Diario de un consentidor Horríbilis

Con otra mirada

Diario de un Consentidor. Horríbilis

Tenía dos llamadas perdidas y seguía callada. No sabía cómo encauzar lo que fuéramos a hablar hasta llegar al motivo que me acercaba a Sara, un motivo que podía parecer interesado y que desdibujaría cualquier cosa que estuviera por llegar. Dios, ¿en eso estaba pensando?

Porque esa era la realidad, Sara me atraía desde el mismo día en que me sacó a bailar con Sade, con Tino Casal y llovieron hombres, aleluya. ¿Y qué, si me atraía? yo por entonces estaba ciega, aunque tal vez no fue entonces sino mucho antes y no me di cuenta hasta mi despertar. Y si ahora descubría el trasfondo de mi interés por ella, qué podía pensar. Todo pendía de un hilo, el hilo transmisor que debía construir para explicarme. Y aún no había dado con él.

El tiempo jugaba en mi contra, lo que pasó en el estudio me dejó tocada. Ángel había robado mi imagen en dos ocasiones y si lo que vi fue abrumador faltaba por ver las fotos con Talita antes de ir más allá con Gabriel, antes de ponerme delante de su cámara, antes de saber qué es lo que aún no había mostrado. Necesitaba verme en mi estado más sexual. Tenía que estar preparada para afrontar la sesión que hicimos. ¿Qué era lo que Gabriel había sacado de mí, erotismo o pornografía? Me urgía conseguir las imágenes con Talita porque solo recordaba retazos de lo que sucedió.

Erotismo o pornografía. Por alguna razón o sin ella la fotografía entraba con fuerza en mi vida. Era imprescindible conocer cada uno de los pasos que había recorrido antes de dar el siguiente.

No podía esperar más o Sara se me adelantaría.

—¡Estás viva!

—Perdóname, he tenido mucho lío.

—Mucho ha debido de ser para no encontrar ni un minuto.

—Lo siento, lo siento, ¿qué puedo hacer?

—¿Invitarme a una copa?

—Y a una cena.

—La cena la pongo yo, en mi casa, y luego las copas las pagas tú.

No estaba en condiciones de negociar, quedamos en un local que acababan de inaugurar en Diego De León, cerca de la Avenida de América, no muy lejos de su casa. Llegué antes. Me gustó el ambiente decorado al estilo tropical, con música new age; elegí un zumo de frutas de la carta y me acomodé en un butacón de caña con mullidos cojines, aproveché para enviarle un mensaje a Mario: «Estoy con Sara, ¿quieres que le diga algo de tu parte?». Poco después la vi aparecer con un vestido negro ajustadísimo por medio muslo, escote cuadrado y unos tacones como los que suelo usar yo, llevaba recogido el pelo en un moño alto que perdía mechones y por primera vez la veía abusar del rímel y el rojo intenso en los labios; ¿me quería decir algo? Fuera lo que fuese me había dejado fuera de juego, no estaba a su nivel con mi pantalón de lino beige y una camiseta rosa de tirantes. Apenas me había maquillado y calzaba unas discretas sandalias que, eso sí, dejaban lucir mis uñas recién pintadas y una pulsera en el tobillo derecho.

—Si me llegas a decir que vamos de fiesta me hubiera arreglado. —protesté tras los besos de rigor.

—Calla, estás preciosa.

—Tú sí que estás… —no encontré qué decir. Puede que jamás me hubiera fijado bien en el cuerpo de Sara; embutida en ese vestido que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel distinguí la forma de sus pechos, libres de sujetador, y la firmeza del vientre y ahí fue cuando me di cuenta de que me había quedado sin habla. Sonreía satisfecha y entró a salvarme del embrollo en el que me había metido. Qué hacía que estaba tan liada como para no llamarla; me excusé como pude y enlazamos una conversación fresca y ligera, continuación de la que esbozó cuando la casualidad nos encontró: trabajo, planes… El deseo cruzaba la distancia que nos separaba, cada vez era más patente y no lo disimulábamos; mencionó a Graciela, no había olvidado su nombre, ¿qué tal nos iba? Le hablé de lo difícil que resulta mantener una relación en medio de una gira. —Y a tres bandas, dijo. —Ese no es el problema. Se quedó con ganas de saber pero la prudencia ganó el pulso.

Fuimos paseando hasta su casa, a dos bocacalles, cogidas del brazo, sintiendo la caricia de su pecho en mi brazo. De alguna manera me recordaba la de Irene, un edificio antiguo, sin ascensor, de escalones gastados.

—Bueno, este es mi hogar.

No me gustan los gatos y lo primero que vi fue un enorme gato marrón y blanco de pelaje vaporoso; se acercó, detectó mi rechazo y se perdió por una esquina; mejor que nos entendiéramos desde el primer momento, así nos evitábamos malentendidos. Recorrimos un corto pasillo cogidas de la mano, vi un salón, una mesa puesta con velas que pasamos de largo, dos puertas acristaladas y al fondo los pies de una cama. Abrió una de las puertas y entramos en su despacho; era el rincón donde se concentraba y podía organizarse, escribir o escuchar música mientras daba forma a sus ideas. Me fijé en las fotografías que enmarcadas adornaban las paredes, supuse que eran obra suya y las observé en detalle, me dejó mi tiempo; en una de ellas aparecía asomada a un acantilado apoyada en una barandilla de gruesas maderas, sonreía a cámara, se mostraba sensual. ¿Quién seria la afortunada a la que expresaba tanto deseo? Siguió enseñándome la casa y llegamos a la alcoba del fondo, una cama doble y frente a ella una gran foto de sí misma, desnuda, en una pose procaz y mirada insinuante.

—Te parecerá narcisista.

—En absoluto, es una obra bellísima. El fotógrafo es muy bueno.

—¿Tú crees? La hice yo misma.

—Vaya, hace poco he visto una colección de desnudos y te aseguro que éste no tiene nada que envidiarles.

—Es que soy una profesional. —contestó revistiéndose de un fingido aire digno.

—No quería ofenderte, me estaba refiriendo a Gabriel de las Heras, estuve en su estudio y me enseñó…

—¿Lo conoces?

—Un poco, estuvimos en la exposición de David Alfaro, después tomamos algo, cenamos y me llevó a su estudio, quería enseñarme lo que va a presentar la semana que viene en Serrano y de paso vi su colección de desnudos.

—¿Sois muy amigos? —Sonreí lo suficiente para que me entendiera—. ¿Me lo podrías presentar?

—Podemos hacer una cosa: voy a ir con él a la inauguración, pásate por allí y te lo presento.

Se le iluminaron los ojos y volvió a la adolescencia, me enterneció tanto que no sentí cómo me apretaba la mano y se acercaba, fue un instante breve e intenso, sus labios se posaron en los míos y tan pronto como llegaron se alejó. ¿Por qué, por qué se detuvo?

—Te debo una.

¿Era ese el momento? No lo sé, tiró de mí y me llevó arrastrando al comedor donde nos esperaba una mesa engalanada al detalle; mantel bordado, platos de loza con ribetes dorados, cubertería de diseño clásico, copas de cristal labrado y velas.

