Diario de un Consentidor Exilio

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor.

Exilio

Los días corrían y el exilio forzado al que me tenía sometido Santiago comenzaba a pasarme factura. No se podía decir que estuviese aislado, en poco tiempo había logrado formar un equipo cohesionado con el que mantenía una relación cordial incluso fuera de la Junta; había hecho amistad con dos o tres de los funcionarios más cercanos, algún comentario lanzado al vuelo nos había dado pistas de que coincidíamos en ideas, gustos y aversiones y en ocasiones tirábamos hacia el centro para tomar algo y hablar de cualquier cosa menos del trabajo. ¿Amistad? Algo parecido.

Solía frecuentar el garito donde conocí a Candela, a veces la veía en la barra con sus vestidos mínimos, otros días me marchaba sin que hubiera aparecido. Nos saludábamos con un gesto, si no estaba ocupada se acercaba a mi mesa, le pagaba una copa y acabábamos yendo a un hotel cercano. Siempre seguía la misma rutina, me quedaba de pie y la observaba; desde la forma en que guardaba el dinero hasta la manera en que caminaba hacia el baño, luego me sentaba en silencio mientras se desnudaba. Ella se había acostumbrado a mis rarezas, ya ni siquiera se resistía cuando le comía el coño y le hacía correrse; cosas peores habría tenido que aguantar, al fin y al cabo yo pagaba. Después de follar nos quedábamos un rato en la cama, me contaba cosas de su vida que no le contaba a nadie, como que necesitaba comprar una lavadora porque la que tenía se caía de vieja o que le gustaría pintar la casa para quitar unas humedades. Habíamos pasado a ser algo más que el cliente y la puta, si no llegábamos a ser amigos poco nos faltaba. Otras veces sabía que esa noche no debía acercarme, no me preguntéis por qué, buscaba una mesa y la veía trabajarse a los clientes; unos solo la invitaban a una copa, le daban charla y se conformaban con tenerla cerca; lo llevaba peor cuando la veía salir del brazo de alguno. Yo me quedaba allí hasta que aparecía o terminaba por irme jurando que no iba a volver. Pero volvía.

Irene llamó, sabía que lo haría. Me agradeció que la última vez no la dejara seguir hablando.

—Es probable que hubiera dicho cosas de las que me habría arrepentido.

—Por eso te detuve, ¿qué te crees? Los psicólogos no somos tontos.

—Me gustaría poder ser tu amiga, así, como lo somos ahora.

—¿Te refieres a cuando vuelva a Madrid?

—Sí.

—¿Y que nos lo impide? Podemos reconducir nuestra relación por el cauce en el que nos sintamos más cómodos, no tenemos por qué vernos coaccionados por la forma en que se desarrolló nuestro primer encuentro, era otro contexto, tampoco nos conocíamos, aquello fue… una bobada, una apuesta, ¿recuerdas? Olvidemos lo que sucedió después si quieres. Ahora somos distintos.

—¿Por qué somos distintos?

—Porque conozco tu situación, me importas, creo que te importo y jamás haremos nada que pueda dañar al otro; eso es lo que hacen los amigos.

—Te voy a dejar o mi hermana me va a asesinar —dijo tras un largo silencio—, se le debe de estar quedando la cena fría.

—Mal empezamos si me enemisto con tu hermana.

—Te caería bien.

—Un beso.

—Adiós.

Como en Casablanca, presentí que dejaba escapar una aventura y estaba ante el inicio de una hermosa amistad.

Macarena seguía pasando por el chalet cuando le venía en gana y… Pero eso será mejor que lo cuente más tarde.

El caso es que a pesar de mi aparente amplia vida social me atenazaba una sensación de ahogo, como si estuviera perdido en una isla desierta. Algo parecido a lo que me contó una vez un paciente llegado de Gran Canaria donde había estado destinado —desterrado, decía él— durante dos años después de tener un encontronazo con el jefe de área del banco en el que trabajaba, un castigo disfrazado de ascenso y que encajó mal. Recién llegado de vuelta me detalló los síntomas de lo que era un clásico trastorno de ansiedad aunque él lo describía muy gráficamente como claustrofobia a la isla.

Ansiedad. Es lo que estaba empezando a experimentar; cada vez estaba más irritable y, aunque trataba de contenerme antes de que fuera evidente, notaba que me molestaban cosas que, visto con perspectiva, no tenían tanta importancia. Solo me encontraba bien durante mis esporádicas escapadas a Madrid, cuando estaba en el jardín del chalet, o en compañía de Candela, tal vez porque me seguía recordando a Carmen.

O si aparecía Maca y jugábamos ese juego que parecía no llegar nunca a la meta.

…..

Se me había hecho tarde, me entretuvieron a la salida discutiendo un ajuste de ultima hora y volví directo al chalet. Desde lejos la vi salir del coche y esas caderas potentes me hicieron reaccionar. Bajé la ventanilla derecha y se asomó sabiendo las vistas que me dejaba.

–Qué casualidad. No me lo digas, vienes a recoger alguna cosa para tu hijo, ¿acerté?

Macarena sonrió, abrió la puerta y se sentó a mi lado. Accioné el mando, el portón renqueó y comenzó a abrirse con pereza.

–Por mí no te preocupes, no tardo nada; supongo que querrás darte un chapuzón.

—Ya, lo que pasa es que lo del otro día…

–Qué.

