Diario de un Consentidor 93 Un punto de inflexión

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Un punto de inflexión

–No me has entendido, he olvidado las llaves.

Carmen escucha el silencio, ese silencio incrédulo. Quizás no ha sabido fingir con suficiente convicción, son tantos años juntos, y él la conoce tan bien…

–Claro, ¿cómo lo hacemos, te pasas por aquí o quedamos en la cafetería de abajo?, lo que tú quieras.

No, no puede seguir por ahí, ha sido un error.

–Espera, creo que… si, efectivamente, las había dejado en la guantera, se me acaba de venir a la cabeza.

No es ella, no parece ella. Y no sé qué pensar, es todo tan absurdo, tan artificioso entre nosotros. No, no quiero continuar con esto.

–¿Algo más? –He sonado brusco, demasiado brusco. Intento pensar en algo que lo suavice pero ya es tarde, Carmen acusa el golpe.

–No, nada. – Su voz se apaga.

–¿Cómo quedamos?

–¿Lo hablamos mañana, te parece?

–Como quieras.

……

No tengo claro qué es lo que ha sucedido, o no quiero tenerlo. Me resisto a dejarme llevar por las emociones que están a flor de piel. Cojo la chaqueta y salgo del despacho.

Me evita, tantea el terreno; va a casa y antes quiere asegurarse de que yo no esté allí, cosa por otra parte harto improbable. Qué triste. ¡Tan difícil le resulta encontrarse frente a frente conmigo! O es el entorno, nuestra casa, en el que no soporta verme.

Miente. Es cierto, tan solo es una pequeña mentira para cubrir una estrategia que se le ha vuelto en su contra. Intentaba no tener que encontrarse conmigo en nuestra casa y eso la ha llevado a una situación que le llevaba a verme de todas formas, por eso ha desbaratado de una forma tan precipitada su argumento.

Entro en una cafetería alejada, desconocida. No quiero compañía.

Necesito saber qué es lo que le ha hecho evitarme, de ello depende en gran parte el futuro de nuestra relación.

Serénate Mario, calma, analiza todas las opciones, no des por válida la más tremendista; tengo que tranquilizarme porque si me dejo llevar… Ahora mismo me siento herido, humillado, ofendido.

Miro alrededor. La gente vive ajena al drama que golpea mi vida; el mundo continua su curso. Cerca de mí un grupo conversa; trajeados, algo ruidosos; seguramente trabajan por la zona; uno de ellos tiene pinta de ser el jefe, le ríen las gracias, le adulan veladamente. Mas allá, sentada en una banqueta alta con las piernas cruzadas una atractiva mujer lee un libro frente a un café humeante, tendrá unos treinta y cinco, cuarenta bien llevados; un rebelde mechón rubio que ha intentado sujetar varias veces parece empeñado en estorbarle la lectura; se mantiene ajena a las insistentes miradas del grupo que poco a poco la van abandonando en buscan de otros objetivos menos inaccesibles. En las mesas hay conversaciones, gente leyendo el periódico, otros juegan en las tragaperras. La vida, la misma vida que dejé antes de mi colapso.

Estoy más calmado, respiro mejor. Palpo la taza que ahora ya está a la temperatura adecuada. Bebo un sorbo. Cada vez tomo más café.

¿Por qué me ha evitado? El entorno sin duda ha sido la causa. Carmen quería asegurarse de que no estuviera en casa. Era poco probable, aún así ha necesitado confirmarlo. ¿Tan necesario era?

¡Como no! A medida que lo pienso siento una puñalada en el pecho. La escena es tan similar a otra ya vivida que no puedo sino comprenderla. Una vez llegó a casa esperando encontrarse sola y me halló con Graciela. Algo sin importancia que yo convertí en una situación incómoda; para colmo, la sorpresa me llevó a actuar de un modo absurdamente culpable; estuve torpe, vulgar. Mi incomodidad me puso a la defensiva y manifesté un rechazo que estaba lejos de sentir.

Las imágenes de aquel día se suceden una y otra vez en mi mente, me ahogan, me declaran culpable, ¡cómo pude ser tan incapaz de reaccionar!

Todo encaja, ahora la comprendo.

