Diario de un Consentidor Jaque a la reina
Dos miradas a una misma historia. Dos caminos y una encrucijada.
Diario de un Consentidor Jaque a la reina
“Todo gira en torno al proceso de emputecimiento de Carmen. Como en una órbita heliocéntrica mi vida gira a su alrededor. Me acerco y me quema, me alejo y la añoro.
(Desvaríos al borde de una copa de más)
Mario
Si Emilio no hubiera vuelto a Sevilla aquel puto jueves, si yo hubiera estado jodido dos días antes en lugar de estarlo ese puto jueves nada de lo que terminó sucediendo tendría por qué haber pasado. Pero no escogemos cuando el humor se nos va a ir al carajo, y tampoco sabemos las consecuencias que van a provocar unas putas palabras dichas después de beber unas copas de más; si lo supiésemos tal vez el mundo rodaría de otra manera. O quizás no, puede que volviéramos a estrellarnos una y otra vez contra la misma puta pared.
Emilio llegó en el primer AVE aunque no supe nada de él hasta mediodía. Al salir del despacho lo vi charlando con Santiago, nos fuimos a comer y lo pusimos al día, luego se unió a la sesión de trabajo, después se marchó al hotel. Quedamos para cenar, me trajo noticias del gabinete, algunos documentos para firmar y nada más porque me notó poco hablador, pensó que se debía a algún roce con Santiago. No era eso, llevaba tiempo atacado por una especie de claustrofobia a cielo abierto, me sentía enjaulado en Sevilla, Santiago estaba ganando la guerra de desgaste; la idea de pasar allí las próximas semanas me angustiaba de una manera irracional y sumado a las heridas que se reabrieron al sincerarme con Elena y la ruptura con Maca, la profunda preocupación por Carmen no hizo sino empeorarlo.
Emilio trató de tranquilizarme pero no eran palabras lo que necesitaba. Elvira había dejado un vacío enorme, Candela no me bastaba y jugué sin reparo con los sentimientos de Macarena. Total para qué, si era Carmen quien me faltaba. Llevábamos dos copas, rehusó una tercera, yo sin embargo continué, me hacía bien hablar con mi amigo. La soledad me estaba minando, había estado demasiado tiempo solo demasiadas veces como para volver a pasar por aquello. Ese es el problema, le dije, aún no lo he superado. Emilio no lo entendía; pedí otra copa, si quería sincerarme la iba a necesitar. ¿Qué pensaba que había pasado en nuestra pareja durante el invierno?
Estaba herido y le conté cosas que a la mañana siguiente no recordaba haber dicho. Varias veces me pidió que parara; yo seguí, empujado por esa tozudez que infunde el alcohol. Cuando quise darme cuenta estaba hablando de la terapia de puta, ya era tarde para callar, Emilio es más que un amigo y yo llevaba mucho tiempo sin poder compartir mi angustia con nadie. Autocrítica, confesión, da igual, necesitaba hacerlo; entonces vi la expresión de su cara y supe que algo iba mal pero no quise atender las señales.
Tomás, cómo no. Era uno de los temas para los que necesitaba una voz amiga que me escuchase. Le conté con todo detalle el tipo de relación que mantenían, incluso mis sospechas de una desviación incestuosa que Carmen, de una u otra forma permitía si no alentaba. El alcohol me desató la lengua hasta extremos que al día siguiente lamenté aunque esa noche me alivió y pude por fin compartir con alguien los deseos, las emociones, las dudas, decisiones y pensamientos que llevaba arrastrando en solitario tanto tiempo. Emilio me dejó hablar, a veces trató de frenarme sin éxito, otras intentó hacerme entrar en razón. «No puedes hablar en serio», rechazó cuando confesé que mi mujer se vendía y a mí me excitaba.
—Sé que no lo entiendes, solo te pido que nos respetes, ¿podrás? Claro que puedes, eres mi amigo del alma, mi hermano.
—Dámelo, ya has bebido suficiente.
—Mira, Emilio, vivimos una relación conflictiva e intensa, no hemos dejado de amarnos en ningún momento, pasamos por ciclos en los que nos alejamos aunque siempre, siempre volvemos a encontrarnos porque nos necesitamos, por encima de todo nos necesitamos. A ver si soy capaz de explicarlo… Todo gira en torno al proceso de emputecimiento de Carmen. Como en una órbita heliocéntrica mi vida gira a su alrededor. Me acerco y me quema, me alejo y la añoro. Y ella necesita de mi presencia más o menos cerca.
Verborrea de borrachera.
Apenas pudimos hablar al día siguiente; tuvimos una reunión con Santiago y luego se marchó a la estación, ambos procuramos evitar cualquier alusión a lo que había sucedido y la despedida fue rápida. Cuanto antes lo olvidásemos, mejor.
Emilio
Me preocupó la llamada de Emilio, quería hablar conmigo y le dije que se acercase a casa, estaba arreglando las jardineras y a mediodía comería con mis padres; pensé arreglarme un poco, llevaba un short cortito y una camiseta de tirantes, ropa cómoda para trabajar en la terraza; lo único que hice fue ponerme sujetador, tampoco se trataba de ningún extraño. Cuando llegó me alegré de haberlo hecho, nunca me había mirado de esa manera aunque enseguida se recompuso; pasamos al salón, le ofrecí una cerveza y nos sentamos. Lo encontré nervioso y pronto entendí el motivo: estaba preocupado por Mario, lo había visto mal, irritable, deprimido, en un estado de ansiedad impropio de él. Me dijo que la noche antes de su regreso estuvieron hablando de cosas muy personales.
—¿Qué cosas?
No me lo podía creer, le había contado todo, y por muy buenos amigos que sean es una parte de nuestra vida que no debería haber compartido, no sin mi permiso.
—No entiendo por qué te ha hablado de esto, es algo muy íntimo.
—Había bebido algo más de la cuenta.
—¿Algo?, estaría muy borracho, no me engañes.
—No, Carmen, lo que le pasa es que se siente muy solo, te echa de menos
—Yo también lo echo de menos y no me da por beber.
—Según él, te desmadras de otras maneras.
—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?
—Dice, palabras textuales, que te estás tirando al monitor del gimnasio.
—No me lo puedo creer. ¿Te ha dicho que fue él quien me animó a hacerlo, que fue él quién resolvió todas las dudas que me detenían? Por ejemplo, advertirle que el dueño del gimnasio es amigo suyo y si se va de la lengua no vuelve a trabajar en toda la comunidad de Madrid. Ese, ese es tu socio.
—No lo sabía.
—Claro, es que no debería haberte contado lo que forma parte de nuestra vida privada, pero ya que lo hace, al menos te podía haber contado todo, no sólo lo que lo deja bien parado.
—Lo está pasando mal, no te imaginas cómo está.
—Ay, Emilio, a veces no ves más allá de lo que tienes delante.
—Si te refieres a lo que hay con la mujer de Santiago lo sé, y también que tú lo aceptas; ¿es cierto?
—No viene al caso, aunque si ahora lo está pasando mal no es solo por lo que ya sabes sino porque Santiago lo ha alejado de Elvira.
—Ya lo había pensado; de todas formas no entiendo por qué habéis llegado a esto, hay cosas que… no encuentro palabras.
—¿Y qué más te ha contado, exactamente?
—Bueno, la Semana Santa… esa terapia que…—Meneó la cabeza y yo me sentí traicionada, ¿cómo se le había ocurrido?
—La terapia de puta, ¿la llamó así?
—Sí. Yo… Carmen; no sé en qué estabais pensando.
—¿Sabes lo que fue la terapia de puta? Una violación, una brutal y salvaje violación.
Un mazazo. Así lo volví a sentir y así cayeron mis palabras, un mazazo porque Emilio bajó la mirada y se encogió en la butaca. Estaba de pie delante de él, no sé cuándo me había levantado impulsada por el coraje. Mario no tenía derecho a contarlo, y puesto que ya lo había hecho, hablaría.
—Me violó hasta que logró arrancarme lo que para él supone una declaración de principios: Soy una puta. Me hizo repetirlo una, diez, veinte veces mientras me violaba, Emilio, mientras me violaba. En realidad buscaba algo más, quería doblegarme, que me convirtiera en su ideal de mujer, y vaya si lo consiguió. Lo que no podía imaginar es que aquello iba abrir una vía para resolver algo que me lleva persiguiendo desde que tengo recuerdos.
—¿Estás segura? —me senté, alcancé el tabaco y encendí un cigarrillo.
—No. ¿Cuándo has estado seguro al comenzar una investigación? Tengo una intuición sobre la que estoy basando una hipótesis. Es lo de siempre, lo que pasa es que en este caso el objeto de investigación soy yo misma.
—Creo que partes de supuestos poco elaborados y te está llevando a un terreno peligroso. Deberías ponerte en manos de un terapeuta que te ayude sin estar tan implicado como lo estás tú.
—Te agradezco el interés —Aspiré una larga calada sin apartar la vista—. No tienes motivo para estar preocupado, en cuanto tenga resultados abandono, no pienses que me gusta lo que estoy haciendo, lo dejaré en el momento que haya obtenido lo que busco.
—¿Lo dejarás?, ¿sabes a lo que suena?
—Lo sé, o es que te olvidas de mi trayectoria profesional. ¿Qué haces?
Le había visto andar en la cartera mientras hablábamos; sacó varios billetes de diez mil pesetas y los dejó sobre la mesa.
—Sesenta mil, es lo que Mario me ha dicho que cobras, ¿está bien?
—Emilio, guarda eso.
—¿Me he equivocado?, ¿cobras más en tu casa?
—Emilio, por favor.
—Me has convencido, es una etapa por la que tienes que pasar, ahora eres una… puta. ¿Qué tiene mi dinero para que lo rechaces? —Abrió de nuevo la cartera, añadió dos billetes al montón y me lo tendió.
Me había oído pero no me había escuchado; venía dispuesto a salvarme y lanzaba esta estrategia para, pobre Emilio, tratar de abrirme los ojos. No estaba preparado para decirle a la cara a la mujer de su mejor amigo que se la quería follar, porque además no era cierto. Soy muy buena detectando si un jugador va de farol, Mario se sorprende porque nunca fallo, no basta con sostener la mirada y esperar a que el otro aguante el pulso o se retire, es algo más. Y Emilio iba de farol, el bueno de Emilio.
