una recatada dama. De casta le viene al galgo. Los tres hemos salido guapos y es que mi querida mamá era una belleza castellana. Mi papá era más bien feo pero alto, era muy alto el jodido. De la mezcla de genes los tres hijos salimos altos y guapos. Una suerte o una desgracia según se mire.

El pequeño Johnny llegó a odiar con tanta intensidad a María que aprendió sus técnicas y añagazas. Chantajeó a sus padres con gritos y lloros hasta que dejaron de llevarle al cine o a cualquier lugar donde pudiera encontrarse con María. Así pasaron los años y el niño se hizo adolescente con las consabidas consecuencias de espinillas, retraimiento rebelde y descubrimiento del sexo. ¿Qué cómo se descubre el sexo, cómo se inicia uno en lo más bello de la vida y olé?. Hay mil maneras diferentes de llegar a descubrir que la pilila sirve para algo más que para echar un pis cuando tienes ganas. Casi todas son en el fondo muy parecidas. El adolescente Johnny lo descubrió de la forma más tonta posible. Un inicio de primavera cayó con gripe. Poca cosa, apenas los treinta y ocho de fiebre, pero suficiente para no ir al cole y quedarse tranquilamente en la cama. El primer día fue muy aburrido pero no así el segundo. Recuerdo que me levanté muy temprano para hacer pis (aún no sabía que la pilila servía para otra cosa aunque no iba a tardar en enterarme) y como viera el cristal de la ventana empapado en vaho dibujé un patito. Lo hice con mi dedito derecho, aún me acuerdo, y una vez en la cama como no tuviera ganas de nada me pasé más de media hora mirando el dichoso patito hasta que conseguí grabármelo en la retina. Y no es broma, debí forzar tanto los ojos que ahora cuando miro a las mujeres (casi lo único que miro) si cruzo los ojos de una determinada manera puedo ver el patito de mi adolescencia frente a mí.

No sé por qué empezó a picarme tanto allá abajo. Recuerdo que de adolescente me picaba todo y a cada segundo del día, estuviera dormido o despierto. El caso es que comencé a rascarme con mucha fruición. Como no se me pasara el picor eché las sábanas para atrás, me bajé el mísero calzoncillito blanco y eché mano sin recato –estaba solo y no sabía que fuera tan pecaminoso- al pirulí con los dos delicados chupachups al lado, curiosos chupachups con un solo palito para los dos. Rasca que rasca ocurrió el milagro y el palito, pirulí o pilila o como queráis llamarlo se puso tieso. ¡Menudo susto se llevó el adolescente Johnny!. Como que creyó haber contraído una enfermedad incurable. Consecuencias misteriosas de la gripe, pensó, pero a pesar de ello siguió rascándose, aunque ahora con mayor delicadeza.

Todos sabéis ahora lo que es eso pero el pequeño Johnny entonces no lo sabía y a pesar del placer que iba subiendo de grado creyó que iba a morirse en pecado mortal. No por el sexo mandamiento sino por mentirijillas y tonterías parecidas que le habían metido en la mollera eran pecados mortales. Os puedo asegurar aunque no os lo creáis que un servidor subió hasta el techo del cuarto desde donde contempló el patito del cristal en una escena surrealista digna del mismísimo Buñuel. Me asusté mucho, ¡vaya si lo hice!, creí que me estaba muriendo y no es una broma. ¿Qué otra cosa podía pensar?. Nadie me había hablado nunca de que una simple pilila pudiera producir semejantes efectos. A pesar del pánico y de que subía más y más el adolescente Johnny siguió con el traqueteo. ¡Valiente Johnny, nunca se arredró por nada!.

Así, como quien no quiere la cosa, se entra en el cenagoso pantano de la masturbación. La pilila se estiró y se estiró, engordó como si acabara de comerse un buen cocido, y por toda la habitación comenzaron a oírse jadeos y estertores, como si allí estuviera cascándosela un moribundo o como si el moribundo fuera un abuelete justo al acabar de correr la maratón. Vamos que ya adivinan el final. Todo explotó y Johnny se encontró corriendo por el aire como un pájaro que no encontrara la salida en el cuarto cerrado. Corrí de acá para allá y de allá para acá hasta que caí en una postración inaudita. Estoy muerto, pensé. Estoy muerto y ¿ahora qué?.

