Diario de un Consentidor Un ogro tras la puerta

Con otra mirada

Diario de un Consentidor Un ogro detrás de la puerta

Guido se fue pronto, nos dimos un buen revolcón y a las cinco volvió al gimnasio. Me vino bien porque no quería tenerlo toda la tarde en casa y no sé cómo me las hubiera arreglado para hacerlo marchar. Ni siquiera lo acompañé, le escuché asearse, se vistió y me dio un beso de despedida convencido de que me había dejado agotada. Le oí cerrar la puerta y me quedé en la cama pensando en mis sentimientos, una mezcolanza de emociones desbordadas por el regreso de Mario en el que nos reencontramos tal y como éramos entonces, nos abrimos con total sinceridad y nos entregamos con el deseo fresco y renovado. Guido fue la culminación, el regalo de despedida de Mario. Sin embargo no podía obviar los silencios y las sombras que provocó una explicación vaga y retorcida. Elena, ¿qué pasó con Elena? Me dejó una sensación parecida al reflujo de las olas cuando llega la bajamar.

Me gusta acodarme en el muro a ver el cambio de la marea en las costas del norte. El mar se resiste a abandonar la playa conquistada y a veces lanza un ataque agonizante tratando de recuperar el terreno que sabe perdido. Así me sentía intentando mantener la euforia del fin de semana. Terreno perdido. Mario no estaba y yo trataba de apuntalar las emociones que cultivamos aún a costa de ocultar la amarga sensación de estar viviendo silencios ya vividos. Hablamos, escuché, quise creer para no estorbar la marea crecida. Pero ahora, en pleno declive, no pude negar lo evidente: algo no había ido bien, no conseguía dejar de pensar en el desencuentro que a duras penas logré evitar. Otra vez no, otro engaño no. Qué ocurrió con Elena, qué hablaron, lo que fuera que hubo no fue capaz de compartirlo conmigo.

Y tenía relación con Carlos.

No iba a amargarme el resto del Domingo, preparé una bolsa de deporte y me fui a las piscinas del club, poco después estaba nadando.

Me serena el ambiente de los fines de semana a última hora cuando se preparan para el cierre; apagan las luces principales y los pocos que nadamos lo hacemos en una agradable penumbra que, lejos de invitarnos a marchar, nos crea un entorno intimista en el que nadar se asemeja a un ejercicio zen: las luces tenues ondulan las aguas tranquilas; el silencio reverbera e inunda el recinto; todo induce a bajar las pulsaciones antes incluso de lanzarme al agua, tocar el fondo, bracear y tomar impulso para salir a flote.

Me cruzo con un nadador solitario que como yo, ajeno a cuanto nos rodea, atraviesa su calle. Nos ignoramos. Llego a un extremo, me sumerjo, giro, tomo impulso con los pies y salgo disparada bajo el agua hasta que emerjo, hago unos largos, hundo el rostro, aparezco, tomo aire, llego al extremo de la piscina, me encojo para tocar pared y propulsarme con fuerza mirando el fondo, aleteando solo con los pies hasta que pierdo velocidad, salgo a la superficie, cojo aire y comienzo a dar potentes brazadas.

Revivo en el agua. En algún momento cierro el ciclo, me agarro al borde y aprovecho el impulso para izarme chorreando. El anónimo nadador me mira desde el otro extremo. Dejo que el agua escurra, paso las manos por el abdomen y el pecho para acelerar el proceso antes de recoger las gafas y el gorro y salir hacia los vestuarios.

Un poco más tarde, enfilando el garaje, reconocí a alguien que se alejaba del portal; las luces de un auto aparcado cerca se iluminaron varias veces. Toqué el claxon, Juanjo me vio y se acercó. ¿Qué hacía aquí? Bajé la ventanilla.

—He venido a traer a un amigo, ha bebido más de la cuenta y ya que estaba cerca se me ocurrió pasar a veros.

No era el único que había bebido, el aliento lo delataba. Paré el motor y salí.

—Mario sigue en Sevilla, ¿No te lo dijo Sonia? Me llamó para invitarnos al cumple del niño, le dije que venía este fin de semana y queríamos aprovecharlo al máximo.

—Ah, no sé. Sí, ahora que lo dices…

¿Por qué me parecía que todo era una excusa absurda?

—¿Te apetece un café, ya que estás aquí? —Aceptó sin la menor vacilación.

—¿Por dónde vive?

—¿Quién?

—Tu amigo, dónde vive, en esta urbanización o en la que está cruzando el puente.

No me lo supo decir, suficiente para confirmar mi teoría. El ascensor se detuvo y lo libró de seguir balbuceando incoherencias, porque el alcohol no le ayudaba a salir del atolladero en el que lo había metido.

—Pasa, siéntate, me cambio y enseguida hago café.

