Diario de un Consentidor Malentendidos

Dos miradas a una misma historia. Dos caminos y una encrucijada.

Diario de un Consentidor  Malentendidos

Tomás

Habíamos hablado largo y tendido, daba la sensación de sentirse solo porque cada vez me retenía más al teléfono o llamaba sin ningún motivo concreto. No, las cosas no debían de estar yendo tan bien como contaba.

—¡Hola, qué sorpresa! —respondí con un poquito de guasa cuando apenas habían pasado quince minutos de su anterior llamada.

—Eso es lo que quería, darte una sorpresa, pero no he podido resistirme: vuelvo a Madrid.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿Cuándo?

—Estoy saliendo para Heathrow.

—Voy a recogerte.

—No seas loca, no te voy a poder dedicar mucho tiempo.

—Me da igual, dime tu vuelo.

Llegué a Barajas con la hora justa, menos mal que sufrió un pequeño retraso. Lo vi aparecer por la puerta entre el resto de pasajeros y tuve que contenerme para no echarme al cuello. Lo notó y se emocionó. Qué dos tontos. Aguantamos hasta que estuvimos a resguardo dentro de mi auto, entonces me volqué hacia él y lo besé sin medida.

—No sabes cuánto te he echado de menos.

—Y yo a ti, cariño, ojalá pudiera llevarte conmigo algún día.

—Quién sabe.

Tenía que pasar por el picadero, allí guardaba documentos que no tenían fácil ubicación en ningún otro lugar; de camino me contó los progresos con su hija: no había logrado tanto como auguró al principio pero no tiraba la toalla. Algún día tal vez lograría saber qué oscuro secreto ocultaba la brecha que separaba a padre e hija.

—Eres la persona en quien más confío y te sobra preparación para escucharme, no lo dudo. Soy yo el que no está listo para hablar de cosas que no debieron suceder, malentendidos que a ciertas edades se confunden.

—Lo comprendo.

—No creo. En los ochenta se entendían las cosas de una manera que ahora parecen… en fin, dejémoslo, te debo de estar dando una imagen sórdida.

—No suelo sacar conclusiones precipitadas.

Entramos del brazo, Ismael saludó con su habitual servilismo y para mí tuvo una de sus miradas sucias que a Tomás no le pasó desapercibida, se detuvo y lo recorrió con una frialdad que lo dejó paralizado, enseguida reaccionó soltando una retahíla de los encargos realizados que nos entretuvo innecesariamente hasta que lo calló y reanudamos el camino al ascensor.

—Si no fuera porque me resulta útil…

—¿Qué?

—Nada, olvídalo.