— Quiero contratar tus servicios, pon tú el precio si no es suficiente.
Me iba a estallar la cabeza. Mario me había traicionado. ¿Se lo habría contado a alguien más?, ¿a Elvira?, ¿y Emilio, qué coño estaba haciendo Emilio?, ¿no se daba cuenta de que así no ayudaba?
«No puedo más, no lo soporto.»
En un abrir y cerrar de ojos se volvió todo negro, se produjo el vacío, la nada.
Luego…
No pensé, ni en las consecuencias, ni en mi reputación, ni lo que iba a pasar después. Le arrebaté los billetes y me levanté; Emilio me imitó como un resorte.
—De acuerdo, una hora. Nunca atiendo en casa, contigo haré una excepción. —Le devolví los dos billetes que había añadido y el resto los guardé en uno de los bolsillos del short. Me saqué la camiseta, le cambió la cara al verme en sujetador, no era nada del otro mundo, uno cualquiera, de haberlo sabido… Eché los brazos atrás y lo solté.
—Espera, no sigas. Para, ¡para! —Me detuve con el sujetador en la mano—. Ya es suficiente, jamás he tenido intención de acostarme contigo, perdóname, por Dios, perdóname por haber llegado tan lejos.
—Espera. ¡Emilio, joder! —Mis voces le hicieron frenar en seco antes de llegar a la puerta.
—Me voy, lo siento mucho.
—Te has confundido, ni esto es tu consulta ni yo soy una de tus pacientes; me has pagado y voy a hacer mi trabajo; si no quieres acostarte conmigo aprovecha el tiempo que has comprado de la mejor manera que sepas, no me vas a dejar tirada, no te lo consiento. —Salí del espacio acotado por el tresillo y me detuve al ver que daba un paso atrás—. No temas, no te voy a obligar a nada, has tratado de hacerme ver tu punto de vista, ahora dame la oportunidad de que exponga el mío, creo que tengo derecho y una hora para intentarlo.
Sin dudarlo me bajé el pantalón, tenía que aprovechar el shock que le impedía apartar la vista de mis pechos, probablemente nunca había visto unos pezones anillados, al quitarme el short mi pubis fue su foco de atención; no rompí el ritmo, introduje los pulgares por las rendijas que las crestas de mis caderas abrían en la braguita, los desplacé hacia ambos lados y la deslicé hasta dejarla caer al suelo. Me sentía profundamente serena.
—No tienes que hacerlo, ya te he dicho que no…
—Lo sé, no tenemos por qué acostarnos, pero así es como trabajo, si quieres conocerme esta soy yo. Ven. —le ofrecí la mano, tuve que ser yo quien se la cogiese y lo guiase por el pasillo.
—¿Dónde vamos?
Llegamos a la alcoba, lo solté y me acerqué a la ventana para correr las cortinas.
—Mira, mejor me voy. —dijo desde la puerta.
—¿Qué es lo que temes? ¿te crees incapaz de compartir un espacio amplio y limpio con una puta que no tiene intención de acosarte?
—No es eso, es que sigo viendo a la mujer de mi socio y…
—Es que sigo siendo la mujer de Mario, has venido a mi casa a tratar de entender por qué me prostituyo y has lanzado una estrategia, yo la acepto, aquí estoy, no me penetres si no quieres, hazlo si te apetece; has pagado, puedes hacer conmigo lo que te plazca, follar o hablar. Aprovecha tu tiempo; sexo o debate, elige.
—¿Me estás diciendo que podemos usar este tiempo…?
—Como tú quieras, soy tuya sin restricciones. Es que todavía no te has hecho a la idea de que has comprado a una mujer, esto no es una broma.
—No iba en serio.
—Yo, sí. ¿Acaso piensas que estoy jugando? Devuélveme esas veinte mil pesetas y hacemos un griego; ¿le has dado por culo alguna vez a una chica?, ¿te gustaría hacerlo conmigo?
—¡Cállate, Carmen, por Dios!
—Decide: sexo o debate. —Me recosté en la cama, no quería presionarlo más, incluso llegué a pensar que el numerito del griego había sido contraproducente porque seguía inmóvil bajo el dintel sin decidirse a entrar y temí que saliera corriendo aunque algo lo retenía: no dejaba de mirarme. Por fin avanzó en perpendicular a la cama y se sentó en el silloncito frente a mí, cerca de la ventana.
—Y de qué quieres que hablemos. —Me giré para poder encararlo; sus ojos volaron a mi pubis. Claro, al volverme le había dejado una vista privilegiada de la vulva y no hice nada por perder esa ventaja.
—No sé, tú eres el que venías dispuesto a preguntarme por las causas de mi nueva profesión.
Lo miré sin pudor, tenía una erección que luchaba contra el confinamiento al que estaba sometida, siguió la ruta de mis ojos y, pobrecito, se ruborizó y cruzó las piernas.
—Es cierto, verás:
Y comenzó una disertación excesivamente académica sobre la prostitución, la lucha por la abolición y el patriarcado; temas todos con los que estoy de acuerdo y que no entraban en contradicción con la finalidad de mi experimento. Traté de hacérselo entender a un Emilio que miraba al tendido con tal de no acabar colgado de mis pechos o atrapado en mi sexo.
—Mírame, por favor; tarde o temprano te vas a encontrar con mis tetas o mi coño. Sí, mi coño, no pasa nada, no te voy a censurar, es normal, lo chocante es que estés hablando con la pared. Tienes una erección de caballo, ¿crees que no me he dado cuenta? Estoy muy buena y lo extraño sería que no se te fueran los ojos, Emilio, por favor.
—No estoy cómodo, compréndelo.
—Pues hagamos terapia de inmersión, mírame hasta el empacho; vamos mírame, a ver si podemos continuar de una vez.
Bajó la vista y conseguí que derivase a mis pechos, lo veía vagar huyendo de un lado a otro. Tenía que hacer algo más, me recliné en el cabecero y procuré relajarme, doblé una rodilla arrastrando el pie por la sábana y dejé que la otra pierna se venciera a un lado; le estaba ofreciendo mi sexo.
—Carmen, ¿qué haces?
—Calla y mira.
Mi mano izquierda se apoderó del pecho y lo mimó como hago siempre que me masturbo, la derecha quedó en el muslo, cerca, con ganas. Comencé a jugar con el aro, a endurecer el pezón con el roce del índice; Emilio me miraba a veces a los ojos, a veces a mi sexo ya húmedo, o seguía el juego de mi dedo, o me encontraba concentrada en la erección escondida. «Es él»; mi conciencia no dejaba de advertirme con quién me encontraba y trataba de hacerme entender que aquello no estaba bien, que no podía tocarme delante del socio de mi marido, el hombre que me conoce desde que era una joven recién licenciada. Ahogué el conato de pudor y dejé que mi cuerpo se expresara con libertad; tenía ambas piernas flexionadas y abiertas en un evidente gesto de llamada, mis dedos vagaban por el vientre, dibujaban largos trazos que se retorcían sobre sí mismos, se alejaban y volvían al pubis, cerca, muy cerca, siguiendo el mismo ritmo suave con que se mecía.
—Nunca habría imaginado que te vería…
Impulsé la pelvis dos veces hacia delante.
—Shhh… calla, deja de justificarte y mírame.
¿Le había dado un toque de atención con…?, ¿cómo se me ocurrió?, jamás había hecho algo parecido con ningún cliente, ni siquiera con Mario en alguno de nuestros momentos más sucios. En ese corto instante que nos cruzamos vi su estupor y me ruboricé. Emilio parecía un adolescente virgen y yo la típica mujer mayor que agota su declive sexual tratando de seducirlo.
Pero funcionó, se acodó en las rodillas quedando más cerca del espectáculo que le brindaba y me hizo caso, sabíamos bien el objetivo que tenía aquello: saturarlo, hacer que pudiéramos seguir hablando sin que mi desnudez fuera el estímulo que absorbiera toda su atención. Dependía de él, yo me mantuve expuesta —y quietecita— hasta que dijo:
—Ya. Creo que ya puedo mirarte sin sentir, vergüenza.
—¿Vergüenza? ¿es lo que sientes?
—¿Podemos continuar? —refunfuñó.
El relato
—Me temo que Mario ha construido una versión parcial y sesgada de nuestra historia.
—No creo que haya sido intencionado.
—No hace falta que lo defiendas, estoy segura; no obstante ya es hora de que cuente mi versión.
Me acomodé y recompuse la postura, Emilio esperaba anhelante.
—Fue al principio de nuestra relación. Una noche después de hacer el amor —bueno, fue algo más salvaje que hacer el amor— me preguntó a bocajarro cuál era la fantasía más fuerte que había tenido y que jamás le descubriría a nadie; de primeras no supe qué responder y contesté que no había nada que no pudiera saber, y en el mismo instante en el que le estaba respondiendo aparecieron unas imágenes que no había vuelto a recordar desde que era una cría. Retrocedí a una época de mi vida que había aislado de esa especie de ensoñación que me despertaba de madrugada con la respiración agitada y envuelta en un temblor que a veces me inducía a tocarme. ¿Por qué no contárselo? Lo hice transformándola en la fantasía de una mujer adulta; me avergonzaba que supiera lo que una niña imaginaba: cómo sería estar con varios hombres, hacerlo con ellos a la vez, también de uno en uno. Supongo que fue el pistoletazo de salida para lo que vino después.
No había vuelto a pensar en aquella conversación y me asaltó una duda.
—Ahora que lo pienso… me quedé sin saber qué es lo que le motivó a lanzarme esa pregunta, debería haberle pedido que me dijera cuál era su fantasía oculta; aunque no tardé mucho en enterarme: su sueño coincidía; quería verme follando con otros hombres, al menos en su cabeza, y una vez revelado se volvió parte habitual de nuestros juegos de cama. Yo tenía muy poca experiencia en temas de sexo y él se encargó de abrirme a todo un mundo que apenas conocía, por ejemplo incluir en nuestra cama a terceras personas que habitaban en nuestra mente o usar juguetes eróticos que los representaban. Con él conocí las sex shops y acabé venciendo la vergüenza siendo yo quien tomase la iniciativa y eligiese lo que quería e interactuase con el vendedor, todo por satisfacer a Mario. No vayas a pensar que era una mojigata pero me liberó de los pocos prejuicios que mantenía. Entre otras cosas fue mi maestro en el arte de la felación; con grandes dosis de paciencia consiguió que controlase el reflejo de vómito. Bueno, también usó técnicas de habituación. —añadí en respuesta a sus cejas inquisitivas.
