Diario de un Consentidor Soliloquio en locura

Dos miradas a una misma historia. Dos caminos y una encrucijada.

Diario de un Consentidor   Soliloquio en locura

Un anillo, una esmeralda, la esperanza de un camino emprendido con vistas a que un día pondrá fin a una angustia. Una búsqueda sembrada por una torpeza: «¿Mahmud te hizo declararte golfa y dices que te supuso una especie de liberación? Mírate, esa eres tú, una puta, reconócelo, no eres más que una puta, dilo de una vez».

Vivíamos en el día después esperando que llegara el final y pudiéramos volver a ser… ¿quiénes? Me había hecho a la idea de que no era posible borrar la huella de lo que hice, ni siquiera me veía capaz de mitigar los efectos de la locura que improvisé en lo que solo fue una huida hacia delante para evitar otra ruptura.

Imbécil. No supe calcular las consecuencias de la devastación que arrasó la mente de Carmen, y yo, sin entender lo que estaba haciendo, continué forzando el cambio. «Entonces, si te consideras una de sus chicas ¿por qué sigues utilizando eufemismos conmigo?». ¿Qué pretendía, qué buscaba? Y lo volví a hacer, una vez más la provoqué a que verbalizara la transformación que se estaba gestando en su mente. Se incorporó, majestuosa como una Venus desnuda, y pronunció una frase demoledora: «Mírame, ¿me ves? soy la puta de Tomás, a partir de ahora tenemos que estar preparados porque puede solicitar mi servicio cuando menos lo esperemos, al fin y al cabo soy una de ellas, una de sus putas».

No podía quitarme de la cabeza lo que vaticinó en vísperas del regreso a nuestra vida cotidiana; sin embargo no me bastaba, quise más, estaba ebrio de deseo, era mi sueño hecho realidad, mi esposa vendiendo su cuerpo. «Eres la protegida de un hombre que te explota», exclamé pletórico. Me puso a prueba: «¿Y si un día cuando estemos juntos Tomás me reclama? Imagínate: tú y yo cenando en un restaurante y de pronto llama, quiere tenerme. ¿Qué debo hacer?». Todo lo que habíamos hablado se condensaba en una situación ficticia, sí, pero posible. Mi declaración de intenciones se veía sometida a examen, yo mismo me sentía impelido a verificar si era sincero. No lo dudé; «Tendrás que acudir, para eso te paga y yo me quedaré, te esperaré muerto de deseo; tú cumplirás con tu trabajo y nosotros volveremos a ser nosotros cuando regreses. Me vuelves loco».

Loco, perdida la razón, completamente loco.

Y surgió.

Cenábamos cerca de Rosales en una terraza alejada del trafico, acababan de retirarnos el primer plato cuando sonó su móvil; según lo miró supe que algo no iba bien.

—Tomás … No, dime … ¿Ahora? —me lanzó una mirada de preocupación— ¿Es importante?

Parecía pedir mi aprobación, hice un gesto de conformidad, perdí el aliento; en cuanto tuvo mi plácet contestó.

—Dame un par de minutos y te llamo … no, te llamo enseguida, no te preocupes.

Colgó.

—Sabíamos que iba a pasar.

—Ha tardado. —dije.

—¿Qué quieres que haga?

No lo pensé demasiado, no podía flaquear.

—Lo hablamos ¿recuerdas? Es casi calcado; tú y yo cenando… una llamada… —Sonreímos ante lo evidente—. Debes ir, es lo que has estado esperando que sucediera.

—¿Yo?

—Los dos.

Estaba emocionado, ambos lo estábamos. ¿Debía decir lo que pensaba? Ya lo expresé una vez, ¿por qué no volver a hacerlo?

—Eres la protegida de un hombre que te explota, quién nos lo iba decir.

Se le iluminaron los ojos, recordaba cada palabra y el momento en que las pronuncié.

—Tienes que acudir cielo, para eso te paga, y yo te esperaré muerto de deseo.

Cogió el teléfono.

—No hay problema, necesito una hora … Tengo que pasar por casa, estábamos cenando fuera … No, tengo que cambiarme … De acuerdo.

Colgó y nos miramos sin pronunciar palabra alguna. Localicé al camarero y cancelé la cena.

Ya en el coche apenas hablamos, de pronto volvió a sonar el móvil, se había acoplado al manos libres, dejó que sonara un par de veces. Si lo pensó no hizo intención de silenciarlo.

—Ya estoy de camino a casa.

—Tranquila, solo quería ponerte en antecedentes. Raúl San Juan, cincuenta años, buen conversador, educado, amable con las mujeres, un poco sobón, tendrás que ser tolerante, no lo desaires. Es un viejo amigo con el que llevo bastantes años haciendo negocios, es un gallego muy campechano, no te causará demasiados problemas, no te preocupes; ahora estamos cenando, le entretendré lo suficiente, tómate tu tiempo. Cuando estés lista te mando a alguien a recogerte.

—No es necesario, llevo mi coche.

—Te mando a alguien. Ya le he dicho quién eres y…

—¿Le has contado quién soy?

—No te pongas nerviosa, le he hablado un poco de ti: Universitaria joven, muy atractiva que se dedica a esto por afición y se la acabo de robar a su marido para que pase la noche con nosotros; no veas como lo tienes.

—¿Toda la noche?

—Sí, cariño, ¿algún problema?

La vi debatirse, me encogí de hombros haciéndole asumir lo inevitable.

—No hay problema.

—Ponte guapa, lúcete, no vengas de dama, tú ya me entiendes; algo ligerito, tirantes, escote, mucho muslo y taconazos. Raúl es extremadamente generoso si lo tratas bien.

—Ya.

—Siento haberte fastidiado la cena, no imaginas el favor que me haces.

—No te preocupes.

—Discúlpame con tu marido.

—Bah, lo entiende.

—Eso es algo que jamás llegaré a comprender, por mucho que me lo expliques.

—Tomás, jamás te he juzgado y mira que tengo motivos: Engañas a tu esposa; tus negocios… no sé hasta que punto juegas limpio ni quiero saberlo. Aún así jamás me has escuchado un reproche ni lo oirás.

—Tienes razón, no soy quién para criticar a nadie, perdóname.

—Olvidémoslo.

