Diario de un Consentidor 96 Vidas paralelas
Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor
Vidas paralelas
—Mírate, si estás en los huesos; y esas ojeras… No lo voy a consentir, estás obsesionada.
—Solo unos días más, ya casi estoy acabando.
—Eso llevas diciendo… ¿cuánto? No Carmen, no. Te escucho y me asustas, hablas de esa náufraga como si fuera otra persona. Te concedo una semana, después te vienes a casa o si no...
—Irene, por favor.
—No soporto verte así, no te imaginas cómo has cambiado. Tienes que parar, no sé si estás consiguiendo lo que buscas pero por el camino a lo mejor pierdes más de lo que encuentres.
¿Es posible? Carmen percibe un brote de miedo. Quizás está tensando demasiado la cuerda sin darse cuenta. Todo tiene un límite y puede que no haya calculado la resistencia de las personas que la rodean.
—Te lo prometo, antes de Semana Santa termino con esto.
Irene la mira con escepticismo desde el cuarto de baño con el cepillo de dientes aún en la mano. Carmen observa como el enfado se diluye y la mirada se va transmutando desde la incredulidad hacia el deseo. No es extraño, la imagen debe ser arrolladora; tumbada en la cama, la sábana apenas cubre sus caderas. No se mueve, se deja mirar sin hacer un solo gesto; no pretende provocarla, sabe que no lo necesita. Esa postura inocente, con una mano tras la nuca y la otra bajo la sábana parece insinuar algo que no sucede pero que bien podría suceder. No se da cuenta pero un leve movimiento, una cadencia forma suaves ondas bajo la tela y capta la atención de esos ojos color miel.
Irene claudica, desaparece un instante dentro del baño, deja el cepillo. Necesita enjuagarse la boca antes de ceder al impulso que la mueve hacia ella.
—¿Antes de Semana santa, me lo prometes? —pregunta avanzando hacia la cama. Se sienta a su lado y Carmen le hace hueco—. Entonces vayámonos juntas, puedo conseguir una casa en Tarifa, pasaremos allí las vacaciones. Puede que ésta sea la única oportunidad que tengamos antes de que vuelvas con tu marido.
—Si volvemos —Corrige—, si todo se soluciona…
Carmen duda, piensa cómo será su vida dentro de dos, tres meses, un año. No se imagina sin Irene; no podría, no.
—¿Qué quieres decir?
—Durante estas semanas, además de buscar dentro de mí, he hecho más cosas, he movido fichas.
—No te entiendo.
—He hecho lo imposible para que todo encaje —Clava sus profundos ojos negros en ella—, espero que Mario y yo podamos reconducir nuestro matrimonio, pero eso supone introducir cambios drásticos, además de incluir a las personas que se han convertido en imprescindibles. Una de ellas eres tú; otra es Graciela.
—¿Hay más?
Irene ha tardado en lanzar la pregunta, quizás porque lleva implícita una inquietud que le cuesta expresar.
—Si, hay más.
Se miran, se interrogan. Quedan más preguntas, ambas lo saben pero callan. Llegará el momento. Durante unos segundos se establece un diálogo mudo, solo miradas y suaves caricias. No es una sorpresa, desde el principio ambas lo sabían. No se han jurado amor eterno ni exclusividad.
Irene se deja caer sobre su pecho, despacio como si fuera un pluma se refugia en su cuello. Los minutos pasan, los dedos de Carmen dibujan formas difusas por su espalda. Aceptación, algo muy diferente a la resignación. ¿Creen estas dos mujeres en el destino? Carmen no, en absoluto. Algún día le hará esta pregunta a Irene, siente curiosidad por conocer la respuesta. No, no se imagina la vida sin ella, como no se la imagina sin Mario, como tampoco se la imagina sin…
Tuerce el cuello buscando la frente de su chica. Besos, besos breves que tienen el poder de activarla. Irene reacciona, levanta la cabeza buscándola. Sonríe porque los siguientes besos alcanzan su nariz; las bocas se encuentran.
Para, detiene el impulso que la lleva a iniciar un nuevo acto de pasión. Irene lo nota y espera, observa el rostro demudado que ha perdido el foco y mira más allá de sus ojos. Se preocupa, otra vez una nube se interpone entre ellas.
Carmen se acaba de dar cuenta de algo. Está tan bien, tan plena que…
—¿Qué sucede?
Regresa, mira a Irene, le acaricia la mejilla y deposita un suave beso en sus labios.
—Pensaba.
—No sé lo que era pero te ha frenado en seco.
Ríe sin poder contenerse, aletean sus párpados y la estrecha para ocultar el brillo húmedo que empaña su mirada.
—¿Sabes? Llevo pensándolo un tiempo y hoy, aquí ahora, me he dado cuenta de una cosa.
—¿Me lo vas a contar?
—Cuando estoy contigo, cuando estamos…
—Cuando hacemos el amor.
—Si, cuando hacemos el amor. No me falta nada, no sé si me explico…
—Te explicas —La interrumpió complacida.
—¿Si?
—Si, y me gusta escucharlo.
—Me siento… plena. En todo este tiempo que he estado sin…
—¿Follar con un hombre?
—Si, eso. No lo he echado en falta.
—¿El qué?
Carmen prosiguió. Extrañaba a la persona, el contacto, le faltaba el amor, el roce, lo cotidiano, pero no había vuelto a pensar en el sexo, en la virilidad palpitante. Y si ahora se obligaba, si hacia un esfuerzo por rememorar escenas vividas en su alcoba… No, no quería porque temía ponerle nombre a su reacción.
—Has pasado por experiencias muy duras, hace demasiado tiempo que no estás con tu marido. Por lo que me has dicho es una persona dulce, cariñosa y en el sexo os habéis compenetrado bien. Date tiempo, necesitareis un periodo de adaptación.
Suspiró profundamente.
—Además, acabas de decir que hay más personas.
—Si, es cierto.
Rehuyó evocarlas e Irene detectó la turbación que le provocaba el recuerdo.
—No te precipites.
Carmen se abrazó a ella, ¿cómo podía ser tan generosa?
—Te quiero.
Cuando el beso, largo e intenso, dejó un resquicio entre sus labios, Irene insistió.
—¿Estás segura de esto?, ¿crees que podremos seguir adelante?
—No me imagino el futuro sin ti. No sé hasta cuando, tampoco te exijo nada, solo sé que te quiero y que te necesito a mi lado mientras tú sientas lo mismo que yo. Voy a luchar por ti.
Se exploran, los cuerpos se mueven para enfrentarse, para que los pechos puedan encontrarse, para que los muslos consigan enredarse. «Cómeme», ordena, ruega, suplica, y Carmen desciende despacio dejando una estela de besos, mordiendo suave, lamiendo a traición hasta que se deja atrapar allá abajo en un potente abrazo que por un momento le impide respirar; luego Irene suelta la presa, relaja los muslos y se entrega; lo desea, ambas lo desean. Primero es un beso, labios cruzados que reaccionan al contacto. Carmen besa y escucha. Cada aliento que se rompe, cada gemido que provoca inflama su propio incendio, sabe que tendrá su compensación pero ahora se deleita mirando la oquedad bordeada de finos pliegues que se abre ante ella. Aspira, se llena de aromas que la trastornan. Besa, apenas un roce, solo frunce los labios y besa sin orden, sin ritmo alguno, observando como la flor se contrae un instante para volver a abrirse con suavidad regalándole un nuevo brote de néctar. Unas veces acerca la lengua y bebe, otras se aproxima y siente, solo siente el tibio calor que emana del sexo de su amada, el latido que surge de su interior, otras hunde el rostro para empaparse bien. Se están morreando, piensa y sonríe.
