Diario de un Consentidor 98 - Tiempo de cambios

Sta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Tiempo de cambios

—Bueno, ha sido un placer

—¿Ya te vas?

—Es tarde, todavía tengo que organizarme.

Percibió un gesto de extrañeza.

—Como te dije, mis días en la montaña acabaron hoy. Se me ha ido el santo al cielo y aún no he previsto donde pasar la noche.

—¿A estas horas? Yo, si quieres, tengo un apartamento que...

Carmen sonrió escéptica.

—¿Tu picadero?

—No te ofendas, creo que somos mayorcitos para entender de lo que estamos hablando. Tú necesitas una solución para esta noche y yo la tengo; te dejo las llaves y te arreglas, mañana te organizas y en paz. Eres psicóloga, creo que en el tiempo que hemos estado hablando habrás tenido ocasión de calibrar si en mitad de la noche voy a aparecer para violarte.

—No, no creo. Gracias de todas formas.

Tomás desistió. Carmen miró el reloj, se le había hecho muy tarde.

—¿Ya os vais?

Álvaro se había acercado al verlos levantarse.

—Carmen se marcha, parece que tiene que buscar alojamiento ya que ha rechazado mi oferta.

En un instante se estaba viendo envuelta en una conversación que no deseaba.

—Si Álvaro, me marcho ya —concluyó con decisión.

—¿Qué es eso de que necesitas alojamiento? —preguntó extrañado.

—Es una larga historia.

A regañadientes no le quedó más remedio que desgranar una breve explicación.

—Y yo le he ofrecido mi apartamento, pero lo ha interpretado mal.

—No es eso Tomas…

—Y no me extraña —Intervino Álvaro—, pero te garantizo que es la persona más honesta que hay; tú es que no lo conoces y claro, que un desconocido te ofrezca su casa puede sonar un poco…

—De verdad, no he pensado nada.

—Yo, Carmen, pongo la mano en el fuego por él. Si necesitas un lugar para pasar la noche no te compliques la vida; acepta el ofrecimiento de mi amigo; sé que lo hace de corazón.

—No la pongas en un compromiso —zanjó Tomás—, ya ha dicho que no.

Carmen hizo un análisis rápido. La opción del hotel era la más sensata, la más  fría también. Significaba volver a encontrarse entre cuatro paredes impersonales que la enfrentaban a su soledad. Desde que Tomás habló del apartamento se hizo una idea diferente, algo que rompía esa sensación claustrofóbica que le había hecho abandonar su retiro en la montaña.

¿Por qué no? Apenas los conocía a ambos pero la escena que acababa de presenciar le daba suficientes motivos para confiar.

—De acuerdo, está bien. Supongo que entiendes mi reticencia, no es nada personal.

—Lo comprendo. No me conoces; A ver, un hombre casado en un club ofrece un pisito a una joven…

—¡Hombre Tomás, si lo planteas así, yo mismo le digo a Carmen que ni se le ocurra aceptar!

Aquello terminó de relajar la situación, Tomás apuntó la dirección en una nota que le facilitó Álvaro y se la dio junto a un llavero.

—Ahora mismo llamo al conserje para que esté al tanto. ¿Cómo es tu apellido? es para darle un aspecto formal.

—Si, buenas noches, soy Tomás Rivas, 520 si. Tome nota, mi apartamento va a ser ocupado por la Doctora Rojas durante unos días. Si, ella misma les avisará cuando lo abandone. Gracias.

—Solo estaré esta noche Tomás, mañana por la mañana solucionaré mis asuntos. —le miró con una sonrisa en la boca, puso una mano sobre la suya —Muchas gracias, me haces un gran favor.

—No hay nada que agradecer.

—¿Todo arreglado? —dijo Álvaro.

—Parece que si.

—Mañana haré algunas llamadas; a mediodía lo tendré resuelto.

…..

—¿Si?

Carmen trabaja desde las ocho frente al ventanal que asoma al Retiro. Le costó conciliar el sueño. Extrañaba la cama, estaba inquieta sin saber bien el motivo. A las seis y media se levantó harta de dar vueltas y realizó una inspección del apartamento.

Lo que suponía. El típico espacio para llevar a la querida. Bien preparado. El frigorífico repleto de todo lo necesario para una velada agradable; alcohol, benjamines, licores... No faltaban embutidos envasados al vacío procedentes del mejor distribuidor de Pozuelo lo cual le dio pistas sobre la residencia de Tomás.