Le preparé un whisky y lo dejé haciendo unas llamadas; al cabo de un rato se acercó, tanto tiempo sin verme le pasaba factura. Me ciñó la cintura desde atrás, desplegó la derecha para abarcar mi estómago y me hizo descansar en su pecho, de esta forma siguió hablando de plazos de entrega, créditos y pólizas, fue desabrochándome la blusa, sonreí y le hice sonreír, le ayudé a quitármela, giré cuando hizo bailar sus dedos frente a mis ojos y esperé paciente a que lograse soltar el cierre del sujetador con una sola mano, me volví y lo apartó deslizando los tirantes, ¿cómo lograba mantenerse concentrado en la conversación acariciándome los pechos con tanta dulzura? Se llegó a enfadar con esa otra persona, sin embargo sus dedos no mostraron el más mínimo signo de crispación, continuó pinzándome los pezones con la misma presión y el mismo ritmo sin dejar de mirarme a los ojos supongo, porque yo los cerré, apoyé las manos en sus hombros y me dejé llevar; logré mantenerme en pie gracias a que me sujetaba en su cuerpo fuerte y viril, le seguía escuchando mientras trataba de recuperarme, hablaba con energía, mandando; abrí los ojos y le vi sonreír, su voz implacable establecía condiciones no negociables aunque su mirada era dulce. Me fui dejando caer sin perder de vista sus ojos, le acaricié las caderas, los muslos, la bragueta, tenía su permiso y bajé la cremallera, confiaba en mí, no creo que le hubiera dejado hacerlo a ninguna otra, no en mitad de una negociación. Introduje la mano derecha, el calor me guiaba, buceé entre los faldones de la camisa, peleé con la estrechez del slip y alcancé el botín constreñido entre tanta ropa, parecía querer escapar como una anguila y la liberé. Con calma, sin molestar, me dediqué a observarla. Cuánto tiempo sin verla, mi pequeña. La besé varias veces pendiente de no romper su discurso. Una vez libre había crecido y la froté con mimo. Atendía al combate que se desarrollaba arriba, me impresionó la expresión de poder que tenía. Abrí la boca y la introduje lentamente, me miró, hizo un gesto pidiéndome calma, parpadeé despacio para decirle que no pensaba estorbarle. Él siguió negociando, exigiendo más bien, había acorralado a quien fuera que estuviese al otro lado y mi sumisión le daba más fuerza, estaba a sus pies con mis pechos ofrecidos, con su sexo en mi boca, tenía todo el poder y lo estaba usando a su favor frente a su oponente, lo podía ver, lo podía escuchar. Le lanzó un órdago: retiraba la oferta, no le importaba perder los pagos a cuenta, para él no era dinero. —Ríete, le dijo, voy a colgar, tengo que hablar con mi abogado para que cancele la oferta. Clavó su ojos en mí y yo lamí con más intensidad, lo noté latir y me detuve, no debía seguir, estaba negociando, no podía hacerle perder la concentración, saqué a mi pequeña de la boca. Tarde, se irguió dos veces y comenzó a disparar; un latigazo cruzó mi rostro, otro me selló un ojo, otro y otro más me llenaron la mejilla y la boca. Nos miramos. —Sí, sigo aquí, ¿lo has pensado? Eso está mejor. Siguió negociando con un interlocutor derrotado sin dejar de mirarme, nunca me había visto con su firma en el rostro. Se hizo el silencio, recogí lo que descendía por la barbilla y me lo llevé a la boca, saneé el ojo cerrado y me dediqué a limpiarle la verga chorreante.

—Eres fantástica.

Me ayudó a levantar, se quedó mirándome el rostro adornado con su semen. Estaba embelesado.

—¿Traigo algo para que te limpies?

—Negué con la cabeza, junté índice y medio, arrastré lo que pude de la mejilla y lo saboreé. Tanteé por la barbilla, por la ceja, fui limpiándome el rostro sin dejar de mirarle a los ojos, sin perder un segundo la expresión de ternura o de asombro o de felicidad que alternaba cada vez que me veía chupar los dedos cargados con su semen.

—Te quiero.

—Lo sé. Ahora sí, creo que debería lavarme.

Le acerqué a la Gran Vía, quería ver a sus abogados antes de pasar por el despacho. —Hablamos. Un beso y se fue.

El picadero

Días después volví al picadero, me transmitía serenidad. Sabía a qué horas no estaba Ismael en el portal. Dediqué la mañana a cerrar expedientes, enviar mails y a preparar memos para Itziar y Andrés. Salí a comer pasadas las dos, no me entretuve demasiado, ni pedí postre, tenía que estar de vuelta antes de que dieran las tres. Tomé café asomada a la ventana del salón admirando las vistas del Retiro; después… tenía tiempo, me desnudé para echarme en la cama un rato.

Luego llamaron a la puerta.

…..

—¿Qué haces aquí?

Me asusté, no contaba con él, estaba helada, olvidé quitar el aire acondicionado y me quedé dormida sin llegar a taparme. Tomás, al ver que me frotaba para entrar en calor me echó la sábana.

—Llevo todo el día aquí, necesitaba un lugar tranquilo para trabajar sin que nadie me incordiase.

—Ya me lo ha dicho Ismael. ¿eso es todo?

—¿Qué hora es?

—Poco más de las seis. ¿cómo es que no te has ido a casa?

Ismael irrumpió inesperadamente, me castigó por no haberle avisado, me usó y se marchó, debió de ser sobre las cinco. Qué locura, nos podía haber sorprendido, menos mal que se me ocurrió recoger todo antes de volver a tumbarme.

—Me apetecía estar aquí, ¿no te importa, verdad?

—Qué bobada, sabes que no, pero me extraña que a estas horas estés dormida.

