Diario de un Consentidor Vade retro

Dos miradas a una misma historia. Dos caminos y una encrucijada.

Diario de un ConsentidorVade retro

El sueño tocaba a su fin, aún así no teníamos prisa por separarnos. Me preocupaba ella que tenía tres o cuatro horas de carretera por delante, pero si se lo decía le iba a molestar; casi podía escucharla: «¿Crees que no soy tan capaz como tú de conducir de noche?». Si dejaba actuar a mi instinto de sobreprotección me arriesgaba a estropear la magnífica sobremesa que siguió a un polvo bastante inusual; en cambio le propuse que hiciéramos el equipaje, eso nos dejaba libres para dar un último paseo por los alrededores. Nos aseamos y en bragas y bóxer nos pusimos a ello. No había tanto que guardar, lo tomamos con calma charlando de lo que iba a ser la vuelta a la normalidad cuando regresase a casa. Habíamos cubierto el objetivo que nos propusimos, estaba todo hablado y resuelto, no todo en realidad, había poderosas razones que me impidieron a última hora contarle mi pelea con Carlos, ya encontraría la ocasión. Le hablé de los planes de futuro que habían surgido en Sevilla y le dije que se los pensaba endosar a Emilio.

—No tengo intención de volver a pasar por esto otra vez,

—¿Ni siquiera por el aliciente de ver a Candela?

—Hay cosas que han de quedar atrás. —respondí con excesiva vehemencia tras una vacilación que no le pasó desapercibida. Mi tiempo en Sevilla se agotaba y tenía que ir pensando en las despedidas.

—¿Y tu departamento, cuando arranca? —le pregunté para cambiar de tema.

—Es más que un departamento y no, todavía no hay fecha, supongo que comenzaremos en septiembre.

—¿Y en que te estás ocupando? —Hizo un mohín de disgusto, era evidente que no le apetecía hablar de trabajo.

—Me estoy poniendo al día en temas que nunca he tocado; formo parte de la dirección y tengo que hacerme una visión completa de la empresa. También sigo a Itziar de cerca, son mis antiguos pacientes.

—¿Le hace falta?

—No, en realidad no, pero…

—No acabas de soltar amarras, ¿es eso?

—Algo así.

—¿Y a qué te vas a dedicar en el…?

—La Dirección, Mario, Dirección de relaciones institucionales. —recalcó un poco molesta por mi desidia.

—Perdona, no me acordaba.

—Ángel tiene muchos planes en la cabeza, nada concreto. Me pasa información nueva cada vez que nos vemos.

—¿Y?

—¿En serio quieres que te haga una disertación ahora? Perdona, es que no me apetece mucho.

—Supongo que por eso necesitas aislarte del ambiente del gabinete para poder concentrarte.

—¿Por qué lo dices?

—Por nada. Bueno, como a veces estás ilocalizable…

—No consigo concentrarme en mi despacho, ya no lo siento como mío; de vez en cuando cojo la documentación y me voy al piso de Tomás.

—Lo entiendo, te viene bien el picadero para aislarte, ¿verdad? Como hiciste cuando lo usaste para continuar tu autoanálisis.

Se detuvo, tanta insistencia le estaba dando que pensar.

—No tiene nada de particular; allí nadie me molesta, puedo trabajar sin llamadas ni interrupciones y cuando necesito desconectar, a dos pasos tengo el Retiro.

—Qué gozada, así cualquiera. Supongo que el conserje, ¿cómo se llama?, no te seguirá incordiando. Nunca me cayó bien.

Tiró la prenda que tenía en las manos de mala manera.

—¿Y eso por qué, si no lo conoces? Además ya no está, se fue, olvídalo.

—¿Se fue? ¿Qué pasó, lo despidieron?

—No, Mario, se fue, se fue, punto.

Recogió la blusa y la dobló con manos crispadas. Temblaba, no se daba cuenta pero temblaba. Algo serio tenía que haber pasado con ese hombre que las acosaba y gozaba de cierta permisividad consentida por parte de quien, a cambio de hacer la vista gorda, ganaba un aliado para mediar con la comunidad de vecinos. Ya no estaba y creí ver la sombra de Tomás. Muy grave tuvo que ser lo que fuera que pasase. Pero no iba a ser a través de ella como podría enterarme.

Y entonces vino el teléfono a interrumpirnos. Carmen se incorporó movida por un rayo y buscó el móvil.

—Tomás … no te preocupes, dime … —Nos miramos sorprendidos—. No, saldremos dentro de… no sé, una hora o dos, ¿por qué?

Le debía de estar proponiendo algo que le preocupó, y a mí también. Se sentó en la cama dándome la espalda.

—Pero… ¿qué hora es? ¿te das cuenta de dónde estoy? …. —Me senté a su lado, quedamos mejilla con mejilla y escuché.