—¿Te gustan los collares? Nunca te he visto ninguno, salvo alguna gargantilla.

—No demasiado.

—Ponte uno, a Raúl le vuelven loco. Te voy a regalar uno por lo de hoy.

—No hace falta.

—Avísame cuando estés lista.

Continuamos en silencio, era la primera vez que escuchaba el trato que mantenían el proxeneta y la puta, me costaba digerir la normalidad de aquel diálogo, se había consolidado una relación estable en la que yo no pintaba nada y me excitaba profundamente.

—¿Estás bien? —dijo sacándome de mis pensamientos.

—Muy bien.

Le cubrí la mano que descansaba sobre la palanca de cambios y así llegamos a casa, unidos por un tibio calor que no rompimos en ningún momento.

Evité rondar a su alrededor pero me llamó, daba la impresión de que no quería estar sola o no me quería dejar solo. Recordé la primera vez que se arregló para Carlos. Se maquillaba frente al espejo como entonces, solo con un conjunto de lencería nuevo, ¿Cuándo, cuándo lo había comprado? Ahora lo hacía de otra manera, al menos para salir a trabajar, a ejercer mejor dicho; más sombra de ojos, más rímel, rojo intenso en los labios; es como si se ocultase tras una máscara, incluso el peinado era distinto, otro volumen, nuevos productos que jamás había usado para darle cuerpo al cabello que había vuelto a cortar dejando el flequillo recto a la altura de las cejas y la melena por el cuello.

Se puso un vestido ligero, de tirantes, por medio muslo y un collar de perlas regalo de su madre; aunque todavía no hacía calor por las noches supuse ingenuamente que incluso si salían de madrugada de algún local no pasaría frío. Estaba espectacular; no pude evitarlo, pensé que su cliente quedaría satisfecho.

Diez minutos antes de terminar avisó y poco después el auto estaba abajo, Tomás, tan eficiente, lo debía de haber enviado con tiempo. Tomó el bolso de mano y nos despedimos con contención; todo estaba hablado, yo había aceptado los términos de nuestra nueva relación, no podía hacer de esto un drama, no debía hacerlo.

Y se marchó, y yo no sentí nada y así debía seguir. Un vaso ancho, un par de bloques de hielo, cuatro dedos de Jack Daniels y la promesa de no rellenarlo más de una vez.

Cada vez que sucedía, cada vez que Tomás irrumpía en nuestra vida y se la llevaba yo recordaba al detalle aquella primera ocasión. La última no fue diferente, una función en el Teatro de la Opera a la que estábamos a punto de entrar. No, cariño, no me quedo, yo solo no disfrutaría de Donizetti. Seguimos el ritual, volvimos a casa, la acompañé mientras se preparaba y nos despedimos con un beso. Después encendí el equipo de música, Annie Lennox inundó el salón. O es lo que quiero creer porque es la música que me viene a la cabeza cuando pienso en esos momentos.

¿Cuántas veces tengo que decirte lo siento por las cosas que he hecho?

Pero cuando comienzo es cuando tú has de decir:

«Eh, este tipo de problemas apenas acaban de empezar»

Me digo a mí mismo demasiadas veces,

¿por qué no aprendes a mantener la boca cerrada?

Es por lo que resulta tan doloroso escuchar las palabras que salen de tu boca.

Dime,

¿por qué, por qué, por qué?

Tal vez esté loco, puede que ciego,

a veces llego a ser tan desagradable

pero todavía consigo leer lo que piensas

y he oído decir demasiadas veces

que estarías mejor dejándolo.

¿por qué no puedes ver que este bote se está hundiendo?

Jueves al atardecer

Y ahora me la arrebataba en mitad de unos días cruciales. Debía aceptarlo, ¿no era así como lo habíamos soñado? «¿Y si un día Tomás me reclama?» La respuesta me comprometía: «Tendrás que acudir, para eso te paga»

—Lo siento, no puedo … Porque no puedo, no insistas, ¿cuándo te he dejado colgado? … ¿Cómo dices?, no estamos de vacaciones, Tomás, esto es tan serio como los días que pasamos en semana santa … Claro, no podías saberlo, no pasa nada … Lo lamento, de veras; mira, pasado mañana, si quieres, nos vemos y charlamos … Sí, nos vamos mañana por la tarde, Mario tiene que volver a Sevilla … Un beso, cielo.

Esos segundos que pasaron hasta que se dio la vuelta me tuvieron en vilo, calculé que fue el tiempo que le llevó asimilar una decisión forzada, el tiempo para recomponer el gesto y sacar al escenario la máscara de satisfacción por no tener que acudir a Puertollano a atender a un cliente.

—Ya está, asunto resuelto.

—Fingí que me lo creía y la abracé. «Qué quería» es lo que un marido incauto debe preguntar en una ocasión como esa.

—¿Qué quería?

—No se acordaba que le había dicho lo de nuestra escapada, me extraña, porque el cliente está en Puertollano, mira tú qué casualidad. Pretendía que fuera a cenar con él y le hiciera firmar un acuerdo millonario que llevan negociando meses, y que pasara la noche en su finca. Todo porque se ha encaprichado conmigo; dice que si no voy yo a recoger los papeles no firma.

—No tiene mal gusto, no.

—Me ha visto una vez en el despacho de Tomás, una vez, dos minutos.

—¿Has estado en su despacho? No me lo habías dicho.

—El caso es que lo ha entendido, ya se lo explicaré pasado mañana, he quedado en verle.

—No le irás a contar…

—No soy tan bocazas como tú —dijo dándome un empujón en el hombro.

—Y le compensarás como es debido, supongo, un buen polvo a papaíto.

—No juegues con eso. —Se me heló la sangre en las venas, no era ella.

—Venga, va, ha sido una broma.

—No vuelvas a hacerlo, ¿me oyes?

—Está bien.

Como vino se fue. Me dio uno de esos besos que atrapan, un beso con el que toma el control y sé que, aunque quisiera, no podría decidir nada de lo que vendrá a continuación, se vuelve tan poderosa que abruma, parece crecer, o es que me siento tan pequeño a su lado que la veo inmensa cuando de la mano me arrastra hacia la alcoba. Va a suceder, va a hacerme suyo sin remedio, como quiera, de la forma que ella decida; algo ha pasado que la ha transformado en la mujer que puede hacer de mí lo que quiera.

