Diario de un Consentidor Al otro lado del espejo

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor.

Al otro lado del espejo

Se me dan bien las teorías, me pasé años montando una, hablando sobre ella en cuanto había ocasión, tanto que parecía saber del asunto más de lo que en realidad sabía. Teoría de la bisexualidad evolutiva, un nombre pomposo para algo de lo que en realidad no tenía la menor experiencia. Se formaban corrillos a mi alrededor y me escuchaban con atención, y para cuando decidí ponerla a prueba no se me ocurrió nada mejor que bajar a los infiernos. Patético. Ahora me veía repitiendo la misma jugada, hablando mucho y muy bien del mundo de las relaciones abiertas como si mi experiencia abarcara algo más que un amago de fracaso matrimonial. Ahí estaba, dispuesto a arriesgar el futuro de Maca y Fran con tal de ver mis fantasías hechas realidad. Karajan levantando la batuta .

Hice lo típico en estos casos; comprar una botella del mejor vino. Llegué con diez minutos de antelación, deseaba que fuera ella quien me recibiera y mis deseos se cumplieron, me quedé alelado viendo la transformación que había logrado con algo de maquillaje bien manejado, un recogido de pelo que descubría lo seductor que puede ser un cuello desnudo y un tremendo vestido de noche bien ceñido a su cuerpo. Si me hubiera abierto la puerta en lencería no me habría causado ni la mitad del efecto que me provocó.

—¿Vas a pasar o te piensas quedar ahí toda la noche?

—Estaba dudando si esta belleza eras tú. —Entré y la besé en la boca durante el tiempo que me llevó calibrar el tamaño de su ropa interior; no protestó, teníamos asumido el papel de su marido en todo esto. Me guio hasta el salón donde nos esperaba; un apretón de manos selló la cordialidad que ya venía de nuestro encuentro anterior, Maca permanecía a mi lado y Fran, tras una breve charla de acogida, asumió el papel de anfitrión y nos ofreció algo de beber.

—De paso aprovecho para poner a enfriar el vino.

Nos quedamos solos y volvimos a besarnos, el tacto de su cuerpo a través del fino tejido me llamaba a gritos.

—Me gusta tenerte en mi casa.

—Y a mí ser tu invitado.

—Esta noche eres mucho más que un invitado.

Esa boca me hacía perder la cordura. Le oímos llegar un poco tarde y nos apartamos precipitadamente. No me importó y creo que a su mujer tampoco aunque ambos parecíamos empeñados en guardar unas formas que habían saltado en pedazos en el chalet. Nos sentamos en el tresillo y ella eligió hacerlo a mi lado. Fran no daba signos de malestar, al contrario; adoptó el papel de espectador participante sobre un fondo difuso de sobreentendidos y concesiones. Ninguna novedad sobre el ataque a la casa, nuestras manos se enlazan. Han instalado las alarmas, le agradezco el detalle, Macarena se descalza, sube los pies al sillón y se recuesta en mi hombro. No, no ha habido robos en la zona, pero están pensando en contratar seguridad privada, y Fran no pierde detalle, sobre todo de los muslos que han quedado impúdicamente desnudos desde que se arrellanó en el sillón; sigo su mirada y veo asomar el delta cubierto por un calado gris perla; la miro y arrastro mi mano y la suya hasta la concavidad que forman sus muslos. Seguimos hablando, es Maca quien lanza ideas con tal de mantener vivo el juego; está cómoda, tanto que se remueve para que, al dejar caer la cabeza, encaje en mi cuello. ¿Por qué te has puesto esa camisa?, le dijo que se pusiera la azul, le pega más; y yo estiro el índice, tanteo y acaricio la parte más sensible del muslo, hacia el interior, arriba y abajo, una y otra y otra vez, y Fran lo ve y calla. No sabes cómo te entiendo, Fran, a mí también me cuesta combinar la ropa. No es cierto pero ha servido para desviar su atención del dedo que roza con descaro esa piel tan suave. Todo sucede sin estridencias, como la música chillout que pone fondo al juego que solo acaba de empezar; Maca deshace el nudo que trenza nuestros dedos y posa su mano en mi pierna, yo me siento libre de profundizar entre las suyas que han dejado un resquicio, me atrapan y vuelven a sellarse. Se acaba el CD y él acude a cambiarlo. Más de lo mismo, Enya, Kitaro, Bill Douglas. ¿Por qué no traes algo para picar?; Fran, que apenas había posado el culo, salta del sillón y desaparece. Maca se gira y me besa, sus muslos se abren y acudo a probar el calor que llega del fondo. Se estremece, la beso, se agarra a mi cuello, él vuelve, se detiene y espera en la puerta, le miro, ella lo sabe y me come la boca; hundo los dedos y marco la huella que surca el tejido, me estorba y ella me ayuda, se abre y el vestido desaparece en las caderas, entro, entro más, solloza, mis dedos emulan lo que ella desea y la follo fuerte, tiembla, tiembla, expele un estertor y muere en mis brazos.

Fran entra en escena con una bandeja surtida; me limpio los dedos sin disimulo en una servilleta. Se miran, hay una decisión en el aire, él asiente.

—Queremos decirte algo. Fran, ya lo ves, está al tanto de todo y no tiene objeción.

—Lo suponía.

—No quiero que quede al margen, por eso te hemos invitado a nuestra casa; me gustas mucho, eres muy especial para mí y si estás de acuerdo quiero que esté presente cuando hagamos el amor.

El amor…

—Si es lo que ambos queréis, no tengo ningún inconveniente.

—¿No te vas a sentir incómodo?

—No sé lo que te ha contado Elvira de mí.