—…un auto desde Córdoba, por el tuyo no te preocupes, deja las llaves en el hotel y me encargo de que lo tengas en la puerta de tu casa mañana. En tres horas estás aquí, te esperan en la boutique de Estela, le he enviado la dirección al chofer, elige lo que quieras, ya sabes, elegante pero atractiva, muy atractiva.

—Me están esperando. ¿Ya lo has decidido?

—Mujer, contaba contigo, sabes lo importante que es esto para mí, he convencido a Valentín para que se moviera a Madrid, ahora no me puedes dejar colgado, cariño.

—Cómo se te ocurre montar esto sin hablar antes conmigo.

—Porque sé lo responsable que eres, conoces la operación y el tiempo que llevo tratando de cerrarla. Son sesenta millones y solo en la primera fase. Sabía que no me dejarías en la estacada.

—¿Cuál es el plan? —preguntó resignada.

—Cenaremos en el hotel Monte Real, después tomaremos unas copas; tú encárgate de entretenerlo mientras terminamos de cerrar el acuerdo, haz lo que haga falta para hacerle firmar, ya me entiendes. Como no llegarás a la cena me ocupo yo. Ah, también tienes cita en el salón de belleza de Caty, supuse que no has ido preparada para arreglarte en condiciones.

—No, evidentemente. —Gastó unos segundos tratando de encontrar razones que impidieran lo que ya era inevitable—. El hotel Monte Real es un lugar muy comprometido, joder.

—No te preocupes, lo imaginé, está todo pensado. Luego nos quedamos en la suite que tengo reservada o nos vamos a casa si te sientes más cómoda.

A casa, ¿qué casa? ¿Le había puesto un piso o estaban hablando del picadero?

—No sé, es todo muy precipitado.

—No te apures hay tiempo, te esperamos lo que haga falta.

Una mirada, una petición muda, un gesto de asentimiento. Esta vez no iba a estar cuando regresase.

—Está bien, de acuerdo.

—No esperaba menos de ti, eres un cielo. El auto debe de estar a punto de llegar pero tomaos el tiempo que necesitéis.

Ahí estaba, la puta de Tomás, desnuda, imponente, hermosa como pocas mujeres. Me miró con un leve tono de disculpa que se esfumó en cuanto descubrió lo que la conversación con su jefe había provocado dentro del bóxer. La arrogancia apareció con fuerza, hincó una rodilla en la cama, empujó la maleta para hacernos sitio y se echó sobre mí derribándome.

—Cuando se le mete una idea en la cabeza… —Paseó sus pechos por mi torso, qué canalla.

—Te tiene comiendo de la mano.

—Y yo a ti —Se incorporó lo suficiente para que los pezones hicieran mejor su trabajo. Le recorrí la espalda con los dedos engarfiados, alcancé la curva de sus perfectas nalgas y tiré de las bragas hacia abajo. Me moría de ganas por ser capaz de follármela otra vez.

—Nos da tiempo —dijo adivinando mis intenciones. ¿Podría?

…..

Llamaron a la puerta con excesiva violencia, supuse que el secador de pelo que usaba Carmen había ahogado intentos anteriores; me puse un pantalón y acudí a abrir.

—Ha llegado un auto para… la señora… eh…

Seguí la mirada del encargado y la vi caminando hacia el ventanal cepillándose el cabello con un culotte por toda vestimenta.

—Rojas, señora Rojas. Gracias, dígale que espere. Gracias, gracias.

—Ha llegado el coche.

—¿Tan pronto?

—Sí, amor, ¿tienes todo listo?

No fue una despedida fácil, la idea de volver a la soledad de Sevilla dejando a Carmen en manos de Tomás me produjo un sentimiento agridulce que esta vez no podría saciar tras la espera. Es la mujer que siempre he soñado y lo que me provoca —placer, dolor, humillación, orgullo— es tan fuerte que por nada del mundo sería capaz de renunciar a ella.

—Ten cuidado.

—No te preocupes, Tomás me protege.

Simply irresistible

Carmen llega al punto de encuentro. Valentín es tal y como se lo ha descrito: educado, cincuentón, extremeño orondo, besucón con las manos demasiado largas. No se siente cómoda en un lugar tan concurrido un viernes por la noche; un lugar al que ha acudido con Mario, cree recordar que también con Andrés y gente del gabinete. Llega a los postres, no tiene apetito pero sabe que más tarde correrá el alcohol y acepta cenar algo. Por tercera vez le retira la mano de la cintura cuando trata de estrecharla; la ha llamado muñeca al quitarle importancia a su gesto y casi la besa en la boca; intenta no mostrarse esquiva y mira a Tomás buscando apoyo pero él le dedica un gesto neutro y le sirve más vino. No le está gustando cómo se comporta; mira alrededor, nadie parece prestar atención, no cree reconocer a nadie. Cede, hay mucho dinero en juego. La mano que la rodea se mueve hacia su pecho, trata de ocultar la maniobra con el brazo y se deja, se deja con una sonrisa que es correspondida por Tomás. Aliento a alcohol, marisco y tabaco; risas etílicas.

