Diario de un Consentidor Malentendidos

Con otra mirada

Diario de un Consentidor    Vendida

—Hola, putita.

Me volví a todos lados.

—¡Estás loco! ¿cómo se te ocurre?

—Tranquila, putita, lo tengo todo controlado.

—No vuelvas a llamarme así y menos en el portal. —le amenacé.

—¿O qué? ¿se lo vas a decir al señor? Venga, sube, ya ha llegado, dile que te he llamado putita. Y cuando me mande llamar le contaré algunas cosas —le hice gestos de que se callara, pero me ignoró—: que me gustan los anillos que llevas en los pitones, o que el lunar que tienes en la teta se pone muy durito cuando te lo chupo; ¿quieres que siga?

Lo dejé con la palabra en la boca y fui hacia el ascensor.

—Espera, todavía no he terminado.

—¿Qué quieres?

—Hay un vecino que está muy interesado en ti.

—Qué dices.

—Don Jaime, el estirado del sexto, lo conoces pero como vas siempre con esos aires… Se fijó en ti desde que estuviste viviendo aquí. Me preguntó quién eras, le fui contando lo que sabía, que eres psicóloga, doctora en psicología nada menos, que no eras como las demás sino una amiga del señor Rivas y que eras su huésped porque necesitabas un lugar para aislarte y trabajar en un caso difícil. Vamos, lo que me dijo el señor. No ha parado de interesarse desde entonces aunque con el tiempo ha deducido que esa historia es una tapadera, lo mismo que piensan todos en el edificio. Y aquí viene el asunto: quiere que me encargue de conseguir tus servicios.

—¿Estás loco?

—Al precio que sea. Don Jaime es un funcionario de carrera de muy alto nivel, además tiene propiedades y administra una fortuna familiar importante, es soltero y que yo sepa no tiene parientes directos que le incordien. Si se ha encaprichado contigo va a pagar lo que pidas.

—Mira, Ismael; no me interesa. Por muchos motivos, supongo que no es necesario que te explique el principal.

—El señor no tiene por qué enterarse, di un precio y yo se lo traslado; no quiere nada raro, solo pasar una tarde contigo.

—Ya te lo he dicho, mi respuesta es no.

—Al menos pon una cifra imposible para que no se sienta rechazado y no me hagas quedar mal

—Es que me da igual, no lo conozco.

—Por favor.

—¿Por una tarde? No sé… trescientas mil pesetas.

Di por zanjado el asunto, en el fondo me halagaba que un desconocido se interesara por mi hasta tal punto. El miércoles tuvimos una reunión Lorena y yo con Tomás, al terminar nos entretuvimos en el portal y noté que Ismael trataba de llamarme la atención; cuando nos despedimos esperé a que se alejara y regresé.

—¿Qué querías? Date prisa, debe de estar a punto de bajar Don Tomás.

—Relaja, siempre se queda un rato después de que os vais.

No soportaba esa sonrisa guasona; si en cinco segundos no abría la boca me daría la vuelta y…

—Ha aceptado.

—¿Qué?

—Don Jaime. Ha aceptado.

—Pero… no iba en serio, dijiste que propusiera un precio imposible.

—Es que lo estuve pensando y no iba a dejar pasar una oportunidad como esa. Lo vas a hacer por ochenta mil, ¿no está mal, eh?

—¿Qué dices? Ni lo sueñes.

—Mira, putita, o haces lo que yo te diga o mañana saco a pasear la revista; cuánto te crees que me va a costar convencer a los vecinos de que eres la furcia del reportaje. En cuanto airee la noticia se le va a poner muy negro el panorama a tu jefe en la casa y lo más divertido es que la culpa no va a caer sobre mí sino en ti, ya ves lo que son las cosas.

—Teníamos un acuerdo, Ismael, no puedes hacerme esto.

—Puedo hacer lo que me salga de los cojones, no me vas a dejar colgado con Don Jaime, te has comprometido conmigo; lo de las trescientas mil fue un farol, ya lo sé, pero lo he conseguido por ochenta y ahora te toca cumplir.

—Escúchame.

—No, escúchame tú. O te pones las pilas y me das una fecha o subo ahora mismo y le digo a Rivas lo que haces en su casa cuando no está; ya se me ocurrirá algo: te dejaste la puerta abierta, entré y te encontré en la cama con uno, le daré detalles para que no crea que me lo invento, le diré que me echaste y no fui capaz de reaccionar porque me quedé mudo cuando vi los aros que llevas en las tetas.

—No me engañas, esto no se te acaba de ocurrir, lo tienes todo pensado.

—Ahora lo vas entendiendo.

Me tenía pillada, no había escapatoria.

—Vale, está bien, déjame que vea como tengo la semana y te lo digo mañana. —No había dado dos pasos cuando me detuvo.

—De eso nada, ahora.

—Suéltame, espera que piense… Cítale el jueves de la próxima semana, a las seis y media.

—¿No puede ser antes?

—Imposible, además si es capaz de pagar esa cifra, puede esperar. —El razonamiento le convenció.

—Otra cosa —me volvió a parar—, tú follas pero yo he conseguido el cliente. Cincuenta, cincuenta.

Ismael podría coaccionarme pero no me iba a estafar.

—Ni hablar, setenta, treinta.

—Tú estás fumada; sesenta, cuarenta y no hay más que hablar.

—Vale, pero te advierto una cosa. Es lo primero y lo último que hago para ti. Si tratas de montar otra historia como esta me da igual lo que pase, le cuento todo a Don Tomás y te juro que te va a salir muy cara la jugada.

Me empujó contra la pared del portal, cualquiera nos podía ver desde la calle, cualquier vecino que bajase, su mujer si se asomaba. Lo tenía tan cerca que noté su aliento a anís oculto tras un aroma de menta.

—Una mierda le vas a contar, ¿le vas a contar que me comes los huevos después de follar? ¿qué le vas a contar, eh, que pones el culo para que te lo abra y berreas como una cerda? No, vas a tener la boquita cerrada y a partir de ahora vas a follar con quien yo te diga cuando yo te lo diga, ¿te has enterado?

—Sí, suéltame.

—Que si te has enterado.

—Me he enterado; suéltame, por favor.

