Diario de un Consentidor Nunca digas nunca jamás

Con otra mirada

Nunca digas nunca jamás

Con la inestimable colaboración de Torco para la adaptación de los diálogos argentinos

Después del oasis del fin de semana me vi abocada a volver a mi particular desierto. A diario procuraba buscar cualquier motivo para extender la jornada o enganchaba a Julia y nos tomábamos algo a la salida hasta que se excusaba y me quedaba sola. Tomás estaba inmerso en la reconciliación con su hija mayor que yo misma había propiciado y no quería estorbarle. Había pasado una tarde por casa de Luca, pero el ambiente familiar con el niño no era lo que necesitaba. Con mi hermana tampoco podía contar porque notaba mi estado de ánimo y trataba de ayudarme hasta la asfixia.

¿Y mis amigas de la facultad? Desde el otoño había abandonado todo trato con ellas, ¿cómo iba a recuperarlo ahora, en plena crisis personal?

Con tal de no estar en casa me volqué en el gimnasio, aunque me faltaba Mario a mi lado, además la insistencia continua de Michelin me llegaba a irritar. Una tarde que daba fin a una jornada agotadora me sentía al límite de mis fuerzas, creo que ya me daba todo igual; Guido me había entrado un par de veces con sus veladas insinuaciones en las que nunca decía nada explícito pero que todas entendíamos con claridad. Recordé lo que me dijo Mario cuando me reincorporé a principios de Mayo, ese día me había estado marcando el terreno de una manera descarada y ya en casa me lo hizo ver: «Dime una cosa: ¿Te excita el cuerpo de Guido?». Tal vez nunca me había enfrentado directamente a ello o no lo había mirado conscientemente; la realidad es que no me han gustado nunca ese tipo de cuerpos tan desarrollados, le dije, pero…

«—Me… provoca, es… diferente.

—¿Diferente? ¿Qué quieres decir?

—¿Puedo ser sincera?

—Quiero que lo seas, siempre.

—Nunca he… sentido un cuerpo así, como el de Guido.

—¿Sentido?

—Tocado, acariciado. No he tenido un cuerpo como ese, ¿entiendes? Antes, el culturismo me parecía una obsesión compulsiva, una deformidad; en realidad me lo sigue pareciendo, no creas. Sin embargo…

—Te gustaría probar.»

No podía negarlo, ¿por qué negarlo? Sonreí, me relajé, estaba con mi mejor amigo. Asentí varias veces.

«—Cómo me conoces.

—¿Y quién sino te va a conocer?».

Quién sino. Me había hecho mujer a su lado, quién mejor que él podría haberlo adivinado con solo observar unos gestos, unas miradas.

«—¿Cómo lo vas a hacer?

—No he dicho que lo vaya a hacer.

—No sería bueno que se supiese en el gimnasio.

—¿Me estás escuchando? No lo voy a hacer. —recalqué.

—Ya, ya. Tendremos que hablar con él, ponerle las cosas muy claras.

—Mario, déjamelo a mí. No te metas, es cosa mía.

—Eso quiere decir que lo vas a hacer.

—¡No! Quiero decir… ah… me refiero a plantearle que no puede seguir con esa actitud.

—Lo mismo te llevas un chasco, ya sabes que los anabolizantes…»

No sé por qué, rompí a reír; fue por su culpa, por esa terca tozudez con la que se obstina en las cosas, por la manera que tiene de hacer oídos sordos cuando se le mete algo entre ceja y ceja. Me hizo reír y se lo tomó como una claudicación, como un triunfo. Y yo, al dejarme llevar por la risa cedí un poquito a un deseo oculto que mantenía bien amarrado, sentí como aflojaba una tensión que de tanto sujetar ya ni siquiera notaba. ¡Sí!, deseaba tocar ese cuerpo, ¡sí!, quería palpar esa figura desproporcionada, me moría por abrazar hasta donde mis brazos alcanzaran esa envergadura de macho poderoso. Puede que tuviera razón y a la hora de la verdad no encontrara la potencia esperada. Daba igual, me apetecía acariciar ese cráneo rapado, sentirme frágil bajo ese gigante de espalda imposible, quedar aplastada entre aquellos brazos enormes; ansiaba navegar con mis dedos cada uno de esos músculos que parecían poder hacer estallar la piel brillante que los albergaba.