Le invité con un gesto a que se sentara a mi lado, se aflojó el nudo de la corbata y se acomodó. Me acurruqué buscando su calor.

—Últimamente duermo mal. Mi casa está demasiado vacía.

—¿Y esta?

—Aquí guardo buenos recuerdos, me siento bien, y si encima llegas tú…

Me abrazó, comenzó a acariciarme la sien, buscó una rendija por la que llegar a mi pecho.

—Tomás…

—Qué.

—Ámame.

…..

Mientras se vestía hice la cama, cambié las sábanas y llevé las usadas al cesto de la ropa sucia; de vez en cuando me observaba trajinar, actuaba como si estuviera en casa y a él le complacía. Recogí los vasos y los lavé. El ambiente volvía a ser agradable, habíamos abierto las ventanas y corría una brisa fresca entre las habitaciones, yo seguía desnuda salvo por unas pequeñas braguitas tomadas del cajón de la cómoda y me manejaba descalza como me gusta hacer por casa. Tomás ya estaba listo para la reunión que comenzaría en cuanto llegase Luca; no me había contado el motivo y tampoco quise preguntar, no me había dicho que participase por lo que pensé quedarme trabajando en el dormitorio, luego le propondría que nos fuéramos a cenar los dos solos.

A las ocho en punto sonó el timbre, yo me fui a la habitación y desde allí escuché. Al poco abrió la puerta.

—¿No sales a saludar?

Entré en el salón; Luca, algo más delgada, rotunda como siempre, mejor maquillada, me provocó un destello de placer. Nos miramos y nos entendimos. Se había levantado al verme; yo, con una bata dos tallas más pequeña cubriendo mi desnudez le debí de resultar obscena porque se sonrojó, ¿es posible? Sí, se sonrojó. Al llegar frente a ella le rocé la punta de los dedos y no me contuve, ¿por qué hacerlo?, busqué el contacto de su boca y me respondió, fue un beso breve, apenas un toque en los labios, lo suficiente para conseguir que nuestros ojos se cerraran un instante y al abrirse nos diéramos cuenta de que estábamos sonriendo, luego nos separamos un poco, aún con los dedos enganchados.

—¿Cómo estás? —acerté a decir.

—Bueno, dejaos de arrumacos; ya veo lo buenas amigas que os hicisteis los días que pasasteis juntas. Si te quieres quedar no hay inconveniente pero no me la distraigas.

Me senté frente a ellos tratando de que la bata no se abriera. La reunión versaba sobre un amigo de un cliente con el que había estado el fin de semana anterior, al parecer planeaba traer una nueva franquicia a España; ahí me desenganché, yo seguía mirando a Luca, su forma de hablar, sus labios, los gestos al poner énfasis en un matiz que consideraba importante, sus manos, la forma en que metía riñones para erguir el pecho, esos pechos que había tenido en mi boca. Había subido las piernas al sillón, estaba poniéndome enferma y ella, tras un par de miradas furtivas, se dio cuenta. Por dos veces perdió el hilo y tuvo que parar. —Por dónde iba, dijo. —Carmen, deja de zorrear y vete a vestir, me ordenó Tomás de muy malas formas. Me sentí humillada, Luca agachó la cabeza y esperó a que él la hiciese continuar. No volví al salón hasta que se estaban despidiendo y me hizo salir.

—¿Se puede saber qué estabas haciendo? —No estaba enfadado, al contrario, parecía preocupado.

—Lo siento, hacía mucho que no la veía y… no sé, no tengo excusa.

—Parecías una tortillera en celo, ¿se puede saber que cojones te pasa?

—No sé qué decir, estoy avergonzada…

—Coño, Carmen, que soy yo. Me preocupas, no quiero que te disculpes, quiero saber si puedo hacer algo.

Y rompí a llorar; asustada y sorprendida por mi reacción me deshice en sollozos mientras Tomás me recogía en sus brazos y dejaba que descargase tensión. Yo, la que nunca llora, hipaba y respiraba a bocanadas desacompasadas mientras las lágrimas brotaban incontenibles sobre el pecho del hombre que en aquel momento mejor me entendía y más me ayudaba. Tomás, mi amigo, mi confidente, mi proxeneta, mi amante incestuoso.