—Y supongo que algún que otro incentivo.
—¿A qué te refieres?
—No pienses mal, estoy hablando de refuerzos positivos.
—Skinner se removería de gozo en su tumba si te oyera. Algo hubo también. El caso es que dominé la náusea y logré hacer unas increíbles mamadas, algo que después han confirmado mis clientes; la mayoría dicen que soy la mejor.
Pobre Emilio, no estaba preparado para un dialogo tan crudo aunque por un momento me lo hubiera parecido.
—Eso fue hace mucho tiempo. En realidad todo comenzó el año pasado. Por estas fechas le acompañé a Sevilla a un curso de verano.
—Lo recuerdo.
—Ese fue el punto de arranque de lo que vino después. Por el camino se le ocurrió que fingiéramos ser una pareja de amantes, estaba casi seguro de que ninguno de los participantes le conocía y nos pareció un juego morboso. No imaginaba las consecuencias que nos iba a acarrear. Al finalizar la primera sesión había congeniado con un compañero y me lo presentó a mediodía, nos fuimos a almorzar dispuestos a representar nuestro papel. Fue excitante, por primera vez me relacionaba sin el freno que mi marido ejerce sobre los hombres que se acercan. No era nada nuevo pero no con la presencia de Mario y menos habiéndome declarado soltera. Fue toda una experiencia, Carlos me trataba como… una chica disponible, no le hablaba a una colega con la que debatir sobre el curso sino a una mujer sin ocultar que le gustaba, y me hacía sentir extraña, no porque no esté acostumbrada sino por la presencia de mi marido al lado, y me parecía tan disonante... Tenía una rara sensación como si me estuviese viendo a mí misma desde otro plano; no era yo, era… otra persona. Yo, que ya llevo casada tantos años, me encontraba libre de mi compromiso y además veía la satisfacción que le provocaba a quien en todo caso podía molestarle. Carlos tonteaba conmigo como no habría hecho de saber que era la esposa y no la amante. Y me gustaba, no podía negarlo. La cuestión es que esa sensación se volvió adictiva para ambos y sin pretenderlo jugamos con los sentimientos de una tercera persona que se hizo ilusiones, yo tampoco supe manejar la situación y al final tuvimos que marcharnos antes de tiempo para evitar que se nos fuera de las manos.
—¿Por qué?, ¿sucedió algo?
—Mario se descontroló, estaba tan entusiasmado con la historia que estábamos viviendo que la varió sin contar conmigo; de presentarme como una amiga pasé a ser una mujer casada infiel que tenía un aventura con él. Me enteré por Carlos sin previo aviso, me sentó mal que hubiese variado la historia sin yo saberlo y discutimos, a pesar del enfado lo acepté y empezamos a subir el nivel del juego, le hablamos de una supuesta cena hasta las tantas con unos amigos que terminó de una forma un tanto ambigua, le dijimos que yo me quedé con ellos a seguir la noche mientras Mario se volvía al hotel, la historia era tan confusa que podía interpretarse de cualquier manera, lo importante es que comencé a jugar por mi cuenta, era yo quien había tomado el timón de la historia, mas para Carlos supuso hacerse una idea equivocada de mí, la de una mujer sin prejuicios capaz de engañar a su marido y compartir cama no solo con su amante sino con sus amigos sevillanos; en el fondo con cualquiera.
—Supongo que esa es la razón por la que tuvisteis que marcharos antes de tiempo.
—Carlos quiso más de lo que estaba dispuesta darle, mi conducta se había vuelto incoherente: ¿por qué no le daba a él lo que no tenía inconveniente en darle a otros? Nos fuimos antes de que ocurriera algo que no deseaba. Pero el mal estaba hecho, habíamos probado una droga difícil de eliminar y a la vuelta del verano, tras una discusión por otros motivos nos echamos un pulso absurdo a costa de lo que habíamos vivido con Carlos y reanudamos el contacto que no cesó hasta que terminamos acostándonos en nuestra casa de la sierra con Mario de invitado de piedra. La relación se estabilizó y…
—¿Y Mario lo aceptó?
—No se limitó a aceptarlo, fue el impulsor; sin su constante insistencia nunca se habría producido.
—Jamás lo hubiera pensado de él.
—Mario tiene algunas facetas que desconoces.
—Ya me he dado cuenta, durante este año he convivido con un completo desconocido, lo atribuía a vuestra separación; ahora veo que no lo conozco tan bien como creía.
—Ni te lo imaginas. A finales del otoño surgió en el gabinete la oportunidad de hacerme cargo de un departamento y quedé bajo la tutela de uno de los directores, al menos eso es lo que me hizo creer, en realidad era una maniobra para hacerse conmigo; había tenido varios desencuentros con él por diversos motivos y… en fin no te voy a contar toda la historia; comenzó un proceso de acoso apoyándose en que de él dependía mi ascenso, cosa que era falsa, y Mario, tu amigo Mario, me aconsejó que aprovechase la situación, que me “dejase querer hasta conseguir ese puesto; en definitiva, que lo manipulase haciéndole pensar que me iba a conseguir.
—No me lo puedo creer.
—Aún no consigo entender cómo me dejé convencer, estaba tan cegada por todo lo que habíamos vivido en Sevilla y por su capacidad para influir en mis ideas que di por buena la estrategia que planteaba: en vez de enfrentarme a Roberto, como cada vez que había intentado insinuarse, fingiría que lo aceptaba, lo llevaría al límite de la permisividad hasta que obtuviese su visto bueno para el cargo de directora del departamento. Lo que no imaginaba es que me iba a llevar a levantar una tras otra las barreras que mi dignidad había creado durante años frente él, barreras que había visto saltar con otras compañeras. Y Mario cada día me preguntaba qué había pasado, hasta dónde había cedido y me empujaba a caer un poco más. Admití que era una estrategia válida para vencer al enemigo sin darme cuenta de que era yo la que estaba siendo derrotada. Cuando se me abrieron los ojos, a punto de ser violada, hablé con el director y supe del engaño; el puesto era mío desde un principio, Roberto solo tenía que ayudarme en la transición. Todo se aclaró aunque mi reputación quedó mal parada y nunca la he recuperado del todo.
—¿Y Mario?
—De algún modo la responsabilidad había sido compartida; él me empujó pero yo permití que sucediera. Tratamos de olvidar y seguir adelante; se sentía culpable y se empeñó en someterme a una terapia que no me sirvió para nada. Puede que a él le ayudara a redimirse, no lo sé.
—¿Por qué no te vistes y seguimos hablando en el salón?
Lo estaba pasando mal, el curso que llevaba la conversación había diluido el efecto de la desensibilización que acometimos poco antes y la tensión emocional le estaba provocando un inmenso pudor hacía la mujer de su socio. No podía ceder.
—Si me visto significará que todo lo que hemos estado haciendo ha sido una farsa, pensaré que tú has estado fingiendo que me creías pero en cuanto se te ha presentado la oportunidad tratas de llevarme al redil de la… normalidad, de la decencia. Pedirme que me vista equivale a que me digas: «vale, has tenido tu minuto de desahogo, ahora vamos a hablar en serio».
—Te equivocas, no he dudado ni un momento de tu…
—¿Entonces qué ocurre? —le interrumpí—. Tienes delante a una mujer que trata de contarte las causas que le han llevado a tomar esta vida. ¿Eres incapaz de hacer tu trabajo y escuchar?
—Es que te veo y…
—Y me concedes menos credibilidad que a cualquier otra paciente por el mero hecho de ser quien soy.
—¡No! Es que me abruma… —Seguí la deriva de sus ojos.
—¿Qué es lo que te abruma, mi cuerpo o mi historia?
—¿Por qué lo llevas todo al mismo terreno? Es esta conversación la que…
—Está conversación te aleja de la prostituta y te acerca a la mujer de tu socio, por eso no soportas mi desnudez. Eres un psicólogo experimentado, demuéstralo, abstráete de quién soy y sigue con la sesión. Si me visto y volvemos al salón se acabó, lo sabes.
—¡Me cago en mi puta vida! De acuerdo, continúa.
Doménico
No me iba a vestir. Por muy amargo que resultase desvelar mi pasado no veía mejor forma de hacerlo. ¿Acaso no estaba desnudando mis sentimientos, todo el dolor, mis errores y fracasos?, ¿por qué no hacerlo desnuda?
—Las consecuencias de aquella etapa no se hicieron esperar: más allá de la intimidad física que manteníamos Carlos y yo las escasas veces que venía a Madrid, era más potente la intimidad que se había establecido entre nosotros a través del teléfono durante la etapa de acoso; yo busqué refugio en él ya que me daba lo que no encontraba en Mario. No me di cuenta de que le estaba ofreciendo una imagen equívoca de nuestra relación que saltó un día cuando me declaró su amor. Para él yo era una mujer casada con un hombre débil que me daba todos los caprichos y toleraba mi aventura con Mario, y se hizo la idea de que ese supuesto marido y yo manteníamos una relación fría y tal vez al borde de la ruptura. No lo vi venir, no supe gestionar esa declaración de amor, me dio pánico que descubriera el engaño al que le habíamos sometido desde el verano y traté de hacerle razonar; sin querer le herí, tanto que se le rompió la imagen que tenía de mi, pensó que le había engañado, aunque no de la forma en que lo habíamos hecho sino de otra más interesada, una en la que prefería mantener las cosas tal cual estaban: un matrimonio de conveniencia y dos amantes que me satisfacían, Mario y él. Esa idea le llevó a despreciarme, y del despecho pasó al insulto y la ruptura.
Necesitaba un cigarrillo y Emilio corrió hasta el salón para traérmelo, el tiempo justo para borrar a solas la humedad de mis ojos.