Abrió el armario del dormitorio solo para recordar que ahí estaba la causa de su malestar, lo que le había impedido dormir con tranquilidad. Ropa de mujer, ropa de un gusto exquisito que le decía que no era la primera que ocupaba esa cama. Anoche se había sentido una intrusa; aquella que gastaba esa ropa era la querida de Tomás y eso, —estar inmersa en el ambiente en el que otras se entregaban a él, quizás a cambio de dinero o regalos, puede que mujeres casadas que ocultaban allí su adulterio—, le hacía sentirse violenta y esa sensación no desapareció en toda la noche.

Había salido a desayunar a la calle, no quiso abusar de la confianza de Tomás. Caminó sin rumbo por Menéndez Pelayo y se internó en el Retiro, era casi como estar en plena naturaleza.

Pero no. Estaba en Madrid, se sentía de regreso, ahora sí que había vuelto.

Llegó a los jardines de Cecilio Rodríguez y se sentó en un banco, una súbita emoción se había adueñado de ella. Tenía que acabar esa etapa. Había recorrido todos los escenarios y creía haberlos desactivados. Ahora estaba preparada para afrontar el análisis más duro, también el más importante. Mario.

Hasta ahora había evitado evocar en profundidad el papel de su marido durante todo este proceso. Tenia también que analizar su propia actitud. ¿por qué abandonó su hogar? Era el momento de diseccionar el día después, aquel sábado de tensión y silencios. Y el domingo en el que se produjo el diálogo imposible y el enfrentamiento que derivó en su marcha, casi una huida  ¿fue una decisión acertada?

Esta era la etapa final, no la podía demorar más, tampoco disponía de mucho más tiempo. Y aquí en este refugio, con la posibilidad de escapar al Retiro cuando la ansiedad la dominase, quien sabe, quizás podría…

Imaginó este paseo como algo cotidiano, corriendo por el parque bien temprano antes de comenzar a trabajar con el diario.

No, era demasiado tentador, no podía aceptar, debía marcharse ese mismo día. Buscó la salida más próxima huyendo de la idea y eligió la primera cafetería que encontró. Comenzó a trabajar allí mismo pero el ambiente le impedía concentrarse así que subió al apartamento y siguió con su tarea hasta que el telefonillo la sacó de su mundo.

—Buenos días. Carmen. Soy yo, Tomás. ¿puedo subir?

Vaciló un par de segundos. Esto es lo que temía cuando dudó si aceptar el trato la noche anterior. No quería deberle nada y esto era una intrusión. Tenía que ganar tiempo, no sabia como plantear ese encuentro inesperado en su terreno. Ha hablado demasiado de su vida privada, teme que pueda querer algo más.

—Dame un minuto.

No sabía qué se iba a encontrar, apenas le conocía. Tenía la palabra de Álvaro pero no era suficiente garantía. Notó la tensión creciendo en su cuello. Respiró buscando la calma. Recuperó la conversación que habían mantenido en el club, aquel hombre culto, distendido, amable, que le ofreció sin condiciones un lugar en el que pasar la noche, esperaba en el portal aún cuando tenía vía libre para subir hasta la puerta. Buena imagen para el conserje que así no confundiría las cosas.

—¿Tomás?

—Si

—Ya puedes subir.

Cuando escuchó el ascensor abrió la puerta sin esperar a que llamara.

—Disculpa la espera, estaba...

—Ya, supongo que pensabas que no estabas presentable. ¡qué error!

Aceptó el cumplido con una leve sonrisa. No le franqueó la puerta inmediatamente, durante un breve instante ambos enmudecieron hasta que la situación fue tan violenta que Tomás  le ofreció el paquete que llevaba en las manos.

—Pensé que no había nada para desayunar aquí, quizás te apetezca algo dulce, toma.

Se sintió incómoda, estaba actuando como una adolescente asustada.

—¿Te apetece un café? —preguntó haciéndose a un lado.

Tomás sonrió.

…..

—¿Has dormido bien?

Preparaba el café enseñándole a su huésped el manejo de la cafetera último modelo.

—Si, muy bien —mintió Carmen.

—Y aquí arriba tienes más filtros, por si se te acaban.

—No hace falta Tomás, a medio día me marcho, ya he abusado bastante.

Se sentaron en la mesa de la cocina, él la miró sin dejar de dar vueltas a la cucharilla.

—¿Qué prisa hay? ¿Acaso tienes un lugar mejor donde estar? De verdad Carmen, no tienes por qué marcharte a ningún hotel pudiendo estar aquí, tranquila sin que nadie te moleste.

Captó el gesto que cruzó su rostro, fue un segundo pero tan evidente que no le pasó desapercibido.

—No te preocupes por mí, esto solo ha sido un gesto de bienvenida, no te voy a dar más la lata.

—No me has molestado, esto ha sido todo un detalle, gracias.