—No suelo utilizar la vajilla de mi abuela pero hoy es una ocasión especial.

—¿Qué tiene de especial?

—¿Aún no te has dado cuenta? Pretendo seducirte.

Aparentaba bromear y le seguí el juego, respondí que ya tenía medio camino recorrido, estaba guapísima y con ese vestido me había dejado sin habla.

—Me debería cambiar, va a coger olor a cocina y si me lo mancho me suicido, ¿por qué no nos cambiamos y me ayudas?

Parecía una propuesta inocente hasta que entramos en la alcoba y hallé a la otra Sara que desnuda miraba insolente desde la pared. Me pidió que le bajase la cremallera y su espalda me tentó hasta el límite de la braga, giré en redondo para evitarla, esquivé a la de la foto y topé con sus ojos risueños en el espejo del armario mientras hacía descender el vestido más allá de las caderas. Me había quitado la camiseta y la dejé sobre un silloncito junto con mi absurdo pudor, ¿qué me pasaba, es que acaso no la deseaba? Terminé de dar la vuelta a tiempo para que viera caer el sujetador; el secreto que guardaba la sorprendió, había jugado bien mi baza y una vez recuperada la seguridad iba a ir a por todas. Solté el pantalón. Nos acercamos al mismo tiempo, le ganaba en altura y me iba a imponer, le sujeté la cara con ambas manos y la besé con todo el deseo acumulado; la cena tendría que esperar.

—Me muero, me muero. —No se iba a morir, buceaba en la mata de vello sorbiendo el manantial que se desbordaba, temblaba a ráfagas, se detenía, gritaba frases inconexas y volvía a temblar como un largo redoble de tambor acompañado por los puños en el colchón. Sabía a café, ¿cómo se me pueden ocurrir esas cosas? era lo único que pude encontrar, café amargo y adictivo del que no me separé hasta que estalló dos veces en mi boca y suplicó llorando que la dejara.

Entretanto me había masturbado pero necesitaba más, mucho más y cuando descansó en mi regazo tanteé uno de sus durísimos pezones y tembló como un trueno largo y lejano. Se lo chupé despacito. —Me vas a matar. —No, cariño, ahora me toca morir a mí. Se echó a reír y reaccionó; montada sobre mis caderas me comió a besos, jugó con los aros y fue bajando llenándome de saliva y besos hasta que alcanzó el lugar que me hizo desencajar. Abierta, todo lo abierta que pude, le ofrecí mi entrada al nirvana. Qué bien lo hacía; de una primera pasada me vació los pulmones, de un primer beso certero me dobló el espinazo, y ahí dejé de contar.

—Te he tenido ganas desde la primera vez que te vi.

—Y yo sin enterarme.

—Tuvo que ser otra la que te abriera los ojos, maldita.

—Dale las gracias, sin ella no me tendrías ahora.

—Gracias…

—Irene.

—Debe de ser muy especial para haber conseguido despertarte.

—Lo es, aunque también fue el momento tan crítico que vivía.

Quedó a la espera de que continuara, no podía permanecer callada si quería pedirle ayuda. Me arrellané en la cama y busqué en sus ojos ansiosos qué debía contar, teníamos toda la noche por delante y empecé a contarlo todo. Todo quiere decir desde el inicio, porque pensé que era la única forma de que pudiera ponerse en mi lugar, el de una mujer como ella, una mujer que juega a fingir que no es ella para librarse de trabas y frenos, una mujer que ama y el amor le lleva a creer a ciegas y a dejarse conducir; un juego complicado que se vuelve en su contra, un juego que duele y pasa factura, un juego que hiere y levanta barreras.

—Para cuando tú y yo nos conocimos el juego se había convertido en una aventura, ya me había acostado con el hombre que me hacía compañía cada mañana por teléfono desde Córdoba. Poco después esa relación colapsó porque me resultó imposible confesarle que Mario no era mi amante sino mi marido y que no podía corresponder su declaración de amor. Fue una ruptura violenta y dolorosa. Me sentí sola, Mario seguía jugando, quería más y apostaba fuerte; conoció a Graciela, un ligue según él y, herida como estaba, decidí ganarle la partida; si él podía hacerlo yo también. Conocí a Doménico, un italiano… increíble; Mario dobló la apuesta y… y se nos fue de las manos, Sara, no te imaginas cuánto y acabamos tomándonos un tiempo de reflexión, al menos yo lo necesitaba porque sino íbamos camino del desastre. Pero no funcionó, yo estaba en caída libre y…

No debía continuar, qué sentido tenía hacerlo.

—Entre las muchas cosas que ocurrieron durante esa época oscura… me violaron; yo estaba bajo los efectos de las drogas. Fue algo extraño, confuso, no puedo negar que fue violación aunque en algún sentido no lo fue. En fin, cuando desperté y salí de la ensoñación bajo la que sucedió interpelé al agresor, el marido de la mujer con la que pasaba la noche, y le hice reconocer lo que había hecho; más tarde supe que al enterarse quién era yo me hizo fotos para tener un medio de coacción si trataba de denunciarlo. Es un catedrático muy prestigioso y hoy en día es mi jefe, socio en mi empresa… y es mi amante.

—Qué me estás contando.

—Créeme, la vida da muchas vueltas. No soy una ingenua.

—Pero te violó.

—Ya lo hablaremos para que lo entiendas, ahora déjame que continúe. Si supe de la existencia de las fotos fue porque él mismo me las dio, no hace tanto. Me ha pedido perdón cientos de veces por lo que hizo.

—¿Y has podido perdonarlo?

—Ya te he dicho que desde el mismo momento que sucedió tuve dudas sobre la violación, aún así fue culpable, pero sí, lo he perdonado hasta el punto de que como te he dicho es mi amante. —me incorporé—. Quiero que las veas.

—¿Las has traído?

Fui al salón, saqué del bolso el sobre con las fotos y volví. El estupor marcaba su rostro. Me eché a su lado y se las ofrecí, tras una breve vacilación las sacó y se detuvo en la primera, casualmente la que Gabriel había reproducido a tamaño grande. La observé con ella y pude ratificar la calidad del trabajo de Gabriel.

—No sé qué decir.

—Estaba drogada, notarás que estoy desvanecida.

—Pareces dormida pero no, claramente se ve que es algo más, ¡cómo pudo!

—Al saber que soy psicóloga temió por su carrera.

—¡Qué cobarde!

Terminamos de verlas, las guardó y me las devolvió visiblemente turbada.

—¿Por qué me las has enseñado?

—Hace poco estuve en su casa; no es la primera vez, sigo manteniendo una relación con su mujer. Esa tarde sucedieron cosas con las que no contaba. Había otra persona, una joven que está a su servicio, es una masajista filipina que resultó ser transexual. Yo… bueno, todos estábamos bajo el efecto del alcohol y de algunas drogas y… te puedes imaginar… o no, no sé. Fue mi primera experiencia con una mujer trans. Todo quedó plasmado por Ángel en su cámara.