—Mientras tanto Mario estaba a otra cosa, conociendo a una mujer, desplegando su encanto, ignorando mis llamadas de auxilio; porque lo necesitaba, no sabes cuánto lo necesitaba. Al final llamó para hablarme de su conquista y no tuve fuerzas ni ganas de compartir mi dolor con quien no había sido capaz de entenderme, como en tantas otras ocasiones en las que lo había necesitado y no estuvo. Cuando llegó, el dolor y los reproches hacia mí misma se volvieron contra él; con razón o sin ella volqué mi frustración en Mario que se sentía culpable sin saber muy bien por qué; por haberme ignorado, por ver mí amargura tal vez, y tuvimos una pelea desproporcionada en la que se mezclaron la rabia, los reproches, el sexo y una explosión de pasiones que dieron lugar a conductas que nunca nos habíamos permitido.
—¿De qué estás hablando?
No, no podía contarle los límites que sobrepasamos esa noche, ¿Cómo es que no había vuelto a recordarlo hasta ahora?
—Es igual. De aquella crisis salí decidida a no volver a llorar por un hombre. Mario estaba pletórico por su conquista y le seguí el juego que seguía empeñado en jugar. Él había sido capaz de seducir a una mujer con su labia, le demostraría hasta donde podía llegar. Así surgió el reencuentro con Doménico.
—O sea, que ya lo conocías.
—De forma casual, algo sin importancia que retomé al aceptar el pulso que me lanzaba; no me creía capaz de iniciar una relación como él había hecho con Graciela, me consideraba demasiado… convencional —por no decir cobarde— para intentarlo. En realidad trataba de provocarme. Y lo hice. No podía imaginar que ya hubiera entablado contacto con un hombre unos días antes en una cafetería por un incidente sin importancia; se lo dije, no me creyó y quise darle una lección; volví al lugar donde lo había conocido, sabía que solía desayunar allí a menudo; tomamos café y aproveché una excusa perfecta para ponerlos en contacto y que se convenciera de que su mujer era capaz de eso y mucho más. Comenzamos a fantasear con él, no teníamos la ingenuidad de la primera vez en Sevilla, yo estaba amargada por la ruptura y lo dejé rodar.
Emilio intentó intervenir y lo detuve; probablemente quería hacer un alegato en defensa de su amigo sin darse cuenta de que le faltaban datos.
—De aquel encuentro surgió un incendio. Mario y yo recuperamos la pasión que vivimos en Sevilla redoblada, aumentada, sin el freno que nos controlaba entonces, yo me sumergí en aquella historia con tal de olvidarme de Carlos, y Mario se sintió feliz de ver que respondía a lo que esperaba de mí, dispuesta a seguirle el juego, obscena a veces, libre de prejuicios. Todo era una fantasía que él deseaba convertir en realidad y, llegado el momento, ya sabría parar, o eso creía. Llegamos a un punto en el que provocamos un segundo encuentro con el italiano; desayunamos en el mismo escenario con un espía camuflado. «Quiero estar allí», había dicho, y lo preparamos al detalle: Llegaría antes y nos observaría; la idea me excitó y no fui capaz de negarme, Mario ya estaba haciendo planes de futuro, «me sentaré a su espalda, de ese modo cuando nos presentes, no me reconocerá». Esta vez quería ir de frente, ser el marido consentidor. Y acepté. Ese día fue tan intenso que apenas pude soportarlo, estaba con él, sintiendo su seducción y la presencia de Mario. Salí de allí con una propuesta; una cita por la tarde en un pub cercano y los primeros besos dedicados a Mario que nos vigilaba a unos metros.
«Tengo sed. No.»
—Ahora que lo pienso me doy cuenta de lo frágil que estaba a pesar de los intentos por aparentar una dureza que en absoluto sentía. Durante aquella cita bajé las defensas y le conté a un perfecto desconocido lo que nos había llevado a Mario y a mí a ese punto; en otras circunstancias jamás lo habría hecho porque él apenas habló de si mismo. Es un patrón de conducta que seguí más tarde con otras personas que se cruzaron conmigo: abrirme en canal sin tomar ninguna precaución; con unas me ha salido bien y otras se han aprovechado de mí. Qué ingenua he sido, ¿no?
—Estabas herida, no te recrimines.
—Doménico fue sensible a lo que le iba contando y lo manejó bien; «Sois unos cabrones», dijo después de tomarse una pausa cuando acabé, y se echó a reír para dar salida a la tensión que amenazaba con sobrepasarme; después me ofreció su opinión.
«—Sigues queriendo mi opinión?. —Carmen afirmó con un gesto mientras seguía perfilando el contorno de los ojos con un pañuelo.
—Siento una cierta simpatía por Carlos. Sí, no me mires así; el pobre jugaba a ciegas un juego del que desconocía las reglas. Te aseguro que si yo hubiera estado en su lugar me habría enamorado de ti hasta los huesos, como lo oyes. Lo que pasa es que juego con ventaja, conmigo has sido sincera desde el principio y me has contado las reglas, cosa que agradezco.
Doménico la miró con indulgencia y la besó con ternura antes de continuar. Carmen parecía una niña frágil e indefensa.
—Pobre Carlos. Conoce a una pareja de amantes. Sabe que hay por ahí un marido del que apenas le cuentan alguna que otra cosa y por si fuera poco, tu marido se desmarca y le dice que él no es ni tu novio… ¿cómo era? ah, sí, ni tu novio, ni tu hermano ni tu marido, ¡vía libre! Además llegas tú y dejas caer, como si nada, que has estado de orgía con unos amigos y además te has descolgado de Mario. Carlos cree tener el campo libre. ¡Pero…! cuando el pobre infeliz intenta darte un beso o rozarte más allá de lo permisible aparece la Carmen indecisa, la mujer decente, con escrúpulos y le frena en seco. Bien, el chico no se vuelve loco de milagro y se deja guiar por Mario. Finalmente te tiene, casi te tiene, estás a punto de ceder, de ser suya y entonces, en un arranque de carácter rompes la baraja y… No sé Carmen, intento imaginar la cara que se le debió de quedar cuando os fuisteis de allí, ¡todo porque te enteras de que hay unas habitaciones reservadas!, ¡tú, la chica de la orgía! —hizo una pausa pero Carmen permaneció muda—. Al día siguiente apareces como si nada y aceptas una nueva cita para comer juntos y despediros, lo cual parece una promesa de algo más; cita, por cierto, a la que no apareces. Jugaste con él, es como se debió sentir.
Carmen mantenía la mirada baja, parecía abatida como si estuviera escuchando una sentencia de culpabilidad.
—Al final, tras dejarle en la estacada y recuperarle, después de mucho trabajo acabas acostándote con él. Lo que ocurre es que, entretanto ha habido confidencias, amistad, intimidad y, como no podía ser menos, se vuelve loquito por ti porque, sin un marido en activo, contando con un amante cooperador y siendo como eres ¿quién no se enamora? Entonces te das cuenta de lo que está ocurriendo y cuando quieres poner las cosas en su sitio ya es tarde y lo que haces es darle una ducha de agua fría. De nuevo, en un alarde de Jekyll-Hyde en femenino, le vuelves a dejar en la estacada. ¿Te extraña que su cerebro sufra un cortocircuito y diga cosas que seguramente no piensa en realidad? Ha sido tu confidente y tu mayor apoyo durante unos meses que, según me has dado a entender, lo has pasado muy mal, te has refugiado en él, más allá de lo puramente sexual y, Carmen, se lo ha creído, eso es lo que ha pasado. Ahora se siente como un kleenex; arrugado, sucio, lleno de lágrimas y mocos, tirado al suelo, pisoteado. Por eso se revuelve contra ti, ¿te extraña?.
Carmen había seguido su razonamiento en silencio, como si estuviese descubriendo algo insospechado, agachó la cabeza y comenzó a afirmar, parecía derrotada.
—A lo mejor me he pasado un poquito. —intentó matizar al ver el efecto que sus palabras le habían causado.
—No, tienes toda la razón.
—Juegas al ajedrez? —Carmen pareció regresar de un lugar muy lejano, sin duda estaba analizando todo lo que le había hecho afrontar.
—¿Qué?, sí, más o menos, lo suficiente.
—Digamos que Carlos ha sucumbido a un jaque en el que las piezas atacantes son la dama y el rey, algún día jugaremos ese mate sobre el tablero. En este caso la dama y el rey atacantes eráis Mario y tú. No tuvo defensa posible, entre otras cosas porque el rey enemigo estaba camuflado.
—Casi parecía una pieza amiga. —dijo para sí Carmen.
—Cierto, pero en mi caso, en la partida que acabamos de empezar no hay trampas, tú me has contado de qué va el juego, sé quién es el rey, ya conozco a la reina y aunque me gusta mucho, aunque me la quiero comer entera no voy a sucumbir al jaque como el pobre Carlos.
Doménico se acercó y la besó en los labios suavemente una vez, luego otra con mayor intensidad. Se quedaron en silencio, mirándose a los ojos. Parecía tan frágil.
—Creo que necesito enrocarme para evitar este jaque de dama rey porque esos ojos negros que me están mirando pueden acabar conmigo. —dijo en un susurro y volvió a besarla arrastrándola hacia atrás cayendo ambos contra el mullido respaldo de los sillones.
—No voy a sucumbir a la dama, no, sería un imbécil si lo hiciese. —volvió a besarla con infinita suavidad—. Voy a enrocarme, necesito tiempo para establecer una alianza con el rey enemigo, esa es la mejor estrategia, sin duda: aliarme con el rey para protegerme de la dama, así podré estar cerca de ella sin correr el riesgo de acabar como él.
La mano de Doménico recorría su costado buscando la axila, sintió el roce del pulgar en la base del pecho y un disparo de placer le erizó la piel; notó como el pezón se erguía esperando más, deseando más. Carmen separó los labios y le miró a los ojos.
—¿Qué quieres decir?.
—Mario era un rival para Carlos aunque a veces funcionase como colega, pero frente a ti no dejaba de ser un oponente, un rival. —sus labios se fundieron de nuevo interrumpiendo la frase, Carmen quería saber y se separó mirándole interrogativa.—. Si Mario y yo conseguimos ser amigos, tú, su esposa, serás…. —Elevó los ojos buscando la palabra adecuada pero Carmen ya había entendido el concepto y la emoción de lo que intuía atenazó su garganta impidiéndole respirar.
—¿Intocable?