…..

—Deberías haber ido.

—Shhh…

Seguíamos en la cama sin ninguna intención de movernos, yo había doblado la almohada para hacer un respaldo mullido y cuando volvió del baño él hizo lo mismo, se echó y fue deslizándose hasta acabar sobre mi costado. Pero no estábamos cómodos y terminó sentado entre mis piernas dejándose arrullar. Le besé la nuca, me buscó la mejilla, le mordí la oreja; un juego de cariños mientras lo sujetaba entre mis brazos con una mano en el vientre y la otra en el pecho. Es mío, mío. Nuestras respiraciones marcaban el mismo compás, no necesitábamos nada, esa paz y ese silencio nos bastaba.

—Tomás no te habría llamado si no fuera imprescindible.

—¿Quieres que me vaya?

—No.

—Entonces, cállate.

A duras penas sofoqué el fastidio que me provocó apelando a mi sentido de la responsabilidad; acerqué la nariz a su coronilla y aspiré. El olor de su pelo me inundó.

—¿Estás mejor?

—Mucho mejor.

—Tonto, hablo en serio.

—Tengo la sensación de haberme quitado una carga que ni siquiera sabía que llevaba encima y todavía no sé hasta qué punto nos ha estado afectando. Pienso en tantas reacciones desproporcionadas que he tenido a las que ahora les encuentro sentido. No sé cómo no lo vi antes.

—Déjalo, ya habrá tiempo de eso.

—Cuánto dolor te podría haber ahorrado, si lo hubiéramos hablado antes el fantasma de Carolina habría desaparecido de nuestra vida.

Lo besé, tenía que traerlo al presente. Una vez hecho el insight la sesión se cierra y el paciente debe asimilar en solitario el descubrimiento antes de seguir avanzando con el terapeuta. No debíamos seguir dándole vueltas, él lo sabía y se lo hice ver. Pero estaba entusiasmado, ¿cómo no estarlo si creía haber dado con la causa de sus errores?

—Todos cargamos con nuestros demonios, Mario, lo importante es aprender a convivir con ellos.

—¿Tú también?

—Todos. —Debió de notar que no quería seguir por ahí y lo dejó.

—Ahora he de aceptarlo, no va a ser fácil, supongo que debería hacer algo parecido a lo que estás haciendo tú: ahondar en el origen, identificarlo, sanar el rencor, afrontar los miedos…

—Parte del camino ya lo has resuelto, has identificado la causa. El rencor a estas alturas deberías dejarlo atrás.

—¿Y tú?, ¿sigues pensando que vas por el buen camino? —Hubiera querido evitarlo, pero soy incapaz de fingir cuando algo me molesta, y su insistencia me estaba empezando a irritar.

—Sí, Mario, pero si no veo avances lo replantearé.

—¿Y qué harás? Porque los demonios siguen ahí.

—No adelantemos acontecimientos.

—Estoy preocupado…

—Mario, déjalo, ahora no. No lo estropees.

Deshice el lazo que lo atrapaba y nos levantamos, el hechizo se había evaporado.

—¿Salimos?

Viernes al despertar

Lluvia

Desperté con el sonido de la lluvia. ¿Cómo podía ser, si la luz del sol me hería los ojos aún cerrados?

Estaba agotado. Habíamos regresado de madrugada después de cenar a unos veinte kilómetros del hotel y caímos dormidos nada más acostarnos. Dormir desnudos nos hace accesibles a cualquier hora de la noche. Serían las tres, o las cuatro, Carmen se dio la vuelta y en sueños nos acoplamos como dos piezas que encajan a la perfección, mi mano buscó su pecho y su culo se hizo hueco en mi vientre. En sueños no dejamos de enviarnos señales: roces, empujones; no paramos hasta que, de un salto, se volvió y nos enfrentamos cuerpo a cuerpo en la oscuridad. Cuánto tardé en montarla, no podría decirlo, lo que tardamos en sentirnos con las manos, con la piel, con los pies, con cada parte enredada de nosotros, con cada caricia dada y recibida, cada aliento, cada beso arrebatado.

Después compartimos un cigarrillo en la terraza charlando en voz baja; el morbo de ser descubiertos desnudos a la luz de la luna menguante avivó el rescoldo y empezamos un juego que no pretendía llegar a nada. Volvimos a la cama y nos dejamos dormir hasta que oí llover y la luz del sol hirió mis ojos.

¿Y si no llovía?

Escuché a Carmen canturrear.

Fui a por ella.

Entré sin hacer ruido. El vaho cubría los cristales de la mampara y ofrecía una imagen borrosa de su magnifica silueta; entonaba una difusa melodía que no conseguí identificar. No era esa mi mayor prioridad, me ocupaba en seguir los movimientos de sus brazos que se empeñaban en retirar el agua de la cara o en disfrazar de caricias el cuidado del cuerpo.

Oriné procurando no alertarla; deslicé milímetro a milímetro la mampara hasta descubrirla ensimismada bajo la ducha enjabonándose. Seguía cantando. Qué cuerpo. Podría haberme quedado ahí toda la vida si no fuera porque algo captó mi atención: un borboteo en el pubis rompió la armonía de la cascada que descendía por su piel, Carmen separó los pies y la orina serpenteó trazando formas caprichosas; cubrió la vulva con los dedos y se valió del índice y el medio para separar los labios, el caos se ordenó en un chorro que cobró fuerza y ganó distancia.

Entonces me vio.

…..

Carmen orina en la ducha como tantas otras veces. La tibia calidez del agua que mana sobre su cabeza desciende formando senderos que ella misma desbarata; el agua tozuda vuelve a crear cauces por rutas nuevas. Se enjabona con mimo, agradece la caricia y como tantas otras veces se relaja y orina, deja que brote y se una al raudal que desciende por los muslos. Lleva una mano al pubis, separa los labios y el chorro cobra forma, gana potencia y traza una larga elipse. No puede evitar que surjan los recuerdos, no quiere evitarlos.

Entonces lo advierte. No está sola. Se retira el agua del rostro y lo encuentra observándola. Sorpresa, incredulidad, lujuria, ¿qué más hay en la mirada de Mario? De cómo lo afronte depende el futuro de la relación.