«—Me da igual, me encantaría probar ese cuerpo, manosearlo; me gustaría sentirme pequeña en sus brazos.

—¡Pero si eres más alta que él!

—No lo entiendes. Hay otra forma de mirar, no todo es desproporción.

—¿Ah no?

—¿Recuerdas la tensión que se advierte en los desnudos de Mapplethorpe? Es lo que veo en el cuerpo de Guido. Dunas, formas sinuosas que se suceden una tras otra en los hombros y los brazos, y al mismo tiempo veo nervio. ¿Qué hay bajo la camiseta? ¿Cómo es su tórax, y su vientre y su espalda? ¿Y el resto?

—Quieres decir…

—Su culo, me gustaría verlo, tenerlo desnudo y verlo. ¡Oh Dios, esos muslos son…!

—Entonces…

—No va a pasar, ¿me has oído? no va a pasar, solo lo estamos hablando. —Lo miré marcándole el límite—. Espero que esta vez te haya quedado claro.»

Ensimismada en los recuerdos de aquella conversación no me di cuenta de que llevaba demasiado tiempo observándolo. Él atendía a alguien, no recuerdo qué hacía, pero no me quitaba ojo de encima y al sentirmedescubierta retiré la mirada como una ladrona. No hizo ni dijo nada, sabía que conmigo no podía pasarse como hacía con otras y mantenía la corrección; lo más que había insinuado (y de eso hacía ya bastantes meses) fue una propuesta para tomar algo a la salida y con esa cantinela a veces volvía a mencionar la copa que teníamos pendiente; era algo inocente, al menos para mí lo era. «¿Cuándo hemos pasado de un refresco a una copa?», había bromeado yo una vez. No le daba importancia.

Y esa tarde, envuelta en el hastío, cuando volvió a mencionar nuestra copa pendiente, acepté; no sé por qué lo hice, tal vez por demorar el momento de enfrentarme a la soledad de mi casa vacía, tal vez porque el recuerdo de las insinuaciones de Mario reavivaron mis deseos ocultos. Le dije que sí, que me esperara en la cafetería al otro lado del parque; por nada del mundo iba a permitir que nos vieran juntos, solo faltaba que levantáramos rumores. Nada más salir me arrepentí pero no tenía alternativa; tomaría una tónica, charlaría diez minutos con él y me marcharía.

Desde el primer momento dejó claras sus intenciones, más aún cuando tras interesarse por mi marido supo que estaba de viaje. Sí, había estado mucho tiempo sin ir al gimnasio, y no, no había motivo, estuve fuera de Madrid; No, yo sola; Ah, que Mario tampoco venía, no lo sabía. Debió de notar que no le estaba contando la verdad y cambió de tema: Claro que había seguido entrenando, ya se lo dije, había corrido y poco más. Se te nota, dijo y aprovechó para palparme los hombros y los brazos; no hice nada, quise ver hasta donde era capaz de avanzar.

—Quiero cambiar mi rutina, he estado viendo el entrenamiento que sigue Sol, sabes a quién me refiero, ¿no?

Desde que coincidimos en las duchas me había quedado embobada con Sol, también era culturista pero sabía mantener los límites donde yo considero que deben estar. La había visto alguna vez entrenando con su amiga pero cuando me abordaron en la ducha con la excusa de ver mis aros pude comprobar lo que el duro trabajo había logrado en su cuerpo: puro músculo, sin embargo no rompía las proporciones, me gustaba todo de ella; vientre redondeado, muslos sólidos, espalda ancha como yo y unos pechos similares a los míos, algo más compactos. Y unos ojos grises y grandes que me atraparon desde el primer momento.

—Sol y Miriam, sí; son… ya sabés.

—No, no sé; qué son.