—¡Por Dios, espero que no! —imploró estrechándola— Me muero por acostarme contigo, pero… ¡ay del que intente quitarle la chica a mi amigo! ¿entiendes?
¡Claro que lo entendía! La amistad entre ambos hombres sería el antídoto contra el amor entre Doménico y ella; ese era el razonamiento del italiano. Su rostro se iluminó con una sonrisa cargada de ternura, ¿cómo podía ser tan noble?
Quizás fue la excitación acumulada, puede que fuera el alcohol o el profundo agradecimiento que sintió ante la lealtad de ese hombre que la deseaba y no pretendía robársela a su marido. Llevaba toda la tarde controlando, evitando ir más allá, deseando y al mismo tiempo frenándose. Su cuerpo vibraba, latía, ardía de deseo. Cuando Doménico la volvió a besar sus labios se abrieron sin oponer resistencia, y al mismo tiempo que su sexo se abría en sincronía con su boca, su cuerpo deseó tenerle. Su abrazo se hizo intenso, deseó cobijarle, hubiera dado un mundo por poder abrazarle también con sus muslos, por poder tenerle entre sus piernas. Sus pechos, pegados al torso masculino, rechazaban la ropa que se interponía entre ellos, querían sentir piel, roce, calor. Terminó bruscamente el beso y le fulminó con esa mirada que es capaz de hacer que te fallen las piernas.
—¿Has estado asediando las torres enemigas toda la tarde y ahora me dices te vas a enrocar? —Doménico sonrió mientras sus manos no dejaban de acariciarla.
—Sí, algo así, necesito tiempo para…
—¿Enroque corto o largo? —la miró sorprendido sin entender el sentido de su pregunta—. La torre cercana al rey o la más alejada— especificó.
—Ya, ya sé lo que… —titubeó sin llegar a comprender del todo.
—Elige —le pidió con una sonrisa seductora mientras acariciaba su mejilla.
—¿Qué más da?
—Elige —exigió con urgencia.
—Enroque largo —dijo alzando los hombros.
—Buena elección.
Carmen puso la mano izquierda sobre la que él mantenía en su costado y las hizo descender hasta la cintura al tiempo que con la derecha levantaba el jersey lo suficiente para poder ocultarlas bajo la prenda. Inició entonces un movimiento de ascenso rozando su piel. Doménico se dejaba hacer. Ambas manos se movieron en sincronía hasta alcanzar su pecho derecho sobre el que se abrieron, su propia mano y la cautiva, abarcando la copa. Carmen miró al atónito hombre que no acababa de creer lo que sucedía. Le sonrió tranquilizándole, su mirada reflejaba serenidad, pasión y un intenso placer. Era la consumación de algo muy meditado durante su discurso. No satisfecha, hizo que ambas manos se separaran de su cuerpo y con la derecha retiró la copa del sujetador luego las volvió a posar sobre su pecho desnudo. La mano derecha salió al exterior y le acarició la mejilla. La izquierda, que aún se mantenía sobre la mano cautiva como si fuera dueña de sus acciones, ejerció una leve presión que se transmitió a su seno. Le susurró con ternura rozando su oído con los labios:
—Enroque largo, rey sobre torre, la más alejada, pero me temo que eso no te libra del ataque de dama.
—Eres… eres… increíble.
Se fundieron en un beso apasionado, Doménico recorrió su pecho desnudo como si quisiera memorizarlo. Luego, pasado el primer momento, comenzó a acariciarlo con suavidad, jugando con su pezón, arrancándole gemidos entrecortados. Tardó poco en desnudarle el otro pecho; su mano vagaba de uno a otro como si no acabase de creer el regalo que le había hecho.»
—Deseaba acostarse conmigo pero no a costa de romper nuestro matrimonio, algo que Mario nunca llegó a entender. Esa forma tan sincera de plantear la relación, después de tantos engaños, me ganó por completo. Cuando llegó me encontró entregada en sus brazos; al darse cuenta de su presencia intentó retirar la mano que me acariciaba por debajo del jersey; «Es Mario», le dije y mi serenidad le hizo entender lo que estaba ocurriendo; continuó a lo que estaba, besándome y torturando mi pecho, luego le saludamos y lo invitó a sentarse. Fue el comienzo del juego, Mario asumió su papel de consentidor más allá de lo que lo había vivido con Carlos, porque esta vez no ocultábamos nada y dejó que el italiano ocupara su lugar en todos los sentidos. Nunca pensé que aceptaría entregarme a otro hombre delante de él como lo hice en aquel pub, y que lo gozara tanto.
—Sin embargo no era nuevo, ya habías pasado por algo similar.
—Lo que sucedió en el pub fue otra cosa; Doménico tomó posesión de mí, no solo de mi cuerpo, y yo lo permití y lo disfruté porque estaba ocurriendo delante de mi esposo, él lo observaba y consentía, yo cedía y aceptaba encantada; el italiano se apropiaba de mi persona en cada gesto, con cada palabra, cada vez que indagaba en mi vida privada y yo respondía sin reparo, al mismo tiempo se movía por debajo de mi ropa con total libertad y nos besábamos con furia. Y Mario, consentía. Lo de Carlos fue más civilizado, sin embargo aquí no hubo negociación, era… la invasión de Roma por los bárbaros, no sé si me explico.
—Y debo suponer que es lo que Mario deseaba.
—Deberías haber visto su cara. Y te sorprendería lo que llegó a hacer con mi vaquero para facilitarle las cosas. A nosotros nos faltaban manos.
Emilio reaccionó igual que si le hubiera lanzado un jarro de agua helada a la cara.
—¿Me estás diciendo que tu marido, en mitad de un pub…?
—¿Necesitas que te lo explique? Doménico no lograba traspasar la cintura del vaquero, era demasiado estrecho para lo que pretendía, estábamos demasiado ocupados comiéndonos la boca, por más que metía tripa para ayudarle no conseguía introducir algo más que los nudillos. Fue tu amigo Mario quien desabrochó el cinturón, fue él quien soltó el botón, bajó la cremallera y no contento con eso, tironeó de la cintura; la sacudida rompió el embrujo en el que estaba, no me lo podía creer, nos miramos y me dijo «levanta un poco, estarás mejor», alcé el culo y arrastró el pantalón y la braga lo suficiente para que los dedos de Doménico se deslizaran libres. Tuve un orgasmo que no olvidaré jamás. Todo gracias a Mario.
Emilio parecía consternado y decidí seguir.
—Estuvimos en su casa, allí se consumó la transición de nuestro matrimonio; Doménico tiene un carácter muy dominante y tomó el control por completo; Mario se replegó y dejó que terminara de hacerse conmigo. Yo seguía dolida, no sabía hasta qué punto y dejé que brotara todo el dolor que me consumía convertido en locura, me iba a entregar y lo haría pisando a fondo. El punto de inflexión fue cuando Doménico tiró de la droga para aguantar el ritmo que llevábamos y Mario no solo no se negó sino que participó; sus propios miedos a no poder competir con él le llevaron a plegarse. Cuando me enteré se me vino el mundo encima; tú sabes lo que pienso sobre las drogas y lo mucho que he trabajado en ese área. No se me ocurrió otra forma de abrirle los ojos que ponerme en situación de riesgo, pensé que si hacía intención de tomarla reaccionaría; pero no, estaba tan ciego que no reaccionó y yo… lo di todo por perdido. El cansancio, el hastío, las decepciones, lo mucho que había llorado, ¿Es suficiente justificación? No lo es, ya lo sé. Me lancé por la misma pendiente que se había lanzado la persona que más me importaba.
—¡Qué insensatez, qué locura!
—Tendrías que haber estado allí, fue lo único que se me ocurrió para hacerle reaccionar y cuando vi esa absurda indiferencia ante el riesgo que estaba dispuesta a asumir tiré la toalla, me dio todo igual, qué sé yo.
«Si pudiera volver atrás…»
—Doménico, o la droga, me hizo ser otra, sentir y actuar de una manera diferente, y cambió la imagen que tenía de Mario, lo bajé del pedestal en el que, a pesar de todo lo que había sucedido, lo seguía manteniendo. Volvimos a casa pero yo ya no era la misma, habían pasado demasiadas cosas, se habían derribado demasiados mitos y había descubierto tantas cosas nuevas que ya nada iba a ser igual. Por de pronto sabía que no quería renunciar a lo que había vivido, me sentía nueva, renovada tras tanto fracaso. Y no quería renunciar a Doménico, era algo que tenía claro, no sabía por cuanto tiempo; la experiencia me había sabido a poco y deseaba seguir explorándome. Hablamos, le reproché su conducta, le dije lo que me estaba sucediendo y cuales eran mis intenciones, esperaba contar con su complicidad, era algo que habíamos vivido juntos. Sin embargo reaccionó mal, muy mal, en lugar de dialogar me atacó, me insultó como nunca lo había hecho. ¿Cómo es posible que la misma persona que me había entregado a Doménico en el pub se escandalizara porque deseara volver a ver al hombre con el que me había compartido, tú lo entiendes? No, lo siento, olvida lo que he dicho, no tengo intención de hacer que tomes partido por uno de los dos.
—Lo sé, no te preocupes.
—Decidí tomar distancia para evitar que pudiéramos dañarnos de forma irreparable. No sabía que estaba a punto de comenzar la bajada a los infiernos.
—Eso fue cuando te marchaste de casa, ¿no?
—No vi otra salida, jamás le había visto tan agresivo.
—Ni yo, pasó una época fatal, estaba irreconocible.
Los recuerdos le impedían continuar, debieron de ser unos días difíciles para él. Tenía que rebajar la carga emocional.
—Hagamos un descanso, ¿quieres tomar algo?
—Pues…
—¿Una tónica?
—Por favor.
Iba a ponerme las zapatillas y lo pensé mejor: una puta no calza zapatillas.
—A algunos clientes les gusta que use tacones, ¿te apetece?
—No lo sé, tal vez.
—Sabes que puedes pedir lo que quieras.
—Sí, póntelos. —Sonreí, quería que viera cuánto me gratificaba si tomaba la iniciativa.
Abrí el armario y escogí unos stiletto negros. Me planté delante de él con las piernas ligeramente separadas y bien erguida, sacando pecho; di un giro para que viera cómo unos buenos tacones, si se saben llevar, realzan el culo.