No es tiempo de hablar. Flexiona las rodillas, no demasiado, como lo hizo delante del matorral en compañía de Jorge. Abre los labios, y orina, esta vez mirándole a los ojos. Tiembla, el agua tibia le cubre la espalda y aún así tiembla. Mario no aparta la mirada del manantial que nace de su cuerpo. Ella sabe lo que él no se atreve a hacer. «Ven». Él cruza la escasa distancia que los separa y extiende la palma para bañarse en el caño que empieza a languidecer. Carmen lo abraza y Mario sale de la catarsis, ríe, rompe a reír, la mira como si estuviera descubriéndola de nuevo.

—¿Desde cuándo? —Carmen encoge un hombro.

—Qué sé yo. —Arrinconada en brazos de Mario, parece volver diez años atrás.

—¿Desde que lo hiciste con Jorge? No, seguro que lo haces desde antes.

Asiente en silencio. Qué extraño está resultando. Mario la besa aprisionada contra la pared de la ducha; el agua los riega, el vapor agobia. Sin embargo no quiere salir del rincón.

—Si lo llego a saber…

Sonríe, siente la dureza clavada entre los muslos. Si lo llega a saber… Ni ella misma sabía lo que iba a pasar. Baja la mano, busca, él ayuda, ella se apodera de la verga, se muerden la boca, jadean, se frotan; ojalá lo hubiera sabido. Intenta agacharse, Mario le cede espacio, ella se arrodilla, le acaricia, retira la piel y la besa; se la va a comer, es lo que más desea, tragársela entera lentamente, escucharle gemir, oírle suplicar. Le gusta sentir las manos en la cabeza, le dice lo buena que es; sí, es buena, muy buena, lo sabe; se la traga hasta el fondo y le nota apoyarse en la pared. Ya no es buena, es zorra, la más zorra de todas, ¿qué todas?, ¿la más zorra de sus mujeres? Sí, joder, lo es; la más zorra de todas ellas, y la vuelve a tragar hasta hacerle gemir. Puta, ahora es una puta. La saca, respira, le sorbe el glande, consigue que le fallen las piernas y la asciende a hija de puta. Le sujeta las pelotas y se encogen asustadas; le dice que es una guarra, que cómo se le ocurre mear en la ducha. Lo es, una guarra que le está comiendo la polla como nadie se lo hace; levanta los ojos y lo ve ansioso. Eres la hostia, le dice; sabe que está orgulloso de ella y se la clava hasta el fondo de la garganta. Mario se desmanda, le agarra la cabeza y comienza a follarla. De acuerdo, si es lo que quiere… Le folla la boca, le impone un ritmo frenético, se le saltan las lágrimas pero no lo impide y antes de que le pueda dar alcance acaba lo que debería haber durado más, bastante más. Se desliza por la pared y cae al suelo. «Joder, Mario». Él la mira culpable por haberse precipitado; ella le muestra lo que aún conserva en la lengua, traga, se limpia la barbilla y chupa cada dedo. ¿Cómo se le ha ocurrido hacer algo tan jodidamente sucio? Porque sí, para que no se derrumbe, es como decirle: «¿Ves?, no pasa nada, todo está bien». Parece que le ha gustado, quién lo iba a decir. Pero necesita acabar y lo hace con mimo, sin apartar la mirada de él.

—¿Qué haces?

—¿Tú qué crees? Las ninfómanas, no paramos, es un sinvivir.

—Estás de coña.

—Es lo que le dijiste a Emilio, que soy poco menos que una ninfómana.

—No es cierto.

—Cuando terminamos de follar dijo que ahora te entendía; al ver que no me estaba gustando se disculpó, pero sabes como soy y hasta que no confesó no le dejé en paz. Lo suponía, tu eterno argumento de que soy insaciable.

—Sabes que no lo digo con mala intención, es que me pareces…

—Insaciable, una ninfómana de libro. —replica sin abandonar los pliegues que esconden el dedo.

—No es eso, me pareces tremenda; lo digo igual que puedo decir que eres preciosa, o que haces unas mamadas de Premio Nobel.

—¿También vas contando cómo hago las mamadas? — dice, y mete ritmo ahí abajo—. Vamos, que cualquier día montas un circo de los de antes, con payasos, elefantes, el hombre bala… y la mujer insaciable.

—Venga…

—Anda, corazón sal, no me distraigas, voy a ver si termino. Espera, déjame cerca el champú, me voy a lavar el pelo. —Me guiñó un ojo—. Esto ya está casi a punto.

—¿No me puedo quedar?

—Que te vayas.

—No te molestaré.

—Si te vas a quedar, ahí quieto y calladito.

Me agaché al otro extremo; antes, le puse a un lado el champú y el cabezal de la ducha. No se escuchaba otra cosa que el murmullo del agua. Carmen dejó de atenderme; con una mano sujetaba la ducha para que la presión no la hiciera vagar por el suelo; la otra sobre la vulva, la muñeca doblada, los dedos rectos y extendidos excepto el corazón, hundido entre los labios; aplicaba una leve flexión al nudillo que lo hacía deslizarse, a veces sumergirse y volver a aparecer brillante y cubierto de una fina babilla. Sus piernas parecían más largas que nunca; con los tobillos cerca de los glúteos las rodillas llegaban a la altura de los hombros; el vientre en tensión dibujaba cada músculo y los pechos, duros como rocas, afilaban los pezones. Ofrecía todo un espectáculo. Me mantuve quieto y callado frente a ella, agachado sobre la punta de los pies con la verga rígida y dispuesta, palpitando al mismo ritmo que la sangre que la alimentaba. Su sexo boqueaba, ella cargaba el dedo en su interior como un pincel y lo volvía a perder entre los labios atacando arriba, en el lugar que le hacía estremecer. A veces entreabría los ojos y los clavaba ahí donde el macho muestra su arrogancia.

—¿Ya estás así otra vez? —preguntó envuelta en un ronco estertor. Acuclillado sobre los pies y soportando parte de mi peso en los nudillos de una mano, sentía la tensión de la verga entre las piernas. Me hice una idea de la imagen que le estaba dando.

—Listo para saltar sobre ti.

—Quieto, fiera, o tendré que atarte.

