Diario de un Consentidor (54)

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor; Esta no es una historia de

Dualidad

Amanecía y la pálida luz que comenzaba a diluir la oscuridad de la alcoba nos encontraba despiertos, cara a cara,  con la mirada clavada en el otro. Mi mano derecha descansando en el hueco de su cintura, su mano derecha rodeando mi agotado pene, el dedo pulgar extendido hasta rozar mi vientre acariciando a veces el vello como si de un impulso nervioso espontáneo se tratase; los demás dedos cobijaban al otrora orgulloso guerrero y lo apretaban con suavidad, sin ritmo determinado, con silencios y pausas anárquicas.

Y los ojos abiertos.

Nuestra mirada era un puente tendido sobre la almohada. ¿Se transmite el pensamiento? El científico dice NO. El hombre desnudo,  enfrentado a la mujer mas bella, mas puta, mas adorable a la que acaba de follar, joder, hacer el amor y con la que ha compartido las confidencias mas descarnadas, las confesiones mas libres y con la que ha roto todo los pactos y firmado cumplir las mayores profanaciones  dice  SI.

-        “No vas a conseguir de mi mucho mas que eso” – dije cuando mi polla alcanzó un estado de grosor interesante pero no como para endurecerse lo suficiente, la noche había sido intensa y lo que en otro momento habría bastado para lograr una potente erección apenas podía mantener el volumen alcanzado.

-        “¿Quién te dice que quiero algo mas que esto?”

Estaba relajada, inmóvil, de espaldas a la ventana. Su cabello revuelto esparcido por la almohada dejaba algún mechón pegado en su frente por el sudor. Dejé que mi mano acariciara la curva de su cadera y apreté levemente su nalga, mi polla dio un salto.

-        “¿No decías que estaba muerta?” – sonrió al sentirlo en su mano

-        “Sabes que tu culo me puede”

Arrastró su cara unos centímetros por la almohada, los suficientes para unir sus labios a mi boca. Abandoné su nalga y busqué su pecho. Mi dedo pulgar jugó con su pezón. Se estremeció.

-        “Me duele”

-        “Te mordí, lo siento, déjame ver”

Me incorporé  mientras recordaba como mis dientes aceptaban el órdago de su silencio y traspasaban el límite de la cordura. Una marca rojiza delimitaba la areola con la forma perfecta de mis dientes.

-        “¡Bruto!” – protestó con un mohín delicioso.

-        “Lo siento amor, espera, voy a darte un poco de crema”

Apenas tardé un minuto en volver a la cama con una crema para los hematomas. Con extremo cuidado apliqué en la mordedura la crema que había extendido en mis dedos. Un gesto de dolor contenido apareció en sus rostro.

-        “¿Te duele?”

-        “Si, un poco, pero me alivia” – dijo con dulzura. De nuevo cerró los ojos cuando apliqué con mis dedos una nueva carga de crema.

-        “¿Lo dejo?”

-        “No, sigue, me gusta”

Su rostro mostraba una expresión ambigua, equívoca. ¿Era dolor o placer lo que la transformaba? Deslicé los dedos rodeando su pezón haciendo mas presión; su cabeza basculó hacia atrás y aspiró aire por la nariz con fuerza. Le estaba provocando dolor pero Carmen no protestaba.

Tome su pezón entre mis dedos abarcando parte de la zona lastimada. Carmen, al notar el cambio en el masaje, abrió los ojos. Durante un segundo nos miramos, ambos sabíamos lo que estaba sucediendo. Esperé un instante con la amenaza de mis dedos pinzando su pecho. Esperé un gesto suyo, una palabra que detuviera la locura que iba a cometer.

Y entonces apreté, despacio, muy lentamente, sin detenerme. Carmen cerró los ojos, de nuevo escuché el sonido del aire aspirado fuerte y brevemente, ahuyentando la queja que no estaba dispuesta a proferir.

No podía, no debía apretar mas y deshice la pinza, mis dedos comenzaron a recorrer pesadamente el perímetro enrojecido, hundiéndose hasta que algún gesto incontrolado me indicaba que el dolor dominaba.

Pero eso no me hacia clemente, tan solo transformaba la presión, la desplazaba evitando que ella pudiera acostumbrarse al dolor localizado en un mismo lugar.

Carmen elevó su brazo izquierdo por encima de su cabeza en un gesto de abandono, de entrega que desató la fuerza que creía agotada. Mi polla hinchada, rígida y dura como pocas veces, cimbreaba como si estuviera al borde del orgasmo.

-        “¿Quieres que pare?”

No contestó, ni siquiera me miró. Parecía estar sumida en un profundo estado de trance desde el cual apenas podía escucharme.