—Qué, ¿te gusta?
—Es… estás espectacular.
Qué diferente era del Emilio que llegó una hora antes, había ganado confianza.
—Vaya, gracias. Ven, acompáñame y me ayudas.
Vino conmigo, en realidad hice que me siguiera, el efecto era más potente si podía ver el baile de caderas y el movimiento del culo al caminar por el pasillo al ritmo que marcaban los tacones.
—Ahí, en ese armario tienes los vasos; ¿prefieres Coca Cola o Nestea? —le ofrecí, inclinada con la puerta del frigorífico abierta—. Deja mi culo y contéstame.
En realidad era otra cosa que asomaba entre mis nalgas lo que le había dejado sin habla; levantó la vista, tenía los ojos muy abiertos, otra vez aparecía el Emilio adolescente.
—Eh… tónica, por favor.
—Yo también, ¿has sacado los vasos? —Volví a agacharme de la misma manera para sacar los hielos del congelador, con las piernas bien rectas; estaba dispuesta a acabar con su resistencia y Emilio apenas disimuló las miradas al mundo que se le ofrecía más allá de mi glúteos. Volvimos a la alcoba con las bebidas y me recliné en el cabecero. Di un par de golpes en el colchón.
—¿No quieres sentarte a mi lado?
—Bueno. —Dejó el vaso en la mesilla de Mario, se descalzó y apoyó los riñones en la almohada, como yo, solo que yo estaba desnuda y a él le sobraba mucha ropa.
—¿Por que no te quitas el polo? Está empezando a hacer calor y si pongo el aire acondicionado voy a pasar frío.
—Tienes razón —concedió después de pensárselo. Me llegó un potente aroma masculino. Qué vergonzoso, parecía que se hubiera desnudado; jugué con su pudor, me solacé en el abundante vello canoso que poblaba su pecho y asomaba por las axilas y logré sacarle los colores; se conservaba bien para sus cincuenta años salvo una descuidada barriga que no me desagradó, tampoco era más voluminosa que el abdomen de Tomás que en ocasiones me resultaba tan acogedor.
—¿Por dónde íbamos? —dije para acabar con el suplicio al que lo estaba sometiendo.
—Por la bajada a los infiernos —respondió y me apretó la mano.
—Es curioso, la palabra puta siempre ha estado presente de una u otra forma en nuestra vida; Mario me educó en el terreno sexual, ya te lo he dicho; yo tenía muy poca experiencia cuando le conocí y puedo decir que me lo enseñó todo. Una de las cosas que me sorprendió al principio fue que, en los momentos de mayor excitación, me llamara puta o zorra; la sorpresa daba paso al morbo pero —ahora lo sé— la excitación ocultaba un sabor inquietante que entonces confundía con la novedad de sentirme tratada de una manera insólita y fuertemente morbosa. Lo acepté porque me enardecía y olvidé ese otro componente turbador. Puta se convirtió en un aliciente en nuestra vida sexual carente de valor vejatorio, supongo que lo entiendes. A raíz de la discusión que tuvimos en casa al regresar de nuestra aventura con el italiano, Mario utilizó esa palabra como un dardo; me respondió a gritos que no estaba preparado para verme como la puta de Doménico, esa fue la primera de muchas otras veces en las que «puta», en su boca, se volvió un insulto doloroso; me vi obligada a abandonar nuestra casa porque pensé que si no tomábamos perspectiva íbamos a decirnos cosas irreparables.
—En esa época Mario estuvo irreconocible, llegó a preocuparme seriamente.
—Y a mí Emilio, a mí también; aunque no estaba lo conozco y sabía por lo que estaba pasando. ¿Y yo, quién se preocupaba por mi?
—Lo siento.
—Nadie, no podía hablar con nadie, ¿qué iba a decir, que me había acostado con un hombre porque a mi marido le excitaba y que después se había asustado?, ¿qué me había ido a vivir con él porque Mario me consideraba una puta? No, tampoco sería del todo cierto. Estaba desolada y no vi o no quise ver otra alternativa que aceptar la oferta que me hizo mi amante, era el único que calmaba mi angustia y me dejé llevar. Al menos él trataba de hacerme feliz por todos los medios y yo intentaba aparentarlo, ganar tiempo, no sé lo que pretendía. Hasta que Mario, que me seguía a todas partes de una manera obsesiva, me vio llegar una madrugada con Doménico y unos amigos de una fiesta que había organizado para mí y pensó algo absurdo, aunque no carecía de base porque cuando estuvimos los tres juntos se sugirió una orgía con sus amigos, algo que no llegó a consumarse.
—¿Lo aclaraste?
—No me dio la oportunidad. En aquella fiesta pasaron otras cosas, pero no me acosté con sus amigos, no entonces. Doménico me presentó como su pareja, su donna, y yo lo permití; me quería suya y libre, y yo lo acepté; me puso un modelo a seguir: Piera, una exnovia italiana con una fuerte personalidad a la que consideré mi rival y con la que competí sin motivo; hice cosas sin sentido, perdí el control, volví a consumir drogas y entablé relación con una persona que me hizo mucho daño: Mahmud y sus teorías misóginas que encontraron en mí el terreno abonado y… No quiero seguir hablando de él. En el otro lado de la balanza, en el positivo, conocí a Irene, una mujer encantadora que me abrió a un mundo que no conocía, las relaciones entre mujeres, fue dulce y delicada conmigo, es maravillosa.
Dejé caer la cabeza, me perdí en el techo y surgió la cita con Mario; me había visto regresar con los amigos de Doménico, no me dejaba explicarme, ya me había juzgado y lo di todo por perdido: «Ya lo has conseguido, me gusta follar, no sabes cuánto me gusta meterme una polla en la boca y mamarla hasta que se corre y me la llena de leche ¿es eso lo que querías, no? pues ya lo tienes», esa frase lanzada a la cara fue el producto de la desesperación y marcó el final de una etapa; «¡puta, puta, puta!» me decía a mí misma; Emprendí la huida, apareció Borja, fue la primera vez que estuve a punto de venderme, afortunadamente llegó Irene al rescate. Pero se tuvo que marchar y me quedé sola otra vez. Mi vida se estaba derrumbando y también afectó a mi trabajo. Mi jefe, alertado por mi comportamiento errático, me ofreció un tiempo para que me serenara. Sentí que todos me apartaban de su lado.
—¿Todos, quienes?
—Mario me repudió cuando había tratado de acercarme; Irene se marchó en el momento que más la necesitaba; Doménico, mi único punto de apoyo, me daba de lado y volvía con Piera, es como lo interpreté cuando los encontré en la cama. Y ahora mi jefe me apartaba de mi trabajo que era lo que podía mantenerme unida a lo que siempre había sido. Me derrumbé. Para colmo volví a casa para recoger algo de ropa y algunas otras cosas y me encontré a Mario con Graciela, me sentí desterrada de lo que había sido mi vida. Por puta, por zorra. Volví a casa de Irene, el único lugar donde no me sentía repudiada aunque sola, muy sola. Esa tarde salí a la calle vestida y arreglada a su estilo, incluso con su ropa; en un arrebato entré en una peluquería y me corté la melena que me ligaba a la mujer que había sido y ya no era; todo gestos cargados de simbolismo. Mis pasos me dirigieron al pub al que me había llevado Irene, un lugar exclusivo para mujeres donde estaría libre de asedios que no deseaba. Allí conocí a una mujer muy diferente a ella, una mujer madura en la que me volqué para superar la ausencia de todos los que me rechazaban. Claudia es muy distinta, demasiado dominante; bebí, hablé demasiado, estaba sola y acepté irme con ella. Yo ya había pasado por las drogas y en su casa volví a caer de una manera descontrolada; Pasamos la noche entre sexo, drogas y alcohol. Una locura.
—Carmen, ¿no hubiera sido mejor…?
—Calla. Bien entrada la madrugada… agotada, me dejé dormir en su cama, seguía bajo el efecto de las drogas. Claudia… no sé, creo que se estaba duchando y… apareció su marido y me violó traspasando la frontera de un sueño en el que Mario y yo hacíamos el amor en una playa. Ese sueño distorsionó mi percepción de lo que estaba sucediendo, incluso mi respuesta pudo parecer receptiva ofreciendo una falsa justificación al violador.
—Dios mío, Dios mío; no entiendo por qué…
—Déjalo, no entremos en eso ahora. Después de aquello la única voz que se preocupó por mí fue la de Doménico, su llamada interesándose por mí me sacó del vacío, de la nada; nos vimos en la misma cafetería donde nos conocimos y acepté volver a su casa, no tenía dónde ir. Justo el día que se celebraba el campeonato de motos y juntaba a sus amigos para verlo. Acudí con un sentimiento fatalista. Volvía a sobrevolar la sombra de la orgía nunca consumada; Mario podía haber aceptado esa misma noche y habría sucedido, pero no se atrevió a dar un paso que deseaba; yo habría dado por bueno tanto un sí como un no, pero su silencio me pareció de una cobardía inmensa. Sin embargo, cuando le cité para intentar una reconciliación, él la saboteó acusándome de haber hecho realidad aquella orgia basándose en que me había visto volver de madrugada con los amigos de Doménico, para él resultaba evidente que me los había follado, era una puta, ¿no te parece hipócrita? Con esa sensación de profecía cumplida acudí a ver el campeonato de motos; allí estarían todos los actores, cualquier cosa podía pasar. Y pasó.
No siento nada, solo lástima por el mal trago que le estoy haciendo pasar. Debo continuar.