—¿Qué tenía que contarme? Que fuisteis casi pareja y se ha arrepentido toda la vida de no haber seguido contigo.

—¿Y que estoy casado con alguien a la que odió a muerte?

—Algo así.

No me extendí demasiado, no tenía sentido hacerlo; les hablé de Doménico sin explicarles cómo llegamos a esa situación: La entrega de mi esposa a otro hombre y mi participación en todo el proceso. Evité mis dudas y mis celos, lo que condujo a nuestra ruptura; solo quería dejarles claro que no iba a ser un problema la presencia de Fran en la alcoba mientras su mujer y yo follábamos, nada de «hacer el amor». Para Maca fue poner nombre y detalles a algo que ya le había adelantado. Para su marido, un mensaje:

—Como ves, puedo entender lo que has sentido cuando has entrado y me has visto llevando a Macarena al orgasmo. O cuando nos escuchaste en el chalet mientras follábamos; lo conozco bien porque lo experimento cada vez que mi mujer se acuesta con otro hombre. Es una mezcla muy potente de sensaciones; es humillación y es vergüenza, también es dolor y es miedo, pero sobre todo es un placer inmenso cargado de excitación, y deseo. Es algo difícil de definir, muy adictivo y te puedo asegurar que cuanto más lo pruebo más quiero sentirlo.

—Humillación. ¿Nunca se deja de sentir?

—En mi caso no, forma parte del pack. Es como el dolor, en algún momento deja de ser desagradable y traspasa la barrera que lo diferencia del placer —dije sin tener ni puñetera idea de lo que hablaba—. Lo mismo ocurre con la humillación y la vergüenza, mezclados con la excitación, con el placer y el deseo provocan una alquimia que los transforma en otra sensación nueva, mucho más potente que no sé describirte, hay que experimentarlo.

—Es tan difícil, no entiendo cómo me puede excitar veros.

—Pero te excita, incluso puede que en alguna ocasión te produzca más morbo no vernos, como te pasó en el chalet.

Maca nos escuchaba apoyada en mi costado, le había echado el brazo por la espalda y la acariciaba sin prestarle atención. Me di cuenta de que Fran estaba pendiente de ese pequeño detalle y pensé que era el momento de dar un paso, tal vez el tipo de prueba que me hubiera gustado tener que soportar en mis inicios si Domenico hubiera sabido realmente en lo que se estaba metiendo. La estreché y la besé con todo el deseo que me provocaba, me dejé llevar y me apoderé de uno de sus pechos, la presencia de Fran no hacía sino aumentar mi excitación. Ella reaccionó como esperaba, sumisa y dócil; él no rechistó, aguantó como un campeón mirando cómo le metía mano. Me levanté, la cogí de la mano y dije:

—¿Vamos?

Desde el momento en que entramos en la alcoba dejé de pensar en él, solo éramos Maca y yo dispuestos a profanar el lecho matrimonial. Me echó los brazos al cuello y descansé las manos en la pronunciada curva de los riñones, se pegó buscando la dureza que amenazaba con estallar la cremallera del pantalón, se frotó con ella y me dijo al oído: «Quiero que me folles delante de mi marido; lúcete». Es cierto, estaba ahí, cerca de la puerta, apenas se había movido y nos miraba impávido, le ofrecíamos nuestro perfil, podía ver cómo se frotaba conmigo; volví la cara para mirarle y Maca siguió mi gesto. Bajé una mano para dominar su nalga, la apreté con firmeza y se pegó con cierta brusquedad a mi pubis, fue un gesto que le hizo poner su atención en mí. Nos besamos. Sujeté el tirador de la cremallera y lo hice descender lentamente hasta el final; metí la mano por dentro del vestido, el calor que irradiaba su espalda me produjo una sensación de placer indescriptible, abandoné su boca, busqué su cuello y conseguí arrancarle el primer gemido, no dejaba de moverse como si me estuviese acariciando con todo su cuerpo; esas preciosas tetas me estaban matando, busque a tientas el broche del sujetador y logré soltarlo, sus pechos se liberaron del encierro y se expandieron contra mi cuerpo; qué sensación. Me separé lo suficiente para sujetar las hombreras, bajó los brazos y se dejó desnudar, el vestido quedó sujeto tan solo por sus poderosas caderas y el sujetador cayó a la cama, no pude resistirme a acariciarle los pechos antes de volver a recuperar el contacto que habíamos mantenido solo que ahora sus mamas me abrazaban libres de ropa. Le excitaban mis caricias en la espalda y me dediqué a darle ese placer, pero pronto necesitamos más, forcé la barrera de las caderas y el vestido cayó al suelo, fue la primera vez que su marido mostró algo de iniciativa; corrió a recogerlo del suelo cuando vio que intentaba liberarse del estorbo. «Muestra aptitudes de cornudo», pensé y mientras hundía la mano entre nuestros cuerpos para acariciarle el coño planeé cómo me iba a ayudar a quitarle la braga a su mujer.

Llegué a mi destino y comenzó a retorcerse sobre mis dedos haciendo el trabajo que yo le negaba; miré el sujetador, tirado en la cama, de un bonito tono gris perla y pensé que si no me hubiera precipitado me habría gustado verla con el conjunto antes de desnudarla, eso pensaba mientras ella se sujetaba a mi cuello tratando de mantenerse sobre sus piernas. Colapsó y tras un breve descanso me propuse desnudarla al completo, tiré de la única prenda hacia abajo y al llegar al límite que daban mis brazos le hice una seña a Fran que pareció no entender; por fin se acercó. «Quítale las bragas». No se podía creer lo que le estaba pidiendo, le hice un gesto firme, se agachó y las bajó hasta los tobillos, Maca levantó los tacones y él se incorporó con la prenda en las manos sin saber qué hacer. «Gracias»; Entendió que estorbaba, dejó la prenda en la cama y volvió a su sitio.

