Diario de un Consentidor Reproches

Dos miradas a una misma historia. Dos caminos y una encrucijada.

Diario de un Consentidor    Reproches

—Dime.

—Ya estoy fuera.

—Voy a por ti.

—No hace falta, dime dónde.

Llegué en veinte minutos a un local que ya conocía cerca de Plaza de España; me costó localizarlo, había demasiado humo y demasiada oscuridad. Rechacé el beso, estaba enfadada con él, con su mujer, con Sara y conmigo misma por haber accedido a todo; a montar la encerrona a Claudia y a interpretar el numerito de mi mamá está enferma.

—Cuéntame: quién es esa bollera.

—Si vas a empezar con esas me marcho.

—Tranquila, respira hondo, ya pasó.

—Ya pasó, qué. Te crees muy listo.

Me robó un beso en un descuido, retiré la cara y pronuncié un «déjame» tan débil que no resultó creíble; me rodeó los hombros y lo volvió a intentar, hice ademán de evitarle pero le dejé, claro que le dejé, necesitaba consuelo y el olor de su piel a crema de afeitar y tabaco era lo menos dañino que podía chutarme; me morreó todo lo que quiso y más, se apoderó de mi culo y dejamos que el camarero se fuera sin saber qué es lo que iba a tomar.

…..

—Es Sara, la fotógrafa de la que te hablé, se empeñó en que quería conocerla, le gustó tanto, tanto que acabó convenciéndome.

—¿Está buena?

—Es del tipo que le gusta a tu mujer.

—A Claudia le gustan todas siempre que sean resultonas, tengan buen cuerpo y sepan llevar una conversación.

—Quieres decir, ¿como yo?

—Tú eres otra cosa.

—Ya lo veo.

—Entonces, qué.

—Sara supera la media con creces.

—¿Folla bien?

—Qué te hace pensar… Sí, es fantástica.

—Eso es bueno. ¿Tienes las fotos?

—Aquí no, ya las verás.

—¿Qué tal han salido?

—Deja eso ahora, no te das cuenta de que me ha dejado de lado por una… una…

¿Por qué sonreía? ¿Qué le hacía tanta gracia?

—¡Estás celosa!

—No digas tonterías.

—Estás celosa —repitió cogiéndome entre sus brazos y meciéndome.

—Déjame.

—No seas boba, es un capricho, se le pasará, ya lo verás. Anda, ¿por qué no vamos a tu casa y me las enseñas?

—Imposible, tengo planes. Mañana te las llevo.

—Pero no te vas a ir tan pronto, ¿verdad?

Lo pensé y transigí.

—Voy a hacer una llamada.

Entré a los lavabos para aislarme del ruido y pulsé sobre el número de Paola; me contestó envuelta en un estruendo de música disco.

—Hola, lo siento me voy a retrasar un poco

—No te preocupes.

—Pero te compensaré, cuenta con las tortitas, podemos ir a mi casa, no sé si tengo nata pero caramelo, seguro.

—mmm, se me ocurren mil cosas que hacer con caramelo.

—Y a mí se me ocurre cómo montar nata, si te dejas.

—Qué bruta, pareces un camionero.

—Es lo que tiene trabajar entre tantos hombres.

—¿Me lo vas a poner a punto de nieve, es lo que has querido decir?

—Ni más ni menos. En cuanto vaya a salir te aviso.

Volví dejándome mirar por Ángel y algún otro que se deleitó por la forma en que me contoneé hasta llegar a la mesa.

—Media hora.

—Suficiente. —Caí en sus brazos y nos besamos sin pensar en nada ni en nadie.

….

Qué guapa estaba dormida. Llevaba mirándola… no sé, más de cinco minutos, el tiempo que había pasado desde que abrí los ojos. Qué guapa estaba. Dormida parecía una niña, nada que ver con la fiera que logró doblegarme unas horas antes. Qué guapa. Con la cara hundida en la almohada, los labios haciendo morritos y las cejas elevadas parecía una niña; sin embargo la curva rotunda de la cadera y el pecho aprisionado bajo el brazo evocaban a la mujer que me tuvo hechizada desde que llegamos a casa.

Miento. Fue antes; nada más llegar al Donattello caí bajo su influjo. Sería porque estaba seriamente tocada por el desprecio de Claudia. Desprecio, sí, no podía calificar de otra manera lo que hizo conmigo para apartarme y quedarse con Sara. No era necesario, yo misma se la había puesto en bandeja, sin embargo se esforzó en dejar claro que me quería fuera, cuanto antes mejor.