Se apartó y salí huyendo, me refugié en el coche y no fui capaz de arrancar hasta que recuperé la calma. Estaba perdida, yo misma me lo había buscado, ahora tenía que ver la forma de que no se le fuera de las manos y trascendiera al vecindario y sobre todo a Tomás; era yo quien debía controlarlo para que la sensación de poder que lo embriagaba no lo volviera descuidado.

Al día siguiente acudí como cada Martes. No negaré que estuve a punto de faltar a la cita que me obligaba a esperarle en la puerta a las cuatro con las tetas ofrecidas. Perdí la batalla, el miedo a lo que pudiera hacer si no me presentaba anuló mi juicio, ¿qué podía prevalecer, su codicia o el orgullo? No supe valorar si en la balanza pesaría más lo que iba a perder si cedía al despecho por mi ausencia y se le ocurría delatarme a Tomás.

Ismael se retrasó diez minutos que me tuvieron en vilo; entró sonriente y me sobó lo que le dio la gana sin dejar de silbar entre dientes, parecía que no hubiese sucedido nada. Su conducta me desconcertó y sacó partido: sostuvo la tensión durante toda la tarde, a veces serio, a veces bromista con la intención de mantenerme confundida; disfrutaba viéndome atemorizada y consiguió que estuviera más entregada que nunca porque temía que en cualquier momento saltase la chispa.

Y saltó. Fue casi al final; caí de bruces en la cama, tocaba dejarme encular, chuparle las pelotas y habríamos acabado. Me sujetó por las caderas, con los pulgares separó las nalgas, escupió y esperó a que la saliva escurriera; era tan desagradable y sin embargo ya no me afectaba. Tanteó para embadurnarse, iba a empezar y se detuvo.

—Pídelo.

—Qué.

Me azotó, un golpe seco con los dedos sueltos a modo de látigo para provocar un doloroso escozor.

—Que lo pidas.

Me asustó todo; la voz amenazante, la forma en que me pegó y algo que no atinaba a definir y despertaba todos mis miedos; no sé qué presentí. Se me erizó la piel.

—Fóllame.

Su respuesta fue un azote brutal; grité y el grito derivó en un sollozo ahogado, no quería que me oyera llorar otra vez. Imitó el sonido de las tragaperras cuando no has conseguido premio. Rápidamente probé otra alternativa.

—Encúlame.

—Qué has dicho. —susurró después de trepar por mi espalda para pegarse a mi oreja. El miedo me impulsó a probar de nuevo.

—Rómpeme el culo.

—¿Ves como cuando te aprieto las tuercas sabes lo que quieres?

Escupió un grueso salivazo y empezó a metérmela, si intentaba guiarle como otras veces se enfadaría y enmudecí, hice lo que debía, aflojar y abrirme aunque escociera hasta que se enterró en mi culo.

—Quiero oírte berrear, ¿me oyes? se acabaron los suspiros de señorita. A chillar como una cerda.

Me folló el culo a conciencia como si cortara la carne a cuchillo; yo me jugaba mucho, tal vez que en un arranque de ira se cegase y me estampara contra la pared y no parase. Con el pelo tirante y el cuello doblado hacia atrás me folló sin piedad exigiendo que mi voz se rompiera y berreara. Metí los dedos abajo, busqué su ritmo y lo hice mío, tenía que conseguirlo, acoplé su estertor con mi garganta desgarrada cada vez que se hundía en mis entrañas; su agitación se fundió con mi miedo y el jadeo se volvió la agonía de la cerda desangrada; la sacaba despacio, yo berreaba; la volvía a hundir, yo chillaba como lo hacen los cochinos colgados cuando les sajan el cuello. Chillidos, olor a piel chamuscada, a sangre, olor a aceite humeante, a tocino en la brasa, risas, canciones, pan, chorizo y pringue. Me miran, me están mirando. Mi padre, que no se entere mi padre.

…..

—No, no…

—Vamos, espabila.

—¿Qué…qué pasa?

—Tranquila, no se lo voy a contar a nadie.

—Contar qué, ¿qué dices?

—¿Yo? tú sabrás de qué estabas hablando.

—Suelta, déjame.

—Joder, tía, estás pirada.

…..

El jueves a las seis menos diez aparqué cerca del picadero, había pasado por casa para recoger algunas cosas: un vestido que había usado con Javier, unas sandalias de medio tacón y lencería adecuada. Pensaba cambiarme antes de subir al sexto. Salí con la bolsa y me dirigí al portal, Ismael vigilaba detrás de los cristales como si no confiara en que fuera a aparecer.

—Ya empezaba a ponerme nervioso, putita. ¿Qué es todo eso?

—Ropa para cambiarme, voy al quinto.

—Voy contigo.

—No, recógeme a la hora, déjame cambiarme tranquila.

La llegada del ascensor le hizo alejarse, saludé a unos vecinos que ni siquiera me miraron y subí. Extendí sobre la cama el vestido y me desnudé, tenía que darme una ducha rápida antes de maquillarme, no disponía de mucho tiempo, tampoco pensaba hacer gran cosa, un poco de sombra de ojos, algo de color en mejillas y labios y poco más; en eso estaba cuando sonó el timbre. Cogí un albornoz.

—No, Ismael, ahora no.

Me ignoró y se coló hasta el salón.

—Déjate de historias, quiero ver qué te vas a poner. —dijo entrando al dormitorio; le seguí, no podía hacer nada por evitarlo.

—Bonito, muy bonito. Date prisa, vamos a llegar tarde. —Le echó una ojeada al reloj.

—No te preocupes, ya acabo.

Volví al cuarto de baño con él pegado a la espalda. Terminé de maquillarme, me arreglé el pelo y entré al dormitorio, no me iba a conceder ni un segundo de intimidad, me resigné a desnudarme en su presencia, no quise mirarle, sabía que se estaba aguantando las ganas; me puse el tanga de espaldas a él. —Vuélvete, me ordenó cuando aún no me lo había subido; por un instante temí que no sería capaz de contenerse. Terminé de ajustármelo, cogí el sujetador y me lo puse.

—Ten cuidado de no acabar con él demasiado pronto.

—No te preocupes, sé lo que hago.

Me lanzó una sonrisa cargada de desprecio y tuve la certeza de que ese dialogo marcaba otra etapa: por fin dependía de un chulo.

—Claro, ya supongo que sabes cómo parar a un tío que se te viene antes de tiempo.