Escucha un ronco sonido de abandono, de entrega que la colma. Irene es suya. Y cuando siente nacer esa vibración en el vientre de su víctima sabe que su fin está cerca, ahora si, ahora no va a seguir eludiendo esa pequeña cumbre erguida con la que ha jugado al ratón y al gato. Ataca, deja que su lengua haga el trabajo en sincronía con el temblor creciente que abate el cuerpo de su amada y la acompaña hasta que se rompe dejando un torrente en su boca.
…..
—Tendría que estar trabajando — protesta Irene débilmente. Apoya la cabeza en el hombro de Carmen que, vencida hacia ella, tiene una mano sobre el vientre y deja que la respiración la acune suavemente. Los pies entrelazados se acarician. Carmen tiene la mirada perdida en el techo, está relajada tras hacer el amor una vez más. Siente el contacto de su piel como si fuera un masaje. El firme pecho de Irene se aplasta contra sus costillas; más arriba el hombro se acopla a la perfección en su axila que quedó libre cuando elevó el brazo y lo alzó por encima de la cabeza. Dos o tres besos cerca de su clavícula y no se puede resistir a bajarlo para rodear la bellísima espalda de esa mujer que la vuelve loca. Esa mano inmóvil en su vientre parece irradiar calor, ¿o son chispas? Cada vez que el abdomen se eleva cargado de oxígeno los dedos parecen moverse. Sabe que no es cierto, que es fruto de la imaginación, o del deseo, pero su sexo ha comenzado a pedir que esa mano lo alcance.
No, se hace tarde. Irene se incorpora y esta vez no hace nada para retenerla.
La observó mientras tejía un excusa sujetando el móvil con el hombro al tiempo que llenaba el bolso y corría por el salón. Era la causante de sus problemas sin embargo las miradas que Irene le lanzaba durante aquella caótica danza estaban cargadas de puro amor.
—Ya está, todo resuelto.
—Yo solo venía a tomar café contigo. —Se excusó.
—Pues hemos mojado algo más que churros —bromeó con malicia Irene.
Carmen la abrazó y se fundieron en un beso largo, profundo.
—No seas sucia o no te dejo marchar.
Había aparecido antes de las ocho cargada de churros recién hechos. No quiso usar la llave y prefirió llamar por teléfono.
—¿Si? —La voz somnolienta y desorientada la delató.
—Lo siento, te he despertado.
—No importa, ¿qué pasa?
—Habíamos quedado en desayunar juntas.
—Mmm… Si, ¿qué hora es?
—No son las ocho todavía.
—Pues vente para acá y me voy arreglando.
—No hagas nada, quiero verte así. —La emoción le cortó el habla durante un breve momento— Estoy en el portal.
Irene se despejó instantáneamente.
—¿Tienes las llaves?
Carmen notó el cambio en su voz. Más grave, más intensa.
—Claro.
—Sube.
«Sube». Casi una orden, toda una declaración de intenciones contenida en una sola palabra. Si le hubiera pedido que se desnudase no le habría causado mayor efecto. Guardó el móvil y buscó el llavero en el bolso. Aquel antiguo portal le traía tan buenos recuerdos que el ascenso de los nueve tramos de viejos peldaños de madera la preparó para el encuentro. No se precipitó; subió despacio, recordando otras veces que había hecho este mismo recorrido. «Volver a los escenarios» había escrito y rechazado, ¿por qué si en realidad sabía que debía hacerlo? Ahí estaba, volviendo a uno de los campos de batalla. Esa escalera sabia de su soledad, de su dolor, también de sus ilusiones. Esa escalera la vio salir a la calle, rota, huyendo, buscando ser otra.
Abrió la puerta y se detuvo instante hasta que la vista se adaptó a la penumbra; sombras y formas que se insinuaban por la tenue luz que se filtraba de la calle. Silencio, esperó y no recibió más que silencio. «¿Estás jugando eh? pues jugaremos». Caminó unos pasos para que la sintiera, luego se descalzó ruidosamente.
Irene se mordía las ganas de llamarla. Desde que escuchó caer los zapatos no volvió a oír nada más y el tiempo se le antojaba eterno. De repente, como si fuera una aparición, la tuvo frente a ella, en el marco de la puerta, desnuda, apenas iluminada por la única luz de la mesita de noche. Tan hermosa como la recordaba, con sus ojos profundamente negros clavados en ella, una mano apoyada en la madera blanca del marco y la otra caída hacia atrás. Irene recorrió su figura y Carmen se dejó mirar.
—Ven aquí.
Así empezó todo.
El camino de Carmen
Volver a los escenarios. Esa frase maldita ha resurgido con fuerza de madrugada y ahora se repite en su mente hasta el punto de haberse convertido en una especie de mantra. Ya está sucediendo, sin apenas dolor, de una forma natural como suele ocurrir con esas cosas que se temen y se desean al mismo tiempo.
Volver a los escenarios. Esta idea que al principio le produjo un profundo rechazo ahora se impone. Por más que lo ha intentado no ha sido capaz de evitarlo. Es hora de asumir que puede ser la vía para superar el bloqueo en que se halla inmersa.
Y sí, esa mañana por fin claudicó, se dejó llevar mientras subía los nueve tramos en penumbra y, sorprendida, empezó a atisbar las primeras claves que parecían descifrar el caos en que se había convertido el diario que tenía entre manos. No va a ser fácil pero intuye que volver a los escenarios de su drama puede ayudarla a unificar versiones.
Es el momento de continuar. Acaba de aparcar en una bocacalle de Princesa y camina hacia El Corte Inglés buscando en cada esquina su rastro hace más de un mes. Se ha dejado vestir por Irene, falda estrecha por encima de la rodilla, camisa de manga francesa y cuello en pico que agudiza un escote profundo. El sujetador es ligero, color verde pálido que se puede llegar a mostrar en algún movimiento descuidado. No sabe por qué ha escogido para ella una ropa tan formal, no encaja con el estilo de su chica. Repara en lo poco que sabe de Irene, la imagen que se ha forjado de ella se basa en unos trazos hechos en los escasos momentos que han compartido casi siempre en ambientes de ocio. ¿Y su vida cotidiana? Se sorprende al recordar que ella vestía hoy de modo similar.
Si, les hace falta ese tiempo para conocerse.
Necesita algunas cosas de uso diario que podría haber comprado en cualquier otro sitio. Sin embargo es ahí y no en otro lugar donde quiere estar. Después sube a la planta de mujer y se prueba un par de blusas de entretiempo, una falda, un jersey de cuello alto sin manga. Al final se lleva el jersey y una de las blusas; no se decide por ninguna de las faldas.
Pasa por lencería, su pies le han llevado siguiendo la directriz, «Volver a los escenarios». Allí estuvo con Doménico tras hacer el amor furtivamente, tras ser infiel, cuando decidió mudarse a su casa. Brotan los recuerdos con fuerza, palabras, sensaciones. «¿Y si alguien nos ve?». Tensión y pudor hasta que se produjo el abandono, la entrega, y dejó de importar, los músculos se soltaron, dejó de pensar, era suya.