La tenía, era mía, amasé su culo, toda la espalda, ella avanzó el muslo como si me quisiera montar allí mismo, de pie. «Vamos a la cama», le dije y obedeció, retiró la colcha y se tumbó esperándome, comencé a desnudarme sin apartar los ojos de aquel cuerpo voluptuoso que me tenía arrebatado. Me di cuenta de que en ningún momento ella había mirado a Fran. Desnudo, con la verga a punto de estallar, le pedí que se moviera hacia la izquierda para hacerme hueco, no quería darle la espalda a su marido y privarle de ningún detalle. Me acosté a su lado y nos besamos, sus pechos fueron pasto de mis manos; yo, que siempre he preferido pechos pequeños, estaba obsesionado con esta mujer dotada de una delantera potente. Me volqué en morderlos y chuparlos y la sorprendí hundiendo dos dedos en su coño; estaba tan sensibilizada que comenzó a gemir como si estuviera sufriendo. Me detuve, quería darle otro tipo de placer antes de volver a poseerla, descendí y busqué con la boca entre sus labios, se revolvió como si le hubiera alcanzado un rayo, «¡Oh, joder, qué me haces!», no tuve piedad, ¿Que la iba a matar?, ambos sabíamos que no. Golpeó el colchón hasta agotarse, se agarró al cabecero, botó en la cama y al final se desgarró la garganta y me inundó la boca, pero tuvo el mejor de los orgasmos que le pude dar. Me incorporé, tenia el rostro tapado con ambas manos (a mi izquierda, Fran se masturbaba), la arrastré de las piernas para poder doblárselas, me acerqué y tanteé con el glande, «No puedo más», suplicó; «Claro que puedes», Se la clavé, muy despacio, tan despacio como largo fue su lamento, le levanté las piernas, me las puse en los hombros y empecé a machacarla y empezó a quejarse y sus pechos empezaron a bailar y Fran volvió a masturbarse y empecé a subir el ritmo y todo se volvió hipnótico, sus gemidos sincopados, sus pechos botando, la paja del cornudo… Y me corrí blasfemando, aullando, Maca comenzó a reír descontrolada, me agarró del cuello y me hizo caer sobre ella para poder besarme, no dejaba de reír de felicidad, «Ay, joder, ha sido la hostia», exclamé y la hice reír más todavía. Vi que le hacía un gesto a su marido y vino a sentarse en la cama con nosotros con la polla colgando de la bragueta, le cogió de la mano, «Te quiero», le dijo; «Y yo a ti»; tiró de él y se besaron, estábamos tan cerca, cada uno en una mejilla que fue imposible no cruzar la mirada entre nosotros. No conseguí descifrar lo que vi en Fran, tampoco le dediqué demasiada atención centrado como estaba en su mujer.

—Tengo la boca seca. —Fran se incorporó, parecía que estuviera esperando una excusa para escapar.

—Te traigo algo, ¿agua fresca?

—Sí.

—Por favor. —dije, por si acaso. Me afiancé en los codos y la besé, me correspondió con tanto cariño que incendió el rescoldo y volví a besarla, esta vez con más pasión y deseo. Así nos encontró Fran, me eché a un lado y bebimos con ansia; Maca le animó a echarse a su lado, «no puedes estar tan vestido, venga, quítate esto», y lo ayudó a desnudarse; intenté analizar a través de su conducta el estado de ánimo y me dio la impresión de que aún no había asimilado lo que estaba sucediendo. Se acostó al otro lado aunque no parecía estar cómodo, Maca trataba de integrarlo con nosotros pero estaba forzando algo para lo que debía darle tiempo. Recordé como lo había llevado yo: necesité espacio, algo de distancia.

—Me gustaría darme una ducha, ¿me acompañas? —le dije y le hice una seña lo suficientemente expresiva como para que sin dudarlo aceptara.

—Sí, yo también la necesito, y luego cenamos, ¿os parece?

Fran aceptó aliviado. Estaba seguro de que, aunque nos dejó solos en el dormitorio, poco después estaría detrás de la puerta del baño escuchándonos.

Maca cogió un juego de toallas de un armario y entramos al baño.

—Debería cambiar las sábanas, ¿has visto cómo las he puesto?

—¿Por qué no se lo dices a él?

—¡Cómo voy a hacer eso!

—Es tu cornudo, lo normal es que recoja lo que manchamos.

—No seas…

—Qué, ¿cruel?, no soy cruel, sé lo que le puede excitar y lo que le conviene ir aprendiendo. Y a ti, como mujer de un cornudo, te conviene ser más dominante. —A medida que le iba dando esos consejos le fue cambiando la mirada. Cuando acabé me echó los brazos al cuello y, joder, me volvió a clavar las mamas.

—Más dominante, como si no lo fuera ya suficiente. —la sujeté por debajo de las axilas, donde nacen los pechos y se movió para que los alcanzase. —De acuerdo, no sé cómo se lo va a tomar.

La vi salir moviendo el culo para mí y se asomó a la puerta del dormitorio.

—¡Cariño!

—Dime. —Le escuché llegar trotando.

—¿Por qué no cambias las sabanas y haces la cama mientras nos duchamos, las he puesto perdidas; anda, por favor.

Volvió contoneándose y emocionada.

—¿Bien? —Me respondió levantando el pulgar.