……

A medida que me alejaba de Madrid fue como si la realidad se fuera imponiendo sobre las emociones que me habían gobernado aquella tarde. El recuerdo de Graciela  empalidecía, se desdibujaban las escenas que había vivido en la sauna y en su lugar cobraba fuerza un sentimiento de preocupación, un amargo reproche ante la relectura que mi memoria hizo de la llamada de Carmen.

¿Cómo pude ignorarla? El tono de su voz, sus palabras, incluso el sutil cambio de tono al proponerle  invitar a Graciela a nuestro círculo de amigos deberían haber sido suficientes señales que me indicasen lo que ahora se me hacia evidente: Carmen me buscaba, me estaba pidiendo ayuda. Y yo, mientras tanto,  jugaba a seducir a otra mujer.

Enfilé nuestra calle mientras la lluvia se hacía mas intensa. Me detuve ante la puerta del garaje y por primera vez en toda nuestra vida de pareja me sentí desleal.

Carmen escuchó el ascensor detenerse. Cuando sonó la llave en la cerradura su cuerpo se puso en tensión. No quería montar una escena, no es ese su estilo pero se resistía a enterrar su frustración bajo una máscara de falsa normalidad.

Dejé las llaves en el mueble de la entrada. El reproche que nació en la carretera se había convertido en un desagradable bochorno. No sabía como explicarme, no esperaba encontrar el mejor ambiente para hablar de Graciela y mucho menos para contarle mi visita a la sauna.

La sauna. Ese mínimo recuerdo fue suficiente para despertar un cosquilleo en mis genitales que se extendió por mi vientre. Si ahora no era el momento para compartirlo con Carmen no podía demorarlo mucho porque el tiempo convertiría una experiencia para ser compartida en una mentira interpuesta entre nosotros.

Traspasé el umbral del salón. Nuestras miradas se cruzaron un instante proyectando con claridad nuestro estado de animo. Si los gestos tienen un papel predominante en la comunicación, nuestras miradas apenas necesitaron de ellos para penetrar en lo mas profundo de nuestra mente. Carmen estaba dolida pero serena, su ojos reflejaban una cierta frialdad que se me clavó como un dardo. Yo estaba asustado, me sentía culpable a mi pesar y preocupado porque esa culpabilidad causada por no haberla atendido no pareciese provocada por el encuentro con Graciela.

-        “Ya estoy aquí” – dije tontamente sin haber encontrado mejor frase que rompiera ese intenso examen mutuo.

Carmen permaneció muda mientras se demoraba colocando uno de los cojines del sillón. Por ultima vez vaciló entre permitir que los reproches brotasen o  atender a su amarga decepción que le infundía una inmensa desgana por emprender una discusión. Al sentirme avanzar rompió su silencio.

-        “¿Te lo has pasado bien?”  - inmediatamente se arrepintió del enfoque que le acababa de dar a lo que sucediese después, parecía un ama de casa ofendida por los devaneos de su marido.

-        “Lo siento Carmen, no tengo excusa, me lié en el despacho y luego fui al Colegio y al salir entré a tomar un café y…”

-        “Y te pusiste a ligar. No, si no me importa, no te vayas a creer que me molesta, al contrario tu también tienes derecho a follar con quien quieras ¿no lo hago yo? Pues tu también puedes darte el gusto”

Se había levantado mientras pronunciaba estas palabras tan ajenas a su forma habitual de expresarse,  recogió el vaso vacío y se dirigió hacia la cocina evitando que me acercara a ella.

Apoyó las manos sobre la encimera y dejó caer la cabeza. No era lo que había planeado hacer y le disgustaba haber actuado así pero los fuertes latidos golpeando su pecho la hicieron consciente del nivel de agresividad que había acumulado durante toda la tarde.  Respiró profundamente varias veces antes de regresar al salón.

Yo permanecía en el mismo sitio, intentando asimilar las consecuencias de mis actos de aquella tarde. Me culpabilizaba por no haber respondido sus llamadas pero la culpa es un sentimiento que se extiende como el aceite y empezaba a manchar todo aquello por lo que no tenía por qué sentirme así. En esa situación no tenía sentido contarle mi paso por la sauna lo cual añadía un grado de culpa mas; tampoco podía compartir con ella mi tarde con Graciela.

-        “Tenía que haberte llamado, lo siento, no me di cuenta de que no estabas bien” – dije cuando la sentí entrar al salón.

-        “¿Tu qué sabes cómo estaba, eh?” – exclamó ahogando la voz para no elevar el tono – “Me has dado un plantón, has ignorado mis llamadas. Eso, eso es lo que me cabrea Mario, y no que te busques un plan para follar”

Se escuchaba a si misma y tenía la impresión de cabalgar un caballo desbocado. No quería decir esas cosas, no se gustaba a sí misma en ese papel, pero no podía hacer nada por controlar el coraje que sentía.

-        “No he buscado ningún plan y Graciela no es ninguna puta” – comenzaba a irritarme esa actitud tan impropia de ella.

