Diario de un Consentidor Déjà vu

Con otra mirada

Diario de un Consentidor   Déjà vu

Mi colega Torco, desde el café La Humedad, a cargo de los diálogos argentinos.

—Ahora voy, id pidiéndome una tónica. —les dije a las chicas que ya salían por el portal y me quedé rezagada.

—Ismael, ¿Se puede saber qué está pasando?

—No sé de qué me hablas.

—Las chicas están sorprendidas, dicen que últimamente ni te acercas a ellas, ¿qué coño haces?

—Bah, no pasa nada. De todas formas, ¿no es lo que querías, que me portara bien?

—No, joder, no; se van a dar cuenta de que hay algo; tienes que seguir actuando como siempre.

—¿Quieres que les siga metiendo mano?

—Quiero que seas el mismo, que no cambies, ¿me has entendido?

—Vale, doctora; la próxima vez les tocaré el culo, pero porque me lo has pedido tú.

—¡Vete a la mierda!

—Esa lengua, doctora. Espera, no tengas tanta prisa.

—¿Qué quieres?

—¿Cuándo vas a venir tú solita?, ya sabes que la viagra necesita un tiempo para hacer efecto.

No sabía si había habido rumores entre el vecindario por causa de la revista; por si acaso me estaba dando a entender que se había encargado de sofocarlos y ahora me exigía cumplir mi parte del trato. Mario me había anunciado que volvía por un asunto en magistratura y podría pasar el fin de semana en casa, la noticia me dio oxígeno pero ahora se me complicaban las cosas.

—No te puedo decir, tal vez el jueves.

—Tal vez, tal vez, eso no me vale. —Miré alrededor, podía escucharnos cualquier vecino que bajase por la escalera.

—El jueves. —me aventuré, ya lo confirmaría con Emilio.

—¿Cuándo, a qué hora? Es que te tengo que sacar las palabras, mujer.

—Pasaré toda la tarde aquí.

—Toda la tarde es…

—Es toda la tarde. Llegaré sobre las cuatro y estaré hasta las siete más o menos.

—Eso es otra cosa, doctora, no me falles.

…..

Apenas comí, se me había quitado el apetito y tuve que hacer un esfuerzo para acompañar a Julia que se presentó sin avisar y me dejó sin margen para montar una excusa. Volvimos pronto y en vista de que no aguantaba los nervios me presenté en el picadero media hora antes de lo previsto. Ismael no estaba en su puesto y esperé el ascensor rogando que no apareciera.

¿Qué debía hacer, esperarlo vestida o prepararme como la última vez que me asaltó? Decidí cambiarme, cuantos menos prolegómenos mejor. Esta vez guardé la ropa en el armario y escogí una camiseta por medio muslo que me quedaba algo ajustada, lo ideal para excitarle y acabar pronto; me refresqué en la ducha sin entretenerme y al terminar de ponérmela sonó el timbre.

—Pasa.

—Cada día estás más buena.

Caminé delante, sabía cuánto le gustaba verme, la camiseta se pegaba a mi piel todavía húmeda. Llegué al salón y me volví. Babeaba.

—Acordamos una cosa, espero que cumplas. Nada más que lo que hicimos el otro día.

—No te preocupes, seré bueno. —dijo acercándose, se agarró a mis caderas resoplando el aliento en mi cara, un aroma a menta me sofocó y aparté el rostro. Empezó a subirme la camiseta con los dedos engarfiados y le detuve.

—Espera, ¿qué haces?

Pero ya era tarde, la tenía a la altura de la cintura y me sobaba el culo haciendo que quedáramos pegados. Empezó a besarme el cuello y de pronto sentí una mano en mi pecho por debajo de la tela, todo estaba yendo demasiado rápido.

—Para, para un momento.

Pero no escuchaba, seguía metiéndome mano por todas partes y me refregaba un bulto duro contra el pubis.

—Vamos, putita, no te hagas la estrecha, si esto te gusta.

Hizo una maniobra rápida que no pude esquivar y me encontré con dos dedos intentando meterse dentro.

—Me haces daño, espera, vamos al cuarto.

No escuchaba, había subido la camiseta hasta las axilas y forcejeaba, levanté los brazos porque no quería encontrarme con la cara tapada y le ayudé a quitármela. Estaba desnuda, tratando de no dejarme someter y cuidando de no enfadarlo porque no podía romper el acuerdo.

—Ven, vamos a la cama. —dije.