—No te molestes, casi prefiero otra cosa. Una coca cola con un poco de…

—Juanjo, mejor café, hazme caso.

No quise entretenerme, me puse algo cómodo de estar por casa y volví; lo encontré mirando la librería.

—Estás muy guapa en esta foto.

—Anda, ven y me echas una mano.

—¿Y qué, cómo estáis?, hace un montón que no se os ve el pelo.

—Es cierto, con el proyecto de Mario… A ver si vuelve ya y nos empezamos a ver más.

—Pero tú podías acercarte, os echamos de menos.

—Tienes razón, el próximo sábado te prometo que voy a tomar el vermut con todos.

—Es que os echamos de menos un montón —insistió—, ha sido un año tan complicado con todo lo que pasó en el invierno.

—¿Qué pasó en el invierno?

—Mujer, ya sabes.

—No, no lo sé, si no me lo dices.

—Desaparecisteis, se comentó que estuvisteis a punto de separaros.

—De eso hace una eternidad, pensaba que ya habíamos pasado página.

—¡Sí, por supuesto! Lo que pasa es que son cosas que siguen estando ahí, Mayte dijo algo sobre ti que hizo que se volviera a hablar sobre lo vuestro.

—Vaya con Mayte. ¿Y qué dijo de mí, exactamente?

—Por lo visto, cuando quedamos en San Isidro, vio por casualidad que llevabas preservativos en el bolso y como todo el mundo sabe que Mario se hizo la vasectomía… joder, dio que hablar.

—No fue por casualidad, lo vio porque le dije que cogiera tabaco y miró más de la cuenta. Lo que no sé es qué hace contando si llevo o no llevo condones en el bolso. Eso es cosa mía y de Mario, de nadie más.

—Por supuesto, no te enfades, lo que pasa es que nos preocupa que…

—Pues no os preocupéis, no es para tanto.

—¿En serio? Porque Alicia nos ha dicho que te vio cenando con un tío en un hotel… muy cariñosa y que al terminar pasasteis por recepción y luego os montasteis en un ascensor. Yo creo que si es para preocuparse.

—Mira Juanjo, yo no me meto en vuestra vida, somos amigos y nos juntamos de vez en cuando, nada más. Si alguien quiere compartir con nosotros algo es muy libre de hacerlo, pero nunca jamás se me ha ocurrido meterme en la vida de nadie y te aseguro que he tenido oportunidad de hacerlo. ¿Crees que me importa lo que hace cada uno, si Miguel le pone los cuernos a Alicia o si a Pablo le va mejor o peor? ¿Me he metido alguna vez a cotillear cómo os va a Sonia a ti?

—Nos estamos separando. —dijo algo atropellado. Tal vez por eso bebía, no recordaba haberlo visto nunca ebrio.

—Lo siento, no lo sabía, lo siento mucho.

—Claro, cómo vas a saberlo si no nos vemos.

Le apreté la mano y me miró suplicante.

—Siempre habéis sido un modelo para toda la panda, la pareja ideal, y ver cómo os veníais abajo fue un golpe muy duro.

—Pero nos recuperamos, fue un bache que hemos superado.

—¿Y lo que dice Alicia, y lo de los condones?

—A ver, eso son cosas de las que no tengo que dar explicaciones a nadie, entiéndelo. —Se acercó a mí, demasiado.

—Carmen, eres nuestra musa, no puedes defraudarnos.

—No exageres, por favor. Venga, vamos a tranquilizarnos.

—Te lo digo en serio: todos, todos te deseamos, has tenido que notarlo, no me digas que no.

—Juanjo, déjalo, estás diciendo tonterías.

—Lo sabes, claro que lo sabes, por eso juegas con nosotros.

—Ya está bien, será mejor que te marches.

—Es que yo te quiero, siempre te he querido, por eso mi matrimonio se está yendo a la mierda.

Estaba al borde de las lágrimas, hizo un amago de refugiarse en mi pecho, traté de levantarme pero en mitad del impulso me sujetó por la muñeca y caí al sillón, Juanjo aprovechó para echarse sobre mí.

—Te quiero, no sabes cómo te deseo, llevo soñando contigo desde que te conozco.

Cómo podía estar haciéndome esto. Me desembaracé de él pero tenia la pesadez y la fuerza del borracho. Forcejeamos, había hincado una rodilla en mi asiento y me impedía levantarme, le insistí en que lo dejara, que se estuviera quieto pero no escuchaba, seguía con una letanía de halagos y su declaración de absoluto deseo. Lo empujé, cuando las razones no llegan a su destino no queda más alternativa que la contundencia; buscaba mi boca. —¡Juanjo, joder! Lo empujé con la energía que me dio el agobio de sentirme acosada, cayó sentado en el borde del sillón, resbaló y se fue al suelo golpeándose con la mesita que estuvo a punto de volcarse.