—Esto pasará, es cuestión de semanas, el tiempo corre más rápido de lo que parece, créeme, cuando te quieras dar cuenta habrá vuelto y esto que ahora te parece una pesadilla lo verás como un mal sueño. Trata de hablar con él, posiblemente se encuentre tan solo como tú, lo que ocurre es que los hombres somos un poco gilipollas, bastante, diría yo, y nos cuesta expresar las emociones y nos las tragamos. Plantéatelo como una labor de zapa; pico y pala, ya verás como consigues que pase de los monosílabos a contarte cómo se siente.

«No, Tomás, no es solo Mario; si tú supieras…»

Levanté los ojos, seguía mirando a un punto indefinido más allá de la ventana; había dejado de llorar y me llevó al sofá; poco a poco conseguí calmarme y dejé que sus consejos se filtraran en mi alma herida como la lluvia fresca en la tierra labrada. Me centré en la ausencia de Mario. Le restó importancia a gestos que yo magnificaba. Puede que tuviera razón y la distancia y la soledad nos estuviera jugando una mala pasada a ambos. ¿Es que no había servido de nada el reencuentro que habíamos vivido? Me erguí.

—Lo siento, no suelo romperme de esta manera.

—No te has roto, cielo, has soltado presión.

¿Por qué se me saltaban las lágrimas con tanta facilidad aquella tarde?

—Vamos a la cama.

—No voy a poder quedarme esta noche, y bien que me gustaría.

—No importa, vamos a la cama.

En caliente

—Voy a hacer pis.

—¿Y eso? —respondió divertido por mi ocurrencia.

—Tengo ganas, me meo. —Tomás reaccionó propinándome un azote; —¡Ay! protesté y salté de la cama.

—Te has vuelto una desvergonzada.

Dejé la puerta abierta, quería que oyese el chorro, largo, hasta la última gota; un apretón y brotó un nuevo chorrito, y otro. ¿Le gustaba desvergonzada?, pues doble ración. Se me escapó un minúsculo pedo y lo contuve. ¿Por qué no dar un paso más de normalidad? Lo dejé salir, la taza actuó de caja de resonancia y sentí un ahogo mezcla de vergüenza y liberación. Tiré de la cadena y me asomé al espejo, tenía el rímel algo corrido; fui al salón por el bolso para ver si podía hacer algo con el desastre, pero lo pensé mejor: me lavé la cara y con la ayuda de unas toallitas me limpié los ojos, sería la primera vez que Tomás me viera al natural. El espejo devolvió la imagen de una chica desvalida que había llorado. No era extraño que algunas personas pensasen que no llegaba a los veinticinco, si me vieran ahora…

Entonces surgió el chispazo; busqué en el bolso, seguro que tenía que haber algunas… ¡bingo! En el fondo de uno de los bolsillos laterales aparecieron varios coleteros; me cepillé el pelo y se obró el milagro: dos coletas y la ausencia de maquillaje y color en los labios recuperaron desde mediados de los ochenta a Carmen, la adolescente inquieta y rebelde que traía de cabeza a los chicos del instituto. Si me manejaba con sutileza podía bucear en el trauma que lo atormentaba y mantenía rotas las relaciones con su hija. Al final no habían ido tan bien las cosas en Londres como esperaba, el equilibrio que había logrado restablecer era demasiado frágil y bastó un mínimo detalle, la cancelación de una cena a causa de un compromiso de negocios, para que diera al traste con todos los avances de la semana. No conseguía obtener una explicación del alcance de la herida que los separaba, pero debía de ser muy profunda cuando ni siquiera podía hablar de ello conmigo.

Iba a salir y me detuve, una adolescente no lleva los pechos anillados.

—¡Pero qué…!

—Lo siento, tenía el rímel corrido y me he lavado la cara, estoy hecha un adefesio, ¿verdad?

Se había sentado en la cama de un salto y antes de que terminara de hablar ya estaba de pie a mi lado.

—Estás preciosa, estás… no sé qué decirte, eres un sueño.