Y Paola fue el refugio en el que olvidar. Podría haberme emborrachado, podría haberme fumado todo lo que guardaba en casa; en vez de eso me volqué en el mejor sexo que podía tener, sexo con una mujer que no iba a aprovecharse de mi debilidad.

Había traído una hierba de excelente calidad y cuando la noche avanzó y el alcohol comenzaba a hacer estragos saqué la coca, ya contaba con que no se iba a asustar. De esa manera aguantamos hasta la madrugada, entre sexo duro, drogas, alcohol, confidencias… Ah, y el caramelo prometido.

Abandoné con sigilo la alcoba, tomé una ducha rápida y fui en busca de un café, necesitaba un analgésico que calmase el zumbido de la cabeza. Volví con la taza en la mano, me atraía el espectáculo del sueño de Paola. Su espalda y su hermoso culo me tuvieron embelesada hasta que se removió.

—¿Qué haces ahí?

—Mirar como duermes.

Se desperezó voluptuosamente y extendió el brazo.

—Dame.

—Le ofrecí la taza, le hubiera dado cualquier cosa que me pidiera. Me miró con esos ojos de felino y dijo:

—¿Me vas a hacer la nata para las tortitas?

—Claro. —respondí entre risas.

—Espera, voy a lavarme.

—No lo estropees.

—¿Lo quieres así?

—En su jugo.

—Serás…

—Guarra, tan guarra como tú.

Separó las piernas y me lo ofreció hinchado y húmedo. Caí entre sus piernas, quedé envuelta por la intensa fragancia que me había enloquecido toda la noche, vi la esencia brotando en la grieta rosada y fui a por ella sin poder evitarlo, volví a lamer de abajo a arriba para provocar la queja afónica que tanto me gustaba, tanto como el sabor nuevo del que no llegaba a saciarme.

…..

—Llegas tarde. —Dijo al verme aparecer por la puerta.

—¿Qué esperabas? No pensarías que iba a estar aquí a las nueve.

Se levantó y vino a mi encuentro; qué detalle, no recordaba un gesto parecido en mucho tiempo, y menos que me besara en la mejilla. Me acompañó hasta la mesa y tomé asiento aún sorprendida por tal recibimiento.

—¿Cómo estás?

—Bien, no te preocupes.

—Te llamé anoche, pero no lo cogiste.

—Silencié el móvil, tenía compañía.

—¿Para ahogar las penas?

Dejé las fotos sobre la mesa, Ángel las sacó de la carpeta. «Joder, Carmen», dijo nada más ver la primera; no recordaba el orden en el que estaban, elevé una ceja y la volteó; sonreí, seguro que pensaba que lo había preparado para engordarle el orgullo y algo más. Continuó mirándolas y haciendo comentarios obscenos surgidos en las zonas más profundas del cerebro, ahí donde aún reside el homínido que fuimos, lo veía ganar terreno en sus ojos, en la sonrisa ávida, en los movimientos nerviosos de sus dedos al cambiar de imagen. Al terminar las dejó esparcidas por la mesa.

—Recógelas, no vaya a entrar alguien.

—Qué pasa si entra alguien, ¿se va a asustar si te ve haciendo esto? —Levantó una en la que le como la verga a Talita—, ¿o esto? —la dejó y cogió otra en la que me monta desde atrás mientras la pequeña filipina nos mira atentamente.

—Déjate de bromas y guarda todo eso.

—Lo haré si me la chupas. Mira cómo estoy. —Se levantó y vino hasta situar el bulto a escasos centímetros de mi cara. Lo acaricié para que se confiara y empujé haciéndole retroceder un par de pasos.

—Aquí no, ya te lo he dicho. Ve al servicio y te alivias.

—Qué zorra puedes llegar a ser —dijo volviendo a sentarse—. ¿Y las otras?

—Las demás no valen nada.

—Es igual, déjame verlas. Venga —insistió—, las tienes aquí, a que sí.

Saqué la otra carpetilla; les dedicó menos atención, las guardó y las dejó sobre las primeras.

—Son geniales, ya verás cuando se las enseñe a Claudia.

—Tendrá que esperar, le pediré a Sara que haga una copia y en cuanto la tenga te la doy. Estas son mías. —añadí con firmeza.

—De acuerdo, después de lo que hizo ayer no te voy a llevar la contraria.

Recogí las fotos y antes de que lo pensase mejor las devolví al bolso. Ya en la puerta me anunció por sorpresa que acudiríamos a un evento dos días más tarde.

—¿De qué se trata?

—Ya te contaré. —dijo al tiempo que atendía una llamada.

Durante todo el día esperé noticias de Sara, tampoco Claudia se dignó a llamarme; tenía un vacío en el pecho que no quería sentir. A las seis salí del gabinete.

