Diario de un Consentidor La Soledad

Con otra mirada

La soledad

A medida que la estancia de Mario en Sevilla se alargaba comencé a encontrar cada vez más insoportable la soledad. Mi nuevo estatus en el gabinete había creado un muro infranqueable, me recordaba a lo sucedido tras mi reincorporación cuando los rumores sobre Roberto me alejaron de mis compañeros. El lanzamiento de la nueva dirección que iba a liderar estaba pendiente de unas últimas decisiones que debían adoptarse en un próximo consejo, mientras tanto ya había traspasado mi actividad clínica a Itziar y me encontraba con una desagradable sensación de inestabilidad, sin una función específica y ocupando un despacho que ya no sentía como propio. Con Mario las cosas no iban mejor, la comunicación se había estancado, los buenos propósitos de retomar el dialogo pronto hicieron aguas. Elvira volvió a Madrid y en lugar de ser un motivo para acercarnos el efecto fue el contrario; las conversaciones se volvieron vacías, era yo la que solía llamarle, era yo quien buscaba motivos de charla y era él quien caía en monosílabos y frases huecas; terminé por distanciar las llamadas para ver si conseguía motivarlo. Los últimos desencuentros parecían haberse enquistado y decidí dejarlo pasar hasta que pudiéramos hablar con calma cuando estuviera de regreso.

Gabriel me llamó, fiel a su compromiso. La propuesta era sencilla: acudir al Círculo de Bellas Artes donde exponía un colega, y después una cena en un restaurante tranquilo por la zona. Acepté sin dudarlo. Pasé los días que mediaron hasta la cita en un estado de leve excitación, días en los que recuperé la ilusión perdida pensando en un encuentro del que no esperaba nada, tan solo un poco de compañía, alguien con quien poder hablar; era lo que me faltaba en ese preciso instante de mi vida.

Y así fue, Gabriel resultó ser la persona que necesitaba, el amigo que me hizo conectar con una parte olvidada de mí hablando de la técnica que hay detrás de una fotografía o de la inspiración que mueve al fotógrafo. Escucharlo hablar con tanta pasión sobre su oficio lo transfiguraba. Me presentó al autor de la exposición y a su núcleo de amigos más cercanos. Benito, su mano derecha, terminó el reportaje y se despidió. Cuando salimos del Círculo se había creado entre nosotros una corriente de intimidad que facilitó mucho lo que vino después.

¿Y qué es lo que vino después? Una cena en un lugar invisible para el común de los mortales que pasa por el Barrio de las Cortes, un ambiente bien llevado hacia la confidencia al que me arrastraba sin que lo pudiera evitar, unos ojos preciosos, una sonrisa sincera. Gabriel ya sabía de mí demasiado, ¿por qué, entonces, no me sentí vulnerable?

Lo que vino después fue una propuesta: «Déjame enseñarte mi estudio», y una excusa: «estoy preparando una exposición, lo tengo todo listo antes de enviarlo, te gustará». Era la conclusión lógica a una encendida charla sobre arte, fotografía y fotógrafos legendarios. Yo jugaba con ventaja, desde bien pequeña me fascinó el improvisado cuarto oscuro donde mi padre hacía aparecer imágenes sobre lo que, para mí, no eran sino cartulinas sumergidas en líquidos misteriosos que pasaba de una cubeta a otra y ponía a secar. Con los años aprendí la técnica de la fotografía y me enseñó la magia del revelado en blanco y negro. Nunca dio el salto al color, lo veía como un derroche superfluo que oculta la autenticidad de la imagen.

—Tu padre tenía razón.

—Tiene. No me lo mates, sigue vivo aunque ya no revelemos juntos.

Seguimos charlando camino del estudio, no estaba lejos e hicimos lo imposible para que la distancia se extendiera y el tiempo anduviera perdido.

—Qué diría Claudia si nos viera. —pensé en voz alta cuando llegamos.

—Ah, Claudia. ¿Por qué ese afán en unirnos? ¿qué espera de nosotros; el clásico encuentro entre el fotógrafo seductor y la bella joven? Déjame divagar: Él la lleva a su estudio, le propone unas fotos, ella acepta un posado y se sumerge en un mundo desconocido que invita a dejarse llevar. Tal vez le proponga escoger alguna prenda del ropero de las modelos, algo etéreo que le haga sentirse casi desnuda. ¿Llegará a posar desnuda? Al principio no; pero el ambiente, tan irreal, y la seducción de la cámara juegan en su contra. —Sonrió con esa sonrisa tan encantadora dando punto final al cuento—. Demasiado vulgar, ¿no te parece?, demasiado previsible.

—Por eso he accedido a acompañarte, porque espero más de ti.

—Claudia es una mujer muy inteligente y una buena amiga, aunque tiene una incómoda tendencia a manipular a las personas y a veces no es fácil verla venir. Supongo que lo sabes.

—Te agradezco el consejo, conozco ese perfil y procuro mantener la distancia.

Entramos a un espacio diáfano con grandes ventanales desde el techo hasta un murete bajo que dejaban pasar la luz mortecina de la noche; enseguida lo iluminó con potentes luces situadas en el alto techo y las cortinas comenzaron a cerrarse solas. Al fondo a la derecha un piano vertical, dos sofás de tres piezas y varios sillones; al otro extremo focos, pantallas, objetivos y flashes ocupaban el espacio y llenaban mesas y cajas diseminadas alrededor de una plataforma; aquí y allá grandes fotos hablaban del talento para encontrar el alma de una calle, el perfil adecuado de una modelo y la emoción justa de una mirada para acompañar el movimiento congelado en la instantánea. Recorrí en silencio esa otra exposición, la que no estaba preparada y decía tanto del artista; frases sueltas de su forma de expresarse que me ayudaron a conocerlo mejor.

Acabé mi recorrido cerca de una puerta de roble. Gabriel me seguía en silencio. No necesitaba decirle lo que mi examen, lento y minucioso, me había transmitido. Se adelantó para abrir y me cedió el paso. Cerró la puerta y el sonido quedó amortiguado. El cambio de la penumbra a la luz fue un golpe de efecto tal vez calculado. Me encontraba en una sala rectangular, vacía a excepción de una mesa alargada en el centro; las fotos, dispuestas sobre una estrecha repisa a lo largo de todo el perímetro atrajeron mi atención.