—Levanta, vamos levanta. —Le ofrecí la mano para ayudarlo, se había dado en la cabeza con el borde de la mesa, nada serio, un chichón que le recordaría al día siguiente su penosa actuación.

—Lo siento, no sé qué me ha pasado.

—Que has bebido demasiado. Pide un taxi, no deberías conducir.

—No, estoy bien. Pensarás que soy…

—Pienso que eres un idiota. Venga, vete.

—Lo siento.

—Anda, calla. O te vas de una vez o te echo de una patada en el culo.

…..

—Sonia, soy Carmen.

—Hola, qué tal, qué sorpresa.

—Te llamo porque ha estado aquí Juanjo, se acaba de marchar.

—A estas horas, ¿y qué hacía ahí?

—Me ha dicho que vino a llevar a su casa a un amigo que ha estado con vosotros y por lo visto bebió más de la cuenta y luego se pasó por aquí.

—No sé de qué hablas.

—Es lo que me ha contado, no te puedo decir más. Te llamo porque me preocupa como iba, olía a alcohol y le he dado un café; le dije que no debería conducir pero se ha empeñado.

—Gracias, Carmen, te lo agradezco.

—Sonia, si necesitas algo…

—No te preocupes, muchas gracias.

Al día siguiente llamé a Alicia. No me esperaba. Procuré conducir la conversación hacia un terreno casual: llevábamos tiempo sin vernos, me había acordado de ella y le pregunté si le apetecía quedar conmigo a tomar café ya que tenía la tarde libre y así nos poníamos al día; conociendo su afición al cotilleo sabía que caería en el cepo y se guardaría mucho de compartir con nadie la ocasión de obtener una primicia. A las cuatro y media entraba en la zona comercial de la Estación del Norte, di una vuelta y la localicé. Dos besos de rigor, unos cumplidos mientras me servían un café y al grano.

—Estás estupenda. Sigues haciendo tanto deporte como antes, ¿verdad?

—¿Como antes de qué?

—Mujer, es una forma de hablar.

—¿Te refieres a antes de la separación?

—No quería decir eso.

—Pues sí, incluso entonces seguí haciendo mucho deporte, aunque no vivía en casa.

—¿Ah, no?

—No, decidimos tomarnos un tiempo y me marché, estuve viviendo fuera unas semanas. Pero bueno, eso es historia, lo solucionamos y está olvidado, al menos nosotros lo hemos olvidado.

—Cuánto me alegro.

—¿Y vosotros, lo habéis olvidado?

—¿Nosotros?

—Sí, vosotros, nuestros amigos, ¿lo habéis olvidado o seguís dándole vueltas a nuestra vida?

—Por Dios, Carmen, cómo puedes pensar eso.

—Porque tengo entendido que mi vida privada se está aireando entre vermut y vermut. Parece que os interesa mucho, por ejemplo, si llevo condones en el bolso.

—Eso fue un comentario sin importancia. ¿Cómo te has enterado?

—Un comentario que no viene a cuento, como no viene a cuento que vayas diciendo que me has visto con un hombre en el restaurante de un hotel y que después nos viste subir a una habitación.

—Lo siento, no debería…

—No, no deberías, entre otras cosas porque no entiendo qué hacías entre semana a media noche en un hotel en mitad de una carretera no muy transitada, por cierto. ¿Me lo quieres explicar?

—No tengo por qué explicarte nada.

—Ahora lo vas entendiendo. Yo tampoco tengo por qué dar explicaciones de mi vida privada a nadie, Alicia, ni tengo por qué aguantar que la comentes con nadie.

—Estaba con mi marido.

—No te he preguntado con quién estabas, me da igual; de todas formas el sábado voy a ir a aclarar todo esto con vosotros, ya está bien de aguantar cotilleos de los que creía que erais mis amigos.

—No, espera, espera. Oh, Dios. No estaba con Miguel. ¿Quién te lo ha contado?

—Qué más da.

Estaba abochornada, se debatió decidiendo tal vez si debía terminar de contarme lo que había quedado al descubierto.

—Miguel me engaña con una compañera del bufete, llevan juntos un año, cree que no lo sé pero es tan tonto que lo he ido descubriendo poco a poco. Al principio no lo quise creer pero se ha vuelto tan rutinario que ni siquiera se preocupa de ocultarlo. Le quise dar una lección y me enrollé con un compañero del grupo de pintura, no es nada serio, no creas, es solo sexo, solemos ir a su casa y ese día fuimos allí, teníamos reserva en el hotel pero cuando te vi le dije que nos fuéramos.

Sentí una inmensa pena por ella.