Se hizo un silencio incómodo, necesitaba saber si mi confesión estaba rompiendo algo entre nosotras. De pronto abrió exageradamente lo ojos y la boca.

—Vaya, sí que has avanzado en poco tiempo, me has dejado sin palabras.

Y rompió a reír, me eché a sus brazos y rodamos por la cama.

—¿Es tan bueno como dicen?

—Fue increíble, lo mejor de los dos mundos —respondí. Me miraba como si no me conociera, de pronto se lanzó y me devoró la boca. A horcajadas, sujetándome las muñecas, me comió sin darme opción a moverme.

—Me vuelves loca.

…..

—¿Y esas fotos, las tienes?

—Las primeras, las que has visto, las reveló Gabriel; las otras están sin revelar, he conseguido que Ángel me de el carrete, no quiero que pase por ninguna mano, necesito verlas yo antes, no sé lo que hay ahí.

Y me entendió. Era el instante temido, todo pendía de un hilo.

—¿Me estás pidiendo…?

—Si puedo confiar en alguien es en ti.

—Y yo, ¿puedo confiar en ti?

—Ya sé lo que estás pensado pero no te he buscado, Sara, no te he buscado; además, ¿crees que pondría toda mi intimidad y mi reputación en tus manos si no confiara en ti?

—Lo siento, tienes razón. Es que estoy demasiado acostumbrada a ponerme en guardia.

…..

Abrimos una botella de vino y brindamos por el futuro, sin más compromiso; me apoyé en el quicio de la puerta de la cocina a verla cortar el pan mientras se calentaba la cena; cada vez me gustaba más y hacía poco o nada para ocultarlo. Nos esperaba una mesa tan bien vestida y sin embargo nosotras no teníamos intención de ponernos otra cosa que lo que llevábamos; las bragas y las blusas de pijama que había sacado cuando nos decidimos a abandonar la cama. Qué contradicción. Pero estaba tan hermosa… y por la forma en que me miraba debía de pensar lo mismo de mí. Cenamos a la luz de las velas, me contó cuánto echaba de menos poder escribir, su auténtica vocación; terminamos la velada tumbadas en la cama leyendo su obra inacabada llena de pasión, llena de ella. Volvió a montar sobre mí, a sorber mis pechos como si fuera un bebé, me dediqué a acariciarle la espalda escuchándola suspirar; giramos buscando nuestro polo sur: el mío, brotando como el de una púber; el suyo, un bosque rizado y espeso que abrí con mis labios, sabor amargo, sabor intenso. Me puso a palpitar hasta la extenuación, remamos al mismo compás, subimos juntas olas encrespadas y zozobramos entre lágrimas de gozo.

…..

Voces en la calle. El bramido de una moto. Rumores. Extraño la cama. Un muslo me escala, un pecho aplastado en mi espalda, el aliento sosegado en mi cuello, un brazo me recoge. Ya sé quién es. Me dejo dormir.

…..

La claridad me sacó del sueño. Sara estaba pegada a mi espalda y con una mano cubría mi pecho. Necesitaba orinar y escapé con cuidado, se removió y balbuceó algo ininteligible, caminé con sigilo hasta el baño y cerré la puerta. Estaba feliz, era una mujer fantástica. No quise vaciar la cisterna para no despertarla, me arreglé el pelo con los dedos y me lavé en el bidet. Al salir se había apropiado de toda la cama. Ante mí, la doble curva de las nalgas y asomando, los labios gruesos y jugosos que había saboreado. Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para abandonar la habitación. Salí hacia la cocina, todavía tenía que volver a casa, cambiarme de ropa y llegar a una hora decente al gabinete.  Los ojos altivos del gato me recibieron desde una de las banquetas, maulló bajito y se deslizó con gracia hasta el suelo. Preparé café y cogí un par de galletas. Me volví con todo en las manos y lo encontré ocupando la mesa, me detuve a pensar si habría un lugar que no hubiera pateado el dichoso gato.

—No lo soportas, ¿verdad? —preguntó desde la puerta, descalza, con el pelo revuelto y preciosa, envuelta en una bata corta de seda verde.

—No me gusta. Lo siento, es que… no es higiénico. Soy más de perros —bromeé—, no se suben por las mesas y lo manchan todo con las patas que a saber dónde las han puesto y… ¿lo estoy estropeando, verdad?

—Es un gato, no es mi hijo. Espera, voy a poner un mantel. Quita de ahí, bicho inmundo —exageró y me hizo reír—. ¿Desayunas siempre así?

—¿Eh? No siempre, es que no quise despertarte.

—No, si no me importa, al contrario, me encanta que andes en pelotas por mi casa.

Se acercó con una mirada cautivadora aflojando el nudo de la bata. Sus pechos se juntaron con los míos como si se buscaran.

—Lo siento, no quise hacer ruido —la besé—. Estabas tan dormida que… —la besé.

—No me has despertado —me besó—, es que me sentía sola.

Le gustaban mi aros y se enredó en ellos, me costó convencerla de que nos sentásemos a desayunar, no podía quedarme y bien que lo sentía.

—Trataré de revelarlo mañana por la tarde cuando me quede sola en el estudio, en cuanto lo tenga te llamo y nos vemos.

Estábamos en el portal, nos despedimos con un piquito en los labios, a la mierda la gente. La vi alejarse, luego me dirigí a la parada de taxis cercana, ya solo me quedaba esperar.

El que avisa…

—Tomás, buenos días.

—Buenos días, ¿has llegado ya al trabajo?

—Acabo de aparcar, ¿qué pasa?

—Entonces no has tenido tiempo de enterarte. Estás en las portadas de la prensa rosa. «Quién es la misteriosa pareja de Gabriel no sé qué», ¿quién es ese tipo?

Me detuve en seco. ¿había oído bien?

—¿Qué estás diciendo?

—¿Te acuerdas de Salvador Vázquez? Me ha llamado para decirme que te ha visto en la portada de una revista del corazón, he salido a comprarla y ahí estás, en la terraza de un restaurante cogida de la mano de un famoso.

—Es… Joder, es un amigo, solo es eso, mierda; me invitó a una exposición, cenamos y luego…

—No me tienes que explicar nada, solo he querido avisarte. Prepárate para lo que se te viene encima.

—¡Pero si no hay nada de nada!

—Eso da igual. A ese tipo de revistas solo les importa vender.

—¿Y qué puedo hacer?

—Nada, no hagas nada, es lo mejor. No les des leña para alimentar el fuego y se apagará solo, hazme caso.

¿Y cómo se hace eso? Camino del gabinete me detuve a comprar la revista. Entré en una cafetería y me senté al fondo, ojeé el reportaje, era asqueroso, daban por hecho que manteníamos una relación. Relataba en detalle la llegada al pueblo el sábado, el almuerzo en la plaza y nuestro confinamiento toda la tarde y noche; contaba que “los tortolitos” no volvieron a salir salvo para comer el domingo y regresaron al nido hasta que se marcharon pasadas las nueve de la noche. Esa información solo podía provenir de una persona.