Sara

Sara me llamó a última hora, ya no la esperaba y reavivó un rencor larvado que no tuve tiempo de sofocar.

—Dime.

—¿Te pasa algo conmigo?

—No, es que estoy preparando la cena.

—Ya. Pues entonces no te molesto.

—No, dime. —La escuché respirar hondo.

—Quería contarte cómo fue.

—Claro. Qué tal, ¿mereció la pena?

—Antes de nada, ¿cómo está tu madre?

—Ah, bien, solo fue un susto, ya está en casa.

—Me alegro. Oye, siento cómo se portó contigo, ahora entiendo lo que me dijiste sobre su carácter, fue bastante grosera haciéndote cederme tu asiento.

—No te preocupes, estoy acostumbrada. ¿Lo pasaste bien?

—Dios —exclamó emocionada—, fue fantástico. Oye: tiene una casa impresionante, es una auténtica mansión.

Estaba cautivada y yo cada vez más sorprendida; a medida que hablaba se fue desmoronando la imagen que tenía de ella, una mujer madura y con carácter que al parecer se había rendido en cuanto se encaró con el lujo y el poder que emanaba de la fuerte personalidad de alguien que no dudaría en usarla hasta el momento en que dejase de interesarle.

—¿Y con Talita, qué tal? —Interrumpí la interminable alabanza a Claudia y su mundo que ya empezaba a resultar grotesca.

—No estaba, le pregunté por ella un par de veces pero no me llegó a contestar.

—Otra vez será.

—Eso; porque ha quedado en que nos veremos pronto.

Claudia

«Carmen, llámame». Así de escueta y directa, con su habitual tono dominante, Claudia me exigía que la llamase. Estaba segura de que si no tenía respuesta en el tiempo que ella considerase adecuado volvería a insistir. Acababa de salir de la ducha, me disponía a desayunar y es lo que hice: terminé de arreglarme en el baño, me vestí, preparé un café y le devolví la llamada.

—Claudia, buenos días.

—Carmen, querida, imagino que todavía estás en casa.

—A punto de salir.

—Muy bien. Quiero verte; si puedes a mediodía, mejor. Y trae las fotos.

—No sé si a mediodía podré, tengo que ver…

—Las dos sabemos que no tienes nada urgente que hacer. A las dos en mi casa.

—Mejor a las dos y media, si no te importa.

—Trae las fotos.

Me dejó con la palabra en la boca y la respiración sacudida. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Dejé el café sobre la mesa y fui al dormitorio; del fondo del segundo cajón de la mesita de noche saqué los dos paquetes y los guardé en el bolso.

…..

Llegué demasiado pronto y me detuve a hacer tiempo; tenía un malestar incomprensible, como si fuera la primera vez que acudía a su casa. Cuando faltaban unos minutos arranqué y conduje hasta la imponente fachada de piedra de su inmenso chalet. Claudia me recibió con su estudiada amabilidad, pasamos al salón y enseguida entró la doncella para atendernos. Yo seguí sin mucho interés uno de sus monólogos, lo que a mí me importaba era saber qué le había parecido Sara pero no hizo ninguna mención.

—Supongo que has traído las fotos.

Las saqué del bolso y se las ofrecí, a partir de ese momento podría haber desaparecido sin que le importara; Claudia las examinó al detalle sin hacer ni un comentario, a veces una leve sonrisa, otras una breve mirada. Terminó con ambos paquetes y  los dejó sobre la mesa; entonces extendió la mano urgiendo con los dedos:

—El negativo.

—¿Qué? No lo he traído; además, no hay más copias, y…

—Déjate de bobadas, mañana se lo das a Ángel.

—Espera un momento…

De un manotazo recogió las fotos y me las puso delante.

—Ya tienes tus copias; el carrete es mío. Mío. —recalcó—. Lo quiero mañana.

Nunca me había tratado con tanta dureza y yo no venía preparada para enfrentarme a un ultimátum cuyas consecuencias no podía predecir.

—Muy bien, mañana se lo doy. —concedí. Una vez logrado su objetivo volvió a revestirse con la máscara amable que siempre lucía, casi siempre.

—No te entretengo, seguro que tienes infinidad de cosas que hacer.

Me estaba echando, no quise permanecer allí ni un segundo más, me acompañó a la puerta y ya en la calle reprimí unas absurdas ganas de llorar.

…..

—Nunca pensé que me trataría como lo hizo ayer.

—No se lo tengas en cuenta, ya la conoces.

—No, no la conozco en absoluto, eso es lo que creía. Supongo que era de esperar, me ha humillado demasiadas veces y yo se lo he consentido, no he sabido hacerme valer. Algún día tenía que acabarse y no creas, en el fondo me alegro.