—Bah, es igual —dijo Guido.

—Me he estado fijando en ellas, llevan una rutina más intensa y creo que entrenan grupos musculares que yo no muevo. —Sonrió con tanta condescendencia que me enfadó —. ¿Qué pasa, estoy diciendo alguna estupidez?

— No te calientes, es que apuntas muy alto.  Para que sepas, esas dos llevan entrenando más de cinco años.

—No soy tan ingenua como para pensar que voy a ponerme a su nivel en dos días, sé lo que es ganarme lo que tengo con esfuerzo, nadie me ha regalado nunca nada.

—¡Epa! Perdoná. Está bien. —Me echó una mirada que en otra situación me habría ofendido —Tendríamos que estar en el gimnasio para poder hacerlo bien pero…

Miró a ambos lados, de repente parecía nervioso; me advirtió que iba a ser un camino duro. ¿Estás segura? Con la excusa que le había dado volvió a tocarme, se cebó en los hombros pero de otra manera, parecía más profesional, Siguió hablando de los ejercicios que habría que añadir mientras bajaba por la espalda y tanteaba con fuerza antes de desviarse por el costado; sentí sus dedos palpando con la destreza del entrenador, pero había algo en sus ojos que me decía que no, que esos dedos buscaban otro tipo de contacto. Así fue como el pulgar se aventuró y me rozó un pecho por el lateral, no se excusó y yo no dije nada, se movió hacia las costillas sin parar de hablar y cuando volvió a subir yo ya sabía que lo iba a intentar de nuevo. Llegó, esta vez con la yema del pulgar, buscando el esternón, apretó y la palma de la mano quedó sobre mi pecho, instintivamente miré hacia la barra donde el camarero recogía la consumición de una pareja que abandonaba el local, volvimos a cruzar nuestros ojos y dijo «tienes muy buena complexión, podrías conseguirlo», «¿Tú crees?»; fue como si le diera permiso porque comenzó a masajearme el pecho sin que yo hiciera nada por impedirlo. Entró un grupo y el ruido de la calle invadió el local, eso rompió la tregua que le había concedido, bajó la mano y la dejó caer sobre mi muslo, muy cerca de donde no debería ni acercarse. «Tengo que ver las lumbares, eso será en el gimnasio. Tendrás que trabajar mucho los cuádriceps y el abductor. Aquí». Metió los dedos entre mis piernas y tocó un resorte que disparó un calambre hasta el centro mismo de mi sexo. Me estiré alcanzada por un rayo, volvió a hacerlo y me apoyé en la mesa para no caer fulminada. Le agarré la mano pero no fui capaz de arrancarla del bendito lugar escondido en mi muslo que nunca antes nadie había encontrado. Nos echamos un pulso con nuestras miradas, las manos aferradas, las voces mudas y los dedos tocando esa jodida tecla. «No… sigas», balbuceé crispada cuando estaba a punto de explotar. Y obedeció; me dio lástima, no había entendido lo que sucedía. «Hay demasiada gente», añadí. «¿Quieres que vayamos a otro sitio?» preguntó esperando un milagro. Recordé lo que había hablado con Mario: «No va a pasar, ¿me has oído? no va a pasar». Bebí, miré a nuestro alrededor. «¿Vives cerca?». Su cara fue un poema, «No, que va», acabó por reconocer dando la partida por sentenciada. Sin querer los ojos se me fueron a su cuello, fuerte como el tronco de un árbol. Mis propias palabras vinieron a provocarme: «¿Recuerdas la tensión que se advierte en los desnudos de Mapplethorpe? Es lo que veo en el cuerpo de Guido. Dunas, formas sinuosas que se suceden una tras otra en los hombros y los brazos, y al mismo tiempo veo nervio. ¿Qué habrá bajo la camiseta? ¿Cómo será su tórax, y su vientre y su espalda? ¿Y el resto?».

Me levanté. «Venga, vamos a mi casa».