Abandonan el restaurante. El pub está a rebosar pero el dinero todo lo puede y consiguen una mesa al fondo bien situada. Destaca, cómo no; uno noventa de curvas enfundadas en un breve vestido negro acompañando a dos maduros trajeados apestando a dinero es como para no llamar la atención. Irresistible. Se la comen con los ojos cuando se sienta y cruza esas larguísimas piernas que condenan al vestido a la categoría de corpiño, poco más. Es el modelo «Simply Irresistible» que entusiasma a Tomás y le pide para determinados clientes; ella no tiene inconveniente en satisfacer su fetiche aunque hoy no esté en el lugar adecuado. Siempre ha temido que, al dejarse ver, tarde o temprano suceda lo inevitable y alguien la reconozca; puede que no lo sepa y en el momento menos oportuno se desvele el bombazo. Hay días que le preocupa, otros como hoy se siente entregada a la fatalidad y no lucha contra el destino; vestida como va no podría alegar ninguna de las excusas que ha ido construyendo, porque el modelito “Simply Irresistible” la delata.

Tomás pide cava sin consultar mientras Sáez se apodera del botín sin pedir permiso; besa el hombro desnudo, la envuelve con el brazo y le dice algo que apenas entiende en el estruendo de la música. Carmen sonríe, es su obligación, y deja caer sus ojos negros hacia la zarpa que se apodera del muslo, tamborilea nerviosamente y lo recorre con dedos gordezuelos hasta el borde del fino vestido. No es así como la suelen tratar los clientes y le sorprende la actitud permisiva de Tomás. Le habla y ella se inclina para tratar de entender, Sáez aprovecha la cercanía y le planta un beso en la boca, sorprendida se retira y él la atrae, la besa de nuevo, ella aguanta y mira de reojo a Tomás que mueve la cabeza; «bien, bien», parece decir; ella lo tolera, siente la mano en el muslo que trepa, arrastra el vestido por lo que ya es su nalga y entonces lo frena con un gesto amable, toma la copa y les hace brindar, busca una tregua, inicia una conversación en la que incluye a Tomás y éste le sigue el juego, aún así no se libra de una mano pegada constantemente al culo. ¿Bailas?, no espera respuesta, ya está de pie y tira de ella. No es en sí misma una pista de baile aunque algunas parejas dan giros erráticos. La diferencia de altura hace que el rostro de Sáez encaje en sus pechos y así, derrochando morbo, bailan al son de una balada. Resignada, esperando que acabe cuanto antes no pone resistencia, no mira, no quiere saber, se deja besar, se deja manosear sabiendo que es el centro de atención; ya todo da igual.

Tal vez Tomás se apiadó, puede que viera algo en ella, el caso es que sobre las dos, y a pesar de las protestas insistió en salir de allí. En menos de cinco minutos están en la suite.

No se va a sentir cómoda follando delante de él; cuántas veces la ha tenido desnuda, cuántas lo han hecho, sin embargo hay algo que no le permite relajarse. Valentín le arrebata el vestido sin mucha delicadeza; la quiere en bragas, lo ha dicho, y le hace servir unas copas «en tetas y tacones» mientras terminan de limar flecos en el acuerdo; pero está distraído, anda más atento a los paseos de la amazona que a los términos del contrato y firma casi sin discutir. Brindan. Sáez la coge por la cintura, la sienta sobre las piernas y le hace beber de su copa con tan mala fortuna que la derrama por su pecho; cree que lo ha hecho adrede. Puede que sea eso, que Tomás vea que la trata como una fulana lo que le impide bajar la guardia, es el último pudor que le queda y llegado el momento prefiere deshacerse ella misma de la última lencería antes de que asista a la torpeza de ese animal. Se siente insegura aunque no es la imagen que quiere darle a su jefe con el que procura no cruzar la mirada. Hasta que observa que a él le ocurre lo mismo, se niega a entrar en el juego a pesar de que Sáez le propone montárselo a duo con ella; el pudor de Tomás la libera de su propio pudor y vuelve a ser la puta de diez, tal vez para ganarse la atención de su jefe, de su amigo. Él se da cuenta y abandona la alcoba.

Sáez ronca. El alcohol lo dejó inútil, lo volvió baboso y pesado, ella tuvo que suplir sus carencias dejándose usar y fingiendo que lograba enderezar en la boca el guiñapo que apenas sobresale del puño. Lo que no pudo hacer con la verga lo intentó con los dedos invadiéndola sin cuidado delante y detrás. Se levanta en silencio y a oscuras se asea. Le escuece. Necesita fumar, sabe que la fiesta se reanudará cuando duerma la mona y pase la resaca. Se mueve a ciegas por el salón, abre la ventana, el aire fresco la despeja, enciende un cigarrillo.

—¿No consigues dormir? Perdón, te he asustado.