Es casi mediodía. Abandona sus elucubraciones. Busca la mirada del camarero, firma en el aire y él entiende. Paga la cuenta y se decide a abandonar la cafetería del centro comercial. El segundo vermut va a quedar casi intacto cuando en el último momento lo apura de un trago.
Coge el coche, está decidida a continuar el peregrinaje. Callejea, el corazón comienza a bombear con fuerza a medida que se acerca. Busca a ciegas en el bolso el llavero olvidado. Frente al portón del garaje pulsa el mando y entra. Allí está el todoterreno. Aparca justo al lado, en la plaza que él le asignó.
Sale. Camina como una autómata, como si no tuviese voluntad para evitar la senda que ha tomado. ¿Cuántas veces ha hecho este mismo recorrido? Se detiene ante la gran puerta de madera labrada. No, aún no, necesita perspectiva. Retrocede, busca la ruta que seguimos aquella noche cuando llegamos los tres y se sitúa en la esquina de la calle por la que arribamos.
Excitada, húmeda, hollada por los dedos de aquel que todavía era un extraño. Flanqueada por su marido consentidor de la entrega y por el hombre que la tomaba como suya sin encontrar oposición. Así se sintió aquella noche cuando llegó allí: Libre, indecente, sucia, golfa. Y deseada, muy deseada.
Abre el portal. A pesar de la hora está en penumbra. Entra en el ascensor y sube acompañada por los fantasmas del amante y de su esposo.
La casa está a oscuras, como entonces. Encendió la luz de recibidor. Varias capas de recuerdos se superponen. «Ven, te enseñaré esto». Parecía que estuvieran solos los dos, luego escuchó como le decía algo a Mario pero no prestó atención, solo atendía a la presión de la mano en su cintura, dirigiéndola, guiándola. Y ella se dejó llevar.
Entra en el salón y abre las persianas. Un torrente de luz inunda la estancia y un bombardeo de recuerdos amenaza con saturarla mientras deambula sin rumbo fijo.
El sofá.
Mira hacia lo alto de la escalera; por allí bajó envuelta en la bata, como un regalo. Pero no se ve. En su lugar aparece Doménico desnudo, erecto, arrogante.
Se sienta en el sofá sin dejar de mirar hacia arriba. ¡Qué hermoso! Parecía un dios heleno. Se deja caer para obtener la perspectiva correcta. Ella ofrecida, abierta y él tan viril.
Con un rápido impulso queda sentada. No, no fue tan cruel con Mario como lo dibujó el Domingo, ahora lo recuerda; sus sentimientos no fueron esos, solo se dejó poseer, no hubo desprecio. Mira hacia la barra desde la que Mario les observó. Ella le ofrecía aquella escena ¿no era eso lo que deseaban? Quizás el Domingo la tiñó con el rencor y el desconcierto que acumuló durante el sábado.
Por fin se aclaran las versiones.
Entra en la cocina, sube las persianas. Sentada con su amante no supo ver las contradicciones por las que estaba pasando Mario, quizás las suyas propias pesaban demasiado y no supo ver, no supo traducir gestos y miradas.
Tiene que hablar con Mario.
Mira la encimera, un escalofrío le recorre la espalda. Se aproxima, apoya las manos, las imágenes la inundan, llegan a borbotones incontenibles. Se dobla, se deja caer sobre la tabla, nota la superficie fría en la mejilla, puede sentir al extraño que se masturba frente a ella mientras Antonio la sodomiza. Esa sensación de no ser nada, solo un objeto; esa sensación fue tan potente....
Le silban los oídos.
Separa las piernas, recuerda el golpe seco en los tobillos que le obligó a abrirse, eso le hizo descender sobre la mesa, quedar más accesible. Ahora la falda le impide abrirse tanto como entonces, cuando estaba desnuda. Lanza una mano hacia atrás y consigue subir la falda hasta quedar convertida en una estrecha faja en su cintura; se deshace bruscamente de los zapatos. Ahora si, separa las piernas como entonces y el vientre cae sobre la madera.
¿Por qué la náufraga se ha escabullido? ¿por qué ha pasado de puntillas por estas escenas?
Se detiene, quiere recordar también con el cuerpo. Su pecho aplastado contra la mesa, la mejilla contra la madera. Siente cómo el esfínter se relaja, está preparada, el cuerpo tiene memoria.
Usada, tomada por el cabello para elevar la cabeza y engullir la verga y chupar. Un objeto, solo es eso, solo tiene que dejarse hacer. Es tan humillante y a la vez tan potente. No opone ninguna resistencia ni siquiera cuando Antonio la azota.
Recuerda la emoción que le produjo la llegada de un tercero. «¡Joder, pero si es Carmen!»; esa frase la trastornó. Absurdo ya que todos allí la conocían, sin embargo el instante en que fue reconocida le produjo un efecto devastador. No debe pasarlo por alto, más tarde ha de analizarlo.
La humillan. «Límpiamela bien» le dice cuando ya se ha corrido en su boca, después la obligó a lamer la mesa.
Carmen abre la boca, la lengua apunta tímidamente. Volver a los escenarios implica también… Roza la madera, cierra los ojos, está temblando. Fue algo más, fueron lametazos, recogió todo el semen que había caído. Inspira profundamente, saca la lengua y recorre la madera una, dos veces, una vez más. Si, así fue. «Qué obediente».
Hubiera hecho cualquier cosa, no era una persona, era un guiñapo, un objeto para follar.
Antonio se separa de su cuerpo y otros modales la sorprenden, otra forma de sujetarla, otra violencia, otra dureza que intenta penetrarla sin muchos miramientos. Hablan de ella, de su culo como si fuera un pedazo de carne, como si fuera un animal. Se deja usar hasta que se corren dentro. Antonio se mete en su boca, la suciedad se hace presente en su paladar, ahora lo recuerda, debía estar tan insensible que no sintió ni arcadas.
No siente culpa ni rabia, no siente desprecio por sí misma, no siente nada, era otra persona.
Alienación, desdoblamiento. Esa, esa es la clave que ha estado buscando.
Recuerda con una viveza que le sorprende. Ha sido bueno volver. Se incorpora. Está algo mareada, le duele el cuello. Al terminar recuperó una fuerza parecida a la dignidad. Hubo una conversación con Antonio, fue dura, tiene que intentar acordarse pero no ahora.
Humillación, ¿por qué? Apoyada en la encimera para recuperar la estabilidad intenta encontrar una explicación. La relación con Antonio y los otros dos ha sido degradante, puede que haya sido la mas degradante y sucia de las que ha mantenido hasta ahora. Sin embargo ha sido totalmente consentida y, por mucho que busca no encuentra ningún sentimiento de arrepentimiento tras el suceso, solo desagrado, nada mas. Un malestar difuso, algo que le cuesta identificar y que hasta ahora no había recordado.
Necesita sentarse, aproxima una banqueta y se encarama intentando mitigar esa extraña sensación que se suma al mareo.
«Eres la chica de Doménico, eras intocable» le había dicho Antonio, pero ella no quería ser intocable, quería ser de…
Él.
