Diario de un Consentidor
Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor; Esta no es una historia de penetraciones y orgasmos, aunque también lo es; Así que si tu, lector que has llegado hasta aquí, buscas un desahogo rápido de tus pulsiones te recomiendo que abandones este texto y busques algo mas inmediato.
El inicio
Conocí a Carmen el verano de 1991; Dirigía yo entonces un curso de verano en la facultad y ella era una de las alumnas recién licenciadas que se había matriculado a última hora, casi fuera de plazo, lo cual me había dado la oportunidad de conocer las razones que la traían a mi curso. Entonces tenía veintiún años y yo acababa de cumplir treinta y cuatro; Era una chica alegre, espontánea, segura de si misma o al menos lo aparentaba muy bien; hermosa, fresca, con una elegancia natural que la hacia mas atractiva ante la ausencia de sofisticación y la nula intención de presumir de una figura perfecta. Alta, morena, de ojos profundos y oscuros, delgada sin perder la formas, piernas largas, espalda muy recta que, cuando llevaba su largo pelo negro recogido en un moño le daba un aire de bailarina de ballet estas cosas pensaba mientras ella desgranaba ante mi los motivos por los que no quería dejar pasar la oportunidad de realizar este curso, como si en ello le fuese la vida. Su apasionamiento bien modulado por una madurez no frecuente en las chicas de su edad hizo que me tomara en serio sus argumentos y que, finalmente, hiciese una llamada a la secretaria del departamento para interceder por ella.
En las semanas que pasaron desde aquel encuentro hasta que comenzó el curso no volví a recordarla, pero en cuanto entró en el aula, aquella mañana de inicio del curso, de nuevo sus ojos negros me produjeron la misma desazón que había sentido días atrás, una sensación vergonzante que me hacía sentir pueril, como un adolescente en su primera cita y que decidí neutralizar ridiculizándolo mentalmente fustigándome con un argumento imbatible: "a mis años ".
A mis años, a mis recién cumplidos treinta y cuatro años estaba todavía adaptándome a vivir solo. Tres años de divorcio no habían conseguido que me aclimatase a ser uno y no dos. Los diecinueve días y quinientas noches de Sabina se habían transformado en tres años de tránsito inacabado desde una vida de matrimonio estable y confortable hacia otro lugar que aun no avistaba. Tránsito que se había enquistado hasta constituir una normalidad crónica de una situación temporal. Seguía aun con las maletas a medio hacer, o a medio deshacer; mi lugar no era mi lugar sino una etapa hacia donde?
Mi tiempo diario se distribuía entre la facultad y el gimnasio al que dedicaba dos horas cada tarde, era una especie de excusa para mantener ocupado el tiempo, un objetivo que me hiciese creer que tenía objetivos. Podía haber caído en drogas peores, el juego, el alcohol así que el gimnasio me parecía una dependencia menor.
Los fines de semana huía a la casa que mis padres compraron en la Sierra cuando yo era un chaval y que apenas se usaba por la familia, mi ilusión era quedarme definitivamente con ella y por eso la falta de interés de mis hermanos por la casa me hacían ver un futuro en el que sería mía y la adaptaría a mis gustos.
El curso transcurrió con la normalidad propia de las convocatorias de verano en las que la puntualidad no suele ser un bien apreciado y el relajo veraniego se nota en el ritmo de las personas. Tan solo Carmen aparecía cada día quince minutos antes de que comenzase la clase y eso es un detalle que, como profesor, siempre he valorado. Me acostumbré a charlar durante ese tiempo de espera con ella y así fui conociendo algunos de sus gustos y aficiones, fui familiarizándome con sus muletillas y sus gestos y poco a poco surgió una especie de comunicación que, durante las clases me hacía a veces dirigirme a ella como si no hubiese nadie mas en el aula.