—Mira, Alicia; puedes hacer lo que quieras con tu vida pero no te dejes llevar por el despecho o acabarás siendo manipulada, si quieres tener una aventura hazlo por ti, porque te apetezca y no por tu marido, estoy segura de que no se lo merece.

—Tienes razón, no se lo merece, es un imbécil.

—Pues entonces piensa en ti; por lo que sé no dependes de él, ya me entiendes.

—Carmen, lo siento, lo siento mucho.

—No te preocupes, el sábado voy a dejar las cosas claras pero no te voy descubrir.

El martes a las cuatro

—¿Entonces va todo bien?

—Mejor de lo que podía esperar, la tensión que hay entre nosotros se ha suavizado, puede que influya estar lejos. Además Londres es una ciudad en la que me encuentro cómodo y a ella le sucede lo mismo. Por primera vez en mucho tiempo volvemos a hablar como padre e hija.

—No sabes cuánto me alegro.

—¿Y tú, qué tal estás?

—Bien, ya sabes, con mucho trabajo —mentí—, tratando de llenar el tiempo.

—Porque tu marido sigue en Sevilla.

—Sí.

—Le echas de menos, ¿verdad?

—Mucho, pero ya falta poco para que vuelva. ¿A que no sabes dónde estoy? —dije para cambiar de tema—: en el picadero.

—¿Y qué haces ahí?

—A veces me vengo a trabajar, estoy más tranquila que en el gabinete, sobre todo después de lo del reportaje.

—Siempre te gustó; te concentrabas bien sin que nadie te molestase.

—Excepto cuando aparecías tú con algún bollo para desayunar.

—Y acabábamos en la cama.

—Tonto. No sabes cuánto te echo de menos.

—Y yo a ti, ¿sabes lo que me apetecería ahora mismo?

—¿Comerme el culito? —Rompimos a reír.

—Después de recorrer cada milímetro de tu cuerpo con la lengua.

—Sí, por favor, nadie consigue llevarme al cielo con la boca y las manos como lo haces tú.

—Dime, cómo estás ahora mismo.

—Me acabo de dar una ducha, aquí hace un calor que parece que estuviéramos en pleno mes de Julio.

—¿Y qué llevas puesto?

—Espera un segundo. Nada.

—Eres maravillosa.

—Confiésalo, ¿no es lo que querías? Solo he tenido que quitarme la bata.

—Cómo me conoces.

Continuamos jugando un juego demasiado ingenuo quizás, pero que actuaba de bálsamo y por qué no usarlo si nos hacía bien a los dos.

—Un momento, están llamando a la puerta.

—Lo he oído, seguro que es Ismael con alguna carta. Atiéndelo, yo ya me tengo que ir. Un beso cariño.

—Un beso, te quiero.

Se fue Tomás y desapareció una parte de mí. Era la hora. Alisé la cama, cogí la bata y de camino me arreglé el pelo. Antes de abrir me aseguré por la mirilla: era él. Ensanché el escote hasta dejar los pechos descubiertos.

—Pasa.

Me inspeccionó de arriba abajo, parecía que no hubiese transcurrido el tiempo desde que me ordenó recibirle tal y como lo estaba haciendo, con mis tetitas en la puerta a las cuatro.

—Así me gusta, que seas obediente.

Una caricia en la mejilla me hizo estremecer y le confirmó el grado de control que tenía. Desató la lazada de la bata, los ojos saltaron hambrientos al pubis. Llevó las manos a los pechos y los cubrió, los acarició en círculos con los dedos separados para abarcarlos bien. Empujó la puerta con el pie y se cerró por su propio peso.

—¿Me has echado de menos, sobrina?

Un velo nubló mi vista.

—Sí.

Una mano aterrizó en mi cadera por debajo de la bata, con la otra siguió manoseándome las tetas. Le eché los brazos al cuello.

—¿No me vas a dar un beso?

Le besé, un beso en cada mejilla. Sonrió de una forma que me hizo sentir tan, tan pequeña….

—Bueno, bueno, eso está muy bien, pero ya sabes cuánto me gustan esos otros besitos. —Rozó con la yema del dedo mis labios y al hacerlo disparó mil terminaciones nerviosas que activaron un movimiento reflejo. ¿Fue un beso? un beso en la punta del dedo; unos labios que lo acogieron y el contacto con la lengua. ¿Lo besé?, mi boca entreabierta lo atrapó un instante. Sonrió sorprendido, solo fue una señal para que le diera un piquito y yo, sin pretenderlo, lo convertí en una provocación. Quise retroceder pero lo impidió agarrándome el hombro, dibujó el contorno de mis labios con el dedo y lo hundió en mi boca despacio para evitar el rechazo, lo removió buscando la lengua en una especie de danza inquieta a la que acabé por ceder. Lo chupé, no dejé de hacerlo y cuando vio que ya no necesitaba atarme corto me soltó y volvió a la curva de mi cadera. Enseguida tuve dos dedos simulando una felación lenta y constante, luego fueron tres formando un cuerpo grueso que peleaba con mi lengua. Chupé y chupé, le dejé abusar de mi boca, me llamó cosas que nunca había escuchado, la saliva desbordaba mis labios, empapó el mentón, escurrió por el cuello y me hizo sentir sucia; pero yo seguía chupando, seguía babeando, seguía escuchando palabras que nadie me había dicho nunca.

