Diario de un Consentidor 85 - Mea culpa

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Capítulo 85

Mea culpa

(Viernes mediodía)

“Jean-Marc tuvo un sueño: siente miedo por Chantal, la busca, corre por las calles y, por fin, la ve, de espaldas, mientras camina y se aleja. Corre tras ella y grita su nombre. Está ya a pocos pasos cuando ella vuelve la cabeza, y Jean-Marc, estupefacto, tiene ante sí otra cara, una cara ajena y desagradable. No obstante, no es otra persona, es Chantal, su Chantal, no le cabe la menor duda, pero su Chantal con la cara de una desconocida, y eso es atroz, insoportablemente atroz. La abraza, la estrecha entre sus brazos y le repite entre sollozos: ¡Chantal, mi pequeña Chantal, mi pequeña Chantal!, como si quisiera, al repetir esas palabras, insuflar su antiguo aspecto perdido, su identidad perdida, a aquella cara transformada.”

Milan Kundera, La identidad

Carmen conduce en silencio por la carretera de la Coruña haciendo de una manera automática la ruta hacia su casa, esa ruta que ha hecho tantas veces y hoy recorre sin ilusión, porque no va hacia su hogar. Desea llegar antes que Mario, prefiere recoger sus cosas en soledad y evitar un encuentro incómodo en el que podrían volver a saltar los desencuentros. No tiene fuerzas para discutir, está muy cansada, tan solo desea recoger algo de ropa, unos cuantos objetos personales y algunos recuerdos, estar el mínimo tiempo posible en un entorno que le duele y volver a casa de Irene.

Al enfilar la avenida que conduce al edificio en el que ha vivido tantos años se le encoge el corazón, tan solo una semana antes ese recorrido la hubiera llevado a su refugio, al confort de su hogar. Ahora la guía a un espacio ajeno en el que está de paso, en el que sabe que se va a sentir como si fuera una extraña.

Se detiene frente al portón del garaje y pulsa el mando. Mientras espera siente un ahogo en el pecho. Tiene que controlarse, no se puede dejar llevar por la pena tan pronto, aún le aguardan muchas emociones.

Dobla la primera curva y al fondo distingue el coche de Mario. Se preocupa, no deseaba ese encuentro. A pocos metros frena, su plaza está ocupada por un pequeño Toyota rojo. Tras un instante de desconcierto retrocede, maniobra y sale del garaje. No es la primera vez que algún vecino, - e imagina quién es -, utiliza alguna plaza vacía aprovechando una ausencia prolongada.

El jardín está precioso, se nota el arranque de la primavera. Reprime un brote de nostalgia, abre el portal y entra en el ascensor. Se alegra de no coincidir con ningún conocido. Mientras sube se prepara para afrontar el encuentro con Mario, intentará hacerlo lo mas correcto posible, nada de nervios Carmen, no entres al trapo. ¿Llamar a la puerta o abrir con la llave?  ¡Qué absurdo, todavía es tu casa!

No obstante, cierra la puerta tras de sí dando un discreto portazo. Entra en el salón y deja el bolso en el sofá. El olor a hogar inunda su olfato, como el día de regreso de vacaciones.

Todo se sucede tan rápido. Mira hacia el pasillo y ve avanzar a Mario que sale de la alcoba con aire sorprendido

–¡Carmen! Que… no te esperaba

Se le ve violento y como si de un virus se tratase, le contagia ese malestar. ¿Acaso estorba en su propia casa?

Ahora lo entiende. Tras él, mucho más relajada, aparece Graciela. Sale de la alcoba y sonríe con naturalidad

–¡Carmen! – es evidente que se alegra de verla, no así su marido que se vuelve hacia Graciela, como si se avergonzase de su aparición, ¿quizás hubiera preferido ocultarla? luego la mira de nuevo, está incómodo.

–Estábamos… hemos venido a por ropa, verás…

–No tienes que darme ninguna explicación Mario

–¡Joder Carmen, no es lo que parece! – Carmen le mira y sonríe con tristeza

–¿Sabes? estuve a punto de decir eso mismo ayer, cuando me dijiste que me habías visto con los amigos de Doménico; pero me callé, pensé que resultaría tan… patética que no me ibas a creer – Mario está visiblemente fuera de lugar

–Vaya ¿te lo he puesto a huevo, eh? – responde crispado, con un desagradable sarcasmo

–¡Oh Mario, por Dios! – exclama Graciela reprobándole el comentario, Mario baja la cabeza

–¡Joder! – murmura abatido, ¿por qué ha dicho eso?

–Mejor vuelvo en otro momento – dice Carmen cogiendo el bolso. Empieza a angustiarse, una especie de claustrofobia amenaza con dominarla, no puede soportar un desaire más, de nuevo se siente desplazada por otra mujer y esta vez en su propia casa. Está al borde de sufrir un ataque de pánico e intenta ocultarlo huyendo.

–Carmen, espera – responde con decisión Graciela – este equívoco no puede quedar así, no sé si por vosotros pero desde luego no por mí – mira a Mario exigiéndole que continúe

–Le he pedido a Graciela que pase el fin de semana conmigo en la casa de la sierra, – su tono de voz ha cambiado, se ha vuelto más conciliador – necesito pensar sobre lo nuestro, sobre todo lo que nos está ocurriendo, creo que le pediste que no me dejara solo y mejor que aquí, quiero decir, en Madrid – puntualiza – pienso que la sierra me vendrá bien, ¿te importa? – Carmen está tensa, demasiado tensa por la situación; se encoge de hombros, niega con la cabeza

–Es tu casa – a Mario se le hiela el corazón al escuchar esto

–Pensé que era nuestra casa, ¿tan pronto te deshaces de nuestras cosas?

Carmen se da cuenta del error, se queda con la boca abierta, sin saber que decir, ambos se miran en silencio unos segundos

–No quise decir… – enmudece, no consigue continuar

–Déjalo, es igual, ya has dicho bastante

Se miran, algo se ha quebrado, no hay palabras para superar ese momento.

–Lo siento – murmura

Carmen recoge el bolso y se dirige hacia la puerta.

–Espera – le dice Mario, parece angustiado – ¿dónde vas?

Sus miradas se cruzan, la tristeza es profunda, una pequeña pausa en la que se adivina una intención que queda solo en eso. Ninguno de los dos da el paso.

–Ya volveré en otro momento

Graciela avanza hacia ella

–Carmen – se miran durante un segundo – dale tiempo

Ya no hay voluntad Graciela, piensa, pero no lo dice.

Sale de su casa, de la que fue su casa. Cierra la puerta tras de sí y el sonido le provoca un ahogo, un vacío inmenso en su corazón.

…..

–¡Mario!