–Verás, no voy a volver a ponerte en un aprieto.

—¿En serio piensas que me pusiste en un aprieto?

—La verdad es que no, te vi muy cómoda; y a mí, ya lo has visto, me gusta andar así.

—Así…

–Así, como me encontraste. No vine preparado de Madrid para nadar, ¿sabes?

—No tienes que darme explicaciones; estás en tu casa, puedes andar como te apetezca.

—¿Incluso si vienes con tu marido?

—No lo conoces.

Salimos del garaje directamente al jardín. El rumor de la depuradora invitaba a quedarse, Maca iba unos pasos por delante y se detuvo a echar un vistazo al paisaje. Las luces de la urbanización se extendían como un manto y enlazaban al fondo con la autovía que apenas se dejaba escuchar; el cielo tomaba un color azul plomo manchado aquí y allá por vellones grises. Yo estaba a otra cosa. Esa forma de clavar los tacones, asentando con firmeza el cuerpo le daba fuerza a su presencia; tenía un cuerpazo y lo lucía con arte. Volvió la mirada.

—Qué, ¿te gusta?

—Mucho, me quedaría contemplándolo una hora. —Se giró, me plantó cara.

—Pues nada, sigue.

Y seguí: Los hombros desnudos salvo por las franjas que se ensanchaban para cubrir unos pechos rotundos; la mano en la cintura perfilando el talle; la suave curva del vientre y las caderas recordaban que era madre; los muslos potentes, bien delineados y unas piernas perfectas.

—¿Tomamos algo?

—¿Ya has acabado?

—Apenas he empezado. —Lo dejé ahí y fui hacia la casa—. ¿Tónica?—pregunté sin volverme.

—¡Cerveza!

Volví con un par de botellines, dos vasos y una lata de aceitunas.

—Debería haber traído un plato.

—Y una bandeja. Déjalo, ya voy yo.

Regresó con platos y unas almendras.

—Pensé que te habrías cambiado para tirarte a la piscina. —me provocó.

—Eso mismo pensé yo cuando te has ofrecido a ir a por los platos. —Se echó a reír.

—No quiero llegar húmeda a casa.

—Como el otro día.

—Tú qué sabrás.

—Me juego… esta aceituna.

Amagó con quitármela de la mano y al final se rindió.

—¿Ves?

—Lo que veo es que te crees muy listo.

Terminamos con la cerveza y traje otros dos botellines. Tenía las piernas cruzadas y era la segunda vez que se echaba mano al pie.

—¿Te duelen?

—No sabes cómo, estos zapatos son nuevos y me están matando.

—Si me dejas te doy un masaje, soy muy bueno.

—No sé, mi marido es un experto, prefiero esperar a llegar a casa.

—Como quieras, te advierto que hice un curso con un amigo fisioterapeuta y llevo practicando con mi mujer desde entonces; Bueno, no solo con ella.

—Mira, de lo que se entera una.

—No seas mal pensada. Practico con mis hermanos, con mi cuñada; les dejo la espalda nueva y las cervicales ni te cuento, pero los pies son mi especialidad.

—Vaya, no sé qué decir. Venga, te dejo probar porque estoy matada. ¿Dónde lo hacemos?

—Aquí mismo, voy a por algunas cosas.

Traje un pequeño puff del dormitorio, una toalla y una crema y la hice cambiarse a una tumbona más cómoda, comencé a trabajar desde la zona alta de la planta y enseguida empezó a notar alivio, lo expresaba con claridad; cuando terminé con el talón pasé a los dedos, suspiró profundamente, había cerrado los ojos y se había abandonado a mi manejo. Entonces lo vi: estaba relajada, la pierna izquierda vencida y al fondo se mostraba sin ningún estorbo el pubis envuelto en un delicado tejido rosa. Desvié la mirada y me concentré en mi labor; doblar los dedos del pie con la palma de la mano derecha sobre el dorso de los dedos de la izquierda forzando la flexión hasta el límite justo. Un leve gemido me indicó que el ejercicio le resultaba agradable y mis ojos, fuera de control, volvieron a perderse en el túnel de la falda iluminado por el sol poniente. ¿Es que el profesor universitario que espió a la estudiante veinteañera no había madurado nada en todos estos años? Volví a masajear el empeine, agarré uno a uno los dedos y los estiré provocando unas quejas que bien podían ser gemidos de placer. Y mis ojos, rebeldes e insumisos, volvían a despeñarse por los muslos de aquella hembra hasta alcanzar el destino de mi deseo, el abultado pubis vestido de rosa. Cada vez que me sucedía escapaba asustado y cada vez comprobaba que sus párpados seguían cerrados.

Hasta que su mirada me alcanzó como un zarpazo.

Un silencio, un momento congelado, media sonrisa en su boca y me hizo sentir pequeño, muy pequeño.

—Lo siento, son cosas que… es difícil evitar.

—Comprenderás que después de haberte visto como te he visto… Además no creo que hayas podido distinguir mucho.

—Un pequeño detalle rosa

—¿Seguro? Juraría que elegí un conjunto azul.

Y no se movía, y yo luchaba contra una fuerza superior que en cualquier momento me podía traicionar.

—Si quieres podemos comprobarlo.

La muy canalla dejó caer una pausa.

—No. Si tú lo dices, será rosa.

Bajé la vista hacia donde unos segundos antes había una brecha que me permitía ver lo que ahora me era negado.

