Diario de un Consentidor (63)

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

-        “Todo empezó como una broma”

Carmen no ahorró detalle en su relato aunque evitó entrar en descripciones escabrosas. Comenzó a describir la trastada, - así la definió -, que me inventé camino de Sevilla y cómo le fuimos dando forma kilómetro a kilómetro hasta construir unos personajes que nos iban a servir para llenar de morbo y aventura el tiempo libre que nos quedaría durante aquel congreso. Se trataba de un juego inocente en el que nos comportaríamos como si fuéramos  amantes ante otra persona, nada más. Pero ella descubrió algo nuevo; la insoportable excitación, nunca imaginada hasta entonces, que le supuso presentarse ante un desconocido como si no fuese ella, usando una personalidad diferente, protegida tras un anonimato que le permitía ser, decir y hacer cosas que jamás se hubiera atrevido bajo la piel de Carmen. Descubrió que esa libertad para transgredir le gustaba más, mucho más de lo que había llegado a apreciar en un primer momento.

Representar nuestros papeles ante Carlos nos excitaba, jugábamos a ver quién era el más atrevido de los dos, el que llevaba su personaje más lejos. Carmen me describió como un jugador siempre dispuesto a echar un pulso más osado, arriesgando, siempre subiendo las apuestas, y a ella misma como la perfecta compañera de juego, lanzada, dispuesta a asumir el riesgo, lista para responder “lo veo” a todas las propuestas por fuertes que fueran,  disfrutando con el morbo hasta el punto de ser ella la que, dejándose llevar del impulso por lanzarme un órdago ganador, se inventó la historia de la orgía sin calcular que en aquella partida se estaba jugando con los sentimientos de una tercera persona.

Doménico escuchaba atentamente sin interrumpirla. A veces Carmen se demoraba en una pausa eligiendo las palabras adecuadas o poniendo orden en sus recuerdos, como cuando tuvo que explicar las contradicciones que experimentó cuando tras haberse declarado libertina se quedó sin argumentos para frenar los avances de Carlos.

Acompañó otro largo silencio mientras mi mujer se perdió rememorando la huida de Sevilla antes de poder expresarla en palabras, una huida que la hizo sentirse cobarde, ruin.

A pesar de todo, a medida que el relato avanzaba Doménico veía perfilarse una pareja enamorada. Meses después me contaría que lejos de encontrar una historia sórdida o vulgar en la que el argumento principal era el sexo y la lujuria, lo que Carmen le describió aquella tarde fue una historia de amor, compleja y poco ortodoxa, pero muy profunda.

Una historia de amor que se le hizo evidente cuando Carmen le contó el reencuentro con Carlos aquel otoño y mi papel decisivo para que este encuentro se produjera. Doménico sonreía mientras Carmen, con los ojos brillantes por el recuerdo, le relataba cómo fuimos juntos a elegir el regalo de Navidad para su amante o como fui yo quien la convenció para que durante mi ausencia, cediese al deseo y le permitiese venir a Madrid a estar con ella.

-        “Está enamorado de ti, no me queda ninguna duda” – sentenció Doménico.

-        “Ya te lo dije” – replicó Carmen con una dulce sonrisa en los labios.

Luego, el capítulo más doloroso, el enamoramiento presagiado y la brusca ruptura contada con la voz rota, con grandes pausas que él respetó tomando sus manos para ayudarla a continuar.

Cuando acabó, Doménico pensó que no podía culpar a Carlos por haberse enamorado de esa mujer que tenía en sus brazos y que le miraba expectante como si esperase un veredicto.

Tras unos segundos que a ella le parecieron eternos, apuró su vaso y la miró a los ojos. Luego exhaló un profundo suspiro.

-        “¡Sois unos cabrones!” – dijo exagerando su acento italiano, marcando la erre.

Y rompió a reír para provocar que toda la emoción contenida tuviera una vía de escape. No se equivocó, Carmen estalló en una risa nerviosa y se echó las manos a la cara intentando ocultar unas lágrimas que escapaban de su control, se volcó hacia delante y se refugió en su pecho. Doménico la acogió en sus brazos pero enseguida se repuso y, ocultando el rostro tras su melena buscó un pañuelo en el bolso y recompuso el rímel. Luego pareció excusarse con un gesto que Doménico rechazó con la mano.

-        “Muchos recuerdos de golpe”

-        “¿Sigues queriendo mi opinión?” – Carmen afirmó con un gesto mientras seguía perfilando el contorno de los ojos con el pañuelo.

-        “Siento una cierta simpatía por Carlos. Si, no me mires así; el pobre jugaba a ciegas un juego del que desconocía las reglas. Te aseguro que si yo hubiera estado en su lugar me habría enamorado de ti hasta los huesos, como lo oyes. Lo que pasa es que juego con ventaja, conmigo has sido sincera y desde el principio me has contado las reglas, cosa que agradezco.“

Doménico la miró con indulgencia y la besó con ternura antes de continuar. Carmen parecía una niña frágil e indefensa.

-        “Pobre Carlos. Conoce a una pareja de amantes. Sabe que hay por ahí un marido del que apenas le cuentan alguna otra cosa y por si fuera poco, tu marido se desmarca y le dice que él no es ni tu novio… ¿cómo era? si, ni tu novio, ni tu hermano ni tu marido, ¡vía libre! Además llegas tú y dejas caer, como si nada, que has estado de orgía con unos amigos y además te has descolgado de Mario con el que habías llegado a Sevilla. Carlos cree tener el campo libre. ¡Pero…! cuando el pobre infeliz intenta darte un beso o rozarte más allá de lo permisible… aparece la Carmen indecisa, la mujer decente, con escrúpulos y le frena en seco. Bien, el chico no se vuelve loco de milagro y se deja guiar por Mario.  Finalmente, te tiene, casi te tiene, estás a punto de ceder, de ser suya y entonces, en un arranque de carácter rompes la baraja y… No se Carmen, intento imaginar la cara que se le debió de quedar cuando os fuisteis de allí, ¡todo porque te enteras de que hay unas habitaciones reservadas! ¡Tú, la chica de la orgía!” – Doménico hizo una pausa pero Carmen permaneció muda” – “Al día siguiente apareces como si nada y aceptas una nueva cita para comer con él y despediros, lo cual parece una promesa de algo más; cita, por cierto, a la que no apareces. Jugaste con él, así es como se debió sentir ese día”

Carmen mantenía la mirada baja, escuchaba en silencio, parecía abatida, como si estuviera escuchando una sentencia de culpabilidad.

-        “Al final, tras dejarle en la estacada y recuperarle, después de mucho trabajo acabas acostándote con él. Lo que ocurre es que, entretanto ha habido confidencias, amistad, intimidad y, como no podía ser menos, se vuelve loquito por ti porque, sin un marido en activo, contando con un amante cooperador y siendo como eres ¿quién no se enamora? Entonces te das cuenta de lo que está ocurriendo y cuando quieres volver a poner las cosas en su sitio ya es tarde y lo que haces  es darle una ducha de agua fría. De nuevo en un alarde de Jeckyll-Hyde en femenino le vuelves a dejar en la estacada. ¿Te extraña que su cerebro sufra un cortocircuito y diga cosas que seguramente no piensa en realidad? Ha sido tu confidente y tu mayor apoyo durante unos meses que, según me has dado a  entender, lo has pasado muy mal, te has refugiado en él más allá de lo puramente sexual y él, Carmen, se lo ha creído, eso es lo que ha pasado. Ahora se siente como un kleenex, arrugado, sucio, lleno de lágrimas y de mocos, tirado al suelo, pisoteado. Por eso se revuelve contra ti, ¿te extraña?”

Carmen había seguido su razonamiento en silencio, como si estuviese descubriendo algo insospechado, agachó la cabeza y comenzó a afirmar, parecía derrotada.

-        “A lo mejor me he pasado un poquito” – intentó matizar al ver el efecto que sus palabras le habían causado.

-         “No, tienes toda la razón”

-        “Juegas al ajedrez? – Carmen pareció regresar de un lugar muy profundo, sin duda estaba analizando todo lo que él le había hecho afrontar.

-        “¿Qué?, si, más o menos, lo suficiente”

-        “Digamos que Carlos ha sucumbido a un jaque en el que las piezas atacantes son la dama y el rey, algún día jugaremos ese mate sobre el tablero. En este caso la dama y el rey atacantes eráis Mario y tú. Carlos no tuvo defensa posible, entre otras cosas porque el rey enemigo estaba camuflado”

-        “Casi parecía una pieza amiga” – dijo para sí Carmen.

-        “Cierto, pero en mi caso, en la partida que acabamos de empezar no hay trampas, tú me has contado de que va el juego, sé quién es el rey, ya conozco a la reina y aunque me gusta mucho, aunque me la  quiero comer entera no voy a sucumbir al jaque como el pobre Carlos”

Doménico se acercó a ella y la besó en los labios suavemente una vez, luego otra vez con mayor intensidad. Se quedaron en silencio, mirándose a los ojos. Parecía tan frágil.

-        “Creo que necesito enrocarme para evitar este jaque de dama rey porque esos ojos negros que me están mirando pueden acabar conmigo” – dijo en un susurro y volvió a besarla arrastrándola hacia atrás cayendo ambos contra el mullido respaldo de los sillones.