Apenas escuché el reproche de Graciela. Seguía mirando la puerta del salón y mas allá, la puerta de casa. Otra vez, otra maldita vez había sido incapaz de hablar con Carmen ¿es que estábamos condenados a no entendernos?

El dolor que sentía dentro de mí amenazaba con devorarme, quería estar solo para poder darme de cabezazos contra las paredes. Solo tenía una idea fija en mi mente, abrir una botella de whisky y acabarla cuanto antes para olvidarme de mi existencia.

–¡Mario, mírame! – me sacudió del brazo – no voy a consentir que te hundas ¿te has enterado? Lo has hecho rematadamente mal y Carmen lo ha terminado de fastidiar, ¡parecéis empeñados en acabar con vuestro matrimonio, por Dios!

Caminó por el salón sin dejar de mirarme, parecía realmente indignada. Me dejé caer en el brazo del sillón, apenas tenía fuerzas para mantenerme en pie. Tenía un vacío en el pecho que casi me dolía, no soportaba haberla tenido tan cerca y no ser capaz de hacer algo por recuperarla.

Al contrario, prácticamente la había echado de nuestra casa. El más ácido, el más mordaz de todas las versiones de mí había salido a escena para arruinar otra vez el posible acercamiento.

–Ha sido culpa mía, te lo dije, no estaba preparado para verla, todavía no y me temo que esta vez haya sido la definitiva

–Eso si que no – Graciela se agachó frente a mí y me tomó de las manos, parecía profundamente preocupada – olvídate de culpas, he visto como os mirabais Mario y, a pesar de todo, a pesar de la tristeza y del dolor que había, yo he visto algo más, – me apretó las manos. La emoción que brillaba en sus ojos se trasladó a su voz – he visto algo que habéis sido incapaces de deciros durante esos segundos que os habéis quedado mudos Mario, pero que yo si he sentido y es algo por lo que tienes que seguir luchando.

Se levantó y me arrastró con ella. Cuando me tuvo erguido me miró a los ojos.

–Así que prepara lo que quieras llevarte a la sierra y vámonos porque cuando vuelvas de allí te quiero cambiado, libre de ira, sin rastro de rencor, dispuesto a hablar con tu mujer sin insultos, sin reproches, preparado para escucharla – pasó su mano por mi mejilla y me sonrió con tanta dulzura que me hizo confiar en ella – y listo para recuperarla.

…..

Desciende en el ascensor y siente como si se fuera hundiendo con él. Atraviesa el portal y a medida que se aleja de su hogar se va desgarrando por dentro pero no hay lágrimas, ya no. Está viviendo la consumación de la ruptura. Si tenía alguna esperanza puesta en recuperar su matrimonio la da por cerrada en este momento.

Sale a la calle, está aturdida, por primera vez en mucho tiempo no sabe qué hacer, está perdida. Camina hacia el coche, lo ve como un refugio. Dentro de él recupera algo de seguridad. Intenta pensar pero no consigue ordenar sus ideas. Observa sus manos sobre el volante, ese temblor, tiene que serenarse. A los pocos minutos arranca, no se puede quedar allí, se aleja unas calles y vuelve a aparcar. No, no puede irse, necesita su ropa, ahora más que antes necesita sus cosas, esas que la identifican, que le recuerdan quién es.

Permanece agazapada unos quince minutos reviviendo lo sucedido una y otra vez ¿Cómo han llegado a este punto de desencuentro? Le parece tan irreal la escena que acaba de vivir... ¿quiénes son esas dos personas enfrentadas, sordas la una hacia la otra, incapaces de escuchar, de tender una mano, de mirarse a los ojos, de reconocerse?

¿Se habrán ido ya? ¡Oh Dios, va a regresar a su casa como si fuera una ladrona! No, aún no, esperará un poco más. Arranca y se dirige a una de las cafeterías más alejada y que menos hemos frecuentado, es hora de almuerzos pero tiene el estomago cerrado. Pide una tónica para hacer tiempo; diez minutos, no aguanta más y la tónica se queda intacta en la mesa.

Entra en el garaje y comprueba que los dos autos se han marchado. De nuevo en casa, sola, nerviosa, intranquila. No sería la primera vez que Mario se olvida las llaves de la casa del pueblo y tiene que volver a por ellas. Ese pensamiento intrusivo la inquieta y corre al mueble donde suelen estar guardadas. No, no están, expulsa el aire con fuerza, nota los latidos del corazón golpeándole el pecho.

Recorre la casa, su casa, con hambre de mirar, de captar cada detalle, cada objeto, cada mueble. Un jarrón que eligió ella en Italia, los cuadritos del pasillo que compramos juntos, la lámpara de pie nueva, tiene menos de un mes. Y se le arremolinan los más mínimos detalles que acompañaron cada una de esas escenas, detalles olvidados que ahora cobran una intensidad emocional que sabe muy bien el efecto que le pueden causar, que ya le está causando.

Respira hondo, espalda recta, hombros atrás, gira el cuello un par de veces. Respira, respira.

Superado.

Sube al ático y recuerda lo que tardamos en decidir la decoración, el estilo, el enfoque de los ambientes. No hace una semana aún estaba mirando por aquel ventanal como brotaban las coníferas. Si pudiera volver atrás, si pudiera…

Abre uno de sus cajones y comienza un breve inventario, dos cuadernos con anotaciones, su agenda, su pluma; Elige más con el corazón que con sentido práctico las cosas que va a llevarse y las amontona sobre la mesa de trabajo.

Su mirada se engancha en un marco, no es muy grande, está sobre una estantería cerca del portátil, muestra una foto de los dos, cogidos de la cintura en el lago de Como en nuestro sexto aniversario. No lo duda, coge la foto y garabatea una nota para Mario, si le molesta que se la haya llevado está dispuesta a hacer un duplicado y devolvérsela.

Mario, me he llevado la foto del lago de Como,

si la quieres hago una copia y te la devuelvo

Carmen

Hay algo que no le gusta en la redacción de la nota, no acaba de saber qué es. Recoge todas la cosas y baja. Recorre las habitaciones como si quisiera empaparse de cada rincón. Sube otra vez al ático en busca de la maleta mediana. Se nota desorganizada. Baja; en la alcoba se detiene e intenta pensar qué es lo que quiere llevarse pero su cabeza se desvía a otros detalles. Mira la cama, busca huellas. Si, sabe que es absurdo, Graciela no tenía ni rastro de la culpabilidad estúpida que mostraba Mario, culpabilidad de adolescente, “no es lo que parece”, ¡que ridículo!, si la situación no hubiera sido tan sangrante casi podría haberse echado a reír y seguro que Graciela la hubiera seguido.

Pero no, no era momento de risas. Le conoce bien y debió de sentirse tan humillado que por eso se revolvió con saña, “te lo he puesto a huevo”. ¿No se pudo contener?