Un reguero lechoso manaba de su interior y lentamente descendía por el periné, hubiera dado cualquier cosa por beber de la raja que me miraba. Estaba a punto, el ritmo que imprimía se volvió desesperado y colapsó, empinó el culo apoyándose en la espalda y la planta de los pies, y de su garganta surgió un quejido animal, se le empapó la mano en un flujo cristalino que no pudo contener salpicando todo a su paso. Carmen se desplomó; aún así no se detuvo, hundió dos dedos profundamente y se folló a sí misma con tal contundencia que me dejó aturdido. Comprendí que no me necesitaba para conseguir el orgasmo que yo le había negado.

Permaneció deslavazada contra la esquina, ausente del mundo con la respiración agitada hasta que poco a poco comenzó a tantear buscando apoyo para enderezarse.

—Por Dios… Anda, déjame, voy a lavarme el pelo.

Se aclaró sin levantarse del suelo y se dispuso a usar el champú. Era una estampa tan provocativa que me desesperó.

—¿Me vas a dejar así? —protesté.

—Coño, como me has dejado tú antes, no te quejes.

—Zorra…

…..

Supuso que me encontraría en la terraza de la cafetería. La vi llegar con ese caminar indolente que la hace tan deseable. Vestido rojo estampado con un escote pronunciado en uve sin rastro de sujetador. Se sentó enfrente, dejó las gafas de sol sobre la mesa y me miró con descaro.

—Qué barbaridad.

—Te habrás quedado a gusto. —Elevó los hombros como si aún le faltara algo—. Serás…

—Culpa tuya, me dejaste a medias.

—Me gustó, me gustó mucho. —dije.

—¿El qué?

—Todo.

Se quedó esperando una pregunta que no llegó. Encendió un cigarrillo, cazó al camarero al vuelo y pidió un café con la leche templada.

—Empecé a hacerlo poco después de dejar a Doménico. Comencé a analizar cada situación, cada suceso, todo lo que había sucedido desde que nos lanzamos a poner patas arriba nuestra vida. Volver a los escenarios. Es como lo llamé, una vuelta a los lugares en los que todo ocurrió para recuperar los recuerdos de una manera más fiel. Estuve en casa de Domi aprovechando que se había ido, allí pude rememorar cada escena, cada detalle de lo que vivimos y de lo que viví después, no solo con él, con otros. No fue fácil. Recorrí algunos de los lugares por los que pasamos… Pero todo eso ya lo sabes. Y cuando retomé la escena de la… —miró a ambos lados— lluvia dorada quise saber cuál era el origen de lo que había sentido.

—¿Por qué? ¿qué es lo que sentiste?

—Ya hablaremos de eso. Traté de explorar el hecho en sí, exento de la motivación sexual, y comparar la respuesta que me producía.

—Porque la respuesta que te produjo con Doménico…

—Ahora no, Mario. Probé a hacerlo en la ducha, no me resultó sencillo romper con el tabú impuesto por la educación.

—Sin embargo ya lo habías roto.

—Bajo unas condiciones de excitación sexual y guiada por Domi. Esto es distinto. Me tuve que esforzar y lo que obtuve, tras superar un fuerte sentimiento de pudor, fue una experiencia muy diferente, pero eso tuvo que esperar porque la primera vez que lo intenté salí avergonzada y reprendiéndome por haberlo hecho.

—¿Y después?

—La próxima vez no me costó tanto, deseaba hacerlo y lo conseguí sin mucho esfuerzo. Lo que sentí fue… liberación, una sensación de libertad sorprendente; podía saltar las barreras de la educación y recuperarlas a voluntad. A partir de entonces suelo hacerlo, resulta gratificante.

—¿Por qué?

—Me libera. Es como cuando estás a solas, sabes que nadie te va a censurar y sueltas un eructo sin limitarte, o un pedo sonoro y te quedas a gusto. ¿Cómo te sientes?

—Libre —dijimos a coro. La entendía perfectamente.

—No te voy a negar que hay un componente de placer; aflojar voluntariamente la tensión que mantiene bajo control el esfínter y sentir que la orina me moja, que le voy a hacer, me pone un poquito.

—Porque no siempre te abres el…

—Qué cotilla estás hecho. No; orinar de pie ya es algo natural, no tengo ni que pensarlo. ¿Quieres detalles guarros? Si no me abro, como tú dices, el pis corre por el interior de los muslos, sigue el curso de la raja y gotea entre las nalgas. ¿Es lo que esperabas oír?, claro que sí. Estás deseando volver a verlo.

—Si nos oyeran hablar tus padres…

—O los tuyos. ¿Crees que ellos no se han dicho guarradas cuando eran jóvenes?

—No quiero imaginarlo. Hablando de guarradas, ¿desde cuándo enseñas la boca cargadita de…

—Calla, no me lo recuerdes —dijo tapándose la cara—, no sé cómo se me ha podido ocurrir.

—¿Lo sueles hacer con tus clientes?

—¡Jamás!

—Es lo más porno que te he visto nunca; parecía una escena de película X.

—¡Calla ya! Pues no parecía que te desagradase.

—Ha sido lo más bestia que has hecho desde que te conozco.

—Lo he hecho por ti y ha sido una barbaridad.

—¿Por qué? ¿ahora te entra el pudor? ¡no me jodas!

—Piensa lo que quieras.

—Hoy estoy descubriendo a una Carmen que no conocía, lo de mear en la ducha, lo de enseñar la boca llena de lefa, ¿qué me falta por ver?

—Lefa, ¿desde cuándo empleas ese lenguaje?

—¿Desde que mi mujer es una guarra poligonera?

Aparentaba estar escandalizado cuando en realidad disfrutaba poniéndome en un aprieto; nos estábamos descubriendo los dos, él también mostraba una cara oculta, la del hombre soez dispuesto a aceptarme en cualquier situación aunque ni yo misma lo hiciera; porque seguía asombrada por mi conducta; ¿cómo había sido capaz? Visto con la perspectiva que dan los años puedo entender el motivo que me impulsó a hacer un gesto tan sucio que nunca he vuelto a repetir.

—¿Seguro que no lo haces con tus clientes? —insistió ya que no le contestaba.

—Eso es de puta poligonera, tú mismo lo has dicho, mis clientes merecen que los trate con más clase.

—¿Ah, sí? ¿y qué les haces?

—¿Qué te hace Candela? Pues eso. De todas formas no va a volver a ocurrir.