……

Una cierta sensación de irrealidad la envuelve cuando la puerta se cierra tras ella. La luz del mediodía, amortiguada por las cortinas del salón se extiende hasta el hall. Inspira profundamente para recuperar el olor de su casa. Deja las llaves de una manera mecánica sobre la consola a su derecha; luego lo piensa mejor, las recoge y las guarda en un bolsillo de la chaqueta. Mira a su izquierda; la puerta de la cocina esta abierta; todo en orden, como siempre. Avanza hacia el salón. Detecta algunos cambios, mínimos, pequeños detalles que se le clavan como agujas. Deja la chaqueta en uno de los sillones, como siempre.

Descorre las cortinas. Las jardineras están cubiertas de flores, limpias de malas hierbas. Mario se ha preocupado de cuidarlas en su ausencia. Ese nudo que amenaza con bloquearle la garganta desaparece en cuanto lo detecta. Huye por el pasillo hacia la alcoba, tiene que elegir la ropa adecuada para el fin de semana, ya va haciendo calor.

Basta una fracción de segundo y una imagen captada nada más entrar para entender. La bata verde de entretiempo que aún no había comenzado a usar descansa a los pies de la cama; sus zapatillas fuera de lugar; un vaso de agua casi vacío en su mesita de noche. Le ha faltado un latido o ha entrado tarde, es lo mismo. Siente que le llega menos oxigeno, nada grave, es solo la sensación de que el aire no le alimenta lo suficiente.

Pero dura poco, muy poco. Se lo debía haber imaginado, en realidad fue ella misma quien abrió la puerta para que esto sucediera.

Graciela.

Entra en el baño buscando huellas; no hay celos, tan solo una extraña forma de curiosidad a la que no debería sucumbir, lo sabe. Aún así se deja llevar, es una sensación morbosa, insana, le puede hacer daño, lo sabe pero la arrastra. En ese instante es todavía indolora aunque es consciente de que más tarde va a tener consecuencias, también lo sabe.

Encuentra sus objetos personales desplazados; ese espacio vacío delata que allí ha habido otra mujer que necesitó hacerse hueco.

¿Por qué está sonriendo? Levanta la mirada y se ve reflejada en el espejo. Apenas es un mínimo rictus lo que le eleva la comisura. No, realmente no parece una sonrisa.

La curiosidad comienza a dejar espacio a una suave amargura. Es el momento de abandonar el escenario de la derrota antes de que la tristeza la salude.

El encuentro

Carmen es puntual, ambos lo somos. Llego con diez minutos de adelanto a la cita, busco una zona donde no estorbe el tráfico, activo las luces de emergencia y espero.

Estoy nervioso, intento leer pero desisto, no consigo quedarme con una sola frase.

No han pasado ni cinco minutos cuando me sobresalta el sonido de la puerta; el coche se inunda con el ruido del tráfico; Carmen irrumpe; el corazón parece que me va a saltar del pecho y no sé qué decirle. Es ella, otra vez a mi lado, como si nada hubiera pasado. Hola, hola. Por un momento nos quedamos atrapados en ese instante, mirándonos como si no nos reconociésemos, como si no encontrásemos las palabras adecuadas, como si los gestos que debieran surgir en ese acto estuviesen bloqueados por un cúmulo de prejuicios nacidos durante nuestra separación. Inclinarnos el uno hacia el otro y darnos un beso no tendría el mismo significado que tuvo la lejana ultima vez que la esperé en el coche, que llegó, entró y se sentó como ha hecho ahora.  No, ella lo sabe, yo lo sé y ninguno de los dos somos capaces de dar ese paso en falso. Estamos atrapados, congelados entre lo que fuimos y lo que no queremos dejar de ser; entre lo que quizás ya no somos y lo que todavía no sabemos qué seremos.

–¿Nos vamos?

–Claro.

Arranco, meto primera, espero a que ese autocar pase y me sumerjo en el tráfico.

Su corte de pelo me provoca un efecto devastador; siento que la pierdo, que se aleja de la mujer que tuve. Ella se da cuenta de que la miro con insistencia pero no dice nada.

Está más delgada, se le marcan los pómulos. Está…está tan hermosa; ese vestido le queda como un guante. La miro por el rabillo del ojo y me da la impresión de que, al adelgazar, su pecho destaca más; ¿es posible? debe ser mi imaginación, o mi deseo. La falda deja medio muslo al descubierto, tengo la sensación de que ha ganado en firmeza, no sé, la noto más fibrosa.