Abrí los ojos al sentirme vacía, Ismael señalaba su boca dando toquecitos con el índice. Fui a besarle y me detuvo. —Límpiate los morros. Me sequé con el dorso y le besé, un beso que lo encendió y se abrió paso con la lengua, la mano que pulía mi cadera me aplastó contra su cuerpo, cerré los brazos en torno a su cuello, el contacto en mi piel del áspero tejido de la camisa me alteró, le devolví los besos con el mismo ardor que recibía, mi lengua jugó con la suya, busqué hueco entre sus piernas y me apretó con la mano que dominaba mi culo. Venía preparado, la violenta dureza de la viagra se clavó en mi muslo. Me esperaba una larga tarde.

Ismael no tenía estudios pero era inteligente, en poco tiempo había detectado las claves que me ponían en sus manos. Palabras como sobrina, putita o mandatos contundentes como «estate quieta» o «ven aquí» disparaban algo en mi cabeza que me dejaban a su merced; por el contrario la mención a Paquita o el intento de que lo llamase tío rompían el hechizo y dejó de usarlos. Comprobó que sujetarme con firmeza por los brazos actuaba también como un resorte que me dejaba indefensa, me ahogaba, comenzaba a temblar, dejaba de ser yo y pasaba a ser alguien frágil, le dejaba hacer lo que fuera con tal de evitar un mal mayor que presagiaba un desastre inminente, algo terrible que podía eludir sometiéndome, a pesar de la tremenda vergüenza que me producía sentir tanto placer, tanto que me esforzaba en negarlo.

Cuando todo terminaba procuraba desterrarlo, porque si trataba de ahondar en lo sucedido el miedo volvía a aparecer y amenazaba con desbordarse hasta el pánico. Aprendí a apartarlo, Ismael se marchaba, yo me aseaba y la ducha hacía algo más que limpiarme. Al salir a la calle había olvidado. Un pacto no hablado hacía que nunca nos cruzásemos en el portal.

—Prepárame un whisky, sobrina.

Fumaba en la ventana, seguía con la verga tiesa como un palo. Me levanté, busqué las bragas.

—¡Eh! ¿te he dicho yo que te tapes?

—Es que si no voy a mancharlo todo.

—Pues pones algo en el sillón, joder. Quiero tu raja a la vista siempre, bien mojada y oliendo a hembra. No sabes cómo me pone tu olor.

Me siguió al salón, saqué un vaso de cristal labrado y el Chivas reserva.

—Tómate uno tú también, acompáñame.

—Voy a por hielo.

Traje la cubitera y saqué otro vaso. Dos dedos de whisky, dos cubitos. Me hizo chocar los vasos.

—Por nosotros, sobrina, porque sigamos estrechando nuestra buena relación.

Bebimos un sorbo, dejó el vaso en la mesa y vino a por mí, no se saciaba; me besó, buscó mi cuello y se cebó. Cerré los ojos, un escalofrío me recorrió la piel, le acaricié la espalda, hice hueco para que la dura estaca pudiera encontrar cobijo entre mis piernas mientras me atormentaba en uno de los lugares más sensibles de mi cuerpo. Cuando se hartó de morderme volvió a beber.

—¿Sabes cuándo vuelve el señor?

—Espera.

Volví con una toalla de baño y la extendí en el sofá, nos sentamos y se la cogí sin que me lo tuviera que pedir.

—No lo sé —respondí—, estaba hablando con él cuando llegaste, se lo iba a preguntar pero no me dio tiempo.

—Mierda, que mala suerte, ¿no puedes llamarle?

—Resultaría extraño. El viernes, después de la reunión con las chicas, se lo preguntaré. Por cierto, el viernes pasado casi nos pillan, tienes que tener más cuidado.

…..

Procuré llegar temprano para no coincidir con ninguna de las chicas en el portal, no quería que Ismael pudiera decir algo que suscitara comentarios. En cuanto me vio aparecer me interceptó:

—Ya te echaba de menos, putita.

El corazón me dio un vuelco, miré a todos lados.

—¿Cómo se te ocurre? ¿Y si nos oye tu mujer?

—Me sujetó del brazo y tiró de mí, el bolso se escurrió del hombro y se precipitó hasta que lo detuvo el codo.