No, no se pudo contener, él es así. Aprovecha una frase cogida al vuelo y la devuelve corregida y aumentada en su argumentación, lo que pasa es que esta vez venía envenenada. Ella ha intentado tender un puente, hacerle ver que las cosas no siempre son lo que parecen.

Pero los puentes están rotos. Ya no se reconocen es cierto, la frialdad de su mirada, el tono de voz, la rigidez de sus gestos; todo, todo es tan ajeno al Mario que ella conocía.

Los puentes están rotos. Siente frío, como si un presagio que hasta ahora se ha empeñado en no reconocer se le hiciera claramente presente. Se ha acabado.

“Te lo he puesto a huevo”. Se siente herida una vez más, parece mentira que alguien que la ha querido tanto pueda hacerle tanto daño.

Escoge ropa, complementos. Sus collares, sus pulseras, sus sortijas, sus pendientes. Y cada objeto lleva unido un recuerdo, un trozo de Mario, una ilusión que se transforma en pena.

No consigue ordenar sus ideas, le duele la cabeza, se siente abotargada, es incapaz de pensar con claridad. Se sienta en la cama, reconoce la dureza del colchón, el tacto del edredón, todo le es tan familiar. Tan solo ha pasado una semana desde que abandonó su hogar. Se resiste a reconocer que ya no es su sitio.

En la mesilla de noche, el libro de Kundera que estaba leyendo. Le encantaría regresar y continuarlo allí mismo, reclinada en el cabecero sintiendo la respiración de Mario a su lado, superada esta etapa como si hubiera sido una mala pesadilla. Si no es así sabe que no lo leerá, no merece la pena que se lo lleve. Traga saliva para derrotar esas lágrimas que a punto han estado de vencerla y lo deja sobre la cama.

¡Qué ironía! El personaje de Kundera moviendo los hilos, manipulando a su esposa por amor, como Mario. De nuevo el síndrome del aprendiz de brujo. Siente curiosidad por saber si al final a Jean Marc también se le escapan las cosas de su control, como a Mario, y Chantal deja de seguirle el juego y toma las riendas de su propia vida; al fin y al cabo ella no sabe que su marido la está moldeando en secreto. Por lo menos Mario siempre le contó sus fantasías antes de ponerlas en práctica, o eso cree.

Termina de colocar todo. Apenas alcanza a llenar la maleta. Quedan tantas cosas por recoger. Tiempo habrá, cuando se formalice la separación.

El sonido del teléfono fijo la sobresalta, duda, por fin corre a cogerlo

–Dígame

–Carmen hija ¿qué es de tu vida? – reconoce el tono irónico de su padre, le está pasando factura por llevar tantos días sin llamarles. Inspira profundamente

–Hola papá ¿cómo estáis?

–Nosotros bien ¿Y vosotros, seguís vivos?

–No seas malo, he tenido una semana muy complicada, ni te imaginas – apenas puede terminar la frase sin que se le ahogue la voz. Las lágrimas fluyen por sus mejillas. Si él supiera el calvario por el que esta pasando su hija.

–Ya lo debe ser para que no hayas tenido ni cinco minutos para llamar a tus pobres padres. Bueno, se acabó el chantaje emocional. Cuéntame algo de ti, cuando vas a venir por casa

Carmen consiguió bandear la conversación aunque su ambigüedad no le pasó desapercibida a su padre que la conoce bien. Diez minutos de charla bien llevada en la que intenta evitar hablar de si misma y pregunta por su madre, por su hermana, cualquier cosa menos centrarse en ella

–Hija – Carmen conoce ese tono formal que precede a un dialogo padre-hija. Sabe como afrontarlo e incluso como desmontarlo

–Padre – responde con un fingido aire solemne. Suficiente para que al otro lado se reciba el mensaje subliminal que ella pretende. No es el momento papá, ahora no

Una pausa breve en la que de nuevo se siente culpable, esta vez por apartar a su padre. Papá, si tú supieras lo que tu hija está haciendo, lo que tu pequeña está destruyendo…

–Bueno cielo, te voy a dejar, dale un abrazo a Mario y cuídale, cada vez que miro al engendro que se ha echado tu hermana no dejo de pensar en la suerte que tenéis vosotros dos, así que ya puedes cuidarle.

–No te preocupes papá, un beso y otro a mamá – se despidió con un nudo en la garganta.

–Carmen – a punto ya de colgar, apenas puede contener ya la emoción

–Dime papá

–¿Nos vemos pronto, verdad? – ¿qué quiere decir, qué ha notado su padre para hacerle esa pregunta?

–¡Claro! – no puede articular más allá de eso

–Un beso hija, te quiero

–Un beso

Sale de la habitación rota ¿tan desquiciada ha estado viviendo estos días que hasta se ha olvidado de su familia? Tiene la boca seca, entra en la cocina y coge una tónica del frigorífico. Un vaso ancho, dos hielos, corta una limón. El primer trago calma la sed. Sin pensarlo se mueve hacia el salón con el vaso en la mano, toma la botella de Saphire y vierte un prudente chorro de ginebra, solo para darle sabor, piensa. Mira el reloj de la cocina cuando regresa con el vaso en la mano, apenas son las cuatro menos diez. No son horas de beber alcohol, ¡a la mierda! Replica mentalmente mientras se rebela tomando un nuevo trago que la enfrenta con el mundo, con su destino, con Mario, con los hombres, ¡a la mierda! repite en voz alta

Se sienta y apoya la cabeza en una mano, se sabe derrotada. Bebe, recuerda la ultima vez que compartió ese espacio con su marido imaginando escenas en las que él la incitaba a entregarse al italiano, en las que él dirigía una obra donde los protagonistas, Carmen y Doménico, danzaban al compás que Mario marcaba. Y ella aceptó y jugó con ganas ese juego que la seducía, que la excitaba. ¡Si pudiera volver atrás!

Bebe, arroja a la pila los hielos medio deshechos y los reemplaza. Toma otro botellín de tónica y vuelve al salón, esta vez el chorro de gin es mas que generoso. De nuevo en la cocina busca algo que acompañe a la bebida, sabe que tiene que comer aunque solo sea por evitar que el alcohol haga estragos demasiado pronto.

Ya no es tiempo de reproches, piensa mientras prepara un pequeño sándwich de fiambre de pavo con crema de queso.

Se acuerda de la nota que le ha dejado a Mario. No, no le gusta. Sale de la cocina y sube al ático, la vuelve a leer. La arruga y la arroja a la papelera, toma una nota nueva y escribe

Mario, me llevo la foto del lago de Como para que me haga compañía,

Volverá conmigo.

Carmen

¡No, no, qué está diciendo! No puede escribir eso, no es lo que Mario desea leer. Arruga la hoja, la tira a la papelera. Piensa, muerde un trozo del sándwich.