Freno bruscamente. Tengo que estar mas atento al tráfico.

Conduzco, la miro; ella se vuelve hacia mi, sus ojos me interrogan.

–Estás cambiada, ese corte de pelo….

–¿Si?

–Pareces…

Eleva las cejas esperando el final de la frase.

–Diferente.

Sonríe, hay tristeza en su rostro.

–Vaya, al menos esta vez no me has llamado puta.

Duele, duele aunque no ha sido agresiva, ni siquiera parecía un reproche. No lo esperaba.

–Carmen, por favor.

–Las ultimas veces que has comenzado una frase con “pareces”, siempre terminó así, comprenderás que me pusiera en guardia casi sin darme cuenta.

Es cierto. Estoy desolado.

–Lo siento, de veras.

–No importa, olvídalo –dice volviendo a mirar por la ventanilla.

Agita brevemente la cabeza. Reconozco ese gesto, sé lo que significa: “Si pudiera tragarme mis palabras…”

Pero no puede, y tampoco la culpo. No es extraño ese acto reflejo, aunque  va a ser difícil entablar cualquier diálogo sobre la base que se acaba de establecer. Enciendo la radio y al instante me arrepiento porque eso añade un nuevo obstáculo para hablar, no obstante me dará margen para recuperarme de la estocada.

Llevarla a mi lado en el coche me produce una sensación extraña, por un lado es como si no hubiese ocurrido nada, sin embargo noto la distancia que quiere imponer entre nosotros; va echada en la puerta, mirando por la ventanilla. Conduzco con la mano en el pomo de la palanca, es mi costumbre y tengo que hacer esfuerzos porque la mano no se vaya sola a su muslo o a enredarse con sus dedos, es algo que surge sin pensar y por eso mismo debo mantener mi atención en la carretera y en mis gestos inconscientes porque no sé como sería recibido; supongo que mal, supongo que crearía una tensión incómoda, ¿tendría que disculparme por invadir su terreno?

Otra vez sucede; cambio de marcha y casi se me va sola hacia sus piernas; ella lo ha notado porque ha girado levemente su rostro cuando ha visto como mi mano amagaba. ¿Qué pensará? ¿estará tan desolada como lo estoy yo?  Es que lo añoro; medio, anular y meñique cobijados entre los suyos mientras el índice queda libre y el pulgar acaricia mecánicamente sus dedos que aprietan levemente a los tres prisioneros; Cambio de marcha, abandono mi refugio un instante y vuelvo corriendo a sentirme mimado, querido, deseado. Hoy no, hoy me quedo sobre la palanca, solo.

–Últimamente he dicho muchas cosas que no sentía, que no quería decir.

Me ha costado un enorme esfuerzo soltar esa frase sin que se me quiebre la voz y no estoy seguro de haberlo conseguido. Carmen no ha cambiado de postura, sigue mirando a través de la ventanilla. Por fin vuelve el rostro hacia mí.

–Yo también, ya me conoces, cuando estoy nerviosa suelto lo primero que se me viene a la cabeza, me disparo y digo barbaridades.

Tengo que responder, tengo que hablar, si dejo que pase un segundo más habré perdido una oportunidad irrepetible.

Pero no, me callo, no encuentro la palabra adecuada, el argumento justo y veo como después de mantener la mirada fija en mi rostro, esperando que diga algo, se da por vencida y vuelve a perderse a través del cristal.

Me ahogo, ¿voy a ser capaz de dejar morir este incipiente diálogo?

–¿Crees que podemos volver a intentarlo?

No responde, puede que no sepa a qué me estoy refiriendo exactamente.

–Volver a sentarnos y hablar todo lo que tenemos que hablar, con serenidad, sin insultos ni nervios. –Matizo.

No me mira, quiero creer que no puede hacerlo.

–Claro –Su voz apenas es un susurro, no creo que pueda hablar más en este momento.

Unos minutos mas tarde…

–Cuando quieras, llámame y quedamos –Su voz se ha recuperado.

–¿El lunes?

–El lunes, si, está bien.