Eran todas mujeres y todas estaban desnudas. Algunas se cubrían con lienzos blancos, otras con alguna prenda abierta para mostrar su cuerpo. Sin embargo la mirada me llevaba a los rostros donde se concentraba la emoción.

—No era esta la sala que quería enseñarte en primer lugar pero ya que te detuviste aquí…

—¿Y esta serie?

Había doblado la esquina y se me detuvo el corazón. Cuatro instantáneas de menor formato enmarcaban una gran foto central que podía alcanzar los dos metros de alto por uno y medio de ancho. Una mujer de melena negra yacía indolente en un lecho de sábanas de raso en una postura que, ¡Oh Dios!, me representaba en una de la fotos robadas por Ángel que más me había abrumado. Observé en detalle las que la rodeaban y no me quedó duda: reproducían la serie que me hizo después de violarme. Ahí estaba yo en mi dejadez, caída en el pecho de un modelo mucho más joven que él, ocultándole el miembro con la mano.

Esperé una respuesta; no estaba indignada, quizá debería estarlo. La modelo me encarnaba fielmente y el acompañante mejoraba con creces al que tuve. ¿Le podía culpar por usar un material cedido sin condiciones?

—Te lo podía haber anticipado, pensé que era mejor que lo vieras. No ha salido de aquí y si me pides que lo destruya lo haré. Ahora mismo, delante de ti.

Volví a mirar las imágenes, eran de una calidad muy superior a las originales, sin embargo les faltaba algo.

—En las que apareces tú hay espontaneidad y, ahora que sé cómo se obtuvieron, ausencia de conciencia. —respondió.

—Ausencia, exacto. No estaba allí, es lo que me daba ese aire de, cómo expresarlo...

—Abandono.

—Eso nunca lo vas a conseguir de una modelo.

—Esto es lo mejor que he logrado, quien lo ha visto dice que es fantástico. Sin embargo, por mucho que las estudio no consigo estar satisfecho.

—Entonces, conservas una copia.

—Ya te dije que no, me he basado en la huella que dejaron en mi memoria.

No mentía, un examen más detenido dejaba claras las profundas diferencias con unas fotos que conocía al dedillo. Había logrado una obra magnífica con un sabor añadido a Klimt; sin embargo le faltaba el alma.

—Tendrías que ser tú.

Negué sin demasiada vehemencia y al darme cuenta sonreí.

—¿El seductor fotógrafo trata de decirle algo a la bella joven?

—Solo expongo una evidencia, nadie como tú puede interpretar ese papel.

—Te agradezco el cumplido pero declino la oferta.

—Al menos me permitirás hacerte un regalo. Un retrato; sin pasar por el ropero.

—Qué tonto eres. Enséñame antes la exposición que tienes preparada.

Salimos y atravesamos la sala, torcimos a la izquierda y me señaló una ancha escalera de caracol; arriba, varias salas cerradas a un lado dejaban al otro un mirador a la planta baja. Entramos en la sala del fondo y pude ver las fotos que componían la exposición enmarcadas en negro situadas, al igual que en la sala erótica, sobre una breve repisa en la pared, algunas apoyadas en el suelo. Era un trabajo excelente que abrumaba por tanta sensibilidad. Cada foto contaba una historia. Me agarré de su brazo e hicimos el recorrido; Gabriel tenía la capacidad de descubrir la belleza en pequeños detalles que al mirarlas provocaban una explosión de emociones. Al llegar al final me sentí desbordada, no encontraba palabras, la impotencia me llevó a besarlo; gratitud, admiración, deseo. Nos besamos con calma bajo la mirada de una anciana que tejía a la puerta de su casa, cerca de unos niños que corrían tanto que su imagen se deshilachaba sobre un fondo bien definido; nos besamos al lado de un mar embravecido rompiendo en un acantilado; nos besamos con la confianza de los que saben que no han de quemar etapas.

—De acuerdo, hagamos esas fotos.

Abandonamos la sala. Entramos en un pequeño estudio pensado para otro tipo de sesiones. Allí se debieron de hacer las tomas inspiradas en mi violación. Lo que en la foto aparentaba ser una cama no era sino una base rectangular que, bien vestida, podía pasar por un lecho. Gabriel situó la iluminación. Había varios cuerpos, jamás había usado nada de tal calidad, centré mi atención en los objetivos; aquel material me superaba.

—Estás disfrutando, se te nota.

—¿Qué vas a usar?

Gabriel se acercó y con ojos expertos escogió un cuerpo Nikon y apartó dos objetivos de focal fijo y un 70/200

—Ponte ahí, sentada en el borde.

—No, carga la cámara y dámela.

A punto de replicarme, dominó el carácter que hasta ahora me había ocultado y volvió a su ser tranquilo y sereno, todo en un abrir y cerrar de ojos que a otra le hubiera pasado desapercibido. A mí, no. Colocó el carrete y me ofreció una máquina muy superior a mi competencia.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó mientras daba unos pasos y se sumergía en el foco de luz.

—Quiero verte, sé tú mismo.

Estaba tan acostumbrado a dirigir a las modelos que le resultó fácil ponerse en su lugar. Miró a cámara, caminó un par de pasos, giró. Yo desconocía que era su primer posado; él sabía que me estaba estrenando. Y tras una vacilación fui ganando seguridad; trabajaba con prudencia, sin salir de los estándares hasta que me encontré cómoda. Gabriel se sentó y me acerqué para tomar unos primeros planos. Qué atractivo era, tenía esa química con la cámara que no todo el mundo siente. Cambié de objetivo, necesitaba distancia focal.

—Échate.

Elevó una ceja, sugerente.

—No seas tonto; hazme caso, échate.

Se dejó caer sobre un codo y subió los pies. Un deseo me arrolló como un torrente desbordado: tenerlo desnudo a merced de la lente. Como si hubiera escuchado mi pensamiento se deshizo de la camisa y volvió a reclinarse.

—¿Te parece bien?

Seguí disparando. Su torso fue mi diana. Depilado, bronceado, curtido por el deporte. Tardé demasiado en responder: Sí, me parecía bien. Él lo tomó como una licencia para despojarse del pantalón. Tuve ocasión para detenerlo porque se sentó a desanudar los zapatos, me miró varias veces y no dije nada. Cuando recuperó la postura, tumbado de medio lado, vestido tan solo con un ajustado slip que marcaba la forma y el volumen de su hombría, disparé, disparé varias veces, y enfoqué al rostro cruzado por la pasión.

—Necesito otro carrete.