Me puse a pensar cómo afrontar el problema, estaba convencida de que las chicas de administración traerían la revista y la noticia se extendería como la pólvora. No podía esconderme, debía seguir el consejo de Tomás y hacer frente al fuego de cara.

Entré en el portal con la revista bien visible, coincidí con dos compañeras, nos saludamos y subimos en el ascensor en silencio. No podían ver la portada pero en cuanto se propagara la noticia sabrían que yo estaba al tanto; era justo lo que buscaba. No tardó en producirse; salí a recoger unos documentos que debía darme Paloma y noté las miradas en el límite de la impertinencia. Acepté el envite y, como esperaba, no tuvieron el valor de mantener el pulso. Volví al despacho consciente de que ese iba a ser el ambiente de las próximas semanas.

El traidor

Ángel entró sin llamar, ni siquiera había pasado por su despacho. Por la forma de mirarme supe que estaba al tanto.

—Entra y cierra la puerta. —Se sentó en silencio y no dejó de mirarme. Era extraño, por primera vez no lo hacía con deseo sino con una mezcla entre la sorpresa y el estupor—. ¿Ya te has enterado, no?

—Me lo acaba de contar Moreta. ¿es cierto?

—Moreta, vaya. Ni siquiera lo he visto y se dedica a propagar algo que podía haber hablado antes conmigo.

—¿Pero es verdad?

—No del todo, es verdad que pasamos el fin de semana en mi casa de la sierra, es falso que mantengamos una relación.

—¿Te lo has follado?

—¿Es lo único que te interesa? A mí me preocuparía más la repercusión que esto puede tener en el consejo, por ejemplo.

—Que te lo hayas follado o no es un dato relevante.

—¿Y tú, qué piensas?

—Que un tipo como ese, todo un fin de semana a solas con una hembra de tu calibre, muy gilipollas tenía que ser para no ponerte a cuatro patas y hacerte gemir como una perra; tú y yo sabemos lo que te gusta, cariño.

—Eres un cerdo.

—Y tú una puta, pero soy tu cerdo y tú mi puta y nos conocemos, no me vengas con remilgos, ¿te lo follaste, sí o no?

—Me lo follé.

—Ya verás cuando se lo cuente a Claudia.

—¡Ángel, por favor!

—¡Qué!

—No estoy para bromas,

—Yo tampoco; no sabes lo contenta que se va a poner.

—Ya vale, tengo cosas más serias de las que ocuparme.

—¿Y ahora, qué vas a hacer?, porque habrá que apagar el incendio, aquí y fuera de aquí.

—Déjamelo a mí, ya se están encargando de resolverlo.

—¡Uy! cómo ha sonado eso. —No me gustó el comentario ni la sonrisa burlona que cruzaba su cara, porque las sospechas sobre mi participación en la fulminante salida de Solís seguían vivas.

—He llamado a mi abogado —mentí—, va a ver qué medidas legales se pueden interponer.

—Tu abogado poco puede hacer, las fotos son apabullantes.

Le hablé de dejarlo correr, de que el tiempo lo enfriaría; cualquier cosa con tal de hacerle olvidar esa idea que sin duda se le había cruzado por la cabeza. Yo no era nadie para atemorizar a un engreído del calibre de Solís, no quería que alimentara una teoría tan absurda. Desviada su atención conseguí que dejáramos de hablar de la dichosa revista y nos centramos en el trabajo. Media hora después me dejó en paz.

Por poco tiempo, estaba visto que el teléfono no iba a dejar de sonar.

La lealtad

—Carmen, ¿has oído los rumores?

Julia, mi amiga, siempre de cara.

—Lo sé, es asqueroso; anda, ven.

Le tendí la revista y mientras ojeaba el reportaje le conté mi versión. No me creyó pero fingió que lo hacía. Las fotos eran incriminatorias; en el restaurante, sentados en la terraza uno frente al otro. La de la portada nos mostraba cogiéndonos las manos a través de la mesa. Recordaba aquel gesto de ternura sin mayor importancia. En otras charlábamos relajados aunque el texto nos presentaba como una pareja de enamorados. En la que regresábamos a casa se nos veía de espaldas y él me rodeaba la cintura, ¿qué de malo tenía? En otra se nos veía atravesando la cancela, entrando en casa, y la que delataba a mi vecina y anunciaba un segundo reportaje era la que no podía haber sido hecha sino en el altillo de su casa, desde el ojo de buey que, según nos había contado, daba luz a un trastero habilitado en el tejado; esa foto enfocaba mi salón, se distinguía con claridad el sofá y a nosotros dos hablando muy cerca, demasiado cerca quizás. Al final del reportaje anunciaban escenas tórridas para el próximo número y prometían desvelar la identidad de la misteriosa mujer que le había robado el corazón al soltero más cotizado del momento. Recordé que no habíamos cerrado las cortinas, que anduvimos desnudos todo el fin de semana; temblé al recordar la sesión de fotos que nos hicimos, la mamada a los pies del sofá. Me vi a cuatro enculada, me vi, me vi… No soportaba la idea de volver a aparecer en la revista.

—¿Me estás escuchando?

—Perdona.

—Te preguntaba si no puedes demandarlos.

—Estas cosas es mejor dejar que se apaguen solas, si tratas de atacarlos consigues el efecto contrario.

El resto de la mañana traté de seguir adelante pero la falta de una actividad concreta me impedía abstraerme del problema. Llamé a Mario varias veces y al final le dejé un mensaje para que me llamara con urgencia.

Poco después el teléfono volvió a sonar y supe que no iba a parar en todo el día.

La torre

—Qué, cómo lo llevas.

Le conté; apenas había salido del despacho, la noticia se había extendido y me miraban como si fuera…

—Como si fuera lo que soy, una golfa. No sé de qué me extraño.

—No te quiero oír hablar así, ¿me oyes? He estado leyendo en profundidad el reportaje, me preocupa sobre todo lo que anuncian. Dime la verdad, ¿tienen material como dicen?

Respiré hondo antes de contestar.

—Me temo que sí. Esa ultima foto la han sacado desde la casa de mi vecina, es la culpable de todo, tiene una agencia de medios y seguro que ha contratado a algún reportero y ha vendido el reportaje. Sí, Tomás, pueden tener imágenes muy comprometedoras, la verdad; fuimos muy descuidados, no se me ocurrió cerrar las cortinas, ni apagar la luz, ya sabes como soy cuando me pongo…

—Tienes que pararlo, no puedes dejar que saquen lo que tienen. ¿Has hablado con ese, con…?

—Gabriel; no todavía no, pensaba llamarlo.

—Hazlo, algo tendrá que decir. Tú de momento tranquilízate, que nadie te vea hundida. Luego te llamo.

Seguí su consejo, lo peor que podía hacer era ocultarme tras una puerta cerrada, la abrí de par en par y seguí haciendo que trabajaba a la vista de todo el que pasaba por delante, salí un par de veces a hacer fotocopias que no necesitaba, me crucé con compañeros y saludé con fingida naturalidad ignorando las miradas inquisitivas donde las hubo y anotando mentalmente las personas que parecían no saber o no darle importancia el asunto.