—Basta ya, deja de decir tonterías.

—Ahora tiene a Sara, ya no me…

—Escúchame. Escúchame: Sara nos viene bien, va a mantener ocupada a Claudia y nos va a dejar tranquilos.

—¿De qué estás hablando?

—No te preocupes de eso, tu déjame a mí, esta chica nos ha caído del cielo, no lo sabes bien; deja que el tiempo haga su trabajo. Por lo que tengo entendido tu amiga es lesbiana, ¿no es cierto?

—¿Qué tiene eso que ver?

—Creo que han encajado muy bien, van a estar entretenidas una temporada que espero sea larga; si Sara es habilidosa no nos van a molestar.

—Sigo sin entender a dónde quieres ir a parar.

—Ni falta que te hace. Déjame este asunto a mí, tú tranquilízate y sigue con tu vida. Otra cosa: el carrete.

Lo saqué del bolso y lo arrojé a la mesa de tal modo que cayó al suelo.

—Toma, el puñetero carrete.

—¡Carmen, por favor!

Salí de allí frenando el portazo en el último momento.

Hablemos

Lo había intentado varias veces y antes de llegar a marcar desistía. Era la primera vez que no hallaba la forma de iniciar una conversación con mi mujer y los días iban pasando sin que tuviésemos contacto. No podía dejar que el tiempo siguiera corriendo y decidí dar el paso; sería como tuviera que ser, según fueran brotando las palabras. Comencé a dejarle mensajes ya que no lograba encontrarla disponible durante el día y por las noches tenía el móvil apagado. No entiendo por qué no me atreví a llamar al teléfono de casa, no sé qué esperaba encontrar. O no encontrar. Carmen no atendió los mensajes y empecé a preocuparme. Entonces, una mañana, descolgó.

—Dime. —Me sorprendió una respuesta tan seca, no parecía ella.

—Por fin, ¿no has visto mis llamadas?, llevo tratando de hablar contigo no sé ya cuánto tiempo.

Sonó a reproche y no era como pretendía enfocarlo, pero ya estaba dicho.

—Lo sé, es que estoy… saturada, perdona.

—Mira, no podemos seguir así, llevamos sin hablar desde que volví. Dime cuando podemos estar tranquilos, esta tarde o esta noche y hablamos de todo lo que tenemos pendiente.

Se demoró y noté que la impaciencia me devoraba.

—No es buena idea, Mario, lo he estado pensando y no es algo que podamos hacer por teléfono.

—Pero si fuiste tú la que me llamaste para pedirme una explicación, ¿es que no te acuerdas?

Los nervios me estaban traicionando; comencé a pasear como un león enjaulado.

—Ya lo sé… ya lo sé; pero estaba todo muy reciente y necesitaba decirte cómo me sentía y tú, tú volviste a hacer como si no pasase nada. No, Mario, si de verdad queremos solucionarlo va más allá de contarme lo que no me has contado; esto no se resuelve en una conversación de media hora por teléfono.

—Esta separación nos está matando, Carmen.

—Por eso mismo necesitamos mirarnos a la cara y recuperar la confianza, esta distancia que nos separa es lo que te ha hecho pensar que no podía escuchar no sé qué cosas que has preferido callar.

¿Por qué me sentí atacado? Entonces aventuré el paso que cambió el rumbo de la conversación.

—¿Y tú, me estás contando todo lo que te sucede?

—¿Piensas que te oculto algo?

—No lo sé, por eso te lo pregunto.

—Ven y hablamos, será lo mejor. —dijo después de unos segundos que me hicieron temblar.

—Voy a hacer lo imposible por conseguir un par de días; estamos trabajando a destajo para cerrar todo pero cuenta con ello. No obstante no soy el único que tiene que hablar.

—¿A qué te refieres?

—Llevo intentando comunicar contigo varios días, a cualquier hora, y no hay forma, Carmen, no hay manera; ahora me cuentas que estás ocupada pero en el gabinete dicen que no apareces. Si te digo que no me he atrevido a llamar al teléfono de casa te podrás hacer una idea del estado de preocupación que tengo.

—Ahora resulta que soy yo la que oculta cosas; que facilidad tienes para darle la vuelta a las discusiones.

—No es eso, Carmen, no me jodas; trato de entender qué está pasando. No sé lo que haces ni dónde estás, ¿me lo puedes explicar?

¿Qué coño estaba haciendo? Tenía que rebajar el tono o…

—¿Soy yo la que tiene que dar explicaciones? Esta si es buena, te recuerdo que eres tú el que está ocultándome cosas, por si te has olvidado.