Se acercó, le ofrecí la cámara y, casi rozándonos, lo sustituyó. Podía oler su deseo, podría oler el mío?

—¿Seguimos?

Volvió a posar. Yo volví a disparar allí donde mis ojos fijaban la atención. ¿Había hecho un primer plano del falo dibujado en la diagonal de la ingle? ¿Estaba retratando las luces y sombras que se proyectaban en sus abdominales?

—Date la vuelta.

—¿Cómo?

—Que te des la vuelta.

Nos miramos un segundo tanteándonos, luego se dio la vuelta. Qué espalda, joder. Y qué culo.

—Y quítate eso.

—¿Estás segura?

—No me fastidies, ¿te cuestionan tus modelos?

Se deshizo del slip y estiró el brazo para dármelo. Estaba caliente y me estremecí al comprimirlo en el puño antes de dejarlo sobre la mesa. Me concentré en él, era hermoso y disparé tantas veces como mi deseo me lo pidió. Plano medio y plano corto de unos glúteos bien formados que me apetecía morder.

—Boca arriba —Se me escapó en un suspiro mezclado con mi voz. Obedeció, se tumbó en el lecho y subió los brazos al cuello declarando lo entregado que estaba. Me oculté detrás del visor, lo tenía, era mío: la verga empalmada, firme y latiendo; las axilas llamándome a besarlas; el pecho, los muslos, todo me atraía. ¿Cómo es que no me lanzaba a follar aquel ejemplar de macho? En cambio seguí disparando, puse un pie en lo que ya era una cama y me subí para ganar en perspectiva, hice varios picados y…

Bajé la cámara.

—Ven.

Me arrodillé entre sus piernas, lo acaricié, hice caso omiso. Ven, decía pero no iba a permitir que cortara de raíz lo que sentía, lo que veía, lo que deseaba hacer, poseerlo; cesó en su empeño, debió de entender que recibiría más si se dejaba hacer. Sus muslos me atraían desde que lo vi desnudarse, unos muslos fuertes, bien formados; me gusta abrazarlos y atraerlos a mi cara si me dejan hacerlo sin tomar el mando. Gabriel lo hizo y disfruté antes de alcanzar el falo que palpitaba al ritmo del corazón. Besé el glande, me mojó los labios, restregué la mejilla como una gata por toda su cálida longitud, mordisqueé la suave piel del escroto y jugué a mover las bolas con el morro, subí midiendo la verga con la punta de la lengua y al llegar a la cima la engullí; suspiró, me afiancé con una mano y la empujé hacia mi garganta como si fuera una daga, qué placer sentirlo estremecer y qué detalle al dejarme hacer sin guiar mi cabeza. Dediqué unos minutos a ensartarme mirándole a los ojos, lamiendo el tronco, haciéndole desear que me la tragara entera, deglutiendo para que supiera dónde estaba penetrando; y lo abandoné a tiempo, gateé por su cuerpo y me enfrenté a un rostro crispado por el deseo contenido, sonrió y nos besamos. Ya estaba montada y lo busqué con un movimiento de cintura; me fue fácil empalarme, comencé una danza sencilla, él se unió al baile enlazado a mis pechos, no teníamos prisa, sus ojos me volvían loca y no me despegué de ellos hasta que el mundo se disolvió y morí en sus brazos.

…..

—Me has follado. ¿Serás bruja? Me has seducido.

—¿Tú crees?

—No es la primera vez que una mujer me lleva a la cama, sin embargo es la primera vez que una mujer me seduce como tú y me hace sentir…

—¿Cómo? —Le acaricié la mejilla—. Mientras lo piensas, voy a hacer pis.

—Abajo al fondo, a la derecha.

Me levanté y bajé tal y como estaba, confiaba en que a esas horas de la madrugada quién nos iba a sorprender. Estaba al borde de la euforia. A medio camino tuve que ponerme la mano ahí, Macorina; demasiado trayecto y demasiada carga brotando. Rompí a reír. «¿Pasa algo?» preguntó a voces. «El maldito Newton» grité entre carcajadas.

Cruzando el vestíbulo un destello dibujó el marco de la entrada. Todo sucedió tan deprisa…. Vi una silueta, la luz se apagó con el pesado golpe de la puerta, la sombra avanzó y entró en plano. «¡Co, ñó!», exclamó Benito tan sorprendido como yo. «Uy, perdona», acerté a decir y seguí hacia el corredor sin saber por qué me disculpaba.

Abrí la primera puerta que encontré y desaparecí. A oscuras escuché llamar a Gabriel, oí pasos urgentes por el techo. Se habló poco, las palabras precisas en el tono apropiado. «¡Qué coño haces aquí!». Hubo una breve excusa, tenía sentido pero era lo de menos. Y llegó la advertencia: «Ni una palabra de esto, a nadie, ¿me oyes?». Otra vez el golpe de la puerta me sacudió. Gabriel me llamó varias veces. Salí del refugio con la mano aferrada al pubis incapaz de contener el derrame y me sentí ridícula delante de él. «Newton, ahora lo entiendo»; lo amé, lo amé. Newton lo borraba todo y nos devolvía al momento anterior; me estrechó y me dejé querer.

Cuando volví del lavabo estaba concentrado rebobinando.

—¿Estás bien? —Cogí su camisa, me la puse por encima y giré en redondo. ¿Tú qué crees?, respondí coqueta.

—Ven, vamos a revelar. —Lo agradecí, trataba de hacerme olvidar el mal trago y lo iba a lograr con algo importante: llevarme de regreso al cuarto oscuro.

Nada que ver con lo que conocía. Mi padre solía hacer hueco en el despacho de casa; montaba la ampliadora, colocaba las cubetas, cambiaba la bombilla de la lámpara, extendía una cuerda de pared a pared y de esa forma componía el laboratorio en el que pasé tantas horas de mi infancia. Esto era otra cosa más sofisticada pero mis ojos reconocieron el mismo lenguaje que no había olvidado.

Fue como volver a la niñez. Las imágenes iban apareciendo y tuve la misma sensación de magia de entonces. Gabriel utilizaba un tono pedagógico para mostrarme los fallos que había cometido: «aquí se te ha ido el enfoque; aquí, subexposición; esta está movida, ¿lo ves?». Una a una fueron quedando las que de verdad valían la pena. «Esta sí… Buena, muy buena… Vaya, no está nada mal…». Acepté el descarte de la mayoría si a cambio el artista salvaba un puñado y me ofrecía una clase magistral improvisada. Además, la revisión de aquellas imágenes llenas de erotismo había cargado la atmósfera intimista del cuarto oscuro teñido de rojo. Seguía descalza, cubierta con su camisa, llevaba rato buscándole con la mirada; si antes quise dominar ahora deseaba ser dominada y Gabriel jugaba a demorar el choque. No sabía con quién se las gastaba.