Era como si hubiera visto una aparición, me tomó por los hombros, llevó la mano a una de las coletas y la acarició con auténtica reverencia, siguió por la mejilla y los labios, estaba extasiado.

—No parece que tengas…

—¿Qué, que sea mayor?

—No eres mayor, es que pareces una niña.

—No soy una niña; mira, tengo tetitas.

—Lo que no tienes es vergüenza. —Me dio un azote. Chillé y desvié el culo de su alcance, sabía qué estaba pasando y le iba a dar lo que necesitaba. Amagó con darme otro azote y salí huyendo, pero me dejé atrapar. —Ven aquí, niña mala, te vas a enterar. Había entrado en su papel sin darse cuenta, o si acaso era consciente no quiso dar señales de ello; me cogió del brazo y me llevó arrastrando a la cama, se sentó y me tumbó en su regazo, no era la primera vez que lo hacía pero tenía la impresión de que esta iba a ser diferente. —¡No, no!, protesté débilmente sintiendo su verga en mi vientre. El primer azote restalló en el dormitorio, estaba desatado y no controlaba su fuerza, me dolió pero era más intenso el placer que sentí, me quejé cuidando de no asustarle; no tenía que preocuparme por eso, el siguiente azote fue tan severo o más que el anterior, pronto tuve el culo ardiendo y el coño empapado; las lágrimas volvieron a brotar pero esta vez no supe por qué. De pronto cesó, debió de ver el estado en que estaban mis nalgas y despertó.

—¡Oh Dios! ¿estás bien?

—Estoy en la gloria.

—Hija mía, eres una bendición en mi vida.

—Tú sí que has sido mi salvación.

Me ayudó a incorporarme y caí en sus brazos. —Mi niña, cómo te quiero, exclamó llevado por la emoción. Así estuvimos no sé cuánto tiempo, meciéndonos el uno al otro, hasta que volvió a preocuparse por mi culo.

—Échate, te voy a curar.

Tumbada boca abajo dejé que untara crema y se extasiara masajeando mis glúteos. —Tienes un culito respingón precioso. —¿Te gusta? Su respuesta fue besármelo con devoción, luego secó las lágrimas de mis mejillas, me besó y se acostó a mi lado, no dejaba de mirarme como si fuera un valioso regalo, sin decir una palabra me acarició hasta que las caricias fueron tomando un cariz más sensual, del rostro pasó a los hombros y a los pechos. —Mi niña, no cesaba de murmurar, sentía su verga aplastada contra el muslo, su excitación era tan evidente como la mía, sin embargo supe que no daría el paso; me dejé caer boca arriba, era una señal que no le pasó desapercibida, su niña lo llamaba. Se incorporó entre mis piernas. —Niña mía, mi pequeña. No podía ser más claro, comenzó a besuquearme los pezones, yo le acaricié el cabello para hacerle ver que todo estaba bien, que su pequeña lo aceptaba, luego guió la verga entre mis labios, yo separé las piernas y las flexioné para ayudarle, para mostrarle que estaba dispuesta y me penetró muy despacio, saboreando cada milímetro. —Sí, sí, le susurraba al oído, su niña lo animaba a poseerla sin oponerse, sin hacerle sentir un animal, sin horrorizarse como tal vez sucedió en un pasado no tan lejano. —Sí, hazlo, qué bien, qué ganas tenía, le murmuraba al oído. —No sabes cuántas veces he soñado contigo. Hundido en mi cuello no era capaz de mirarme. —Sigue, sigue hablando, me pidió. Y le puse palabras a la redención que tanto necesitaba. Fui incapaz de llamarle papá, lo intenté pero no pude, lo esperaba pero no pude. Se corrió y sentí caer en mi cuello las lágrimas silenciosas de un hombre roto.

…..

—Me tengo que ir.

—¿Tan pronto?

—Sí, cariño, tengo que cenar en casa, no puedo faltar.

La soledad asomó sus fauces y me encogí en su pecho. Tomás percibió mi miedo.

—Aunque si hablo con Germán… —brinqué y quedé cara a cara esperando un milagro.

—¿Y qué pasa si lo llamas, dime, qué pasa? —Lo acucié dándole golpecitos con el puño. Sonrió derrotado por mi ansiedad.