—No me acordaba de que estabas aquí ¿Cómo no estás en la habitación?

Tomas abandona el sofá, se acerca y  el contacto le recuerda que está desnuda; qué bobada, como si eso fuera una novedad entre ellos. Le ofrece el cigarrillo, él da una calada y se lo devuelve. El calor que irradia el cuerpo de su jefe le reconforta.

—Yo tampoco puedo dormir, me agobia ese cuarto tan pequeño. ¿Qué tal Valentin?

Se encoge de hombros.

—Es, como lo ves, no tiene doblez. ¿Te ha molestado? Si lo ha hecho, dímelo.

—No, apenas pudo, demasiado alcohol, ya sabes; le hice cuatro cosas para dejarlo contento y se quedó dormido como un angelito; supongo que cuando despierte querrá…

—Sí, pero no te apures, no se quedará mucho, tiene prisa por volver.

Comparten el cigarrillo, la sujeta por la cadera y ella se recuesta en el cuerpo mullido que tan bien conoce.

—No deberías estar aquí.

—No haberme llamado.

—No deberías… Carmen, no deberías hacer esto.

—Es mi trabajo.

La coge de la cintura y la besa, Carmen le echa los brazos al cuello, si quiere está dispuesta; él recorre el cuerpo desnudo que se le ofrece; pero desiste.

—Hoy no, cariño, no puede ser.

—Tomás…

—No.

—No se va a despertar.

—Estás trabajando.

—Ni un…

—Basta.

Carmen fuma en la ventana. Tomás se marchó a la habitación. ¿Y si entra?, ¿será capaz de rechazarla?

De mañana Sáez le pide que le afeite, ella acepta. Gillette, jaboncillo y agua caliente. Le excita, no lo entiende pero le excita sentarse a horcajadas sobre sus piernas y enjabonarle el rostro, sentir su mirada impenetrable mientras le pasa la maquinilla por la cara le excita; no necesita mirar, sabe que tiene una potente erección a escasos centímetros del pubis. Es una fantasía que quería cumplir: una tía en pelotas afeitándolo. No había encontrado la mujer adecuada. ¿Sabrá él que está manchando la tapicería del reposapiés donde se trasladó poco después de empezar?

Acaba; dice que ahora le toca a él afeitarle el coño. Insiste, ella se niega. ¿Cuánto vale tu felpudo? Le resulta tan grosero… no se lo cree. Venga, ponle precio a tu conejito. Está fanfarroneando, no va a consentir que lo haga y propone algo absurdo: cien mil pesetas. Sáez sonríe con arrogancia, se levanta y vuelve con la cartera de mano; no es posible, la tumba en la cama y esparce los billetes por su cuerpo como hojas secas caídas de un árbol. Qué mal negocias, ricura, hubiera pagado mucho más por dejarte el chochito como el de una niña. Otra vez ha entrado en el juego de los que todo lo consiguen con dinero. La humillación no le deja reaccionar hasta que lo ve regresar con los bártulos de afeitado. Le ordena que recoja la pasta. Aturdida, retira el dinero y obedece las instrucciones que le va dando; extiende una toalla bajo el culo, le hace separar las piernas y comienza a recortarle minuciosamente los rizos; Listo para el jabón, dice, te lo voy a dejar como lo tenías cuando te desvirgaron. Lo escucha y desfallece en una sombra lejana de forcejeos y angustia, culpa y vergüenza.  Él interpreta ese desmayo como le parece. Vaya, vaya, conque fuiste una niña mala, ¿cuántos años tenías, diez, doce? No responde, no puede, sumida en un estupor que no entiende. Sáez le pasa la mano a medida que la tijera trabaja y cuando considera que es suficiente enjabona con agua caliente; la brocha hace espuma cubriendo todo el vello, se da por satisfecho y le enseña la navaja de barbero. Esto son palabras mayores, le advierte, no te muevas; y la pasa con delicadeza hilvanando historias de chiquillas traviesas y hombres como él dispuestos a  hacerlas crecer. No quiere oírlo y sin embargo esos cuentos sucios le atrapan, ¿por qué le resulta tan familiar? Parece absorto en su trabajo, tiene el rostro tan cerca que el aliento enfría la piel recién afeitada; el sonido de la cuchilla la excita, ¿por qué? Una y otra vez la limpia y repasa las zonas que ya ha rasurado, las revisa con los dedos antes de volver a pasar la navaja. Ahora no te muevas, dice y levanta cada labio hacia un lado y pasa despacio con trazos precisos; entonces, tan cerca de su sexo la mira. Este olor me va a matar; aspira profundamente entornando los ojos, al abrirlos permanece mirando su obra. ¿Y ese brillo?, dice, estás cachonda, no lo puedes negar, y clava la mirada en ella. Tenías razón, Tomás, el viaje ha merecido la pena. Mira hacia la puerta y ahí está él, ¿desde cuándo? Carmen no dice nada, no es capaz, la humedad desciende incontenible, la delata; Sáez acerca el índice al reguero que inunda los hinchados labios y lo unta, ella se estremece y cuando lo ve llevárselo a la boca un hormigueo le arrasa la espalda. Lo ve acercarse y sin pensarlo se arrellana en la cama para quedar accesible; un beso en su sexo, el primero, bien; lo acoge poniéndole una mano en la cabeza, cierra los ojos, se deja hollar, muere. Cuando los abre Tomás ya no está. Valentín repasa el pubis de nuevo con la cuchilla, es una sensación excitante, le abre los labios, los revisa, le exige que separe las piernas más, todavía más; no es posible, está obscenamente abierta, se sujeta las rodillas con las manos, no puede abrirse más; él le pasa un dedo por toda la vulva dibujando cada perfil hasta llegar al dilatado esfínter convertido en un abultado botón sensible a las caricias en círculo que buscan la entrada oculta, y se deshace cuando al fin lo hunde profundamente y la pone a gemir; Eso es, dame tu culito, preciosa, dámelo; No, qué le hace, qué le está haciendo; la atraviesa con tenacidad, sin darle tregua; Niña mala, eres una guarrilla; No, no; los espasmos surgen imparables como imparable surge el río desbordado y empapa la cama. Se oculta con el brazo, no quiere ver ni ser vista, tampoco quiere escuchar el entusiasmo de Valentín por lo que ha pasado. Cochina, mira cómo lo has puesto todo, serás cerda. Le sorprenden desprevenida algunas sacudidas aisladas. Nunca antes nadie la ha llamado cerda, y el cuerpo le responde de solo recordarlo: Cerda, cerda, resuena en su cabeza. Agoniza de nuevo. ¿Qué va a pasar ahora?