—O me quitas la camisa ya o me visto y me marcho, tú verás.

—Serás…

—Zorra, sí.

Le faltó poco para arrancármela, yo le solté el cinturón del batín y se lo quité de un tirón, ya estaba empalmado y me apropié de la verga como si fuera un salvavidas. Salimos del cuarto de revelado dando tumbos y llegamos a la cama improvisada a trompicones. Esta vez era suya, le daría lo que quisiera y como quisiera; se comportó como un buen macho, me trató con dureza, era lo que necesitaba; tras unos fuertes empellones me puso a cuatro y la ensartó con tal violencia que me hizo gritar, dos azotes y protesté, dos más y no volví a quejarme; agarrado a las caderas, llamándome zorra comenzó a bombear como si le fuera la vida en ello; una vez que se le salió la agarré y le pedí un poco de paciencia, me embadurné el agujerito con ella. Ahora ve con cuidado, le pedí. A pesar de la monta tan agresiva que habíamos tenido confiaba en él. Le guie y me fue penetrando al ritmo que le marcaba, y cuando estuvimos pegados le dije que me follara con tranquilidad. Luego todo vino rodado, me estaba haciendo el culo como esperaba: firme, constante, deleitándose y haciéndome disfrutar. Nos corrimos a la par.

…..

—Me tengo que marchar.

—Mañana es sábado.

—Ya, pero…

Acababa de subir del aseo, eran las cinco de la madrugada. Gabriel seguía tumbado en la cama, si seguía mirándome con carita de pena me lo volvería a tirar.

—Pídeme un taxi, anda. —Se incorporó.

—Te llevo, tengo el auto aquí cerca.

—No hace falta, gracias; no te voy a mover a estas horas, vivo bastante lejos y hay que salir a carretera.

—Me da igual, te llevo.

—En serio, pídeme un taxi.

—Está tu marido en casa, ¿es por eso?

—Mi marido no es problema, es por ti.

—Entonces te llevo, no se hable más.

Y no hablamos más, o apenas lo hicimos. Conducía despacio, pegado al arcén, Satie de fondo; una pequeña rendija en el cristal filtraba la brisa y azotaba mi rostro. Gabriel pulsaba en mi muslo la Gymnopedie. Podría seguir viajando toda la noche.

…..

El rumor que mecía mi cuerpo se atenuó; el comandante iniciaba la maniobra de aproximación. Fasten your seat belts. Pronto aterrizaríamos en…

Abrí los ojos. Nos estábamos incorporando a la rotonda cerca de casa. Me estiré.

—¿Llevó mucho tiempo dormida?

—El suficiente para roncar.

—¡Mentiroso!

Enfiló la avenida, a quinientos metros torció a la derecha y dejó caer el coche hasta donde le indiqué.

—Bueno, ha sido un auténtico placer, y no es una frase hecha.

Me acerqué y lo besé.

—Ha sido una noche maravillosa.

¿Qué sucedía? Solo tenía que decir adiós y abrir la puerta. Sin embargo ahí estábamos, frente a mi casa, con cara de bobos sin saber qué decir.

—¿Te apetece un café? No vaya a ser que te entre sueño por la carretera.

«¡Serás idiota!»

Aparcó al otro lado de la calle y cruzamos escuchando nuestras pisadas sobre el silencio del amanecer. Abrí el portón con el mando y caminamos sin saber qué decir hasta que comentó no sé qué sobre lo bonita que es la urbanización justo cuando ya llegábamos al portal. Entramos sin cruzarnos con nadie. Una hora más tarde y habríamos dado con los paseantes de perros y los que, como yo, salen a correr temprano; hubiéramos sido material fresco para el cotilleo del bloque. Subimos en el ascensor comiéndonos la boca, entregándole mis pechos para el placer de sus manos. Jadeando bajito llegué hasta mi puerta, abrí y… ¿Café?, ¿quién dijo café?

Cuando pude soltarme de su cuello, cuando pude dejar de besarlo tenía las bragas por medio muslo, sus dedos dentro y me moría por volver a tener en mi boca esa polla que, a fuerza de enfocarla, me sabía de memoria. Nos soltamos y lo llevé de la mano a la alcoba, arrastré la colcha y exclamé (porque no me pude contener): Te voy a follar hasta dejarte seco.

…..

Me despertó el sonido de la ducha, debía de ser tarde; entré en el baño, lo vi bajo el agua y me despejé al instante. Abrí la corredera y me colé dentro, tenía ganas de él.

—¿Es que no tienes límite?

—Calla.

….

Desayunamos en la cafetería del parque, ni él tenía prisa ni yo ganas de que se marchara; le propuse pasar el día en la sierra y aceptó sin dudarlo, me entraron ganas de besarle allí mismo pero ya estábamos dando la nota demasiado cada vez que entrelazábamos las manos. Decidimos ir en un solo coche y por discreción llevamos el mío. Cogí algo de ropa, unas mudas y como soy precavida guardé algo de Mario, pensaba convencerlo para pasar la noche allí. A la una estaba abriendo la cancela. Primera alerta: los vecinos salían de casa y se detuvieron a saludarme; como no, miraron al interior del coche y Gabriel, con buen criterio, salió.

—Gabriel de las Heras, tal vez lo conozcáis —añadí al verla boquiabierta— es…

—No hace falta que sigas —me interrumpió visiblemente emocionada—, te he visto en televisión, eres el fotógrafo de moda, encantada.

—Ya sabes como exageran, dentro de dos días habrán dejado de hablar de mí.

Mi vecina empezó a acribillarlo con las típicas preguntas a famosos que no tienen sentido y Gabriel se escabulló con cortesía. Entonces entró a saco.

—¿Y cómo tú por aquí? —preguntó saltando la mirada de uno a otro dando por hecho que había algo entre nosotros.

—Nos conocemos a través de un amigo común, un compañero de Mario; coincidimos en una exposición hace… —Me miró como si estuviese cavilando— ¿un año? Sí, un año, en el Círculo de Bellas Artes, creo que fue.