Un destello ilumina su mente. Acaba de estrenar un paquete de lonchas de pavo, algo que Mario aborrece y que solo toma ella. Recuerda sin ninguna duda haberle recordado a Mario el Jueves anterior que se le había acabado el pavo. Un escalofrío le recorre la espalda. ¿Es posible? Sale hacia la cocina, busca nerviosamente en el cajón donde suelen guardar los tickets de compra, necesita confirmarlo. Ahí está, el súper del barrio, comprado esta misma semana ¡oh si! Eso quiere decir…

No, no debe inferir nada a partir de algo así. Bebe un trago, no puede hacerse ilusiones, puede haber sido un gesto automático, quizás una ilusión pasajera, como ella con la foto del lago ¡Oh Dios! tiene que dejar de hacerse daño con esas cosas.

Pero ¿y si esto significa algo?

Sube precipitadamente y a punto está de caerse por las escaleras. Toma el rotulador y comienza a escribir de nuevo.

Parece ser que últimamente no podemos mirarnos a la cara sin discutir. Es una pena.

No me reconoces, me lo has dicho varias veces. Puede que tengas razón, tampoco yo me reconozco mucho.

El caso es que te miro y me sucede lo mismo, no te acabo de ver en esa persona fría, distante y agresiva en que te has convertido o en la que quizás te he convertido yo, no sé.

Me llevo la foto del Lago de Como. La he visto hace un momento y ahí si, ahí si te reconozco, a ti y a mi, a los dos.

Necesito tener esa imagen conmigo para saber quienes somos o quienes hemos sido.

No sé como acabará esto. Si al final todo se arregla la foto volverá conmigo. Si no lo conseguimos y aún así deseas recuperarla dímelo y haré una copia para mí.

Ya ves, lo que no logramos decirnos a la cara sin discutir parece más sencillo hacerlo por carta.

Un beso, te quiero.

Carmen

El camino hacia Madrid se vuelve sombrío. Tiene la trágica impresión de que ha salido por ultima vez de su casa, no quiere dejarse arrastrar por ese pensamiento que se vuelve obsesivo, que no consigue quitarse de la cabeza. Pone la radio con la intención de que la música consiga anular ese nubarrón que amenaza con hundirla en un estado depresivo que ya otea por su horizonte, pero cualquier melodía, hasta la más alegre, se le presenta melancólica, tararea mas la voz se le quiebra y enmudece.

Desiste pronto en su intento por aparcar cerca de la casa de Irene y se dirige al aparcamiento más cercano. Camina llevando la maleta, no está demasiado lejos y el bullicio de La Latina un viernes por la tarde comienza a despertar.

Las anchas escaleras se le antojan más largas, más empinadas, casi inacabables. Cargada con la maleta, soportando la débil luz que se apaga demasiado pronto, se detiene en cada rellano. ¡Qué diferente fue subir esta escalera con Irene, riendo, jugando, escondiéndose de las miradas furtivas que quizás las vieron besarse sin pudor.  Al fin llega a su destino. La casa se le figura hostil. Sin ella allí se siente una extraña. Deja la maleta abierta en el salón. Aún no sabe dónde, lo que si tiene claro es que se irá de allí antes de que regrese Irene el martes.

Se deja caer en el sofá, el silencio de la casa resuena en sus oídos y en contraste el ruido de la calle se cuela por la ventana y le recuerda que ahí fuera hay un mundo que sigue viviendo ajeno a su drama.

Se incorpora, ayer apenas tuvo tiempo para conocer la casa. La pequeña cocina tiene un frigorífico que la provee de una tónica  y un par de hielos. Husmea por los armarios buscando algo con lo que combinar. Sigue su búsqueda por el salón y al fin encuentra una botella mediada de Beefeater; es lo que hay, se resigna, se sirve un poco.

Curiosea los CDs que hay al lado del equipo de música. Sonríe al encontrarse una diversidad que no esperaba. Elije uno al azar y lo inserta en el aparato. La música disco comienza a sonar mientras ella sigue curioseando por la casa. Abre el armario y revisa la ropa, aparece el smoking que utilizó y surgen los recuerdos en tropel. Si estuviera Irene…

La casa se le cae encima, es la soledad la que la agobia, es la pena la que la está hundiendo. El bullicio de la calle la llama. Apura el vaso, echa un nuevo vistazo a la ropa de Irene, ¿por qué no? escoge una minifalda de ante negro, blusa de seda, chaqueta, zapatos de tacón. Hasta la lencería que elige es de ella. Se maquilla como lo hizo Irene y sale, camina sin rumbo, se sumerge entre la gente, necesita huir de los pensamientos que la atormentan. Huir, huir de sí misma. Aún es pronto pero la calles ya están llenándose.

Apenas son las seis de la tarde, no tiene una idea fija, solo quiere pasear, moverse, no puede volver a casa y estar sola. Al pasar frente a una peluquería de una cadena muy conocida ha visto de reojo su reflejo y, por un segundo no se ha reconocido. Esa chica de la minifalda no puede ser ella, parece mucho más joven. Se detiene y la contempla. Si, es ella, ahora si que se reconoce aunque hay algo en esa mujer que la conmueve.

Tristeza.

Entra, ha sido un impulso lo que la ha llevado a cruzar la puerta. Solo queda una clienta, quizás sea ya tarde, es viernes claro, deben de estar a punto de cerrar.

¿Que qué deseo? Si yo lo supiera…

–Quería cortarme el pelo – el corazón le da un vuelco, está improvisando, no sabe por qué dice lo que dice

¿Cómo? Duda, mira las fotos que cubren las paredes intentando hacerse una idea. Ve la portada de una revista sobre una columna en la que una modelo parece interpelarla.  Un titular en grandes letras asegura: “Vuelve el corte a lo Garçon”. Carmen  toma la revista en sus manos, la ojea, hay fotos antiguas de Mireille Mathieu y otras cantantes  y actrices mostrando el estilo clásico, con el flequillo recto y el corte por debajo de la oreja, luego siguen otras fotos más actuales, con el estilo adaptado, más modernizado.

–Lo quiero así

Se sienta, se abandona, se deja hacer, se sumerge en un mudo silencio mental mientras unas manos trabajan en su cabeza como lo podrían hacer en su cuerpo sin que ella opusiera ninguna resistencia. Así es su vida últimamente, abandonarse, dejarse hacer. Siente una especie de liberación al no tener que tomar ninguna decisión. Abandono, entrega, ahora es a esta peluquera que toma todas las decisiones sobre el destino de su melena pero podría ser a cualquiera que tomara posesión de ella, de su voluntad anulada, de su cuerpo, de su vida rota. Parece ridículo pero se siente… ¡tan liberada!. Durante ese tiempo que permanece tumbada en el sillón de la peluquería, está entregada, abandonada, con una extraña paz, sin tener que pensar, con una gran serenidad, sin tener que decidir, sintiendo como la manejan, como la moldean, como la tocan. Escucha el corte de las tijeras y le parece que con cada tajo le seccionan una parte de si misma.