Palabras mágicas. Me siguió a la habitación y tomé la iniciativa, le solté el cinturón, no dejaba de tocarme y yo no le puse trabas, abrí las piernas para que me frotara y se puso como loco, así pude bajarle el pantalón. Me encontré con una erección tumefacta que me preocupó, comencé a masturbarlo en medio de un cruce de manos que no lo ponía fácil, me hacía daño pero no protesté, mi objetivo era terminar cuanto antes; esta vez no iba a ser tan sencillo, aquello era una barra candente y él estaba desquiciado, se volcó hacia mis pechos con tanto ímpetu que consiguió tirarme sobre la cama, se echó encima y me los mordió, se había colocado entre mis piernas, vi el peligro y traté de zafarme, me arrastré y él gateó para no perder la ventaja, temí que lograse penetrarme. Reuní todas mis fuerzas y logré girarme con él pegado como una lapa. Bajé y me la metí en la boca. Sin protección, joder, pero no podía hacer otra cosa; blasfemó, me sujetó por la nuca y me la clavó hasta el fondo de la garganta. Tosí, intenté liberarme de la garra pero me sujetó del pelo y me la volvió a hundir. Si tenía que ser así, así sería. La empuñé para poner un tope y lamí el glande con todo mi empeño, le masturbé, le acaricié las pelotas, maldijo a mi puta madre y a todos los santos, chupé como una loca y se corrió, pero aquello no perdió ni un punto de su rigor.

—Eres un cabrón —dije después de limpiarme la boca—, esto no es lo que habíamos acordado.

—Es que eres la hostia, doctora, estás tan buena que no he podido aguantar, si es que mira cómo me tienes. Ven, déjame que…

—De eso nada, vístete y vete de aquí.

—No me puedo ir así, joder, hazme algo. —suplicó.

—¿Algo, todavía más? Vete al baño y menéatela. No, hazlo aquí, al baño voy yo.

Entré y me lavé los dientes, de vez en cuando le vigilaba; sentado en la cama se miraba la verga afligido. En el fondo me daba pena.

—No te preocupes, dentro de un rato se te pasará el efecto de la viagra.

—¿Estás segura?

—No la habías tomado nunca, ¿verdad? —Meneó la cabeza como un niño malo.

Me voy a vestir porque si me sigues viendo desnuda no va a bajar nunca.

—No, por favor, a lo mejor si me la… —insinuó haciendo un gesto vulgar.

—Esto es la monda, no creerás que encima te voy a hacer una paja. ¡Por Dios!

Cuanto más enfadada me veía más asustado parecía. Ismael no podía bajar en ese estado, su mujer lo iba a notar y comenzarían las preguntas, él no iba a saber salir del interrogatorio y podía crearse una situación crítica para Tomás. Y para mí; ¿cómo iba a explicarle lo que había sucedido? Además, tampoco podíamos pasar toda la tarde encerrados.

—Está bien, túmbate.

Me senté en la cama y comencé a pajearle, pero la postura era incómoda. Bordeé la cama y me recosté a su lado, ahora estaba en la posición correcta y reanudé la masturbación, él me cogió una teta y no dije nada, cualquier cosa que ayudara la daba por buena, ahora no era el salvaje que me había atacado con tanta brutalidad, me tocaba el pecho con delicadeza y trabajaba el pezón con el pulgar de una forma que me estaba empezando a afectar; se removió para poder acariciarme la espalda; nos miramos sin decir ni una palabra. Reduje el ritmo, había empezado a hacerlo de una manera desquiciada y no era esa la forma con la que conseguiría mi objetivo; además, no había tenido ocasión de calibrar lo que tenía en la mano, la viagra había logrado dotarlo de una dureza considerable y el glande estaba tan hinchado que sobresalía remarcando el borde; me entretuve saltando con los dedos entre el glande y el tronco y le escuché gemir, me acariciaba la espalda bajando hasta el límite donde la cama le impedía seguir y me removí para darle más, le ofrecí todo el glúteo, tenía que lograr que volviera a eyacular. Parecía otra persona, por eso cuando me cogió el pecho no le había dicho nada, tal vez así acabaría antes, total, solo era una caricia, nada que ver con los apretones de antes, una caricia suave y constante que no dejaba de ser agradable. Me dio las gracias, no lo esperaba y le sonreí; qué sorpresas te da la gente, quién me hubiera dicho que aquel hombrecillo insignificante que miraba con expresión sucia y nos acorralaba en el ascensor buscando tocarnos iba a compartir cama conmigo mientras lo masturbaba.