Le devolví la sonrisa. Esto era otra vida, un escalón más abajo y no solo no me desagradaba sino que sentía curiosidad, me encontraba en un mundo desconocido: la puta charlando con su chulo.

—Si yo te contara.

Contuvo un gesto a punto de decir algo o de hacer algo, estoy segura.

—Vamos, mueve el culo, no quiero llegar tarde.

Terminé de vestirme y salimos después de comprobar que no había nadie en la escalera, Ismael me llevaba sujeta del brazo; aunque solo era un piso subimos en el ascensor. Ya en la puerta me miró preocupado:

—¿Lo de ayer te pasa a menudo?

—¿De qué estás hablando? —Se quedó pensativo y dijo:

—Tú procura que no se te vaya la cabeza esta tarde.

Llamó al timbre y me dejó con la palabra en la boca sin saber qué quería decir. Escuchamos los ladridos de un perro pequeño, una voz que lo calmaba y lo encerraba, luego se abrió la puerta.

Don Jaime, un hombre entrado en los cincuenta; la primera impresión es fundamental y me causó confianza: Alto, delgado, ojos penetrantes y risueños, sienes blanqueadas, pelo abundante con unas profundas entradas, mostró una sonrisa amplia nada forzada. Nos recibió con un «adelante» en un hall bastante más amplio que el del picadero, me sorprendió la distribución del piso, totalmente diferente. En un instante nos examinamos: vestía pantalón azul de entretiempo, camisa blanca de sport y zapatos de calle; él dedicó un largo recorrido por mi figura que no me hizo sentir incómoda; Ismael seguía reteniéndome del brazo, era su mercancía, hablaba, decía cosas a las que no presté atención y concluyó haciendo alguna alusión grosera al dinero que nos sacó del mutuo examen, Don Jaime echó mano al bolsillo trasero, sacó la cartera, contó el importe estipulado y se lo entregó, solo entonces me liberó; una vez más sentí el intenso placer de ser vendida, algo a lo que nunca he llegado a acostumbrarme. Ismael lo volvió a contar, se despidió con un «pórtate bien» y nos dejó solos.

—Este Ismael no tiene modales. ¿Me acompañas?

Me ofreció el brazo, cualquiera diría que era una amiga que venía de visita, al menos su trato era igual de exquisito; el perro que había escuchado al llegar rabió cuando pasamos cerca de la puerta donde estaba encerrado.

—Puedes soltarlo, no me molestan los perros.

—Prefiero que me trates de usted, llámame Don Jaime, o señor.

—Perdón.

Llegamos a un salón amplio con dos ventanales que daban a la parte posterior del edificio. Estaba sorprendida por la amplitud y enseguida entendí que se debía a la unión de los dos pisos del ala opuesta a la del picadero.

—¿Quieres tomar algo, whisky, o prefieres algo más suave?

—Me volví y lo vi detrás de una barra bar que separaba una vitrina bien surtida del resto del salón.

—Suelo tomar Saphire con tónica. —Torció el gesto:

—Vas a probar una ginebra diferente y me dices qué te parece.

Mientras preparaba las bebidas le di un vistazo al salón; tenía buen gusto, la decoración, algo clásica, estaba elegida al detalle, no estaba recargado y los lienzos repartidos por las paredes no habían sido escogidos al azar.

—Conque psicóloga; ¿es cierto? —Tomé el vaso que me ofrecía.

—Doctora, creo que ya se lo ha contado Ismael.

—Por un momento lo dudé.

—¿Y qué le hace dejar de dudarlo?

—No he dicho tal cosa. La cuestión es que los rumores que corren por el edificio desde que Rivas adquirió el piso no dejan de crecer, luego llegaste tú, tan diferente a las otras, con esa historia tan poco creíble.

Detuvo el discurso y llevó el vaso a los labios sin apartar la mirada de mí, de mi cuerpo. Lo que duró el trago fui el objeto de su placer; permanecí inmóvil siguiendo la ruta de sus ojos en un duelo de tensiones a cual mayor. La suya, una estudiada prueba de resistencia; la mía, una demostración de mi valía.

—Al final todo se reduce a que estás aquí, a cambio de ochenta mil pesetas, dispuesta a… Quítate el vestido, seguiremos hablando más cómodos.

Iba a dejar el vaso en la mesa cercana pero antes de posarlo me lo cogió de las manos y llevó ambos a la barra, ¿acaso le preocupaba tanto que quedara un cerco en el inmaculado cristal? Eché las manos atrás. —Déjame, dijo; se puso a mi espalda y corrió la cremallera, él mismo bajó las hombreras y lo deslizó hasta la cintura; ahí me hice cargo y lo saqué por los pies, me lo pidió y lo extendió cuidadosamente en el respaldo de un sillón, volvió sin quitarme ojo, soltó el sujetador sin trabarse, lo retiró acompañado de una caricia por mis brazos y lo dejó sobre el vestido. Se situó frente a mí a escasa distancia.

—Qué sorpresas te da la vida.

Se estaba desabrochando la camisa, supuse que no esperaba ver los aros, pero la sorprendida fui yo cuando terminó y vi uno en su pecho izquierdo, un aro color bronce con dos bolas en sus extremos. Mi asombro debió de ser patente porque sonrió y dijo:

—No te lo esperabas, ya veo. Me lo hice yo mismo.

Se acercó un poco más y me acarició los pezones con los pulgares, pensé que debía corresponder y llevé mis dedos a su adorno. Suspiró.

—¿Te gusta?

En absoluto. Tenía los pectorales poco desarrollados, se notaba que no había hecho mucho deporte y aquella minúscula tetilla agujereada era lo menos erótico que había visto en mi vida.

—¿Te lo hiciste tú mismo? —pregunté sin dejar de rozarlo. Me miró y corregí—: ¿Se lo hizo usted?

—Sí, no me sentía capaz de entrar en un tugurio de esos para que me lo pusieran. Tengo una capacidad para aguantar el dolor muy alta, ¿quieres que te cuente como lo hice? —Lo iba a hacer de todos modos y le dije que sí—. Me atravesé con una aguja, no dolió tanto, la tuve puesta toda una mañana, la movía cada cierto tiempo, el escozor era soportable, luego probé a quitarla y a volver a insertarla varias veces, descubrí que ese dolor agudo me excitaba; esa misma tarde la sustituí por una más gruesa y por la noche la cambié por un imperdible, dormí con él aunque sentía un latido que me preocupó y de madrugada me eché betadyne, por la mañana estaba un poco hinchado pero como no vi signos de infección aumenté el grosor del imperdible, lo movía para que se cauterizase el interior y cuando remitió la inflamación un par de días después probé con un piercing, una barra delgada, me dolió, sobre todo la parte de la rosca pero logré ponérmelo; a la semana entraba y salía sin problemas y me ponía otros más gruesos, aros y otros como éste.