—¿Por qué? Ha sido brutal.

—Ya veremos, esas cosas no se planifican.

—Como lo de mear con tu cliente en la ducha.

—Nunca ha pasado.

—Porque no te lo habrán pedido.

—Por eso mismo.

—Es decir, que si un cliente te lo pide…

—Según lo que pague, cariño. ¿Qué pasa, por qué sonríes?

—Me gusta charlar con la puta, no solemos hacerlo.

—Ya tienes a mi doble.

—No es lo mismo.

—¿Por qué no es lo mismo?

—Porque tú eres mi mujer.

—¿Acaso me hace distinta? No te equivoques, las dos follamos por dinero y las dos tenemos historias que contar; ella más que yo, seguro.

—Pero tú…

—Yo, qué.

—A ti te quiero, te quiero con locura.

Estuve a punto de decirle algo que hubiera desbaratado lo que llevábamos avanzado pero me contuve; lo miré devolviéndole todo el amor que había puesto en sus palabras.

—Voy a tener que ir a cambiarme.

—¿Tan húmeda te pone hablar conmigo?

—No me refería a eso, pero también; así como estoy no puedo ir a ninguna parte. Espérame aquí, no se te ocurra aparecer.

Volví sobre mis pasos, lo conozco demasiado, y le dije al oído:

—Voy a dejar la llave puesta por dentro para que no puedas entrar, no te des el paseo en balde.

—Te odio.

Apenas me había alejado y volví a escucharle:

—No te entretengas demasiado, ya sabes que las manos van al pan. —No pude contener la risa.

—Al bollo, más bien. Qué buena idea, no se me había ocurrido.

…..

—No has tardado.

—He sido buena.

—Hablábamos de lo libre que te sientes.

—¿Todavía estás con lo mismo?

—Solo una cosa más: el día de las lagunas con Jorge.

—No tiene nada que ver, le estaba dando una lección, habíamos nadado desnudos, le estaba haciendo entender que podíamos mantener una conversación juntos como dos personas, relacionarnos de una manera asexual, no podía ocultarme tras un matorral y agacharme mientras él orinaba de pie.

—Creo que no dejó de verte como una hembra.

—Una hembra, si tú lo dices...

—¿Y nunca se te ocurrió compartir conmigo esta… afición tuya?

—Esperaba hacerlo en el momento adecuado, pero estas cosas no se planifican, cariño.

—Claro, pero ahora me debes una, porque me has pillado con el depósito vacío. —bromeé.

—Shhh…

—Eso quiere decir…

—Quiere decir que te calles.

—Tú mandas.

—¿Qué me miras? —Nos habíamos quedado en silencio, el café estaba frío y yo andaba buscando al camarero; pero Mario no apartaba la vista de mí; a veces me gusta pero otras me pone nerviosa.

—Nunca dejas de sorprenderme, eso es algo que me encanta de ti; cada vez que te miro descubro algo nuevo, algún gesto, alguna expresión que no conocía. te parecerá absurdo después de tantos años.

—Me parece precioso.

—Y lo de hoy ha sido descubrirte de nuevo.

—¿Tú crees? Cuando te vi pensé que tal vez…

—¿Que me iba a escandalizar o que iba a pensar que me ocultabas una parte de tu vida?

—Algo así.

—Tienes derecho a tu intimidad.

—No, cielo, sé que desde que lo hice con Domi lo deseas y no has dicho nada, pero no es algo que pueda planearse. No, espera, déjame hablar. Tenía que pasar y ha pasado, y me alegro, sobre todo porque lo has llevado todo este tiempo de la manera que esperaba que lo hicieras, sin exigencias, sin reproches. Por cosas como esta te quiero.

—Ojalá compense otras de las que no me siento orgulloso.

Elena

—Venga, déjalo. Voy a ver qué hay dentro, tengo hambre.

—Espera, me quedan cosas por hablar. Para eso hemos venido, ¿no?

Volví a sentarme. Había llegado a pensar que nos iríamos sin abordar el tema que nos había traído hasta aquí.

—Te lo debí de contar entonces, no sé por qué no lo hice, puede que…

—Ahora no es el momento de que te justifiques, cuéntamelo.

—Estaba con unos compañeros en una tasca repleta de gente, ya sabes lo poco que me gustan los sitios ruidosos y llenos de humo, pensaba terminar de tomarme la copa y entonar una excusa; entonces la vi o mejor dicho me vio ella, supongo que llevaba un rato mirándome y yo sin darme cuenta. Me acerqué y le dije algo que le molestó, fue sin intención pero metí la pata.

—Joder, Mario.

—A ver, no fue… fue… una bobada; ella dijo que las causalidades no existen, o algo así y yo respondí que no creo en el destino, que estaba recorriendo los lugares por los que había pasado un año antes y era probable que nos encontrásemos.

—Qué borde puedes ser a veces.

—No lo dije con esa intención.

—Pues lo clavaste.

—Lo sé, enseguida me di cuenta. Y ella, porque me dijo que de otra forma no me habría dignado a llamarla para decirle que estaba en Sevilla.

—No lo ibas a hacer, ¿verdad?

—No lo sé.

—Yo sí lo sé.

—Le pedí que nos fuéramos a otro sitio más tranquilo para poder hablar y a regañadientes aceptó.

—Yo en su lugar te hubiera…

—Mandado a la mierda, no lo dudo. Anduvimos sin rumbo fijo, me contó que se ha cambiado de casa, le hablé del evento, cosas así. Vimos una terraza tranquila y nos sentamos a tomar la última. Me preguntó por ti, si te seguía viendo. No me sentí cómodo volviendo a representar el papel del verano pasado precisamente con ella, que siempre tuvo una intuición sobre nosotros.

—Siempre sospechó, yo creo que lo sabe.

—Le dije que nos vemos de vez en cuando; apenas me dejó continuar, quería saber qué os pasó. A Carlos y a ti. «No tienes que contestarme si no te apetece», añadió; debió de interpretar mal el desconcierto que me causó.

—¿Cómo saliste del atolladero?

—Mal. Es difícil salir de una situación así cuando no quieres seguir mintiendo pero tampoco te ves con el valor suficiente para contar la verdad. Me excusé diciendo que estaba pensando en lo que habías vivido desde que Carlos te machacó.