El ausente

—Hola cosita, ¿qué es eso tan urgente que querías contarme?

—Escucha, en cuanto puedas, ahora mismo si es posible, escápate a un quiosco y compra esta revista; espera, no sé cómo se llama. —La saqué del cajón y le di el nombre—. Escúchame: aparezco en portada, en el restaurante de Carmen en la sierra, con un fotógrafo famoso.

—¿De qué coño me estás hablando?

—Es Gabriel de la Heras, el amigo de Claudia; me invitó a una exposición en el Círculo el viernes, luego cenamos, me enseñó su estudio y…

—Y acabasteis en la sierra. ¿Cómo ha pasado? me refiero a lo de la revista.

—Ha sido cosa de Laura, nos vio llegar y se puso como loca, lo acribilló a preguntas. Debió de llamar a algún paparazzi de los que conoce, ya sabes que tiene una agencia de medios.

—Sí, lo recuerdo; qué bruja. Me voy ahora mismo a comprarla, ¿qué vas a hacer?

—Tú míralo y me vuelves a llamar.

Contaba con él, eso es lo grande de nuestra pareja, siempre podemos contar el uno con el otro.

…..

—Gabriel, soy Carmen, no sé si te has enterado pero tenemos un problema. Llámame, por favor.

El caballo

—Gabriel, ¿lo has visto?

—Ahora mismo, no entiendo cómo han podido enterarse.

—Yo sí. Mi vecina. Tiene una agencia de medios, ha debido de llamar a un fotógrafo y después ha vendido el reportaje, no veo otra explicación.

—¿Y tú, cómo estás?

—Imagínate, esto me sobrepasa; la nueva novia del famoso. Y lo peor es que amenazan con desvelar mi identidad y publicar nuevas imágenes, ¿qué habrán podido grabar desde la casa de enfrente? ¿Te acuerdas de lo que hicimos en el salón? Es horrible.

—Cálmate, me voy a encargar de pararlo como sea; ese reportaje no va a ver la luz, te lo aseguro. De momento es mejor dejar pasar algún tiempo antes de volver a vernos.

—Será lo mejor.

—Te mantendré informada, procura estar tranquila y sobre todo no hables con nadie de esto.

Tenía los nervios a tope, cogí el bolso y salí ignorando las miradas  que me seguían por todas partes. Me protegí tras las gafas de sol; qué absurdo, como si una revista de segunda fuera a ser capaz de hacerme famosa en unas horas. Cambie de ruta, crucé la calle y sin pensarlo me dirigí a la cafetería donde conocí a Doménico. Tal vez fuera el estado de nervios en el que me hallaba pero en el instante en el que entré las emociones estuvieron a punto de traicionarme. Era una hora valle, los desayunos habían pasado y faltaba bastante para que comenzase el tiempo de las cañas. Me dirigí a nuestra mesa en la que me enfrenté al mirón que dio pie a que Doménico entrara en mi vida. Pedí una tónica. Antes de que pudiera continuar entregada a la nostalgia el teléfono me devolvió al amargo presente.

El peón

—Sara, no me digas que te has enterado.

—Nada más llegar, y de casualidad; te he visto en el quiosco y no me lo podía creer.

—Ha sido cosa de mi vecina, tiene una empresa de medios y estuvo acribillando a Gabriel cuando nos vio llegar; una de las fotos, la que se ve el interior de mi casa, está hecha desde su trastero.

—Yo he estado haciendo mis averiguaciones, llamando a amigos. Ya sé quién hizo las fotos.

Se trataba de un fotógrafo caído en desgracia por un tema turbio, un reportaje a una menor de edad que resultó ser hija de un alto cargo del ministerio de justicia, el asunto quedó silenciado pero el fotógrafo no volvió a pisar una redacción durante un tiempo, el mismo que dura un embarazo, ahora sobrevivía a base de colaboraciones y reportajes de encargo. La forma en que se libró de pisar los juzgados no estaba del todo clara, se rumoreaba que aquel reportaje y otras fotos aún más comprometidas eran su garantía y estaban a salvo en alguna caja de seguridad; lo que hacía esa joven y con quién ponía en peligro no solo su reputación sino también la del heredero de una de las grandes fortunas del país, ese salvoconducto le permitía sobrevivir hasta que el asunto languideciese, aunque para eso aún debían correr unos cuantos años.

Eso no me servía de gran ayuda, mi reportaje estaba en la calle y dudaba de que hubiera forma de pararlo.

—Gabriel me ha dicho que se está ocupando.

—Escúchame: no te fíes de Gabriel, no deja de ser un hombre y al final en algún momento todos terminan pensando con lo que les cuelga entre las piernas.

Tan absorta estaba en la conversación que no me había dado cuenta de que, desde una mesa cercana, dos chicas no me quitaban ojo.

—Sara, te dejo, ya hablamos.

—Hazme caso, ve con pies de plomo.

Pagué y salí sin esperar el cambio, si esto era lo que me esperaba no sabía si iba a ser capaz de soportarlo. Pensé en mis padres, debía actuar antes de que se enterasen por otros.

Los espejos

—Esther, soy yo.

—Si me llamas para darme la noticia ya lo sé, me acabo de enterar; ha venido Mariam con la revista y me dice; Oye, ¿esta de la portada no es tu hermana?

—Pero si no me ha visto más de dos veces.

—Ya ves. Me he quedado helada, chiqui, no sabía qué decir, ya sabes que suelo reaccionar rápido, le he cogido la revista de las manos y la he mirado como si no te hubiese reconocido, ¡joder, como para no reconocerte! Me he hecho la sorprendida, he dicho lo mucho que se te parece, pero que tú no llevas el pelo así; lo primero que se me ha ocurrido. Se la iba a devolver pero he pensado que si no la cotilleaba parecería sospechoso. He visto el reportaje, Carmen, ¿en qué estabas pensando?

—¿Cómo iba a suponer que nos estaban espiando? Ha sido la bruja de mi vecina.

—Pues para el próximo número preparan algo gordo, ¿tan serio es?

—Puede serlo. Estábamos confiados y… Joder, tengo a todos en la clínica mirándome como si fuera…

—Ya verás como se enteren papá y mamá.

—Por eso te llamo, tenemos que decírselo antes de que lo vean.

—¿Tenemos?

—No puedo ir yo sola, ven conmigo, chiqui, por favor.

—Joder, Carmen, en qué líos me metes.

—¿Esta tarde?

—Venga, va.

El enroque

Tomás me volvió a llamar a la una, estaba tan preocupado que casi me dieron ganas de tranquilizarlo yo a él. Le puse al corriente: Gabriel iba a tratar de pararlo, no me había dicho cómo pero parecía hablar en serio. Mi amiga Sara se había enterado de quién era el autor de las fotos, un tal Julio Povedilla; le conté la historia turbulenta en la que andaba metido, no me extrañaba nada que una persona en su situación hiciera cualquier cosa con tal de sacar algo de dinero. Lo relacionó con un rumor que le había llegado hace tiempo sobre un alto cargo que tuvo un grave problema con su hija menor de edad y acabó en un internado en Suiza. ¿Cómo es posible que conservara tanta información en la cabeza? Me volvió a pedir calma. «La frente alta, Carmen». No se imaginaba cuánto me ayudó.