No, aquello no bajaba y en cambio a mí me estaba poniendo a cien, maldita sea; se arrimó y me besó en el brazo. —¿Qué haces?, le advertí, aunque no era como antes, no trataba de abusar; apartó la boca, pero no soltó mi pecho. —Esto no baja, le dije, no contestó, parecía estar en una nube, la solté y le acaricié las pelotas, cerró los ojos. —Te gusta, ¿eh?, sonrió sin llegar a abrirlos; pobre hombre, creo que jamás se había visto con una mujer como yo. Cambié de mano, le rodeé con el brazo y lo atraje para que se pudiera reclinar en mi costado, él cambió de pecho y siguió acariciándome de una manera que cada vez me gustaba más y se lo dije: —Lo haces muy bien. Cinco o seis minutos después me convencí de que no íbamos a acabar como no hiciera algo. Le dejé la verga en paz. —¿Qué te pasa, eh, qué te pasa?, traté de reconfortarlo; lo besé en la sien y comencé a acariciarlo por el vientre y el pecho, resopló y aumentó la intensidad con la que me manoseaba la teta. —No sé, no puedo, gimoteó. —Tranquilo, tranquilo. Seguí besándolo por la sien, llevando mis caricias por todas partes, los hombros, el pecho, el vientre y la verga cuando no se lo esperaba; trataba de romper la monotonía en la que habíamos incurrido, Ismael empezó a acariciarme los muslos y se concentró en el delta que formaban, yo sabía lo que quería aunque no hacía intención de forzar un hueco. Aquello se estaba alargando demasiado y no encontraba opciones. Flexioné la pierna y le dejé un resquicio, tal vez así todo se precipitaría, enseguida lo tuve tanteando la vulva, buscando la forma de ahondar; el aliento en mi cuello se aceleró y la urgencia de sus dedos me animaron a abrirme más, no imaginaba que estuviera tan mojada, se escurrió entre los labios. Gemí, no pude contenerme, y volví a gemir cuando penetró limpiamente con dos dedos, despacio, sin detenerse, hasta el fondo. Doblé la pierna y la dejé caer de lado, más no me podía entregar y comenzó a follarme con dos y luego con tres dedos, sin pausa, sin piedad, sin dejar de mordisquearme el cuello y luego la teta. No sé cómo lo hizo, había logrado tumbarme y se había tendido sobre mí; yo jadeaba, gemía, temblaba, si seguía con eso acabaría por correrme. Se me nubló la vista y, no recuerdo qué pasó, debió de ser un minuto, puede que menos. Cuando volví en mí lo primero que vi fue su rostro muy cerca, lo tenía encima, me llevaba en un vaivén y me golpeaba en la vulva. Estaba dentro, joder, dentro; se movía con energía chocando con mi punto más sensible y más inflamado. —¡No, no! era lo único que salía de mi boca sin embargo mi cuerpo desdecía mis palabras; esa verga que se había resistido a cualquier intento de doblegarla me taladraba implacable y todo mi organismo jugaba a su favor. —¡No, por favor, no!, pero mis brazos se lanzaron a su cuello y mi cintura empezó a danzar al mismo ritmo que sus caderas. —¡Mierda! exclamé sabiéndome perdida, y me entregué al puto conserje. No la tenía grande, pero sí muy dura y me percutía sin piedad acertando con el hueso del pubis en el clítoris; me estaba matando, no había salido de un orgasmo y ya me tenia al borde de un precipicio por el que me iba a despeñar ya, ya, ya.

…..

—Eres la hostia.

—Y tú un capullo. ¿Qué haces? Quita de ahí.

—Es que me he lavado, me he fumado un pitillo, me iba a vestir y mira.

No pensaba moverme, estaba tumbada boca abajo; después del polvazo que habíamos echado no sé qué pasó, creo que se levantó, dijo algo y, no sé, me di la vuelta y debí de dormirme, estaba tan relajada que… sí, debí de quedarme adormilada. Anduvo un par de pasos y lo sentí a mi lado.

—Mira. —insistió.

Levanté la mirada. Joder, seguía empinada.

—Vete, vístete y vete.

El colchón se hundió a mis pies.

—¿Qué haces? Quita.

No, más no. Se puso sobre mi espalda y con una mano me levantó del vientre.