-        “No voy a sucumbir a la dama, no, sería un imbécil si lo hiciese” – volvió a besarla con infinita suavidad – “Voy a enrocarme, necesito tiempo para establecer una alianza con el rey enemigo, esa es la mejor estrategia, sin duda; aliarme con el rey para protegerme de la dama, así podré estar cerca de ella sin correr el riesgo de acabar como Carlos”

De nuevo sintió como la mano de Doménico recorría su costado buscando su axila. Sintió el roce del pulgar en la base de su pecho y un disparo de placer erizó su piel y se extendió por su pecho, notó como su pezón se erguía esperando más, deseando más. Carmen separó su boca y le miró a los ojos.

-        “¿Qué quieres decir?”

-        “Mario era un rival para Carlos aunque a veces funcionase como colega, pero frente a ti no dejaba de ser un oponente, un rival” – sus labios se fundieron de nuevo interrumpiendo la frase pero Carmen quería saber y se separó mirándole interrogativa. – “Si Mario y yo conseguimos ser amigos, tú, su esposa, serás…” – Doménico elevó los ojos buscando la palabra adecuada pero Carmen ya había entendido el concepto y la emoción de lo que intuía atenazó su garganta impidiéndola respirar.

-        “¿Intocable?”

-        “¡Por Dios, espero que no!” – imploró estrechándola – “Me muero por acostarme contigo, pero… ¡ay del que intente quitarle la chica a mi amigo! ¿entiendes?”

¡Claro que lo entendía! La amistad entre ambos hombres sería el antídoto contra el amor entre Doménico y ella; ese era el razonamiento del italiano. Su rostro se iluminó con una sonrisa cargada de ternura, ¿cómo podía ser tan noble?

Quizás fue la excitación acumulada a lo largo de toda la tarde, puede que fuera el alcohol o el profundo agradecimiento que sintió ante la lealtad de ese hombre que la deseaba y no pretendía robársela a su marido. Llevaba toda la tarde controlando, evitando ir más allá, deseando y al mismo tiempo frenándose. Su cuerpo vibraba, latía, ardía de deseo. Cuando Doménico la volvió a besar, sus labios se abrieron sin oponer resistencia y al mismo tiempo que su sexo se abría en sincronía con su boca, su cuerpo deseó tenerle. Su abrazo se hizo intenso, deseó cobijarle, hubiera dado un mundo por poder abrazarle también con sus muslos, por poder tenerle entre sus piernas. Sus pechos, pegados al torso masculino, rechazaban la ropa que se interponía entre ellos, querían sentir piel, roce, calor. Terminó bruscamente el beso y le fulminó con esa mirada que es capaz de hacer que te fallen las piernas.

-        “¿Has estado asediando las torres enemigas toda la tarde y ahora me dices te vas a enrocar? – Doménico sonrió mientras sus manos no dejaban de acariciarla.

-        “Si, algo así, necesito tiempo para…”

-        “¿Enroque corto o largo?” – Doménico la miró sorprendido sin entender el sentido de su pregunta. – “La torre cercana al rey o la más alejada” – especificó Carmen

-        “Ya, ya se lo que… – titubeó sin llegar a comprender del todo.

-        “Elige” – le pidió con una sonrisa seductora mientras acariciaba su mejilla.

-        “¿Qué más da?”

-        “!Elige!” – exigió con urgencia

-        “Enroque largo” – dijo alzando los hombros.

-        “Buena elección”

Carmen puso su mano izquierda sobre la que Doménico mantenía en su costado y las hizo descender hasta su cintura al tiempo que con la derecha levantaba el jersey lo suficiente para poder ocultarlas bajo la prenda. Inició entonces un movimiento de ascenso rozando su piel. Doménico se dejaba hacer obediente. Ambas manos se movieron en sincronía hasta alcanzar su pecho derecho, el más alejado de él, sobre el que se abrieron, su propia mano y la cautiva, abarcando la copa. Carmen miró al atónito hombre que no acababa de creer lo que sucedía. Le sonrió tranquilizándole, su mirada reflejaba serenidad, pasión y un intenso placer. Era la consumación de algo muy meditado durante el discurso de Doménico.

No satisfecha, Carmen hizo que ambas manos se separaran de su cuerpo y con su derecha retiró la copa del sujetador luego las volvió a posar sobre su pecho desnudo. Su mano derecha salió al exterior y le acarició la mejilla. La izquierda, que aun se mantenía sobre la mano cautiva como si fuera dueña de sus acciones, ejerció una leve presión que se transmitió a su seno. Le susurró con ternura rozando su oído con los labios.

-        “Enroque largo, rey sobre torre, la más alejada, pero me temo que eso no te libra del ataque de dama”

-        “¡Eres… eres… increíble!” – la emoción apenas le dejaba hablar.

Se fundieron en un beso apasionado, Doménico recorrió su pecho desnudo como si quisiera memorizarlo. Luego, pasado el primer momento, comenzó a acariciarlo con suavidad, jugando con su pezón, arrancando gemidos de su garganta. Tardó poco en desnudarle el otro pecho; su mano vagaba de uno a otro como si no se acabase de creer el regalo que esa mujer le acaba de hacer.

Así los encontré, con el rostro hundido en su cuello y el brazo perdido bajo el jersey de mi mujer, recorriendo sus pechos. Cuando Carmen entreabrió los ojos y me vio frente a ellos. No se sobresaltó, me envió una sonrisa llena de cariño y sensualidad. Doménico se volvió hacia mí; parecía violento, debió intuir que era yo. Carmen le murmuró algo al oído y su mirada cambió. Un latigazo de placer estalló en mi nuca, recorrió mi espalda y se extendió por todo mi cuerpo hasta atrapar mis genitales. Me acababa de identificar, aquel era yo, el cornudo.

….

Cerré la carpeta de un manotazo, apoyé los codos en la mesa y oculté mi rostro entre mis manos. ¿Desesperación? No exactamente. Excitación, ansiedad, intranquilidad, morbo, inseguridad, placer, miedo, riesgo, vértigo, lujuria, peligro, deseo…

Mis intentos por mantener una actividad normal en mi despacho eran inútiles. Miré el reloj por enésima vez, seguían siendo las ocho menos cuarto, exactamente como las tres o cuatro veces anteriores que interrogué al mismo reloj que, con infinita parsimonia, se empeñaba en arrastrar el segundero como si pesase una tonelada. Me encontraba solo en el gabinete. Una hora antes tuve que sufrir estoicamente el preocupado acoso de mi socio, empeñado en que me fuera a casa a cuidarme esa rara neuralgia que había intentado tratar con café de máquina. Con escaso éxito intenté tranquilizarle y a duras penas conseguí que se fuera, pero la soledad de esta última hora me había dejado a merced de los fantasmas que me acechaban al menor descuido. Para bien o para mal estaba siendo vapuleado por una de esas tormentas que ya por aquellas fechas comenzaban a ser habituales. Unas veces en la cresta de la ola del morbo, sacudido por infinidad de imágenes procaces, incluso soeces, para a continuación caer por una vertiginosa pendiente hacia una profunda sima de desesperación y pánico ante la idea de perder a Carmen expuesta a otros hombres, a otras caricias, a otros cariños. Luego, de vuelta a la sinuosa colina de las escenas tórridas en las que Carmen, mi esposa, mi mujer, mi niña, era presa fácil del italiano que la besaba y poco a poco se adueñaba de ella deshaciéndose una a una de sus prendas, desnudándola, acariciando cada rincón de su cuerpo, penetrando en su sexo…

Salí del despacho huyendo de la vorágine de emociones, imágenes, pensamientos y locuras que se me venían a la cabeza. Recorrí el gabinete sin rumbo fijo, guiado tan solo por la luz que llegaba  a través de los ventanales. Entré en el despacho de mi socio y me asomé al balcón que hace esquina a la glorieta; el aire puro y frío llenó mis pulmones. Aspiré profundamente una, dos, tres veces. Fue como si aquel torrente de oxígeno en la sangre limpiase mi cerebro de algún virus que estaba carcomiendo mis ideas.

Miré hacia abajo. La gente caminaba como hormigas, ajena al drama que se desarrollaba unos pisos más arriba sobre sus cabezas. Un hombre perdido en sus propias contradicciones, dominado por unas pasiones que ponen en entredicho la estabilidad de su matrimonio, que hace peligrar lo que más quiere en este mundo y que asume ese precio a cambio de la más intensa experiencia de la que no puede ya prescindir.

Apoyado en la balaustrada de piedra del balcón me di cuenta de que no había vuelto a pensar en Graciela. De nuevo, como ya sucedió con Elena, cualquier otra actriz quedaba oscurecida ante la presencia en escena de Carmen. No necesito más, la obra que quiero ver representada se limita a mi esposa y sus amantes. Y yo como espectador y, a lo sumo, como actor invitado. Lo tenía tan asumido ya entonces… Mis movimientos para atraer a otras personas son pura estrategia orientada a conseguir que la prima dona dance con el primer bailarín una danza más armónica, más bella. Todos los demás somos comparsas dedicados a su mayor lucimiento.

¿Acaso no deseaba a Graciela? Sí, claro que sí, es hermosa, atractiva pero… si nunca antes había necesitado una aventura con ninguna otra mujer que no fuera Carmen tampoco entonces lo necesitaba salvo que fuera estrictamente necesario para mis planes. Así de frío y calculador me sonaba a mí mismo pero era la cruda realidad, no necesitaba a ninguna otra mujer que no fuera Carmen, ¿por qué entonces sentía esa compulsiva necesidad de arrojarla a los brazos de otros hombres? ¿Qué  me incitaba a correr el riesgo de abrir una competición que Carmen nunca había necesitado y en la que quizás alguna vez podía no acabar siendo yo el ganador?