Se detuvo en seco cuando estaba a punto de salir del salón y se volvió hacia mí.

-        “Con que Graciela no es ninguna puta, entonces lo debo ser yo que si soy el plan de un tipo tan falso como tu” – caminó hacia mi, yo no acababa de reaccionar ante lo que había escuchado – “¿Es eso, verdad? Yo soy una tía fácil, una puta que folla con cualquiera, ¿no?”

La discusión se estaba saliendo de cauce, Carmen insistía en cargar el enfrentamiento con alusiones de índole sexual que no solo no acaba de entender sino que comenzaban a molestarme. Tenía que parar aquello.

-        “Sabes que no he querido decir eso Carmen, estas sacando las cosas de quicio”

Mi respuesta no hizo sino aumentar su enfado.

  • “Yo soy la que saco las cosas de quicio, tiene gracia, tu llevas un año sacando las cosas de quicio y ahora te atreves a criticarme” – la amargura con la que habló me alarmó, pero pudo mas en mi la creciente irritación que sus ataques casi soeces me estaba generando.

  • “¡Ya está bien, por Dios, deja de comportarte como una histérica!”.

Nunca he soportado el cliché de “histérica” con el que se sojuzga a las mujeres cuando se cabrean, es una manera muy machista de ensuciar una discusión cuando lo que faltan son verdaderos argumentos. Ese  y la típica frase “estará con la regla” me producen vergüenza ajena. Sin embargo era yo el que acaba de utilizarlo para detener el mal rumbo que había tomado nuestra bronca.

¿Solo eso?¿Acaso no me di cuenta del leve tono de superioridad, de arrogante autoridad que envenenó aun mas aquella frase? Si yo no reparé en ello Carmen si que sintió mis palabras en toda su dureza.

La vi frente a mí, mirándome como si no me conociera, como si acabase de descubrir a otra persona oculta bajo un disfraz.

  • “Vete a la mierda” – comenzó a caminar hacia el pasillo, detrás de mi. Cuando estaba a punto de dejarme atrás, en una fracción de segundo, intuí que si no aclaraba todo en ese instante aquello no sería un simple enfado. Extendí mi brazo para cortarle el paso.

-  “Déjame pasar!” – su voz era firme, cortante y fría, intentó apartar de un manotazo la barrera que había detenido su camino pero resistí su ataque y la sujeté por los hombros.

  • “Espera, hablemos…” – se revolvió con furia interrumpiendo mis palabras.

  • “¡Te he dicho que me dejes!”

Me había estado debatiendo entre la culpa y la irritación, un instante antes quería dialogar, explicarme. Aquel conato de violencia rompió el difícil equilibrio que mantenía y estallé. Con mis manos aun en sus hombros dominé sus esfuerzos por liberarse y la empujé con rudeza hasta la pared  cercana al pasillo. Carmen luchaba por soltarse pero no lo iba a tener fácil, pegados el uno al otro, yo empleaba la fuerza de mis brazos y la presión de mi cuerpo para impedírselo, sus protestas quedaban ahogadas, mis palabras, repetidas como un mantra, apenas tenían ya sentido

  • “Cálmate, estate quieta, ya!”

  • “Suéltame, pero qué estás haciendo!”

Estaba ciego. Supongo que la irritación por su forma de enfocar la discusión y la tensión sexual acumulada durante toda la jornada se mezclaron formando algo distinto e impredecible  donde la violencia cobraba protagonismo, donde la sensación de ganar aquella batalla carecía de razones porque era algo mas primitivo que la razón. La sentía luchar con todas su fuerzas aplastada contra la pared por mi cuerpo inmovilizada por mis brazos  y cuanto mas se debatía, cuanto mas violencia ponía en sus intentos mas me excitaba.

Carmen no se podía creer lo que estaba pasando, en apenas unos segundos la situación se había descontrolado como nunca antes había sucedido. Mas allá del terrible enfado que sentía se encontraba desconcertada, insegura, transitando un camino desconocido.

Intentó separarse de mí pero nada podía hacer contra una fuerza física a la que jamás se había tenido que enfrentar. A pesar de la violencia de mi conducta no se sentía en peligro, seguía siendo yo después de todo. Pero a medida que se encontraba mas forzada el enfado se convirtió en ira, ¿Cómo me atrevía a tratarla de esa manera?

La presión de mi cuerpo sobre ella, la agobiante sensación de estar maniatada, despertaron ideas olvidadas. Por momentos se sintió como una niña a la que regañan, inmediatamente la rabia de la opresión le hacía verse como una mujer maltratada, humillada, a punto de ser violada.

A punto de ser violada.

Intentó emplear todas sus fuerzas para escapar de mi, el corazón latía  desbocado, nuestras respiraciones formaban un único jadeo, forcejeamos durante… ¿cuánto tiempo?