—Podría ir a casa, y a mitad de la cena…

—¡Qué, qué, dilo ya! —pregunté botando en la cama.

—Podría surgir un incidente en la fábrica de Segovia que me obligue a ir a la oficina.

—¡Sí, por favor, por favor!

—¿Quieres que…? —No se atrevía a dar el paso, pero era importante que lo verbalizara.

—¿Qué, qué?

—Quieres que papá duerma contigo? —dijo con los ojos arrasados.

—¡Sí, por fa, por fa!

¿Fingía, interpretaba un papel o me había metido tanto en su trauma que no distinguía la realidad? Nunca lo he llegado a saber. Me eché sobre él y lo llené de besos, Tomás reía y me colmaba de caricias.

—Pero tienes que prometerme que vas a ser buena, te vas a arreglar esas coletas, vas a hacer la cama para cuando llegue y te vas a lavar el culito, no digo que te quites la crema, me refiero a…

—Al chichi. —rompió a reír, me cogió un pellizco en la mejilla y me zarandeó.

—Sí, pequeña; el chichi.

Se marchó y comencé a hacer las tareas que me había encomendado: Aireé la habitación y cambié las sábanas, recogí el salón, lo barrí y fregué los vasos. Y cuando entré en el baño para arreglar mi aspecto de niña…

—Nenita, en diez minutos voy para allá —contestó en un susurro—, ¿has hecho todo lo que te pedí?

—Tomás, me marcho, esta noche debes estar con tu familia, si te vas tarde o temprano nos lo reprocharemos.

—Pero… Espera, Carmen, lo que ha pasado… Tenemos que hablar.

—Por supuesto que hablaremos. Escucha: me has dado una noche inolvidable, una noche que ambos necesitábamos; ahora haz lo que tienes que hacer.

En frío

—Disculpadme, vuelvo enseguida.

Interrumpí la exposición que estaba haciendo al equipo en pleno y abandoné la sala; tenía una llamada que no podía perder.

—Maca, buenos días.

—Mario, siento lo de ayer.

—No te preocupes, supongo que te fue imposible venir, lo que me extrañó es que no me llamases.

—Verás, no he dejado de pensar en todo lo que estuvimos hablando, creo que nos hemos dejado llevar.

—No sigas, te estoy viendo venir y lo entiendo.

—No, déjame continuar, no creo que lo entiendas. Hemos pasado de unos juegos eróticos en los que tú y yo llegamos a un grado de intimidad que no esperaba alcanzar, a plantear prostituirme. Prostituirme, ¿te das cuenta? Reconozco que lo he llegado a pensar, pero en cuanto entré en casa y miré a mi niño dormido en su cama y a mi marido dispuesto a hacer lo que sea por mí me di cuenta de que no se lo merecen. No puedo hacerlo, Mario, no puedo arriesgarlo todo por un arrebato.

¿Y ahora qué? ¿cómo podía reconducirlo para no perderla? Porque no quería perderla, es lo único que me preocupaba.

—Tienes razón —repuse después de una brevísima pausa—, hemos perdido la razón, nos hemos vuelto locos, tienes que perdonarme.

—Ha sido un puñetero malentendido, te hice creer que estaba dispuesta a… yo qué sé. Lo siento Mario, ha sido culpa mía.

—No es culpa de nadie.

Nos quedamos en silencio, era un momento crucial y como tantas otras veces, aposté por una jugada de riesgo.

—Creo que lo mejor será que deje la casa, esta misma tarde recojo y vuelvo al hotel.

—Me parece bien, así cortamos de raíz las habladurías en la urbanización.

No era lo que esperaba escuchar. Me dolió que ni siquiera se lo pensara. Mal jugado, Mario, mal jugado.

—De acuerdo entonces, esta tarde la dejo libre. Quedamos mañana, te devuelvo las llaves y hablamos, ¿te parece?

—Fran cree que es mejor que dejemos pasar algún tiempo, necesitamos hablar entre nosotros y pensar con serenidad.