Si, él. Llevaba toda la noche buscándole, provocándole. Si hizo lo que hizo con Salif fue tan solo por él, ahora lo ve con claridad. Dejarse encular por Antonio, entregarse a esa pequeña orgia con Christian y cómo quiera que se llamase el tercero no fue sino producto del despecho.
Mahmud.
¿Por qué lo ha estado negando? Apenas aparece en los escritos y ella misma, como terapeuta, no ha hecho hincapié en rescatar su figura. Pero ahora, allí, en el escenario está acorralada, no puede esconderse de él. ¡Qué ironía! Se acaba de sentar en la misma banqueta sobre la que mantuvieron un duelo, ambos semidesnudos, ambos llevando hasta el límite sus instintos para doblegar al otro.
Durante unos segundos los recuerdos la abruman. Apenas puede soportar la avalancha de estímulos que su mente recupera de algún lugar muy profundo. Imágenes, frases, emociones que había ocultado en el subconsciente y que ahora aparecen arrollándola, impidiéndola reaccionar.
Domar, por primera vez escuchó esta palabra en un sentido que jamás había concebido antes y por primera vez se atrevió a pensar en ello sin rechazarlo de inmediato. «Domar significa someter y someter implica poner bajo control esos humos, bajo tu propio control o bajo el control de quien tú decidas ¿me comprendes?»
Mahmud trabaja despacio, ahora lo ve, como una araña tejiendo su red con paciencia, sin precipitarse. Recuerda cada frase mientras bailaban la noche anterior, palabras que hablaban de sumisión, del placer y del dolor como formas de aprendizaje, de la mujer trabajada como un diamante en bruto que hay que tallar para obtener la joya que esconde.
«Tallar un diamante, darle la forma adecuada, quitarle las imperfecciones requiere a veces usar algo de violencia, no mucha, golpear en su justa medida. El camino a la perfección a veces está transitado por el dolor»
«Eso suena fatal» Respondió medio en broma para ocultar la emoción que le provocaban sus palabras.
«Suena peor de lo que es en realidad. Placer y dolor a veces se confunden, se funden diría yo. Los límites son difusos ¿quién decide lo que es dolor y lo que es placer? Todo depende de la motivación, de lo que te mueve a aceptarlo, a pasar por el proceso.»
Todo ello en boca de Mahmud fueron conceptos que se infiltraron en su mente sin apenas oposición. ¿Cómo lo hizo, por qué?
«Someter, doblegar, domar, son palabras que cobran un nuevo significado y que para ti se cargan de una fuerte motivación. Ya no significan renuncia sino ganancia, apertura. Someterse, doblegarse, ser domada son más que verbos, son los actos que inician el camino de la liberación, que te ofrecen el control de tu orgullo, de tu vanidad, esas emociones que ahora te controlan y que después de pasar por el proceso de sumisión, dejan de dominarte y pasan a estar bajo tu control.»
Las palabras de Mahmud la asedian. Estaban olvidadas y ahora aparecen con una fuerza que no esperaba. ¿Cuándo dijo aquello? No puede recordarlo, no sabe si fue en la fiesta o sucedió allí, cuando irrumpió en la cocina.
Mira la banqueta en la que aquella mañana se sentó frente a ella. Puede imaginarlo, casi puede olerlo. Un intenso erotismo fluía de su cuerpo semidesnudo, un fuerte magnetismo irradiaba de las formas que se insinuaban bajo la única prenda que apenas ocultaba su sexo desafiante. Y ella, creyéndose con el control, permitía que su bata se deslizase para mostrar su desnudez. Sabía lo que estaba haciendo, quería excitarle, jugaba a seducirle sin darse cuenta de que estaba cayendo en la red.
¿Por qué le provocó?, ¿por qué evocó la conversación que habían mantenido la noche anterior?
«Lamento haberte defraudado, pensabas estar ante un diamante y he resultado ser mera bisutería». Improvisó esa metáfora para recordarle cómo le había incitado a declarar que era una golfa. Él la instó a confesarse y no dudó, se reconoció como mujer casada, infiel viviendo una aventura con su mejor amigo. Pero eso no la convierte en puta, no. Para llegar a ese nivel, según Mahmud, hay que merecerlo. Y ella escucha, se somete, calla, se excita, finge jugar y lo asume. «Soy una golfa». Sigue el juego y le da las gracias, como si fuera una broma aunque en su interior está asimilando la enseñanza que fluye de los labios y la mirada de este hombre.
Reconocer ante él su condición de golfa, verbalizar lo que hasta ahora se ha limitado a escuchar es algo más que una simulación de terapia, es más que un juego. Es el comienzo de su entrega, ambos lo saben por eso le produjo tal grado de emoción. «Soy una golfa».
—Soy una golfa —repite en voz alta y la piel reacciona, se eriza.
—Soy una golfa, Mahmud. —Le reclama, y el cuerpo obedece ciegamente, se prepara, no sabe que él no está presente. Tensión, turgencia, calor, humedad.
—¡Qué estoy diciendo!
Si, le dio pie a todo lo que vino a continuación y aún no sabe por qué lo hizo.
A su cabeza regresan las frases implacables, contundentes a las que sin embargo no supo o no pudo oponer argumentos. La yegua díscola domada a golpe de fusta, castigada hasta que agacha la testuz. ¿Qué poder tiene esa metáfora que la subyuga de tal forma?
«Piénsalo, la yegua salvaje, nerviosa, que no atiende, que no controla, que no es capaz de dominar sus propios impulsos, ¿tú crees que es feliz así, que está serena? ¿No te parece más noble, más bella, más elegante, más digna la yegua una vez que ha sido domada? Si, habrá sufrido, habrá tenido que conocer la fusta, el dolor, la humillación, habrá tenido que someterse, rendirse ante su amo, agachar la cabeza, sofocar el orgullo, sentir el látigo en su bella piel, si. Pero una vez doblegada ha aprendido, ahora ya sabe, recupera su orgullo, pero esta vez bajo su control, renace en todo su esplendor, sabe comportarse y es mucho mas hermosa que cuando era una salvaje incontrolada ¿Quién de las dos es más libre?»
No, no ha olvidado ni una sola palabra. Las tenía grabadas en la memoria y junto a ellas, el efecto que le causaron.
Tampoco ha olvidado el roce de los muslos, el contacto casual que provocó que la bata se deslizase y dejara su pubis al descubierto. Y el deseo; si, ahora lo reconoce, el deseo brutal de que él dedicase aunque fuera un sola mirada. Pero no, ninguno de los dos cedió. Mantuvieron férreamente sus ojos clavados en las pupilas del otro cuando lo que ambos deseaban era capturar con los ojos el sexo palpitante del otro, satisfacer el ansia, declarar el deseo.
Y cuando la palabra dio paso al dolor, cuando por primera vez sintió en su carne el castigo no supo reaccionar, brotó todo el orgullo, toda la rabia y huyó sin contestar como debía. Tenia que haberse impuesto. Por eso regresó, para decirle cuatro cosas, para recuperar la dignidad.
Sale de la cocina, sube las escaleras hasta media altura, tiene que revivir la escena. ¿Qué ocurrió? Sube, se detiene como aquel día y comienza a bajar. Un súbito brote de miedo crece como aquel día. No, es algo más. Es pánico. Allí, en el cristal de la puerta vio la sombra, el cuerpo de Mahmud. Ese día huyó, hoy se agarrota, siente todos los músculos tensos, se paraliza, la garganta se le cierra.