Nada, él se conforma, ni siquiera sobrio es capaz de atender lo que ella parece estar pidiendo a gritos; abandona el ano que aún palpita y le estimula el clítoris para oírla perder el aliento; ella no lo soporta, lo nota grueso, erecto y duro, él no deja de atacarlo, le oye frases sueltas sobre otra nenita que conoció en Bangkok, pero no presta atención, está enfocada en lo que le hace a su coño y al agujero del culo que late a su propio ritmo, no hay nada más en el mundo que esa parte húmeda, turgente y palpitante que está a punto de volverse del revés; sí, es una cerda, no lo puede evitar. Un sonido metálico la saca del trance; luego, un frío agudo alrededor del brote erecto. No puede ser cierto,

—Estás en mis manos, si quisiera podría desgraciarte como hacen por ahí, por África.

No hay tiempo para pensar.

—No creo que le guste a Tomás lo que estás haciendo.

—Tomás me debe mucho.

Clava los ojos en ella y marca con el afilado acero un agudo pinchazo a cada lado. ¿Por qué, por qué? Le asusta lo que aprecia en el rostro que jadea a centímetros de su sexo. No se atreve a moverse. Piensa, piensa a toda velocidad, No debe mostrar miedo, es la gasolina que alimentaría el incendio que ha prendido en el trastornado cerebro de Sáez, no puede ceder.

Entonces aparece.  Él, de entre las tinieblas de su mente él viene a salvarla; y se agarra a él y a nadie más. Traza una jugada arriesgada, no hay tiempo. Pronuncia su nombre seguido de un apellido cualquiera, el de un compañero de Erasmus porque solo sabe su nombre; lo hace despacio, marcando cada sílaba, tratando de que los nervios no le quiebren la voz y al escucharlo recobra el aplomo, siente que ha pronunciado una especie de vade retro.

—¿Quién es?

—Mahmud es quien hizo de mí lo que soy, me considera suya, él no te debe nada. Si me haces daño no tardará en regresar de Bruselas ¿Sabes lo que hacen los argelinos con quien estropea sus posesiones?

Hace un gesto recorriendo el cuello. ¿Ha sobreactuado? Mantienen un duelo, tiembla por dentro y permanece fría, fría por fuera mientras él sopesa la historia. Poco a poco retira la tijera.

—Es broma, mujer.

Sáez vuelve a ser el hombre locuaz de manos largas que una vez afeitado el “chumino” se dedica a él con glotonería y a ella le da tiempo a fingir y a tratar de superarlo.

…..

No le conté nada a Tomás, pero me conocía lo suficiente para saber que había ocurrido algo. No insistió, tuvieron que pasar algunas semanas antes de que se diera la ocasión para ponerle al tanto, Sáez era un peligro y las chicas tenían que estar a salvo.

—Eres especial.

Tomábamos vermut cerca de la Plaza de Roma, me había citado a mediodía para hablarme de un cliente y de paso, de su más que probable divorcio. Necesitaba desahogarse y, según dijo, nadie mejor que yo, su amiga. Al acabar terminamos hablando de nosotros, de su próximo viaje a Londres, del verano. Nos quedamos callados y después soltó esa frase.