……

Entramos en la urbanización, respiro hondo, estoy tenso, no quiero que nada salga mal, este no es el momento ni el lugar para que se enteren de lo que está sucediendo. Noto que me observa. Entonces sucede. Carmen pone su mano sobre la mía que descansa sobre el pomo de la palanca de cambios y su calor me reconforta, el roce de su mano me recorre todo el cuerpo.

–Tranquilo, todo va a salir bien.

La miro como si fuera una aparición, como si Carmen, la de siempre, la que tuve y se fue, la que dejé que se fuera, hubiera vuelto. Me sonríe.

Si pudiera hablar ahora, si pudiera decirle todo lo que deseo decir.

Pero estamos llegando.

Ya están todos; los coches aparcados fuera les delatan. Me estorban, necesito estar solo con ella.

Pero no puede ser. Aparece mi cuñada y se la lleva. Mientras, yo recojo el regalo y soy atacado por las niñas. Luego mi suegro se acerca, me da la bienvenida y ya tengo que adoptar mi papel del yerno adorable que siempre he sido.

Charlo, intento dar lo mejor de mí y creo que lo estoy consiguiendo. Hace un tiempo espléndido; me cobijo bajo la sombra de un enorme pino. Evito a mi cuñado al que no soporto y busco con la mirada a Carmen cada vez que la pierdo. Está hermosa, más que nunca. Ese corte de pelo la hace parecer mucho más joven, sin embargo su rostro tiene una expresión serena, madura, hay una seriedad en sus gestos que antes no había.

Si, ha adelgazado y no solo eso, tiene un cuerpo increíble, me resisto a pensar que es mi imaginación, y cuando su hermana comienza a decírselo y exagera la envidia me convenzo de que no era cosa mía; es toda su figura la que ha ganado en proporciones ya de por sí perfectas; puede que la elección del vestido tenga algo que ver también pero no puedo sino notar la diferencia. El corte de pelo le sienta de maravilla, le realza el cuello, la rectitud de su espalda es más pronunciada, la elegancia de sus movimientos parece una danza; no puedo apartar la mirada de ella.  Su cuñado tampoco le quita ojo de encima, pero de una manera muy desagradable, en su habitual estilo. Ha cruzado la mirada conmigo un par de veces y se ha dado cuenta de lo poco que me gusta; se retira pero si sigue por ese camino me va a encontrar.

Mi suegra me riñe. Qué poco nos ve, qué poco la llamamos, Carmen nos mira, atiende las excusas que le pongo, toma nota. Mi suegro observa, también toma nota, no le cuadra lo que ve.

Mi cuñado sigue incordiando; se arrima a Carmen, no puedo escuchar qué le dice pero por el gesto de ella, sé que no es nada agradable. Se aparta bruscamente, le deja con la palabra en la boca mientras él le mira descaradamente el culo. Me hierve la sangre.

……

Carmen pasea por el jardín, intenta aislarse un rato antes de que comience la comida. Está tensa; se siente observada por su padre, siempre le resultó difícil ocultarle algo. Desde pequeña le pareció que tenía una extraña capacidad para ver dentro de ella. Y hoy no ha sido diferente. Ha estado intentado evitarle y eso la ha delatado todavía más. Apenas han cruzado unas palabras, le ha estado rehuyendo continuamente y ha procurado en todo momento no quedarse a solas con él, con su padre, cuando lo normal es que se enzarcen en alguna conversación que los aparta del resto del mundo. Padre e hija, no lo quieren reconocer pero son uña y carne, la preferida como la llama su hermana sin rastro de sentirse desplazada.

Cuando siente los pasos en la hierba ya es tarde para alejarse. Se vuelve y ni puede ni quiere ocultar el gesto de desagrado.

–Vaya Carmen, ya me dirás que te has hecho para decírselo a tu hermana, estás… –Jose hace una exagerada pausa para recorrer su figura de arriba abajo – estás potente.

–Tú, sin embargo, sigues igual, tan… predecible. Ya me iba.

Carmen ha comenzado a caminar hacia la casa, Jose la sujeta del brazo.

–Espera mujer, no me dejes así, al fin y al cabo somos cuñados.

–Suelta, por favor. –Demanda con tono imperativo.

–Vale, no te pongas así, tampoco le vamos a dar un disgusto a los abuelos, ¿no? charlamos un rato, yo te suelto y tan amigos.

–No. Me sueltas, ya; hablamos dos minutos para evitar que lo que has empezado mal estropee la fiesta y luego no te vuelvas a acercar a mi.