Nos duchamos sabiendo que al otro lado estaba su marido escuchándolo todo: nuestras risas, los azotes que le propiné y sus protestas, los silencios que siguieron, los jadeos tan escandalosos de esta mujer que cuando se corre no es capaz de contenerse y mis rugidos sobreactuados para dejarle claro quien era el macho de su hembra, al menos hasta que volviera a Madrid.

Salimos a mesa puesta. Maca derrochaba felicidad, yo procuré estar contenido, Fran se debatía en sus propias contradicciones y nos seguía como podía. Se encargó de servir la cena y le ayudé a recogerla. Tras los cafés, Maca escogió la música y con una copa en la mano se puso a bailar sola; luego eligió con buen tacto a su marido en primer lugar y al terminar la canción sus ojos me buscaron, fui a por ella y me arropó con su cuerpo, llevaba un vestido ligero, corto, de amplio escote y espalda descubierta, nos sorprendió con sus pechos libres oscilando a cada paso, con esa suave caída que, desnuda, le daba un toque erótico brutal y vestida aumentaba el efecto de levedad del tejido; bailamos no una sino dos piezas, Fran se apoyó en el mueble bar y volvió a su papel de voyeur; la iluminación quedó reducida a una lámpara de pie y a la luz difusa de la barra en la que se apoyaba el cornudo, una de mis manos acariciaba el culo que oscilaba al son de la música, la otra vagaba por su espalda desnuda, nuestras mejillas se acariciaban por el ir y venir del baile y a veces nos buscábamos con la mirada y nos besábamos. Cambió la música y se la cedí al marido; fue tierna con él, no tan sensual como era conmigo, aproveché para llenar las copas y para desnudarla con los ojos cada vez que se cruzaba conmigo; ella hacía lo mismo, me miraba y parecía a punto de correrse. Una pieza más y volvió a mis brazos, a frotar su muslo con el mío a buscar mi boca y a ceder al deseo, cogerme de la mano y a arrastrarme al pasillo.

Fran se asomó cuando solo le faltaba quitarse las bragas, yo ya estaba desnudo. Le invité a entrar y volvió al lugar que ocupó antes de la cena; Maca le sonrió. Se sentó en la cama, me cogió la verga y la acarició varias veces antes de metérsela en la boca. Le acaricié el cabello, lo hacía muy bien pero no se encontraba cómoda, alcanzó un almohadón de la cama, lo echó al suelo y se arrodilló; ahora sí, volvió a su tarea y volví a sujetarla del cabello; era una caricia, también algo más, ¿por qué no reconocerlo?, una poderosa sensación de dominio que, fuera de ese contexto, jamás querría tener sobre una mujer. Fran, agobiado por mantener una erección que se le escurría de las manos, también alimentaba ese sentimiento insano de poder. Al cabo de unos minutos le dije: «Como sigas me voy a correr»; «De eso nada», se apartó y culeó por la cama hasta quedar tendida sobre la inmaculada colcha blanca bordada; «Date la vuelta», hundió el rostro en la almohada y me ofreció la grupa, dos hermosas nalgas abiertas, un sendero oscuro, hinchado, una vía virgen por explorar, deseada y a la vez temida y una boca sonriente de labios gruesos dispuesta a recibirme. Sentí un disparo de hormonas inundando mi torrente sanguíneo, Me abalancé sobre aquella hembra en celo y la besé toda ella, embriagándome de aromas, bebiendo los mejores licores, abriendo las puertas del nirvana.

…..

—Mañana no voy poder andar.

—Te puedo dar un remedio para las agujetas.

—Te veo venir, seguro que es como el que hay para la resaca; beber más.

Estábamos echados sobre unos mullidos cojines contra el cabecero, Maca se había ido dejando caer un poco y descansaba en mi pecho, Fran había estado yendo y viniendo, poniendo música en el salón cada vez que se acababa, trayendo algo de beber; al final se sentó en el suelo a los pies de la cama algo tocado por el alcohol. En una de sus idas y venidas le dije a Maca que lo dejara estar, pensaba que me podía resultar violento tenerlo ahí de mirón y la convencí de que sabía lo que le estaba sucediendo. Entonces hilé dos situaciones bien alejadas en el tiempo pero con cierta similitud. Se lo dije: «Hazme caso, cuando vuelva, pídeselo» Fran regresó y otra vez se sentó como un perrillo a los pies de la cama.

—Cariño, ¿por qué no me das uno de esos masajes de pies tan geniales? —Se estiró y sus pies quedaron a mano; Lo que vi fue un reflejo de mí mismo: el asombro, la duda y una batalla perdida entre la dignidad y el morbo. Se sentó sobre las rodillas y comenzó a trabajar el pie izquierdo. Reconozco que no había sido una idea inocua, era un deja vú desde el otro lado del espejo aunque tuviera un efecto en el aprendizaje de Fran, quién sabe. Él se dedicó a sus pies y yo volví al objeto de mi deseo, sus magníficos pechos, Maca cerró los ojos, ronroneó y se sumió en un profundo placer. Hicimos planes. Te gusta bailar; Y a ti, no lo haces nada mal; ¿Nada mal?, tenías que verme en una pista; Serás fanfarrón; Un día te voy a llevar a bailar y vas a ver con quién te mides. Y el cornudo a nuestros pies sufriendo un placer desconocido, y yo viviendo desde las antípodas una historia ya vivida de la que me faltaba por aprender la otra cara de la moneda.

Un par de días más tarde Maca me llamó preocupada; habían discutido.