Y, en un gesto muy propio de ella, extendió el brazo a través de la mesa y apretó la mano de Tomás. Un acto inocente, si. ¿Mas puede ignorar lo que esa mujer le ha contado de su vida tan solo hace unas horas?

—Entonces no se hable más, te quedas.

No, no podía aceptar.

—No, te lo agradezco, debo pensar en otra alternativa.

—Vale, piénsala pero hazlo aquí, por eso te voy a seguir enseñando donde están las cosas.

Carmen rió con ganas la ocurrencia.

Media hora más tarde, Carmen volvió al trabajo. Le quedó un sabor agradable; la inquietud que le impidió dormir había desaparecido, el malestar que sintió cuando le escuchó en el telefonillo ya no estaba. La soledad que formaba parte de su vida se había amortiguado aunque solo hubiera sido unos minutos. Tomás se había despedido apretando su brazo. Pensó que le iba a dar dos besos pero no, no hizo intención y eso le gustó. No hubo más acercamiento.

Un amigo. Se comportó como un amigo, justo lo que más necesitaba en ese momento. Un lugar donde vivir, donde trabajar en soledad y un amigo. Quizás no era tan mala idea.

Y el Retiro cerca.

«Si necesitas cualquier cosa, llámame», le dijo antes de marcharse. Allí, encima de la mesa de la cocina estaba su tarjeta. Tomás Rivas. Promotor inmobiliario. Y un número escrito a mano. Bonita letra, bonita mano, uñas cuidadas. Le gustó la forma que tenía de coger la pluma, como si fuera un pincel, como le habían enseñado a ella de niña. Dedos estirados. Pulgar, índice y medio; «Sin apretar niñas, que el lápiz no se os va a escapar», decía la maestra.

…..

—¿Cuándo se lo vas a decir?

Elvira dejó el vaso sobre la mesa. Aún se tomó un par de segundos antes de contestarme.

—Esperaré a que te hayas marchado.

Sus ojos concluyeron la frase inacabada.

—Santiago no es de esos —repliqué sin mucho convencimiento.

Rió, rió con ganas alejando con un giro repentinamente juvenil de su cabeza la oscura idea que mi frase le había hecho concebir.

—No estoy seguro de cómo va a reaccionar —añadí—, depende del nivel de alcohol que lleve. Preferiría estar aquí todavía.

—No te preocupes de verdad. Sería incapaz.

¿Quién soy yo para venir ahora, después de tantos años de ausencia, a intentar arrogarme el papel de varón protector de la dama indefensa? Vuelve Mario, tranquilízate y no pierdas los papeles.

—Lo tenía pensado hace mucho, puede que lleve madurándolo más de un año. Tu llegada solo lo ha precipitado. —añadió.

—No es lo que va a pensar.

Elvira se quedó un momento con ese argumento, no fue mucho pero me dio la impresión de que los pensamientos se cruzaban en su mente. Al fin cortó el debate que mantenía consigo misma.

—No te preocupes, es más débil de lo que aparenta.

Me escudé en la copa para ganar unos segundos. Las preguntas bullían en mi cabeza.

—Hace demasiado tiempo que hemos dejado de escucharnos, que no nos miramos a los ojos, que no hablamos. Hace mucho que la rutina se ha instalado en nuestras vidas. Al principio le lancé señales de alarma pero cuando comprendí que no servía de nada dejé de hacerlo, intenté adaptarme a vivir en ese cariño casi fraternal. Luego comencé a vivir una vida alternativa, me centré en mi trabajo, en mis amistades y dejé de buscarle.

Escuchaba intentando que la pena no apareciera en mi rostro. Era el relato de un amor apagado, muerto, era la historia de una pareja que convivía en la rutina, que habían sustituido el amor por el cariño, la pasión por… ¿por qué?

—Ya ni siquiera hay reproches, convivimos como si fuéramos hermanos o primos y ya no lo soporto más.

—¿Qué vas a hacer?

—Supongo que en el fondo se sentirá aliviado, tampoco creo que para él sea ésta una situación cómoda. A veces los silencios son tan espesos, tan intensos que resultan insoportables —Suspiró como si con ello se aliviara de una gran pena—. Lo he pensado muchas veces. Volveré a Madrid, he visto algunos destinos interesantes y creo que no tendría problemas en conseguirlos, con mi experiencia…

—Y con tus contactos.

—Claro.

—Puede que con el tiempo os recuperéis como amigos.

Sonrió, con nostalgia mezclada con tristeza.

—Puede.

—Sabes que cuentas conmigo para lo que necesites.

—Lo sé —dijo haciendo un gesto que zanjaba esa vía.

…..