—Pasó tu tiempo. Cómo sois los hombres —dijo mientras se incorporaba—, no tenéis fuerza de voluntad.

—Es que ya sabes lo que dijo el filósofo; el corazón tiene razones que la razón no entiende. —Se echo a reír con ganas.

—Muy desviado tienes tú el corazón.

—Bueno, era una metáfora.

—Te voy a dar yo metáfora.

—Si es la que llevas envuelta en lencería rosa…

—¡Pero niño! que peligro tienes.

Rompimos a reir, bajó la tensión sexual y abrimos otros temas. Elvira. me contó cómo forjaron su amistad desde los primeros días de su llegada a Sevilla cuando coincidieron a través de un amigo común de los maridos. No encajaba en el ambiente que se formaba entre la gente de la Junta; ella era la oveja negra en los grupos de señoras aburridas en los que se movía. Elvira pronto congenió con las investigadoras más jóvenes de su departamento y atrajo a Maca, así fueron creando un ambiente propio. Intuí que había algo más aunque no supe qué, tal vez consideró que era pronto para tanta confidencia. Yo le conté nuestro amor de juventud nunca confesado y cómo me la dejé arrebatar por el carismático profesor universitario.

—¿Y ahora qué?

—Ahora nada, vamos a recuperar la amistad, le voy a ayudar a instalarse en Madrid y…

—Ya, y llego yo y me lo creo.

—Nos queremos mucho, pero los dos lo tenemos muy claro.

—Pues es una lástima.

Sí, era una lástima. Me dolía reconocerlo.

Media hora más tarde se marchó; quedaba pendiente una cena con su marido.

—Cuando quieras, ya he hecho el duelo por la pérdida de Elvira. —bromeé.

—¿Lo ves?

Estaba llegando a la cancela, no me pude contener.

—¡Macarena! —Se volvió, la boca entreabierta y las cejas alzadas le daban un toque sensual—. Recuerda, estamos condenados a entendernos.

Meneó la cabeza dándome por imposible.

—No te oigo bien, ¿a… tendernos, has dicho? Sigue soñando.

Cogió la manilla, al verme caminar hacia ella se detuvo.

—Puede que sueñe pero no juego contigo. Aquí me tienes; cuando reúnas el valor suficiente ya sabes lo que hay.

—¿Me estás llamando cobarde?

—¿Eres una mujer cobarde?

Me clavó la mirada y por un momento pensé que no se iba.

—Buenas noches, Mario; gracias por el masaje.

Aquellos eran los mejores momentos que tenía, el resto seguía siendo el agobiante ambiente de la junta con Santiago cada vez más exigente y dispuesto a cambiar las pautas sin un criterio claro. Procuraba no discutir y solicitaba todos los cambios por escrito para guardarme las espaldas por lo que pudiera suceder si acaso no se llegaban a cumplir los plazos.

Por fin conocí al marido de Maca.

Una tarde me invitaron a acudir a una exposición de fotografía de entreguerras, a la salida nos dirigíamos a tomar algo y la vi sentada en una terraza con quien imaginé era su marido, me disculpé con mis amigos y caminé hacia ellos. Maca me había visto de lejos. Escandalosamente guapa, llevaba un vestido estampado con el escote desabotonado al descuido para dejar ver el bordado del sujetador que se esforzaba en contener unos abundantes pechos. Mantenía las piernas cruzadas exhibiendo lo que era uno de sus mejores activos. El vestido se había deslizado lo justo, lo necesario; algo más, diría yo. Jugaba a balancear la sandalia que pendía sujeta tan solo por los dedos; qué empeine tan armonioso, pensé. Cuando estaba a solo unos pasos le advirtió a su marido y me barrió con la mirada. Unos años mayor que ella, algo grueso, con una perilla que le daba un toque rancio; mostró curiosidad por mí.

—Qué casualidad. —dije a modo de saludo.

—Mario, precisamente estábamos hablando de ti. —Se irguió para ofrecerme un beso y dejar que se le abriera el escote. Qué mujer.

—Espero que bien.

—Francisco, Fran para los amigos. —dijo él, ofreciéndome una mano blanda.

—Siéntate con nosotros.

Dos asientos esquinados, elegí el más cercano a ella. Fran la cogió de la mano, era toda una toma de posiciones de la que yo me di por enterado.

—Me decía mi mujer que estás disfrutando de la piscina.

—Cuando llego por las tardes suelo hacerme unos largos; tenéis una casa preciosa, ya le he dado las gracias por vuestra hospitalidad pero aprovecho para dártelas a ti.

—Para nosotros es una tranquilidad que haya alguien de confianza habitándola.

—Ya he visto que hay pocos vecinos alrededor.

Maca parecía disfrutar de la situación, seguía unida a su marido por los dedos, una unión endeble, y al mismo tiempo se ofrecía sin pudor, exhalaba sexualidad apenas cubierta por un escote abierto y una falda deslizada por los muslos hábilmente cruzados. Fran era un tipo agradable, de trato fácil. Ingeniero de caminos, había delegado la dirección ejecutiva de la empresa en una persona de su confianza y se dedicaba a gestionar otros negocios de rápida liquidez.

—Es más un juego que otra cosa, con unos pierdo y con otros gano, pero me divierto.