—A mi mujer ni la nombres, ¿te enteras?

—Me haces daño.

—¿Te has enterado?

—Sí, suéltame.

—¿Sabes esa babilla que te gusta tanto chupar cuando me la sacas por la bragueta? ¡Te gusta o no te gusta, joder!

—Me gusta, me gusta mucho.

—Te he visto llegar moviendo el culito y se me ha llenado la polla de baba, qué lástima que no puedas agacharte ahora, a que sí.

—Sí.

—Es que tienes un cuerpo de escándalo. —Suspiró resignado—. ¿Qué, cómo está mi sobrina hoy?

«Desmayada, sin fuerzas».

—Bien.

—¿Cachonda?

—Sí.

—Sí, sí, ¿no sabes decir otra cosa? A ver.

Metió la mano entre mis piernas con violencia, intenté escapar echando el culo hacía atrás pero fue más rápido, no me quedó otra opción que separarlas, seguía sujeta del brazo como si colgara de él. Palpó la braga apretando en el centro con ganas de atravesarla.

—Tienes el chochito caliente, sobrina, mira cómo me pones; mira, joder.

—Obedecí, llevé la mano a la bragueta y palpé el bulto, instintivamente seguí el mismo ritmo que estaba aplicando en mi vulva.

—Que ganas tienes de hacerme un pajote, ¿eh?

Removió la braga y hurgó hasta que consiguió meterme un dedo, no pude sofocar un gemido.

—Te mueres por follar, sobrina, pero hoy te vas a quedar con las ganas.

Lo sacó de improviso y se lo llevó a la boca, luego lo secó en el pantalón antes de hundirlo en mis pezones uno detrás de otro, sin prisa, mirándome a los ojos esperando una respuesta.

—El martes…

—El martes, estas tetitas en la puerta a las cuatro. —recité.

El chasquido metálico del portal rompió el silencio, me aparté a tiempo de ver entrar a Luca y Lauri.

—Buenos días.

—Hola, buenos días. —saludé tratando de aparecer lo más natural posible.

—A los buenos días, qué bien comienza el día hoy —dijo Ismael.

Me uní a ellas y fuimos hacia el ascensor. Sentí que Luca me miraba. Ya dentro de la cabina me dijo:

—¿Qué tenías con Ismael?

—¿De qué hablas?

—No sé, estabais tan juntos cuchicheando, cualquiera diría…

—Le estaba dando instrucciones de Tomás.

—Pues parecía otra cosa. — dijo Lauri.

—¿Queréis dejarlo ya?

—Vale, vale, no hace falta ponerse así, últimamente estás que no hay quien te hable.

Me enredé con las llaves, por fin conseguí abrir y entramos. Era cierto, desde lo del reportaje me irritaba por cualquier cosa, tenía que suavizar las formas, sobre todo con ellas.

—Es que no lo soporto, pero no me queda más remedio que tratar con él, Tomás me llamó ayer y me pidió que le diera unos recados para el administrador y ya sabéis cómo es, en cuanto puede intenta aprovecharse.

—Hija, pues será contigo porque con nosotras…

Llamaron a la puerta, Lauri abrió y entraron las demás.

—¿De qué habláis?

—De Ismael, cuando hemos llegado se estaba comiendo a Carmen en el portal.

—Joder, pues será a ti porque a mí ni se acerca —dijo Lorena.

—¿Lo ves? A éste le pasa algo, te lo digo yo.

—Solo tiene ojos para ti.

—Y manos. —Se echaron a reír.

—Pues que queréis que os diga, a mí me pone que me acorrale en el ascensor y me sobe el culo. Una vez llegó a tocarme una teta así, como de refilón. —Lorena se ganó un abucheo general—.Qué, ¿me vais a decir que a ninguna le alegra el día que ese viejales la persiga por el portal, ¡venga ya!

Escuché en silencio la conversación y me di cuenta del peligro que suponía que Ismael hubiera focalizado toda su obsesión en mí.

…..

—¿Eso dicen?

—Ya te lo advertí pero no me haces caso, si no las sigues tratando como siempre van a sospechar.

—¿Y dices que a Lorena le gusta que le meta mano?

—No es que le guste, le…

—Le gusta.

—A ver si ahora te vas a pasar, móntate en el ascensor con ella cuando te la encuentres sola, tócala pero no la agobies, hazlo como tú sabes.

—¿Cómo, así?

—Seguíamos sentados en el sofá, se arrimó y me tocó el pecho sin brusquedad, lo acarició mirándome a los ojos.

—Así. Ella protestará, ya la conoces, aguanta un poco y la dejas, no abuses de tu suerte.