En algún momento tendré que dejar el tabaco pero ahora, ahora me muero por liar un cigarro de maría. La ansiedad me está matando y no tengo con qué combatirla. Álvaro  ha quedado en avisarme, supongo que será cuestión de un día o dos. Mientras tanto los pitillos caen a un ritmo que empieza a preocuparmes.

Irene también me lo ha dicho. Me he sentido incómoda durante la cena, no dejaba de observarme. Sé que estoy tensa pero quizás no me he dado cuenta de hasta qué punto nos está afectando.

No tenía intención de quedarme en su casa, aún así me ha entristecido que ella no diera el paso; ni siquiera lo ha insinuado. Supongo que no he sido la mejor compañía esta noche.

Pensaba que, tras superar todos los escollos de esta etapa, podría afrontar el análisis de mi relación con Mario con fuerza y serenidad. No está siendo así. Puede que me encuentre agotada, exhausta tras el trabajo que llevo realizado.

No sé, a veces siento la tentación de acabar con esto. ¿Para qué seguir si ni siquiera tengo la seguridad de que Mario esté al otro lado esperándome?.

Quizás debería llamarle, le he alejado demasiado durante esta etapa de análisis.

No. Estoy demasiado cerca del final, lo intuyo. Solo he de rebajar esta ansiedad para poder cerrar el análisis.

Y dormir, necesito dormir.

Carmen cerró el cuaderno y lo arrastró despacio hasta el extremo de la mesa. El silencio de la noche lo invadía todo. Se levantó de la silla y caminó hacía el ventanal. Durante unos minutos se ensimismó observando las luces que iluminaban la noche de Madrid. Sin apenas darse cuenta su mano derecha se había dirigido hasta su pecho y con la punta del dedo medio trazaba el contorno de uno de los aros que había estrenado esa tarde.

…..

—¿Te gustan?

Irene le mostraba el estuche abierto con los dos aros sujetos al fondo. Su rostro mostraba expectación, emoción y deseo al mismo tiempo. Carmen se incorporó en la cama, eran unos aros idénticos a los que ella lucía en sus pechos, algo más gruesos que las barras que llevaba desde que se perforó. Abiertos, con unos pequeños brillantes en sus extremos que permitían extraerlos.

—¡Oh Irene!

—Siempre me has dicho que te gustaban.

Carmen se abalanzó a su boca y durante un largo momento se enzarzaron en un profundo beso.

—Déjame que te los ponga, dime si te hago daño.

Dolía si, pero Carmen permaneció en silencio mientras los aros, mas gruesos que las barras, horadaban sus pezones.

Ambas se miraron en el espejo de la alcoba cogidas de la cintura. Aquellas joyas idénticas que traspasaban su pechos le hizo sentir que estaban mas unidas.

—Son nuestras alianzas.

—¡Oh Carmen!

Luego, sin saber por qué la noche se torció, la tensión en el restaurante apareció sin un motivo definido. Una sombra, un fugaz recuerdo, un silencio que provocó el reproche, el malentendido y se rompió la magia que ya no pudo recomponerse.

De pronto recordó la nota que había encontrado en el suelo al llegar. Tomás de nuevo había estado allí, quizás poco antes de que ella regresara. Se volvió hacia la mesa y la volvió a leer.

Te prometí no incordiar y siempre cumplo mis promesas.

Pasé por aquí sin intención de subir, solo para decirte que abuses del frigorífico si no te apetece salir.

Por favor, siéntete en tu casa, nada me haría más feliz que saber que te encuentras relajada y con la confianza de hacer lo que te apetezca.

Buenas noches.

Tomás

—¡Qué tonto! —musitó.

Avanzó despacio hacia el dormitorio. A medio camino recogió los zapatos que había abandonado al llegar; los tacones la habían matado. Por alguna razón aquella incipiente amistad le resultaba saludable, era una especie de linimento que la confortaba tras arduas horas de enfrentarse a su reciente pasado, duro pasado. Horas en las que revivía heridas que aún sangraban.

Colgó el vestido en el armario compartiendo espacio con la ropa de la invisible amante de su nuevo amigo. ¿Cómo sería? Desplazó una a una las pocas perchas ocupadas. Buen gusto, calidad, ¿quién elegiría los vestidos? ¿y la lencería, ella, él? Se sobrepuso una de las perchas y se enfrentó al espejo del armario.

El aire se le escapó de los pulmones. No se vio a sí misma, no. Ahí enfrente, estaba otra mujer. Aspiró un perfume desconocido, el perfume de la querida de Tomás.

Devolvió la percha a su lugar, ¿qué estaba haciendo?

Chándal, camiseta, cuaderno... No, ahora no, estaba demasiado cansada, demasiado dispersa. Un café.