Qué bien improvisaba; le seguí la pantomima y salimos airosos aunque no había respondido la pregunta: qué hacíamos allí. Supuse que se montaría una buena historia, sobre todo cuando después de una estrecha vigilancia viera que el famoso pasaba la noche en mi casa, conmigo, solos. Nos deshicimos de ella y pude abrir la cancela, metí el coche y saqué mi bolsa; Gabriel abrió el capó y sacó la pesada bolsa de cuero que cogió del maletero del suyo antes de salir.

—¿Qué llevas ahí?

—Nunca salgo sin mi equipo, no sabes lo que te puedes encontrar.

Dejamos todo en casa y después de enseñársela llamé a mi tocaya del restaurante para reservar mesa, nos acercamos al pueblo dando un paseo y comimos en la terraza a la sombra de un gran toldo y disfrutando de una suave brisa que aliviaba el calor del incipiente verano. Estaba tan metida en la conversación que me costó darme cuenta de que habíamos despertado el interés de alguna mesa. Me sorprendió, no estoy acostumbrada a codearme con celebridades, Gabriel sin embargo parecía ajeno y decidí imitarle, pronto me olvidé de quienes estaban pendientes de nosotros. Me sentía tan bien que alargamos la sobremesa hasta que nos quedamos con la terraza para nosotros y un par de parejas más. Volvimos paseando. Como me temía, mi vecina montaba guardia desde el altillo.

—Voy a cambiarme, te voy a buscar ropa cómoda.

Se quedó preparando la cámara mientras yo subía al dormitorio, me puse un pantalón corto de hilo y una camiseta de tirantes; iba a escoger algo entre la ropa de Mario pero lo pensé mejor y lo llamé para que eligiera él mismo. Enseguida se puso a hurgar en el armario y me gustó que lo hiciera sin tener que insistirle, señal de que estaba cómodo en mi casa, y con la misma tranquilidad comenzó a desnudarse.

—¿Qué pasa? No creo que te vayas a ruborizar ahora.

Se quedó solo con el bóxer que le había dado en casa y por dos veces le impedí coger el bermudas. «¿Qué haces?», protestó. Le agarré por la cintura y lo atraje con fuerza. Lo besé, me gustaba su olor, es ese aroma a hombre que me hace perder la cabeza. Estábamos a los pies de la cama y lo empujé, resistió, lo volví a empujar y cayó sentado, me saqué la camiseta, solté la lazada del short y me lo quité delante de mi atónito espectador. Estábamos igualados. Puse una rodilla en el colchón entre sus piernas, me hizo hueco y me abalancé hasta hacerlo caer.

…..

Me estiré en la cama, estaba relajada, todo lo relajada que se puede quedar una después de un magnífico polvo y un abrazo tierno y acogedor en el que me envolvió y nos llevó a quedarnos adormecidos. Me despertó (aunque trató de no hacerlo) moviéndose con cuidado, se levantó y me dejó toda la cama para mí sola, volví a cerrar los ojos y me estiré en mitad de la cama.

En ese duermevela lo escuché orinar y lavarse, debió de estar espiando mi sueño un rato, me excitó ser el centro de su atención; desnuda, fingiendo dormir y dejándome mirar quién no se excitaría. Luego sus pasos se alejaron, bajó la escalera, un grifo calmó la sed que da hacer el amor, yo también estaba seca. Después, el silencio, ¿qué haría vagando por mi casa? Espanté una absurda inseguridad y pensé en todo lo bueno que habíamos compartido, me sentía tan bien como no recordaba desde que Mario se fue. No era solo por el sexo. Era el hombro en el que refugiarme, era la mirada atenta que escucha, era la voz suave que responde con acierto, era el hombre que no tiene pudor para abrir su corazón. Era él, quien había ahuyentado la soledad.

Y era el buen sexo, dulce y fuerte, pasivo y violento, sensual y sucio. Por Dios que quería tenerlo cerca, muy cerca, en mi vida.

Los pies desnudos peldaño a peldaño cerraron el balance. Mi hombre apareció en el dintel con la cámara en la mano, pero lo primero que vi fue su verga gruesa, en reposo y gruesa, hermosa y grande, capaz de hacerme mojar sin más que quedarse en la puerta mirando a la mujer que (lo sabe, claro que lo sabe) está dispuesta.

Se echó la nikon al rostro y me enfocó.

—Qué haces, ni se te ocurra.

Pero no me moví, había algo transgresor en el hecho de verme señalada por el gran ojo. Gabriel ajustó la distancia focal y cambió el encuadre siguiendo rutas por mi cuerpo que podía intuir. Me moría por escuchar el sonido cortante que no llegaba. Ni se te ocurra, y no sabía cómo darle a entender que me arrepentía de haberlo dicho.

Crucé el brazo ocultando el rostro; que fuera lo que tuviera que ser. Y se produjo el primer chasquido seco y afilado como una guillotina. Me quedé sin aire, volví a respirar. Ya, ya está. A éste siguieron otros. «Dobla la pierna», su mano guio mi tobillo, y siguió tirando fotos, viajando de un lado a otro. «Ahora, mírame». No sé qué pasó para que resultara tan fácil salir del escondite. Le vi sonreír y me contagió. El objetivo creció en su mano recto y erguido, buscándome. Disparó y lo sentí en el pecho. No era la primera vez que me hacían fotos desnuda, era la primera vez que lo hacían estando consciente. Se movió a los pies de la cama y agachado encuadró mi cuerpo en escorzo; recordé la humedad en mi sexo, el flujo abundante fruto de nuestro encuentro que no había limpiado aún y pensé si debía detenerlo. Eso me decía la razón, el cuerpo vibraba en otra onda dispuesto a desquiciarme a cada disparo con sabor a latigazo.

—Me recuerdas la obra de Courbet.

—El origen del mundo. Me falta vello.

«Y me sobra humedad.»

—La modelo de Courbet derrochaba sexualidad al gusto de la época; tú eres, otra cosa. Tú eres…

Tenía en mi memoria el cuadro que provocó escándalo un siglo atrás y comprendí por qué lo había recordado; estaba tumbada con una pierna recta y la izquierda algo flexionada, seguía con los brazos alzados por encima de la cabeza. Sin pretenderlo emulaba a la modelo del pintor.

Y me seguía enfocando, y seguía disparando.