Me buscó la boca, seguía acariciándome el pecho con mimo y los besos que me daba eran diferentes, tranquilos, casi dulces; comencé a devolvérselos del mismo modo, besos suaves, con los ojos cerrados, olvidando que la persona que me tenía en sus brazos no era sino…

—Y de salida, un azote.

—Eso es.

Me cogió la mano y la devolvió a la verga testaruda que palpitaba mirando al cielo, la rodeé con lo dedos. Ardía. Inicié un meneo suave.

—¿Y de Luca, qué me dices?

—Como se te ocurra intentar tocarle las tetas te ganas un bofetón.

—Ya lo sé, una vez lo intenté y me cagué de miedo. Qué mirada me echó, qué fiera.

—Alba es un cría, no la molestes.

—Está muy buena.

—No la molestes.

—¡Pero si es una puta!

—¿Me has oído?

—Porque tú me lo pides —rezongó.

Continué meneándole la polla despacio, sin ninguna intención de llegar a nada salvo la de darnos mutuo placer. Estuvimos así un buen rato, con los vasos cerca, de vez en cuando cogía el mío y me daba a beber.

—Chúpamela, sobrina.

Me arrodillé y le hice una mamada, no estaba siendo de las mejores, ni él ni yo buscábamos algo espectacular, tan solo descargar tensión.

—Déjalo, vamos a la habitación.

Había descubierto que follarme por el culo le hacía sentir más hombre. Podía ser solo un simple conserje, podía estar casado con la mujer que nunca eligió, podía tener que humillarse día tras día con cada vecino de la finca que le trataba como un ser inferior a pesar de tener más dinero en el banco que algunos y tierras en el pueblo, algo que la mayoría no tenía; no sabía hablar de los temas de actualidad que aparecían en la televisión y se avergonzaba por no tener estudios, pero cuando me daba por culo se sentía poderoso. Y ahí estaba yo, de rodillas en la cama, sujeta por las caderas, guiándole para que no me hiciera un destrozo. «Espera que dilate, ahora, empuja, ve despacio, ya ha entrado ¿lo notas?, sigue, ve despacio, empuja, muy bien, sigue, ya». Qué curioso, cuando me follaba el culo se mostraba más cuidadoso que al hacerlo por delante, que solía ser brusco; cuando entraba por detrás se quedaba pegado, muy quieto y al retroceder lo hacía poco a poco como si temiera que no volvería a atinar con la entrada, se movía calculando la distancia y cuando tenía medido el recorrido empezaba a follarme con calma. Me daba placer, un placer que seguía un ritmo, crecía despacio y subía a medida que se acercaba el orgasmo, la viagra le daba un aguante que me superaba y a él le gustaba tenerme doblegada, jadeando agotada; yo acababa cediendo, los brazos me fallaban, apoyaba la cabeza en la almohada y quedaba sujeta por las caderas, si no habría caído en la cama. Cuando él estallaba yo ya me había corrido y aún así no me dejaba de palpitar como un eco de sus estertores.

—Hostias, sobrina, que culo más tragón tienes.

Si tenía alguna virtud era la higiene. Ismael volvía de lavarse a conciencia, se quedó parado a los pies de la cama y después de pronunciar esa frase me ofreció un paquete de toallitas. No respondí, la vergüenza me impedía sacar la cabeza de la almohada, me limpié sin cambiar de postura, había cosas para las que sin embargo había perdido cualquier vestigio de pudor.

—¿Tan rota te he dejado? Venga, no será para tanto, date la vuelta, todavía nos queda una hora.

Obedecí, no creía que por mucha viagra tuviera energía para otro asalto tan pronto. Me dejé contemplar, ya nada importaba, solo que el tiempo corriese. Hubiera querido perder la mirada en el techo pero me lo habría impedido, tuve que seguir la deriva de sus ojos por mi cuerpo, tuve que soportar la sonrisa de vicioso mientras se acariciaba la polla tozudamente tiesa. Me cogió de un pie para separarme la pierna y tener mejor vista. Colaboré, qué me importaba enseñarle más o menos el coño.

—¿Cómo puedes estar tan buena, sobrina? Así no hay manera de que esto baje.

Y pensaría que eso era un cumplido.

—Hazte un dedo.

—¿Qué?

—Quiero ver cómo lo haces.

—No, joder, estoy cansada. —De ninguna manera me iba a masturbar delante de él.

—Venga, coño, ¿no te haces pajas cuando estás cachonda? Quiero ver cómo te corres tú sola.