—Joder, ¿no me podías haber dejado al margen? —dijo visiblemente molesta.

—Improvisaba, Carmen. Alegó que si te había machacado, él también estaba hecho una alma en pena.

—No quiero saberlo —respondió crispada—, si vas a seguir hablando de Carlos, mejor déjalo.

—Como quieras.

—Voy a dar una vuelta.

—Estaré por aquí.

No sé cuánto tiempo estuve vagando por los alrededores; lo que acababa de pasar me hizo replantearme la decisión de contarle lo sucedido con Carlos, temía una reacción violenta que echara a perder lo que habíamos conseguido hasta ahora; sin embargo las consecuencias que sin duda provocaría una falta de sinceridad podían ser fatales. Regresé sin haber resuelto nada y al llegar la encontré esperando en la puerta del apartamento.

—Lo siento, no debería haberme ido.

—No importa.

—Sigue, por favor, cuéntamelo todo.

—No hablamos mucho más, como comprenderás me importa muy poco cómo esté Carlos, supongo que lo notó, le dije es que lo que fuera que os pasó te cambió la vida por completo; pensó que le estaba echando la culpa a él y me rebatió preguntándome si no pensaba que todos habíamos tenido parte de responsabilidad; lo reconocí, todos somos en parte culpables y en parte víctimas, incluida ella. «No sé cómo va a terminar esto, lo mejor sería que hablaran entre ellos», dijo.

—Eso no va a pasar. —respondió tajante.

—Nos fuimos de regreso ya con una conversación intrascendente; prometió ir al evento y quedamos en volver a vernos antes.

—¿Y os visteis?

—Unos días más tarde. La llamé y cenamos en un restaurante al que había ido con Elvira. No sacamos ningún tema incómodo y conseguimos crear un clima agradable, supongo que volveremos a quedar.

—¿No pasó nada más? Venga, cuéntamelo.

Nos conocemos tanto que me resulta imposible ocultarle las emociones que cruzan por mi cabeza; todavía podía sortearlo.

—Nos besamos, estuvimos a punto de… no sé por qué no ocurrió, tal vez porque nos había sacudido demasiado lo que habíamos hablado.

No estoy seguro de que me creyera. No obstante no dijo nada y lo dio por resuelto. Yo no.

Mentir es como caminar por un campo minado: genera una tensión que acaba pasando factura, nunca sabes dónde pisaste terreno seguro.

Dedicamos la mañana a hacer senderismo por la sierra; hizo bien en cambiarse. Comimos en una venta y regresamos sobre las cuatro cargados de roscos, bollos de canela y mazapanes típicos de la zona para la familia.

…..

No consigo dejar de verla en el suelo con la boca llena de semen. No consigo olvidar el gesto final: se limpia la baba que le rebosa y se chupa los dedos. La expresión de su cara es de puro vicio. «Furcia, eres una furcia», pensé. Y la deseé más que nunca.

Insaciable, dice. La he tenido que parar en la ducha porque no doy más de mí. Insaciable, dice…

Bajamos un poco la persiana y nos acostamos, el sopor que traía cuando llegamos había volado. Estaba inquieta, yo también, nos buscábamos, el frescor de la ducha reciente había desaparecido, éramos dos cuerpos azotados por el calor de la tarde.

—Fóllame.

—Cariño, estoy agotado.

—Déjame a mí, ya verás.

—Espera un poco que descanse; además, el vino…

Se irguió de rodillas y comenzó a acariciarse el torso, bajó por el vientre y se perdió entre los muslos, el cabello revuelto ocultaba la mirada viciosa que sabe usar para coaccionarme.

—¿Me vas a dejar así? —Una mano en las tetas y la otra en la vulva; así suplicaba—. Necesito que me folles, cariño.

—Pero si acabas de…

—No es lo mismo, necesito una polla, una buena polla como la tuya. No lo entiendes, me podría masturbar veinte veces pero ahora necesito follar.

Me agarré lo que apenas se sostenía y comencé a menearlo, «Déjame a mí», insistió; se situó entre mis piernas y se apoderó de ella, enseguida sentí su cálida boca haciendo lo que mejor sabe y una mano trabajando el escroto; qué buena es, si no fuera porque la ansiedad que mostraba actuaba en nuestra contra: parecía una adicta buscando su dosis y no me gustaba. Pero las sensaciones eran tan potentes que abandoné los escrúpulos. Dios, qué buena es, lo estaba consiguiendo; cuando tuvo en sus manos una erección discreta se encaramó y la hundió despacio sin dejar de empuñarla para evitar que se doblara, lo que faltaba por conseguir lo iba a rematar sobre la marcha; empezó a follarse con calma tratando de obtener la turgencia deseada. Y vaya si lo consiguió. Me sentía usado, solo era un juguete en su poder, pero lejos de indignarme por haber sido reducido a mero objeto sexual me provocó un morbo brutal.

Cuando me tuvo a punto, duro como una roca, comenzó a follar sin tregua jadeando a voces; yo aportaba la verga, nada más, y me utilizó hasta obtener el orgasmo deseado cabalgando desquiciada sobre mi cuerpo. Culminó como en sus mejores polvos, con otra pérdida de conciencia entre convulsiones desmayada sobre mí.

Insaciable dice que digo…

Ahora duerme a mi lado y yo no dejo de pensar en esa capacidad que tiene para gozar del sexo. Hay veces que me sobrepasa, como hoy. Un día me llevó a cometer un tremendo error por tratar de estar a su nivel.

«—Una copa?— Doménico me señalóunRibera, parecía buena cosecha aunque tampoco soy un experto en vinos.

—No sé si el alcohol nos va a hacer una mala jugarreta esta noche.

—No te preocupes, tengo mis métodos para que podamos salir airosos.

—Cuidado, el sildenafil combina mal con el alcohol. La Viagrapuntualicé por si  no conocía el nombre del compuesto activo.

—¡Ah! No, no pensaba en eso.

Se limpió las manos en un paño y salió de la cocina, volvió con una pequeña caja plateada. De inmediato supe de lo que estaba hablando y mi rostro debió de reflejar mi rechazo porque mudó su expresión.

—Calma, Mario, no soy un drogadicto con placas en las fosas nasales.

No me convencía; iba a iniciar una educada y tajante negativa cuando se adelantó.