—No, Ismael, déjame.

—Es que estás muy buena; me hubiera vestido pero estaba fumando en la ventana y te veía tirada en la cama con ese culazo que tienes… ¿Sabes por qué me gustas tanto? Te pareces a Paquita, la sobrina de mi mujer, es tan puta como tú, tiene la misma cara de golfa, siempre calentando a todos los hombres de la familia, la muy zorra.

Empezó a hurgar con la polla, no tardó en encontrar el camino y se deslizó hasta dentro; gemí, protesté, no hizo caso, empezó a culear hablando de su sobrina, pero tumbada como estaba se le escapó un par de veces y a la tercera me abrió las nalgas y la sentí embocando el ano. —¡Por ahí no! —¡Estate quieta, coño! Estaba empeñado en hacerlo y tan empapado en mi flujo supe que lo haría de cualquier manera. Por primera vez tuve miedo. Aflojé y el glande empezó a forzar la entrada, hice fuerza y penetró como una bala. Se cagó en todos sus muertos, me escocía, le pedí calma y en contra de lo que esperaba se detuvo, tenía la punta metida y ninguna experiencia. Le fui guiando, busqué humedad con los dedos y empapé el tronco. Empujó despacio, haciéndome chillar bajito, avanzó poco a poco, hasta dentro y empezó a follarme como si su cintura tuviera vida propia. Me estaba follando el culo, joder, cómo habíamos llegado a esto. Aplastada en la cama, con esa barra que no se le bajaba de ninguna manera me estaba taladrando el culo, menos mal que no era ninguna maravilla pero me sentía tan humillada por el conserje que no dejaba de decirme al oído que yo era su sobrina la zorra que me corrí; hubiera querido evitarlo pero me corrí antes que él haciendo pucheros como una cría y escuchándole llamarme calientabraguetas.

—Bájate, me estás aplastando.

—Ha sido cojonudo.

Me levanté y fui al baño, que coño le podía decir, ¿que me había engañado? La culpa era mía y solo mía.

…..

Planté la mano en la puerta cuando estaba a punto de abrirla.

—De esto ni una palabra a nadie, ¿me has oído?

Me miró con esa socarronería con la que solía hacerlo.

—No te preocupes, doctora, no voy a matar a la gallina de los huevos de oro.

—No sé qué se te está pasando por la cabeza. Esto no va a volver a ocurrir.

Antes de que pudiera reaccionar me desató la bata, la cogió por las solapas y la arrastró hacia abajo; sin dejar de mirarme a los ojos me sujetó por la cintura y me sobó las tetas a conciencia. Y yo, yo, no fui capaz de detenerle; bajé la mirada y le dejé que lo hiciera.

—Lo que tú digas, sobrina. —dijo pellizcándome la mejilla—. Vamos a hacer una cosa; el martes mi mujer se va todo el día con su hermana al pueblo. Quiero ver estas tetitas en la puerta a las cuatro, ¿te has enterado?

El pueblo. De un lugar muy profundo de mi cerebro regresó un olor a matanza, una inmensa vergüenza y un miedo insoportable que me llamaba a obedecer. Dije que sí con la cabeza sin atreverme a mirarlo.

—Eso está mejor. —Me dio un par de cachetes en la cara, abrió la puerta de par en par y salió. Me quedé esperando hasta que llegó el ascensor, lo escuché descender, sus pasos en la planta baja y el siseo de las puertas correderas al cerrarse. Cuando el silencio dominaba toda la escalera reaccioné. Cualquier vecino podía verme con la bata colgando a la altura de los codos, ¿cómo no me daba cuenta?

Me duché, debería haberme protegido el pelo pero ya era tarde, el agua caía abundante sobre mi rostro empapando el cabello, así estuve no sabría decir cuánto tiempo, sumergida bajo el chorro potente. Salí del trance sin causa alguna, me enjaboné con el gel que yo misma había llevado a la casa. Después de secarme el pelo recogí el baño y volví al dormitorio. Abrí la ventana y me senté a los pies de la cama, debía de haber otra abierta porque entró una corriente de aire que me dio de lleno. Se había hecho de noche cuando bajé la persiana; recogí las sábanas, la funda de la almohada, incluso la colcha, nada debía quedar, ni una huella. Lo cargué en brazos y me dispuse a llevarlo a la cocina.

No. Algo no cuadraba.