Sobre la mesa, la tarjeta.

—¿Tomás? No sé si ha sido buena idea llamarte… ya, ya escucho el ruido. Si, vi tu nota, acabo de llegar... al refugio —A punto ha estado de decir, a casa.

—Nada, solo quería darte las gracias de nuevo y... Que si, que me siento cómoda y ahora mismo estoy abusando de tu cafetera. —bromeó.

—¿Ahora? No… sí, sé dónde es, pero estoy muerta, gracias de todos modos.

—Ya, sé que es aquí mismo pero tengo los pies desechos, los tacones me han matado.

Una petición. Un silencio, una duda, la soledad que puede con ella. Quizás ese vestido sobrepuesto que la transmutó en otra mujer durante unos segundos.

—De acuerdo, un café pero rapidito que estoy muy cansada y mañana tengo que seguir trabajando.

—Anda, no seas pelota.

¿Por qué esa ansiedad?

…..

—¿Qué haces a estas horas en la calle?

Se da cuenta, tarde, de que lo reconviene como si fuera su hermana. Tomás la mira en silencio, su expresión se torna grave, baja la vista pero enseguida se recompone. Carmen cree ver algo teatral en su gesto pero no, sus ojos son limpios.

—¿Como has pasado el día, cuéntame.

No, no ha aprovechado el momento para lloriquear. Este hombre no va de víctima.

Le cuenta. Trabajo, más trabajo, salió a pasear cuando el agotamiento mental le impidió seguir profundizando en lo que busca.

—¿Y qué es lo que buscas?

Se detiene dibujando con la punta roma de la cucharilla en el fondo de la taza.

—El nexo entre la que fui, la que soy y la mujer que transitó esas semanas de... locura. Ahí tiene que estar la solución para poder seguir mi camino. Si no consigo conciliar a la tres...

—Lo vas a conseguir, eres una mujer fuerte. Apenas te conozco pero destilas una fuerza tremenda.

—No te creas, hay mucho de fachada en mi.

—¿Otro café?

Carmen negó con una deliciosa caída de ojos.

—¿Pretendes dejarme sin dormir toda la noche?

Tomás se levantó murmurando un apenas perceptible «ya quisiera» que Carmen finge no haber escuchado y se dirigió a un pequeño mueble que le había pasado desapercibido. Al abrirlo apareció un pequeño refrigerador cargado de minúsculos botellines de licor.

—Entonces, un chupito, ¿qué te apetece?

—¿Alcohol a estas horas? ¡me vas a matar!

Dos pequeños vasos de cristal labrado aparecieron de algún lugar cercano en aquel mueble lleno de sorpresas, el Bayleys los llenó de color y la conversación pronto surgió espontánea, divertida a veces, profunda otras.

Así dieron las dos de la madrugada.

—¿No tienes algo más ligero que ese chándal? Tienes que estar agobiada.

Carmen se miró sorprendida, era cierto, tenía calor pero no se sentía cómoda como para quitarse la chaqueta, solo llevaba una camiseta de tirantes blanca, la que usaba para dormir. Demasiado ajustada, demasiado blanca. También estaban los aros. Necesitaba ampliar su vestuario.

—No, estoy bien, ¿por qué? —mintió tan mal que fue evidente.

Tomás se levantó y se dirigió al dormitorio, cuando ya estaba en la puerta se detuvo bruscamente.

—¿Puedo?

Carmen le dio permiso con un gesto. Al cabo de un momento salió con un paquete en la mano.

—No sé si te valdrá, está por estrenar pero si te vale estarás mucho más cómoda.

El papel, de una tienda de lencería de Serrano, le sorprendió. Carmen no acaba de entender qué significaba aquello. Miró a Tomás mostrando su sorpresa.

—Ábrelo.

Rasgó el envoltorio, ante sus ojos aparecieron unas prendas de seda oscura, seguía sin entender lo que estaba pasando. Las separó. Una suerte de kimono de manga corta jaspeado apareció ante ella, precioso; la otra prenda, una bata en los mismos tonos.

Le miró.

—Como ves está sin estrenar, era un regalo... que nunca llegó a realizarse; si te vale y te apetece podrías quedártelo, estarás mucho más cómoda, no sé... ¿qué te parece?

Tanteaba con cautela, le hablaba como si pisase un terreno minado.

Y ella...  Ella se vuelve a ver frente al espejo con el vestido de la furcia, sintiendo el latido del corazón en el pecho, escuchando el aire que sale de su boca como si fuera un torrente.

—Déjalo, no he debido.

—Tienes que entender que esto es...

—¿Incomodo?

