Diario de un Consentidor 92 - Cicatrices
Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor
Cicatrices
¿Es posible que me esté acostumbrando a vivir solo? No lo sé, lo cierto es que una nueva rutina se ha instalado en mi vida, una rutina que se ha superpuesto a la que formaba parte de mi vida anterior.
El dolor está ahí, lo percibo pero es más llevadero que los primeros días. Ahora me despierto y me cuesta menos entrar en mi nueva realidad. Me he acostumbrado a que sea la radio quien llene el silencio que me rodea. Ahora es Iñaki Gabilondo quien habla conmigo y me pone al día cada mañana mientras me afeito y me visto. Luego, en el auto, continúa acompañándome, contándome las cosas que antes ya me contaba y que más tarde comentaba con Carmen.
Supongo que estoy comenzando a cicatrizar. Quizás es demasiado pronto porque tarde o temprano tendré que afrontar decisiones, encuentros con ella que harán que la herida sangre de nuevo. Falta por informar a la familia. Ese va a ser un trance duro, hay mucho vivido en común, mucho cariño entre todas las partes y habrá que comunicarlo de la mejor manera para que el daño sea el menor posible; mis suegros, mis padres, mis sobrinas, mi cuñada.
Míos, míos. Forman parte de mi.
No, no lo van a entender, va a ser un golpe muy duro.
Graciela se ha convertido en mi ángel de la guarda, sabe cómo estar en el momento preciso, es como si adivinase cuando la necesito. Esta semana he pasado más tiempo en su casa que en la mía y, sin necesidad de palabras, ambos hacemos el gesto apropiado para tomar la dirección justa, para separarnos sin justificar nada, para seguir el rumbo adecuado simplemente con una mirada que adivina la necesidad del otro.
El miércoles durmió en casa por primera vez. Ninguno de los dos dijimos nada, surgió de una manera natural. Tras unas copas al acabar la jornada quise enseñarle mi colección de vinilos, luego improvisamos una cena. La ropa cayó poco a poco en el salón y la llevé de la mano a la alcoba. No puso objeción, hubiera sido romper el hechizo. Si por su cabeza pasó la imagen de Carmen no la mencionó, sabía que también estaba en mi mente y que su presencia era lo suficientemente fuerte como para que no hiciera falta ponerla en palabras.
No nos estorbó. Pudimos hacer el amor en el lecho que hasta entonces había permanecido inviolado sin que ninguno de los dos nos sintiésemos culpables. Manchamos las sábanas con nuestro sudor, con nuestros fluidos y me sentí extrañamente en paz por haber traído a esta mujer a la cama donde hasta entonces solo había estado con Carmen. No fue un acto de venganza, no hubo revancha ni rencor; al contrario, me sentí profundamente liberado de esa agresividad que hasta entonces había sentido hacia mi esposa. Tumbado al lado de mi amante, sintiendo su desnudez pegada a mi cuerpo donde tantas otras veces he sentido la piel de Carmen, comencé a perdonar a esa mujer que se aleja, que se empieza a difuminar poco a poco.
……
Lleva un buen ritmo. En pocos días ha conseguido recuperar el nivel de pulsaciones y el aguante que tenía en la cinta, aunque es mucho más duro correr en asfalto, hay que estar muy pendiente del más mínimo detalle; una piedrecilla, una rama, una grieta y puede acabar en el suelo como estuvo a punto de ocurrirle el primer día que decidió salir a correr por la carretera que lleva al pueblo vecino.
No, no es lo mismo subirse a una cinta, marcar el tiempo, la velocidad y dejar que el pensamiento vuele. Aquí corres en el mundo y el mundo es impredecible, no puedes distraerte por mucho que el paisaje sea tan fascinante como el que se abre ante esta carretera de montaña.
Respira, ha conseguido regular el ritmo de carrera, consumir lo justo para no agotarse antes de tiempo. Ahora ya sabe hasta donde ha de llegar para regresar al mismo ritmo. Debe medir su esfuerzo; también esto es parte de la terapia.