—Qué ibas a decir; yo soy…

—La perfección. No hay nada en ti que pueda mejorar. Nada. Tienes las proporciones perfectas, tus piernas parecen surgir de las caderas como una suerte de prolongación natural, tus brazos son largos hasta el límite que rompería la armonía del conjunto, y tus pechos…

—Exageras, hay quien dice que necesito una talla más.

—Ignorantes, qué sabrán.

—Menos mal que estas fotos no van a ninguna parte porque el vello que apunta lo estropea todo.

—No creas, ya lo verás cuando estén reveladas.

—Me lo estoy dejando crecer —dije a modo de excusa—, si hubiera sabido esto…

—Te aseguro que quedará bien. Es una promesa de lo que está por venir.

—¿Qué quieres decir?

—Eres la antítesis del lienzo: la abundancia frente al cuerpo trabajado; la mata salvaje frente al vello en ciernes. Dobla la otra pierna. Así.

La doblé y quedé expuesta, ¿era arte o pornografía? No tuve ocasión de pensar, lo que fuera había quedado plasmado en la película y Gabriel ya se movía para encuadrar mi intimidad desde otro ángulo.

—Me sorprendió ver que ninguna de tus modelos está rasurada.

—No me gusta, no es natural; espero no molestarte. Colócate boca abajo,

—No me molesta, te diré que es la primera vez que lo hago, fue un regalo sorpresa para un amigo.

—Y ahora decides volver a dejarlo crecer. ¿Por qué? ¿O debería decir por quién? Sube la pierna, como si te estuvieras arrastrando por la arena del desierto. Eso es.

Arrastré la pierna por la sábana hasta donde me dijo y se apoyó a los pies de la cama. El enfoque siseó buscando el ajuste y después llegó el chasquido implacable del obturador. Pude imaginar la perspectiva que estaba ofreciendo y volví a cuestionarme si eso que hacíamos era arte. ¿Cuál era la pregunta? Ah, sí; por qué o por quién me dejaba crecer el vello púbico.

—Ahora tengo que cumplir un compromiso.

Tomás. ¿Le gustarán estas fotos? Sin duda.

—Qué afortunado es quien tiene tanto poder sobre ti. Ponte boca arriba y dobla las rodillas. Esa mano, a la boca. No, solo los dedos. Muy bien.

Estuve tentada de desvelarle la naturaleza de la relación que mantenía con la persona que me lo exigía; no sé si lo hubiera entendido pero no era pronto para confiar algo tan íntimo a alguien a quien en realidad apenas conocía. Me distrajo una sensación pegajosa, la humedad me molestaba y a vista del objetivo debía de ser escandalosa.

—Necesito asearme antes de continuar.

—No te muevas.

No me moví, no se me ocurría mejor opción que esperarle en la cama. Volvió con el paquete de toallitas y se aplicó en dejarme el coño sin rastro de la guerra de sexos que habíamos librado. Pobre, en cuanto me moviera su obra se anegaría de nuevo.

—Pues volveré a empezar —respondió.

Me estaba poniendo mala; separó con delicadeza los labios y se dispuso a recoger lo que brotó libremente. El suave roce del tisú disparó un millón de terminaciones nerviosas y mi cuerpo se arqueó alcanzado por un rayo. No lo pudo evitar, sus manos se lanzaron a mi cuerpo, las sentí posarse en mi vientre y avanzar abiertas extendiendo el fuego que me consumía hasta alcanzar mis pechos, no sé cuándo había empezado a gemir un sollozo entrecortado; mi piel no soportaba más y sin embargo me retorcía mostrándole dónde debía viajar: costados, axilas, brazos, pechos, los pechos por Dios, los pechos.

—Ahora tú.

Me llevó de la mano hasta mi sexo. Protesté; yo esperaba su boca, él quería mis dedos. «Quiero verte». La humedad ya empapaba mis muslos. Cedí, me gusta exhibirme. Dibujé el contorno de la vulva, recogí la copiosa baba y la extendí, era una espesa mezcla de los dos. Subí al clítoris y renuncié; demasiado pronto. Buceé con dos dedos, seguía llena, volví a moverlos arriba y abajo, un riachuelo de densa lava descendía hacia el culo y alcanzaría la sábana, no me importó, estaba empezando a sentir un placer intenso; mis dedos me hablaban de labios hinchados, de un paisaje cambiante, me llegaba un olor penetrante que conozco bien, el aroma de mi sexo en celo mezclado con el de la semilla del macho. Si seguía me iba a correr. Oí un disparo y abrí los ojos. Gabriel me enfocaba el rostro. Me olvidé de él, tenía un orgasmo en ciernes que debía trabajar despacito.

…..

—¿Me has fotografiado mientras me masturbaba? Cómo se te ocurre.

—Confía en mí, te vas a sorprender.

—Eso espero.

—La cámara te adora.

—Estaba muy… entregada—bromeé—, sin ese estímulo no creo que hubiera posado con tanta desvergüenza.

—Te ha faltado…

—Corrígeme, no me voy a ofender.

—No es eso, has estado perfecta. Te ha faltado un trallazo blanco cruzándote la cara.

Guiñé los ojos. Estímulo respuesta. Estoy habituada a recibir esa descarga en la cara, me encanta, y reacciono instintivamente cerrando los ojos y relamiéndome. Como cuando te lanzan un objeto y lo coges al vuelo; no piensas, actúas. Es lo que me ocurrió al escucharle, entrecerré los ojos, tal vez porque había superado con creces mi umbral de excitación. Gabriel me cazó al vuelo. ¿Y qué? no tenía nada que ocultar.

—Si no hubieras estado tan ocupado con la cámara…

—¿Y entonces quién hubiera hecho las fotos?

No dije nada y me entendió de sobra, vaya si me entendió.

—¿Lo harías?

Lo haría, claro que lo haría; tal vez si me lo preguntara mañana le diría que estaba loco. Hoy, ahora lo haría sin dudarlo y eso es lo que Gabriel estaba viendo en mis ojos y en la sonrisa sucia incontenible que firmaba mi apuesta.

—No te lo he enseñado todo —dijo después de pensárselo dos veces; no podía imaginar de lo que hablaba.

—¿Qué es lo que no me has enseñado?

Se quedó observándome como si estuviese pensando si podía confiarme un secreto,

—Si quieres podemos volver al estudio otro día a revelar este carrete.

—Espera, no me estás contestando; ¿de que estás hablando?

—Tú tampoco me has contestado.