—Había tocado fondo y me alejé de todo, abandoné Madrid y fui a un pueblo de montaña a hacer lo que mejor sé: terapia, en este caso conmigo misma. No fue fácil, cuántas veces estuve a punto de desistir, en ocasiones pensaba que... —No, no podía hablarle de los momentos de confusión y agotamiento en los que trataba a la náufraga como alguien ajena a mí—. Después, al regreso, apareció Tomás y me ofreció un lugar donde continuar mi auto análisis antes de intentarlo con Mario una vez más. Yo ya era otra, y Tomás, además de amigo y confidente se convirtió en mi amante, y lo sigue siendo. Me ayudó mucho a superar la soledad, no se qué hubiera hecho sin él. Llegó la semana santa, estaba preparada para intentarlo de nuevo con Mario, había visto indicios de que él también estaba dispuesto y nos encerramos en nuestra casa de la sierra a tratar de reconciliarnos hablando todo, sin secretos, hasta el último detalle. Todo iba bien hasta que se torció; casi al final, agotados y con temas pendientes de poner en común, propuso que usásemos la coca para aguantar, teníamos que conseguir nuestro objetivo antes de que terminara la semana aunque no durmiésemos; le advertí del peligro, insistió y acabé transigiendo. El resultado fue desastroso, Mario no metaboliza bien la coca y perdió el control, de ahí vino la terapia de puta. Tergiversó todo lo que habíamos estado hablando y me violó brutalmente; si antes me llamaba puta, ese día lo convirtió en un mantra que utilizó mientras me usaba de prostituta, fue la primera vez que alguien me pagó por sexo y esa persona tuvo que ser él, mi propio marido. Aquel día desperté, Emilio, entendí lo que soy, al fin y al cabo no es tan malo descubrir la propia naturaleza; puedo convivir con mi auténtico ser: soy puta de la misma manera que soy hermana, hija, mujer o doctora, todo es compatible. Cuando lo descubrí pensé que tenía que usar esa nueva vía que se me presentaba para entender por qué soy lo que soy. Estoy segura de que la raíz está en ese sueño juvenil, casi infantil. Si lo escenifico, si lo vivo probablemente encuentre el origen. ¿Entiendes ahora por qué estoy ejerciendo la prostitución?
Carmela
Emilio quedó sumido en un profundo silencio que no quise perturbar.
—No sabía nada de esto.
—No podías saberlo, Mario solo te ha contado una parte.
—Sigo pensando que es un error, Mario te… reeducó mientras te sometía a un estrés sexual y te repetía «soy una puta».
—Me hacía repetirlo sin descanso, fue agotador.
—Sabes perfectamente qué técnica utilizó, es indignante.
—Lo sé, sin embargo creo que voy por buen camino, cada vez tengo más pistas.
Había tanta pena en sus ojos que no pude mantener la mirada, no tenía sentido seguir profundizando y lo aceptó con alivio.
—Es tarde —dijo tras una pausa—, tal vez debería irme.
Me incorporé para alcanzar a ver el reloj de la mesita, tuve que hincar una rodilla y cruzarme por encima, habíamos sobrepasado el tiempo pactado con creces. Entonces sentí su mano en mi pecho.
—Eh… —exclamé movida por la sorpresa, por fin había cruzado la barrera y no dejé duda de que me había gustado; sin embargo apartó la mano como si se hubiera abrasado.
—Perdona, lo siento.
—No pidas perdón, has pagado sesenta mil pesetas por estar conmigo; puedes tocarme, puedes hacer lo que desees.
—Es que no dejo de pensar quién eres.
—Olvídate. Soy la prostituta que has contratado; no me llames Carmen si te recuerda a Mario, llámame… Carmela.
No sé de dónde salió ese nombre, despertó una especie de dejà vú que no conseguí identificar. Carmela no era algo casual, tenía que ver conmigo y no lograba saber por qué.
—Carmela, buena idea.
Alguien tenía que dar el primer paso. La lástima que había en sus ojos me desgarraba por dentro, tenía que apartarla. Le besé y se sorprendió, le besé de nuevo y sus manos se adueñaron de mi cuerpo. Nos besamos y se hizo conmigo, me volcó y lo vi sobre mí, había abandonado su actitud pasiva y se dedicó de lleno a recorrer mis pechos, estiré los brazos por encima de la almohada para darle pleno acceso y lo dejé disfrutar y disfruté, fue cuestión de minutos que su boca se apoderara de mis pezones; liberado el deseo no lo volvió violento, no lo esperaba de él, me besó con cautela, temía dañarme si movía los aros y le enseñé a hacerlo, le dije el placer que podía proporcionarme y se esmeró. Sabía que podía ser un buen amante y no me estaba defraudando. Regresó a mi rostro, sonreía como un niño, me besó la frente, los ojos, las orejas, las mejillas antes de sucumbir a mi boca. Había que avanzar y se dejó guiar; fui yo quien lo desnudó y fui yo quien se dedicó a darle lo que ninguna otra mujer le había dado hasta entonces: Después de acariciar su verga y tantear las gruesas pelotas me agaché y comencé una lenta mamada; debía ser cuidadosa, no quería precipitar el final antes de que pudiera disfrutar de todo lo que podía ofrecerle. Emilio, mi querido Emilio en mi boca. Se incorporó para tener un plano completo de lo que la esposa de su mejor amigo le estaba haciendo y me dedicó una tierna caricia en la cabeza; lo miré con su virilidad apoyada en la mejilla anunciando lo que estaba por llegar. Trepé por su cuerpo y le hice caer. Lo monté y fui atravesándome despacio, cuando estuve clavada me detuve, quería que me sintiera. Emilio tenía el rostro desencajado, llevé sus manos a mis tetas y comencé a danzar sin dejar de mirarle a la cara, quería correrme con él, tenía que hacerlo y bajé una mano para acompañar el ritmo de mi danza. No eran solo las tetas lo que sus manos buscaban, toda mi piel, las caderas, el vientre, cada rincón a su alcance era pasto de sus dedos. Cuando le vi crisparse me froté una loca; Emilio botó en el colchón sin hacer ni un ruido, yo gemí por los dos y me desplomé sobre su pecho.
La náufraga
—¿En qué estabas pensando cuando me ofreciste el dinero?
Emilio miraba al techo, intentaba respirar con normalidad después del esfuerzo. Yo procuraba que, después de consumado el acto, no se viniera abajo y admitiera lo ocurrido. Le acariciaba el pecho y el abdomen sin atosigarle.
—Pensé que si te enfrentaba a la disyuntiva de tener que tratarme como un cliente te vendrías abajo y reflexionarías, eres como una hija para mí, te he visto madurar, ¿qué tenías cuando te conocí? Veintipocos, una niña.
Recordé lo bien acogida que me sentí cuando apenas era una recién licenciada. Dejé atrás los recuerdos y volví al presente.
—Te equivocaste, infravaloraste lo que te estaba contando, puede que ni siquiera me escucharas; seguías viendo a esa niña, a la mujer de tu amigo. Por eso acepté tu dinero, para hacer que me conocieras. Tampoco pensaba llegar tan lejos, te lo aseguro. —Le miré; mi querido Emilio, tan juicioso y en el fondo tan inocente. Le acaricié la mejilla— ¿Te arrepientes?
—No quiero pensarlo; ya sabes cómo soy, no voy a poder evitarlo.
—El serio y formal profesor. Siempre me ha parecido que te proteges tras esa coraza, lo intuyo en tus ojos, veo a un hombre sensible necesitado de…
—¿Me vas a echar las cartas? No te imagino leyéndome las líneas de la mano.
—Te escabulles; está bien, no sigo. Por cierto, con todo lo previsor que sueles ser me extraña que no te haya importado hacerlo sin condón.
Vi asomar el temor en su rostro hasta ese momento relajado.
—No lo pensé, ha sido todo tan imprevisto… no se me ha pasado por la cabeza que pudieras…
—¿Ser seropositiva? Tranquilo, estoy sana, nunca lo hago a pelo (casi nunca, pero no era cuestión de alarmarlo); además, me hago análisis cada poco tiempo. No te haría algo así.
—Estoy seguro.
—¿Te he asustado?
—Se incorporó sobre el codo; lo tenía casi sobre mí, a la distancia de un beso.
— A mi edad pocas cosas me asustan. Sin embargo me sorprende la tranquilidad con la que hablas de algo que te puede costar la vida.
—Te equivocas si piensas que no me preocupa, puede que al principio actuase de un modo ciertamente irresponsable, ambos lo hicimos; pero a partir de un punto puse los medios. Tuve suerte, ya ves, si no hubiera aparecido Tomás puede que a estas alturas estuviese… No quiero pensarlo. Estaba decidida a empezar la carrera de cualquier manera, habría caído en manos de cualquier desaprensivo, Tomás se dio cuenta y ya que no consiguió disuadirme me condujo por el camino adecuado; gracias a él lo estoy haciendo de la mejor manera posible. No le tengo miedo al sida, le tengo respeto.
—Y hasta cuándo vas a seguir.
—Te lo he dicho, hasta que encuentre respuestas. Quiero dárselas a esa niña que se despertaba temblando por causa de unas imágenes que no debería soñar. Quiero acabar la terapia que inicié en la montaña con esa Carmen superviviente de un naufragio y para la que aún no tengo respuestas; se sentía frágil, herida, desorientada y aunque me esforcé en tomar distancia y ser terapeuta sabes que no es fácil evitar empatizar con los pacientes y en mi caso mucho más. La náufraga me atormentaba, aún lo hace porque me acompaña cada día, forma parte de mí y, te voy a confesar algo: cuando la veo sufrir, reacciono como lo hacen en el colegio las chicas fuertes que protegen a las que están siendo acosadas; me pongo delante de ella y le digo, «Venga, vamos»; nadie nos puede hacer daño.
Emilio me estudiaba en silencio. Sonreí para tratar de arreglar lo que se me había ido de las manos.
—¿A que ha quedado bonito? Me ha salido una metáfora un tanto poética. En realidad es más simple: Cuando llego a mi límite tengo dos opciones, hundirme y echarme a llorar o sacar fuerzas de donde no pensaba que las tuviera y tirar para delante. ¿Qué te pensabas?
No tuvo ocasión de responder, mi teléfono comenzó a sonar, me levanté de un salto y fui a por él.
—Hola, papá. —respondí de vuelta por el pasillo.
—Hola, cielo, ¿a qué hora vas a venir?
—No sé ni la hora que es, me he liado con las jardineras y… —le eché un ojo al reloj de la mesita, aún era pronto—, sobre las dos o dos y media, tengo que terminar de recoger, ducharme y esas cosas. —le saqué la lengua a Emilio que me seguía embelesado.
—Estupendo, entonces empiezo a preparar la barbacoa sobre esa hora.
—¿Quieres que lleve algo? —pregunté dando vueltas a los pies de la cama, haciendo que no me daba cuenta de que no me quitaba ojo.