Un flash, menos de un segundo, todo se oscurece. Una imagen se cruza en su mente, ni siquiera es una imagen, puede que solo sea una sensación corporal. Se siente pequeña, muy pequeña, tiene que huir pero no puede moverse. Aprieta la madera del pasamanos con tanta fuerza que le duele. Quiere gritar pero no puede, él va a salir de la cocina y ella está sola. Mamá se marchó a comprar, no hay nadie más en casa. Tiembla, llora enmudecida, aterrorizada, sin poder pedir socorro, sin poder moverse, el grito no sale, se ahoga, nota la orina descender por su piernas. Solo entonces pudo reaccionar y huyó despavorida por el viejo corredor, abrió la puerta y salió al patio.
La humedad caliente empapando la braga, deslizándose por la parte interior de sus muslos la saca bruscamente de la ensoñación. Reacciona, gira, intenta correr, tropieza, cae sobre los peldaños.
El golpe la saca de la pesadilla. ¡Cómo unos pocos segundos pueden ser tan densos!. ¿Qué ha sucedido? Está temblando, el agudo dolor en los antebrazos que se han llevado la peor parte oculta el verdadero dolor que le atenaza el pecho. Sube la escalera sintiendo cada vez más la humedad que la moja y desciende por sus piernas. Ya en el dormitorio de Doménico se desnuda y entra en el baño.
—¡Oh Dios, Oh Dios! —murmura.
Pasan los minutos bajo el agua tibia. Intentando no pensar, olvidar, olvidar.
Las sienes le palpitan. Es el alcohol, no debería haber tomado ese segundo vermut. Hunde el rostro bajo el chorro de agua tibia, cierra los ojos, deja que el agua la relaje y le haga olvidar. No sabe qué le ha pasado, lo que tiene claro es que nunca más volverá a provocar el recuerdo de Mahmud. Siente la tensión en el cuello y se obliga a aflojar los hombros, a relajarse. Apoya las manos en la pared, el agua cae desde su rostro por su cuerpo. «relájate, relájate»
Quizás la necesidad física que surgió antes y reprimió, puede que el correr del agua la haya reavivado. El recuerdo surge poderoso, imposible de controlar y se alía con el cuerpo. Carmen lo nota, lo siente y revive la experiencia con una fuerza inesperada. Es como si Doménico estuviera allí, a su lado y le ayudara a olvidar lo que ha sucedido. No son sus palabras sino el efecto que éstas tuvieron en ella lo que recupera en este momento, es eso exactamente lo que revive con fuerza, la sensación de protección que tuvo en la ducha, en sus brazos, esa seguridad que emana de él. No importa si Doménico dijo tal o cual cosa, lo que Carmen siente ahora es la fuerza, el poder de seducción del italiano que la llevó a olvidarse de todo, a entregarse, a ceder, a claudicar.
Relaja la tensión, siente el pulso a ritmo con el dolor en la sien y el latido en su pecho que casi puede oírlo, pero el dolor remite, se hace soportable.
Lo deja correr, no siente vergüenza, al contrario, es tan liberador.
Escucha el inicio de su propia risa. Que extraño, suena como si no fuera ella, como si proviniera del exterior; se transforma poco a poco en una carcajada gozosa. Hunde el rostro en el chorro de agua.
Cuando se retira del agua abre los ojos. Comienza a enjabonarse. Siente con extrañeza un sordo dolor en los antebrazos. Agita la cabeza expulsando un pensamiento. Ahora ya puede terminar de analizar el encontronazo con Mahmud y buscar las causas.
Mientras se seca recuerda como se masturbó acariciando la marca aún palpitante del trallazo en su nalga. El tacto de la agresión le provocaba una emoción desconocida, equívoca, incomprensible, una mezcla de humillación y placer, de dolor y orgullo que aún hoy no consigue entender.
Está temblando igual que aquel día, tan solo por recordar lo que sucedió, lo que sentía al deslizar la yema de los dedos por la suave piel de su nalga y encontrar la inflamación que se irritaba al contacto de los dedos. Entonces todo su cuerpo reaccionaba al tacto. Era dolor, era placer y no pudo evitar masturbarse mientras castigaba una y otra vez ese verdugón alargado que cruzaba su nalga, y gime y sus dedos se hunden entre sus piernas y se deja llevar mientras recuerda como intentaba que la llama que quemaba su glúteo no se apagase.
Baja las escaleras, no entiende por qué la naufraga no ha escrito nada de todo esto que ahora surge como un torrente. Hay más, mucho más.
Remover el fango
He llegado al edificio de la Junta a las diez y media. Tras hacerme esperar quince minutos, una secretaria me acompaña al despacho de Santiago. No estamos solos; mejor así, nos evitamos alusiones incómodas sobre lo que sucedió anoche en su casa. Quisiera saber si se enteró de la hora a la que llegó Elvira. Quisiera saber si…
De los seis asistentes conozco a tres, al resto me los presenta Santiago. Algunos conocen mi trabajo. Enseguida entramos en materia, mantenemos una reunión intensa, Santiago gestiona bien, con autoridad, se mueve con soltura y sigue el guión que Emilio y yo esperábamos. En los días que me quedan aquí espero llevarme atado el congreso de Junio.
A la una y media nos quedamos solos. Por un instante creo advertir algo de tensión entre nosotros.
—¿Una cerveza?
Acepto con un gesto. Intuyo que tras las cañas se esconde la intención de poner las cartas sobre la mesa, o quizás el deseo de saber lo que no sabe.
Caminamos en silencio solo interrumpido por los saludos de quienes se cruzan con nosotros. Santiago evita cualquier intento de unirse a nuestro peregrinaje hacia la cafetería, es evidente que quiere que estemos solos.
Nos sentamos en una mesa apartada. Echado contra el respaldo de la silla, me mira con esa sonrisa socarrona que tan bien recuerdo.
—¿Qué tal, satisfecho?
—¡Cómo no! La reunión ha ido viento en popa.
—Como habíamos previsto, ¿no es así?
Me limito a asentir con un gesto. Le conozco, sé que se guarda un as en la manga, o un anzuelo.
—¿Están saliendo las cosas como esperabas?
—Desde luego, gracias a ti sin duda.
La sonrisa y el guiño de sus ojos me anticipó el zarpazo.
—¿O mejor de lo que te imaginabas?
Evité entrar en la provocación.
—Quién sabe, todavía quedan algunas reuniones.
Santiago inició una sonrisa, me miró y rompió a reír.
—Creo que esto me redime de mi… derrape de anoche —inicié un gesto restándole importancia pero me detuvo, había iniciado una jugada y no me iba a permitir que se la estropeara—. Te arreglo lo del seminario, te preparo lo de Elvira…
Anoche estuve a punto de romperle la cara; hoy, mucho más calmado, siento lástima.
—¿No vas a cambiar nunca, verdad? —termino por lanzarle.
—Ya sabes como soy... ¡Venga! no hablo en serio.
—No estoy tan seguro, pero el daño que haces es el mismo.
Continuamos mirándonos en silencio. Todo ha cambiado. Santiago siempre ha sabido que su mujer y yo nos hemos querido. Puede que sea cierto que nunca ha hablado en serio cuando soltaba sus chorradas sobre cuernos y esas cosas. La cuestión es que si es tan bueno como yo pienso que es leyendo en los ojos de los demás, ahora tiene que estar notando que algo ha cambiado. Si esta mañana ha mirado a Elvira tiene que haber notado que algo ha cambiado.