Se detiene, apoya las manos en sus rodillas. El potente claxon de un camión que pasa en sentido contrario la sobresalta. Otro imbécil que descarga testosterona machacando la bocina. Cuando el silencio se vuelve a apoderar de la montaña da la vuelta y comienza el camino de regreso, marcando el mismo ritmo, sin desfallecer, dosificando la energía.
Es otra, se siente otra, nueva, diferente. Sabe que todavía le queda mucho trabajo por hacer, que un optimismo fácil es la peor trampa en la que puede caer. Sonríe, corre, siente el aire frio en el rostro. Sigue sin saber lo que el futuro le tiene preparado pero se sabe fuerte para afrontarlo.
……
Tras ducharse metió el cuaderno en su pequeña mochila y salió a la calle. Hace un par de días se acercó a un mesón en la plaza preparado para el turismo de fin de semana y que por las mañanas suele estar tranquilo, apenas unos cuantos parroquianos y una tertulia de chicas de su misma edad ocupan dos o tres mesas. Ideal para sentarse cerca de una ventana y pasar desapercibida escribiendo; eso pensó el primer día que probó suerte y no se equivocó. Pasó la mañana frente a una tónica que reemplazó una hora después sin que fuera interrumpida en su intenso trabajo de introspección.
Y allí regresó los siguientes días. Se ha dado cuenta de que su presencia no ha pasado desapercibida. Una forastera fuera de temporada, con hábitos quizás poco normales debe de ser la comidilla para los lugareños. Aquel no deja de ser un pueblo tranquilo que solo rompe su sosiego en Semana Santa, verano y Navidades, el resto del año vive de las rentas y por lo poco que ha podido ver parece que no desean mucho más. Ha superado con evasivas el interrogatorio al que la ha sometido la dueña del hotel, una mujer entrada en años que le recuerda a su abuela y que ha querido saber más de la cuenta.
Los paseos por la tarde suelen acabar en un par de cafeterías donde continúa su trabajo. Pero el pueblo no da más de sí y a medida que el proceso avanza Carmen intuye que le queda poco tiempo en ese lugar. Ahora suele coger el coche y visita los alrededores, escapa de las miradas curiosas de los vecinos que ya la conocen y se preguntan qué hace allí.
……
Anochece. El sol se oculta lentamente tras las montañas dejando un tapiz de rojos intensos que poco a poco van muriendo. Carmen aplasta la colilla con el pie y la lanza por el borde del balcón. Aún se mantiene unos minutos apoyada en la barandilla metálica contemplando como termina de llegar la noche. Se frota los brazos, no se había dado cuenta del relente que ha empezado a caer. Entra en la habitación y se dirige con determinación hacia el armario. Abre la trolley y busca entre la ropa interior. Ahí está, bien guardada. Es una decisión tomada hace días. Entra en el baño con la cajita plateada en la mano y la vacía en la taza. No ha dudado, lo llevaba pensando todo el día y al llegar la noche lo ha hecho sin vacilar. Cuando ha pulsado el botón de la cisterna le ha sorprendido no sentir nada, había pensado que quizás se sentiría mejor, liberada de algo o que quizás notaría alguna emoción. No, no ha experimentado nada, absolutamente nada salvo una cierta decepción por ese vacío. ¿Qué esperaba, una orquesta entonando una emocionada melodía y una salva de aplausos sobre los créditos finales de la película?
Sonríe ante tamaña tontería, cierra la tapa de la taza y sale del cuarto de baño. Una etapa más en su proceso ha concluido. Comienza a desnudarse. Mañana debe enfrentarse a otro reto.
……
–Carmen, ya puedes pasar.
Ensimismada en sus pensamientos, le ha costado atender a la enfermera que la reclama. No es de extrañar; esa sala de espera le ha traído recuerdos difíciles a los que sin embargo ha sabido hacer frente contrarrestándolos con otros más antiguos, más amables.
Entra en la consulta, busca la mirada del médico, es el primer test con el que pretende valorar a quien se enfrenta.
La puerta se cierra tras ella. Carmen se detiene, no avanza hacia la mesa, espera.