“Estás perdida, sin rumbo, sin nadie que te guíe” La voz de Mahmud suena en su cabeza, casi le puede sentir apresando su garganta, al final apenas le apretaba, sabe que si hubiera querido la podría haber asfixiado, sin embargo había dejado de temerle, tal era su poder sobre ella, la miraba a los ojos de una manera que la dominaba. “Zorra” le decía, pero ya no le sonaba como un insulto, tan solo era una verdad, su verdad, esa es su condición. Sin darse cuenta había dejado de evitar su mirada. “Zorra” dicho en ese tono duro, casi escupido, ya no le produjo miedo. “Zorra”, escuchó una vez más como se lo lanzaba a la cara y tampoco le hizo sentirse humillada. Si en aquel momento la hubiese soltado pensó que no habría huido, lo pensó, si. Y como si él lo hubiera adivinado, abrió la mano y se separó de ella. No solo eso, la invitó a irse de allí, “Coge tu bolso y vete, mujer”.

Mujer, ¡como suena esa palabra en boca de Mahmud! Es como si le arrancase la ropa al pronunciarla, así es como se siente cuando le escucha, desnuda.  Quizás nunca se ha sentido tan mujer como cuando él la pronuncia: Mujer. O puede que sea otra forma de sentirse mujer, una forma que jamás ha experimentado antes, una manera de ser mujer que desconoce, que él le está dejando entrever poco a poco y que de momento solo intuye.

“Coge tu bolso y vete, mujer” No pudo moverse de la pared en la que estaba apoyada, es como si estuviese encadenada a ella. ¡No! le gritó. ¡No! le desafió. No, no, no podía irse, ahora no, ya no.

Estaba dispuesta a sufrir. ¿por qué? Porque lo ha perdido todo, porque ha hecho daño a todo el mundo, porque el castigo es quizás la única salida que le queda por intentar.

Pero tampoco tuvo suerte, incluso esa vía le fue negada.

–A ver qué le parece

La voz de la peluquera la saca del ensueño en el que se ha sumido.

La imagen que ve reflejada en el espejo es impactante. Se emociona, sabe que es ella pero le cuesta reconocerse. Acostumbrada a su melena lisa, a veces algo ondulada, que apenas ha cortado unos centímetros desde que tiene uso de razón le cuesta mirar a esa mujer que la observa con expresión de estupor al otro lado del espejo. No se reconoce pero le gusta lo que ve. Se siente liberada, como si se hubiese quitado un gran peso de encima.

Sale de la peluquería dejando atrás culpas, errores, insultos, vejaciones. La mujer que sale de allí es otra, ha roto con su pasado, la mujer que fue ya no existe, la ha matado ella  misma con su comportamiento. Se detiene ante un escaparate para mirarse. No, no se reconoce aunque descubre una vaga emoción gozosa que va cogiendo fuerza en su interior. “Si me viera Mario seguro que no me reconocería” piensa. Ahora si que parece mucho más joven, con el pelo corto, maquillada como no acostumbra a hacerlo. Sombra en los párpados, línea de ojos bien perfilada, los labios en granate oscuro, un toque de color resaltando los pómulos, la blusa ligera, vaporosa, con un primer botón bajo que deja entrever el nacimiento de sus pechos. Y esa minifalda que acentúa la longitud de sus piernas, largas “hasta el infinito y más allá”. Esa broma que se la ha venido a la cabeza le duele, le recuerda a alguien que ahora siente muy lejano.

Y por asociación de ideas y de personas… “Pareces una puta”, suena en su cabeza con el tono y timbre de su marido. No es cierto pero puede que fuera lo que el nuevo Mario, ese desconocido, le dijera al verla ahora. Es curioso, esa frase ya no la atormenta, ahora le recuerda a Mahmud, al castigo inacabado que la dejó insatisfecha, un castigo que busca, que acepta como expiación de sus pecados. Esa idea la obsesiona, expiar la culpa, purgar los errores, sufrir para renacer. De momento y hasta que no pueda cumplir ese objetivo solo es una zorra rechazada por todos.

Tiene que dejar de pensar, para eso ha salido huyendo de casa. Camina sin rumbo, pero sus pies la llevan por calles que reconoce, es curioso como el subconsciente te dirige sin que al principio sepas por qué. A mitad de camino Carmen ya sabe a donde quiere ir y no se resiste. Caza al vuelo un taxi. No, no sabe la dirección exacta, ya le irá indicando.

Cuando abre la puerta del pub reconoce el ambiente. Por un momento se siente algo intimidada, no tiene a Irene a su lado pero enseguida desecha ese absurda prevención, está entre mujeres, no tiene nada que temer.

Se dirige a la barra. Gin tonic por favor; es el tercero que toma, ¿o es el cuarto? ¡qué más da! Sabe que la miran, le gusta el ambiente, aquí no va a encontrar hombres que intenten agredirla. Deja la cazadora y el bolso en una banqueta cercana y bebe, la camarera le dedica una sonrisa. Poco a poco se va sintiendo más cómoda, más relajada, la música es fácil de seguir, tan diferente a la que suele escuchar. Sus ojos se cruzan por segunda vez con la mirada de una mujer que ha captado su atención, es tan… diferente, bastante mayor que ella, la vuelve a mirar y le sonríe. Carmen le devuelve la sonrisa y sigue su deambular por la sala.

Sin embargo no deja de pensar en ella. Es atractiva, Carmen le calcula… es difícil decir; su melena plateada le hace parecer más mayor de lo que sus facciones aparentan, quizás cuarenta y cinco, posiblemente menos pero esa melena blanca hace que los cálculos surjan sesgados. Sin embargo es ese detalle lo que la hace especialmente atractiva. Su mirada ejecuta una nueva batida de regreso y, ahí está, esperándola. Carmen huye de sus ojos; ¡Cobarde! Se ha debido dar cuenta. Aún así ha tenido el suficiente tiempo para captar algunos detalles. Es extremadamente elegante, sus facciones angulosas y sus ojos azules le recuerdan en parte a Lauren Bacall, quizás a Marisa Paredes.  Le sienta muy bien el cabello blanco, le sorprende el contraste con sus rasgos maduros pero aún jóvenes, ¿será ella capaz de lucir las canas con esa dignidad cuando lleguen? Cree haber captado un cuerpo estilizado en esa pose abandonada en el sillón, un brazo firme, dejado a lo largo del respaldo en una posición que no pretende ocultar, si los hubiera, esos signos de flaccidez propios de la edad. Es evidente que se cuida con rigor y constancia y eso le gusta, va con ella. Carmen se contiene y aguanta las ganas de volver a observarla mirando fijamente la pista de baile hasta que finge sorprenderse al escuchar unas risas a su derecha y se vuelve hacia allá no sin antes escanear a su objeto de deseo. Tampoco encuentra rastro de decadencia bajo ese mentón que sostiene con arrogancia una mandíbula firme y unos ojos que parecen disfrutar con el juego que ambas se traen.