—No lo he olvidado, pero eso no me impide ver algo extraño en tu conducta. ¿Qué haces que no estás trabajando, dónde estás? No hay forma de localizarte. Si hay una explicación lógica ahora es el momento.

—No, Mario, no es el momento, te lo aseguro.

—Por favor, háblame, ¿qué es lo que te está pasando? Sé que hay algo que no me estás contando.

—Mario, por favor, no insistas, ahora no.

—¿Y cuándo?, ¿cuando te venga bien a ti, o es que no quieres contarme qué está pasando?

—¡Pero qué esto, tú de qué vas!, ¿te has creído que puedes controlarme? —contestó fuera de sí.

—Tranquilízate, no pretendo controlarte, solo quería saber qué te pasa, nada más.

—¿Que me tranquilice? Mira, Mario, no sé qué te pasa hoy pero será mejor que…

—Muy bien, acabamos como siempre, sin solucionar nada y…

—¡De qué estás hablando!

—…y no vuelvo a saber de ti hasta que te dignes a cogerme el teléfono. Si eso es lo que quieres…

—Sabes una cosa, me gustabas más antes cuando se te notaban menos los años y seguías teniendo la cabeza en su sitio; mírate ahora, pareces mi padre dándome un sermón. Pues no, papaíto, te has equivocado, no he hecho nada malo aparte de lo que ya sabes.

—Vamos a dejarlo, estás alterada, no piensas con claridad. —dije tratando de contener como pude la irritación que me tenía a punto de decir algo irreparable.

—¿Que no piensa con claridad? —Volvió a levantar la voz— ¿Ahora vas de psicoanalista? Pues lo siento pero no das la talla para psicoanalista, te falta el acento argentino para ser un buen comecocos; mira, ¿por qué no hablas con Guido y que te enseñe a hablar como él? Y de paso aprendes a follar cómo es debido porque, entérate: tampoco das la talla; aunque a lo mejor lo que te pone es chuparle la polla, ¿eh, maricón?

—Carmen, por favor, ¿tú te estás escuchando?

—Vete a la mierda.

¿Qué es lo que nos había pasado? ¿En qué momento había descarrilado la conversación hasta el punto de hacernos perder los estribos? Tenía la respiración desbocada, me sentía confundido y triste, jamás pensé que algún día Carmen usaría nuestra diferencia de edad para humillarme. Abrí la ventana y cogí aire. Traté de poner orden al torrente de escenas que me asaltaban y repasé el curso de la discusión, fue fácil distinguir los errores que había cometido llevado por la ansiedad acumulada: era yo quien, como otras veces, la había llevado al límite, pero ¿tanto como para estallar de la forma irracional que lo había hecho?

Entonces pensé en la conversación que mantuve con Doménico al poco tiempo de nuestra separación, apenas habían pasado unos días desde que descubrí que vivía con él, estaba tan dolido y lleno de rencor que no fui capaz de escucharle. Recordé cómo fue: desayunaba con Emilio, me aparté y cogí la llamada aunque no reconocí el número.

—¿Dígame?

—Mario, Doménico al aparato. —Me alejé un par de pasos.

—¿Qué coño quieres? – pregunté bajando la voz.

—Tenemos que hablar, es importante.

—Tú y yo no tenemos nada que hablar.

—Mario, escúchame. Carmen no está bien, es importante que hablemos.

Su tono me preocupó, algo le había sucedido.

—¿Qué le ha pasado? Dime.

—No lo sé, estoy preocupado. En serio, creo que deberíamos vernos, tienes que estar al corriente de cosas que quizás no sepas.

—¿Cosas?, ¿qué cosas? ¿De qué coño estás hablando?

Accedí a la entrevista. Debí de volver alterado y como pude logré esquivar la preocupación de Emilio; en aquella época no lo trataba muy bien, no trataba bien a nadie de mi entorno. A mediodía me reuní con Doménico, fue una reunión desagradable, él trataba de hacerme ver que Carmen sufría y yo, cerrado en banda, no hice otra cosa que lanzar reproches y quejas por todo lo que había soportado en su casa durante un fin de semana que podría haber sido mejor si no me hubiese empeñado en amargarme la vida y por tanto a ella.

—No sé, Mario —dijo dándose por vencido—, quizás no sea la persona más adecuada para darte consejos matrimoniales, al fin y al cabo soy parte del problema, pero Carmen me preocupa, me preocupa y mucho, hay otros asuntos mucho más graves que el hecho de que se acueste o se deje de acostar con uno o con otro, pero por lo que veo no te interesa saberlo.

—¿A qué te refieres? —Durante unos segundos dudó si seguir hablando.