—No soy especial.

—Sí lo eres. Lo descubrí el mismo día que nos conocimos y lo he ido comprobando con el paso del tiempo. Eres única.

Tomás no era dado a halagos, por eso no supe qué decir.

—Te estuve observando con Valentín, nunca te había visto trabajar y eres tan diferente a las demás… ellas son estupendas, por supuesto, pero no dejan de ser lo que son; tú sin embargo…

—¿Yo, qué? Soy una más, entretengo a tus clientes, me arreglo provocativa, como tú me pides; escotazo, mucho muslo —dije repitiendo sus instrucciones—, vendo el género; no, no me molesta, es lo que es, me dejo sobar lo justo para ir poniéndolos a tono y cuando vamos al apartamento…

—¿Ya no lo llamas picadero? Ahora que ya lo usas como tal te cuesta llamarlo así.

—Es verdad; pues eso, cuando vamos al picadero hago lo mismo que hace Lorena, los encandilo, les hago ver que me gustan, que son irresistibles, que me hacen gracia sus chistes gruesos, me río cuando hablan de mi chocho, de mi chumino, o me lo dejo afeitar.

—Por un buen precio. ¿Cuánto te pagó por tus rizos?

—Cien mil. No pensé que aceptaría. —respondí bajando la mirada.

—Déjalo crecer, ya sabes que a mí me gusta…

—Descuida.

—Te estuve observando.

—Ya te vi, al principio me incomodaste, luego ya no.

—Lo sé, pero soy tu jefe, puedo hacer lo que quiera.

—Claro.

—Incluso participar si me da la gana.

Sentí el rubor incontenible, qué absurdo.

—No me lo digas, hubo un momento que lo pensé.

—Hubiera saltado sobre la cama.

—Y luego, en el salón ¿por qué no lo hiciste?

—Porque en la otra habitación estaba tu cliente y soy tu jefe. No es bueno mezclar.

—¿Sabes cómo me dejaste? Esa noche te necesitaba.

Ahí quedó el reproche, varado en un silencio culpable.

—Creí que vendrías a mi habitación.

—Oh, Tomás… Qué tonto, qué tonto…

—¿Podemos seguir en otro lugar?

—¿Quién lo pide, mi jefe o mi amigo?

—¿Acaso importa?

—Mucho, aunque a los dos les voy a decir que sí.

Tomé el móvil y le hice una señal para que se mantuviese callado.

—Hola, cielo …. No me digas que ya estás ahí, no he visto la hora que es… Verás, me ha salido trabajo …. ¿Quién si no? …. Lo siento, ¿quieres que te recoja esta tarde? …. A las siete entonces, un beso, amor.

—Habíais quedado.

—Sí. No importa, esta noche le compenso.

—¿Trabajo?

—He dicho lo primero que se me ha venido a la cabeza. Por cierto, todavía no sé quién me lo pide.

—Te tendré que pagar, entonces.

—Con que me hagas un regalo es suficiente. Me prometiste unos pendientes, ¿recuerdas?

—Pasa por la joyería y elige los que más te gusten.

—No, quiero que los escojas tú.

—Vámonos.

….

—No eres como las demás.

Sonreí; habíamos hecho el amor, no habíamos follado. Tanta ternura, tantas palabras cercanas a las que nos dedicamos Mario y yo se salían del guión de un polvo como el que podía echar con cualquier otro. Eso no me convertía en diferente, era una de sus putas, la mejor pero una más; que además fuéramos amigos no me hacía especial.

—Hay una diferencia fundamental. Según te iba viendo podía imaginarte en tu consulta. Seguramente vería la misma seguridad, la misma eficacia, la misma búsqueda de calidad. Eso es lo que te distingue, eres una persona que trata de sacar siempre lo mejor de sí misma en cualquier cosa que haga. Incluso cuando te prostituyes procuras dar lo máximo de ti.

—Te refieres a la noche de Valentín. Exageras, no me lo puso fácil pero lo tuve bajo control, no tiene nada de especial,

—Sé de lo que hablo. A lo largo de los años he gestionado mucho personal y no me equivoco, quedó encantado, no me extraña que quiera volver a verte.

Bajé la mirada, cómo decirle…

—¿Qué pasa?

Había llegado el momento, tenía que contarle la tensión que viví con la punta de la tijera amenazando el clítoris. Se sentó en la cama y escuchó sin interrumpirme, sin pedirme ninguna aclaración. Cuando acabé se tomó su tiempo.

—Una broma de mal gusto, sin duda; no pensarás que iba en serio.

—Tomás, soy psicóloga; la expresión de su rostro mientras me tenía a su merced no me gustó nada, sé lo que puede significar.

—¿Tan grave es?

—Duró demasiado para ser una broma, tuve que doblar la apuesta para conseguir que retirase las tijeras.

—No te entiendo.