Está perdida. La desconocida, se levanta con movimientos felinos y, sin apartar los ojos, avanza hacia ella. Carmen sabe que le ofrece una espléndida vista de sus piernas cruzadas, la escueta falda de Irene apenas cubre lo necesario. Su codo, apoyado en la barra sirve de firme apoyo a la mano que sostiene su mentón. Se presenta; Claudia, y estrecha su mano, otra sorpresa ya que Carmen esperaba el típico par de besos. Se deja mirar mientras inician una conversación protocolaria, ¿vienes mucho por aquí?, no recuerdo haberte visto… esas cosas.  Hablan, hablan o mejor dicho Claudia interroga y Carmen se deja interrogar ¿por qué no, por qué no dejarse seducir por una mujer? Ya sabe de qué va, es mucho más suave, más sensible, más tierno que con un hombre. A lo mejor su futuro está lejos de los hombres, quién sabe.

Se acaba la copa entre preguntas, confidencias y miradas a sus piernas cruzadas que amenazan con desvelar el color de su lencería prestada. Hace una seña a la camarera pero Claudia la invita a su mesa; allí pedirán, le dice. No espera su aprobación, se nota que está acostumbrada a imponer su criterio, piensa Carmen que se deja llevar cogida del brazo. Claudia la serena, la dominante, la enigmática. Claudia la sugerente, la mujer que le saca diez, quince años, que ha tomado el mando y su cazadora y que no deja de provocarle una extraña sensación difícil de definir. Ella lo sabe y teje la tela con cautela, sigilosamente para enredar a Carmen sin que ésta caiga en la cuenta.

Caminan despacio; la mano que rodea su brazo con la firmeza justa para guiarla roza su costado arriba, muy cerca del nacimiento de su pecho y Carmen no dice nada, solo escucha. Claudia si suele venir con frecuencia, le gusta el ambiente, la música. ¿Conoces a Silvia, una de las socias? no, claro que no, ya me dijiste que no has venido mucho. Yo si, para desintoxicarme del día a día, del trabajo, de mi marido. Carmen se sorprende. Si, estoy casada, remacha Claudia. Y tú también, le lanza junto a una mirada profunda

–¿Cómo lo has sabido?

–Enseguida lo supe, Hay algo en ti de transgresor, en tus gestos, en tu forma de mirar, de moverte. En cuanto te vi supe que no eras como las demás, que no eras lesbiana

Carmen sonríe con un tinte de tristeza. No, no es como las demás, quizás eso es lo que la aleja de Irene.

–Ni te imaginas cuantas normas he transgredido en los últimos tiempos, más de lo que nunca me planteé hacer en mi vida

–¿Estar conmigo puede ser una de ellas?

Claudia posa la mano en el hombro de Carmen y hace que descienda lentamente por su costado. Se miran, ninguna dice nada, el suave roce de los dedos discurre lentamente por su cuerpo disparando una electricidad que la obliga a entornar los ojos levemente, algo que no ha conseguido evitar y que no le pasa desapercibido. Llega a su cadera y retrocede, cuando alcanza su nalga toda su delicadeza se transmuta en pasión y se apodera de ella con fuerza. Los rescoldos del violento castigo que Mahmud le infligió se despiertan en su carne y en su cerebro. Carmen se tensa, lanza su mano en un gesto instintivo y le sujeta la muñeca

–Hoy me han castigado – quizás el alcohol hace que declare sin ambages

Ella la mira a los ojos

–¿Te van los juegos duros?

–No es un juego, es un castigo – Claudia renuncia y vuelve a sujetarla del brazo

–¿Es por eso por lo que te han castigado hoy, por tanta transgresión?

Carmen asiente, piensa en Mahmud, revive la bofetada que la obligó a aferrarse a la pared para no caer, rememora su entrega: culo hacia fuera, riñones hundidos, deseando sentir de una vez por todas el lacerante dolor de la fusta, ¡si, joder, dámelo ya!

Asiente con la cabeza lentamente. Si, es por eso por lo que pide el castigo que no llega, que también le es negado.

Y mientras se acercan al sillón que parece tan lejano, como si todo se ralentizara, los dedos que aprietan su bíceps inician una leve presión, un jugueteo que le recuerda los ejercicios de piano que repetía una y otra vez, incansablemente cuando era niña: sol do re mi fa sol, do do. Se le eriza el vello de la nuca y al mismo tiempo nota como sus pezones luchan contra el leve tejido del sujetador malva de Irene.

Se sientan. Ella mas bien se deja caer y la mano que jugueteaba en su brazo aterriza con extrema suavidad sobre su muslo, Carmen no puede evitar que sus ojos sigan ese gesto antes de volver a mirar a Claudia que le devuelve una sonrisa con la que parece decirle “no temas”. ¿Por qué se siente tan pequeña?

–¿Cuándo lo descubrió? – Carmen vuelve los ojos hacia Claudia, parpadea. La pregunta la encuentra perdida en sus pensamientos mientras sigue el devaneo de esos dedos largos, finos, de uñas cuidadas por sus piernas – Tu marido, ¿cuando descubrió que tenías un amante?

Sonríe, entorna los ojos. No Claudia, el asunto no es tan prosaico, piensa

–Lo supo desde el primer momento, incluso antes de que fuéramos amantes. Es más, él fue quien me estimuló para que me acostara con Doménico – Carmen sonríe ante la exagerada expresión de sorpresa de Claudia – Estuvo presente cuando me acosté con él

-Te estimuló –le sorprende la expresión que ha empleado Carmen – Un marido complaciente sin duda

–No le hace justicia ese calificativo

–Entonces, ¿no es él quien te castiga? – Carmen mira más allá de Claudia.

–No, no es él, aunque también me está castigando, pero de otra manera

Carmen toma el vaso y bebe un largo trago, el alcohol está haciendo estragos en su conciencia.

–Creo que estoy siendo indiscreta – Carmen le acaricia la mejilla. En las distancias cortas se aprecia mejor el paso de los años. Las ojeras que el maquillaje intenta ocultar, los surcos que cruzan sus mejillas y que le dan expresividad a su rostro, ese diente astillado que intenta ocultar cuando sonríe bajando el labio superior. Carmen supone que ha debido ser un accidente muy reciente porque una mujer tan exquisita como ella no estaría allí con esa pequeña tara sin corregir. Recupera el hilo de la pregunta. ¿Indiscreta?