Maca le dedicó una mirada de condescendencia. Continuamos charlando, a mí me costaba concentrarme teniendo delante a esa mujer que despedía una sensualidad tan salvaje, no estaba seguro pero juraría que jugaba con nosotros o al menos conmigo, ¿qué sentido tenía si no que colgase el brazo del respaldo y me apuntase con sus pechos como si fuera a lanzar un misil? Tenía que cuidar mi atención, puede que Fran ya me hubiera sorprendido mirándola en más de una ocasión.

—Disculpadme un momento. —dijo, y salió hacia el interior del bar.

—¿Vas a dejar de mirarme las tetas o le voy a tener que decir algo a mi marido?

—Qué descarada eres. A tu marido le importa poco que te miren las tetas, ¿me equivoco?

—Tú no sabes nada de mi marido. —me lanzó con una sonrisa maliciosa.

—En eso tienes razón, pero me ha sorprendido varias veces, podría haberme parado y no lo ha hecho. Conozco bien esa conducta y la manera en que nos ha mirado cuando se ha ido.

—¿Ah, sí? ¿Por experiencia propia?

Dudaba mucho de que Elvira le hubiera contado cosas que solo ella sabía de mí, pero la duda debió de reflejarse en mi rostro porque saltó como una pantera.

—¡Ah!, con que tú también juegas a esto.

—También, dices. Luego no lo niegas.—Se vio cazada y sin argumentos, pero no pudimos seguir—. Ahí viene. —le advertí.

—He pedido unas raciones y otra ronda; hace una noche como para meterse en casa, ¿no os parece?

—A lo mejor Mario tiene otro plan.

—No, pero si lo hubiera tenido no habría sido mejor que éste. —respondí mirándola a los ojos.

—Cariño, te están tirando los tejos. —se destapó Fran, y se echó a reír para cubrir las apariencias.

—Pues no sé qué decir, contigo delante…

—La verdad, siempre la verdad.

—Es lo que les digo a mis pacientes, aunque duela.

Mi salida sirvió para distender el clima; Fran me preguntó cómo me las arreglaba para hacer que los pacientes se animen a sincerarse; procuré no cansarlos con una disertación larga y tediosa, hablé de la confianza entre paciente y terapeuta bajo la atenta mirada de una cada vez más sensual Maca y luego, cuando trajeron las raciones, traté de salir de ese terreno alabando la calidad del jamón y de lo bien que se come en Sevilla, Fran no nos quitaba ojo porque era imposible no darse cuenta del combate de miradas que nos traíamos su mujer y yo; estaba desatada, se había aproximado para no mancharse con el aceite que rezumaba el queso y la postura, con las piernas separadas, el vestido hundido entre ellas y el culo sacado era un reclamo para los paseantes que la miraban con ojos de deseo. Y yo, que tenía su escote ahuecado delante de mis ojos y apostaba a que Fran no era un obstáculo, me solazaba viéndola devorar los embutidos como si estuviera saboreando mi verga.

—Te va a chorrear, el aceite.

Era cierto, tenía el morrito brillante. ¿qué pretendía, hacerme saltar del asiento? Se limpió con la servilleta.

—Te has dejado un poco ahí.

Con el pico de la mía le limpié la boca; se dejó con la misma entrega que se habría dejado desnudar. No volví a mirarla, no podía o cometería una locura.

Pedimos café. Fran le hablaba al aire. Algún monosílabo salía de mi boca por compasión, o por educación. Quería que desapareciera y besar a Maca hasta que dijera, «vámonos a la cama». Ella no tenía ojos nada más que para mí, era tan evidente lo que deseábamos que no entendí como su marido no…

—Bueno, creo que va siendo hora de que arriemos velas, ¿no os parece? —Echó una mirada hacia el bar y levantó el brazo buscando la atención del camarero. Maca aprovechó para decirme «no» con la cabeza.

No me dejó pagar, tenía esa cabezonería propia de quien ha bebido más de lo apropiado pero menos del límite en el que se empieza a hacer el ridículo.

—A mí me apetece quedarme un poco más, mira qué noche hace. —El tono de Maca no admitía réplica, Fran debía de haber perdido antes este tipo de batallas porque no discutió.

—Por mí no hay problema. —Se levantó y le dio un beso —Sed buenos. —dijo mirándome.

—Lo mismo tienes que ir a sacarnos de la comisaría. —dije por decir algo.

—No sería la primera vez; que te cuente.

—¿Por qué no coges un taxi? —respondió algo molesta.

—Voy bien. No llegues muy tarde, me preocupa.

—Tal vez me quede a dormir en el chalet. —Y apuró la copa.

Se me encogió el corazón, en un instante fugaz los tres cruzamos las miradas y ella volvió a ganar.

—Sí, será mejor.

Lo vimos alejarse. La cogí de la mano.

—Podías haberlo dicho antes, llevo toda la noche aguantando las ganas de besarte.

Y lo hice, nos encontramos a medio camino y nos besamos, y me olvidé de Fran, tal vez se volvió y nos vio, yo lo hubiera hecho.

Llevaba tantos días deseándola que el camino hasta el chalet se me hizo eterno, ni siquiera abrí el portón, aparqué fuera y entramos con prisa, como dos quinceañeros. No acertaba a abrir la puerta. Me apartó. «Déjame a mí». La sujeté por las caderas mientras encajaba la llave y subí por los costados hasta llegar a sus pechos. Miró a ambos lados y dejó que me cebara. «Nos van a ver», dijo en medio de un gemido, colé la mano por el escote y el botón que me lo impedía saltó por los aires.