Era probable que a esas horas nos cruzásemos con algún vecino, en estos casos no hay mejor estrategia que actuar con naturalidad. Entramos en el portal charlando como si fuéramos buenos amigos, hablando de anabolizantes y del riesgo que su consumo sin control puede acarrear. Como me temía nos topamos con los del quinto, le miraron de una manera que no me gustó y esperando el ascensor me afané en mantener viva una conversación banal que murió al cerrarse las puertas. Nada más comenzar a subir trató de besarme y lo detuve pero al entrar en casa me vi incapaz de frenarlo, era una especie de toro bravo, un armario que ocupaba tres veces mi envergadura y que me arrolló. Y me gustaba, Dios, cómo me gustaba. En cuanto lo vi desnudo perdí la cordura; cómo había mejorado desde el invierno, era puro músculo y no conseguía dejar de tocarlo; me di cuenta de que la vanidad le podía, sentirse admirado por una mujer como yo lo endiosaba y se dejó hacer. No estaba especialmente bien dotado pero todos sus demás atributos me tenían tan rendida que no me importó que su rabo estuviera por debajo de la media, mis dedos se desplazaban por las curvas de sus músculos y eso me hacía gemir como si tuviera la mejor de las pollas. Y ese culo redondo, apretado, y aquellos muslos imposibles. Estaba al borde del orgasmo con solo acariciarlo. ¿Y a mí, me iba a dedicar alguna caricia o solo pensaba disfrutar de sí mismo? Afortunadamente cambió, me cogió en brazos como si fuese una pluma y dejó que le guiase hasta la alcoba; nunca me había sentido tan ligera llevada por un gigante. Me depositó sobre la cama y sin muchos preámbulos subió mis piernas a sus inmensos hombros y literalmente me la clavó; gracias a que estaba empapada y su verga no era gran cosa no sufrí. Comenzó a culear y en cuestión de diez o quince segundos despachó la función, a continuación inició una retahíla de disculpas que corté como pude, seguía excitada, quería más y volví a adorar aquel cuerpo imposible. Era un narcisista de libro y me dejó disfrutar de cada músculo haciendo una exhibición completa para que yo pudiese apreciar su deforme volumen. Tumbada sobre él me sentí pequeña, le pedí que moviera esa masa de carne y notar que no tenía una base firme bajo mi cuerpo me produjo una sensación indescriptible. Era como estar con un ser no humano.

Apenas hablamos, permanecimos en la cama durante mucho tiempo en silencio, pegada a su costado, refugiada bajo su potente brazo sin dejar ni un momento de acariciarlo. Luego, cuando se hubo recuperado, me pidió que se la mamara; si se hubiera dado cuenta de que estaba rendida a sus deseos podría haber hecho de mí cualquier cosa. Me arrodillé entre sus inmensos muslos, me agarré a uno de ellos como si fuera mi salvavidas y comencé a jugar con las pelotas. Estaba depilado, totalmente bronceado, olía bien, a macho, cada vez que se la acariciaba sin apenas rozarla, temblaba. «Vamos, no me hagas esperar». No era mi intención, simplemente lo miraba, me gustaba tanto verlo que me había demorado en cumplir su deseo. Descubrí el glande, achatado como una seta, y me lo llevé a la boca, lo escuché bufar, lo apreté entre el paladar y la lengua, se estremeció y me llenó la boca con un abundante flujo licuado. Tenía sus pelotas en la mano y las sentí encogerse. Era hora de tragar más, me incliné y el rabo se deslizó hacia dentro, llevé mi mano atrás recorriendo la suave piel del escroto pulcramente depilado. Otra vez le escuché soplar, separó los muslos ofreciéndose, la verga tembló al fondo de mi garganta cuando mis dedos rozaron el ano; aguanté lo que pude y me retiré en busca de oxígeno, chupé el glande como si fuera un polo y manoseé la bolsa con las uñas antes de volver a atacar; me la tragué hasta el fondo, mis dedos en perfecta sincronía recorrieron el camino hasta el culo desgarrando su voz. Al cuarto vaivén, con la yema del índice clavada en el pequeño agujero, descargó en mi boca.