—Da igual hazme caso, no lo dejes a solas con las chicas, es un riesgo demasiado alto que no deben correr.

—Bueno, ya es hora de que nos vayamos.

De repente parecía estar incómodo; recogí las bragas y me puse de pie. Lo miré, puede que no nos volviéramos a ver en mucho tiempo.

—¿Cuándo te vas?

—Pasado mañana, el avión sale a las ocho. Supongo que no nos veremos hasta Septiembre, ¿no? Ven aquí.

Bordeé la cama y me estrechó, busqué su boca y lo besé con cariño.

—Cuando vuelvas llámame, no vamos a salir a ninguna parte.

—¿Y eso por qué?

Mi socio

—Mario, no sabía que estabas aquí.

Se levantó algo precipitadamente y salió a recibirme.

—Llegué anoche —dije tendiéndole la mano—. ¿Todo bien por aquí?

—Como siempre, no hay ninguna novedad reseñable desde que hablamos. Siéntate, quiero hablar contigo.

—Y yo contigo.

—Tú dirás.

—No, prefiero que empieces tú. —insistí.

Estaba nervioso, pocas veces le había visto perder el aplomo. Le ahorré el calvario que estaba pasando.

—¿Vas a hablarme de Carmen?

—Te aseguro, que no fui a tu casa con esa intención.

—Lo sé, me lo ha contado. Era de suponer que después de la conversación que tuvimos y conociéndote como te conozco…

—Qué insinúas, ¿que me aproveché de la situación?

—Debí haber imaginado que no podrías contenerte, harías una de tus quijotadas y tratarías de salvar a la dama.

Emilio aflojó la tensión y se dejó caer en el respaldo.

—¿Por qué, Mario, por qué?

—No voy a entrar en eso ahora; además, entre lo que yo te conté y lo que te ha contado ella tienes suficiente información para hacerte una idea. La cuestión es que estamos aquí, te follas a mi mujer y por lo que sé, piensas seguir haciéndolo.

—Yo… de eso quería hablar contigo. Verás: no quiero que lo que ha pasado suponga un…

—¿Te lo pasaste bien?

—Déjame que acabe.

—Dime, ¿qué es lo que te gustó más?

—¿En serio tenemos que pasar por esto?

—Por supuesto. Además de mi socio eres mi mejor amigo. O lo asumimos con normalidad o difícilmente vamos a poder convivir a diario. Así que contéstame: ¿qué es lo que más te gustó de lo que te hizo mi mujer?

Se quedó pensando, puede que dudara de la sinceridad de mis palabras.

—Es difícil elegir, nunca he estado con una mujer como ella, es impresionante, si vestida ya es atractiva…

—No te cortes.

—Desnuda supera cualquier idea que se pueda uno hacer.

—Quiere decir que te la habías imaginado desnuda antes.

—¿Yo? ¡no, por Dios! Cómo puedes pensarlo.

—Venga Emilio, no me vengas ahora con esas, te has cepillado a mi mujer, creo que merezco absoluta sinceridad. Todos tenemos un mundo interior que jamás desvelaríamos a nadie en el que dejamos total libertad a nuestros pensamientos, tú lo sabes; ese en el que el empleado sueña con matar al jefe o el hombre tranquilo en apariencia viola a su cuñada o roba a su vecino millonario, qué sé yo. ¿Seguro que en ese mundo privado no has deseado alguna vez a Carmen, no le has mirado las tetas o la has imaginado en pelotas?

—¡Qué cosas tienes!

—Tengo las cosas que un psicólogo como tú ha escuchado más de una vez en terapia, no me vengas con cuentos.

—¡Sí, joder, sí! Siempre me ha gustado, cómo no me va a gustar, ¿es eso malo? Tiene un cuerpo de escándalo, es preciosa, simpática, es tremendamente sensual, ¿cómo quieres que alguna vez no fantasease con ella? Joder, me estás haciendo sentir ridículo, parezco un inmaduro que se ha quedado anclado en la adolescencia.

—Coño, Emilio, no te avergüences de ser humano. Has debido de escuchar historias como esa a cientos, igual que yo.

—Ya lo sé, ya lo sé.

—Entonces qué, ¿me vas a decir qué es lo que más te ha gustado de todas las guarradas que has hecho con mi mujer?

—¡Joder, Mario!

—La puta de mi mujer, para ser más exacto.

—Vete a la mierda. ¿Qué pretendes, sacarme de mis casillas?

—Centrarte. Suéltalo de una vez.

—La felación.

—La mamada.

—¡Me cago en tus…!

Emilio descargó el puño en la mesa con toda su fuerza.

—Todo lo que me contaste, lo de la terapia de puta, lo de su jefe, todo, ¡todo!, es una versión maquillada de lo que le has hecho para poder quedar bien ante mí; Carmen me lo ha contado desde el principio. Eres un auténtico hijo de puta. —terminó apurando el aire.

—¿Crees que no lo sé?