Ni siquiera fui consciente de los estremecimientos agónicos del pajarito volador ni del extraño moco que ensuciaba las sábanas. La pilila se encogió y mientras esperaba que vinieran los demonios a llevarme al infierno disfruté lo que pude de aquel hallazgo fortuito. Como un niño disfruta del último trozo del pirulí a escondidas antes de que el maestro le dé un bofetón. Parece una tontería, ¡pero cómo cambia la vida!. Hay un antes y un después ¿no creen?. Cuando uno aprende una técnica placentera como esta ya no se olvida nunca. Es como montar en bicicleta...algo muy parecido. A partir de ese momento Johnny dejó de ser un candoroso adolescente repleto de espinillas y comenzó su vida de Don Juan de tres al cuarto. Ya no tenía otro interés que mirar y remirar a ver si podía ver las braguitas a las chicas o contemplar con deleite malsano esos extraños limones o melones de carne que les cuelgan a las mujeres del pecho. El deleite era tal que un día en plena calle una mujer joven que caminaba salerosa con el carrito de la compra se detuvo, me miró de forma muy rara, se lo pensó dos veces, se acercó y me soltó un bofetón de campeonato. ¡Buen comienzo para un futuro gigoló!. ¿No creen?.

Johnny se transformó en un mono, en un pitecántropus masturbatorius. Les juro que en toda su vida de gigoló alcanzó el record de una de aquellas noches. ¡Media docena!. Sí así como lo oyen y puede que hasta fueran más. Claro que no fueron seguidas, esa noche no pegué ojo. ¿Quién es el guapo que puede batir ese record en cinco minutos?. Me descontrolé por completo. Me quedaba alelado contemplando las braguitas de las señoras en los tendederos. Me escondía debajo de las escaleras horas y horas para ver las piernas de las señoras al subir (no había ascensor. A toda costa quería sorprender, si era posible, la puntita blanca de una braguita entre los dos muslos.

Todo me llamaba la atención, todo me excitaba. Seguía a las señoras por la calle como un perro en celo. Algunas, sorprendidas me pidieron que les ayudara con la compra. Luego me daban una propina. Todo un gigoló en ciernes. Mi madre me sorprendió un día en el servicio y miró para otra parte. ¡No se habla de esas guarrerías!. Nunca podrán alcanzarse las prestaciones que un adolescente consigue a esa edad, más o menos el primer año del descubrimiento de América. Uno descubre mil trucos, por ejemplo ponerse las manos en los ojos y mirar por una rendijita las piernas y los pechos de una visita femenina con cierto atractivo (todas tenían alguno). Una vecina llegó un día de visita y observando la maniobra de Johnny llegó a ponerse más colorada que un tomate. No es de extrañas que a partir de ese momento Johnny mirara también a María de distinta manera. Dejara de odiarla y buscara anheloso su compañía.

No es así como le conté la historia a Monique. He tenido que cambiar el estilo al meterles a ustedes en danza pero fue algo muy parecido. Monique que al principio de la narración seguía con el rostro en mi pecho (había tenido que poner muy discretamente el cenicero en forma de vagina sobre la mesita de noche) poco a poco se fue recuperando. A mitad de la narración noté cómo se escurría hacia su lado, abría el cajón de la mesita, sacaba un clinex, se sonaba con fuerza, se limpiaba los ojos con otro y regresaba a mi lado mucho más contenta. No supe qué pensar pero hubo momentos en que creí que se estaba riendo.

Al finalizar la historia ya no tenía duda alguna. Monique se estaba riendo a mandíbula batiente. Ahora lloraba a lágrima viva pero no de pena sino de la alegría desbordante que te sube al pecho cuando te cuentan algo muy divertido.

-Johnny eres genial. Seguro que te lo acabas de inventar todo.

-En absoluto preciosa. Lo que te estoy contando es tan real como la vida misma. Lo único que cambia es la forma en que uno ve las cosas. Según se mire todo puede ser una tragedia o una divertida comedia. Esa es una lección que debes aprender, querida Monique. No puedes cambiar la realidad pero sí puedes cambiar la visión que tú tienes de ella. No podrás cambiar tu matrimonio pero sí puedes modificar la visión que de él tenías. Johnny te va a ayudar. Te lo prometo.

-Gracias cariño. Pero no quiero que me hables de cosas tristes. Quiero que me sigas contando la historia de María. ¿Es toda tan divertida?.

-No, para mí no fue una diversión. Llegué a enamorarme de ella. Me dio todo el placer que una mujer puede darle a un hombre pero no me reí mucho. Los enamoramientos no suelen ser cosa de risa. Curiosamente uno acaba llorando cuando mejor se lo pasa. Y es que la vida del hombre sobre esta tierra es algo muy curioso.

-Sigue contando Johnny, sigue, no te pierdas en circunloquios.

Continuará.