—No hace falta, no tardes.
—Un beso, papi.
Dejé el móvil en la coqueta y lo observé.
—¿Se te ha pasado el susto? —Sonrió, espantando una mosca invisible con la mano.
—No te causa problema…
—¿El qué, hablar con mi padre mientras estoy con un cliente? No lo hubiera hecho si no estuviera con alguien de confianza, no me sentiría cómoda.
—¿Y conmigo lo has estado?
—¿No se notaba?
—Eres fantástica.
—No creas, tengo mis defectos.
—Pues yo no los veo.
Me senté en la cama y bebí un sorbo, no tardó en echarme los brazos para que me recostara.
—Porque ahora estás deslumbrado.
Nos besamos buscando el encaje de nuestros cuerpos, me recordaba tanto a Tomás…
—Mario dice que los prefieres mayores.
—No lo dirá por él, cuando nos conocimos tenía treinta y pocos.
—Y tú eras una cría. Dice que el hombre que te… no sé cómo decirlo.
—Tomás. No es un proxeneta ni un chulo, si quieres ponerle una etiqueta piensa en él como el hombre que me protege.
—Dice que tenéis una relación que raya lo incestuoso.
—Puede ser. Además de protegerme y darme trabajo es un sujeto de mi teoría. Sé que hay algo de incestuoso en nuestra relación, podría evitarlo sin embargo prefiero afrontarlo y ver a dónde me conduce, es lo mismo que estoy haciendo con la prostitución, en lugar de negarlo le planto cara y lo estudio.
—¿No tienes miedo de lo que puedes encontrarte?
—Más miedo me daría fingir que no ocurre.
—Siempre he sabido que eras un mujer valiente, no sabía hasta qué punto.
«Ha pasado un ángel», mi abuela lo habría dicho. Nos habíamos quedado envueltos en nuestros propios pensamientos, estábamos tan relajados que volví a pensar en lo que había dicho: Me sentía protegida en los brazos de un hombre mayor, los besos que repartía aquí y allá por mi frente me causaban una gran paz, era algo que se hundía en lo más profundo de mis recuerdos y que no tenía connotación sexual alguna. Qué curioso; el hecho de refugiarme en el cuerpo mullido de Tomás tras haber hecho el amor me provocaba una sensación incomparable. Hasta ahora.
—Y a Mario, ¿qué le decimos?
—La verdad, siempre está al tanto de todo. —Observé su preocupación y continué:
—Creo que en este caso deberías ser tú quien se lo cuente primero, es tu amigo.
—No es algo para hablar por teléfono.
—No, tienes razón.
—Volveré a Sevilla. Lo que no sé es qué…
—Mario no te lo va a recriminar, lo entenderá.
—¿Y qué le cuento?, y hasta dónde.
—Si quieres se lo digo yo, nosotros hablamos con absoluta claridad de mi trabajo; le diré que he estado contigo y el motivo, creo que eres tú el que debe ir más allá, además pienso que ayudaría a distender la conversación y os afianzaría más en esta nueva etapa.
—¿Tú crees que compartir detalles sobre cómo hemos follado nos puede ayudar?
—No seas tan escéptico, va a ser una conversación complicada y eso relajará el ambiente, disolverá tensiones; aunque estoy segura de que Mario no va a estar nada tenso.
Dejé que lo pensara, no iba a ser fácil para Emilio.
—¿Cuándo dijiste lo de las veinte mil, hablabas en serio?
Levanté la cara, Emilio forzó el cuello para poder encontrarse conmigo. Bajé la mano que acariciaba su vientre y topé con la verga gruesa y húmeda, la sobrepasé y alcancé la bolsa blanda donde se movieron libres las dos bolas entre mis dedos.
—¿Lo has hecho alguna vez?
—No, nunca.
—Yo te enseñaré, si me dejas lo pasaremos muy bien pero si te pones nervioso me puedes hacer mucho daño.
—Por nada del mundo querría hacerte daño.
Me desperecé y nos besamos.
—Tendrá que ser la próxima vez, hoy se me ha hecho tarde. Llámame cuando quieras. No, tranquilo —lo detuve—, no te estoy echando, aún tenemos tiempo.
Seguí acariciándole las pelotas, seguimos besándonos; cuando el deseo creció le ayudé a que me montase y volviese a follarme despacio, con los codos clavados a un lado y a otro sin dejar de mirarme a los ojos, tan cerca que podía besarme la cara y la boca y el cuello y los hombros.
No quiso condón.
…..
—La próxima vez que nos veamos no tienes por qué sentir culpa o vergüenza; Mario estará al tanto de lo sucedido, vuestra relación no se va a ver resentida, esto es otra dimensión que no afecta a quienes somos. ¿Lo entiendes?
—No va a ser fácil, Carmen, no sé si podré.
Desde que entramos en el baño se había encerrado en un mutismo que no pintaba nada bien; ahí estaba el temor que anunció. Tenía que hacer todo lo posible por atajarlo.
—Podrás. —Solté la toalla y la dejé caer al bidé—. Mírame bien, acabamos de follar, mírame. Ven, tócame; no, no quites la mano. Ahora piensa quién soy: Carmen, la mujer de tu socio. No, sigue tocándome; lo haces muy bien, por cierto. Tócame con la otra mano, en el pecho, así muy bien. Sí, mételo. Así… ahora mete dos… sí. Ahora piensa en mí como Carmela, la puta a la que vas dar por el culo ¿sí?
—Sí, lo voy a hacer, lo voy a hacer, Carmela.
—Tranquilo. Cuando nos volvamos a ver te acordarás de este momento, tú y yo, frente a frente, con tus dedos en mi coño, tocándome las tetas; te gustan, ¿verdad? Sí, claro que te gustan, mira cómo se te ha puesto, me estás dejando la mano empapada. Decía que cuando nos volvamos a ver te acordarás de que te tenía cogida la polla y de que te… (detuve el discurso y lo besé, un largo repaso de mis labios en los suyos) besaba, estaremos en el decanato, puede que coincidamos en el colegio, o en la fiesta que dais en Octubre, y nos saludaremos igual que siempre; porque ni tú, ni yo, ni Mario nos sentiremos culpables por esto; es más, me apuesto lo que quieras a que para entonces ya me habrás comido el coño un par de veces por lo menos.
—¿Tú crees?
—Estoy convencida.
Le di un piquito y otro mientras lo masturbaba suavemente, él no había dejado de hundir y sacar los dedos; llevó la mano que acariciaba la teta a mis riñones, yo seguía dándole besos cortos y juguetones, y me atrajo para convertirlos en un beso apasionado y potente.
—Estoy seguro de que podremos estar juntos sin ningún problema, salvo que me empalme como ahora.
Me eché a reír.
—Cuando quieras volver a estar conmigo no tienes más que llamar a Carmela.
—Y pagarte.
—Y pagarme. No te acuestas con la mujer de tu socio, follas con una prostituta.
—No quería decir…
—No te preocupes.
Nos comimos la boca, no había soltado la presa, mi mano actuó por su cuenta y estrujó el glande, la naturaleza hizo el resto, sentí latir su corazón en mis dedos y me inundó a oleadas.
—Dios santo, nunca en mi vida he podido… tres veces seguidas. Eres divina. Vaya, cómo he puesto todo. —se excusó señalando los goterones del suelo.
—No te preocupes, ahora se recoge, y en cuanto a esto… —me agaché y se la chupé hasta dejarla limpia, luego hice lo mismo con mi mano llena de restos—. ¿Qué? no te quejarás, servicio completo, ¿o preferías un kleenex?
—Con razón dice Mario que eres insaciable. Oh, vaya, lo siento —añadió al ver mi gesto de desagrado—, no he debido decirlo.
—No pasa nada, ¿eso dice Mario de mí?
—Bueno, alguna vez y no se lo permito, no me gusta que alardee de esa manera.
—¿Ah sí?, ¿alardea?
—¡No! me he expresado mal. A ver, en fin, en un sentido alardea, es cierto, pero no de él, de ti, de tu capacidad de… no sé lo que estoy diciendo.
—De mi aguante sexual, de mi ninfomanía. —dije exagerando el tono.
—Lo siento, soy un estúpido. — Era el momento de acabar con el tercer grado porque no se lo merecía, lo abracé.
—No tienes la culpa de tener por amigo a un hombre al que adoro a pesar de ser un puñetero inmaduro. Espero que no vaya diciendo esas cosas por ahí y solo presuma de mujer contigo.
—No creo que se atreva, lo hace porque tenemos mucha confianza y ya te digo que en cuanto empieza con esas le corto la conversación.
—Me pica la curiosidad, ¿Qué te dice?
—No, por favor. No sé —dijo al ver que no me iba a rendir—, a veces cuando salimos a desayunar me cuenta que lo has dejado agotado porque no le has dado tregua en toda la noche, o que… Yo ya sabía que haces unas mamadas geniales, me lo había dicho; que te traspasa la garganta sin ninguna dificultad. Nunca le he dado pie a ese tipo de conversaciones, te lo prometo, me parece que viola vuestra intimidad y con el tiempo he conseguido que deje de hacerlo aunque todavía hoy de vez en cuando suelta alguna cosita, pero sabe que no me gusta.
—Conque soy insaciable, ¿Y tú qué opinas?
—Carmen, por favor…
—No seas bobo, estoy jugando.
…..
Estábamos en la puerta a punto de despedirnos, habíamos cambiado de registro; de nuevo Carmen y Emilio a escena.
—Me alegro de que hayamos hablado.
—Yo también, ahora lo tengo todo claro y no hace falta que te lo diga, sabes donde me tienes.
—Gracias, Emilio.
Ya se iba, pero no acababa de marcharse.
—Esa noche Mario me contó una teoría un poco extraña, supongo que el alcohol influyó bastante. Me dijo que formáis una especie de sistema… déjame que haga memoria. Una órbita heliocéntrica, si se acerca demasiado a ti, se quema, si se aleja te añora. Ya te dije que había bebido.
—No sé qué decir, no suena bien, nunca me ha dicho nada parecido. Tal vez por eso necesite tanto a Elvira, la mujer de Santiago. Para calmar las llagas que le provoco.
—No digas eso.
Se marchó y me dejó un poso amargo todo el fin de semana.