—Le queda muy bien —tuve que mentir.

—A ti también, estás preciosa.

Me los besó, comenzó a jugar con la lengua en ellos, iba de uno a otro y tiraba con cuidado, sabía que tendría que hacer lo mismo con el suyo en algún momento. Era delicado y le devolví el trato acariciándole el cabello. —Dime cosas, me pidió. Qué difícil me resultaba hablarle de usted, me apagaba el deseo.

—Siga, lo hace muy bien, me gusta. —Me quedaba sin repertorio, qué decirle sin equivocarme.

Bajó una mano a mi culo y lo frotó con ansia, yo estaba dedicada a su espalda pero le sobraba ropa, no sabía qué hacer para que se desnudara.

—Espere.

Lo aparté y fui al cinturón, lo solté enseguida y no me costó desabrochar el pantalón, me arrodillé, estaba incómoda inclinada, además puede que fuera lo que convenía para enfrentarme a la siguiente fase; arrastré el pantalón hasta el suelo y me encontré con algo que no esperaba: unas delicadas bragas rojas de encaje que albergaban una robusta erección a izquierda.

—Me gusta; no me dirás que no es más bonita que la ropa interior masculina. Vamos sigue.

¿Por qué no? La verga que lucía era interesante y, adornada por la lencería, se veía preciosa, la acaricié y el tacto bajo la blonda resultó muy agradable, la besé y me acarició la cabeza. Le toqué el culo, qué suave. —Sigue, sigue, me pidió; por qué no darle el capricho, le apreté el bulto duro y grueso y conectó con una zona profunda de mi cerebro, era una buena polla, rígida, cargada a la izquierda, con un glande bien marcado bajo la piel que no tardaría mucho en descubrir; la besé, bajé buscando el escroto, le oí respirar agitado y separó las piernas para dejarme hacer; estaba mojando la braga, como yo, y decidí avanzar, se la bajé hasta medio muslo y me apoderé de la polla que se había vencido sobre mi frente, la besé en toda su longitud; qué buen ejemplar, no dejé de mirarlo a la cara, sé cuánto vale la mirada de una mujer arrastrada besándole la verga a un hombre. Cuando lo consideré suficiente me levanté y le hice entender que debíamos avanzar; resultaba un tanto ridículo con las bragas por debajo del culo pero no sería yo quien se lo hiciera notar; para no hacer deporte mantenía un buen culo. La alcoba, producto de la unión de dos habitaciones, tenía una cama inmensa. Don Jaime se subió las bragas y se sentó a los pies, yo seguía con el tanga negro y las sandalias, me atrajo por las caderas y me comió el ombligo, le acaricié el cabello; se cebaba en mi piel, recorría mi espalda, me olisqueaba el pubis, por fin se dejó caer en los codos. —Cómemela. Me arrodillé, le quité las bragas y me puse entre sus piernas, volví a dedicarme a la verga que seguía apuntando al norte, la levanté y descubrí el capullo, no me había equivocado, bien formado, en forma de flecha como me gustan; le puse un condón con la boca y me la tragué hasta el fondo, le demostraría de lo que era capaz, retrocedí, cogí aire y me atravesé la garganta; —¡Jesús!, exclamó y comenzó a eyacular sin previo aviso. ¿Qué había sido eso?

—Perdóname, lo siento mucho, es que no imaginaba que pudieras hacer algo tan salvaje. Lo siento.

—No, soy yo la que lo lamenta, señor; debería haber estado más atenta.

—No importa, ha sido genial, esto no ha terminado.

No se había terminado, no; seguía apuntando al cielo, rígida como si no acabase de correrse, la viagra nos iba a dar una tarde entretenida. El tanga voló, sonreí y conseguí que me devolviese la sonrisa, le retiré el condón, hice un nudo y lo dejé a los pies de la cama, lo empujé con suavidad para que se volviera a tumbar, subí a horcajadas y me tomé mi tiempo para ponerle el siguiente, lo abrí delante de él sin dejar de mirarle, alabó mis ojos, le lancé un beso, cogí la polla y fui enfundándola poco a poco convirtiendo en una larga caricia lo que podía haber resuelto en segundos bajando una y otra mano a lo largo de toda la verga una y otra vez encadenando un masaje sin fin.

Por aquella época comenzaba a desarrollar una irrefrenable atracción por los genitales masculinos de la que no era del todo consciente; en otras palabras: me estaba volviendo adicta a las pollas de todo tipo, tamaño y aspecto, una adicción de la que Mario no supo hasta que fue demasiado tarde. Cada vez que tenia ocasión de estar frente a un nuevo ejemplar me entregaba sin condiciones a vivir la experiencia, me volvía loca, caía rendida aunque procuraba que no se notase. Estrenar una nueva verga me producía ese intenso placer que solo proporcionan los grandes excesos; la palpaba con delectación, la aspiraba para captar su aroma peculiar, la degustaba con el ápice de la lengua y por fin la engullía sujetándola entre los dedos y calibraba su grosor y dureza; qué vicio hacerla palpitar hasta sentirla brotar en mi boca o en mi rostro o en mi pecho, qué morbo más brutal me producía extender el semen recién derramado por mi cuerpo bajo la atenta mirada del hombre que lo había provocado. El latido pulsante previo a la descarga me trastorna, me gusta fantasear con que ese rígido cuerpo tiene vida propia y quiere escapar de mis manos. Y todo como prólogo al instante en el que, embocada en mi vulva, penetra por primera vez, unas con cautela, otras con firmeza. Siempre es imprevisible la forma en que un hombre va a estrenarse con una mujer.