—No tienes la dosis mínima de fe en ella como para que ahora te cuente lo que en realidad venia a decirte. Sabes mi número, cuando quieras me puedes llamar; pero no ahora, no con esta actitud.

Y le dejé marchar sin escucharle. Estaba tan ciego que no presté atención a lo que quería contarme. Puede que allí estuviera la clave que nos hubiera ayudado a llevar nuestra reconciliación de otra manera, quién sabe.

—¿Pronto?

—Doménico, soy Mario. Mario, el marido de Carmen.

—Mario… —respondió tras una pausa; su voz sonaba diferente—, claro, Mario, ¿qué tal? —preguntó en un tono más vivo.

—Escucha, no sé si te molesta que te llame después de tanto tiempo, la última vez que nos vimos no fui nada correcto contigo, pero me dejaste una puerta abierta para que te llamara si lo necesitaba.

—Verás, Mario, no me llamas en el mejor momento. ¿Cómo está Carmen? —Parecía cansado, hablaba despacio y sin ese vigor tan peculiar.

—De eso se trata, no está bien y he recordado que cuando nos reunimos tú y yo fue porque me dijiste eso mismo, que Carmen no estaba bien y querías contarme cosas que debía saber. No te dejé, fui un imbécil y no te dejé que me lo contaras. Ahora necesito saberlo; están pasando cosas muy serias y tal vez me ayudaría saber lo que  tenías que decirme.

—Ahora… ¿Qué ha pasado? La última vez que hablé con ella estabais a punto de reconciliaros y todo parecía ir bien, ¿es que falló algo?

—Han pasado muchas cosas desde entonces, buenas y malas; Carmen no es la misma que dejaste cuando te fuiste, no te imaginas cuánto ha cambiado; pero no es eso lo que importa ahora, necesito saber qué era aquello tan urgente que me ibas a contar.

—Aspetta. ¡Ahora no puedo, no puedo!

—A cualquier hora, Doménico, es muy urgente.

No sé si llegó a escucharme, nos habían interrumpido voces angustiadas y gritos. No sé mucho italiano pero entre el tumulto entendí «súbito», «morendo», sollozos; luego nada.

Nos han visto

Ángel estaba empeñado en que le acompañara a la presentación de una nueva revista sobre psicología, le había dicho que no me apetecía perder toda la tarde en algo que tenía más de acto social que de evento profesional, una revista de divulgación que se vendería en los quioscos con artículos de escasa calidad y repleta de publicidad, pero ya tenía experiencia de lo insistente que podía llegar a ser y al final accedí.

El evento tenía lugar en los salones de un céntrico hotel de la Castellana; cuando llegamos ya estaba lleno, sobre todo prensa y, para mi sorpresa, bastantes colegas; poco después comenzó el acto a cargo de un conocido presentador televisivo, se bajó la iluminación y proyectaron un vídeo, al poco rato Ángel aprovechó para tomarme por la cintura; «¿Estás loco?», le reproché apartándolo, miré con disimulo, nadie parecía haber visto nada en medio de la penumbra, lo mismo debió de pensar él porque al cabo de unos minutos me acarició el culo; pegué un brinco. «Si no te estás quieto me voy», le dije al oído; se giró y me plantó un beso en los labios. Entonces lo vi: detrás de nosotros, sin perder detalle, ¿desde cuando llevaría espiándonos? Vicente Galeano, uno de los jefes de departamento de Mario, inclinó la cabeza a modo de saludo y me sonrió.

—Nos han visto. —le dije en voz baja sin dejar de mirar al frente; de inmediato se dio cuenta de que era grave.

—¿Quién?

—Un compañero de Mario, detrás de ti. Joder, te lo dije.

—Cálmate.

El resto de la presentación fue un calvario; ideé mil formas de parar el desastre y ninguna era buena, además no podía saber si Vicente continuaba a mi espalda, deseaba comprobarlo pero hubiera sido un error volverme.

Terminó la presentación y con los aplausos me giré hacía Ángel y alcancé a verlo; seguía allí y no me quitaba ojo de encima. Comenzamos a salir hacia el salón donde nos habían anunciado la continuación del evento.

—El de la chaqueta azul. —le señalé a Ángel.

—¿Ese? —respondió con desprecio. Por qué, si éramos nosotros los que debíamos mostrarnos humillados. Avanzamos con dificultad hacia la salida, la aglomeración nos alejaba de Vicente.

—¿Y si se marcha? —me escuché expresar mi temor en voz alta.

—No te preocupes. ¿Vicente Galeano, has dicho?

—¿Qué vas a hacer?

—Tranquila.