–Está bien, está bien; vaya carácter que tenéis las hermanas. Pues eso, que te veo como más… –su mirada se clava en sus pechos como un perro hambriento – ¿cómo lo diría? Como más equipada, ¿te has hecho algo? Sería una lástima porque tu nunca has necesitado nada ahí delante.

–¿Nunca te han dicho lo patético que puedes resultar con las mujeres? No entiendo lo que pudo ver Raquel en ti.

–Cuando quieras te lo doy a probar.

–Eres asqueroso.

Aún puede escuchar la risa de su cuñado mientras se aleja.

……

No me ve venir, tan ensimismado se halla mirándola. Cuando quiere reaccionar me tiene a dos pasos.

–Vaya Mario, no te esperaba.

–Lo sé, estabas demasiado ocupado mirándole el culo a mi mujer.

–Bueno, tampoco…

–Mira Jose, no me caes bien, eso ya lo sabes; te soporto porque mi cuñada ha cometido el tremendo error de casarse contigo y no me queda más remedio que disimular y aguantarte. Y eso lo hago por Raquel y por mis suegros a los que quiero mucho y procuro evitarles cualquier disgusto.

Me acerqué a él. ¡Dios, qué ganas tenía de partirle la cara! Jose tragó saliva y dio un paso atrás, creo que jamás me había visto así. Estaba mudo, pálido.

–Pero no me toques los cojones. Apártate de Carmen, no jodas a esta familia y no me calientes ¿entendido?

–¿Todo bien?

Mi suegro. No le había oído llegar por mi espalda. ¿habría escuchado alguna de mis amenazas? Me volví con una de mis mejores sonrisas que contrastaba con la tensión de Jose.

–Aquí, charlando.

Nos miró. Jose se mantuvo mudo.  Fernando puso su mano en mi hombro.

–¿Me acompañas? Quiero consultarte una cosa.

Dimos unos pasos por el jardín en silencio; su hermano intentó unirse a nuestro paseo y Fernando se libró de él con diplomacia. Cuando llegamos a un extremo apartado se detuvo y se volvió hacia mí.

–Mario, ¿Qué está pasando?

Busco en su mirada alguna pista que me revele por donde viaja su pregunta pero no hallo nada. No puedo evadirme, no con este hombre que casi es un padre para mi, no se merece una evasiva, intentaré ir hacia lo más evidente; el choque con mi cuñado.

–No he podido evitarlo Fernando, Este tipo me saca de quicio y hoy especialmente está pasándose de la raya.

MI suegro ha seguido mis palabras con un gesto de desaprobación que desestima mi argumento incluso antes de que pueda terminarlo. No, no es eso lo que pregunta, no es eso lo que quiere escuchar, le estoy defraudando.

–Mario, por favor.

Le miro. ¿hasta qué punto intuye la situación en la que Carmen y yo nos encontramos? Me siento desarmado.

–¿Qué le pasa a mi hija, qué os está pasando?

Es casi un súplica. No puedo mantenerle la mirada.

–Así que es verdad, es eso. –Continúa con la voz ahogada por una súbita emoción que le domina.

Le tomo por el brazo. No se merece esto.

–Fernando, créeme. Estamos pasando un mal momento pero lo vamos a solucionar. No le digas nada a Amalia, te prometo que lo vamos a solucionar.

Los ojos se le han aguado. Este hombre, fuerte como una roca, que me quiere como  a un hijo, no tiene pudor alguno en mostrarse frágil ante la posibilidad de que el matrimonio de su hija se venga abajo. Aprieto su brazo.

–Te lo prometo Fernando.

Afirma con la cabeza, se recompone.

–Vamos con los demás antes de que se preocupen.

……

La comida transcurre con normalidad, Carmen intenta estar alegre pero yo la encuentro diferente, tensa, y su madre que la conoce bien la atosiga hasta que consigue arrancarle una excusa, un dolor de cabeza. Fernando acude al quite y tacha a su mujer de pesada. Raquel también lo nota, hablan en la sobremesa, imagino que Carmen le habrá salido con alguna excusa porque también tiene que explicar por qué ha estado tan ausente estos días. Hablan largo rato, muy serias las dos, lástima que esta vez no pueda ser participe de las confidencias.