En eso pensaba mientras le acariciaba la verga a Don Jaime, en cómo me pueden gustar tanto las pollas. Le pasaba una mano tras otra, una tras otra logrando que adquiriese una turgencia marmórea. Qué buena polla. Hasta que suplicó que parase; me dejé caer sobre él para alcanzar su boca, sabía que mis pechos harían el resto. Así fue, se aferró a mis costados y sin dejar de besarnos buscó el contacto con lo poco que podía encontrar en los resquicios que dejaban nuestros cuerpos sellados. Me froté, danzaba despacio aplastando su miembro bajo mi pubis. Su aliento agitado se aceleraba por momentos y me incorporé, mi intuición me dijo cómo tenía que continuar; de un golpe certero me la clavé y antes de que reaccionase estiré las piernas y las junté dejándolas entre las suyas, no esperaba una respuesta tan explícita: dobló las rodillas, separó las piernas, me echó los brazos al cuello y se dispuso a ser follado; clavé las manos en el colchón a ambos lados y comencé a bombear usando su verga como si me perteneciera. Él gimió, lo hizo como una mujer, a cada golpe de cadera volvió a gemir; —¡Oh, Dios santo!, exclamó; lo tenía, era mío, lo estaba follando, le arranqué las manos de mi cuello, las sujeté por encima de su cabeza y seguí follándole. Estaba entregado, me recibía entre sus piernas y yo lo poseía, me había hecho dueña de su falo y lo usaba para follarlo duro, oyendo sus gemidos agudos a cada golpe seco de cadera. Abierto de piernas, la cabeza ladeada, con un rictus de sufrimiento en el rostro se entregó a un acto que ni yo misma entendía y me hacía sentir fuerte; estaba follando como nunca lo había hecho, usaba una verga que era más mía que suya y a cada golpe que lo castigaba lo hacía gemir y me causaba un placer distinto a todo lo que había experimentado antes.

Hasta que eyaculamos, él y yo, ella y yo, entre gritos rotos y sollozos, o risas, o lamentos convulsos.

Me dejé caer sin sacarla, agotada, con la respiración exhausta como la suya, sin aflojar las piernas porque bajo ningún concepto quería perder la polla con la que había follado y que en ese momento era mía, mía.

Me cedió el baño; antes de entrar la miré tumbada en la cama, ajena a mí. Más allá de lo que ese cuerpo tendido significaba reconocí la dejadez de una mujer rendida, plena y satisfecha. Tomé una ducha rápida, yo también me sentía diferente, recordé una experiencia parecida con Mario, sin embargo aquello fue un juego erótico y esto había tenido algo de revelador.

Salí envuelta en una toalla; entretanto se había ocupado de cambiar las sábanas. Lucía un salto de cama verde precioso y un culotte del mismo tono, le sentaba bien, no mostraba signo alguno de afeminamiento, era solo una cuestión de estética. Me ofreció un conjunto parecido en turquesa; él, ella terminó de colocar los cojines en la cama mientras me lo ponía delante del espejo. Se situó a mi espalda, descalzas seguía siendo más alta que él, que ella.

—Estás divina.

—Usted también.

—Lo dices en serio, ¿verdad?

—Me limitaría a darlee las gracias si no lo pensara.

Apoyó el rostro en mi espalda, me tomó por la cintura y se quedó ahí un instante en silencio, besándome el hombro.

…..

—No sabes como te agradezco lo que estás haciendo.

Estábamos en el salón tomando un combinado delicioso que había preparado con cava, sorbete de limón y licor.

—No sé qué quiere decir.

—Eres la primera que se comporta con naturalidad, la mayoría se extrañan, a alguna le molesta verme vestida así, pero disimulan. Tú no finges.

—No tengo por qué hacerlo, me siento muy cómoda.

—Tú también me haces sentir cómoda, tanto que por primera vez puedo expresarme libremente; con ninguna de las otras lo he conseguido, me hacen sentir violenta, pero me he acostumbrado, soy el cliente y solo por eso deben adaptarse a mis gustos, aunque jamás les hablo como lo estoy haciendo contigo.

—¿Se refiere a hablar en femenino? —Asintió con un gesto—. Supongo que no ha tenido ni que pensarlo, es como se siente y las palabras surgen libres.

—Será porque contigo me siento libre de ser yo misma. Dios, me vas a hacer llorar. —dijo y me cogió la mano.

—Permita que salgan las emociones, es bueno.

—Es tan complicado lo que siento, no creas que no sé quién soy, soy Jaime de la Torre, varón y como has podido comprobar, me gustan las mujeres, pero al mismo tiempo tengo la sensibilidad de una mujer, me siento mujer sin dejar de ser hombre, no imaginas lo difícil que resulta vivir con esta dualidad sin poder compartirlo con nadie. Por eso cuando me has poseído has provocado un shock; era lo que necesitaba sin saberlo. Tendría que contarte muchas cosas para que lo entendieras.

Se había producido un cambio a medida que hablaba, la emoción que lo dominaba lo estaba transformando ante mí, tal vez lo estaba liberando y se permitía mostrarse tal y como se sentía; su voz, su entonación, sus gestos fueron variando de forma paulatina y ahora eran más dulces, más suaves, menos masculinos. No forzaba ni imitaba una conducta femenina, era ella la que se expresaba sin ser consciente de lo que estaba sucediendo. Estaba aflorando su otra identidad y me aventuré a dar un paso.

—Cuando piensas en ti, ¿Tienes un nombre en mente? —No corrigió el tuteo, pero me miró sorprendida.

—Sonia —respondió tras una vacilación—. Sonia—repitió en tono de confidencia.

—Sonia, encantada de conocerte.

Se le anegaron los ojos y se echó a mis brazos. Continuamos abrazadas en silencio dejando que las emociones remitieran.

—Nunca había tenido una experiencia como la que me has hecho vivir, hasta ahora me he limitado a lo que habíamos comenzado, sexo oral, poco más; no es que no me atraiga la penetración, es que no es…

—Lo que buscas.

—No me satisface, la verdad es que no sé por qué he seguido haciendo estas cosas.

—¿Estas cosas?

—Contratar prostitutas; cuando me quedo sola me invade una profunda desolación. Si nos limitamos a la felación me siento vacía, si le hago un… si le como el coño acabo con una sensación de ansiedad extraña, ¿envidia de vulva, tiene algún sentido?, no, estoy diciendo tonterías; y si por el contrario llego a penetrarla es como si no fuera yo, no sé si me entiendes. Probé otras cosas pero no funcionaron, una de ellas trató de usar una prótesis absurda conmigo. —Se detuvo con un gesto de desagrado.