Julia no me abandonó, a las dos menos cuarto me llamó para decirme que contaba conmigo para salir a comer.

—No me apetece, te lo agradezco pero me voy a quedar trabajando y me iré a casa pronto.

—De eso nada, tú y yo salimos a comer como todos los días, te pongas como te pongas. Dentro de diez minutos estoy en tu despacho, espabila.

Y salimos, y hablamos de cualquier cosa menos de lo que me tenía la cabeza loca; me hizo reír y olvidarme por un momento del vuelco que había dado mi vida.

Las heridas

Cada vez que sonaba el teléfono me ponía en tensión, pasaría mucho tiempo antes de que pudiera liberarme de esa respuesta condicionada. Esta vez era mi padre.

—Papá.

—¿Cómo estás? —La misma voz dulce de siempre que me hacía sentir protegida en los peores momentos.

—No muy bien, supongo que me llamas porque te has enterado. No es lo que parece, te prometo…

—Calla, lo único que quiero saber es cómo estás, dime la verdad.

—Mal, cómo voy a estar, se ha hecho una bola de nieve de una tontería; no hay nada, papá, nada, es un amigo, nada más.

Nada, nada a través de la línea, nada. Sé interpretar sus silencios desde que era una cría.

—¿Cómo os habéis enterado?

—Me lo ha dicho tu madre. Rosa, la vecina, le ha venido con una revista. Tenías que habérselo contado, no ha sabido qué decir.

—Lo siento, pensaba ir esta tarde a contároslo. ¿Cómo está?

—Imagínate, ya sabes cómo es, está disgustada y muy preocupada por vosotros.

—Mario sabe lo que ha pasado, no os preocupéis por eso.

—Tienes que hablar con ella.

—Esta tarde, en cuanto salga voy a veros.

No fue fácil dar el paso, Esther me tuvo que empujar para que saliera del coche. Mi padre abrió la puerta y nos dimos un abrazo que me reconfortó y preparó el trago amargo que me esperaba. No le tengo miedo, nunca se lo hemos tenido, pero nuestra madre representa la firmeza, la verdad aunque duela, sin medias tintas. Con los años entendí que le hubiera sido menos ingrato adoptar un postura más blanda ante los conflictos que como madre tuvo que manejar, posiblemente habría recibido parte del cariño que derivamos a nuestro padre, siempre dispuesto a tolerar, a dejarse convencer. En nuestra adolescencia no entendíamos que el rigor de mamá era puro amor y responsabilidad aunque le costase llevarse las malas contestaciones, los portazos y cargara con la imagen de ser la mala de la casa.

Entramos en el salón; allí estaba, mirando por el ventanal. —Ya han llegado, Amelia, dijo mi padre. Y se volvió. Triste, preocupada, cansada, desilusionada.

—Mamá, lo que han publicado es… ya sabes lo que son los periodistas.

—¿Me vas a decir que no eres tú la de las fotos?

—No, claro que no, pero lo que dicen…

—¿Eso es en la plaza del pueblo?

—Sí, en la terraza de Carmen, pero déjame que te explique.

—Y ese hombre al que le coges la mano, ¿quién es?

—Un fotógrafo, es un amigo, no es nada más.

—¿Nada más y pasa contigo el fin de semana, en tu casa?

—No pasó nada, es un amigo, lo conoce Mario; mamá, si me dejas…

—Pues no es lo que parece. ¿Y lo que dicen que van a publicar en el próximo número qué es, dime, qué es?

—No lo sé, serán más fotos y lo hacen para vender, mamá, yo qué sé.

—¿Más fotos, qué tipo de fotos, que nos podemos esperar tu padre y yo? —por primera vez se movió de la ventana, y se acercó y tuve ganas de escapar—. Hija, ¿qué estás haciendo con tu vida? Ya no sé quién eres, hace meses que apenas te conozco, desapareces, no nos llamas y cuando lo haces nos cuentas cosas que no tienen sentido, cada vez estás más alejada. No sé qué te pasa, no eres tú.

Qué podía decir, estaba haciendo sufrir a las personas que más quería y no veía la forma de cambiarlo.

—Ya sé que te he defraudado, mamá, qué quieres que te diga. Tienes a Esther.

—Tenía todas la esperanzas puestas en ti.

—Ya te vale, mamá —protestó Esther. Qué pena me dio.

—Amelia, por favor —dijo mi padre. Mi familia se derrumbaba ante mis ojos y todo por mi culpa.

—¿Y tú qué, es que no le vas a decir nada a tu hija?

—Deja a papá, no tiene la culpa.

—Ya estamos como siempre, vosotras protegiéndolo. Si alguna vez hubiese actuado como debía a lo mejor ahora no estábamos así.

—¡Oh, por favor!

—¿Y Mario, lo sabe?

Qué ganas tenía de decirle que su yerno estaba en Sevilla tirándose a todo lo que llevaba faldas.

—Lo sabe, claro que lo sabe, y me apoya como esperaba que lo hiciera mi madre, pero ya veo que lo único que voy a obtener es que me juzgues sin escucharme.

—Por qué no nos calmamos todos un poco.

—Lo mejor será que me vaya.

—No, Carmen, por favor, espera.

Era un error. Por mi padre; porque mi madre no se merecía que me fuera sin arreglarlo entre nosotras; por Esther, la hija menospreciada. Era un error huir como lo estaba haciendo y me arrepentiría en cuanto saliera por la puerta, pero necesitaba escapar, escapar y llorar, llorar amargamente por la mujer que fui y ya no volvería, por la familia que estaba destrozando. ¿Por qué no daba la vuelta y lloraba en brazos de mi madre?

El gambito

Al día siguiente cogí los expedientes que tenía que terminar de documentar para pasárselos a Itziar y me marché, no estaba de humor para aguantar el ambiente que me rodeaba, sabía que era un error porque daba la imagen equivocada pero todo me daba igual. Pensaba volver por la tarde así que cogí un taxi y me fui al picadero. En cuanto vi a Ismael supe que la noticia había llegado antes que yo.

—Qué honor, la famosa de la semana. ¿Qué tal sienta ser portada de las revistas?

—Escúchame bien, Ismael: si vuelves a mencionar la puta revista, le cuento al señor Rivas lo que tú y yo sabemos, ¿me has entendido?

Se le borró la sonrisa de la cara y se retiró con las manos en alto.

La semana anterior había hecho lo mismo, aplacar la soledad en el único lugar que me hacía sentir serena, mi refugio de tantos días cuando traté de encontrarme a mí misma.

…..

—Buenos días doctora, dichosos los ojos.

—Buenos días Ismael, ¿todo bien? —Se acopló a mi lado en dirección al ascensor, llevaba un par de sobres en la mano.

—No tan bien como a ti, hay que ver como te sienta el verano.