Entramos a un gran salón donde nos repartieron el número cero de la revista y un dossier; estábamos enfilando el cierre del evento: canapés, copas y encuentros informales. «Ahora vengo», dijo y desapareció, no tuve tiempo de pensar mucho, enseguida tuve a alguien de la revista a mi lado dándome charla. De pronto, por la megafonía avisaron al doctor Galeano y no dudé de que era cosa de Ángel; algo más tarde un empleado del hotel se acercó.

—¿Doctora Rojas?, el doctor Álvarez Atienza desea que se reúna con él, ¿me acompaña?

Le seguí hasta los ascensores, subimos dos plantas y recorrimos un pasillo repleto de despachos; llamó a una puerta. «Adelante», escuché decir a Ángel, mi guía la abrió y entré.

Me encontré en una sala diáfana; a mi derecha, Vicente: pálido, nervioso, diría que asustado; frente a él, Ángel: serio, sereno; algo vi en la escena que me inquietó.

—Ya estamos todos.

—Carmen, por favor, ¿qué es esto? —dijo Vicente dirigiéndose a mí como si fuese un salvavidas.

—Un lugar discreto para que nos entendamos. —contestó Ángel.

—Yo no tengo nada que hablar con usted.

Ángel sonrió con un aire de suficiencia que no le había visto jamás, se dirigió a la puerta y la bloqueó.

—Yo creo que sí; has visto cosas que no deberías haber visto y ahora tenemos que ponernos de acuerdo

—Yo no he visto nada. —Vicente se volvió hacia mí en busca de ayuda, traté de no mostrar preocupación; se nos estaba yendo de las manos y no veía como parar aquello.

—Me temo que sí y cuanto antes lo reconozcas antes lo solucionaremos. Por ejemplo, sé que trabajas con el marido de Carmen, sé que me has visto tocarle el culo y también me has visto darle un beso en la boca, a que sí.

—Yo no he visto nada —repitió—, ahora déjeme salir.

—No mientas, lo más probable es que estés pensando que la mujer de tu jefe y yo estamos liados

—No.

—Sí, estamos liados, follamos como conejos. ¿Como conejos es lo apropiado? —me miró esperando una respuesta. ¡Qué coño estaba haciendo! Ya no había marcha atrás, si en algún momento se podía haber reconducido aquel amago de secuestro se acababa de ir a la mierda.

—No me gusta. —le advertí; había que pararlo.

—Vale, como conejos es un poco exagerado, tienes razón; en cualquier caso follamos en cuanto se nos presenta la ocasión y no vas a venir tú ahora joderlo todo, ¿verdad que no?

—Oiga mire, yo solo…

—Sí, tú sólo has visto que le tocaba el culo y lo del beso, ya lo sé; pero si no te cogemos a tiempo se entera medio Madrid.  —Inspiró y soltó todo el aire—. No sé qué voy a hacer contigo. La verdad es que lo que pueda ir hablando de mí alguien como tú me importa una mierda, no eres nadie, me la trae floja; dos llamadas y se acabó tu carrera. Pero a ella, a ella ni la toques, ¿me has oído? Carmen podrá ser la mujer de tu jefe, pero es mía.

Se me erizó la piel, Vicente estaba pálido. Ángel avanzó hacia él.

—Si le haces daño, te hundo.

Aquella amenaza, pronunciada en voz baja sin perder la calma, resonó tanto en el silencio de la sala que no nos atrevimos a romperlo.

—Vete.

Vicente se apresuró a alcanzar la puerta y tardó en desbloquearla. Cuando nos quedamos solos lo miré como si no lo conociera.

—¿Qué has hecho?

—Asustarle, ya no tienes que preocuparte.

Volvía a ser el mismo; había desaparecido como por arte de magia el manipulador que acababa de aplastar a un pobre hombre. Vicente no había hecho otra cosa que estar en el lugar equivocado. Estaba tan indignada como sorprendida.

—¿Así tratas a la gente que te estorba?, ¿esta clase de jefe eres con tus subordinados?

—Cálmate, reconozco que no ha sido agradable pero era necesario.

—Me has defraudado, Ángel, no conocía esta faceta de tu personalidad, y no me gusta nada.

—Pero esta faceta de mí te acaba de salvar el culo. Bien podías agradecérmelo en lugar de insultarme, doña íntegra. ¿Qué pensabas hacer, pedirle por favor que no fuera por ahí alardeando de la noticia bomba de la semana?, ¡pero en qué mundo vives!

No me volvió a dirigir la palabra, se mantuvo apartado con un grupo de la editorial y le vi salir con ellos, yo soporté a uno de los redactores que se empeñó en invitarme a un vino mientras me proponía colaborar en una de las secciones de la revista — la que yo eligiera—  y me quiso llevar a cenar a un restaurante japonés muy cerca de allí; logré despegármelo y volví a casa apesadumbrada.