—A Fran no le gusta que me llames zorra ni que le tratemos de cornudo, dice que hay que fijar unos límites. Tal vez tenga razón, no hay por qué humillarlo, es mi marido y esas vejaciones van a quedar grabadas y tarde o temprano nos van a afectar.

—No le des más importancia de la que tiene. Es normal que vacile y se cuestione lo que siente. Si ahora mismo le dijeras que se acaba todo ya verías lo que te decía.

—Lo sé, pero no quiero que esto suponga un problema entre nosotros.

—De acuerdo, lo entiendo. Será mejor que lo dejemos un tiempo.

—Yo no he dicho eso, no te lo tomes a la tremenda.

—¿Por qué no seguimos hablando esta tarde en el chalet?

—Serás…

—Estás deseando que te arranque las bragas en la puerta, me lo irás a negar.

—Está tarde no puedo, mañana.

—¿Qué es tan urgente que no puedes venir a follar conmigo?

—Tengo cita con el pediatra.

Eso me dio vía libre para afrontar el problema, sabía la hora a la que Fran solía llegar a casa y me aposté con la esperanza de verlo llegar. Tuve suerte y cuando apareció su auto me acerqué a la entrada del garaje.

—¿Qué haces aquí?

—Te esperaba, quiero hablar contigo.

—Maca no está.

—Ha ido al pediatra lo sé, por eso he venido. —Abrió la puerta del auto.

—Sube.

—No, mejor vamos a otro sitio, no quiero que nos interrumpa.

—Espérame aquí.

Poco después salió por el portal; estaba serio. Procuró alejarnos de la casa y terminamos en una cervecería bastante concurrida, no muy propicia para hablar.

—Tú dirás.

—Me ha dicho que no te sientes cómodo con la situación en la que estamos.

—¿Qué más te ha dicho?

—Te molesta que la llame zorra.

—Me molesta, me molesta mucho, es degradante; vale con que te acuestes con mi mujer pero eso no la convierte en una zorra, es como si la despreciaras, no lo soporto.

—También me ha dicho que no te gusta que te tratemos de cornudo, no sé si se refiere a que te lo llamemos o que te hagamos hacer cosas como recoger la cama o traernos bebidas.

—¿Te estas burlando?

—En absoluto, trato de saber lo que te molesta para solucionarlo, pero si lo que en realidad quieres es que desaparezca dímelo y esta misma tarde dejo el chalet y no volvéis a saber de mí. Lo último que quiero es ser motivo de problemas en vuestro matrimonio. Dime: ¿quieres que me vaya?

—Puede que sea lo mejor, no estamos preparados para esto.

—Cuenta con ello.

Tendría que hablar con Maca, no quería desaparecer sin más. Al día siguiente recibí una llamada de un número desconocido que no pude atender y en un descanso llamé.

—Hola, tengo una llamada perdida desde este número.

—Mario, soy Fran; quería saber si has hablado con Maca.

—Todavía no, ¿y tú?

—No. Escucha: sobre lo de ayer, quería disculparme, todo esto me resulta muy difícil, a veces me entran unas ganas terribles de retroceder; cómo te lo explicaría.

—No tienes que hacerlo, te entiendo perfectamente, yo sigo sintiendo ese vértigo todavía y me temo que lo sentiré cada vez que mi mujer se acueste con un nuevo hombre, forma parte del placer de ser como somos.

—¿Nunca se pasa?

—No, pero aprendes a convertirlo en tu compañero de juego.

—Es complicado, no sé cuánto me va a durar la seguridad que tengo ahora, puede que las dudas me asalten en cualquier momento, el caso es que me muero por verla otra vez contigo y sé que ella no podría vivir de otra manera; no sé cómo voy a manejar esto, necesito que me ayudes, haré lo que quieras.

—Déjate guiar, confía y si te surgen dudas no te fíes del miedo, pregúntame antes de actuar.

—Siento haber sido tan desagradable contigo. Por cierto para conseguir tu teléfono le tuve que decir que quería prepararle una sorpresa, algo nos tendremos que inventar.

—Ya lo pensaremos, esa zorra se merece que nos esforcemos, ¿no crees?

—Ya lo creo.

—Por cierto, esta tarde viene al chalet, tal y como estaban las cosas iba a cancelarlo pero ya no será necesario, ¿no crees?

—No. Disfrutad.

Casualidades

Me dejé llevar, no tenía plan B salvo pasar la noche en el jardín escuchando música y ya sabia cómo iba a acabar, teniendo en cuenta que al día siguiente no tenía que madrugar. Enseguida notaron que no haría falta insistir mucho y entre dos de los más ruidosos me arrastraron al coche escoba, como lo llamó uno de ellos. Pasada la medianoche hice mi segundo intento de deserción, pero acepté la última. Fuimos a un garito lleno de gente, humo y ruido, justo lo que detesto; tomaría un sorbo de lo que fuera que había en aquel vaso, aguantaría una conversación de la que apenas me llegaban fragmentos y definitivamente me marcharía. Entonces la vi, o la sentí porque debía de llevar mirándome un rato y eso se nota. Estaba con más gente pero quedaron difuminados, solo la veía a ella. Me acerqué, no sabía si le apetecía o prefería que desapareciera.

—Dicen que las casualidades no existen.

—Yo no creo en el destino, ya lo sabes, simplemente estoy pasando por los lugares que recorrí hace un año; podía suceder que nos cruzásemos.

Esbozó un gesto de desdén, fue cuando me di cuenta de lo desafortunado que había estado.

—Podía pasar, porque de otro modo no se te habría ocurrido llamar para decirme que estabas por aquí.

—¿Cómo estás? —Elena encogió un hombro.

—Como siempre, ¿y tú, qué haces aquí?