–En absoluto – Responde, quizás hablar le ayude y Claudia puede ser tan buena escuchando como cualquier otra persona. Suspira profundamente – Se llama Mahmud

–Mahmud. Dicen que los árabes son expertos en ciertos placeres…

–No lo sé – la interrumpe – él solo me castiga, en realidad dice que me educa, pero eso a mi me da igual, yo busco el castigo.

Claudia enmudece, la estudia durante unos segundos, Carmen se deja.

–¡Vaya, es toda una confesión!

–Madre, perdóneme porque he pecado –  teatraliza Carmen intentando quitarle hierro a una  conversación que se le está yendo de las manos, luego la sonrisa se desvanece lentamente de su rostro

–Mea culpa – susurra Claudia

–Mea culpa – repite Carmen. Durante unos segundos se miran a los ojos, es un momento en el que, sin palabras, ambas mujeres se comunican, se posicionan. Claudia serena, hierática, firme; Carmen doliente, expectante, herida, derrotada.

Claudia se aproxima, sus labios rozan la boca de Carmen, con la punta de la lengua dibuja el contorno de sus labios que se abren instintivamente, los dedos que juegan entre sus muslos presionan pero no pueden ahondar y optan por escalar el abultado pubis y alcanzan la delicada puntilla de la braga. Carmen contrae el vientre al sentir el roce de los dedos que se doblan y se cuelan bajo el tejido.

–Pecadora – le susurra. Carmen se tensa

–No es un juego Claudia

–Hace un momento lo parecía. Madre, perdóneme… – la imita. Carmen se aparta avergonzada

–Quizás me equivoqué

–No te has equivocado, simplemente intentabas huir – la besa, le muerde el labio inferior, aprieta y observa el gesto de dolor, muerde sin piedad, escucha el gemido de Carmen que se estremece al sentir el agudo pico del diente roto clavándose en su carne, la aparta y se tapa la boca con el dorso de la mano. La mira con expresión de incredulidad, de súplica, parece preguntar por qué le inflige ese dolor – Intentabas escabullirte, ¿a que sí? Pero no, no es un juego, yo no he dicho que sea un juego – Le lame la pequeña llaga de la que comenzaban a brotar dos minúsculas gotas de sangre – Vamos, confiésate

Claudia se aparta, Carmen refugia el labio herido dentro de su boca para calmar el escozor con su propia saliva. Ambas acuden a sus copas para ganar tiempo, para calmar la agitación que las consume. Comienza a hablar. El alcohol la confunde, le impide ordenar los hechos. Aparece Carlos, su iniciación. Mario voyeur, proxeneta, manipulador, amor, amado, amante, compañero y amigo ante todo. Surge Roberto su perversión, se inicia su pérdida de valores y Mario se desdibuja, se destiñe, a veces desaparece irreconocible tras la máscara de un juego en el que Carlos toma el testigo y asume el rol del amigo, del confidente en la distancia que calma las dudas, acompaña en el asedio, sofoca la vergüenza y llena la soledad no cubierta por Mario. Brota la intimidad emocional a través del teléfono, crece día a día y provoca la inesperada declaración de amor de Carlos y, ahora lo entiende, la crispación que evitó mostrar su propia ternura al escucharle, la dureza con la que exageró su rechazo para que él no la descubriera no, para que no supiera,…

-¡Oh Dios!

-¿Qué te ocurre?

Carmen niega con un gesto, calla, está hablando demasiado, es el alcohol, lo sabe.  Luego continúa,  relata la ruptura con Carlos, su dolor, la búsqueda de consuelo en el amigo, el esposo ausente, la soledad, la incomunicación con Mario esa noche, la veleidad de su marido que no está cuando le necesita y el despecho que la lleva a provocarle. Después, el desafío con Doménico; es el mismo juego que ya jugaron, si pero, ahora lo sabe, ya había algo más, tenía que demostrarle algo, ya no jugaba su juego, ya no iba a ser su marioneta. Y el juego se descontrola con la aparición de las drogas, con la pasividad de su esposo y su entrega a los placeres de su amante. Luego, la sensación de pérdida, el desencuentro en la pareja, el velado rencor. Y llegó la separación, el descontrol, el vértigo, la soledad. Después, Irene y el descubrimiento de la Mujer, con mayúscula.

–Hasta hoy – concluye

–¿Tuviste miedo de los sentimientos de Carlos?

No lo esperaba. Claudia ha puesto el dedo en la llaga y el alcohol que corre por la venas de Carmen y que inunda su cerebro no sofoca la respuesta que tantas otras veces ha logrado cercenar de raíz, aún así consigue matizarla

–Si, claro – pero Claudia ataca, sabe que la tiene arrinconada

–¿No será que tuviste miedo de tu propios sentimientos?

Carmen recibe la pregunta como si fuera una daga en el centro de su pecho. Lo sabe, lo ha sabido siempre. Claudia inspira profundamente y entra a matar

–Quizás, puede, si

–¿Estás enamorada de Carlos, verdad?

-¿Por qué dices eso?  - se defiende

-Te tenías que haber visto. Cuando has empezado a hablar de él te has transfigurado, tu voz, tu rostro, toda tú has cambiado. Niña, estás enamorada de ese hombre, reconócelo

Carmen escucha la voz de Claudia, suena en sus oídos, retumba en su pecho, repite esas palabras mentalmente, las escucha con su propia voz. Jamás se ha atrevido a pensarlas pero ahora que lo ha hecho sabe que siempre han estado ahí, en su mente. Se resiste, se rebela

–Amor, es demasiado decir, le quiero, ¿cómo no quererle?

–Mientes. Estás enamorada de Carlos

Como un puñetazo en su pecho, así siente esas palabras Carmen. La mirada de Claudia parece taladrarla

–Si

–¿Si? – Carmen no puede apartar sus ojos de ella, ¿acaso no le basta? Se lleva las manos a la cabeza, se aprieta las sienes, cierra los ojos

–Si, estoy enamorada de Carlos si, le quiero.

–Y por eso te estás autodestruyendo, por haber renunciado a él.

Carmen se deja caer en el mullido respaldo del sillón, sus ojos húmedos  se pierden en el techo, la punta de la lengua recorre la herida que  cruza su labio. Escuece, como le escuece el alma. Al cabo de un rato vuelve sus ojos hacia Claudia. La desafía.

–No me conoces, no sabes nada de mí

–Eso es verdad cariño y puede que me haya equivocado en algunas cosas, pero reconocerás que en la mayoría he acertado de lleno.