Aquel día llevaba un vestido camisero sin manga muy por encima de la rodilla, nos montamos en el ascensor y noté su mirada clavada en el escote. Le miré tratando de hacerle reaccionar pero lo único que conseguí fue que volviera a lanzar una de sus desagradables sonrisas.

—¿Qué, vienes por algún asunto profesional?

Elevé las cejas ante tal impertinencia.

—¿Qué quiere decir?

—No sé, como vienes tan ligerita… —acercó la mano a mi cadera y la paseó por la cintura hacia atrás hasta alcanzar la nalga.

—¿No te estás pasando? —Sin querer había pasado al tuteo; tenía que mantener un delicado límite con Ismael; era, como nos había dicho Tomás, el termostato de la comunidad, el que mantenía en equilibrio la temperatura de los vecinos con respecto a nosotras. Si rompíamos la buena relación podía desestabilizar la tranquilidad de la que gozaba Tomás en la casa, por eso nos había pedido que tuviéramos algo de manga ancha, que le toleráramos hasta cierto punto, lo cuál significaba que sus manos pudieran tocar más allá de lo debido; «Nunca se va a atrever a nada serio, de eso me encargo yo», nos prometió. Por eso no hice otra cosa que advertirle y clavarle la mirada pero no hice nada, además faltaban solo dos pisos y soporté con estoicismo que palpase el límite de la braguita que se dibujaba con nitidez en el fino vestido.

—Mujer, si solo es un cariño, ¿no dicen que el roce hace el cariño? —Y descendió para abarcar la parte baja del glúteo. ¿Cuál era el límite al que se refería Tomás? El ascensor se detuvo y me libró de tener que tomar una decisión. Me pareció una eternidad el tiempo que tardaron las puertas en abrirse. «Adiós, preciosa», escuché a mi espalda.

Nada más entrar puse el aire acondicionado, olía a cerrado, debía de llevar bastante tiempo sin venir nadie, pasé al dormitorio y me desnudé, venía del calor de la calle y me apetecía una ducha rápida; en ese momento sonó el timbre, del armario cogí una de las batas y me la crucé. Al abrir la puerta me encontré de nuevo con la sonrisa de Ismael que me recorrió de arriba abajo como un buitre.

—Me olvidé de darte esto, es para el señor Rivas. —Me tendió uno de los sobres que llevaba en la mano cuando subimos, pegado llevaba un acuse de recibo—. Ya sabes, tienes que firmar.

Otra vez con la misma treta, pero ya no me pillaba de sorpresa.

—Espera aquí, por favor.

Entré hasta el salón con el sobre y busqué un bolígrafo, no quería entretenerme demasiado teniéndolo en la puerta.

—Un momento —dije en voz alta y fui a la alcoba, debía de tener alguno en el bolso. Antes de llegar a verlo supe que estaba en la puerta.

—¿Qué haces aquí?

De un vistazo vi lo que él veía:  las bragas enrolladas sobre la cama; el sujetador y el vestido lanzados de cualquier manera; los zapatos tirados en el suelo; yo misma, inclinada sobre el bolso con el escote entreabierto mostrando más de lo que debía.

—No iba a quedarme en la puerta esperando. Total, somos amigos, ¿no?

—Sal de aquí.

—Bonitas bragas, y qué pequeñas.

—Suelta eso, si se entera el señor…

—El señor no se va a enterar de nada porque tú no se lo vas a contar, solo quiero que seas amable conmigo.

—Ismael, no…

Me tenía cogida por los brazos y no sé cómo, la bata estaba suelta y mi cuerpo desnudo había quedado a la vista; gesticuló nervioso y se agarró a mis caderas para atraerme.

—Vamos, zorrita, ¿me estabas esperando?

Traté de zafarme sin emplear la violencia, podía sin mucha dificultad reducirlo pero esto llevaría a una situación delicada para Tomás, debía tratar de disuadirlo por las buenas pero ya tenía una mano aferrada a mi vulva.

—¡Ismael, basta ya!

Me empujó y caímos en la cama, ¿qué pretendía, violarme?.

—No seas arisca, solo quiero que me trates bien.

Tenía que negociar, no había otra alternativa.

—Tranquilo, dime qué es lo que quieres.

Comenzó a bajarse la cremallera del pantalón sin éxito, estaba demasiado nervioso; tenía que tomar el control.

—Déjame a mí.

Logré que se echase a mi lado y le desabroché la hebilla del cinturón, bajé la cremallera, estaba mucho más tranquilo al ver que colaboraba, le hice incorporarse para ayudarle a bajar la ropa: ante mi apareció un miembro fláccido a pesar de la excitación que mostraba; mejor para mí, pensé. Comencé a masturbarlo mientras me dejaba manosear las tetas, conseguí que alcanzase una débil erección; trataba de tocarme y separé las piernas para ver si metiéndome mano lograba correrse. Y así fue, poco después me salpicaba los dedos y la erección se disipaba como un globo pinchado, le dejé que me chupara los pechos un rato y luego le invité a marcharse. De alguna manera había salido bien librada.

—Nunca más, ¿oíste?, nunca más. Una cosa es que me toques el culo en el ascensor pero esto no lo vuelvas a repetir o le cuento al señor que me violaste y entonces, prepárate; no sabes de lo que es capaz.

Abrí la puerta y le hice salir; me costó recuperar la serenidad.

Al día siguiente llamé al gabinete para decir que trabajaría desde casa, en realidad volví al picadero, no iba a dejar de ir por culpa de Ismael; antes pasé por la joyería de la que era cliente Tomás, pregunté por el encargado que me recibió como si fuera la Duquesa de Alba. Necesitaba un detalle para formalizar el cese de hostilidades y lo materialicé en forma de reloj; era más de lo que podía esperar Ismael y menos de lo que había pensado gastarme. Al llegar lo encontré hablando con una vecina.

—Buenos días, cuando tenga un momento ¿podría subir?; tengo que darle un recado del señor Rivas. —Me miró preocupado.

—Enseguida subo, doctora.

Tardó lo que me llevó quitarme la ropa de calle, supongo que lo hizo adrede, ¿qué esperaba, encontrarme otra vez desnuda bajo una bata?

—Pasa. —Caminé hacia el salón, mis pies desnudos retumbaban en la tarima, casi podía sentir sus ojos siguiendo el balanceo de mi culo a medida que avanzaba. Cuando llegué me di la vuelta y esperé que diera los últimos pasos.

—Antes de nada, quería comprobar que podemos estar solos sin que te abalances sobre mí, ya veo que sí. —Se movió molesto y esperó con arrogancia; cogí el paquete de la joyería y se lo ofrecí sin decir nada. Lo tomó sorprendido y me miró.

—Ábrelo. —Mientras lo hacía, saqué un cigarrillo y lo encendí. Le cogí el papel de regalo de las manos porque no sabía qué hacer con él; miró el estuche de la joyería y le hice un gesto para que lo abriera; subió las cejas y me miró con recelo—. Es un detalle, un gesto para que firmemos la paz; ni yo le voy a decir nada a Don Tomás ni tú me vas a volver a avasallar, porque si se lo contase no sé lo que podría llegar a pasar.