—Hablamos mucho anoche, mucho.
—Mucho debió ser, ¿A que hora te dejó?
Dudo mucho que estuviera despierto cuando llegó a casa, pero no puedo arriesgarme.
—Debían ser la cinco.
—Si hablasteis, si. —ignoré una vez más su tono de escepticismo.
—Han sido muchos años Santiago, mucha la distancia y lo que he visto me ha preocupado.
—Ya.
—¿Qué estás haciendo? Apenas te reconozco ¿Dónde está el profesor que nos movía, el político que nos levantaba? Porque esto que me rodea desde luego no tiene nada que ver con los ideales por los que luchamos.
Una sonrisa de amargura cruzó su rostro, sus ojos se apartaron de mi y aterrizaron en la mesa. Se acabó el rasgo risueño que iluminaba su rostro.
—Y en cuanto a lo que le estás haciendo a Elvira…
—No sigas por ahí —me frena secamente—, remover el fondo de un estanque solo consigue enturbiar las aguas. Te irás y ¿qué habrás conseguido?. Dejarnos peor de lo que estamos.
Se revolvió varias veces en la silla como si buscase las palabras, quizás las ideas. No quise interrumpirle, dejé que hilase el monólogo que, como tantas otras veces iba a recibir y, como no, estaba dispuesto a aceptar.
—Todo eso que dices yo ya lo sé, ¿qué consigues con recordármelo?. No remuevas nuestra vida, a estas alturas no vas a cambiar nada, solo vas a conseguir romper este débil equilibrio en el que Elvira y yo hemos conseguido establecer un pacto de convivencia. No hablamos de lo que nos falta, no nos echamos en cara las cosas que sucedieron y no debieron pasar. Ha perdonado o al menos actúa como si lo hubiese hecho. A su modo me sigue queriendo. Si, sé que me quiere a pesar de todo, es una forma de querer diferente. ¿Amor? Algo así, quizás lo parece. Somos… una especie de parientes en grado máximo —Recogió mi amarga sonrisa y la hizo suya —.Hubo un tiempo en el que nos amábamos, hacíamos el amor y eso genera dividendos de los que crean vínculos. Eso son los recuerdos que nos hacen todavía hoy mirarnos en silencio, sin que el otro se dé cuenta, con nostalgia, con ternura. Por eso creo que me perdona, que me aguanta.
Santiago hizo una pausa en la que volví a ver al que fue, sereno, sobrio, lúcido y también coherente.
—Si, a su manera me quiere. —culminó más para sí mismo. Luego me miró como si acabase de recordar que aún estaba allí.
—Así que deja de joderme ya, no sigas tocándome los cojones, no remuevas más el lodo.
Dejé que se marchara de la cafetería y terminé mi cerveza mientras consultaba el móvil. Su abrupta salida había levantado algunas miradas curiosas que se mantuvieron vivas unos minutos, luego pedí un taxi y esperé en la entrada mientras intentaba asimilar lo sucedido.
La revelación
¿Postre? No, gracias. Pide un café y regresa Irene a su cabeza, a su piel. Los días en la montaña han acabado y sobre la mesa está una opción tentadora envuelta en un compromiso.
«Esa náufraga nos está robando un tiempo nuestro ¿no te das cuenta?» le dijo con el rostro crispado, conteniendo una emoción que por nada del mundo quería que la sobrepasase, «cuando acabes con ella, si recuperas a tu marido, no volveremos a tener una ocasión como esta para convivir. Y la estamos dejando pasar».
Entonces se incorporó en la cama hasta cubrirla por completo, no dijo nada, solo la refugió bajo su cuerpo durante unos largos minutos.
Puede ser, el proceso acaba de dar un giro radical. La vuelta a los escenarios, si. Todo un hallazgo que ha resultado ser más arriesgado de lo que pensaba. Necesita acabar esta fase y entonces podría terminar las conclusiones en compañía de Irene antes de afrontar el encuentro con Mario.
Está culminando, lo sabe. Mahmud es el hilo del que tirar. Mientras almorzaba no ha dejado de pensar en él, no ha podido. Y de repente ha brotado algo que hasta ahora había pasado desapercibido. ¿Y si fue ella quien comenzó todo sin pretenderlo?
Como un fogonazo ha recordado aquella vieja conversación que mantuvieron al inicio de su matrimonio. «¿Qué fantaseas cuando te masturbas, qué tienes en tu cabeza que nunca me confesarías?» y ella acabó confesando esa turbia fantasía oculta desde su pubertad, ese oscuro sueño, mitad deseo mitad pesadilla que aparecía por las noches y formaba parte de las imágenes que poblaban su mente mientras se masturbaba.
No puede recordar cuando surgió por primera vez, solo sabe que al principio, muy al principio le asustaba pero al mismo tiempo tenía una fuerza arrolladora que le impedía evitarlo, que le decía que ese sueño volvería a ella y nada podría hacer por evitarlo. Se humedecía, palpitaba, se ahogaba cuando se declaraba rehén de esas imágenes. Ella, desnuda en una gran cama, en un lugar desconocido, quizás algo sucio. La puerta se abre y entra un hombre. En el sueño suele ser mayor que ella, vulgar. Se desnuda con prisas, a veces ni siquiera lo hace, simplemente se tumba sobre ella, la manosea, le aprieta los pechos, el vientre, le separa los muslos con sus propias piernas y la penetra. Siente el aliento en la cara, el jadeo rítmico que se acelera a medida que se acerca el momento, luego el brusco espasmo, el golpe contra su pubis, el sudor ajeno que le humedece el cuerpo y la soledad que le invade mientras lo observa vestirse apresuradamente. Enseguida otro hombre aparece en la puerta, se desnuda y se sube a la cama, éste le dobla las piernas, sonríe con codicia, con hambre y se mete con facilidad dentro de ella, aprieta antes de comenzar a brincar, se aferra a sus pechos, le dice cosas sucias, chilla cuando se va a correr golpeando varias veces contra ella, luego sale y se va a medio vestir. Otras veces sueña que son varios los que están en el cuartucho, uno la folla mientras otro la obliga a chuparle la polla; a veces se corren en su cara, otras lo hacen sobre sus pechos pero siempre su papel es pasivo.
El sueño fue elaborándose desde su niñez al principio apenas no eran mas que unas simples penetraciones de varias personas sin rostro que con los años fue alcanzando mas detalle. ¿Cuándo comenzó? No consigue encontrar el momento. Solo recuerda la mezcla de miedo y placer que siempre le produjo, la sensación de pasividad, de incapacidad para reaccionar que siente en el sueño, la entrega, la total sumisión que protagoniza ante sus violadores.
Así lo contó aquella noche de confidencia aunque no hizo alusión a estos detalles, no era consciente todavía. Quizás esa confidencia fue la que dio pie a todo lo que sucedió a partir de entonces, quizás aquello provocó la farsa de Sevilla y todo lo que se originó después.
Si no hubiera hablado…
No. Rechaza esa línea de argumentación. La que está ahora hablando es la náufraga, sin duda. Culpabilizarse no es la vía para solucionar los problemas.