Cerré el balcón y volví a mi despacho. El reloj marcaba las ocho y media. Recogí mis cosas, cerré luces, conecté la alarma, eché la llave y bajé las escaleras sin prisas, no tenía intención de adelantarme, hasta las nueve era suya y no le iba a escamotear ni un minuto.

Caminé sin rumbo fijo imaginando escenas en aquel pub. Manos que acarician sus pechos por encima de la ropa, besos húmedos que se deslizan por el cuello. Si… imaginé la reacción de Carmen, con esa intensa sensibilidad que tiene en el cuello… sé bien cómo reacciona, apenas puede soportar la excitación que la invade cuando mordisqueo su cuello, sus ojos se cierran sin que pueda evitarlo, ese gemido entrecortado, apenas audible pidiendo que pare, ese temblor… Imaginé manos inquietas volando por el cuerpo de Carmen, sobre sus pechos, bajando a su estómago… ¿se atreverían a colarse bajo su jersey? ¿le dejará ella? ¿Por qué demonios no le dije que se pusiera falda? ¡Un vaquero, qué error!

¡Qué locura Mario, estás enfermo! Me decía en los breves momentos que recuperaba la cordura.

Mis pasos erráticos me habían llevado sin darme cuenta hasta el punto de encuentro. Miré el reloj, las nueve menos cinco. No, no podía entrar, aun no. Pasé de largo con el corazón bombeando fuerte  sabiendo que al otro lado de aquella pared mi mujer estaba en brazos de otro hombre, tan cerca, tan cerca…

Recorrí dos manzanas y me detuve. Aún es pronto. Seguí alejándome. Miré el reloj, las nueve y cinco, si doy la vuelta llegaré a y cuarto. No, todavía no.

No sé qué me detenía, les imaginé besándose, maldije de nuevo no haberle dicho que se pusiera falda porque, en mis fantasías veía a Doménico con la mano perdida entre sus muslos. Estás enfermo, - me recriminé -, ¿lo sabes, verdad?

Entré en una cafetería. Algo me retenía impidiéndome acudir a la cita que tenía con ellos, concediéndoles margen para continuar sin mí. Jack Daniels con hielo para acompañar la agridulce agonía, por favor.

A las diez menos veinticinco atravesaba la puerta del pub. Miré alrededor pero no los localicé. Avancé hacia el interior.

-        “Buenas noches señor”

-        “Buenas noches, busco a unos amigos, una pareja, él tiene acento italiano…”

-        “Ah sí, están en la planta superior, le acompaño”

Seguí al encargado y tras subir un tramo de escaleras reconocí inmediatamente a Carmen en unos sillones. Estaba abrazada a él, con los ojos cerrados mientras él la besaba en el cuello, el brazo de Doménico se perdía bajo el jersey de mi mujer. El corazón me dio un vuelco, la verga me dio un salto y soltó un denso chorro de flujo. El camarero, al ver la escena se había detenido y discretamente desvió la mirada.

-        “Al fondo, señor”

-        “Gracias”

Avance lentamente hacia el reservado que ocupaban sin poder apartar los ojos de ese brazo que se movía bajo el ajustado jersey de lana. La mano de Carmen acariciaba su nuca y su boca entreabierta reflejaba la intensa excitación que le provocan los besos en el cuello. El contorno de su pecho aparecía cruzado por el perfil de los dedos de la mano intrusa que se movían como voraces áspides buscando su presa.

Carmen agonizaba de placer. Aquellos labios torturaban su extremadamente sensible cuello provocando esa irresistible descarga  que conecta directamente con su coño y a la que sucumbe sin remisión. Al mismo tiempo sentía su pecho al fin colmado por la caricia esperada toda la tarde. La mano de Doménico recorría sus pechos con absoluta suavidad, rozando sus pezones como si ya los conociera, como si supiera exactamente el modo preciso de tratarlos, la presión justa que debía usar, el roce adecuado para llevarla al clímax, a la cumbre, a la cúspide del placer, como solo yo lo había conseguido hasta entonces. En ningún momento los apretó más de lo necesario ni los trató con la avasalladora urgencia que a veces, solo a veces Carlos no había podido controlar. Como una nube negra pasó durante una fracción de segundo el recuerdo de la desagradable sensación invasiva de unas manos sin rostro que se apoderaban de sus pechos sin ninguna delicadeza mientras ella, pegada a una puerta, aguantaba para evitar que alguien al otro lado pudiera oírles, solo esperando que aquello pasase cuanto antes. Un roce del pulgar en su pezón vino en su ayuda para borrar de su mente esa negra sombra; un gemido brotó de su garganta directamente al oído de Doménico.

-        “¿Duele?”

-        “Siii, me estás matando” – susurró ella, luego dejó que el roce de sus labios al hablar se transformara en un beso.

Un cambio en la penumbra que traspasaba sus párpados semicerrados la hizo abrirlos, algo se había interpuesto entre ella y la lámpara del fondo, una sombra frente a ellos en la que reconoció mi figura. Durante un segundo… Pudor, vergüenza. Carmen se hizo consciente de su estado. Todo su cuerpo comenzó a enviarle señales como lo hace la piel quemada ante el más mínimo roce. La boca de Doménico en su cuello… su lengua en contacto con los pliegues de la oreja que acababa de besar… los dedos del italiano desplegados por su pecho desnudo… el pezón erguido, durísimo, atacado sin piedad por ese dedo implacable… su mano acariciando la nuca de Doménico… y su coño. Inflamado, abierto, palpitando a intervalos impredecibles, encharcado…”

La vergüenza había desaparecido, en su lugar una inmensa serenidad la reconfortó al verme. Todo estaba bien, pensó, así es como yo lo quería. Un intenso brote de amor amenazó con arrasar sus ojos. Sonrió alegre, feliz por tenerme cerca. Me sonrió a mí. ‘Te quiero’ pensó sin moverse, dedicándome lo que sabía que yo estaba viendo.

Algo debió notar Doménico; tensión en el cuerpo antes relajado que tenía en sus brazos o una falta de respuesta a sus caricias. Separó la boca de su cuello y siguió su mirada.

-        “Es Mario” – le susurró al oído sin cambiar de postura.

Doménico comenzó a retirar instintivamente la mano de su pecho, entonces sintió como los dedos de Carmen volvían a juguetear con el vello de su nuca y su cuerpo, ese delicioso cuerpo que se pegaba sensualmente al suyo perdió cualquier atisbo de tensión, se abandonaba otra vez, cedía en sus brazos. Esa había sido toda su reacción ante la presencia de su marido. Fue suficiente para que detuviera su intención; mantuvo su mano sobre el pecho de mi mujer y me sostuvo la mirada. No vi insolencia en sus ojos tampoco había despecho en los míos. Nos observábamos sin ira, sin violencia, no nos estábamos retando, había una especie de serena aceptación del estatus de cada uno que servía a su vez de carta de presentación. Él, el amante. Yo, el marido consentidor. No había ofensor ni ofendido, tampoco había ofensa. Carmen asistía en silencio a la ceremonia que se celebraba ante sus ojos y en la que ella era la ofrenda. Todo duró unos pocos segundos, tan breve y a la vez tan intenso que, cada vez que lo recuerdo pienso que se detuvo el tiempo.

Carmen comenzó a incorporarse, la mano del amante salió de su tibio cobijo y avanzó buscando el contacto con la mía al tiempo que se levantaba de su asiento. Recorrí el poco espacio que nos separaba y estreché esa mano que poco antes acariciaba el pecho de mi esposa. Noté su calor y la miré a los ojos. Ambos sabíamos lo que esa mirada decía: Esta mano tiene el tacto cálido de tu pecho, querida.

-        “Me alegro de conocerte por fin, Carmen me ha hablado tanto de ti…” – su voz sonaba cordial, sincera.

-        “Lo mismo digo, Doménico, Carmen no para de hablar de ti” – Taquicardia, algo próximo a la taquicardia golpeaba mi pecho.

Me incliné hacia ella, nos besamos, busqué algo, un sabor diferente.

-        “Hola cariño”

-        “Hola mi amor, cuánto has tardado” – dijo con un mohín de fingido enfado.

-        “Ni te has enterado de la hora que es” – la castigué, su mirada se tornó en reproche pero mi sonrisa traviesa la desarmó. Doménico asistía divertido al dialogo.

El rito seguía su curso, el cazador no cedía la presa y conservó su asiento al lado de la dama. Carmen, lenta de reflejos quizás por el efecto del alcohol y la pasión de toda la jornada reaccionaba tarde y volvió a adoptar su posición de perezoso abandono cuando Doménico se sentó a su lado, yo asumí el papel secundario que me correspondía y ocupé uno de los pequeños butacones a la derecha frente a Carmen y la tomé de la mano, en realidad nuestros dedos se entrelazaron. Unos segundos después, mientras el camarero tomaba nota, sucedió la primera escaramuza. Doménico volvía a abarcar con su brazo sobre los hombros a Carmen y seguía atento a mi reacción; yo cedí ese terreno sin presentar batalla, ella aceptó de buen grado el abrazo y se dejó caer en su costado como si se tratara de un mullido y confortable cojín y, al hacerlo, nuestras manos se separaron. Carmen pareció no darle importancia a ese detalle y llevó el brazo hasta el tórax de su pareja. Yo activé mi mejor expresión de jugador de póker.

Estábamos en medio de una conversación ligera, intrascendente, donde los gestos eran más importantes que las palabras, él se había sentado más erguido que mi mujer que y ésta, al dejarse caer, descansaba su cuello entre el hombro y el pectoral de Doménico que me inspeccionaba permanentemente, vigilando mis reacciones. Carmen parecía sumida en una laxa indolencia, atenta al juego que nos traíamos Doménico y yo, lanzándome miradas cargadas de deseo cada vez que se acomodaba en los brazos del italiano.