—Es violento Tomás, rompe el buen clima que tenemos. Ahora mismo… —¿Cómo decirle sin herirle?.

Mañana se irá, quizás deba acabar la noche en ese mismo instante pero, cómo hacerlo sin herir sensibilidades.

—No quería ofenderte.

—No me ofendes, pocas cosas me ofenden a estas alturas. —Lo despliega —Es precioso.

—¿Por qué no te lo pruebas?

—No, en serio, no es… —rechaza con la cabeza.

—¿Correcto? Como quieras.

Carmen lo dobla y se lo devuelve con un gesto de agradecimiento.

—Además no es mi talla.

Tomás desvía el tema con habilidad, habla de un viaje que hará dentro de quince días a Lisboa, ¿lo conoce? Si, Carmen ha estado allí varias veces; hablan de lugares comunes, monumentos, incluso algún restaurante que ambos conocen. Le recomienda uno en particular y Tomás promete acudir.

—A mi regreso te diré si sigue siendo tan bueno.

Carmen calla. A su regreso ya solo será un recuerdo.

Se despiden en la puerta, Carmen se deja coger el brazo como ayer, ese apretón afectuoso le reconforta, no sabe de qué. Cuando se acerca no teme, el amigo la besa en la mejilla. El aroma que desprende la turba.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Otra vez no se separa de la puerta hasta que llega el ascensor. Mientras, sonríe escuchando el siseo de los labios de Tomás entonando ese vago silbido; una melodía imprecisa que denota una clara satisfacción.

Comienza a recoger las tazas de café, los chupitos de licor. Otra vez se siente concubina, la querida del hombre casado viviendo en el piso clandestino. Solo entonces reparó en un detalle, Tomás se ha llevado el kimono y la bata de seda. Es cierto, lo vio con el paquete bajo el brazo en la puerta. No ha querido dejar la ofrenda rechazada.

A la mañana siguiente salió a desayunar.  Se llevó el cuaderno y repasó meticulosamente, sentada en una terraza.

—¡Señorita!

Se detuvo, el conserje ya sabía que se alojaba en el apartamento de Tomás. Sin embargo su mirada no era la misma con la que la saludó al salir.

—¿Si?

—Han dejado este paquete para usted.

La mirada irónica, casi lasciva del conserje la desnudó. El envoltorio de la lencería de la calle Serrano era demoledor.

—Gracias.

Esperó el ascensor sintiendo los ojos del conserje clavados en ella. Se sintió avergonzada; si le quedaba alguna duda al conserje sobre cuál era su condición en esa casa ya estaba todo dicho con ese paquete; es su querida, su amante.

Entró en el apartamento y lo abrió, el mismo conjunto que tuvo en sus manos anoche. Se enfureció. ¿Acaso no la había entendido?

Marcó con furia.

—Ahora no puedo, te llamo dentro de cinco minutos.

Y encima eso, la trata como a una de sus queridas. La culpa es suya, ella ha llevado las cosas a ese punto.

Anduvo por la casa desahogando su enfado, proyectando una imagen de Tomás que, por mucho que lo intentaba no casaba con la que recordaba. No, el hombre que anoche le ofreció el kimono era un amigo intentando ofrecerle una prenda cómoda, más ligera que aquel chándal que usaba en la montaña. Buscaba signos de acoso y por mucho que lo intentó no los encuentra.

Miró las prendas que permanecían arrugadas en la cama y no pudo por menos que admirarlas. Las estiró; esta vez si eran de su talla.

Se desnudó y, tras una ultima duda, se probó el kimono. ¡Como un guante!, realzaba su figura, se miró de perfil en el espejo y… ¡vaya, si que había adelgazado! El roce de la seda en su piel despertó sensaciones que hicieron mella en sus pechos, sus pezones se mostraron orgullosos sobre la fina prenda; los aros se dibujaron con  precisión. Esa imagen le provocó un disparo de placer.  Cogió la bata y se la puso, así conseguía ocultar en parte el efecto. Desde luego era un conjunto precioso.

El móvil la sobresaltó.

—Dígame.

—Carmen perdona, antes estaba ocupado. ¿recibiste eso?

—Si, cuando llegaba me lo dio el conserje, ¿Te imaginas lo que ha debido pensar de mí?

Apenas consiguió reprimir el coraje que la dominaba.

—¿Y a quién le importa lo que piense un conserje?

—A mi, Tomas, a mi me importa. —respondió cortante.

—Déjalo, lo que a mi me importa es si te gusta, si te lo has probado, si es tu talla, si estás contenta.

Estaba echándolo a perder, la ilusión que mostraba su voz al principio se estaba apagando, esa frase era un último intento por recuperarla, le rogaba que abandonase la bronca.