Mario llamó poco después de llegar, le había dejado un par de mensajes.

—¿Estás bien?

—Sí, claro, ¿por qué no iba a estarlo?

—Como el otro día la discusión se nos fue de las manos… —Tampoco fue para tanto; no quería enredarme con eso.

—Estábamos algo tensos. Había tenido un mal día pero tú… reconoce que te pasaste bastante. ¿Amigos?

—Amigos. ¿Qué querías?, parecía urgente.

Le puse al tanto sobre lo que había visto Vicente durante la presentación de la revista.

—Sabía que te pasaba algo, de todas formas no tienes que preocuparte por él, no creo que vaya a ir por ahí contándolo; si quieres le doy un toque. Al que deberías poner firme es a Ángel, un día de estos te va a meter en un lío.

—Tienes razón, pero no hace falta que hagas nada, ya se ha encargado de silenciarlo.

—Qué dices.

A medida que le contaba lo que había sucedido en el despacho del hotel le escuché pasar del asombro a la preocupación.

—¿Cómo ha podido hacer eso?, ¿pero quién se cree que es?

—Todavía estoy tratando de distinguir si ha sido una gran interpretación o estoy ante un…

—Un miserable. Deberías alejarte de él y de todo lo que lo rodea, ya me entiendes.

—¿Ahora? Es mi jefe y mi socio, ¿cómo lo hago?

Apenas pude pegar ojo en toda la noche, pensé que no debía tomar decisiones en caliente, ni a la hora de juzgar a Ángel ni tampoco para decidir qué hacer si es que optaba por alejarme de él. La noche fue muy larga y debatí conmigo misma tantas alternativas que acabé agotada. Recordé al jefe de Esther; arrogante, insensible, frio, calculador; un hombre para el que las personas solo eran un recurso y cuando necesitaba prescindir de alguien lo atacaba desde todos los flancos para debilitarlo con tal de conseguir su renuncia voluntaria. Algo similar a lo que había hecho Ángel, ninguno de los dos eran matones de película, representaban al nuevo modelo de ejecutivo para el que la reducción de costes está por encima de cualquier otra consideración. ¿Podía considerar que Ángel era peor persona por haber interpretado ese rol para tratar de salvarme?

Tenía que hablar con él.

…..

—Ángel, ¿tienes un minuto?

—Me marcho ya mismo, ¿qué quieres?

—Lo primero, darte las gracias por el cable que me echaste ayer. —Se dejó caer en el respaldo—. Lo segundo, pedirte disculpas por el tono que empleé contigo; estaba muy nerviosa; además, nunca te había visto actuar de esa manera.

—¿Algo más? —Me levanté. Sí, tenía más cosas que decirle pero no lo veía predispuesto a escucharme.

—No, nada más.

—Siéntate, por favor. Por favor. —Acepté; tal vez me equivocaba y era el momento para escuchar—. Cuando te han herido, engañado y traicionado aprendes una lección: El débil aprovechará a que le des la espalda para acuchillarte, no sé cuál es el porcentaje ni me importa, ya sé eso que dicen de que pagan justos por pecadores pero si me dejo llevar de la lástima volverán a acuchillarme y te aseguro que esos justos no vendrán a curarme las heridas. No queda más remedio que prepararte para suponer que el que tienes enfrente, que tal vez, tal vez, puede hacerte daño, te lo hará; es la única manera de sobrevivir. Duro, injusto, horrible, llámalo como quieras pero anoche, con Vicente, no podíamos suponer que con buenas palabras y dándole razones tendríamos la seguridad de que mañana o dentro de unos meses o tal vez dentro de un año no sucumbiría a la tentación de contar que un día vio a la mujer de su jefe dándose el lote con el catedrático ese que sale en la tele o que ha venido a un congreso en el que está él; o lo hará porque ha discutido con tu marido, o porque lo han echado de la clínica; cualquier cosa, la vida da muchas vueltas, yo lo sé. Por eso ayer no me quedó más opción que neutralizarlo de una forma contundente, aparentando ser peor persona de lo que soy, metiéndole miedo; porque el miedo es lo único que puede neutralizar el rencor, la envidia o las ganas de presumir delante de los amigos. Siento mucho que me hayas tenido que ver interpretando ese papel.

—Yo no pertenezco a nadie; lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé, pero quedó muy de Don Corleone.

«Y porque te gustaría que fuera verdad, que fuera tuya».

—No vuelvas a hacernos correr riesgos o no volveré a acudir a ningún acto contigo.

—Lo siento, perdóname.

Ya en la puerta me di la vuelta y le miré:

—Gracias.