Desde la puerta recorrí el dormitorio con la vista: la cama, la ventana, el sinfonier, el armario. Algo no encajaba.

Cerré los ojos.

Tumbada. El peso de Ismael en la espalda, la mano en el vientre. No, déjame. Los glúteos abiertos, la tirantez en el ano, el miedo al desgarro, la colaboración, el sometimiento. Los rayos de sol hiriéndome los ojos a través de la persiana mientras me dejaba penetrar. La humillación, el sudor.

La ventana.

Tiré la ropa al suelo y volví a entrar, me agaché cerca de la cama. No, algo no encajaba. Me tumbé boca abajo. Aplastada, las piernas abiertas, la respiración, la almohada en la mejilla, los ojos guiñados, y enfrente…

El armario.

Me senté a los pies de la cama y cuando miré, la ventana seguía ahí.

G de Guido

No había vuelto al gimnasio desde el asunto de la revista, decidí dejar pasar un tiempo prudencial hasta que se olvidara, pero no contaba con que Guido se presentara en casa. Una noche, a punto de sentarme a cenar, sonó el telefonillo.

—Soy yo, abríme.

Abrí porque temí que si no lo hacía era capaz de montar un escándalo.

—¿Qué haces aquí? Vamos, pasa.

—A vos qué te ocurre, vos crees que podés jugar conmigo como si fuese un puto? Me calentás, me traés a tu casa, me amenazas y después  me dejas tirado como a un perro.

Me había ido avasallando haciéndome retroceder hasta el centro del salón.

—Espera, deja que te lo explique.

—Me explicas una mierda, acá la única puta que hay sos vos, a ver si te enteras. —dijo mientras se sacaba el polo, lo tiró hacia el sofá y comenzó a desabrocharse el cinturón—. Qué estás esperando? Ponéte en pelotas ya.

La inesperada visión de su tórax y sus potentes antebrazos me dejaron en shock; sin pensarlo me desprendí de la camiseta, no llevaba nada debajo y lo vi sonreír con los ojos clavados en mis pechos, bajé el short y las bragas de un tirón y los lancé lejos de un puntapié.

Eso está mejor —dijo ya desnudo—, ahora comémela pero con calma, te quiero coger en la cama del cornudo.

Me senté en el sofá que tenía detrás y besé la verga pequeña y dura que apuntaba al techo. Agarrada a sus caderas comencé a mamar aunque mi atención estaba en acariciar los muslos imponentes, las nalgas duras como piedras sin olvidar las pelotas porque sabía cuánto le gustaba. Me sujetaba la cabeza y marcaba un ritmo lento y constante; estuvimos poco tiempo porque noté que se me venía.

—Vámonos a la cama.

Pero no, me tiró de espaldas en el asiento, se echó encima y empezó una carrera frenética en la que el sofá bailó chillando como un cochino hasta estrellarse contra la mesa esquinera; pensaba en los vecinos de abajo, en el cenicero de cristal que se estrelló contra el suelo, en el marco que siguió la misma suerte y se desguazó haciéndose añicos y en la lamparita que no aguantó los envites y desapareció entre la mesita y las cortinas. Se corrió entre tacos y rugidos y se dejó caer llevándome al límite de la asfixia hasta que se apoyó sobre los antebrazos y me hizo sentir diminuta, frágil y salvajemente dominada bajo su cuerpo inmenso de macho. «No te levantes, no te levantes», pensaba mientras saboreaba cada sensación de estar cubierta, abierta de piernas, incapaz de abarcar sus caderas, entregada. Era un torrente de pensamientos que confluían en un mismo concepto: No era otra cosa que una hembra montada por un poderoso semental. Y no quería que se acabase.

— Sos tremenda nena, que manera de coger. —dijo mientras se incorporaba, y yo gemí de pura pena, me hubiera quedado abrazada a su cuello, enganchada a sus caderas con las piernas ofreciéndole mi vulva toda la noche, no quería salir de debajo de su enorme cuerpo. ¿cómo hacérselo entender?

Entró en la cocina, el aroma de la mesa puesta le llamaba, ni siquiera se vistió, otro par de cojines a la lavadora. Había suficiente comida para los dos, solo tenía que calentar lo que aún estaba en la sartén. Me reprochó que no le hubiese contado el motivo de mi ausencia, claro que se había enterado, la revista había corrido por el gimnasio.

—No te calentés, esas cosas pasan igual que vienen, pronto se habrá olvidado.