—¡Bruto! ¿y ahora que hago?

—Bajarte las bragas. —Tenía los pechos como esperaba; grandes, algo blandos, apetecibles; le apreté un pezón hasta que la hice protestar.

—Para, me duele.

—Pues bájatelas.

—Estamos en la calle.

—Ya lo sé. —jadeaba, puede que por el dolor aunque yo sabía que era por el placer y el peligro.

—¿Y si lo hago, qué querrás después?

—Ya lo sabrás.

Se inclinó arrastrándome, porque no pensaba soltar mi presa, y se las bajó.

—Es suficiente.

La tenía pegada a la puerta de la casa, apenas había luz, a lo lejos ladró un perro, le subí la falda y le manoseé el culo; qué culo Dios, qué culo; jadeó con más fuerza, más deprisa, escuchó el sonido de la hebilla, «¡Mario!», notó en su cuerpo cómo abría la bragueta con urgencia, me sintió peleando con el botón, tiré del pantalón hacia abajo y me liberé del bóxer, «¡Mario!», volví a subir la falda, me sintió entre los muslos y yo la sentí temblar, la enganché con las dos manos por las caderas pero no, necesitaba guiarme; «Separa los pies», «No puedo»; le bajé las bragas del todo y durante un segundo miré el contorno blanco del bikini en la piel; «Saca culo»; qué obediente, dio un par de pasos cortos hacia atrás y me buscó a ciegas, me agarré la polla y tanteé en medio de las dos nalgas; «Venga, hazlo ya», me urgió; ahí, en el centro, el calor húmedo me llamó y me hundí de una sola vez, me sujeté a sus caderas y comencé a galopar, ella se enganchó al marco de la puerta y resistió como una leona; «venga, venga», tenía tanta grupa donde agarrarme que subimos el ritmo sin darnos cuenta de que se nos debía de escuchar sobre el profundo silencio de la noche oscura.

—Qué locura —dijo sin rastro de arrepentimiento mientras se quitaba el vestido—, ¿le haces esto a todos tus ligues la primera vez?

Me la quedé mirando; despeinada, en tacones, sin bragas, vestida tan solo con el sujetador.

—Pero qué buena estás. —le gustó, le gustó mucho. De pronto se puso seria.

—Y sin condón, joder…

—Tranquila, me hice la vasectomía hace ya unos cuantos años. Y en cuanto a una posible infección —añadí al ver que eso no la tranquilizaba—, supongo que mi palabra no te será suficiente. Mañana podemos ir a un laboratorio.

—Elvira me ha dicho que lo hacéis a pelo; si ella se fía de ti…

—La cuestión no es ella, eres tú. Te quedarás más tranquila.

Me acerqué y la abracé, me gustaba mucho, más de lo que imaginaba; nos besamos, le solté el sujetador y por fin pude disfrutar de sus pechos, grandes, de pezones oscuros, me sujetaba la cabeza mientras se los comía, caímos en la cama y me dediqué a acariciarla, estaba ebrio de placer, borracho de sensaciones, me tenía superado, sabía que me gustaba pero ahora que la tenía desnuda y era mía me volvía loco, completamente loco, el movimiento libre de sus pechos balanceándose me trastornaba, su vientre ligeramente abombado me atraía de una forma que a mí mismo me sorprendía, ¿qué tenía esta mujer que me causaba esta emoción?, me aferré a sus muslos y los acaricié como si fueran dos columnas; pero no, era algo más cálido, más carnal. La tenía ante mí, echada en la cama, impresionada por mi reacción, orgullosa, envanecida; «me vuelves loco», y se echó a reír, ¿acaso hacía falta que lo confesase?, ¿no bastaba con verme?, se incorporó y me besó, me hizo tumbar y se hizo dueña de la situación; sobre mí ya no tuve duda, era la reina; «¡A tomar por culo!», dijo, «Si ya me has follado sin condón no nos vamos a andar con gilipolleces, me la vas a meter a pelo y ahora sí que te voy a sentir bien»; me la cogió y la guio entre la mata de vello rubio, buscó el camino y se dejó caer, «¡Oh, joder, sí!»; Clavó las manos a un lado y otro de mis costados y comenzó a moverse haciendo una ola suave y constante, y sus pechos bailaron rozándome a veces, no pude dejar de mirarlos y mis manos volaron a encontrarse con ellos sin impedirles moverse libremente, solo quería sentirlos en la palma de las manos. Qué mujer. Traté de seguir su danza con mis caderas, logramos bailar el mismo baile, conseguí atravesarla a su ritmo y hacerla llorar de placer y cuando se rompió la recibí sobre mí y me colmó de besos.

…..

—Me dijo Elvi que eras muy especial, no imaginaba que se refería a esto.

—A lo mejor no se refería a esto.

—Por la forma en que le brillaban los ojos creo que sí.

—¿Tienes sed?, voy a por algo, ¿qué te apetece? —le dije ya de pie.

—¿No te ha dicho nadie que tienes un culo muy bonito?

—Eso luego, ahora estoy hablando de beber.

Le traje una coca cola, entretanto se había lavado en el bidet y se peinaba frente al espejo, tenía un desnudo poderoso.

—¿Tú crees que nos habrá visto alguien?

—¿Te refieres a antes, en la calle?, no creo y si nos han visto les habremos dado envidia.