Tiene que encontrar el origen de ese sueño recurrente, esa es la causa de que Mahmud tenga tanto poder sobre ella. Si neutraliza el sueño lo neutraliza a él.
Carmen pidió la cuenta y salió a la calle, quizás ya no merecía la pena seguir reviviendo en la casa de Doménico, ha avanzado tanto... No obstante regresó. Tenia cuentas pendientes con Mahmud, además había cosas sobre su matrimonio que merecía la pena revisar allí, en el escenario. Tenía toda la tarde por delante y tampoco le apetecía regresar aún a la montaña.
¿Merece la pena indagar más? Acaba de entrar en el salón y se queda parada frente a la pared donde la castigó. El corazón comienza dispararse, la respiración se hace audible en medio del silencio. Déjalo ya ¿Por qué hurgar otra vez en lo que sucedió?
Orgullo. Eso es lo que él le reprochó. Apoya la espalda en la pared, tal y como quedó cuando la lanzó con brusquedad.
Cierra los ojos. Si, tiene que acabar.
Casi la asfixia. Luchó, intentó librarse de aquella garra, pero es más fuerte, mucho más fuerte. Tuvo miedo aunque… Sabía que no le iba a hacer daño. Tuvo miedo a pesar de que…
—¡Oh Dios mío!
Carmen se lleva las manos a la cara. No quiere, no puede reconocer lo que acaba de pensar.
No corría peligro, él la protege.
Él esperaba que lo entendiera, que aflojase la tensión, que se entregase y se pusiera en sus manos sin condiciones ¿cómo no lo supo ver?
La yegua dócil, sumisa. Con todos los caminos cerrados, apaleada, insultada, con el orgullo cercenado.
La garra bloqueando su garganta.
Dejó de pelear. Se rindió, su cuerpo abandonó el combate y Mahmud lo percibió.
«Puedes irte mujer, nada te retiene aquí»
¿Por qué, por qué la abandonaba ahora que ya estaba dispuesta?
Y surgió un nuevo acto de rebeldía, algo que, —ahora lo entiende — él esperaba.
«¡No!», gritó desesperada, «merezco ser castigada»
Carmen se aleja de la pared, busca distancia. Mira el escenario como si pudiese ver a los actores que protagonizaron aquella escena.
Misericordia. Se le inflama el pecho con una gran misericordia por esa mujer rota que reclama una penitencia. En su confusión, necesita redimirse de sus pecados para poder regresar a su mundo y volver a ser la que fue. Acepta sin cuestionarlo el juicio de este hombre. Es una mala mujer, pecadora, infiel, golfa, ni siquiera es una puta. «Castígame, purifícame, pero devuélveme a mi mundo» Implora.
La psicóloga se rebela ante la sucia sombra de la culpa, del pecado, de las atávicas enseñanzas religiosas que tanto daño han hecho a lo largo de los siglos. Está indignada. Con su sólida formación científica, habiendo estudiado en colegios laicos, viviendo en una familia de tradición humanista, ¿cómo pudo caer en la trampa?
Y aceptó, se ofreció.
Sabe como acabó aquello, un fiasco, un nuevo desprecio. Pero antes, cada roce de la fusta le hizo sentir frágil, indefensa, débil.
Sin embargo lo deseaba. ¡Dios, cómo lo deseaba!
Casi puede escuchar el silbido en el aire de la fusta. Miedo y frustración cada vez que el impacto no se producía, cada vez que el dolor no llegaba. Temor y decepción al tiempo, ¡qué incongruencia!
Cada insulto le hacia sentir humillada y al mismo tiempo merecedora de aquel castigo.
Y cuando supo que se había acabado, que no iba a recibir el dolor, que Mahmud se había ido sin azotarla, sintió…
Vacío, frustración. Eso fue lo que sintió cuando supo que estaba sola, que no iba a sentir la furia de la fusta, que a pesar de temerlo, cuando más lo deseaba, no iba a ser azotada.
Se cubre el rostro con ambas manos.
Eso es.
Aún lo espera.
Todo gira en torno a Mahmud.
Necesita parar, le duele la cabeza.
La deriva de Mario
He buscado un lugar cerca del hotel para comer, un café antiguo que conserva el estilo clásico sevillano. Elvira acaba de llamarme; no puede venir, le ha surgido un imprevisto en la facultad aunque a mí me suena a excusa.
No sé qué me ha impulsado a quedarme tras pagar la cuenta. Es un lugar agradable, hace buen tiempo. Tras el incidente con Santiago he logrado desconectar de su amargura sin que me afecte y me siento bien. Me gustaría tener a Elvira a mi lado como estaba planeado pero su ausencia me ha permitido pensar en la otra mujer que me falta.
Pido otro café y escribo sobre la vieja mesa de mármol. Las ideas brotan con una facilidad asombrosa; sé lo que quiero expresar y las palabras acuden con presteza. Me estoy encontrando, de nuevo me siento fresco, limpio, sin esa carga que me lastraba y parecía desviar mi camino cuando ya lo tenía decidido. Cuántas veces tracé el rumbo hacia Carmen y me vi cautivo de una parte desconocida de mí mismo que me hacía alejarme de ella a mi pesar. Escribo, rememoro los días vividos con Doménico, veo a Carmen y sobre todo, sigo a aquel Mario dubitativo, inseguro, frágil. E intento comprender, intento aceptar, y trato de perdonarnos a los dos.
Ni la vi llegar, la intuí, quizás la presentí o mi visión periférica la captó, una mujer contundente que diría Santiago. Alta, de caderas rotundas, pechos grandes, espalda recta. La sentí caminar hacia mi territorio pero no levanté la vista, seguí a lo mío. Se sentó en la mesa a mi derecha y me olvidé. Solo unos instantes después, el balanceo impertinente de su pie, calzado con un tacón fino y largo acabó por desconcentrarme.
La camarera, apareció al poco con un café humeante.
—¿Tiene fuego?
Vuelta ligeramente hacia mí no pude evitar que mis ojos viajarán un breve segundo a la solapa de su blusa que se abría lo suficiente como para insinuar una curva intensa. De regreso me tropecé con unos ojos juguetones que no censuraban mi deriva.
—Bien que lo lamento, no fumo.
Hice un gesto reclamando a la camarera que pasaba cerca.
—Fuego, por favor.
De nuevo solos, con el humo nublando su mirada, me dejé analizar por aquella mujer.
—Solucionado, gracias, no había nada que lamentar pues.
—Si. Era la excusa perfecta para iniciar una charla.
Sonrió ladeando la cabeza con algo de condescendencia.
—¿Una charla? Se te veía demasiado ocupado como para perder el tiempo charlando. Ni te enteraste que me senté a tu lado, no me digas ahora lo contrario.
Me da pie al tuteo, buena señal.
—Te equivocas, puede que no levantase la cabeza es cierto, pero mi visión periférica estuvo captando cada detalle, tu forma pausada de caminar, ese balanceo constante de tu pie que me hizo perder la concentración...
Elevó las cejas con gracia, fingiendo sorpresa
—Mi vecino de mesa me ha salido fetichista.
—En absoluto, aunque hay otras filias más peligrosas, eso sí. Reconozco que tienes un pie precioso.
Apreció el cumplido sin decir una palabra, bastó un leve gesto en su mirada.
—Filias, visión periférica... Psicólogo, ¿acierto?