–Carmen… ¿Cómo estás? Yo…
De pie, parapetado tras la mesa, da unos pasos bordeando el mueble que les separa. Avanza despacio, con la mirada huidiza. No parece él, piensa Carmen; desde luego no es el hombre que la vejó la ultima vez que acudió a esa misma consulta, tampoco es el médico amigo que la ha tratado tantas otras veces. Es un hombre avergonzado que está pasando un mal trago.
Pero no se lo va a poner fácil, no debe hacerlo. Ramiro avanza trabajosamente hacia ella, al fin la mira, le ofrece la mano e inmediatamente la retira. Es un gesto absurdo. Carmen se dirige hacia la mesa, se sienta y espera hasta que el médico ocupa su lugar. Un silencio espeso se instala en esa consulta que le resulta tan familiar. Ramiro hace un intento por comenzar a hablar pero Carmen toma la iniciativa.
–¿Sabes Ramiro? Lo más sencillo, quizás lo más lógico hubiera sido no volver, tragarme la humillación que me hiciste sentir, borrar la vergüenza –Carmen ve como el hombre que tiene ante ella baja la cabeza, se hunde en el sillón, parece encoger –. No. Hubiera necesitado algo más que olvidar la vergüenza porque eso fue lo de menos. El otro día. Mírame Ramiro. El otro día perdí muchas cosas. ¿Me violaste? Si, claro que sí, me violaste pero no fue eso lo más grave, el otro día me hiciste perder, otra vez, la inocencia. Una inocencia de la que no era consciente y que aún conservaba, fíjate que tontería, ¿no?
¿Tiene los ojos húmedos? Carmen le mira con más atención. Si, cree que sí, pero eso no va a hacer que detenga lo que tiene que decirle.
–Vine aquí buscando al amigo, al médico pero sobre todo al amigo. Necesitaba tu consejo y, si te hubiera encontrado, habría podido abrirme, contarte tantas cosas que necesitaba compartir. Estaba desorientada, herida, confundida, pero tú terminaste de hundirme.
Ramiro apoya la frente en la mano ocultando el rostro, es incapaz de mirarla. Tras un largo silencio. Levanta los ojos.
–No sé qué puedo decir, nunca había hecho algo así, jamás. Cuando ya te vestiste comencé a ser consciente, como si saliese de una borrachera, ¿qué había hecho? Luego, no he sido capaz de olvidar ni un solo instante. Adriana no deja de preguntarme qué es lo que me sucede.
Adriana. Carmen la conoce. Tiene un carácter similar al suyo y no cree que ceje hasta dar con la causa del cambio de carácter de su marido.
–Yo también he estado pensando estos días sobre lo que sucedió. Si no te conociera, si fueras otro médico no hubiera vuelto o te habría denunciado. Pero eres tú, te conozco desde que éramos unos críos. Mírame.
Carmen no va a permitir que le esquive la mirada, quiere que Ramiro, su viejo amigo, la mire mientras le habla, que capte cada detalle de lo que tiene que decirle, que sienta lo que ella siente al decirle cada palabra.
– Jamás me has tocado, jamás me has mirado como lo hiciste el otro día. Nunca he percibido la más mínima insinuación, ni siquiera cuando éramos unos chavales y hubiera sido normal, incluso nuestras familias lo hubieran visto bien.
Ramiro consigue esbozar una triste sonrisa.
–Si, es cierto, pero tú para mi siempre has sido como una hermana.
–Lo mismo me ha sucedido a mí.
Ramiro agita la cabeza atormentado.
–No consigo entender…
–Ramiro, quiero creer que esto no ha sucedido nunca antes.
–¡Nunca, jamás!
–¿Y después?
–¿Qué quieres decir?
–¿Lo que sucedió, te ha afectado con tus pacientes?
Ramiro hace una pausa, traga saliva. Por un instante Carmen presupone lo que va a escuchar.
–No me he vuelto a quedar a solas con ninguna paciente, ha estado Paz conmigo en consulta. He temido… he pensado que me he vuelto… no sé qué pensar, no entiendo qué sucedió, desconfío de mi mismo Carmen, no sé quién era ese hombre que te…
Se detiene, no es capaz de seguir mirándola, de seguir hablando con ella. Está hundido. En ese momento Carmen cambia, asume su rol de psicóloga frente al paciente, ya no es la víctima frente al agresor. Toma el control.