No iba a dar su brazo a torcer, quedaba poco tiempo y por otra parte la alternativa era bastante peor. Ya nos íbamos conociendo y vio que lo estaba pensando; seguía frotándose el pene despacio, esperando mi decisión, quise creer que en ese momento yo tenía algo de poder. Me acomodé en la cama y adopté la postura que suelo adoptar cuando me dispongo a darme placer: separo las piernas, no demasiado, las flexiono, respiro, percibo mi cuerpo. Le mandé callar, dijo algo sobre mis tetas y rompió el proceso, lo entendió y no volvió a abrir la boca. Comencé de nuevo: Mi cuerpo, mi piel, mi respiración, mis pechos subiendo y bajando. Cuando estoy centrada en mí lo noto todo, percibo los pezones y al hacerlo despiertan, los siento crecer, la piel me envía señales de todas partes; las mejillas, los hombros, los pechos, los pechos me señalan su volumen, el vientre, los muslos. El sexo. Percibo su forma, su calor, su palpitar. Es ahora; mis manos acuden, es un juego de dedos expertos, la izquierda lo abre, la derecha lo recorre y extiende la untuosa esencia que lo cubre. Empiezo a morir, agonizo. Me gusto, dibujo cada rincón, cada pliegue, recojo la baba que brota y la extiendo por todo mi coño. Mi coño. Mi coño me pide que entre y lo hago con dos dedos y me levanta de la cama y vuelvo a caer. Mi coño es un pozo encharcado y estrecho. Me mira, me estoy exhibiendo pero todo mi ser está en mí, solo en mí y me follo, me follo a mí misma, me follo y jadeo; mi mente está en ellas, en las mujeres que echo de menos, en los coños que deseo en mi boca, en los pechos que quisiera mamar; me follo, me follo, no quiero acabar todavía, recorro mi raja, empapo mi ano, me gusta, lo excito y se abre como si fuera un bichito, lo toco, lo aprieto y me hundo. Me sigue mirando, si lo miro me voy a correr despatarrada, rodillas arriba, frotándome el coño y un dedo en el culo, qué guarra, qué guarra. Voy, voy, ya llego, alcanzo la cresta puntiaguda, no puedo, me mata, voy, voy, ya no hay vuelta atrás. Oh, Dios, me muero.

Algo espeso cayó sobre mi cara y me devolvió a la tierra. Abrí los ojos, Ismael se masturbaba frenéticamente sobre mi rostro.

—¡Joder, qué haces!

Un goterón me acertó en la comisura. Tenía la mejilla llena y sentí caer otro grumo cerca de la ceja.

—Para, aparta.

—¡Estate quieta, coño! —Cuando arrastraba la eñe con la voz chillona me hacía encoger.

Me sujetó la barbilla de mala manera y empezó a restregarme la polla por toda la cara, esperé a que se hartara de embadurnarme. Aún consiguió exprimir un par de goterones que apuntó a mi boca —Abre. ¡Abre! Abrí y dejé que cayeran dentro, deglutí exageradamente y me puse a lamerle la polla hasta que quedó limpia, no habría soportado otra orden.

Ismael descubrió el placer del voyeur y yo encontré una vía de escape: me masturbaba, él se la meneaba, siempre lo mismo, a cambio follábamos menos y yo me evadía. Mientras me daba placer mi cabeza me llevaba a otro lugar donde amaba a Irene, le comía las tetas a Luca o me arrodillaba delante del coño de Piera y se lo besaba, de ese modo llegaba al orgasmo y evitaba dejarme penetrar otra vez por el puto conserje. Acababa en mi cara, le limpiaba la polla y le lamía las pelotas «hasta que yo te diga que pares», todo un ritual de poder que le excitaba tanto o más que metérmela.

…..

—El viernes no te olvides de preguntarle al señor cuándo vuelve.

—No te preocupes.

Otra vez en la puerta con la bata abierta para que se despidiera a gusto. Me acarició los pechos durante un eterno minuto sin dejar de mirarme a los ojos. —¡Eh! exclamó cuando bajé la mirada; tuve que aguantar el manoseo con los ojos clavados en los suyos, tragándome la vergüenza, viendo la expresión de dominio en su rostro. Luego me acarició la cara.

—Me voy, sobrina. —Me ofreció la mejilla, le di dos besos y acudí a su boca, nos dimos un beso profundo; esta vez tuve que ser yo quien buscara su lengua, me dediqué a fondo, no quería disgustarle a última hora.

—Te quedas con ganas, putita, ya lo sé. Pero el martes…

—Estas tetitas a las cuatro en la puerta.

—Buena chica.

Media hora más tarde, con todo recogido, salía del picadero, crucé el portal esquivando un posible encuentro aunque estaba segura de que él no iba a salir de su casa, nunca lo hacía. Era casi de noche, había refrescado y a medida que me alejaba dejé de pensar. No es que no recordara lo que había sucedido, seguía ahí pero quedaba eclipsado sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo, en unos minutos todo desaparecería. Como un perro que huye del lugar en el que lo han apaleado yo sorteaba los pensamientos según llegaban. De alguna manera vivía con un ogro encerrado detrás de una puerta.