A medida que avanza la tarde se acentúa la tensión y se va haciendo mas difícil mantener la comedia. Carmen y yo no estamos cercanos y se nota aunque a veces intentamos simular lo contrario. Raquel nos observa y ambos comenzamos a sentirnos violentos. Mi suegro está sombrío y su mujer le pregunta qué le ocurre; el ambiente se enrarece y la fiesta comienza a hacer aguas. Aprovecho la excusa del dolor de cabeza para provocar una marcha rápida. De nuevo es Fernando el que sale en nuestro apoyo y corta la queja de su mujer ante una sorprendida Carmen que no esperaba ese repentino aliado. Suegro y yerno nos miramos; Carmen capta ese cruce de miradas y entiende que algo ha habido entre nosotros dos.

La despedida es rápida, casi violenta. Tenemos que hablar, le dice Raquel a su hermana, y me mira interrogándome. Amalia se queda algo triste, Fernando fuerza una sonrisa de despedida, luego me mira preocupado. Hay cuando menos sorpresa en algunos familiares cercanos. Seguro que los comentarios abundarán tras nuestra partida.

–¿Quieres conducir tu? –Lanzo la propuesta como de costumbre, pero esta vez ella declina el ofrecimiento.

Tras contarle mi conversación con su padre viajamos en silencio cinco, diez minutos, apagados, tristes. Qué diferente este cumpleaños a los años anteriores. Por mucho que lo hemos intentado, al final no hemos podido evitar que el frio que envuelve nuestra relación se haya trasladado a nuestra familia.

Y la violencia. Un poco más y hubiera podido agredir a mi cuñado. Razones no me faltaban.

–¿Qué te ha pasado con Jose? – Carmen me mira, duda, intuyo que está suavizando la historia.

–Nada grave, la paré los pies.

–Es un indeseable, no entiendo como tu hermana…

–Déjalo.

Se me vuelve a subir la sangre a la cabeza, por un momento me arrepiento de no haberle partido la cara aunque sé que algún día, tarde o temprano sucederá.

El silencio vuelve a ser nuestra compañía durante el viaje, los pensamientos se acumulan, se cruzan escenas del cumpleaños, de nuestro pasado reciente, de cosas que debieron evitarse, que pudieron decirse y no se dijeron. Siento su presencia a mi lado y temo que estoy dejando morir un oportunidad que dentro de unos minutos habrá pasado y entonces me arrepentiré de estos silencios que no soy capaz de llenar con palabras que deseo decir y ahora no encuentro.

–Estuve con Ramiro.

–¿Todo bien?.

–Dice que es conveniente que te hagas unos análisis. No pasa nada – añade al ver mi gesto de  preocupación –le dije que no habíamos tomado precauciones y… ­– Carmen baja la cabeza.

–¿Qué?

–Estuvo poco fino, le conté que manteníamos relaciones… liberales con otro hombre; entonces cambió, dejó de tratarme como siempre, como una amiga de la familia y… bueno, me dijo que a saber donde la había metido antes….

–¡Qué hijo de puta!  –la miré, tenía una expresión de tristeza, de desvalimiento que me destrozó.

–No pasa nada –me sonrió, debía de tener la cara desencajada, me dolían las manos de lo apretadas que las llevaba en el volante –no pasa nada, de verdad.

Seguí mirando al frente sin hablar, intentando digerir lo que me acababa de contar, pensé en todo lo sucedido, en como habíamos dejado que las cosas se enredasen. De pronto recordé su dolor atrás, temí que hubiera sufrido algún desgarro, no sabía si era el momento pero la preocupación dominaba.

–¿Te miró… tienes algún daño… atrás? –dudó, cuánta confianza se nos había quedado por el camino, pensé. Al fin suspiró antes de comenzar a hablar.

–No. –Volvió a suspirar profundamente, la sentí triste, decepcionada –Me hizo un examen muy poco profesional pero no, no tengo daños.

Golpeé el volante con una violencia que la asustó.

–¡Qué!

–No sé por qué te lo he contado, de todas formas ya lo he solucionado.

–¿Solucionado?

–Olvídalo, solo quería… ¡Dios! No tenía que haberte dicho nada.