—Si, es precioso y me queda como un guante, pero no lo vuelvas a hacer.

—Prometido, ¿lo llevas puesto ahora?

Parecía un crio, pensó.

—Si, —respondió de mala gana—me lo acabo de probar.

—Déjatelo, voy a verte.

—¡No!

Había colgado.

—¡Está loco!

Viene para acá, pensó. En un segundo una irracional urgencia le nubló el sentido; no olvidaba que tenía una cuenta pendiente con él, aquello no estaba bien y tenia que hacérselo saber. Al mismo tiempo… Se miró al espejo. Descalza no, no podía recibirle de ese modo y en zapatillas el efecto era horrible; buscó unos zapatos, quizás los mismos que había llevado a la calle si, era una buena excusa; ni se los había quitado, eso le diría. Se volvió a mirar; ahora si, el tacón alto realzaba la figura; se despojó de la bata, hizo un giro; le quedaba como un guante pero la marca de las bragas, con ser pequeñas hacían un efecto antiestético. No tenía tangas, los dejó  en casa de Irene cuando se fue a la montaña. Se despojó apurada del kimono  y probó con otras mas ajustadas por detrás; no, el efecto seguía siendo espantoso.

Un pensamiento cruzó como un relámpago, era una locura. Tembló al rechazarlo y tembló una vez más al volver pensarlo. Y si…

Abrió el cajón prohibido, ese en el que la furcia guardaba su lencería; lo había mirado en un par de ocasiones, lo removió sin detenerse demasiado, como si quemase. El tiempo jugaba en su contra. Ahí los vio; tangas finos, delicados, de un gusto exquisito. Seguro que los había elegido Tomás, ese era el peligro si acaso él llegaba a… ¡qué estaba pensando!

Eligió dos, los extendió y por fin tomó uno de ellos que apenas era un fino hilo por detrás. Cuando se lo puso creyó que iba a desfallecer; era algo más que una prenda, fue como si quedase poseída por otra persona.

Ahora si, se miró al espejo y no vio nada que entorpeciera la caída de la seda. Se vio de frente y sus pezones parecían querer rasgar la seda enmarcados por el contorno de los aros. Se puso la bata justo cuando escuchó el timbre de la puerta. Su corazón se detuvo un segundo, luego comenzó a bombear como un potro salvaje..

—Estás…

Un segundo de duda, puede que menos, Carmen siente la mirada de Tomás recorriendo su cuerpo. No hay suciedad en esos ojos que la admiran, no se siente invadida. ¿Hay deseo en esa mirada? Por supuesto, pero domina el asombro. Se siente desnuda, lo está bajo la fina seda que cubre su cuerpo, por un instante es como si no llevase nada sobre su piel y ésta reacciona.

—…preciosa, si me permites…

—Anda, pasa.

Carmen detiene su frase con tono condescendiente, lo toma de la mano y le hace entrar. Mientras avanzan hacia el salón comienza la reprimenda que ha preparado.

—Preparaste el terreno muy bien: «La doctora Rojas pasará unos días en el apartamento tal», pero eso no casa con que envíes lencería de lujo ¿no crees?

—Déjame que te vea.

Tomás la sujeta de las manos. Frente a ella la mira, la admira, recorre su cuerpo como si fuera una obra de arte.

—¿Puedo?

Tomás tiene entre sus dedos los extremos de la ancha banda que ajusta la bata. No, no debe. Pero el silencio otorga y cuando siente aflojar la presión en la cintura sus músculos reaccionan en sintonía y teme desfallecer. Tomás desaparece tras ella para retirar de sus hombros la prenda. Los aros, ¿qué pensará? Le escucha alejarse para dejar la bata pero luego nada, silencio. Es obvio que la observa. Recuerda su imagen en el espejo mientras se probaba los tangas de la furcia y enrojece violentamente.

—¿Ya está bien, no? —Le amonesta pero permanece inmóvil, de espaldas, con un nudo que ahoga su voz. No se vuelve. No puede. Los aros, los aros.

—¿Qué? —protesta él haciéndose el desentendido.

Carmen se vuelve al fin. Teme que su rubor sea visible pero no puede mantenerse oculta por más tiempo. Se siente desnuda cuando le ve avanzar y la mira. Siente sus pezones rabiosamente erguidos contra la suave prenda que en lugar de ocultarlos los realza. Porque la mirada de Tomás se ha clavado en ellos sin que haya podido evitarlo. ¿Qué estará pensando?

Carmen se deja, se abandona a los ojos de ese hombre que la mira de una forma limpia. No consigue sentirse violentada mientras ve como su cuerpo es meticulosamente recorrido por la mirada de Tomás que, como si la guiase en una pieza de baile, la insta a girar sobre si misma.