Imbécil. Había echado a perder una preciosa relación por ese afán de manipular hasta rozar los límites, una obsesión que ya me había costado la estabilidad de mi pareja. ¿Hasta dónde pensaba llegar en el proceso de autodestrucción en el que estaba inmerso? Esta era la gota que colmaba un día nefasto que comenzó temprano con una llamada de Carmen que de alguna manera esperaba.

…..

—Hola, ¿ya has salido?

—Buenos días cosita, estoy terminándome el café, ¿y tú?

—Escucha, llevo preocupada desde el sábado y si no lo hablamos pronto veo que se va a enquistar y yo no puedo vivir así, tan lejos y con una duda entre nosotros.

Me eché a temblar, porque sabía de lo que se trataba.

—Tú dirás.

—No me digas que no sabes de lo que estoy hablando. Primero me ocultas que viste a Elena.

—No te lo oculté.

—Como quieras, curiosamente me habías estado hablando de Carlos sin que viniera a cuento y por la noche, cuando consigo arrancarte unas palabras, me dices que has visto a Elena, de manera confusa, como si quisieras pasar cuanto antes y de puntillas.

—¿No crees que exageras?

—Mario, te conozco perfectamente y sé cuándo me estás ocultando algo.

—¿Piensas que me he acostado con ella? Carmen, por favor.

—Dime qué es.

No podía y menos por teléfono, pero el tiempo corría en mi contra.

—¿No me lo vas a contar, verdad?

Es que no hay nada qué contar.

—Mario, no me tomes por tonta, eso sí que no te lo aguanto.

—Esto es absurdo, si te lo hubiera dicho en su momento no estaríamos ahora con esta discusión.

—Muy bien, cuándo estés dispuesto a ser sincero y contarme lo que te estás callando me llamas.

Por segunda vez en nuestra vida Carmen me colgaba el teléfono. Sentí el peligro acechando. ¿Cómo podía estar poniendo en riesgo de nuevo nuestra pareja?

…..

—Mario, te estamos esperando.

—Perdonad, ya estoy con vosotros.

Terminé la reunión como un zombi, respondí algunas preguntas y salí sin que nadie hiciera el más mínimo intento de pararme, supongo que algo debieron de notar. Llegué a la casa y recogí todas mis cosas, tenía un ahogo en el pecho que me dolía pero no iba a caer, no, ya había pasado por esto y sabía a lo que me conducía. Cerré ventanas y puertas y abandoné la que había sido mi casa, fuente de placer y emociones. Me llevaba grandes recuerdos.

Fran

—Fran, soy Mario. Llámame, por favor, quiero darte las llaves de la casa.

Pocos minutos después me devolvía la llamada un Fran serio y frío; quedamos en una cafetería del centro. Cuando me vio descubrí que su frialdad era una fachada que ocultaba la inseguridad que le producía enfrentarse al amante de su esposa, un amante que imaginaba resentido.

—¿Quieres tomar algo?

—No, gracias, solo vengo a darte las llaves.

—Mario, quiero que entiendas que no podía ser, las cosas habían llegado a un punto…

—Lo he entendido, no hace falta que me expliques nada.

Parecía abatido, iba a marcharme y de repente recobró la arrogancia que tenía cuando lo conocí.

—¿Cómo no fuisteis más prudentes? Ahora me toca a mí lidiar con los rumores que se han desatado en la urbanización por vuestra culpa, mira que se lo dije. Y tú, ¿en qué estabas pensando con esa historia de hacerla pasar por puta? ¿No pensaste en su reputación? Lo has echado todo a perder.

—Mira Fran, no he venido aquí a escuchar un sermón moralista. Si esta es la forma en la que estás llevando el asunto con ella te estás equivocando, no te creas que haciéndola sentir culpable la vas a retener mucho tiempo, Maca es mucha mujer para un tipo tan mediocre como tú y acabará por reaccionar, no lo dudes.

Dejé las llaves sobre la barra y me fui antes de que me cegara y terminara por decirle todo lo que pensaba de él. Porque temía que estuviera abusando de ella construyendo una cárcel de reproches y culpas en la que mantenerla encerrada.

Otra tarde solitaria en otra ciudad solitaria.

No soy tan joven para preocuparme

ni tan mayor para llorar cuando una mujer me hace daño.

Ride On AC/DC Escuchar en youtube (enlace en comentarios)