Media hora más tarde Carmen abandona la consulta. Serena, en paz consigo misma, con Ramiro quien vuelve a ser su ginecólogo, que puede volver a ser su amigo. Hay un compromiso que se verá sometido a prueba dentro de un mes, en su próxima revisión que también lo es para él.
Camina hacia el parking. Siente una paz que extrañaba, que echaba en falta. Otra herida comienza a cicatrizar.
Calma, calma. No todo está resuelto.
……
Siempre he tenido por costumbre dejar el móvil en secretaría cuando entro en una reunión. Odio las interrupciones y aunque nunca lo intenté imponer, pronto mi costumbre fue bien acogida por todos y ahora es norma de obligado cumplimiento. Nuestra eficiente secretaria de dirección se encuentra así con la mesa convertida en parking de móviles y la regla número uno: salvo casos excepcionales no se pasan llamadas.
Desde nuestra separación he roto la norma y ahora conservo el móvil silenciado en el bolsillo. Algo me impide dejarlo fuera, un temor irracional, casi supersticioso me fuerza a mantenerlo pegado a mi. Mi socio lo sabe y no me ha dicho ni una palabra, forma parte de mi difícil estado de animo que no comparto, del que no hablo.
Hoy sucede. Acabo de intervenir en la junta; he expuesto uno de los casos que me ha llevado a contactar con un colega alemán con el que mantengo buenas relaciones desde mis tiempos en la Universidad y con el que se abre la posibilidad de establecer otro tipo de colaboración en el próximo futuro. Nada más terminar mi intervención el móvil comienza a vibrar en el bolsillo del pantalón. Lo saco a escondidas, procurando que mi gesto pase inadvertido. Veo que es mi suegra y dejo que vibre hasta que salta el contestador. No consigo concentrarme, es muy extraño que me llame a mitad de la mañana. Me excuso y salgo de la reunión.
–Amalia, perdona, no lo pude coger antes, me pillaste en una reunión, ¿pasa algo?
–Ay hijo, perdona que te llame a estas horas pero os llevo llamando a casa dos días y no os encuentro a ninguna hora y ya estaba preocupada, además Carmencita no me coge el móvil y ya no sabía qué pensar.
Rápidamente tengo que improvisar algo creíble, algo que tenga sentido, en medio de la semana no solemos estar fuera de casa.
–¿Cómo, que nos estás llamando a casa? Pero si no hemos salido a ningún lado… –Comienzo a sentir el peligro de quien miente. En cualquier momento puedo estar cayendo en contradicción. Si acaso su padre logra hablar con Carmen y ésta crea una versión diferente habremos entrado en el terreno de la mentira.
–Pues si, desde el martes os estamos llamando por las noches, que es cuando seguro que os encontramos en casa, y nada, que no hay manera.
–Seguro que está el teléfono estropeado.
–¡Que va!, ya sabes como es Fernando, ya ha llamado a la compañía y le han dicho que está bien.
Se me agotaban los argumentos, puse toda la maquinaria a funcionar.
–Va a ser que con los líos de los cables del ordenador he debido dejar desconectado algo, esta noche lo reviso en cuanto llegue.
–Oye, no os habréis olvidado de lo del Sábado.
En un segundo recuperé del fondo de mi mente todo lo que teníamos previsto y que había pasado al olvido. El cumpleaños de mi suegra que, como todos los años, se celebra en familia, con todos los hijos, los tíos y algún otro pariente allegado. Una auténtica celebración por lo demás entrañable y que todos disfrutamos… menos este año.
–¡Cómo lo vamos a olvidar! Allí estaremos suegra, a tirarte de las orejas.
Permanecí en el despacho intentando asimilar lo que en un momento se me había venido encima. Todo un escenario en el que había infinidad de puntos débiles en los que cualquier mínimo detalle podía fallar. Porque daba por hecho que tanto Carmen como yo estaríamos presentes en esa cita, aquello era ineludible y además deberíamos presentar nuestra mejor cara.