—Trabajar, estoy a cargo de un proyecto de la Junta. Qué guapa estás.

—Me alegro de verte. —dijo y me dio la espalda.

—¿No podemos ir a otro sitio donde se pueda hablar?

—¿Ahora me vienes con esas? De verdad que eres…

—Un impresentable, ¿crees que no lo sé?

Estuvo dudando si mandarme a la mierda o dejarme con la palabra en la boca, yo en su lugar hubiera optado por esto último, sin embargo ella no, ella en el fondo sentía algo por mí y además tenía algunas dudas pendientes de resolver.

—Espérame fuera.

Ni me despedí, ya aguantaría las pullas el lunes. La calle me acogió; necesitaba limpiarme de tanto ruido. No se hizo esperar, yo estaba apoyado en un coche y durante ese instante que tardó en encontrarme pude disfrutar de su cuerpo sin que ella lo supiera. ¿Por qué la trataba tan mal? Me vio y sus ojos reflejaron esa misma pregunta.

—No quería meterme en presentaciones. —se excusó.

—Lo entiendo, a un impresentable como yo, mejor no darlo a conocer.

—¿Llevas mucho?

Le conté mis planes, o mejor dicho como se habían trastocado. Creí ver un amago de ilusión o algo parecido. Me contó que le iban bien las cosas, en el terreno profesional, matizó.

—¿Y en el terreno personal?

—Bien, me cambié de casa, ahora vivo en una zona más tranquila…

—Me refería al terreno sentimental. —Se soltó del brazo.

—Eso no te importa.

Caminamos un trecho en silencio, todavía quedaba mucho ambiente aunque algo más tranquilo. En una terraza, las mesas, iluminadas con minúsculas velas encerradas en copas sin pie, invitaban a sentarse.

—¿La última?

Aceptó; del local salía una balada suave. ¿Quién querría terminar ya la noche?

—¿Y Carmen, os seguís viendo?

Cómo me costaba mantener la farsa con ella, precisamente ella que desde el primer momento tuvo una intuición que nunca llegué a negar.

—De vez en cuando, ya sabes, somos como…

—¿Tienes idea de lo que les pasó?

La tenía casi enfrente. Esta mujer me conocía como si no fuera verdad que dejaba pasar meses y meses entre cada encuentro. Debería despreciarme, puede que lo hiciera, sin embargo me trataba con el mismo cuidado que lo haría esa hermana mayor que me ha faltado.

—No tienes por qué contestarme si no te apetece.

—No es eso, estaba haciendo un repaso de lo que ha vivido desde que tu amigo la machacó.

—¿Eso hizo, la machacó? Porque tenías que verlo, está hecho un alma en pena.

Me importaba una mierda cómo estuviera, pero me lo callé, supongo que lo notó. Me rehíce y le respondí tratando de mantener la calma.

—No sé lo que les pasó, no he conseguido que me lo cuente; lo que te puedo decir es que, sea lo que sea, la cambió por completo, ya no es la mujer que conociste y va camino de arruinarse la vida.

¿Eso era lo que realmente pensaba? ¿Cuál de los Marios que habitaban en mí era el auténtico; el que se esforzaba por seguir adelante a diario o el que acababa de expresarse?

—Y piensas que la culpa fue de él. ¿No crees que todos habéis tenido parte de responsabilidad en lo que sea que haya sucedido?

—Mira, Elena; me has preguntado y te contesto con lo que sé. No hablo de culpas ni pretendo liberar de responsabilidades a nadie, ni por supuesto a mí. Me duele lo que veo, las consecuencias de lo que nunca debió suceder. Tú y yo somos testigos de un gran error y también en parte víctimas, sobre todo tú, y lo siento.

—Déjalo, eso ya no importa. No sé cómo va a terminar esto; por lo que me cuentas, ambos están haciéndose daño. Tal vez lo mejor sería que hablasen.

—Esas cosas no se pueden forzar, déjalo estar, si ha de suceder ya llegará.

Iniciamos el regreso, logramos desviarnos hacia otros temas; le conté lo que estaba haciendo y prometió ir a la inauguración. Me habló de su trabajo, sus nuevas áreas de intervención, cosas que nos ocuparon hasta el punto en el que nos debíamos separar. Un par de besos en la mejilla marcaron la distancia. Hicimos promesa sincera de llamarnos.

Me faltó tiempo para hacerlo, el miércoles a mediodía. Le propuse una cena sencilla en un restaurante que había descubierto con Elvira; buena carta, buena música y entre semana esperaba no tener problemas para encontrar mesa. «Mejor reserva, lo conozco y te aseguro que se llena». Fue una cena agradable en la mejor compañía, no volvimos a evocar a los ausentes, quedó claro lo que queríamos, terminamos la cena con las manos unidas sobre el mantel. «¿Nos vamos?». Ya le había hablado del chalet donde me alojaba, de mi curiosa relación con la dueña y habíamos llegado a un punto en el que estaba dispuesta a caminar descalza por el césped. Solo teníamos que cruzar dos calles hasta el parking, cogidos del brazo, puede que enlazados por la cintura.

—Hombre, Mario, tú por aquí.

La voz, algo pastosa pero inconfundible, salió de un grupo alrededor de una mesa alta que habíamos dejado atrás.

—¿Vienes solo o te has traído otra amiguita para divertiros a costa de algún pardillo?

—Déjalo, está borracho.

—Olvídame, imbécil

—Mira tú, el asaltacunas.

—¡Dejadlo ya!

—¿Estas sordo? que nos dejes en paz, gilipollas.