—Tampoco te tengo por un alcohólico porque esta noche hayas bebido más de la cuenta, ni considero a mi madre una toxicómana porque fume una cajetilla al día ¿me entiendes? Creo que son las debilidades y los problemas de la mente lo que hacen que el alcohol, el tabaco, el  juego o la coca se conviertan en un problema, y si le quitas eso a la gente pero no les solucionas el problema buscarán otra cosa o se tirarán por una ventana o vete tú a saber que harán para huir de su realidad cotidiana. Que te voy a contar, tú sabes de esas cosas más que yojugueteó unos segundos con la caja mientras reflexionaba—. Yo solo tomo cuando me apetece, cuando estoy con mis amigos, como tú te tomas un par de copas o mi padre disfruta de un buen habano.—Apoyó ambas manos sobre la encimera y se quedóun momento pensando—. El día que necesites beberte una botella de… ¿Jack Daniels,era? Pues eso, si llega el día en que necesites tomarte una botella de Jack Daniels tendrás un grave problema. Igual que yo si alguna vez no puedo pasar sin esta cajita, entonces es que algo irá mal en mi vida, pero lo mismo me podría pasar con la ruleta o el póker, ¿entiendes? Sería una señal, una alarma de que algo falla en mi vida.

Le escuché sabiendo que en parte tenía razón; era coca, no estábamos hablando de heroína, aún así las alarmas, comoél decía, permanecíanencendidas. Jamás hasta entonces las drogas habían entrado en nuestra vida. Teníamos un rechazo razonado, conocía de cerca el deterioro de varios compañeros del instituto, Carmen había vivido la muerte de una personacercana por culpa de la droga. En nuestro grupo de amigos se movían los porros con cierta tolerancia y no hacíamos un drama de aquello, quizás el hecho de no ser fumadores nos había mantenido al margen, ¿qué habría pasado en caso contrario, lo habríamos llegado a probar? Probablemente.Aprecié una cosa: Había dicho «Yo tomo» y no «yo me meto», no empleaba la jerga habitual que había escuchado tantas veces.

—Mira Doménico, jamás hemos tomado nada, ni siquiera un porro, no somos unos puritanos, entre nuestros amigos se fuma y no nos molesta, pero nosotros…

—Lo entiendo Mario, seré discreto y Carmen no lo va a notar, bueno sí, pero en el mejor sentido del término. —Me guiñó un ojo.

Su comentario me cogió desprevenido y tocó una fibra sensible, muy sensible. Conozco el efecto potenciador a corto plazo que tiene sobre la libido y no pude reprimir un punto de inseguridad. Había bebido demasiado alcohol y a pesar de la ducha me sentía cansado tras toda una jornada de trabajo; conocía mis límites y la respuesta que podía dar en esas circunstancias. Carmen por el contrario estaba muy excitada y predispuesta para una larga noche de sexo, sabía bien lo que mi mujer esperaba de aquella velada. Imaginé a Doménico con las pilas cargadas por la droga frente a mi mujer tal y como es: incansable, inagotable; podía estar sexualmente activa hasta el amanecer. Y yo, sin haber descansado en todo el día, habiendo bebido tanto…

—¿Tan bueno es?

—La Viagra es solo un pobre sucedáneo, te lo aseguro, es… cómote diría, es como jugar al tenis con un brazo enyesado. ¡Sí, lo tienes recto, claro! pero te falta la potencia física y sobre todo, la potencia mental. Sin embargo con esto tienes una lucidez, una energía, una claridad… es como si volvieses a ser un chaval ¡Joder Mario, tu mujer se merece que esta noche tú y yo estemos al doscientos por cien!

—Es que…

No pude continuar, me vine abajo, fui plenamente consciente de que, en las condiciones en que me encontraba, quedaría fuera de juego justo en el momento más esperado por los dos, cuando más me necesitaba a su lado.

«Volver a ser un chaval», ¡Qué tentación!, esa frase acababa de dinamitar cualquier resistenciaética o racional que hubiera podido plantearme contra aquella caja plateada. «Volver a ser un chaval» era el retrato de Dorian Gray, era el pacto con el diablo al que irremediablemente iba a sucumbir sin atender ninguna de las llamadas de la razón que me gritaba «¡no lo hagas!».

—Es que  no te imaginas cómo es Carmen—exploté; mi voz flaqueaba, de algún modo necesitaba justificar mi derrumbeético—,  no tiene fondo, cuando crees que ha acabado, cuando piensas que ya estásatisfecha, aún te pide más, todavía necesita más. No sé, siempre surge algo, una frase que la excita, una caricia que la enciende de nuevo…

Suspiré rendido a la evidencia; lo sabía, no iba a poder competir sin aquello y necesitaba expresarlo en voz alta.

—Pueden haber pasado diez minutos o menos desde su último orgasmo y basta que le des un beso, o que la roces…—Me quedé mirándolo, ¿cómo explicarle, cómo hacerle entender su extraordinaria capacidad?—. A veces ni eso, es ella misma la que… basta con que ponga un brazo encima de ti o se vuelva en la cama y su muslo caiga sobre el tuyo…

No era suficiente para que se hiciese una idea. A mi mente llegaron recuerdos de noches de sexo en las que las brasas, ya casi apagadas, comenzaban a  revivir por cualquier pequeña cosa.

—Alguna vez, después de haber hecho al amor sobradamente, se remueve en la cama medio dormida y su culo se roza conmigo y eso es suficiente para que se le despierten de nuevo las ganas—Sonreí al visualizar la imagen, miraba más allá de Doménico sin verle—, y ya está de nuevo buscándome. Es… absolutamente salvaje.

Me escuchaba totalmente asombrado, mis palabras habían sonado casi como una advertencia. Nos miramos en silencio.

—Es… brutal, no te haces una idea.—dije meneando la cabeza—. No es una enferma, olvídate de esas historias de ninfómanas, ¡bah! eso es absurdo., esto es otra cosa. Carmen carece de lo que llamamos periodo refractario, ese tiempo de recuperación que tienen las mujeres y que los varones tenemos mucho másacusado.—Exhalé todo el aire de mis pulmones—. Al menos, si lo tiene es mínimo.concluí.

—Mayor razón para que lo pruebes. —sentenció—. Seríauna lástima que te quedaras fuera.»