Ha caído un segundo Jack Daniels y Carmen apura el Gin Tonic que pidió cuando llegué. Pedimos otra ronda. Doménico se relaciona con confianza con el barman, debe ser un habitual del pub. Le pide que nos traiga las botellas, una cubitera de hielo y varios botellines de refrescos. No quiere que nos vuelvan a molestar y el barman le entiende.

Me preocupa lo que haya podido beber Carmen, su conducta desinhibida, su dejadez en los gestos y su mirada turbia me llevan a pensar que ha traspasado su límite.

-        “Cuántos llevas cariño? – Pregunta incómoda de la que me arrepentí nada más formularla, me asesina con la mirada.

-        “No te preocupes, lo tenemos controlado” – Gruesa impertinencia de  Doménico que me revuelve el estómago y  que aporta su granito de arena al mal ambiente que yo había iniciado. También se da cuenta de su error. Durante unos segundos ambos fuimos conscientes de lo que se debió de jugar el mundo durante la crisis de los misiles de Octubre. Fue Carmen la que, intuyendo el duelo de machos, echó mano de su fino humor y lo solucionó logrando que acabásemos con unas carcajadas que aliviaron la tensión.

Tras el incidente, de vuelta a la normalidad, los observo mientras charlamos. Tal y como están sentados la postura que ha adoptado Carmen la hace parecer una adolescente, está casi tumbada en el sillón, su rostro descansa sobre el pecho del italiano que la rodea con su brazo abarcando su costado. Parece querer decirme ‘ahora es mía, está conmigo’. Tiene las piernas cruzadas, arqueada la espalda, doblada sobre si misma, parece refugiarse en él, en su pecho. Doménico deja caer su brazo a lo largo del costado de Carmen de modo que su mano cae sobre la cadera y la acaricia descuidadamente ante mis ojos; a veces deja que la mano caiga hacia atrás, hacia su nalga, yo lo veo, cruzamos nuestras miradas, luego miro a Carmen porque sé que está pendiente de mis emociones, adivino que Doménico nos estudia. Es un baile de miradas; los tres nos vigilamos, atentos los unos de los otros. ¿De qué hablamos? Da igual, lo que realmente importa es el juego de gestos, el salto de pupilas de uno a otro, las sonrisas, las miradas que van y vienen en continuo volar, como vencejos inquietos en una mañana de primavera.

No consigo dejar de mirar a mi esposa, tan hermosa, tan sugerente, tan sensual. Parece distinta y sin embargo es la misma con la  que desayuné esta mañana haciendo planes que creí fantasías irrealizables. Todo va tan deprisa… No consigo apartar mi mirada de sus pezones erguidos que se marcan escandalosamente sobre el ajustado jersey. Más arriba, el sujetador arrugado dibuja una serie de pliegues oblicuos a la altura  de las clavículas. Charlamos pero mi atención se desvía una y otra vez a esos surcos en la lana que hablan de los juegos morbosos que han jugado momentos antes de mi llegada. Carmen sigue mis miradas y el italiano también pero no dice nada. He debido de perderme un momento la conversación porque, de pronto…

-        “¿Me escuchas?” – reclama Carmen mi atención haciéndome señas con la mano ante mis ojos.

-        “Perdona, me distraje”

-        “Ya, ya lo he notado” – sonríe con picardía  - “A ver… si me perdonáis...” – alza el cuello y mira a ambos lados, pone un dedo en los labios con aire travieso ordenando silencio, a continuación mete con rapidez su mano bajo el jersey y se coloca el sostén sin dejar de mirarme – “Estaba un poco incómoda y así a lo mejor no te distraes tanto.” – cruzamos una sonrisa.

-        “Touché” – respondo tocándome el corazón.

Ahí estamos de nuevo, ella y yo, jugando. Hay alguien más, si, pero en realidad solo somos nosotros dos. Y Doménico se ha sentido fuera.

-        “Lo siento, debí dejar las cosas como me las encontré” – dice el italiano buscando recuperar protagonismo, Carmen me lanza una mirada profunda, cargada de deseo ¿quizás pidiéndome que lance otra carta? Sonrío y añado sin dejar de mirarla.

-        “No te preocupes, llegué sin avisar”

-        “¡Por favor, tu nunca estás de mas, estaría bueno!” – Me parece sobreactuado, Carmen me mira y eleva levemente una ceja, le ha dado la misma impresión; no obstante inclino la cabeza como gesto de amabilidad.

-        “Además” – me dirijo a ella – “ya sabes lo que pienso de los sujetadores, el que mejor te sienta…” – digo sin dejar de sonreír.

-        “Es el que dejo en el cajón de la cómoda, lo sé” – Carmen sabe que he lanzado un órdago, me devuelve la sonrisa y me mira calibrando hasta donde estoy dispuesto a jugar.

Doménico también sonríe, está asistiendo en directo a lo que mi esposa le ha contado esa misma mañana, un pulso. El clima de complicidad que observa entre el matrimonio es intenso, no dejamos de mirarnos a los ojos y aunque Carmen está en sus brazos el flujo de amor corre entre nosotros. El breve silencio queda roto por Doménico que intenta hacerse hueco a la desesperada.

-        “Si me permitís opinar, estoy con Mario. Creo, Carmen, que tienes unos pechos preciosos que muchas mujeres envidiarían, ideales para lucir sin necesidad de usar sujetador, firmes, tersos, perfectos, el tamaño justo” – Carmen ha vuelto el rostro hacia él, se siente halagada y Doménico le guiña un ojo  – “bueno, al menos al tacto es lo que creo” – la estrecha en sus brazos y la besa en la sien. Carmen me mira de reojo sin apartar su rostro de la boca de Doménico.

-        “¿Es lo que quieres?” – me dice.

Elevo los hombros fingiendo desinterés. Doménico murmura “¡Órdago!” Carmen me sostiene la mirada, sus ojos son puro fuego, nos retamos, al fin se levanta.

-        “Me tendréis que disculpar un momento, este jersey no da muchas facilidades para que me lo pueda quitar aquí mismo”

Busco a ambos lados descaradamente y al ver que apenas hay gente cerca la miro provocador.

-        “¿Estás segura de que no puedes?”

-        “¡Mario!” – protesta haciéndose la ofendida.

Me volví para verla alejarse. Ambos nos quedamos en silencio hasta que la perdimos de vista.

-        “Tiene una forma de caminar…” – dijo Doménico

-        “Como si bailase, si”

-        “Si, esas caderas…  ¿sabes una cosa? Esta tarde me la encontré en la glorieta y la seguí hasta aquí sin que ella me viera. Solo quería verla caminar. Con ese vaquero y esa cazadora corta… ¡Dios, qué culo!” – dijo echándose a reír

Sonreí, nos quedamos en silencio, pensativos, luego volvió a ponerse serio y me miró.

-        “No sé si te ha molestado encontrarnos… ya sabes…” – le interrumpí alzando la mano.

-        “¿Te he parecido molesto?” – negó con la cabeza.

-        “Te admiro Mario, en serio” – le escuché, intuía que tenía algo más que decir.

-        “Esta forma que tenéis de entender la vida de pareja es…”

-        “¿Diferente?” – acudí en su ayuda.

-        “Por supuesto, pero no era eso lo que quería decir. He necesitado veros juntos para acabar de entenderlo” – asentí con la cabeza, quería dejarle hablar.

-        “Está enamorada de ti, totalmente”

-        “No lo dudes, y yo de ella, más de lo que te puedes imaginar”

-        “Lo sé, lo sé, ahora lo sé, no hay más que ver cómo os miráis. Pero ¿sabes una cosa? tenéis la rara habilidad de conseguir que no me haya sentido en ningún momento fuera de lugar, incluso cuando os estabais comiendo con los ojos”

-        “Estábamos hablando; nos entendemos tan bien, nos conocemos tan a fondo que nos basta una mirada para saber lo que queremos” – Volvía a sentirme fuerte frente a él.

-        “¿Y ahora, sabes lo que quiere Carmen ahora?”

Cogí el vaso. Cristal labrado, grueso, bajo y ancho, justo como me gusta para el whisky. Bebí un trago sin dejar de mirar al hombre que esperaba una respuesta del esposo de la mujer que quería llevarse a la cama.

-        “Perfectamente, y Carmen sabe al detalle lo que yo deseo para ella”

Nos quedamos en silencio unos instantes; me miraba fijamente asintiendo despacio con la cabeza. Luego, cogió su vaso y brindó conmigo.

-        “Por Carmen”

-        “Por nosotros tres” – contesté.

-         “Me ha contado vuestra primera experiencia en esto de… del mundillo swinger, no sé si llamarlo así”

Supuse que Carmen le había dado a entender que habíamos tenido más de una experiencia aparte de Carlos y decidí mantenerme en la ambigüedad hasta que pudiera hablar con ella. Me resultaba incómodo volver a movernos en el delicado terreno de las mentiras sobre todo tras la desagradable experiencia que habíamos vivido en Sevilla. Pensé que quizás Carmen no había querido aparecer ante Doménico como una ingenua casada que no había sabido manejar una relación extramatrimonial.

-        “Te refieres a Carlos”

-        “Conmigo no va a suceder lo mismo” – Intenté poner mi mejor cara de póker, fuera lo que fuese que había sucedido con Carlos en los últimos días Doménico estaba mucho más al corriente que yo.  Sin embargo, no podía eludir una respuesta. Iba a improvisar un argumento cuando la llegada de Carmen vino en mi ayuda.