—¿Un arnes?

—Sí, un arnés. La primera vez me sorprendió tanto que dejé que lo hiciera pero me sentí humillado. No me considero gay aunque pueda sonar extraño y no es esa la… vía por la que deseo vivir mi sexualidad. Otras lo intentaron con los dedos o la boca y fue igual de desagradable. Estaba resignada a seguir expresándome a través de la felación y el sexo oral, pero llegas tú y me descubres que hay otra forma que me hace sentir plena. Ha sido como si te hubiese donado mi pene.

Qué manera de expresarlo; sonreí abiertamente y nos entendimos. Aun así no quise descubrirle que para mí había sido mi primera vez.

—Es lo que quería, que sintiera que tomaba posesión de… su polla, hablemos claro, que pasaba a ser mía y la usaba para follarla. Si lo he conseguido me doy por satisfecha.

—No, por favor, sigue tuteándome, lo que ha sucedido entre nosotras nos convierte por lo menos en confidentes.

Volvimos a la cama, volví a hacerle el amor, lloró mientras la penetraba con la verga que usurpaba y hacía mía, para mí también era una experiencia inédita, lo hice despacio para que pudiéramos disfrutar cada sensación, la besé, acaricié sus pechos inexistentes que no obstante le enviaban señales inequívocas de placer y morbo, nos corrimos juntas y reímos a carcajadas.

En la despedida surgió el propósito de volver a encontrarnos. La sombra de Ismael se cruzó entre nosotras y enturbió lo que había sido algo inesperado para ambas. «Ya veremos, déjame pensarlo, dame tiempo». En el fondo seguía siendo una ingenua.

…..

Volví el lunes, no había motivo salvo encontrarme con Ismael y saldar cuentas, el viernes no tuve ocasión tras la habitual reunión con Tomás y no podía esperar al martes a las cuatro, si lo hacía usaría el dinero como otro medio para someterme. No sabía si sería capaz de decirle todo lo que había estado ensayando, toda mi seguridad se venia abajo cuando lo veía.

No me esperaba, estaba hablando con un vecino y me entretuve mirando el buzón hasta que se quedó solo.

—¿Qué haces aquí?

—Vengo a por mi parte.

—Tu parte…

—Mi dinero.

—¿No podías esperar a mañana?

—No.

—Ahora no puedo.

—No me voy a mover de aquí.

—No me jodas.

Se volvió hacia la portería, debía de estar su mujer, volvió a mirarme y se convenció de que iba en serio. No me gustó lo que vi en sus ojos, tal vez debería ceder.

—Tira para arriba, ahora subo.

Se me hizo eterna la espera, tanto que estuve a punto de abandonar. En eso estaba cuando llamó a la puerta. Abrí y entró como una tromba. Cerró de golpe.

—Vamos dentro.

Lo seguí, tenía miedo a pesar de que no creía que me fuera a hacer nada.

La primera bofetada me pilló desprevenida, no la vi venir y me envió contra la pared, me cogió del brazo y me zarandeó.

—Pero tú quién te has creído que eres, puta de mierda.

Me arrastró a la habitación y me lanzó a la cama, di contra el cabecero, antes de que pudiera reaccionar se echó encima, me apartó los brazos con los que trataba de protegerme y empezó a darme guantazos por todas partes; por la cabeza, los hombros, la espalda, allá donde alcanzaba; le suplicaba que parase pero se había vuelto loco, no era tanto el daño físico como la humillación lo que me dolía. Cuando se cansó yo estaba llorando hecha un ovillo y él resoplaba.

—Que sea la última vez que me amenazas, ¿te enteras? ¡Te enteras!

—Sí.

—Puta de mierda, merecías quedarte sin un puto duro. Levanta. ¡Arriba, coño!

Me levanté, no me atrevía a mirarle.

—En pelotas, ya. ¡Que te desnudes, hostias!

Me quité la ropa a trompicones y esperé encogida tapándome los pechos y el pubis con las manos.

—Joder, das pena, no se me empinaría ni meneándomela.

Paseó delante de mí en silencio, un silencio angustioso. Me sorprendió mirándole y amagó con la mano alzada; no volví a levantar los ojos del suelo.

—¿Quieres el dinero? Pues pídelo bien pedido.

—Por favor… —balbuceé.

—¿Qué dices?, habla alto, coño.

—Por favor.

—Qué, por favor qué.

—Págame, por favor.

No me escuchaba ni yo misma, temblaba, quería huir de allí, que me dejara marchar como fuera, sin el dinero, solo quería irme.

—Deja de moverte como si fueras una peonza, pareces tonta. No lo estás haciendo bien, así no. Dime por qué le tengo que pagar a una guarra.

Me iba a estallar la cabeza. Pensé, pensé.

—Por trabajar para ti,

—Eso, eso es lo que quería oír; trabajas para mí, eres mi puta. Dilo.

—Soy tu puta.

—Así me gusta, que sepas a quien perteneces. ¿Lo sabes? ¿estás segura?

—Sí.

—No lo oigo.

—Soy tuya.

—Otra vez.

—Soy tuya, soy tu puta.

Se acercó, di un paso atrás, estuve a punto de caer a la cama y me agarró con fuerza del brazo.

—Me perteneces. No lo he oído.

—Te pertenezco.

—Eso es, me perteneces, puta, grábatelo en la cabeza y no vuelvas a rebelarte o lo pasarás mal, ¿lo has oído?

—Sí.

—Me gusta, me gusta. Soy tu dueño, ¿lo tienes claro?

—Sí.

—Pues dilo, joder, que lo oiga alto y claro.

—Eres mi dueño.

—¿Y tú, qué eres?

—Tu puta.

—Otra vez, mirándome a la cara.

Me levantó la barbilla, tiritaba pero no de frío, cuanto antes obedeciera antes se acabaría.

—Soy tu puta, Ismael, no voy a volver a hacerlo.

—¿A hacer, qué?

—A desobedecerte.

—Nos vamos entendiendo. De rodillas.

Caí al suelo, las sienes me latían dolorosamente.

—Pídemelo, pídeme que te pague.

—Págame, por favor.

—Chúpamela antes, zorra.