—¿Cómo se te ha ocurrido?

—No lo sé. Eres tú que me trastornas.

No sé si me creía del todo, continuó peinándose y me quedé en la puerta; no dijo nada, me dejó que la viera desnuda sin otra excusa que arreglarse el cabello, Terminó y me pidió el vaso, bebió y lo dejó sobre el lavabo, «Vamos a la cama». Había perdido el poco pudor que le quedaba.

……

Me despertaron unas voces en el jardín. ¿Qué hora era? Me levanté alarmado. Las nueve, ¡pero qué coño! Me puse lo primero que encontré y salí al porche; Maca, vestida con mi camisa, discutía con su marido. Al verme se detuvieron.

—Buenos días. —La luz del sol me dañaba los ojos. Fran recorrió mi figura, no debía de tener muy buen aspecto. Ella estaba descalza y se notaba que no llevaba nada salvo mi camisa. Fran extendió el puño mostrando las bragas.

—Me las he encontrado en la calle. No sé en qué estabais pensando. Tenemos vecinos, una reputación.

—Se nos fue la cabeza, Fran, estaba todo a oscuras, no creo que nadie nos viera, ¿no es cierto? —terminé dirigiéndome a su mujer. No sé cómo tuve tanto aplomo, Maca me miró sin saber qué contestar, Fran por su parte tampoco esperaba que reaccionase como lo hice y se quedó sin argumentos.

—Podíais haberme avisado, es lo único que os pedí, no era mucho; saber que mi mujer estaba bien, nada más.

—Me olvidé, lo siento, lo siento mucho. —se excusó, parecía afligida.

—No sabes cuánto lo lamento. —añadí.

—He pasado la noche sin pegar ojo hasta que me he decidido a venir aquí, ¿creéis que me resulta agradable?

Maca lo abrazó y al hacerlo casi le vi el culo. Estuve por entrar y dejarlos solos pero había algo extraño en la conducta de Fran, como sobreactuado.

—Vamos, entra en casa. —le rogó.

Ahí estaba: el marido ofendido, la esposa desnuda cubierta con la camisa del amante; de pronto me encontraba situado al otro lado del espejo, ante mi tenía al consentidor, y me excitó tanto que inmediatamente tomé parte.

—Sí, por favor, pasa, estábamos a punto de desayunar, ¿verdad, cariño?

Maca se volvió tan sorprendida como si la hubiese azotado, Fran nos miró a uno y otro varias veces. No quise perder la iniciativa, la cogí de la mano, soltó a su marido y entramos, el cornudo nos siguió hasta la cocina. Hubo un instante de indecisión que salvé de inmediato,

—¿Te importa ir preparando el café mientras nos arreglamos? Así ganamos tiempo.

—Sí, por supuesto. —respondió desorientado.

—Gracias, eres un amor. —le dijo Maca ya recuperada de la sorpresa, me siguió a la habitación y cerró la puerta, se echó a mis brazos y me comió la boca.

—¡Cómo se te ocurre!

—¿Contabas con esto?

—¿Con que se presentara aquí? Ni de coña. Tenía que haberle enviado un mensaje anoche pero me dejaste KO. ¿Cómo se nos pudieron olvidar las bragas?

—¿Qué ha dicho cuando te ha visto con mi camisa?

—Me ha preguntado qué hacía con eso puesto, le he dicho que es lo primero que he encontrado.

—Te sienta muy bien, pero… —Se la quité, me moría por tenerla desnuda de nuevo—. Esto lo cambia todo.

—¿A qué te refieres?

La acerqué a la cama e hice que se echara, protestó sin demasiada fuerza mientras veía como me desnudaba; no teníamos tiempo para preliminares, me humedecí entre sus labios y me hundí despacio, luego comenzamos a batallar con violencia, sabíamos que la cama tenía sus propios gemidos, que el cabecero se ensañaba con la pared a contratiempo con nuestro ritmo y que Maca acababa convirtiendo el jadeo en un hilo de voz agudo y constante, sabíamos eso y que Fran estaba allí, a un metro de allí, pegado a la puerta. Por eso rugí cuando no aguanté más y me dejé llevar.

—¿Salimos?

—¿Así?

—¿Importa?

Se levantó y volvió a ponerse mi camisa, no hizo intención de pasar por el baño, cuánto había cambiado. De la coqueta sacó unas bragas. Me puse la misma ropa y salimos. Fran estaba en el salón.

—¿Has desayunado? —Me miró, tenía los ojos vidriosos.

—Os estaba esperando.

Tomamos café y unas galletas; Maca estaba habladora y yo le seguí el ritmo; Fran parecía apagado. Lo volvimos a dejar solo mientras nos arreglábamos, esta vez no tardamos.

—No te preocupes, está bien, solo es que le está costando asimilarlo.

—¿Estás seguro?

—Sé por lo que está pasando. No le durará.

Se marcharon antes que yo, Fran se despidió de mí con un apretón de manos de los suyos: blandito. Le di las gracias por todo, no sé qué quise decir, él tampoco lo entendió, aún así respondió: «A ti, me alegro de que estés aquí».

Macarena me llamó por la noche.

—De buena gana me iba a verte, me he masturbado recordando lo que hicimos en la puerta de casa, no sé cómo me dejé.

—Porque eres una zorra y necesitabas que alguien te tratase como lo que eres.

—Si estuvieras delante te cruzaba la cara; ni se te ocurra volver a llamarme zorra, ¿me has oído?