—Pues yo no pienso volver en una temporada.

—No me jodas Carmen, no pareces una mujer que se acobarde, métele ovarios y volvé; si no lo haces ahora, el día que aparezcas será como si le echaras nafta al fuego.

—Puede que tengas razón pero no me veo capaz de lidiar con otro frente más, no sabes lo que estoy aguantando.

Mientras recogía la mesa me fui a lavar y me vestí; le ofrecí café y subimos al ático, no imaginaba lo que teníamos arriba y quedó sorprendido. Hacía una noche espléndida y nos sentamos fuera,  Guido no quiso nada de alcohol, me serví un ron y me puso al corriente de lo que se hablaba sobre mí; en general pensaban que tenía una aventura con el fotógrafo, algunas me tachaban de fresca cuando no abiertamente de puta, otras criticaban a la prensa rosa y me daban un voto de confianza; podía identificar a unas y otras y se sorprendió por mi buena puntería. Lo mismo ocurría con las que sentían lástima por Mario y las que lo consideraban un pusilánime que no se enteraba de nada.

Mientras hablábamos no dejaba de mirarme con el deseo pintado en los ojos; acabamos el café y nos asomamos a la balaustrada, las farolas del parque y las estrellas en un cielo limpio de nubes eran lo único que nos iluminaba, había apagado las luces del salón antes de salir, no había nadie en el edificio de enfrente; por eso, cuando amagó con besarme no lo rechacé, ¿quién iba a identificar a un par de sombras en la oscuridad que se funden en una sola? Es cierto, debería haber pensado que la complexión de Guido era bien diferente a la de mi marido, solo sus hombros eran el doble de ancho y su cráneo rasurado no se correspondía con la silueta del cabello de Mario, pero quién se iba a fijar en esos detalles. Me besó, nos besamos, me cubrió un pecho con su mano enorme y lo amasó con más delicadeza de lo que se podía esperar de un gigante acostumbrado a levantar pesas. ¿Y quién lo iba a ver en la oscuridad de la noche? —Cómo me pones, susurró en mi cara, y su aliento me embriagó. —Como sigas acariciándome la teta… —¿Qué? No respondí, bajé la mano derecha hasta alcanzar la bragueta y palpé la forma de su verga que ya estaba buscando hueco para enderezarse; la ayudé, entré por la cinturilla y la izé, me empapó toda, la mano y lo demás. —¿Crees que nos estará viendo alguien? Qué morboso se había vuelto mi gigante. Miré a las terrazas; alguna luz en los pisos inferiores, una en el octavo, justo enfrente, en un dormitorio con las cortinas echadas alguien se preparaba para dormir y bajó la persiana, no había problema. La terraza comunitaria desde donde me fotografiaron estaba a oscuras; no esperaba sorpresas, pero por si acaso…

—Vamos a las tumbonas.

Noche estrellada, luna nueva, silencio roto solo por algún ladrido lejano y el rumor de la autovía. Me sobrecoge tumbarme y mirar hacia el firmamento, se lo dije y me confesó que le sucedía lo mismo; es como si fueras a caer al cielo, dijimos al tiempo y nos echamos a reír.

—Hoy me quedo a dormir con vos.

Al día siguiente había que madrugar, Mario regresaba, lo mismo quería darme la sorpresa y se presentaba a desayunar conmigo. No, qué locura. ¿A que hora tenían lo de magistratura? Debería habérselo preguntado.

—Estupendo, pero tengo que madrugar.

—Yo también, no hay problema.

Me deshice de la camiseta. Se incorporó y enganchó la cinturilla de mi pantalón, levanté el culo y me dejó desnuda. Me recorrió todo el cuerpo con las palmas abiertas.

—Casi no te veo, tengo que tocarte como lo hacen los ciegos.

—Hazlo, léeme, léeme todo lo que quieras, no pares.

De arriba abajo, me leyó desde las mejillas hasta los tobillos, planté los pies en el suelo a ambos lados de la tumbona y entendió el mensaje, me mordí la mano para ahogar el grito que hubiera lanzado al cielo; dos dedos atravesaron el lago que le ofrecía, dos dedos que recorrieron la playa estrecha y ovalada que mis piernas abiertas le regalaban, dos dedos escalaron el pico más alto en la cumbre del monte; me mordí más fuerte y sofoqué el sollozo, me quedé sin aire y respiré a espasmos por la nariz.