Fue algo mecánico, casi no veía del dolor de cabeza que martilleaba sin cesar; le desabroché el pantalón, la saqué y me dediqué a chupársela como si mi vida dependiese de ello, no sé cuánto tiempo duró solo sé que cuando se derramó en mi boca y me soltó el pelo sentí un alivio inmenso, la limpié a fondo, la coloqué bien dentro del calzoncillo de algodón blanco y le cerré los pantalones.

—Toma, yo siempre cumplo lo que prometo. —Sacó la cartera y dejó caer unos billetes—. Me voy, ya me he entretenido más de la cuenta. Mañana, ya sabes.

—A las cuatro… con mis tetitas… en la puerta. —recité la letanía.

No se molestó en responder, salió dando un portazo. Quisiera saber cuánto tardé en levantarme del suelo, cuánto en reaccionar y vestirme y cuánto más en atreverme a bajar al portal.

El ocaso

—Ven aquí.

No había nadie y el tono que empleó me hizo estremecer.

—¿Qué quieres?

Me cogió del brazo y tiró de mí.

—Qué haces, ¿estás loco?

—Cállate y dame un beso, sobrina.

El portal no era terreno seguro; miré hacia la escalera y me zarandeó.

—Vamos, ¿qué te he dicho?

No era yo. Cuando Ismael me trataba con rudeza algo me sucedía, algo sobre lo que después no volvía a pensar porque el miedo era superior a lo que podía soportar. Lo besé, un beso rápido con tal de complacerlo y que me dejase en paz. Tomás debía de estar ya arriba y si no, estaría a punto de aparecer.

—No te apures, putita, Rivas ya está arriba, aquí no hay nadie, ahora besa a tu tío como es debido.

Le eché la mano al cuello y lo besé como si no tuviera otro objetivo en mi vida. Me apretó el culo para sentirme bien pegada.

—Eso está mucho mejor, putita. Ah, por cierto, alegra esa cara: tenemos otro cliente, quédate después y te lo cuento. —Elevó las cejas esperando.

—De acuerdo.

—Buena chica; si sigue todo tranquilo por aquí, subimos y te doy un chupa chups. Ale, a cumplir con el jefe.

Me dio un azote según me alejaba hacia el ascensor y trastabillé. Abrí con mis llaves a pesar de que sabía que Tomás estaba dentro.

—Qué te pasa, estás pálida.

—No es nada.

Tomás no dejaba de mirarme, yo estaba dándole vueltas a una idea y me costaba prestar atención al curso de la reunión. Acabamos, me acerqué y le dije que tenía que hablar con él.

—A ver, cuéntame qué te pasa.

Esa noche no dormí, había decidido contarle todo empezando desde el primer acoso, cuando aprovechó un descuido para entrar en la casa y echarse encima; le quería decir que no tuve más remedio que negociar y satisfacerle, era nuestro seguro en el edificio. Pensaba explicarle que se complicó con el asunto de la revista, prácticamente me chantajeó: más favores sexuales a cambio de mantener el buen clima con los vecinos haciéndoles creer que la de la revista no era yo. Lo que ocurrió es que abusó de mi confianza y el acoso se había vuelto intolerable; le contaría todas mis concesiones injustificables, le devolvería las llaves, el anillo y me marcharía.

—Es un tema muy delicado, verás: al poco tiempo de marcharte a Londres, un día me vine aquí a trabajar, y… no sé cómo contártelo.

—Qué sucede.

—Ismael subió, traía una carta con acuse de recibo. Yo… le dije que esperara, necesitaba un bolígrafo para firmar y… Pero antes te tendría que contar que me había preparado para darme una ducha, era mediodía, venía de la calle y hacía un calor tremendo y…

—Qué pasó.

—Cuando llamaron a la puerta me puse una bata, no pensaba que fuera… en fin, cuando fui a por el bolígrafo no encontré ninguno, le volví a decir que esperara y entré al dormitorio a coger el bolso… entonces apareció.

—Dónde, ¿en la habitación? ¿qué te hizo?

—Yo, traté de calmarlo, no quería que las cosas se… pero estaba como loco.

Tomás se levantó, jamás le había visto tan alterado, fue hacia la ventana y se detuvo allí mirando al exterior.

—¿Te hizo daño? Dímelo.

—Pude pararlo. Cedí un poco y conseguí que… oh, Dios, conseguí que lo hiciera en mi mano.

—¡Qué hiciera qué!

—Que se corriera. —dije sin poder mirarle a la cara—. Al menos no me violó.

—¿Lo ha vuelto a intentar? Por supuesto. —dijo tras una pausa que no le devolvió la calma.

No pude seguir hablando, estaba tan avergonzada que no sabía cómo enfocar el resto de la confesión. Iba a responderle cuando me interrumpió:

—Es culpa mía, nunca debí tolerar que os avasallara, es un mal hombre. Pero te doy mi palabra, ¡te juro…! que ese miserable no va a volver a tocarte, ni a ti ni a ninguna de las chicas.

—Espera, déjame que siga.

—No quiero saber más.

Estaba fuera de sí aunque trataba de controlarse. Se volvió a disculpar una y otra vez, me preguntó si también había abusado de alguna de ellas, le dije que no estaba segura pero que lo dudaba y le conté los comentarios que habían hecho sobre él.

—Naturalmente, está centrado en ti. No te preocupes, ese hombre ya es historia.

Bajamos juntos. Ismael era muy perspicaz y al vernos salir del ascensor lo presintió, tal vez por la mirada de Tomás o por la forma en que me llevaba cogida del brazo.

—Señor, el administrador dice que…

—Ahora no. —Frío y seco como nunca lo había tratado. El conserje enmudeció y salimos sin que volviera a pronunciar una palabra.

La próxima vez que acudí al picadero, una semana más tarde, Ismael no estaba y en su lugar limpiaba el portal un empleado de una contrata. Nunca lo volvimos a ver; Luca se enteró de que se había marchado al pueblo. Poco después la vacante estaba cubierta.

Primavera de dos mil doce

Dejé a mi socia en el centro de mediación de Tetuán y puse rumbo a la Glorieta de Cuatro Caminos, disponía de media hora hasta que vinieran a recogerme para una reunión en Majadahonda, tiempo suficiente para tomar un café y repasar la notas que llevaba preparadas.