Carmen se movía en una nube etílica, los dos gin tonic no habían mostrado su efecto hasta que se levantó camino de los lavabos. Estaba segura de que su inestabilidad se limitaba a su cabeza y no se trasladaba a sus andares, no obstante procuró caminar con cautela hacia los lavabos controlando sus altísimos tacones.

Una vez aislada en uno de los reservados pudo comprobar que el calor húmedo que sentía en su sexo traspasaba, como se temía, la ligera braguita y amenazaba con hacerse visible a través del grueso tejido del vaquero. Se limpió con un par de toallitas y frotó vigorosamente la braga intentando secarla sin éxito. Repitió el proceso con el interior del pantalón y a continuación casi agotó la reserva de toallitas intentando secarse, pero el flujo no dejaba de brotar de su sexo. Un estallido de placer quebró su espalda cuando inadvertidamente se rozó el clítoris, se dio cuenta de que estaba extremadamente sensibilizada, llevaba toda la tarde en un estado de excitación continua. Arrojó la última toallita a la taza y sin pensarlo bien, dejó que sus dedos se deslizasen por sus labios. El fluir era continuo, sus dedos se hundieron sin apenas presión, su cuello se venció hacia atrás, un suspiro más parecido a un lamento salió de su garganta mientras sus dedos iniciaban un suave roce, como el arco de un violín, empapándose en sus jugos, provocando que el arroyo se convirtiera en manantial.

Levantó con prisas el jersey sacando los brazos y se despojó del sujetador. Luego se volvió hacia los blancos baldosines de la pared que le devolvieron la fantasmagórica imagen de una mujer semidesnuda que comenzaba a masturbarse con una mano mientras con la otra se pellizcaba los inflamados pezones recordando cómo lo había hecho ese hombre que apenas la conocía.

Tuvo que sujetarse  en la puerta para no caer abatida por el orgasmo; sin fuerza en sus piernas que la mantuviera en pie, resoplando por la nariz ya que, si se permitía abrir la boca para respirar, no podría ahogar sus gemidos.

-        “Ya te estábamos echando de menos” – dijo Doménico cuando estuvo cerca de nosotros. Carmen le sonrió y, al pasar detrás de mí, se apoyó en mi espalda y se agachó para besarme rodeando mi cuello con sus brazos.

-        “Seguro que habéis estado criticándome” – me hizo una caricia en la mejilla, lo suficiente para que la punta de sus dedos rozasen mi nariz, el aroma de su coño ascendió como un relámpago hasta mi cerebro; Luego, obediente, respondió al insistente golpeteo en el cuero del asiento con el que su pareja la reclamaba y avanzó para sentarse con él; inmediatamente la rodeó posesivo con el brazo y la besó en la mejilla buscando su boca.

Carmen se dejó hacer, con esa sumisa indolencia tan ajena a ella, pegó su cuerpo a Doménico y se removió como un gatito hasta acomodarse en su costado. Subió la pierna izquierda al sillón y la dejó bajo la derecha, se deshizo del  zapato y masajeó los dedos del pie. Sus mejillas tenían el color sonrosado de quien ha hecho un esfuerzo, sus ojos brillaban y esa sonrisa… y esa mirada con la que me buscaba… Tenía poco que adivinar, me había dejado un mensaje morboso en mi olfato. Se mordió el labio inferior descarada, desvergonzada y no dejó de mirarme  provocadora hasta que no sacó de mí una sonrisa de complicidad. Sus gestos me decían “¿a que no sabes lo que he estado haciendo en los lavabos?” Y mi sonrisa le dejó claro que lo había captado.

-        “¿Has venido corriendo? Estás sofocada” – Carmen me guiñó un ojo, mensaje recibido.

-        “Algo así” – respondió esquiva.

Y Doménico charla y nosotros le contestamos sin dejar de mirarnos y él se esfuerza por ganar terreno sabedor de que, a pesar de tenerla en sus brazos cada vez más mimosa y más entregada, él juega en campo ajeno y cuando recorre su cadera con la palma de la mano y le da un cachete en el culo que ella acepta con una leve protesta y un delicioso mohín tiene la impresión de que se somete y se exhibe para disparar el morbo en mí. De algún modo se sabe utilizado. No le importa, ya se cobrará con creces esta partida donde a veces no es más que un peón.

Así avanza la noche, entre juegos, copas que caen y vuelven a llenarse, confesiones íntimas, desvergonzadas gracias al alcohol, caricias cada vez más audaces, renuncias consentidas y morbo en progresión ascendente. Cada cual va tomando posiciones. Doménico bebe pero me he dado cuenta de que sus copas cada vez contienen más Coca Cola, más hielo y menos alcohol; buena estrategia, creo que debería empezar a seguir su ejemplo o no conseguiré estar a su altura luego, cuando tengamos que satisfacer a la Diosa. Carmen juega el papel de chica sumisa y me sorprende, lo noto en sus gestos, lo percibo en la forma lánguida, algo voluptuosa  en que se deja caer sobre el pecho del italiano.  Él también nota el cambio de actitud de mi esposa; la mujer de carácter que llamó su atención aquel primer día se ha transformado en esta otra sensual, dócil, entregada. Se da cuenta de que cada vez está más dispuesta e intenta sacar partido de su laxitud.

Yo le sigo el juego y continúo cediendo terreno poco a poco, dándole suficientes pistas cada vez que lanza una sonda, porque aún se mueve con cierta precaución, con diplomacia, lo cual habla en su favor, aunque últimamente cambia de estrategia con rapidez y se vuelve más osado a medida que entiende que Carmen está abierta a todo y que en mí no va a encontrar resistencia.

Doménico lanza preguntas arriesgadas y Carmen cada vez tiene menos pudor a la hora de contestar. ¿La virginidad? cayó hace mucho tiempo, unos antes que otros, y corren las historias de adolescentes.  ¿la de Carmen? No se corta. También era adolescente cuando perdió su virginidad, casi una niña y no tiene reparo en contarlo, y como buena jugadora… sube la apuesta.

-        “Y tú, - se dirige a Doménico con ojos perversos -, ¿cuál es la virginidad que tienes aún pendiente por entregar?”

Le ha pillado por sorpresa; silba, aúlla bajito, sonreímos satisfechos al verle perder los papeles, duda, no encuentra la forma de salir airoso. Está violento pero se recupera.

-        “Intentaré no caer en tópicos homófobos…”

-        “Por favor” – le ruega Carmen.

-        “Bueno…”

Carmen tiene ahora esa mirada desvergonzada, algo impúdica que ya he visto otras veces, cuando ya no hay marcha atrás. En un descuido deja su mano sobre el muslo del italiano y cuando se da cuenta que la miro la retira para arreglarse la melena que se desliza por su mejilla y está a punto de estorbar su visión, lo hace con estudiado gesto, con calma, mirándome fijamente y, después de colocarse el cabello tras la oreja, regresa muy despacio, dando cierto suspense a sus movimientos; finalmente la deja de nuevo sobre el muslo de Doménico, ligeramente hacia el interior, saboreando el efecto que me provoca porque a ella me es imposible ocultárselo. Esta vez si sabe lo que hace. Doménico la mira de reojo al sentir el contacto y recibe esa caricia como un triunfo. Me mira satisfecho, excitado, exhibiendo orgulloso el volumen creciente de su bragueta mientras continúa hablando.

-        “Hay algo que me cuesta, que me pone muy tenso y que ha conseguido estropear momentos muy agradables. Veréis, hay algunas mujeres que… cuando te acarician ahí, cuando te la cogen y… en fin cuando te están haciendo una fel…”

-        “Una mamada, ¿no?” – le interrumpió Carmen con una expresión de inocencia en su rostro que me hizo sonreír, ¡qué gran actriz! Su mano seguía en su muslo. Doménico la miró durante unos segundos, se nota que le gusta ese giro desvergonzado que acaba de dar, seguramente pensaba cómo demonios debía de tratarla ahora.

-        “Si, eso es, una mamada. Bien, pues, a veces, en plena mamada, cuando te están acariciando los huevos…” – la miró intensamente a los ojos – “algunas mujeres comienzan a explorar más abajo y se aventuran a tocar el ano sin haber sido invitadas. No lo soporto, me pone muy nervioso y si intento aguantar acaba por fastidiarse todo. Creo que esa es mi virginidad pendiente, aunque creo que  va a permanecer así; no tengo mucho interés en solucionarlo”

-        “No sabes lo que te pierdes” – dijo Carmen sugerente, yo asentí con la cabeza antes de intervenir.

-        “Si te vale mi experiencia, creo que uno de los orgasmos más potentes y más extraños que he vivido…” – Carmen levantó la mano intentando pararme.

-        “No, Mario” – me advirtió, pero no tenía intención de hacerle caso.

-        “…me lo provocó Carmen una vez que me cabalgó lento, despacio pero intensamente. Estaba acariciándome los huevos, me apretaba un poco más abajo, en el periné y eso, ya sabrás que hace que la erección se incremente” – Doménico sonrió afirmando con la cabeza, Carmen me miraba con aire reprobador – “ entonces me introdujo un dedo en el culo, no era la primera vez, pero aquella noche, no sé cómo lo hizo” – la miré, ¡Dios, cuánto la deseaba! - “quizás fue porque seguías montándome y te movías de esa manera tan sensual y yo no dejaba de acariciarte las tetas”

Acababa de excluir a Doménico, otra vez estábamos Carmen y yo solos, como si un foco nos iluminase a los dos y el resto del pub hubiese quedado en penumbra. Me dirigía a ella porque era  ella a la que quería desnudar ante el italiano. Me esforzaba en describir aquella escena de amor con tanto detalle que Doménico no tuviera ninguna dificultad en imaginarla sobre mis caderas, ensartada en mí, oscilando sobre mi cuerpo como la llama de una vela, hundiendo su falange en mi ano; quería que envidiara la imagen de mis manos que, tal y como yo le contaba,  recorrían sus pechos, su vientre, sus nalgas, sus muslos.