Me arrastró como una muñeca rota al borde de la tumbona y me la clavó, grité como si me hubieran acuchillado y acudió rápido a taparme la boca. Empezó a follarme y no me liberó hasta que estuvo seguro de que los quejidos desgarrados se habían vuelto suspiros; se sujetó con ambas manos a mis caderas y se lanzó a un sprint en el que yo era un cuerpo muerto por fuera y una olla a presión por dentro a punto de estallar por enésima vez; me incorporó por la espalda y, empitonada en su verga, me levantó con él como si fuera una pluma, instintivamente lo abracé con brazos y piernas, me sujetó por el culo y volvió a bombear como si nos persiguieran los demonios. Caminando por el ático conmigo encima y con él dentro me mataba, aquella pequeña polla me estaba matando porque alcanzaba el punto exacto, tocaba donde tenía que tocar, ni un milímetro antes ni uno después, y percutía a un millón de revoluciones por minuto en el jodido punto que pollas más grandes olvidan y pasan de largo. La que dijo que el tamaño no importa tal vez hablaba de esto.

Santo Dios, me follaba de pie en mitad del ático sin pensar en el escándalo que debíamos de estar montando, porque ¿quién le iba a pedir que controlase los estertores que se le escapaban para poder aguantar en vilo uno noventa de mujer en celo empalada, gimiendo al ritmo que me taladraba? Por Dios bendito, ¿estaba gritando? Sí, joder, chillaba como una perra herida de muerte.

Nos tiramos a una de las tumbonas, no podía separarme de él, tenía que terminar en sus brazos el resto de mi orgasmo, o lo que fuera que me seguía pasando, pegada a su pecho escuchando el latido desbocado de su corazón, oyéndole reír cada vez que me retorcía porque mi coño no dejaba de recordarme que continuaba ahí abajo y para él la fiesta aún no había acabado.

Había encontrado al macho perfecto, la conjunción exacta entre potencia física y tamaño. Tenía la polla justa para alcanzar el punto J, J de «Jódeme y no pares», ese que todas las demás vergas pasan de largo. Con el tiempo he vuelto a tener amantes con pollas pequeñas pero les ha faltado la potencia para sostenerme en vilo y alcanzar mi punto J, y eso que fuimos creativos: al borde de la cama, en picado; unos no se han dejado manejar por una mujer, otros se desinflan con tanto preparativo. Nunca he vuelto a encontrar un hombre que sustituyese a Guido en esa tarea. Cuánto lo echo de menos.

—Vámonos dentro, tengo frío.

Bajamos, fuimos directos a la cama y me hizo entrar en calor abrigada en sus brazos; cómo me podía gustar tanto refugiarme en su cuerpo. No apagamos la luz, ninguno de los dos parecíamos querer que la noche terminara, no se creía que estuviera hablando en serio, que para mí su polla fuera perfecta, debía de estar acostumbrado a medirse con otras de dimensiones muy superiores; pero no le mentía, su polla…

—Mi pija.

—Vale, tu pija. Tu pija es perfecta, no todo es tamaño, eso es un mito de machos, ¿no has visto lo que has hecho conmigo? Ningún hombre ha logrado llevarme donde tú, nadie, nunca.

Sabía que no le estaba engañando, apenas nos conocíamos pero tenía mucho mundo y detectaba la mentira. Seguí antes de que me refutara:

—Tu pija llega al punto exacto donde otras pasan de largo. Ahí pocos hombres saben tocar, se cansan, son muy brutos; tú sin embargo lo alcanzas con el glande que es duro y suave a la vez, y me vuelves loca, me has estado golpeando como un martillo pilón hasta que me has matado.

—El punto G.

—G de Guido —le dije mimosa, se abalanzó y creí que me aplastaba, me comió a besos.

—Desde hoy tenés un punto dentro de tu concha dedicado a mí.

—Te lo has ganado.

—Nunca se me habría ocurrido…

—Tienes que explotarlo, vas a llevártelas de calle como se corra la voz, pero tienes que ser cuidadoso.

—¿Por qué lo decís?

—Te conozco, en cuanto te montes a la chica vas a querer acelerar y así no funciona; conmigo ha ido bien pero lo más probable es que no aciertes siempre a la primera, tienes que… cómo te lo diría, tienes que tantear hasta encontrar el punto, lo notarás porque harás que la chica tiemble de otra forma, a mí me pasó, ¿no te diste cuenta? No, claro, pero lo notarás, no te preocupes; si no lo haces así, no funcionará.