Una mañana, mientras exponía el tema del día, mis ojos se cruzaron con las piernas semiabiertas de Carmen que, sentada en primera fila, no había caído en la cuenta de que los pupitres no tenían frontal y había relajado la clásica postura de piernas-férreamente-pegadas que suelen adoptar las chicas en casos como éste. Aparté la vista como si me hubiese quemado pero en la siguiente vuelta de mi lento paseo a lo ancho del aula mis ojos, como si tuviesen vida propia, se clavaron durante un eterno segundo en la breve tela blanca que se mostraba al fondo de sus largos muslos. Mientras seguía hablando, mi mente me crucificaba en un juicio sumarísimo donde los cargos en mi contra eran inapelables. Pero mis ojos no atendían a razones y a cada vuelta volvían como a un imán y captaban cualquier cambio de postura que Carmen, ajena a mi tortura, realizaba sin pudor. Mi mente luchaba con aquella falta de voluntad mientras se dedicaba a percibir volúmenes, tonalidades de blanco y surcos en la fina tela. Aquella sesión fue la más inconexa y balbuceante que puedo recordar en toda mi carrera y al final de la clase di gracias a ese Dios en quien no creo por no permitir que Carmen me descubriera en aquella actividad furtiva. Aquella tarde no dejé de pensar en lo que hubiera sucedido si alguien se hubiera dado cuenta de la causa de mis titubeos y vacilaciones.
Pero al día siguiente, cuando estaba de camino a la facultad, deseaba que Carmen volviera con esa minifalda playera que había lucido otras veces antes de que yo descubriese mi inédita condición de voyeur, y rogué porque se sentase, como siempre, en primera fila y no le diera por irse mas atrás. Y cuando era consciente de estos deseos me enfadaba conmigo, pero no conseguía acallar al deseo.
Durante esa penúltima semana de curso descubrí clandestinamente los diferentes colores, texturas y transparencias de la ropa interior de Carmen, durante esa semana perdí parte del ritmo del curso hasta que aprendí a no luchar con esa parte de mi y dediqué esa energía a dos cosas: no ser descubierto y sublimar mi excitación en pasión por el tema del curso. El nivel del curso volvió a subir, contagié mi pasión a mis alumnos y las discusiones ganaron en calidad. También las conversaciones con Carmen al inicio de las clases se convirtieron en un debate profundo, ahí descubrí la calidad de la profesional que iba a ser en unos años, pero también comenzó a nacer algo mas, algo que he detectado infinidad de veces y que siempre he sabido como manejar: admiración profesional de la alumna hacia el profesor, pero esta vez sabía desde el primer momento que no era igual que otras veces.
Y llegó el viernes; Carmen argumentaba con convicción y buenos datos casi al final de la clase pero no parecía que el resto de los alumnos estuviese en la misma onda y pronto vi los signos de impaciencia propios de quienes deseaban acabar y marcharse de fin de semana. Con sutileza para no minusvalorar sus argumentos cerré la sesión y despedí hasta el lunes a todo el mundo. Mientras iban saliendo yo recogía mis apuntes y los guardaba en la cartera cuando oí a Carmen a mi lado atacando de nuevo apasionadamente con sus argumentos. Me sorprendí diciendo "si quieres continuamos la discusión frente a una buena ensalada". ¿Era yo quien había dicho eso? Carmen aceptó instantáneamente y disfrutamos de una estupenda conversación durante la comida en la que hablamos de tantas y tantas cosas que, cuando ya nos echaban del restaurante ambos sabíamos que aun no habíamos terminado. Seguimos nuestra charla en una terraza cercana a la facultad hasta las ocho de la tarde.
La semana siguiente, última del curso, ambos provocábamos la excusa al final de la clase para quedarnos rezagados mientras los demás se marchaban, luego nos dirigíamos a algún restaurante cercano o tomábamos el autobús hasta Moncloa y allí elegíamos casi al azar un lugar donde almorzar mientras intercambiábamos algo mas que ideas.
En Enero Carmen se mudó a mi casa y dos años mas tarde, una vez vencidas las resistencias familiares ante nuestra diferencia de edad, nos casamos.