No, no la conoce, no comprende nada, no puede entenderlo.

Claudia toma su copa, bebe un largo trago, la mira y sonríe, luego parece abstraerse y comienza hablar como si lo hiciera para sí, como si estuviese sola

–Ahora me encaja todo, no acababa de entender porque le entregabas a esa mujer a tu esposo. ¡Claro! para tener el camino libre hacia Carlos, para poder amarle sin remordimientos.

–¡Qué estás diciendo! – Claudia se vuelve hacia ella como si no se hubiese dado cuenta de que estaba hablando en voz alta

–¿Es eso verdad? Si esa mujer…

–Graciela

–Si Graciela ocupa tu lugar, tú puedes recuperar a Carlos y esta vez no tienes por qué negarte que le amas, nada te impide responderle, decirle que tú también estás enamorada de él

Carmen se incorpora, la mira con furia

–No sabes lo que dices, te estás montando una historia absurda, te recuerdo que aquí la psicóloga soy yo

–Pues ya veo lo bien que te ha ido hasta ahora, querida

Carmen acusa el golpe. Es cierto, toda su experiencia, todo su bagaje profesional no le ha servido para nada, se está hundiendo y no encuentra herramientas para salir a flote.

–Yo quiero a mi marido – dice cargada de tristeza

–¿Le quieres?

–Estoy enamorada de él

–Piénsalo bien, te escucho decirlo y, me cuesta creerte

No encuentra argumentos para rebatirla, el alcohol  merma sus facultades para un debate que, en otras circunstancias, tendría ganado. Sabe que no tiene razón, lo sabe

–En fin, por hoy es suficiente, ya te he desgarrado bastante.

Se vuelca sobre ella, la besa, Carmen se resiste, teme un nuevo arranque de crueldad pero al fin cede. Todo es ternura, Claudia la acaricia, la mima, sabe que ahora solo necesita refugiarse en ella y olvidar el veneno que acaba de inocularle. Por unos momentos Claudia se convierte en madre pero el deseo la puede, el cuerpo de Carmen es demasiada tentación, se excita y las caricias se vuelven mas y mas sensuales. Sus labios se ceban en el  cuello, el punto débil de su joven presa y cuando su respiración se convierte en claro jadeo la abandona. La expresión de desolación de Carmen la hace reír.

–No, no fumo

Los dedos que le ofrecieron tabaco recorren su brazo, se deja hacer, le sonríe, es tan agradable. Hablan, regresan a las banalidades aunque Carmen sigue con el corazón atravesado por esa verdad que se ha atrevido a reconocer. Amor, amor dividido, amor a dos hombres, amor que no entró en competencia mientras fue negado. ¿Qué habría sucedido si se hubiera atrevido a reconocerlo, a declararlo, a reclamarlo, a vivirlo?

La observa mientras caza al vuelo a una chica y le pide fuego, Carmen se relaja, disfruta ese gesto seductor con el que sujeta la mano que le prende el cigarro y luego agradece con una mirada antes de volver a prestarle toda su atención. Al fondo está la pequeña pista donde algunas parejas bailan, siguen el ritmo de una balada de un grupo que no conoce. Hay tantas cosas que desconoce.

Cambia la música y Carmen siente como se le dispara la emoción.

–Ven, vamos a bailar – Claudia sonríe pero comienza a negar con un gesto

Carmen escucha y nace una sonrisa en su rostro, Shine on your crazy diamond tiene un significado especial para ella, para su pasado, pero tiene que cargarlo con otras vivencias ahora mismo o se hundirá. Se levanta y toma de las manos a Claudia

–Por favor baila conmigo

–Ve tú, quiero verte bailar, te veré desde aquí

–¿Por qué?, ¡baila conmigo! – Claudia sonríe pero hace un gesto renunciando

–Eres, demasiado alta, no me gusta que mi pareja me sobrepase

Claudia le hace un gesto para que vaya a la pista. Carmen se sienta

–No, es igual, no me apetece bailar sola. Esta música tiene un significado especial para mí; si no bailamos ahora – clava sus ojos profundos en ella – me va a hacer mucho daño

–Sal a bailar, te disfrutaré igual

–No. déjalo, no importa

–¿Ni siquiera para darme ese placer?

Claudia se acerca y la besa, Carmen la mira, tiene que hacer algo para exorcizar esa música que está a punto de hundirla. Son demasiados recuerdos, tantas veces lo ha bailado con su marido en lugares parecidos, abrazados, besándose, diciéndose cuánto se aman. Bebe un largo trago, por fin se levanta, continúa indecisa pero si se queda sentada se va a hundir en esos recuerdos que ya no son agradables. Da unos cuantos pasos hacia la pista, se nota torpe al caminar,  demasiado alcohol. Comienza a moverse sensualmente sin dejar de mirar a Claudia, le excita exhibirse ante ella, las parejas que bailan a su alrededor la observan con deseo pero su mente está en otro lugar ¡Mario, Mario dónde estás! ¿Será cierto que lo ha arrojado a los brazos de Graciela para poder sentirse libre de amar a Carlos? Se detiene, vuelve a la mesa y se inclina apoyándose en el respaldo del sillón.

–Baila conmigo

–No querida, ya te he dicho…

Carmen se descalza, aparta los zapatos hasta dejarlos al lado del sillón y extiende los brazos llamándola. Claudia aún tarda unos segundos en reaccionar, cuando se sitúa frente a ella son casi de la misma estatura.

–¿Ahora si bailarás conmigo?

Claudia sonríe satisfecha, la rodea por la cintura y la besa.

–Vamos

Se deja llevar de la mano. Claudia se pega a su cuerpo, rodea su cintura y ella la abraza, siente sus labios en el cuello, el roce de su cabello en su rostro le produce un cosquilleo agradable. Claudia le hace bajar los brazos para poder abrazarla, no está acostumbrada a bailar en esa posición pero cede y rodea su cintura con sus brazos, siente sus caderas oscilar y cambia, pone sus manos en sus caderas buscando sentir mas ese movimiento sensual que la excita. Claudia la besa justo cuando la música hace un crescendo en el que las voces entonan el título de la canción y Carmen recuerda que siempre, siempre la entonábamos al unísono los dos, abrazados, bailando lentamente como ahora lo hace en brazos de Claudia. Carmen rodea su cintura y la estrecha, siente como Claudia aprieta fuertemente el abrazo y muerde su cuello.

Desfallece, se entrega, se refugia en esa mujer que le ofrece la protección de su regazo.

–¿Vas a ser buena conmigo?

No sabe de dónde ha salido esa frase, ha sido ella si, pero ¿por qué, por qué ha dicho eso? Tiene una sensación en el pecho, un temblor que, si lo dejase crecer podría acabar sollozando, y eso no, no va a ocurrir.