—En cuanto aparezcas por aquí y te quites las bragas.

—Entonces ya me has visto.

Sabía que volvería.

…..

—¿Dónde estás?

—Buenos días, Maca, ¿no sabes saludar?

—¿Te has ido al hotel sin avisarme, es eso?

—¿Por qué lo dices?

—He pasado dos veces y no estabas.

—Están montando el sistema informático para el congreso y las pruebas las hacemos por la noche, si hubieras aparecido por la mañana me habrías encontrado durmiendo.

—¿Y ahora dónde estás?

—En la cama, a punto de levantarme.

—Si me esperas acostado te llevo el desayuno.

Veinte minutos después, escuché un auto que aparcó en la puerta, alguien con tacones abrió la cancela y caminó con paso seguro, abrió la puerta y entró en el salón, allí se entretuvo unos minutos desenvolviendo un paquete. Si no la conociera me habría sorprendido al verla aparecer desnuda con un croissant en la mano.

—¿Te parezco lo bastante zorra?

—Un toque de nata en los pezones te daría un aire de puta insuperable.

—¿Eso es lo que soy para ti, una puta?

—Dime tú cómo te sientes, a mí me gustas así, en tu versión más puta; la cuestión es que tú te gustes.

Se acercó a la cama, hincó una rodilla y se sentó de lado, tenía la vista fija en mi verga hinchada y la cogió entre los dedos, comenzó una lenta paja mientras le daba bocados al croissant.

—Qué cabrona, me vas a dejar sin desayunar.

—¿Te parezco poco desayuno?

Me incorporé y la hice caer en la cama, tenía hambre de ella. «Fóllame», pidió con la voz ronca por el deseo, tendría que suplicar porque primero quería hartarme con sus pechos antes de darle lo que pedía; «Vamos, métemela». En lugar de hacerle caso le hundí dos dedos y extendí su propia humedad por la vulva, encontré el erguido clítoris, lo empapé y la hice retorcerse de placer, pero no le iba a dejar acabar tan pronto; agarrado a un pezón con los dientes y con los dedos hurgando en su coño, bajé más abajo y encontré la primera tensión; «No, ahí no»; «¿Qué pasa, que tu marido no te lo acaricia?», no estaba cómoda y desistí, seguí acariciándola allí donde encontraba placer y noté que se relajaba, le arranqué el primer orgasmo, ella misma me sujetó por las caderas y me hizo montarla para encadenar un segundo orgasmo al que llegué después que ella.

—Lo siento, es que eso no me gusta.

—No te disculpes, ahora ya lo sé y no volveré a intentarlo, así nos vamos conociendo.

—¿No te importa?

—Me importa que los dos disfrutemos. —Se incorporó para besarme, su pechos me apisonaron y mi verga pegó un brinco que rozó su muslo.

—Vaya, alguien se está despertando.

—Dale las gracias a tus tetas. Me vuelven loco. —Me miró con tanta ternura que esperé abrumado el beso que llegaba. Maca rompía el molde de mujer que siempre me ha gustado y lo estaba disfrutando al máximo.

—Dime una cosa; ¿A Elvira le gusta que le hagas… eso?

—Lo que no le gustaría es que fuera contando cosas tan íntimas.

—Si no me lo cuentas tú se lo voy a preguntar, porque le pienso decir que nos hemos acostado, ¿tú no?

—Por supuesto. Y en cuanto a si le gusta que le coma el culo —Abrió lo ojos como platos—, le vuelve loca, y más cosas. ¿Satisfecha?

Se frotó de manera inconsciente contra mi pierna, estaba pegada a mi costado, le acariciaba la espalda con suavidad y despacio fui bajando la mano hasta llegar a su espléndida nalga.

—Le has… ya sabes.

—No, si no me lo dices. —Tenía la mirada vidriosa, quería saber y sin embargo no se atrevía a pronunciar el tabú. —¿quieres saber si practicamos sexo anal?

—Sí.

—Ya, pero esa no es la forma en que la gente habla de ello, ¿verdad?

—¿Me lo vas a decir?

—Si me lo preguntas…

Se removió y me hizo ser consciente de hasta qué punto la tenía encima. Su pecho sobre mi tórax, su muslo escalando el mío, su vientre pegado a mi costado; y entonces se removió y toda esa inmensa sexualidad chocó como un iceberg contra mi cuerpo y destrozó mis defensas.

—¿Le has dado por culo? —En mi cara, un susurro, un cañonazo.

—No, a ella no.

—¿No?, ¿y a quién le has dado por culo?

—A mi mujer.

—A tu mujer —gimió; podría caer en éxtasis en cualquier momento.

—Sí, la abrió un amigo; yo no me atreví, temía hacerle daño y él nos enseñó.

—¡Oh, joder! —dejó caer la frente en mi hombro y tembló. La acompañé sin molestarla, era su tiempo, solo de ella. Cuando abrió los ojos me besó, bajó la mano y me acarició despacio, sin ningún objetivo.

—No sé si podría.

—Esas cosas no se planifican, Maca.

—La abrió. —dijo después de un tiempo en silencio acariciándonos suavemente—. Qué manera más dulce de expresarlo. ¿Y tú, dónde estabas, qué hacías?

—Estaba con ellos, acompañándola.

El móvil de Maca rompió con brusquedad la paz de aquel momento.