Me devolvió el insulto y vino a por mí; le aparté, no me gustan los que buscan pelea, pero solo sirvió para encenderle más; dijo algo sucio sobre Carmen y ahí se me agotó la paciencia.

—Qué dices, desgraciado. —Y le mandé contra la mesa de un empujón a dos manos.

Le vi venir, intentó un derechazo que esquivé con facilidad y le lancé al pómulo toda la rabia acumulada en tantos meses. Cayó hacia atrás, a pocos centímetros de una de las mesas macizas de la terraza; en un segundo imaginé lo que podía haber pasado con mi vida si el cráneo de Carlos se hubiera estrellado contra la esquina. Enseguida reaccioné, me acerqué a él que trataba de levantarse con la ayuda de Elena.

—No tienes ni idea del daño que le hiciste, cabrón; le has destrozado la vida. Eres un mierda. —Dejé unos billetes en la mesa por el estropicio y me alejé; entonces lo pensé, volví sobre mis pasos y le amenacé con el dedo—. Ni se te ocurra acercarte a ella, ¿me oyes?, ni se te ocurra.

….

«Mario, llámame, necesito que hablemos; llámame, por favor.»

Lo vi al consultar el móvil en el descanso de las once; mi primera intención fue ignorarla, pero cuando salimos a comer hice un aparte y marqué su número.

—Creí que no me ibas a contestar.

—Lo siento, no me ha sido posible antes.

—¿Cómo estás?

—Bien. Lamento la escena.

—No fue culpa tuya, ya te advertí que está mal.

Quedamos a las siete en la cafetería de mi hotel, tenía que recoger ropa y a ella no le venía a desmano.

—No debí pegarle, yo no soy así.

—Él tampoco, os comportasteis como dos matones. No sé tú, pero esta no es la primera vez que se mete en líos.

—¿En peleas?

—Ya es la tercera o cuarta vez, que yo sepa, que acaba a golpes por alguna idiotez. Está desesperado, parece que se quiere hundir la vida. Tenía un futuro en Córdoba y en dos meses se lo cargó; ahora está aquí, trabajando en un centro de asistencia a la drogodependencia, que no digo que no esté bien, pero no es lo que él esperaba. ¿Qué pasó Mario?, tú sabes más de lo que me has contado.

—Sé que no debimos venir aquí, hablamos de más y ellos dos entraron en una dinámica que hubo que cortar. Sé que Carlos se sintió engañado por la forma en que nos marchamos.

—Me lo dijo.

—Luego resultó que no era tan fácil pasar página y volvieron a hablar, Carmen estaba pasando un momento difícil en el que no supe estar a su lado como otras veces y Carlos tomo mi relevo, creo que no calculé las consecuencias que podía acarrear, y lo que para mí no era más que un juego resultó ser algo mucho más profundo. No sé en detalle que les pasó ni por qué rompieron, lo que si sé es que Carmen está empeñada en una carrera febril, se acuesta con… iba a decir con cualquiera…

—Bueno, eso ya lo hacía antes.

—No, Elena; si te refieres a la historia aquella sobre una especie de orgía que tuvimos con unos amigos… fue todo una fantasía que inventó para jugar más fuerte que yo. Nunca antes había hecho algo parecido.

—¿Y qué más mentiras hubo entonces, me lo vas a contar?

Elena, la que siempre sospechó, me tenía contra las cuerdas. Y yo estaba cansado, muy cansado de fingir.

—Oh Dios, nunca debió pasar.

La miré, ¿acaso hacía falta decirlo?

—Carmen es mi mujer.

Sentí el peso de su mirada. No es que me estuviera juzgando, al menos no me castigaba con una sentencia despiadada.

—¿Crees que no lo he sabido? Era tan… evidente, estabais pendientes el uno del otro pero tú, lo tuyo te delataba, en el baile te tuve que decir que saliéramos a buscarlos, ¿te acuerdas?

—No sé cómo lo aguantaste, no te lo merecías.

—Sabía a lo que iba, podía haber dicho que no, pero Carlos siempre consigue de mí lo que quiere. No, no vayas por ahí, hace mucho que lo nuestro pasó a mejor vida.

No es eso lo que decía su rostro cruzado por un tenue gesto de tristeza que, de tan repetido, formaba parte de su expresión.

—No obstante —continué— fue violento, sentía que aquello se me escapaba de las manos y al mismo tiempo me gustaba lo que estaba sucediendo, no lo podía negar, me gustaba estar contigo y que ella nos viera y me gustaba verlos, era una situación…

—En la que Carlos y yo éramos unos simples juguetes, ¿no te das cuenta?

—Entonces no lo vi, y desde luego ella no tuvo ninguna responsabilidad. Fue todo culpa mía.

—Ahora ya que más da, has visto las consecuencias.

—Las veo a diario, ni te imaginas lo que ha provocado la ruptura de esta pareja.

Dejó que los recuerdos me atropellaran hasta que debió de considerar que me estaba haciendo demasiado daño.

—¿Por qué lo hicisteis?

—No teníamos intención de que llegara tan lejos, fue solo un juego que inventamos cuando veníamos hacia aquí, nadie nos conocía y se me ocurrió que podíamos vivir una aventura, la presentaría como una amiga que me acompañaba en este viaje, eso nos daría una libertad de acción ante los demás que no nos da nuestro rol de matrimonio. Se trataba de un juego morboso entre nosotros, nada más; lo que pasó es que rompí las reglas, no sé por qué lo hice, tenía que presentarla como una amiga soltera, ese era el trato. En algún momento, cuando conocí a Carlos, deje caer que estaba casada, podía haberlo corregido pero me dio más morbo y luego, cuando se lo presenté no tuve tiempo de advertírselo. Le sentó muy mal, y subió la apuesta, fue cuando se inventó la historia de la orgía. No pretendíamos jugar con Carlos, no era esa nuestra intención.