El silencio, de nuevo el silencio en el que intento apagar la tormenta de ira que me incendia y en la que le destrozo la cara a Ramiro. ¿Cómo ha podido hacerle eso a Carmen? Siento que no deja de mirarme.

–Cálmate, he vuelto a hablar con él y dejé las cosas bien claras.

No puedo dejar de pensarlo y cada vez me duele más. Si lo tuviera delante…

–No debía haberte contado nada. –Carmen nota mi respiración agitada por la ira que me consume. No, no es esta la versión de mí que quiero que vea. Tengo que calmarme.

–No Carmen, si me lo has contado es porque algo nos sigue uniendo, y eso te ha movido a compartir conmigo lo que te duele.

No me contestó.

–Si nada quedase entre nosotros no hubieses necesitado contarme los detalles, solo me hubieses dicho que me hiciese unos análisis, nada más. ¿para qué contarme el mal trago si no?

De nuevo el silencio. No quise insistir, no volvimos a hablar hasta que llegamos a Moncloa.

La cercanía de la separación comenzaba a crisparme; los nervios me atenazaban, no quería que aquello se terminase. La necesitaba si, ¿cómo no me había dado cuenta antes?

–¿Dónde te dejo, quieres que te lleve a algún sitio?

–No, déjame donde me recogiste, tengo el coche allí mismo.

Paré en un semáforo, no íbamos a tener mucho tiempo para despedirnos. De nuevo me faltaban las palabras precisas. Nos miramos.

–Tenemos que hablar –Carmen me miró. Parecía traspasarme. Quizás el último arranque de ira tras su comentario sobre Ramiro la volvía a hacer dudar.

–¿De verdad crees que podemos hablar sin…?

Bajé los ojos avergonzado.

–Si, estoy seguro. Si supieras cuantas veces he deseado poder tragarme…

–Ya, ya –me interrumpió.

Arriesgué, tenía que intentarlo; era una jugada suicida pero Carmen tenía que saber lo que yo pensaba.

–¿Por qué no vienes a casa y lo retomamos donde lo dejamos, ahí donde yo… ya sabes, donde lo estropeé?

Suspiró profundamente. Intentó comenzar a hablar pero se detuvo. Miraba al frente. Vi su garganta tragándose algo mas que saliva.

–Estoy trabajándome ¿sabes? Ya sé que es lo que jamás recomendarías a ningún clínico, pero es lo que hay, y de momento no me va mal.

Agachó la cabeza, necesitaba respirar, tomar aire, recuperar aliento para poder hilar dos o tres frases más.

–No me has contestado. Aquel día aborté lo que era el comienzo de un diálogo importante, necesario. Lo hice trizas Carmen, no sabes cuántas veces me lo he recriminado…

Su mano se elevó haciéndome callar; no fue un gesto violento, casi era una súplica. Me detuve.

–Dame unos días más para intentar ordenar los pedazos –sonrió –qué trágico me ha salido, pero es como me siento ahora mismo, rota, herida, hecha pedazos. Supongo que tanto como tú. Y creo que estoy consiguiendo recomponerme.

–¿Unos días? –protesté –, habíamos hablado del lunes.

–Necesito más tiempo.

–Carmen ¿más tiempo? te estoy dando la oportunidad de comenzar de nuevo.

Me miró y por un momento vi una gran desilusión en sus ojos. Sentí frío; con esa estúpida frase estaba echando por la borda todo lo que había podido ganar durante aquel día. Bajé la mirada, no podía continuar mirándola, puede que acabara de hacer añicos mi ultima opción.

–Mario, nos tenemos que dar la oportunidad mutuamente ¿no crees?

Si esperaba recibir dureza escuché dulzura. La tensión que agarrotaba mis hombros se aflojó; busqué su mirada y me transmitió una serenidad que me reconfortó.

–Si, es cierto, creo me he expresado mal, muy mal.

–Eso creo. ¿Ves como aún necesitamos tiempo?

–No quise decir eso…

–Unos días más Mario, solo unos días, luego podemos quedar y hablamos y entonces decidimos.

Su voz se había ido convirtiendo en un susurro.

–¿Decidimos, qué decidimos? – Carmen puso su mano sobre la mía, temblaba.

–Si compartimos la foto del Lago de Como o me hago una copia – apenas pude entenderla.

–¡Carmen!

–Shhhh – me hizo callar, apretó mi mano y salió del auto.