Creo que entendió más de lo que yo misma podía imaginar; iba de farol sin embargo Ismael aceptó la oferta sin rechistar.

—Tenemos un acuerdo todas contigo —continué— nos llevamos bien, te dejamos hacer y a cambio tú nos cuidas con los vecinos.

Le cambió la expresión, había escogido cada palabra y al escucharme decir que nos cuidaba se relajó. Continué:

—A veces un azote, un pellizco, una mano que se pasea por donde no debe… —Le resté importancia levantando los hombros—, pero lo de ayer no lo hacen los amigos, ¿me entiendes?

Sacó el reloj del estuche y lo examinó, estaba asombrado.

—No tenías por qué hacerlo. Yo… —Corté lo que parecía el inicio de una disculpa.

—¿Amigos? —Me ofreció la mano pero no bastaba—. Ven aquí, hombre—, le di un abrazo; tuvo que sentir mi cuerpo desnudo bajo la larga camiseta porque sus manos fueron bajando por la espalda hasta posarse en mi culo; no dije nada, le acababa de dar permiso. Trató de ir más allá y se detuvo cuando le chisté. Nos íbamos a entender.

—Amigos. —respondió algo confuso.

…..

Estaba llegando al ascensor y me di la vuelta.

—Ismael, ni se te ocurra cotillear con los vecinos. No fastidies, ya lo has hecho.

—No, te lo juro. —Lo creí, parecía sincero.

—Somos amigos, ¿no es cierto?, pues actúa como un amigo, si te comentan algo les dices que la de la revista no soy yo, que… esa tiene más pecho, eso es, y que yo tengo mejor culo, convéncelos.

—¿Y yo qué gano con eso? —Me vio dudar y se envalentonó—. Esto tiene un precio, un precio muy alto, me la estoy jugando por ti.

No tenía otra opción que negociar.

—¿Qué quieres? Y no te pases.

—No soy tan mala persona como crees. Me conformo con lo mismo del otro día, pero sin prisas.

No tenía nada que perder, sabía que no iba a aguantar demasiado.

—De acuerdo, lo mismo pero sin trampas,  y siempre que cumplas tu parte.

—Descuida, no te imaginas lo que esta gente confía en mí.

Ya me iba al ascensor y me detuvo por el brazo.

—Espera, esto habrá que sellarlo con un beso, digo yo.

Me convenía tenerlo contento; lo llevé hacia las escaleras, subimos un tramo hasta quedar a resguardo en el descansillo y le di un morreo como no esperaba. Para qué lo haría: me arrinconó contra la esquina y en un abrir y cerrar de ojos tenia la blusa  y el sujetador por encima del pecho.

—No seas bruto, así no se trata a una chica.

Me mandó callar, no había forma de librarme de él, me apretaba los pechos como si quisiera explotarlos y me babeaba el cuello tratando de alcanzar la boca; no podía enojarlo, lo besé, era la única manera de que se calmara, lo había aprendido de su primer asalto. Dejó de estrujarme las tetas; vaya con Ismael, sabía acariciar, incluso estaba aprendiendo a besar. Un portazo hizo retumbar la escalera y vino en mi ayuda; me recompuse la ropa bajo su atenta mirada y bajamos al portal.

—Ahora, ponte a trabajar.

Mate en dos

—Chicas, chicas, por favor, centraos, vamos a ir terminando. Luca, ¿lo tienes claro? si necesitas cualquier cosa me llamas, estaré disponible a cualquier hora. Lauri, el viernes te recoge la limusina aquí a las ocho, no te retrases, yo no voy a poder venir  pero te digo lo mismo, cualquier cosa me llamas. Lorena, no hace falta que te diga nada, ya conoces a Rafael, le dices que el Señor Rivas está de viaje y que siente mucho no poder recibirle, le atiendes como tú sabes y si quiere pasar la noche contigo me llamas y lo arreglamos.

Había tenido que hacerme cargo de la reunión semanal ya que Tomás seguía centrado en su hija. Hubiera debido implicarme más, acompañar a Lorena, cenar con ellos, tal vez presentar yo misma las excusas ante Rafael Elorza por la ausencia de Tomás pero no me sentía dispuesta a soportar alguna posible alusión a mi presencia en la revista del corazón que, con no ser de gran tirada, estaba teniendo amplia difusión por la relevancia de Gabriel. Al comenzar la reunión corté de raíz cualquier alusión, nunca me habían visto de tan mal carácter y se abstuvieron de insistir y cuando vieron que no iba a participar en ninguno de los encuentros con los clientes entendieron la gravedad del asunto. Reduje la reunión a lo imprescindible y me marché sin tomar nada con ellas como solía hacer. Poco después entraba en el gabinete a soportar las miradas, los comentarios en voz baja, las ironías de Ángel. Así hasta el día siguiente, cuando toda mi vida se iba a ir a la mierda.

…..

Miré otra vez el despertador, faltaban diez minutos para que sonase y lo apagué. Llevaba despierta más de dos horas. Esas eran mis noches desde que salió el reportaje una semana atrás, hoy era el día en que salía a la calle el nuevo número de la revista, nada había podido impedirlo, ni los contactos de Gabriel ni nuestro abogado. No había forma legal de evitar que el resto de la información, fuera lo que fuese que tuvieran, saliera a la luz.

Me había rendido. Tras varios días desesperados, anoche había entrado en un estado de calma fatalista; lo que fuera a suceder no estaba en mi mano evitarlo, solo deseaba que pasara cuanto antes para verme al otro lado del desastre y dejar que corriera el tiempo. Dicen que el tiempo todo lo cura, ¿será verdad?

Me sumergí bajo el chorro de agua fría a toda potencia. Ojalá pudiera desaparecer, pero no era posible, no me quedaba otra opción que afrontar las consecuencias de mis actos y de la maldad de quienes, estando cerca, habían aprovechado la ocasión. Estaba sola. Ni mis padres habían querido, ni mi hermana sabía cómo, ni Mario, el eterno ausente. Nadie hacía nada por mí. Ahora sí que estaba paladeando el sabor de la soledad.

Salí sin desayunar, conduje en silencio y una vez fuera del parking fui directa al quiosco de la glorieta, localicé la revista y la pagué; me alejé unos pasos para comprobar lo que creía haber visto: yo no estaba en portada. Plantada en mitad de la calle la ojeé buscando mi rostro. No podía ser. Empecé de nuevo, página a página desde la portada, ¿acaso me había confundido de publicación? Volví al quiosco y miré una a una todas las revistas buscando mi cara. Me ahogaba, no era capaz de pensar. Por fin arranqué, di un paso y luego otro y otro, entré en un bar, necesitaba azúcar. Me senté en una mesa y volví a comprobarlo, quería reír, estaba a punto de llorar, me tomé el café y salí hacia el gabinete.

Subí, saludé a Paloma que me miró sorprendida. No fue la única, en recepción estaba el grupito de siempre tomando el café de primera hora y al verme entrar enmudecieron. Continué hacia mi despacho y me crucé con más caras con expresión de haber visto a un fantasma.

Y me entró un deseo irreprimible de reír y llorar y volver a reír.