—Déjalo que suene. —dijo, y siguió acariciándome la verga henchida, tumefacta.

—¿Y si es Fran?

—Se imaginará.

—¿Está bien?

—Sí —replicó con fastidio—, pero no quiero hablar de él ahora.

—Lo siento.

Tarde. Había roto el clima; poco después decidimos levantarnos. Maca se incorporó, tenía mi polla en la mano, no me debía nada sin embargo se apoyó en un codo y aceleró el ritmo de la mano hasta que me hizo derramar sobre el vientre. ¿Qué fue lo que más me excitó? Su dedicación, sus pechos balanceándose al ritmo de la mano. Su belleza.

No llegué a la junta hasta mediodía, la realidad me devolvía a las exigencias, a los reproches. Es cierto, tenia un sinfín de llamadas perdidas, me excusé aduciendo una mala noche y tuve que recordarle a Santiago que no podía tratarme como si fuera uno de sus subordinados. Otra vez voces y amenazas de cortar por lo sano, bravuconadas que no tenían recorrido pero generaban mal ambiente.

Salí pasadas las ocho, había sido un día pesado repleto de sesiones de trabajo y reuniones para cerrar borradores de documentos que debían pasar a formar parte de otros de nivel superior. El cielo estaba gris, amenazaba tormenta y cuando llegué al chalet el aire olía a lluvia. Todavía me quedé un rato bajo el porche con una copa en la mano tratando inútilmente de contactar con Carmen, luego comenzaron los relámpagos y cuando los truenos tabletearon sobre mi cabeza decidí refugiarme dentro.

Me despertó un fuerte golpeteo; parecía que el viento no había amainado y supuse que alguna puerta se había abierto y el aire corría sin control. Me noté frío y busqué algo con lo que abrigarme antes de bajar. Una ventana volvió a batir y no perdí más tiempo; en el salón todo estaba en orden salvo la puerta que daba al garaje, juraría haberla cerrado, a mi izquierda me sobresaltó un fuerte golpe que procedía del aseo, también abierto; entré y cerré la ventana culpable de todo el escándalo. Aseguré las puertas y comprobé que no quedase nada por cerrar, no quería más sorpresas en lo que quedaba de noche. Un relámpago lejano me garantizó un sueño tranquilo.

Bajé a desayunar sin prisa; tenía una mañana tranquila ya que Santiago estaría ocupado en presidencia. Tras la tormenta había amanecido un día despejado. Tomé la cartera y bajé al garaje. Cuando vi las ruedas rajadas me invadió un miedo irracional.

Dos horas más tarde lo tenía solucionado, no obstante lo que más me preocupaba era averiguar quién había entrado en la casa. Lo mismo que habían destrozado las ruedas podían haber hecho cualquier cosa; se me volvió a erizar el vello. Había hablado con Macarena para advertirle del allanamiento y a los pocos minutos ambos se presentaron para comprobar si había habido daños y a interesarse por mí. Si en un principio barajé la remota posibilidad de considerar a Fran como candidato a sospechoso lo descarté en cuanto lo tuve delante. Otra de mis opciones era Santiago, tal vez trataba de enviarme un aviso o simplemente desestabilizarme, quién sabe. Cuando llegó la Guardia Civil no mencioné mis sospechas.

Fran contrató ahí mismo una alarma e incluso se ofreció a hacerse cargo del coste de las llantas, cosa que por supuesto rechacé.

—Soy un huésped en tu casa, bastante tengo que agradecerte. —«Incluso me acuesto con tu mujer», pensé.

No obstante, se empeñó en invitarme a su casa esa noche, Maca insistió también y terminé por aceptar.

Al llegar a la Junta Santiago actuó en su línea.

—A saber a quien le has levantado la mujer esta vez. —murmuró cuando ya estaba entrando en su despacho. —Se hizo un silencio total en la sala.

—¿Cómo has dicho? —Santiago no se dio por aludido y cerró la puerta. Fui hacía su despacho sin dar muestras de irritación, nadie se interpuso esta vez, abrí la puerta y no hice intención de entrar. —¿Me puedes repetir lo que has dicho?

Se dio cuenta de la gravedad del momento, todos en la sala miraban la escena.

—Era una broma, Mario, una estupidez; ya me conoces.

—Si tu hipótesis fuera cierta, ¿te das cuenta de que te convierte en sospechoso?

—No me jodas. Pasa, venga, pasa y siéntate.

Le conozco y sé cuando se han acabado las bromas. Acepté y me senté. Él mismo cerró la puerta.

—Lo siento.

—¿Cómo se te ocurren esas cosas?

—Mira Mario, puede que no ande muy descaminado; no sé en lo que andas metido, se comentan cosas. De todas formas Elvira tampoco era una santa, supongo que la culpa era mía, ya lo sé. Hay más gente además de ti que bebe los vientos por ella y no soporta como la he tratado últimamente; puede que para alguno, que a lo mejor soñaba con arrebatármela, tú seas peor enemigo que yo.

—¿Tratas de decirme que puede haber sido alguien que la desea?

—Puede ser, ¿por qué no? Justo cuando nos separamos llegas tú y te la llevas.

—Dime nombres.

—¿Para qué, para que montes un escándalo?, déjamelo a mí, ella ya no está, esto ha sido una bravuconería, en poco tiempo te habrás ido, no lo vas a joder ahora, puede que sea lo que busque, ¿no lo ves?