—Nadie debe saber esto, ¿está claro?

Seguíamos en la cama, estaba sentada y me obstinaba en acariciar esos inmensos pectorales.

—No te preocupes, seré una tumba —respondió mostrando una sonrisa que me hizo pensar lo contrario.

—No te estás enterando: Mario es íntimo amigo de Javier Santacruz; al mínimo rumor te quedas en la calle.

Al nombrar al socio principal del gimnasio le cambió la expresión, yo dejé las caricias.

—No hacía falta eso, sería el primer perjudicado si se entera.

—No lo sé, Guido, apenas te conozco. Y ya no es solo eso; una mirada, un gesto, una sonrisa, cualquier detalle en el gimnasio puede dar lugar a comentarios que tenemos que evitar.

—¿Y para eso lo mejor es amenazarme? No sos la única mina del gimnasio que está caliente conmigo, que te crees.

Se levantó de la cama con tal brusquedad que hizo crujir el somier, me lanzó una mirada que me dolió y entró en el baño. Corrí tras él. Lo encontré frente a la taza.

—Lo siento —Me acerqué, le puse las manos en los hombros y pegué la mejilla a su espalda—, lo siento, me entró el pánico.

No contestó, solo se oía el chorro. Descendí con las manos a lo largo de sus brazos y las deslicé por los costados para llegar a su pecho; mientras, le besaba la espalda. No podía perderlo,

—Lo siento, perdóname —busqué su estómago, bajé por su vientre hasta llegar al pubis, el chorro se había debilitado, le aparté la mano con la que sujetaba la verga y la empuñé, me mojó un poco pero no me importó; con la maniobra se le detuvo la micción pero yo sabía que aún no había acabado; «Termina», le dije; le costó continuar, sintiendo mi mano, sobre todo porque empezó a ganar volumen pero al cabo comenzó a brotar, «¿Ya?», pregunté cuando cesó. Me adelanté, corté un trozo de papel y se la sequé, luego le hice arrimarse al lavabo y la lavé con agua y jabón bajo su atenta mirada.

—Creo que no acabé.

La mantenía sobre mi mano como un gorrión y esperé

a

que el estímulo del grifo abierto hiciera efecto, por fin brotaron unas gotas rubias que se agruparon buscando el curso hacia mis dedos, luego nació un débil hilillo que fue cobrando fuerza, el cálido reguero corrió por mi mano y poco después se desvaneció, deshice el abrazo con que lo sujetaba por la cintura y volví a enjuagarle el rabo que había crecido todo lo que daba de sí, lo sequé y nos miramos, entonces me rodeó con sus potentes brazos y me besó.

—Te gustan cosas muy raras.

—¿Me perdonas? —quise saber; volvió a besarme.

—Claro, muñeca, pero no vuelvas a hacerlo. Ahora… ¿qué tal si me traes algo de cenar? Me muero de hambre.

Volvimos a la habitación, yo me puse una bata corta, no quiso que me pusiera nada debajo, él se dejó caer en la cama y comenzó a trastear en el móvil; lo miré con preocupación y me sonrió tratando de tranquilizarme. No sabía qué podía gustarle; preparé una ensalada de brotes y atún y dudé si le apetecería algo de carne, decidí consultarle; por el pasillo le escuché hablar y me acerqué despacio hasta que pude entender la conversación.

—¿A que no sabés con quién? Carmen la morocha. Sí, la flaca alta, boludo. Que sí loco, estoy en su casa. Llevo atrás de ella casi un año, sabía que al final iba a caer, como pasó con esa rubia. Sí, Alejandra, otra casada calentita, mirá que me costó y ahora la tengo comiendo de mi mano. Pasa que el marido está de viaje y esta tarde volví al ataque con el verso que tengo con ella de tomar una copa y hoy me dice que sí. Quiso salir sola del gimnasio la putita y quedamos en el Paraninfo, ahí ataqué y la empecé a franelear y la mina sin decir nada, voy y le toco una teta y nada, le meto mano y me dice que ahí no, que si vivo cerca, como lo oís, al final nos venimos a su casa y la mina se vuelve loca cuando me quedo en pelotas, loca, como te cuento; me empieza a tocar por todas partes, como si fuera un Dios, te lo juro, casi acaba sin que yo le hubiera hecho nada todavía, me calentó ver como babeaba, es una fiera esa mina, jamás vi nada igual y luego me chupó la verga de diez, flaco tenías que haberlo visto, es una autentica puta. Mirá te tengo que dejar.