-        “Al cabo de un rato mi erección se esfumó, seguía tremendamente excitado pero mi polla se fue extinguiendo hasta que se salió de su coño y se quedó muerta entre sus labios, entonces sentí que me venía un orgasmo totalmente diferente y tuve una eyaculación serena, muy abundante, pero sin erección”

Ambos me miraban en silencio, Doménico parecía esperar que continuara; Carmen me miraba con amor.

-         Fue algo increíble” – hablaba con ella, solo con ella,  – “A ver cuando me vuelves a hacer ese regalo amor mío” – le dije.

Carmen seguía en silencio, su mano se movía imperceptiblemente sobre el muslo de Doménico. Sonrió cuando escuchó mis palabras.

-        “No fue así como lo definiste esa noche, dijiste que te acababa de ordeñar”

-        “¿Eso fue lo que dijiste?” – preguntó Doménico con asombro mal disimulado. Las palabras de Carmen parecieron romper ese momento de confidencia. Doménico volvió sus ojos hacia mí y en su mirada creí ver un leve amago de desprecio.

-        “Algo así me pareció” – respondí, un poco intimidado por la reacción del italiano.

-        “¡Que cosas!” – dijo él negando con la cabeza.

-        “Tendrías que probarlo” – argumenté. Me miró con escepticismo.

Estuve a punto de preguntarle, ‘¿ni siquiera si te lo hace una hembra como Carmen?’ pero me contuve.

-        “¿Y tú? – me preguntó aun revestido de ese aire de despreciativa superioridad que le ha dado conocer mi historia del ordeño – “¿cuál es tu virginidad pendiente, si es que tienes alguna?” – Carmen no me dió opción a contestar.

-        “Mario tiene una teoría sobre la bisexualidad muy interesante, es un antropólogo vocacional, deja que te cuente”

Doménico llenó los vasos mientras yo comenzaba una breve exposición sobre mi teoría sobre la bisexualidad en relación con la evolución. De nuevo detecté como aligeraba la carga de alcohol en su vaso mientras  se mostraba generoso con mi whisky. Intenté no extenderme demasiado pero temo que divagué algo, sobre todo porque mi atención se desviaba hacia los juegos de manos que se jugaban frente a mí. No me importaba demasiado ser consciente de que mi exposición no recibía demasiada atención en ocasiones y ellos tampoco hacían mucho esfuerzo por guardar las apariencias. Ya dije que la conversación aquella tarde fue puro trámite.

Doménico no me escucha. Le dice algo al oído, Carmen entorna los ojos y sonríe. Me mira traviesa, sube los ojos hacia él y le regaña. “¡No!” – protesta -  él la besa, un piquito fugaz, “Anda” le ruega, ella le mira indecisa, “¡que no!” No puedo seguir ignorando el juego que se traen y del que me tienen ajeno. Dejo inconclusa una frase.

-        “Qué os pasa?” – pregunto como si amonestara a un par de adolescentes.

-        “Tu mujer, que lleva torturándome con esa mano desde hace un rato” – dice señalando la mano que Carmen tiene en su muslo.

-        “¡Exagerado!” – protesta Carmen coqueta, dándole una palmadita en la parte interior del muslo.

-        “¿Lo ves?”- dice guiñándome un ojo.

Miro la mano de Carmen que, tras palmear el muslo se encuentra a menos de cinco centímetros de la bragueta de Doménico. Ella ha seguido mi mirada y me sonríe con malicia.

-        “Es mi venganza por lo que tú me has estado torturando antes” – protesta ella.

-        “Dirás que no te ha gustado”

Parecen dos críos, se lanzan pullas, se hacen cosquillas, protestan y se zarandean buscando la manera de rozarse más eróticamente. Acaban besándose. Luego Carmen vuelve a dejar la mano en su muslo provocándole, casi rozando su paquete y le mira con maldad.

-        “¿Ves, ves lo perversa que es tu mujercita?” – me dice.

Carmen tiene ganas de mas pero no se decide, su mirada me lo deja claro e intuyo que me pide ayuda, ¿es cierto o solo es fruto de mi morboso deseo? Me lanzo.

-        “Si pero le sigue faltando un punto de decisión. Como todas las mujeres es hija de la civilización que les ha tocado vivir”

Carmen me interroga con la mirada, no entiende el juego que acabo de iniciar, me conoce lo suficiente como para saber que ese argumento no va con mi forma de pensar y se mueve con cautela.

-        “¿Qué estás insinuando?”

-        “Bueno, Doménico parece que quiere algo de ti, ¿o me equivoco?”

-        “¿Y?”

-        “Y tú, das rodeos, esquivas, das largas, al final es una cuestión cultural probablemente” -  me dirijo ahora a él – “Las mujeres han soportado durante milenios una cultura que las ha obligado a mantener una actitud pasiva, receptiva, mientras que el varón se ha limitado a coger lo que ha querido cuando lo ha querido y eso se mantiene de alguna forma, más o menos sublimada en nuestra cultura”

-        “¿Tú crees?” – Doménico escucha ahora al profesor con respeto, Carmen todavía intenta adivinar adonde quiero ir a parar.

-        “Sin duda. Cien años de lucha feminista y cuarenta de liberación sexual no han podido apagar los ecos de veinte mil años de represión machista, aun hoy la mujer sigue siendo básicamente pasiva, le cuesta tomar la iniciativa en el ritual de cortejo”

-        “¡Por favor! ¿pero tú te estás escuchando? ¿Qué pasa, que las mujeres seguimos presentando la grupa en cuanto vemos a un macho en celo?” – terminó por decir Carmen visiblemente molesta.

-        “No se cariño, a las pruebas me remito” – estaba jugando fuerte, probablemente demasiado fuerte, quizás había juzgado mal las señales que mi mujer me había enviado unos minutos antes, pero ya era tarde. Carmen saltó como una leona.

-        “¿A qué te estás refiriendo?”

-        “En fin” – mi tono pretendía ser pausado y quizás eso la irritaba más – “si esto fuera un trabajo de campo de un antropólogo sobre la interrelación entre los sexos…”

-        “Venga, dilo” –me apremió Carmen.

-        “Bueno, lo que me he encontrado al llegar es un sujetador fuera de su sitio y unas manos tomando lo que le apetecían; ahora te insinúan que hagas lo mismo, que tomes lo que te apetezca y… en fin…” – abrí las manos con las palmas hacia arriba.

Un silencio intenso, quizás más breve de cómo lo recuerdo. Un silencio que me cayó encima como si se me derrumbara un edificio entero y durante el cual  me fui haciendo plenamente consciente de lo que acababa de decir, mucho más de lo que lo había sido mientras mis palabras salían de mi boca. Carmen parecía una estatua, inmóvil, con los ojos clavados en mí, sin un solo parpadeo. Doménico, consciente de la tensión que se concentraba en ese instante se limitaba a acariciar con los dedos el hombro de mi esposa; luego ni eso, su mano se quedó inmóvil. La tensión se  acrecienta. Dudo, no sé si Carmen ha seguido mi juego o está realmente ofendida, tampoco sé si el alcohol y la tensión que he acumulado durante todo el día me ha llevado a apostar demasiado fuerte. El tiempo pasa.

-        “Bien jugado” – sonríe, ¡Dios, cómo me conoce! Le devuelvo la sonrisa. Doménico está fuera de juego.

Se relaja y le da un par de cachetes en el muslo al italiano.

-        “Lo que pasa es que te faltan datos, ¿verdad Doménico?” – éste la mira sin saber a qué se refiere – “en realidad no sabes por qué el sujetador estaba fuera de su sitio, Mario, ni cómo llegó ahí y te has ido a la opción más sencilla; tu cerebro de varón no puede barajar otras opciones” – Doménico hace intención de hablar pero Carmen le pone la mano en la boca y le hace callar – “No, dejémosle de momento con su brillante teoría de la pasividad femenina, ya habrá tiempo de aclararle las cosas”

Doménico sonríe divertido y halagado al verse por fin cómplice de Carmen frente a mí, por una vez está jugando con ella y yo no estoy en el juego. Carmen se relaja, me mira retadora; la mano que aún tiene sobre el muslo de Doménico comienza a moverse lentamente hasta rozar su paquete, luego se detiene sobre él, lo acaricia, él cierra los ojos, lo aprieta con suavidad, me mira con los ojos turbios de placer, su boca entreabierta ya no sonríe. El bulto crece claramente, lo recorre con su mano, lo masajea una vez, otra vez mas, él echa la cabeza hacia atrás, Carmen se muerde el labio inferior, los ojos apenas son una línea, casi se le cierran del placer tan intenso que le nubla la vista, la conozco y sé que está a punto de perder el control. Sigue el rumbo de mis ojos, yo no dejo de mirar como  acaricia el grueso bulto vertical que atraviesa la bragueta, “¿Conducta pasiva, decías?”, baja buscando los testículos. Doménico dobla el cuello tocando el pecho con el mentón. Carmen frota con suavidad arriba y abajo un par de veces más, clavando sus profundos ojos negros en mí, matándome, luego le da un cachete en la polla y dice “ya está bien”. Ni una protesta, ni una palabra, no hay discusión. Doménico la mira extasiado, la rodea con sus brazos, se abrazan y la besa apasionadamente, parece no querer separarse de sus labios, ella le mira y se deja besar. “Gracias” le susurra, ella le responde con una tierna sonrisa.