—Sin embargo lo hicisteis, nunca entendió que fuera tan libre con esos amigos que teníais aquí y sin embargo con él se comportara tan…

—¿Mojigata?

—La única explicación que encontró es que sintiera algo por él, sobre todo cuando le volviste a llamar.

—Tienes razón, sin pretenderlo alimentamos la confusión. Y luego durante el invierno cuando se convirtió en su apoyo, terminó de crearse ese vínculo.

—Se enamoró, Mario, es lo que pasó.

—Lo sé, Carmen me lo dijo, lo que no podía era descubrirle la mentira en la que lo había tenido envuelto. No sé qué sucedería para que rompieran como lo hicieron.

—Carlos se sintió herido, le declaró su amor y ella lo rechazó de una forma que lo hirió profundamente, él supuso que no quería cambiar la vida fácil que llevaba, con un marido consentidor, con un amante con quien tiene una relación estable, que eres tú, y teniéndole a él en una situación parecida. Debió de ser una ruptura violenta porque me dijo que no quería volver a saber nada de ella, pero lo cierto es que desde entonces no ha levantado cabeza

—Eso fue aproximadamente en Marzo.

—Lo recuerdo bien porque poco después se casó su mejor amigo y dio la nota, se emborrachó, insultó a la hermana de la novia; casi le parten la cara si no lo sacan de allí. Desde entonces ha ido dando tumbos.

—Siento haberte herido, desde el principio te he hecho daño, Elena, y no te lo mereces.

—Me he sentido utilizada, debería estar acostumbrada, a Carlos se lo he consentido tanto que a veces ya ni me doy cuenta; yo sabía a lo que iba, a entretenerte para que él pudiera dedicarse a esa diosa que le había caído del cielo y yo, como siempre que me pide algo, accedí; lo demás ya lo sabes, parecía que íbamos a pasarlo bien, congeniamos, eres… especial, hasta que me di cuenta de que las señales que os estabais enviando eran algo más que el tonteo de una pareja; tenía que competir con otra mujer y no me gustaba, eché el resto, tú lo sabes, jamás se me hubiera ocurrido acceder a quitarme las bragas en mitad de una discoteca, pero tenía que ganarle la partida, y ni aún así pude con ella. Entonces desaparecen y entras en pánico.

—Casi.

—Poco te faltó; me di por vencida, reconozco que es un pibón, como dice Carlos, y que tiene mucha personalidad, pero tenía que haber algo más. Ahí reculaste y te centraste en mí.

—Me di cuenta de que me estaba portando como un cerdo, por eso traté de olvidarme de ellos y me volqué en ti.

—¿Por eso me utilizaste, para olvidarte de ellos?

—No digas eso, yo no te utilicé.

—Cómo crees que me sentí cuando después de lo que hicimos en el césped desapareces. ¿Qué crees que fue para mí, piensas que lo que hice contigo es algo habitual?

No podía abrir la boca, jamás en todo ese tiempo me había planteado la historia desde su punto de vista.

—Y luego el silencio. No sé, esperaba algo, una llamada al menos. Nada. Me olvidé de ti, pero era imposible con Carlos obsesionado contándome cada detalle. Llegué a odiaros a los tres. Y entonces, seis meses después, apareces.

—Temí que no quisieras ni hablar conmigo.

—A punto estuve, no sé por qué accedí a verte.

—Porque en el fondo sabes que no soy tan mala persona. —dije tratando de rebajar la tensión.

—¿Y eso de qué me vale? Me envolviste con ese encanto que tienes, lograste que me olvidara del desprecio… Sí, Mario; desprecio, seis meses de silencio; ni una llamada, nada. ¿Cómo puedo interpretarlo?

—Me resultaba difícil seguir interpretando una farsa delante de ti, por eso iba aplazando cualquier ocasión de ponerme en contacto contigo.

—¿Y entonces, por qué apareciste en Toledo?

—Si te digo que fue Carmen la que lo movió todo no sé si me vas a creer. Llevaba tiempo diciéndome que me estaba portando como un cerdo contigo, Se enteró por Carlos de que ibas a estar allí y me convenció para que te llamara.

—¿Y después? No me lo digas: los remordimientos, la culpa, el miedo a que os descubriera.

—¿Entiendes por qué me alejaba de ti cada vez que te encontraba?

—No, no lo entiendo, no puedo entenderlo.

Cuanto dolor habíamos causado, Elena ya no tenía nada más que añadir, yo no encontraba ninguna otra forma de pedir perdón. Estaba dolida y triste pero me sentía incapaz de darle refugio en mis brazos porque no era yo la persona adecuada para hacerlo.

—¿Podrás perdonarme algún día?

—Para qué, si vas a volver a desaparecer.

—Supongo que no serviría de nada que te dijera lo contrario.

Me dejó sin una respuesta y nos sumimos en nuestros recuerdos, puede que ya no quisiera compartirlos conmigo, tal vez no le encontrara sentido hacerlo.

—¿Y qué hacemos con esos dos?

—Es Carmen quien se lo tiene que decir, no nosotros; lo hubiera hecho entonces pero Carlos lo estropeó todo; ahora necesita tiempo.

Asintió con un gesto silencioso. Poco después nos levantamos, tenía la sensación de que me hubieran dado una paliza, ella también parecía agotada. Nos despedimos con un beso.

—¿Te puedo volver a llamar? —Me acarició la mejilla.

—No seas tonto.