Me había descubierto en la puerta, se incorporó y trató de decirme algo pero no le dejé.

—Con quién hablabas.

—Esperá, déjame hablar..

—Dime quién era.

—Es un buen amigo, de toda confianza, no va a decir nada.

Le tenía casi al lado y le detuve.

—Quiero que te vayas ahora mismo. Sal de mi casa.

—¿Y qué vas a hacer? ¿hablar con Santacruz?

—Vete.

—A ver, preciosa: vos no querés que me vaya —dijo cargando las manos en la cintura haciendo que la musculatura del tórax adquiriese todo su potencial. Lo miré, no pude evitarlo, desnudo como estaba la lámpara del techo marcaba el contraste de sombras y luces que formaba el paisaje de dunas de su cuerpo, seguí el recorrido por el vientre ondulado y me encontré con su miembro que incluso en reposo me parecía bello; los muslos imponentes se movieron para ofrecerme una danza de formas ocultas bajo la piel brillante.

—Debes irte. Por favor, vete —supliqué.

Desanudó la lazada de la bata que me cubría, la tomó por los hombros y la hizo caer, sus grandes manos se apoderaron de mis pechos y me escuché gemir, poco después estaba enterrada entre sus brazos, pegada a su cuerpo, aspirando el aroma a macho que me hacía mojar hasta la parte interna de los muslos, preparándome para ser montada si eso es lo que quería hacer conmigo.

—No, nena, no me voy, me quedo, y vos no vas a hablar con nadie de esto, porque me necesitas, ¿a que me necesitas?

—Guido, por favor.

— Ahora me vas a chupar la pija y luego cenamos.

Me arrodillé y, sujetándome a las dos columnas que tenía frente a mí, le comí la polla al titán que me tenía subyugada hasta que se derramó en mi boca; «Quiero verlo antes de que te tragues mi leche», me había advertido y así lo hice: le enseñé la lengua con lo poco que había logrado sacar, me lo tragué sin bajar la cabeza y me revolvió el cabello en señal de satisfacción, luego me esmeré en dejársela limpia. Me levantó como si no pesase.

— Sos una mina muy putita, nos vamos a llevar bien

Cenamos en la cocina, desnudos; «tendré que lavar los cojines», pensé. La ensalada y una pieza de fruta le pareció suficiente. Despejó mi duda solo en parte: no debía de preocuparme, la conversación había sido con un colega del gimnasio, casi un hermano, contaba con su discreción aunque para evitarme la incomodidad no iba a decirme quién era, así no me sentiría violenta cuando nos cruzásemos.

—No te imaginas con qué clientas cojo, soy así de discreto, tengo mucho que perder si Santacruz se entera, por lo mismo no serás capaz de saber con quién hablé. Así es mucho mejor. No te parece?

—Hablaste de Alejandra, a esa la conozco.

Entonces hacé lo posible para que no se entere. —me advirtió.

—Descuida, yo también tengo mucho que perder.

Se levantó de la mesa y comenzó a recoger los platos; cada movimiento que hacía me excitaba sobremanera.

—¿Te quedas a dormir? —dije sin pensarlo. Me miró sorprendido.

Mejor me voy, sino mañana voy a estar hecho pelota y no voy a poder levantar ni una pesa de un kilo.

—Si quieres te acerco a tu casa.

—Gracias, pero tengo el coche en el gimnasio.

Ya en la puerta no pude evitar echarme a su cuello.

—Ha sido fantástico.

—Eh, tranquila nena, no me voy a ninguna parte.

Era medianoche, volví a la cama. Me masturbé.