—No es cierto, te lo he dejado muy claro, ¿necesitas oírlo? Lo haría, siempre y cuando seas tú quien hagas las fotos. ¿Satisfecho? Ahora, tú.

—Te lo contaré el día que revelemos este carrete. Y hasta entonces no preguntes más.

La tarde voló; teníamos la tranquilidad de sabernos a resguardo de miradas indiscretas y no hicimos intención de vestirnos, me gustaba su mirada limpia que sabía a caricia y me gustaba su cuerpo, ¿por qué ocultarnos entonces bajo una ropa que ni necesitábamos ni queríamos? Preparamos unas copas y continuamos charlando en el sofá del salón con la cámara a mano para plasmar un gesto cualquiera, un deseo, una sonrisa, un movimiento al descuido. El fotógrafo es un cazador, me decía, siempre atento a captar lo que otros no ven. Y eso hicimos. En medio de la conversación, sin perder el hilo, uno la cogía y enfocaba al otro. Había aceptado al objetivo con naturalidad, conseguí liberarme de esa tensión que estropeaba el instante y le hacía perder la intención de fotografiarme, yo lo sentía con cierta frustración; es normal, pensaba, no soy modelo. Y a fuerza de insistir me acostumbré a ese gran ojo que me miraba, logré ignorarlo y me dejé seguir por él en la conversación, al llenar los vasos vacíos, si me movía por el salón. No lo entendí hasta más tarde, él me estaba convirtiendo en modelo, me estaba haciendo amiga de la cámara y dejé de perder la naturalidad cuando me enfocaba.

Quédate ahí, me dijo cuando me acerqué al ventanal; el atardecer pintaba el cielo de rojos. Me gusta asomarme a contemplar la puesta de sol; sonreí y me quedé ahí, desnuda, apoyada en el muro, dejando que fuera él quien buscara el encuadre.

Salimos al jardín a aprovechar la última luz, paseé cerca de los árboles, me dejé querer, la hierba en los pies, la brisa en la piel. Me tumbé en la hierba y sobre mí, el cielo. Sentí vértigo, tanto que creí caer.  Llegó él, su rostro sobre mí y deseé que por una vez olvidara las fotos. Volvió con una manta y nos amamos bajo el cielo rojizo. Cariño, cariño.

Le dejé cocinar; no podía dejar de pensar en lo que me tenía reservado: ¿qué era lo que no me había enseñado y a punto estuvo de no mencionar? Pero respeté el acuerdo: no preguntaría más hasta el día que volviéramos al estudio. Nos vestimos para poder cenar en la terraza; su infancia y mi juventud, la universidad, el Erasmus y unas copas nos dieron para ver la luna cruzar el cielo, hasta que por fin le dije: Llévame a la cama.

Mario llamó. ¡Por fin!, andas desaparecido, ¿qué es de tu vida? Entendió que estaba de buen humor, él sin embargo sonaba triste, lo trataba de ocultar y no quise delatarlo. Gabriel salió del baño e hizo amago de esfumarse; le reclamé a mi lado con el brazo extendido. Agua, dijo sin palabras. Volvió cuando le estaba contando que después de la exposición estuvimos en un restaurante estupendo.

—Tenemos que ir una noche, te va a encantar. La semana que viene inaugura la exposición; después de cenar estuvimos en su estudio y me la enseñó, es fantástica.

—Supongo que irás.

—Sí, claro, me ha invitado. —Gabriel, con un gesto expresivo, lo incluyó—. Me está diciendo que vengas tú también.

—Dale las gracias pero, no sé, imagino que tendréis planes.

—¿Por qué no hacemos una cosa? Ven con Elvira, podemos tomar algo los cuatro y luego ya…

Luego ya, significaba mucho, y estaba segura de que Mario lo había captado. Y Gabriel. Luego ya significaba que tomaríamos rumbos separados, nos despediríamos como lo hacen las parejas amigas, Mario y Elvira seguirían la noche en algún otro pub y terminarían en casa de ella aunque deberíamos hablarlo en un aparte para evitar una situación engorrosa, pero para esas cosas solemos ser previsores; Gabriel y yo nos iríamos directos al estudio, terminaríamos tarde, esta vez no amaneceríamos en casa, conociéndolo es probable que me llevara a la suya, me intrigaba saber cómo vive.

Se sentó en la cama, me moví a un lado para hacerle hueco y por si no sabía, lo tomé del hombro y le hice tenderse a mi lado. Éramos tres, deseaba que lo sintiese. Mario seguía taciturno, yo estaba feliz; cómo contagiarle sin hacer que se encontrase fuera del juego que manteníamos mi pareja y yo. Le hablé de nuestra vecina, exageré la actuación tan patética que tuvo al encontrarse de cara con un famoso y conseguí hacerle reír; Gabriel sonreía y me acariciaba con ternura, sin tratar de ganar protagonismo. Ten cuidado, me advirtió Mario, ya sabes lo que son los cotilleos; No te preocupes, hemos sido prudentes, ¿no es cierto?; Lo hemos sido, corroboró mi amante. No sé por qué me emocionó tanto que delatara su presencia y me incliné a besarle. ¿Qué habéis hecho, dijo tras un silencio elocuente, le has enseñado el pueblo? Poco, hoy solo hemos salido para comer en la plaza. Lo miré y contuvimos la risa como dos críos que se han delatado. Tengo planes para mañana. Doblé la pierna y la dejé caer en la suya porque andaba buscando hueco con la mano y no tuve reparo en darle facilidades, se encontró un charco en el que navegar y por Dios que lo hizo. ¿Y tú, que andas haciendo? Lo tuvo que pensar, qué extraño. Poca cosa, he salido con unos compañeros. ¿Nada más?

—Me encontré con Elena en un pub.

Ahí estaba.

—Elena. Llevo días para decirte que la llames. ¿Cómo está?

—Bien, casi ni me saluda.

No podía dejar de lado a Gabriel, llevé la mano a su cabeza que ahora me besuqueaba entre los labios con un cuidado exquisito. Deseaba más, aunque tampoco quería que lo que sentía ahí abajo me hiciera descuidar la conversación con Mario, intuía que necesitaba contarme algo importante. Le acaricié el cabello siguiendo la misma cadencia de su lengua.

—¿Y te extraña, cuántas veces te he dicho que hables con ella?

—Ya lo sé. Conseguí que no me mandara a la mierda y nos fuimos, nos fuimos los dos; supongo que el lunes tendré que aguantar los comentarios de mis compañeros.