—Has dado en el clavo, y me imagino que no por casualidad.
—Juego con ventaja, te vi con Santiago cuando llegaste al hotel.
—¿Le conoces?
—Mi marido es colega tuyo, seguro que ya os ha presentado, también está aquí por lo del congreso.
—¡Vaya!
Esperé un instante pero evitó dar más detalles sobre su marido.
—Y además de fijarte en mi pie, en qué otras cosas te fijas.
Me quedé en silencio observándola un instante, a ella pareció no importarle ese recorrido por su anatomía, muy al contrario parecía sentirse cómoda, incluso tenía una sonrisa y un brillo en la mirada que reflejaba algo más que satisfacción.
—Te gusta que te miren, no es extraño, ese cuerpo no se construye solo.
Sofía se sorprendió. Por un momento temí haberme extralimitado.
—¿Cómo dices?
—Verás, un cuerpo como el tuyo no se desarrolla... —dejó que mis ojos la recorrieran brevemente de nuevo— así sin un motivo.
—¿Qué clase de científico eres tú?
—Totalmente ortodoxo, te lo aseguro. Mi teoría no tiene nada de esotérica.
Me arrellané en la silla para poder tener un campo de visión más amplio. Apoyé los codos en los reposa brazos, crucé los dedos de ambas manos y comencé a observarla como quien estudia una escultura.
Se dejaba mirar, disfrutaba, se estaba excitando y su sonrisa la delataba.
—Caminas con la espalda recta, los hombros abiertos, no ocultas tus pechos, estás orgullosa de ellos, se nota —Hice una breve pausa para medir el alcance de mis palabras. Parecía que todo iba bien—. ¿Sigo?
—Por favor.
—No te privas de los placeres de la vida, comes lo que te apetece, te cuidas pero sin hacer demasiados sacrificios. Seguro que cuando te miras al espejo desnuda te gustas. Diría más… No, mejor me callo.
—Sigue, no me vas a escandalizar.
—Creo que ya he hablado suficiente.
—Hasta ahora has acertado plenamente, no te puedo reprochar nada, por favor continúa.
Sentí esa vibración que recordaba cuando me acerqué por primera vez a Graciela, notaba todo mi cuerpo en tensión. Respiré profundamente y acerqué mi silla unos centímetros a la suya, lo suficiente como para no tener que elevar el tono de voz. Ella hizo un gesto difícil de interpretar. Si hubiéramos estado en una mesa de juego creo que lo habría valorado como pasión, pasión ante el riesgo de una jugada peligrosa. Esta mujer no es de la que se echan atrás, pensé, ni en el juego ni en la vida ni en el sexo. Al fin se inclinó hacia mi aceptando la confidencia que intuía.
—Creo que cuando te observas desnuda ante el espejo, no sólo te gustas, pienso que... te excita lo que ves. Es más...
No, no debía continuar, comencé a negar con la cabeza. Sofía posó con delicadeza una mano sobre mi muslo.
—Por favor.
—Pienso que todavía no has encontrado al hombre, o a la mujer, que te mire cuando estás desnuda con la misma pasión que te miras tú.
Respiró profundamente, parecía haber quedado sin respuesta.
—¡Vaya! necesito reaccionar a eso.
—Tómate tu tiempo.
Ambos reímos.
—¿Siempre actúas así, tan directo?
—Me guío por la intuición, por las pistas que detecto. Mi experiencia me indica cómo y cuándo debo hablar. Y cuánto debo callar.
—¿Yo te di esas pistas?
—Tu cuerpo, tu forma de moverte, tu mirada, tu voz, ese pie que no dejaba de balancearse.
—Ese pie, ese pie... No, si cuando digo que en el fondo eres algo fetichista.
—No negaré que me pierde jugar con un tobillo hermoso, enredar con el empeine, avanzar despacio hasta alcanzar ese hueco donde nacen los dedos.
—Que curioso, cualquier hombre le hubiera dado al término avanzar otra dirección bien diferente —Me miró como si acabase de descubrir algo en mi—. No eres cualquier hombre.
—Hay que saber manejar los tiempos; puede que mis dedos avancen en un sentido esquivo mientras mis ojos avanzan en el que tú sugieres, prometiendo...
—No sigas o tendré que suplicarte que me hagas una demostración de tus habilidades.
—No me engañes, tú no eres mujer que suplique.
De nuevo pareció quedar sorprendida, con la boca abierta parecía haberla interrumpido.
—Según y como.
El tiempo había volado sin darnos cuenta. Sofía llamó a la camarera; pidió la cuenta de ambos con un gesto, yo no hice nada por detenerla.
—¡No puede ser! Es que no tienes defectos? Un hombre que se deja invitar por una mujer sin oponer resistencia, sin sentir herido su orgullo de varón, ¡increíble!
—Iba a decir que me das la oportunidad de volver a disfrutar de tu compañía, pero no será porque nos debamos nada, simplemente me gustaría pensar que te apetece.
—Claro que si.
—Pero si, tengo defectos, pregúntale a mi mujer.
—¡Oh ya decía yo, alguno tenía que tener!
—¿Estar casado es un defecto?
—Para algunas cosas, sí.
—No creas, Carmen y yo ante todo somos amigos, además de ser marido y mujer.
Elevó los ojos la cielo y abrió las manos implorando.
—¡No puede ser, de dónde sales! ¿cómo no te cruzaste en mi camino antes?
Reí con ganas.
—¿De verdad? —insistió —, ¿es cierto, es posible mantener una relación como la que estás insinuando?
Dudé si continuar. Lo que Sofía estaba entendiendo era la parte teórica de nuestra vida, lo que no había funcionado nada más que en mi cabeza, lo que se frustró nada más comenzar.
—Sí y no. En realidad estamos ahora intentando enderezar lo que se ha torcido un poco, por culpa mía básicamente; no supe asimilar una relación a tres que me superó. Carmen… digamos que la vivió plenamente y yo me vi desbordado por los acontecimientos. Ahora mismo estamos en fase de adaptación a las nuevas circunstancias.
—Es decir que la teoría es una cosa y la practica…
—La práctica necesita un tiempo de asimilación, solo eso. No me arrepiento de nada de lo que hayamos hecho.
Sofía miró el reloj y se levantó, yo la imité. Alta como la había intuido al llegar.
—Necesitaremos otro café, o mejor una copa para que me termines de convencer de eso.
—Cuando quieras.
—Si te apetece, esta noche, podemos cenar con Gorka.
—Gorka, ya le he puesto rostro a tu marido. No tienes nada de acento vasco.
—Salmantina, llevamos casados diez años tan solo.
—Por mi, perfecto aunque preferiría dejar esta conversación para…
—Te entiendo, mejor continuamos este tema en otro momento mas…
—Intimo.
—Privado iba decir, pero ya veo que no pierdes el tiempo —añadió sonriendo con malicia.
—Se le pueden dar tantas acepciones a la palabra intimidad que…
—No sigas, no lo estropees.
Caminamos hacia el hotel, la conversación retornó hacia temas banales aunque permanecía un trasfondo levemente sensual, puede ser que fueran las miradas, quizás las sonrisas que acompañaban a algún comentario. Ya en el hall nos despedimos, yo me dirigí hacia el bar, ella se perdió en el ascensor.
—¿Qué haces aquí?