Si no me hubiera mirado con tanta insistencia habría pasado de largo. Los años lo habían tratado mal, muy mal, pero esa mirada era difícil de olvidar. Había perdido pelo y el resto se había vuelto ralo y gris. Vestía de manera descuidada y caminaba con la ayuda de un bastón. Sentí lástima. Debió de pensar que lo ignoraría porque enseguida fingió no haberme reconocido, yo sin embargo me dirigí a él.

—Ismael, cuanto tiempo. ¿te acuerdas de mí?

—Cómo no acordarme, está usted igual.

—No me trates de usted, por favor. ¿Qué tal, cómo estás? —Hice intención de acercarme, él me ofreció la mano.

—Ya ve, el tiempo no nos trata a todos por igual. —dijo con amargura.

—No volvimos a saber nada de ti, nos dijeron que te habías ido al pueblo.

—No me… —«jodas», iba a decir pero se lo calló—. ¿Eso dijeron? ¿que me había ido?

—Es lo que le contaron a Luca, ¿te acuerdas de Luca? Se enteró a través del nuevo conserje. Le contó que habíais decidido volver al pueblo.

Ismael me estudió pensando si creérselo.

—¿Me lo estás diciendo en serio?

—A estas alturas no tengo por qué engañarte.

Y comenzó a desvelar una historia que no tendría que haberme sorprendido. Le invité a sentarnos en un café, no podíamos seguir en mitad de la calle; se sentía otra vez importante y aceptó, estuvimos casi una hora hablando y me ayudó a entender una época que había dado por cerrada, de esa forma terminé de conocer a los protagonistas de aquella etapa. Volver al pasado le ayudó a romper la coraza, me contó que poco después de «marcharse al pueblo» su mujer lo echó de casa, no le fue difícil atar cabos en torno a los rumores que venía escuchando: la salida imprevista de la portería después de tantos años no podía ser por otro motivo que las putas del quinto. Las tierras y el dinero eran herencia de su mujer y se quedó sin nada. Aguantó las habladurías lo que pudo y como no podía volver a Madrid «de ninguna de las maneras» se marchó a Barcelona, un primo hermano le prometió buscarle una portería y allí estuvo cinco años; pero no fue capaz de integrarse y pensó que después de tanto tiempo… —encogió los hombros dando por sobreentendido el resto.

Se me escapaba algo, Ismael lo advirtió y ahondó en el misterio:

—Me lo contaron, por eso regresé.

Le bastó esa velada insinuación para despertar el desasosiego que me infundía entonces.

—¿Qué te contaron?

Sonrió con la misma arrogancia del pasado.

—¿Le guardaste luto? No, tú no eres de esas.

Lo hubiera abofeteado. Frente a mí tenía los restos de un naufragio tratando de hacerse valer como si aún pudiese presentar batalla.

—No sigas por ahí. —respondí sin contener la ira.

—No, si al final va a ser verdad que no te enteraste de nada.

Cogí el tabaco y el mechero y lo arrojé al bolso, no iba a tolerarle ni una provocación a costa de quien ya no podía defenderse.

—Vale, vale. —capituló con las manos extendidas.

Me quedé, no sin esfuerzo. Vi algo en su mirada que me conmovió: yo era lo único que le devolvía parte de lo que fue; aunque lo que en realidad me retuvo es que necesitaba saber el final de la historia.

Con sus referencias no le fue difícil conseguir una portería, no tan buena como la que había disfrutado en el picadero pero suficiente para mantenerse con cierta holgura; empezó a frecuentar los lugares conocidos y pronto llegó a oídos de la familia que andaba por Madrid. Ella también regresó a poco de marcharse él, no soportaba las murmuraciones ni el ambiente cerrado del pueblo, se había acostumbrado a la ciudad. Con las rentas que tenía no hubiera necesitado trabajar pero no era mujer de estar de brazos cruzados y se puso a coser en una mercería que trabajaba para unos grandes almacenes, en poco tiempo se ganó la confianza de la dueña y la puso a cargo de las costureras. Nunca había sido independiente ni había tenido una responsabilidad fuera de casa y descubrió un mundo que le había sido negado.

Cuando supo que Ismael andaba por Madrid no quiso saber nada, luego se enteró de que malvivía en una portería de Modesto Lafuente que apenas le daba para comer, su prima le contó que estaba desmejorado, vestía con ropa raída, con lo que era él, siempre de punta en blanco, y no se dejaba ver por casa de la familia. Accedió a verlo, estaría la prima presente, lo encontró mejor de lo que le habían dicho y se sintió engañada; pero le seguía provocando algo en el pecho cuando la miraba. No le dijo mucho, lo suficiente para partirle el alma. Desde ese día empezaron a verse una vez a la semana, ella le traía tuppers con los platos que a él le gustaban, jamás cruzaron un reproche, tampoco hubo un perdón, las heridas estaban abiertas y no iba ser fácil que cerrasen.

Aquello duró año y medio, la tragedia truncó lo que podía haber sido. Un tumor fulminante e inesperado se la llevó sin tiempo para consumar una reconciliación que apenas había comenzado.

Ismael me contó trazas del drama y de la vida que vino después. Lo que vi en sus ojos me estremeció.

—Hace un par de años, por navidades, tuve el accidente que me dejó como ves.

Ni el gesto ni la mirada acompañaban a esta parte del relato, más bien hablaban de una vida sin trabas; alcohol, mujeres y juego que le condujeron al hospital una noche cualquiera. Ahora vivía de una pensión de invalidez «y de los ahorros». Mentía.

Llegó su turno; yo no tenía nada que perder y mucho que ganar, accedí a responder y le conté los motivos que me llevaron a meterme a puta, según él; a trabajar para el señor Rivas, maticé. A continuación traté de explicarle las causas por las que cedí a su acoso. No sé si lo entendió, ni siquiera sé si me creyó; daba igual, era algo que tenía pendiente conmigo misma. Se quedó con las ganas de saber si seguía dedicándome a «eso», aunque no creo que le quedara la duda fuera cual fuese la respuesta que le hubiera dado.

Nos despedimos con un par de besos. Dijo que nunca me había olvidado. Lo suponía. —Estás más hecha; sentenció repasándome con lujuria. Pobre Ismael, en todo momento había estado mirando a una mujer que ya solo existía en sus recuerdos.

Me fui con la serenidad de haber podido comprobar que no albergaba dolor ni rencor ni culpa.