“Urgente tu madre ha llamado Sábado cumpleaños tenemos que organizarnos”
……
Al llegar al pueblo parece que el coche toma el rumbo solo. Aparca en la plaza sin dificultad. No tiene prisa, espera a que Al Stewart termine de cantar su mítica canción; luego sale, respira profundamente el aire serrano y camina despacio hacia el mesón donde a esas horas no espera encontrar demasiada gente. Comerá algo ligero, luego… quizás retome el análisis de lo escrito estos días, quizás espere un poco más.
Ensalada, pechuga a la brasa y una copa de Rueda. Es el momento de volver a pensar en aquellas personas a las que ha silenciado durante estos diez días de terapia intensa a la que se ha sometido. Cada vez que ha sentido la congoja por la ausencia se ha dominado, ha mirado a otro lado y de esa forma ha conseguido borrar la emoción, ahogar el recuerdo y seguir adelante con la intensa disciplina a la que se ha sometido. Escribir, desdoblarse en terapeuta y paciente, estar atenta a las trampas que ella misma provocaba y abortarlas antes de sucumbir. Muchas noches ha acabado agotada, ha tenido que ser fuerte para no salir huyendo de la pequeña habitación convertida en celda, en la que se ha tragado lágrimas, ha reprimido lamentos y excusas y por fin se ha reconocido en la mujer que ha visto en sus recuerdos descarnados.
Esa es, esa fue. Varias veces ha intentado huir de ella misma pero ha resistido, rechazando explicaciones, razones, culpables. Solo ha mirado los sucesos, de frente, una y otra vez.
Ahora si, ahora ya es el momento de volver a pensar en ellos. Y en primer lugar Mario, del que no ha vuelto a saber nada, con quien no sabe si aún queda algo en común. Tiene que hacer frente a lo que sea, es el momento de volver a hablar con él; sin violencia, sin reproches. Ojalá este tiempo de reflexión les permita dialogar con serenidad. Siente una gran tristeza. Cuánto daño se han causado.
Café con leche. Abre el bolso buscando el tabaco y, de paso, saca el móvil, curiosea. Un par de mensajes. Mario. Lee. Siente como la tensión comienza a irradiar desde su vientre.
–Mario soy yo, estaba en el coche y no vi el mensaje, no tengo mucha cobertura, estoy fuera de Madrid. Me quedaré donde estoy ahora para poder hablar contigo. Llámame.
Se quedó inmóvil. No podía llamar a sus padres sin conocer antes cuál era la versión que había dado Mario. Notó como la tensión se iba extendiendo poco a poco por su espalda hasta alcanzar el cuello. A los pocos minutos el móvil la sacó del trance.
–¡Mario!
–Carmen, por fin –su voz sonó ansiosa, pero de nuevo parecía él
–Estaba sin cobertura, no he visto tu mensaje hasta ahora mismo.
–¿Dónde estás? Es igual –corrigió. De nuevo la distancia se interponía entre ellos –, tu madre me llamó esta mañana, parece que tampoco consigue hablar contigo. El sábado es la fiesta de cumpleaños, habrá que hacer algo.
–Claro. –Carmen hizo una pausa, le costaba escucharle y no poder decirle… –¿Qué le has dicho?
–Que no nos habíamos olvidado ¡qué le voy a decir! y que por supuesto iremos a tirarle de las orejas, como siempre.
Un nudo le atrapó la garganta, los ojos se le arrasaron en lágrimas que no intentó contener. No podía hablar, todos su esfuerzos estaban concentrados en evitar que la emoción traspasase el micrófono. Los segundos pasaban implacables.
Para ella. Para mí.
Su voz, su voz… Cuando la escuché pronunciar mi nombre me pareció por un momento que no había pasado el tiempo, que todo había sido un mal sueño y que ese “¡Mario!” que llegaba a mis oídos sonaba con la misma ilusión con la que ha sonado siempre, cada día, cada vez que la he llamado y al descolgar, su voz me ha sonado a música.
–Lo que no sé –arranqué cuando por fin pude articular palabra –es como lo vamos a hacer. ¿Te recojo en algún sitio, quedamos a medio camino? No sé, hacemos lo que tú digas. –acabé en medio de una desgarrada afonía.