—¿Probamos?

—Estás loco, ¿has visto qué hora es?

Pero me apetecía, claro que me apetecía volver a estar en sus brazos como si fuera una muñequita clavada a su pija y abrazada a sus caderas con mis piernas. Volví a sentir que me acuchillaba hasta encontrar el bendito punto J. Jódeme, cabrón, jódeme hasta que no pueda más, jódeme y hazme llorar de alegría.

Caímos rendidos bañados en sudor, riendo sin poder parar. Cuando nos calmamos comenzamos a charlar de cosas simples, de lo mucho que le había gustado el ático. No sé cómo empezó a hablar de su casa allá en la Argentina, de sus padres y de una hermana casi de su misma edad; se quedó pensando, tal vez recordando, y de pronto me preguntó por mi infancia, fue tan evidente que no quería seguir removiendo su pasado que no dije nada y le conté algunas cosas de mí; pero algo había sucedido, algo que permanecía enganchado en sus ojos, ahora tristes.

—¿Te tomarías un café? —Me miró sorprendido.

—Pero si son las tres.

—¿Y qué? —repliqué; de un salto estaba de rodillas frente a él y sus ojos volaron a mi coño—. Deja eso, te estoy hablando de café.

Tenía una sonrisa de chulo, pero me volvía loca, él lo sabía y abusaba del poder que le daba; estaba completamente entregada, me pidió que antes se la mamase. ¿Otra vez? Otra vez. Y lo hice, me volvía obediente como una niña; encogida a los pies del colchón me dediqué a darle el máximo placer que podía dilatándolo en el tiempo, dobló las rodillas y separó las piernas, una señal que reconocí aunque solo se lo había hecho una vez el primer día que estuvo en casa. Sin dejar de lamer busqué más allá de los testículos, le hice suspirar profundamente y comencé a trazar suaves círculos alrededor del centro que se abría y cerraba al contacto de mi dedo, fui a recoger humedad a mi vulva y volví a torturarlo; gemía, se quedaba sin aire, temblaba, y se le detuvo el tiempo cuando lo atravesé. Bufó varias veces, golpeó el cabecero y volvió a detenerse al sentir que lo follaba despacio, al ritmo que tragaba su falo; se agarró a la sabana a punto de desgarrarla, tembló, me inundó la garganta y le clavé hasta el nudillo.

—No sé si tu marido sabe que tiene una puta en casa.

—Lo sabe, no tengas cuidado.

Se quedó callado mirando al techo, ¿qué estaría pensando que no me dijo?

—¿Y ese café?

…..

Me desperté varias veces durante el resto de la noche, extrañaba la forma en que me tenía aprisionada y según me despertaba un tremendo gozo me invadía y entonces me apretaba contra el cuerpo del titán, él reaccionaba dormido, cerraba el abrazo y yo me volvía a dormir. Ya de madrugada me despertó culeando, tenía la verga dura como una piedra y me buscaba, le ofrecí el culo y me la metió de un golpe certero, estaba empapada como si llevásemos un rato preparándonos. Me folló desde atrás con golpes cortos y violentos a los que yo respondí de igual manera, descargó sin decir una palabra, solo el cabecero y nuestras quejas debieron de escucharse en la casa de abajo; poco me importó aunque debería: Alfredo, nuestro vecino, había hablado con Mario el mismo día de su partida.

A las seis sonó el despertador, habíamos dormido poco. Nos duchamos, trató de follarme bajo el agua pero no consiguió acabar, se la volví a mamar. Desayunamos. Le prometí que nunca más desaparecería sin contar con él. —Júramelo. Se lo juré. Intercambiamos teléfonos. Le comí la boca antes de salir de casa. Esperando el ascensor coincidimos con los vecinos de enfrente. Miradas, silencios; cada uno cogimos un ascensor. Nos despedimos en el portal, no había nadie y nos volvimos a besar. Me colgué de su cuello, me agarró del culo. Esperé a que saliera y cuando se alejó entré en el ascensor y bajé al garaje. Camino de Madrid recuperé la cordura. Los vecinos, los besos en el ático, el polvo a la luz de las estrellas, el polvo en el salón arrastrando el sofá, el polvo ruidoso de madrugada. Había olvidado limpiar la tapicería, ¿y los restos en la tumbona? Qué locura, qué maravillosa locura.