—¿Cómo pudiste manipularla de esa manera? Eres…

—Despreciable, un hijo de puta, ya lo has dicho. Si eso te deja más tranquilo para justificar que te estás follando a mi mujer venga, repítelo, llámame cabrón y lo que se te ocurra.

—¿Cómo puedes ser tan cínico?

—Escúchame: tú y yo no somos tan distintos, al final todo se reduce al sexo. Sentiste mucha lástima por Carmen pero la forma de rescatarla no fue otra que ofrecerle dinero y proponerle un polvo; provocarla por la vía más débil, ¿no te das cuenta? Podías haber hablado con ella en otro contexto pero no, elegiste el camino que tus hormonas te marcaban. Y todavía me dirás que fue ella la que te sedujo, serás hijo de puta. Estás deseando volver a tirártela y vienes ahora a darme lecciones de moral. No me jodas, Emilio.

—Te mereces que te mande a la mierda y rehaga su vida.

—No creas que no lo he pensado, puede que fuera lo mejor para ella; pero si eso llega a ocurrir… se acabó, no voy a volver a pasar por ese calvario otra vez.

—¡Qué coño estás diciendo!

Dos golpes en la puerta previos a que se abriera nos interrumpieron. Pilar, la nueva secretaria de dirección apareció en el umbral.

—Perdón que les moleste; como están los dos, si me pueden firmar…

—Ahora no. —dijo Emilio taxativamente.

—Don Emilio me está contando cómo se la chupa mi mujer. —Añadí muy serio en cuanto nos quedamos solos—. ¿Te sigue tratando de usted?

—Ya no, hace poco empezó a tutearme. Oye…

—Será que apenas ha tenido ocasión de tratarme y le ha parecido mejor volver al usted. Venga, háblame de la mamada. —dije antes de que siguiera por donde no quería.

—Mario…

—Es la mujer que nos vuelve locos; venga, Emilio.

Cedió, en el fondo sabía que estábamos condenados a entendernos.

—No tengo mucha experiencia en eso, en realidad ninguna.

—¡No me digas!

Me contó lo que había significado estar en manos de una experta como Carmen, una mujer que además se entrega con dulzura y pasión al arte de la felación. Podía ver las emociones que debió de sentir en la boca de mi esposa que, sin prisa alguna se dedicó a darle el mayor placer posible antes de atravesarse la garganta y recibir la descarga de un hombre aturdido por un placer que no podía imaginar.

—Es maravillosa.

—Yo le enseñé cuando era muy joven a dominar el reflejo de vómito.

—Me lo dijo. Te adora.

—Te gusta, ¿verdad?, tiene un cuerpo precioso.

—Sí, está en la flor de la vida.

—Venga ya, pareces un poeta.

—No sé qué quieres que diga. —replicó molesto.

—Quiero que te relajes. No sé que piensas, acaso crees que pretendo soltarte la lengua y cuando hayas hablado de Carmen todo lo que se te ocurra voy a saltar por encima de la mesa a agarrarte del cuello y a gritar: «¡hijo de puta, te has follado a mi mujer, voy a matarte!».

—No digas sandeces, es que no me siento cómodo hablando de ella como si fuera…

—¿Como si fuera una puta? Es que es una puta, Emilio, es una puta, convéncete; le has pagado una pasta por follar y según me ha dicho, tienes bastantes ganas de darle por culo, ¿es cierto? Venga Emilio, ¿es cierto?

—Estás empeñado en saberlo. Es verdad, voy a quedar con ella, estaba esperando a esta conversación porque si me decías que no la volviera a ver se acababa. Pero tal y como me lo estás poniendo no creo que tarde mucho.

—Pues me parece muy bien. Mira, Emilio: que Carmen se acueste contigo me da más tranquilidad que el que lo haga con un desconocido. Tú no le vas a hacer daño, la vas a tratar bien. Si mi relación con su proxeneta es buena no entiendo por qué no puedo seguir llevándome bien contigo. Me preguntabas qué pretendía con esta conversación, te lo voy a decir: normalizar nuestra relación, la de los tres y especialmente la nuestra. No tenemos por qué ignorar que te acuestas con ella, tampoco tienes por qué darme un parte cada vez que lo hagas pero si lo hablamos bromearemos igual que nos ocurre con otros temas. Ella me lo contará como lo hace cada vez que se acuesta con cualquier otro cliente, a veces a los dos o tres días, otras esa misma noche según tenga ganas o esté más o menos cansada, incluso nos sirve de estímulo. Esa es la normalidad en la que me gustaría que estuvieras. No has venido a estropear nada, Emilio, ni nuestra amistad ni nuestro matrimonio.

—Gracias, Mario, te agradezco tu franqueza.

—Avisa a Pilar y le firmamos eso que le corría tanta prisa.

—Oye, eso que insinuaste antes…

—Avisa a Pilar, tengo que salir ya para Sevilla.