–Eso es lo de menos, lo importante es que no noten lo que nos está pasando. Mi padre no es tonto y algo ya se huele.
–Si, han llamado a casa varias veces y algo les preocupa porque no nos han encontrado. Al final me han llamado al móvil, y a media mañana –enfaticé –y eso nunca lo habían hecho.
Carmen ató cabos. Le ubicó viviendo en casa de Graciela y un dolor intenso le traspasó el pecho. Le perdía, le estaba perdiendo.
–Claro, que no estemos en casa por la noche durante la semana no es normal.
–No, no lo es.
Carmen espero unos segundos alguna explicación, ¡qué estúpida!
–Llevo ya varios días fuera de Madrid, necesitaré pasar por casa para adecentarme, solo tengo ropa de campo.
–¿Estás…?
–Estoy sola, –le interrumpió –es lo que necesitaba.
–No me refería a eso, quería decir si estás cerca de nuestra casa.
Carmen se sintió avergonzada, estaba dando demasiadas explicaciones que él no le estaba pidiendo, que ni siquiera sabía si le interesaban.
–No, más allá de Somosierra.
–Bien, pues pásate cuando quieras, yo estoy poco.
–Ya. Quedamos entonces el día antes ¿te parece?
–De acuerdo.
Silencio, tristeza, ¿Quién enfoca la despedida, cómo?
–Venga, hasta luego
–Hasta luego
Carmen dejó el móvil sobre la mesa. Un vacío inmenso se instaló en su pecho. Si en otras ocasiones el dolor llegaba después del insulto, de la agresión, esta vez provenía de la ausencia de emoción. Ya no había ni ocasión de pelear. Qué inmensa tristeza. Se acercó a la barra, pagó y salió despacio, muy despacio. Tenía que organizarse.
……
Me quedé con el móvil en la mano, como si ese gesto hiciera perdurar un poco más esa llamada que a su vez me unía a Carmen.
¡Qué absurdo! Me movía por pensamientos casi supersticiosos, lo sabía, sin embargo no podía evitar dejarme arrastrar por ellos.
Solté el teléfono como si me quemase, avergonzado y recordé la conversación, su voz. ¿Había sido neutra o había sido tan cordial como la creía recordar? No, no conseguía distinguir qué había detrás de sus palabras, ¿frialdad, estudiada cortesía? ¿Me seguía queriendo?
¿Qué estaba haciendo? ¿Acaso intentaba neutralizar ese pálpito que seguía sintiendo cada vez que recordaba ese “¡Mario!”, musical, alegre, que había escuchado cuando descolgó la llamada?, ¿por qué me empeñaba en negar lo innegable?
Me levanté del sillón y busqué la ventana del despacho. Hablar con Carmen después de tanto tiempo me había despertado una tormenta. Tenía la garganta atenazada, las pulsaciones disparadas y el despacho se había vuelto una cárcel, necesitaba salir de allí.
……
Faltaban dos días para el cumpleaños de su madre, ya no podía demorarlo más. A las once y media enfiló la carretera rumbo a Madrid. Volvía a su casa, creía estar preparada, no obstante sabía que se iba a enfrentar a muchas emociones.
Al llegar a Moncloa sucumbió a algo que la preocupaba desde que salió del pueblo. Buscó un sitio donde detenerse y cogió el móvil.
–Carmen –mi voz le sonó expectante
–Mario, hola, estoy yendo a casa, voy a recoger algunas cosas para lo del sábado.
–Claro, no necesitas… –de pronto entendí la razón de su llamada y me sentí desolado –Estoy en el gabinete, Carmen, puedes pasar por casa.
Carmen notó la dureza en su voz y supo que le había herido. Si pudiera volver atrás… ojalá no hubiera hecho esa llamada. En un segundo improvisó.
–No me has entendido, he olvidado las llaves.
Carmen escuchó el silencio, ese silencio que transmitía la incredulidad. Quizás no había sabido fingir con demasiada convicción, son demasiados años juntos, la conoce tanto.
–Claro, ¿cómo lo hacemos, te pasas por aquí o quedamos en la cafetería de abajo?, lo que tú quieras.