La conversación ha muerto, me concentro en mi faceta de voyeur. Carmen lleva la mano hasta situarla sobre su vientre, juega con los botones de la camisa, sonríe y me mira, desabrocha un botón y hace que sus dedos desaparezcan dentro de la camisa, Doménico encoge el estómago al sentirla dentro. Juega con su vello, sé cómo lo hace, sé lo que se siente, veo el relieve de sus dedos en la camisa del italiano, conozco el placer que provoca y siento envidia, si, siento envidia. Doménico en silencio me observa intentando adivinar mi pensamiento. Le ignoro, mi atención está plenamente en mi mujer. Aún no he acabado de asimilar la escena que acabo de presenciar; Carmen ha dado un nuevo paso adelante y estoy conmocionado. Me vuelve loco, me enamoro un poco más de ella, estoy seguro que me lo nota en la expresión de mi cara porque sonríe y me lanza un beso.

Otra vez cambian las tornas, en unos segundos ha pasado de ser la mujer dominante que se apodera de la verga de su amante a ser de nuevo la chica dócil. Doménico le dice algo a al oído, ésta levanta el rostro para escucharle y él deposita un breve beso en sus labios. Sus negros ojos vuelan con rapidez a los míos, una sonrisa salta la distancia, ella la recibe y me la devuelve junto a un fruncir de sus labios que yo le envío de regreso en forma de beso, miro a Doménico que supervisa el dialogo entre su amante y el marido consentidor y da el plácet. Gana terreno con cada renuncia mía, cada vez se siente más fuerte, más dominante. Poco después, mientras marido y mujer comentamos algo, no sé bien qué, Doménico distraídamente, desliza la mano desde la rotunda cadera hacia el estómago y consigue meterse por debajo de la cintura del jersey, Carmen titubea pero continúa la frase que me dirige. Sus ojos brillan, me taladran, me dicen “mírame, no dejes de mirarme” y yo finjo seguir atento a sus palabras y hago que mis ojos amplíen su campo de visión y, sin dejar de enfocar ese rostro sublime que comienza a cargarse de lujuria, intuyo que esa mano debe estar ya rozando la parte inferior de sus desnudos pechos, veo también la expresión dominante del italiano que me mira directamente, reclamándome, buscándome. No puedo seguir evitando esa llamada y acudo a sus ojos, le miro y dejo de fingir que no veo lo que estoy viendo. Su mano sube hasta sus pechos y arrastra el jersey dejando desnudo su estómago ante mis ojos, es en ese momento y no antes cuando observo como su agudo pezón que hasta entonces estuvo marcando insolentemente la lana desaparece bajo un dedo, un solo dedo que lo hunde una y otra vez. Y la voz de Carmen se reduce a un gemido y se detiene a media frase y sus ojos se cierran un instante y su boca se congela entreabierta.  Vuelve a brotar el pezón rotundo, aun mas endurecido, esta vez acosado por dos dedos que lo rodean, lo pinzan una y otra vez mientras los ojos del italiano me taladran, me interrogan, me persiguen, apenas me dejan concentrarme en ver como la posee porque mi mirada vuela constantemente de su pecho profanado a sus ojos que exigen que le mire. Me intenta humillar, “¿Ahora qué?” parece preguntarme. No se resiste a saborear la victoria de pisotear al cornudo. No seré yo quien le prive de ese placer.

Luego, la mano invasora desciende por el estómago de mi esposa y encuentra la joya que perfora su ombligo. Juega con ella. Carmen baja la vista, observa como la toca.

-        “¿Qué es, una perla?” – dice él

Carmen levanta el borde de la prenda y me mira con ojos turbios de lujuria. Quiere mostrarse poseída ante mi. Veo la mano que abarca su vientre. Lleva un pequeño piercing de oro blanco con un diamante que le regalé por su cumpleaños.

-        “No, es un diamante sobre oro blanco” – susurra la infiel

Doménico lo acaricia con la yema del índice.

-        “¿Algún regalo especial?” – Fantasea. Carmen me mira, enseguida entiendo lo que esa cabecita está tramando y cazo al vuelo el sueño obsceno del italiano.

-        “¿Quién te lo regaló, Juan Manuel? – Improviso; Carmen sonríe con maldad.

-        “José Manuel, siempre le cambias el nombre” - ¡Qué mala es!

-        “¿Y tienes muchos mas… regalos?” – intenta sonsacar, Carmen guiña los ojos.

-        “¿Y a ti qué te importa?” – protesta dándole un manotazo en el pecho.

-        “Diez, doce… ¿mas?” – insiste.

-        “Frío, frío” – intervengo, haciendo el típico gesto de abundancia con los dedos de las manos. Carmen se vuelve hacia mi con los ojos muy abiertos, con expresión de sorpresa, realmente la he sorprendido.

-        “¡Se acabó el interrogatorio!”

Doménico ríe con ganas y la estrecha en sus brazos, la besa con pasión, luego vuelve a juguetear con su piercing “¿no me lo vas a decir?” le susurra, “¡calla!” protesta ella mimosa.

-        “¿Si te regalo una joya espectacular te harás un piercing en… un lugar muy especial dedicado a mi?” – le ronronea al oído tras un beso. Carmen intenta zafarse de él pero la retiene.

-        “Muy espectacular tendría que ser” – responde coqueta – “¡Claro que no!” – rectifica tras cruzar su mirada conmigo.

-

Carmen me mira intensamente cuando la caricia que persiste en su ombligo se extiende mas allá de la joya y sus dedos aprietan sus abdominales. Sus músculos se contraen.

-        “Tienes el vientre como una roca, es… delicioso” – le besa la mejilla buscando su boca, Carmen no deja de mirarme y eleva el rostro sellando el beso, un solo beso, luego se vuelve a acurrucar en su hombro, se desplaza sobre su tórax para facilitarle el acceso a su vientre y seguimos charlando, con esa mano que no deja de acariciar su estómago, con los ojos turbios, mirándome.

-        “Es el gimnasio, - digo -  vamos dos o tres veces por semana”

No me contestan, ni siquiera creo que me hayan escuchado, llevan un rato ensimismados, continúan hablándose en susurros, entre sonrisas, con sus rostros tan cerca que sus labios casi se rozan. A veces rematan una frase con una ráfaga de cortos besos.  Al cabo de un rato Carmen parece volver de algún lugar lejano y me mira, me sonríe. Está feliz, y retoma la conversación donde la dejé, habla del gimnasio, de lo duro que fue al principio, de lo que le costó seguirme en la rutina y de lo que me agradeció que le insistiera tanto. Doménico sigue palpando sus abdominales y haciendo incursiones hacia arriba; aprisiona sus pechos los amasa con deseo desbordado, sin importarle que a veces, al arrastrar con su brazo el jersey, casi deje a la vista la parte inferior de sus pechos. Hemos encendido al italiano tanto que ahora nos va a ser difícil frenarlo ¿acaso queremos hacerlo? Ella le mira indulgente, sumisa, dejándole hacer y sigue hablando.

Me pierdo, apenas sigo la conversación y sé que a ellos les ocurre lo mismo, estamos desvariando, cada vez hablamos en voz mas baja. Nos miramos, susurramos y ya no nos importa cubrir las apariencias. El ataque a la verga ha sido el detonante. Los dedos del macho hace rato que luchan por asaltar la cinturilla del vaquero, yo lo se, Carmen lo sabe y no dice nada, los tres lo estamos viendo venir pero es difícil. Cada vez que los dedos rozan ese límite sé que le provoca cosquillas y el vientre de mi mujer se contrae, es el momento que Doménico ha detectado para el asalto y ya lo ha intentado un par de veces pero no lo ha conseguido. La besa en la sien mientras insiste en hilar una conversación coherente  que sirva de coartada para mantenerme atento a algo que no sea solamente su mano. ¡Cómo si necesitara mantenerme ocupado!  Carmen se incorpora ligeramente y escala el cuerpo de Doménico para situarse un poco mas sobre su pecho, de esta forma le facilita el acceso pero a la vez parece como si se entregara. Ha cambiado de postura, ahora es su pierna derecha la que está bajo su muslo izquierdo, también sin zapato. Se besan. Ahora la mano alcanza mejor su estómago, lo acaricia y Carmen lo contrae, “¡me haces cosquillas!” – protesta coqueta.

-        “¿Qué quieres? Dime ” – le pregunta cargada de sensualidad, parece una provocación, a sabiendas de lo que persigue; sus ojos delatan su entrega.

-        “Todo” responde él con voz ronca “lo quiero todo”.

Sus dedos, hasta los nudillos, desaparecen bajo el ancho cinturón de cuero. Carmen cierra los ojos, gime, deja caer su cabeza hacia atrás, pegada al cuello del italiano que recorre a besos su mejilla y mordisquea el lóbulo. Con la lengua dibuja cada pliegue de su oído y continua besando la sien. Miro atrás y decido cambiar de asiento para servir de obstáculo a los únicos posibles testigos de lo que va a suceder. Doménico, que ha visto mi maniobra, me sonríe y hace un gesto con la cabeza agradeciéndomelo. Carmen tiene los ojos cerrados y no se ha dado cuenta. Miro la mano que se pierde bajo el pantalón de mi mujer. Calculo que debe estar rozando su vello púbico y este pensamiento dispara mi erección que empapa mi bragueta. Carmen eleva su pierna izquierda en un gesto instintivo, producto de un deseo animal, frota su muslo con el de Doménico, aprieta su pierna contra la pierna del macho, la eleva y la deja así, abierta, separada, dejándole el camino libre.