—Te queda como un guante, estás preciosa.

Huye de sus emociones, lo detiene, se refugia en la regañina que le tenia preparada.

—No me estás escuchando.

—Tienes razón.

—No sabes cómo me ha mirado el conserje cuando he vuelto y me ha dado el paquete. Supongo que no soy la primera mujer que mantienes en este apartamento, debe de estar acostumbrado ¿verdad?

—El conserje, ¿quién es el conserje? ¿tiene alguna trascendencia su opinión en tu vida? Dime la verdad ¿En serio te importa que piense que eres una puta?

Puta. Ha sido como un trallazo. Durante una fracción de segundo la palabra resuena en sus oídos. Carmen tiembla y solo espera que Tomás no se dé cuenta. Le mira. También él está alterado. Su mirada viaja continuamente de su rostro a sus pechos, no consigue controlarlo, lo intenta, ella ve el esfuerzo que hace por mantener la mirada en su rostro pero no, no lo consigue. Está alterado si, quizás por eso su verbo se ha vuelto mas osado. Puta, sin embargo no ha sido un insulto. Puta, aún resuena en sus oídos «¿En serio te importa que piense que eres una puta?»

—No —Apenas puede responder algo más. Espera que el calor que siente, que le nubla la visión no sea perceptible para Tomás.

—Claro, desde el primer momento piensa que eres mi querida, no creo que en ningún caso se haya creído que seas doctora. Lo que importa es lo que tú y yo sepamos, lo que piensen lo demás no importa.

Carmen no responde, es incapaz de reaccionar, sigue impactada por las palabras de Tomás. ¿Entonces, es eso? Desde que llegó al apartamento la han catalogado de puta. Cada vez que sale, el conserje, las encargadas de la limpieza, todos piensan que es la nueva puta de Tomás. Debe ser el motivo de cotilleo del edificio. Y ella, ingenua, se ha estado moviendo sin ser consciente de esto.

—Perdona, no he querido ofenderte.

Tomás debe pensar que su silencio se debe a la dureza de sus palabras y no le va a sacar de su error.

—Es difícil que a estas alturas de mi vida me puedas ofender. Mira Tomás, anteayer te conté cosas de mi vida que quizás no debería haberte contado. Lo hice, no sé muy bien por qué, quizás por el ambiente, puede que fuera porque me amparaba en el anonimato. Eras un desconocido, agradable, buen conversador, no nos íbamos a volver a ver, me confié, necesitaba soltarme. Fue el momento, no sé. Te utilicé de confesor.  No sé si te has creado alguna expectativa conmigo. Ya, ya sé —cortó la enérgica negativa de Tomás—, tu razón te dice que no y te creo pero, ¿y tu cuerpo? ¿Qué dice tu cuerpo cuando me ves, cuando recuerdas la cosas que te conté y me tienes aquí, ahora, en tu casa, a solas y vas y me ofreces una bata de seda?

Tomás se quedó callado, por un instante parecía que iba a contestar pero lo pensó mejor.

—Dime una cosa, ¿por qué has estado viniendo desde que me dejaste la casa? ¿Es pura amabilidad? ¿no crees que en el fondo hay algo más? Necesito un amigo Tomás, en este momento de mi vida necesito un amigo; la otra tarde en el club creí encontrarlo y aquí cuando hemos estado charlando me ha parecido verlo. No necesito más,  no quiero más, pero no sé lo que tú quieres.

Tomas agachó la cabeza.

—Si dijera que no me atraes mentiría, si te dijera que todo lo que me contaste de ti no me ha excitado, que a veces no me persigue estaría mintiendo. No voy a saltar a violarte también es cierto. Me gusta estar contigo, me gusta charlar contigo, verte, tomar café, pero también me gusta mirarte. Si lo deseas no volveré por aquí hasta que te vayas.

Carmen calla.

—Ahora, con la misma sinceridad con la que te he hablado dime una cosa. Dime si no te gusta que te mire, dime si no te has arreglado para mí, si no has elegido cada prenda que te has puesto además de lo que veo. dime si no has elegido lo que intuyo, incluso lo que has decidido no ponerte. —Termina fijando la mirada en sus ojos.

Carmen no aguanta, baja los ojos, se siente descubierta. Si él supiera… quizás lo sabe.

—Será mejor que te vayas, es tarde.

Tomás sonríe y se encamina hacia la puerta.

—Me vale como respuesta.

—No, espera.

No puede acabar así, derrotada, vencida como una adolescente. Era ella quien le iba a dar una lección de dignidad.

—Iba a preparar café.