—Déjate de eso y cuéntame.

—Nada de particular, creo que volveremos a vernos.

No me estaba contando todo; si no lo conociera tan bien podría creerme este cuento pero no me lo tragué. Estaba atrapada; me había llamado para pedirme ayuda, necesitaba que le ayudara a abrirse y yo no podía, no podía excluir ahora a la persona que me había ofrecido su compañía cuando más sola me encontraba.

Y que ahora me comía el coño como pocos hombres saben hacer.

—No sé, Mario, te noto raro, ¿ha ido bien?

—Sí, bueno, ya te imaginarás, me ha echado en cara tantas cosas.

Tantas cosas... No puedo, no puedo ahora.

—Es que la has tratado muy mal, te lo he dicho muchas veces.

—Ya, sí, creo que lo hemos solucionado.

—Eso es bueno, me parece la persona que mejor te puede acompañar.

—¿Tú crees?

—Te has rodeado de mujeres que te satisfacen a nivel sexual, Elena es otra cosa.

—Joder, Carmen.

—¿Qué?

En el momento menos oportuno se me escapó un profundo suspiro, un profundo e indiscreto lamento. Gabriel había alcanzado el punto álgido de mi anatomía con el ápice de la lengua y me cogió desprevenida.

—Que, como siempre, tienes razón pero no es el mejor momento; sigue con lo que estás, cariño, hablamos mañana.

—Te quiero mucho.

—Y yo a ti, hasta mañana.

—Ay, Dios…

—Tu marido…

—No pares ahora.

…..

—Despierta, dormilón.

Me había preparado para correr; con él o sin él pensaba subir hasta las lagunas. Me miró todavía adormilado sin entender qué hacía vestida con mallas y un sujetador deportivo.

—¿Qué hora es?

—Las nueve, buena hora para salir a correr. Date una ducha mientras hago la cama.

—¿Estás loca?

—Te voy a llevar a un sitio precioso, no te quejes.

Tiré de él hasta hacerlo levantar y lo empujé al cuarto de baño, abrí la ventana de par en par y cambié las sábanas; mientras escuchaba él sonido de la ducha le preparé una muda limpia y busqué entre la ropa de Mario qué es lo que podía ponerse. Entreabrí la puerta del baño y le pregunté qué número usaba de calzado; la suerte estaba de nuestro lado: un cuarenta y cuatro, como mi chico; saqué un par de zapatillas y las dejé a los pies de la cama. Cuando el grifo enmudeció le concedí un par de minutos y entré; no me lo perdería chorreando agua por nada del mundo.

—Te tengo preparado todo para salir en cuanto te seques. —dije haciéndome cargo de la toalla que cruzaba su espalda, lo froté con vigor, él abandonó y cogió la toalla de manos para secarse el cabello. Seguí por su pecho, bajé al vientre y me apoderé de las nalgas a dos manos, tropecé con la verga y me sobrepuse; en cuclillas le sequé los muslos y las piernas, dejé la toalla en el suelo y me enfrenté al misil que había despreciado, precioso, oscilando a impulso del ritmo que Gabriel le daba a la toalla con la que se secaba el pelo. Si cedía no saldríamos a correr.

—Date prisa. —Y hui.

Apareció en el salón poco después, le sentaba muy bien la ropa de Mario.

Estaba en buena forma, mantuvo el ritmo constante que impuse; hacía una mañana espléndida y subimos la cuesta sin hablar, disfrutando del paisaje, controlando la respiración y haciendo dos paradas. Cuando llegamos arriba el espectáculo de las lagunas con el sol de primera mañana y el cielo limpio de nubes nos recompensó del esfuerzo, Gabriel echó en falta su equipo, yo también, podríamos haber hecho buenas tomas… Nos sentamos en la hierba y le conté lo que hacía a veces, nadar desnuda, incluso en invierno cuando la nieve lo cubre todo. No, no podía hacerlo, ni veníamos preparados ni era ya buena hora.

—Te fotografiaría saliendo del agua como una sirena, ¿me prometes invitarme otro día?

—Tal vez.

Me dejé caer, ¿por qué me siento tan bien en este lugar? Enseguida le tuve tapándome el sol comiéndome la boca. Me vuelves loco. No quería volverlo loco, quería seguir teniéndolo como amigo, follar con él pero no volverlo loco. No le dije nada, dejé que se enganchara a mi pecho y me besara hasta hartarse; me enlacé a su cuello y le devolví cada uno de sus besos. Cómo no hacerlo si había sido mi salvavidas durante el fin de semana.

Regresamos paseando, correr habría reducido el placer que nos daba ese paisaje tan sorprendente. Hicimos planes: quedaba pendiente fijar una fecha para el revelado, y dentro de una semana, la inauguración de su exposición. No puedes faltar, me rogó. No faltaré.

…..

Eran más de las diez de la noche cuando estábamos de regreso. Atrás quedaba un fin de semana inolvidable. Me detuve a doble fila detrás de su coche y paré el motor, qué difícil se nos hacía despedirnos. El domingo había transcurrido tan rápido que todavía nos quedaban cosas por decir. Almorzamos en el mismo restaurante, levantamos la misma expectación y no nos importó, estábamos tan compenetrados que sobraba todo el mundo alrededor. Tal vez no debimos enlazar las manos, tal vez las largas miradas en silencio delataban más de lo que debían. No fuimos discretos porque estábamos tan cómodos juntos que sobraba toda precaución.

Volvimos paseando cogidos por la cintura, qué importaba si apenas nos cruzamos con nadie. Entramos en casa, subimos a la alcoba, nos desnudamos el uno al otro y pasamos el resto de la tarde en la cama, haciendo el amor, conociéndonos. «Al final el cuento del fotógrafo seductor y la bella joven que, según tú, desea Claudia se ha cumplido», bromeé. No sé por qué no le gustó y pasamos por el único momento gris, breve pero extraño. Hicimos café, volvimos a follar, salimos al jardín, posé para él, le hice una mamada, hablamos de nosotros, de Mario, de su ex, comimos galletas, bebimos ron con coca, fumamos, volvimos a la cama, me quiso dar por culo, entramos en la ducha…

Eran más de las diez de la noche y no encontrábamos la manera de decirnos adiós. Me acerqué y lo besé. Vete ya. Me acarició la mejilla y salió huyendo del coche. Arranqué sin esperar a verlo marchar.