Doménico, está a cubierto de posibles miradas gracias a mi acción. Acaricia la mejilla de Carmen con su mano izquierda y, convencido de mi colaboración, la besa con voracidad y Carmen responde. Sus bocas abiertas, hambrientas, se buscan, se devoran. Carmen está entregada, lleva su mano a la nuca del italiano y le acaricia, hace ya rato que no abre los ojos, esta dedicada a él. Se remueve nerviosa sobre él buscando hacerse mas accesible. Doménico desliza la mano desde su  mejilla a su pecho, escucho el gemido de Carmen al sentir la caricia y veo un brusco impulso de su pubis, casi imperceptible pero que el italiano lo ha debido sentir en su mano atrapada en el estrecho espacio del vaquero. Aprieta su pecho, lo masajea provocando profundos suspiros, casi lamentos y de nuevo pequeños golpes de pubis impensados, instintivos, inconscientes; es su cuerpo quien los ordena, quien se los pide. Doménico abandona sus pechos por poco tiempo, desciende con rapidez hasta su cintura, entra por debajo buscándolos de nuevo, la urgencia por recuperar su presa ha arrastrado demasiado el jersey y ha dejado su vientre otra vez desnudo ante mí, su respiración lo agita como una tormenta en alta mar y me confirma la excitación en la que se encuentra sumida mi mujer.

Una imagen aparece en mi mente. Un violoncello abrazado por las manos del músico, así veo a Carmen descansando sobre el pecho de Doménico, manejada por él, a su merced, con el brazo derecho de éste tañendo su pubis y el izquierdo en su pecho, interpretando una partitura que solo nosotros podemos apreciar.

Mis ojos no se pierden detalle de los dedos atrapados en el pantalón; no pueden avanzar mas, el cinturón se lo impide. Estoy loco, lo se, todo  mi cuerpo tiembla. Me siento inmerso en una neblina que oscurece todo lo que me rodea, como si viviera en un sueño. Quizás es el alcohol, ¡buena excusa! O el placer vicario que me produce ver a otro hombre gozando de mi esposa. Me inclino hacia delante, volcado sobre la mesita que me separa de la adúltera y su amante, tomo el extremo del cinturón y lo extraigo de la brida de cuero, ninguno de los dos ha notado nada. Cuando lo comienzo a sacar de la gruesa hebilla metálica Carmen abre los ojos y mira mis manos sobresaltada.

-        “Tranquila, solo es el cinturón, te aprieta demasiado, confía en mi”

Doménico me mira incrédulo mientras hablo con ella. No sé interpretar su expresión, a estas alturas me da igual.  Carmen me deja hacer, parece asustada, él toma su barbilla y la atrae hacia su boca, se vuelven a fundir en un beso, muerde sus labios, mientras tanto consigo desabrochar el cinturón, tiro de él y sale de las trabillas sin apenas resistencia, lo enrollo y lo dejo al lado de su bolso, - ¡qué ordenado soy! – pienso con sarcasmo. Efectivamente la cintura del pantalón cede y me muero de placer cuando veo cómo la mano de Doménico se hunde en su interior con facilidad. Carmen mueve las caderas hacia delante y separa las piernas, la escucho gemir hondo, su voz se vuelve mas aguda, su cuello se tensa, cae hacia atrás, su pecho se eleva, su respiración se agita, abre mas las piernas, un movimiento de pelvis brusco, un gemido largo, entrecortado, rítmico, cada vez mas rápido; estoy hipnotizado por ese movimiento de pelvis que parece seguir el mismo ritmo de su gemido.

Quiero mas, estoy loco pero quiero mas, sé que aun no pueden estar cómodos, conozco bien lo que es maniobrar dentro de un vaquero ajustado, ¡Dios! ¿qué estoy diciendo? Me invade una risa nerviosa que reprimo como puedo, ¡solo faltaba que rompiera a reír a carcajadas!  Miro a todos lados, los que estaban en el reservado de atrás se han marchado. Me incorporo, ¡estoy loco lo se, lo se, estoy perdiendo la razón! Agarro el botón superior del vaquero. Al tocar la mano de Doménico éste da un respingo y me mira, luego comprende y le muerde la boca a mi esposa antes de que pueda reaccionar. Cuando lo desabrocho la oigo suplicar “¡No!” Pero él la besa. “Tranquila, estamos los dos, contigo” le dice. Tiro de la cremallera despacio, poco a poco y aparece su braga, estoy a punto de estallar cuando veo los nudillos moviéndose dentro de su braga invadiendo su coño, ¡mi coño, era mi coño!. Aun lo tiene difícil, el pantalón sigue oprimiendo el pubis, no tiene espacio, apenas puede moverse dentro. Estoy enloquecido, pienso y actúo como si fuera yo el que tuviera la mano dentro de la braga de mi mujer, como si fuera yo el que estuviera tocando su coño. Pero no soy yo y  sin embargo soy yo quien le está despejando el camino. Me siento como si tuviera fiebre, agarro el pantalón por el final de la cremallera y tiro de él, apenas consigo que baje, lo cojo de los bolsillos, nada. Meto una mano bajo su nalga.

-        “Levanta, cariño, levanta un poco, estarás mejor”

-        “¿Qué?”  abre los ojos, parece ausente, no espera verme tan cerca, no entiende lo que le pido.

-        “Levanta” – siente mis manos en su culo, lo eleva sin pensar lo que hace y tiro del pantalón un poco, tiro mas fuerte y cede lo suficiente como para que el pubis quede holgado, libre de la presión del vaquero. Tiro un poco más y supera el límite de sus caderas y con él arrastro sus bragas.

-        “Gracias” – dice casi inaudible Doménico con un gesto con el que me invita a retirarme. Ya he hecho mi trabajo, ahora sobro. Ahora si que me ha hecho sentir humillado.

¿Qué estoy haciendo? ¿Qué coño estoy haciendo? Pienso, cuando me siento de nuevo en mi butaca y miro a Carmen con el pantalón abierto, bajado casi hasta la mitad de sus caderas. Tengo sus bragas a la vista, las he arrastrado también con el vaquero y su vello ha quedado al descubierto. Están abultadas por los nudillos de Doménico que se hunden en su sexo, su postura es obscena, abierta de piernas, con el jersey subido atrapado por el brazo que se hunde para alcanzar sus pechos; no veo su rostro porque está oculto por Doménico que muerde su cuello. Ella se esfuerza por alcanzar su cabello con el brazo y le acaricia mientras su brazo derecho cae fláccido aun lado del sillón, sin fuerza, abandonado.

Cuando escucho el orgasmo en su garganta, cuando veo los intensos espasmos en su pubis y su vientre desnudo ante mi contrayéndose por el violento clímax que le sobreviene en manos de ese hombre, me muero de placer, me muero de humillación, me enfrento a mil contradicciones a las que no encuentro respuesta. Me debato en una profunda ansiedad que no se resolverá hasta que me enfrente a la mirada de mi esposa.

Se recupera acurrucada en su amante, sin darse cuenta de que continua con el pantalón desabrochado, media cadera desnuda y una pincelada de vello negro adornando el inicio de su pubis. Sin atreverse a mirarme o es que ni piensa en mi. Con la respiración agitada, dejándose besar por él. Pasan unos minutos, aun no me ha mirado, la angustia se va adueñando de mi. Doménico continua en silencio, a veces se cruzan nuestras miradas pero eludimos dejar traslucir algo en ellas.

De pronto, sus ojos se enganchan a los míos, es todo amor, sin fisuras, hay alegría en ellos, ningún atisbo de reproche, ninguna sombra, la angustia desaparece, la quiero. Aun queda por ver qué nos decimos mañana.

-        “Sois unos cabrones “ – dice al fin – “me habéis tendido una trampa” – se incorpora, le da una suave bofetada a Doménico  “¿quién me ha desnudado, has sido tú?”

Doménico protesta y me señala, Carmen se está colocando el pantalón y cuando se lo termina de abrochar se levanta, viene a mi y se sienta a horcajadas en mis piernas.

-        “¡Serás cabrón!” – comienza a pegarme, me defiendo sin convicción, luego toda esa pelea se transforma en besos intensos, se abraza a mi, me aprieta hasta hacernos daño, nos besamos como si no nos hubiéramos visto en años.

-        “¡Amor mío!” – dice a punto de echarse a llorar.

-        “¡Dios, cómo te quiero!”

-        “Vámonos a mi casa, tengo un ático precioso aquí al lado, podemos hacer algo de cenar ahora o… después, mas tarde, ya veremos”

Doménico se empeña en pagar las consumiciones, le esperamos abrazados en la puerta. Luego, al salir a la calle, Doménico reclama sin palabras su derecho y coge de la mano a su chica, caminamos. Poco a poco se van abrazando mas estrechamente. Caminamos, a veces se detienen y se besan sin pudor, sin pensar en que en esa zona , un viernes a las doce y media de la noche podemos encontrarnos con amigos, compañeros de trabajo, mis cuñados, mis hermanos… Carmen camina abrazada a Doménico como si al mundo no le importara nuestra vida. A veces extiende una mano reclamando la mía y caminamos así, cogidos de la mano mientras besa al hombre que acaba de provocarla un orgasmo en medio de un pub de Alberto Aguilera y con el que dentro en unos minutos va a hacer el amor en mi presencia.