No supo cuando empezó, se sentía como en un sueño, la vista nublada parecía mirar a través de un cristal esmerilado, de una gasa quizás. Los sonidos se volvieron lejanos. Ya no sabía con quién ni por qué luchaba, solamente la sensación de peligro, la intuición de estar perdiendo una batalla dominaba sobre todo lo demás.

Ahogada la conciencia, las imágenes se mezclaban en su mente sin orden, sin control, desdibujando la realidad, poco a poco se fue sumergiendo en una pesadilla dejando atrás la realidad.

Estaba luchando, resistiéndose a un acoso del que no podía escapar, creyó sentir manos que buscaban apoderarse de su cuerpo, se sintió desnuda, expuesta al acosador. Le resultó tan familiar que por un momento creyó estar en otra parte, con otra persona que no atinaba a identificar.

Y entonces, un nuevo enemigo se sumó al combate. Una intensa excitación sexual la arrolló sin previo aviso, una oleada de sexo y lujuria la inundó, unos fuertes latidos en su coño pusieron en tensión todos sus músculos, seguía luchando pero ahora la lucha le provocaba mas placer aun, “mas vicio”, pensó.

Tenía que evitarlo, no podía mostrarle al acosador su excitación porque si lo intuía, entonces…

  • “¿Me vas a violar?”

Había notado un cambio en su forma de resistirse, peleaba pero su cuerpo me rozaba de una manera mas intencionada, mas sexual. Lo negué pensando que era mi imaginación  alimentada por mi propia excitación pero ahora sus palabras lo confirmaban.

Apenas hacía fuerza, yo había logrado inmovilizar sus manos que ya no ejercían ninguna presión. La miré a los ojos que me mostraron a una desconocida; era su rostro, sus facciones si, pero ni la mirada ni la expresión pertenecían a mi esposa. Una media sonrisa provocadora nació en sus labios, una sonrisa que jamás había visto en ella.

  • “¿Es eso lo que quieres, eh? Violarme”

Elevé sus brazos por encima de su cabeza y sujeté sus muñecas con una sola mano, estaba loco, furioso, excitado. No entendí lo que le estaba sucediendo y lo interpreté bajo el filtro de mi propia excitación.

  • “Eso es lo que quieres tu, puta” – respondí al tiempo que mi mano libre se dirigía a la cintura de su pantalón y lo bajaba bruscamente.

Carmen recibió mis palabras como una explosión que atronase sus oídos, sintió caer los pantalones hasta sus tobillos y mis manos bajando sus bragas que quedaron enrolladas a mitad de sus muslos.

Su mente se hundió en una ensoñación de algo ya vivido que se cerró en falso. De nuevo estaba semidesnuda frente al agresor, intentando defenderse del ataque si, pero también de su propia excitación que nunca había querido reconocer.

Cuando mis dedos penetraron de un golpe en su húmedo coño, sintió que por fin sucedía aquello contra lo que tanto luchó, “Puta, puta”, mis palabras resonaban en su cabeza.

Hundí mis dedos sin clemencia, afortunadamente estaba tan mojada que no le hice daño aunque el gemido desgarrado que salió de su garganta parecía decir lo contrario.

Tenía los ojos cerrados, parecía colgar de sus manos apresadas por la mía, sus rodillas forzaban la braga para poder abrirse ante la invasión de mis dedos. Aquella imagen de mi mujer sometida, humillada y entregada me llevó al límite de la cordura.

  • “¡Así, zorra, ahora vas a saber quien manda!”

La locura me dominaba. Creía estar jugando un juego mas con ella sin saber que en realidad estaba reviviendo una violación no consumada en la que el desprecio del violador había sido mas humillante que la violación, tanto como para convertir su resistencia en necesidad, en deseo, un deseo nunca reconocido que ahora se dejaba expresar sin trabas.

  • “Si, si!”

La solté para poder despojarla de la ropa, sus brazos cayeron sin fuerza. Cuando intenté bajar las bragas que se enrollaban en sus muslos detuvo mi mano y luego rodeó mi cuello. MI boca mordía su cuello, mis manos recorrían su cuerpo hambrientas, insaciables.

-        “Eres una zorra, una calientapollas”

Cada insulto que le lanzaba me devolvía su voz quebrada afirmando, aceptando ser todas y cada una de las cosas que le decía. Seguía luchando por zafarse de mi pero su lucha era diferente, ya no había el rechazo de los primeros momentos.

Profirió un quejido.

-        ”¡Cabrón, me haces daño!” – tenía cogido uno de sus pechos con fuerza sin darme cuenta de que la estaba lastimando.

Su mirada era puro fuego, desde luego no reflejaba dolor. No solté mi presa, nos desafiamos un momento.

-        “¡Cabrón!” – repitió.

-        “¡Puta!” – una sonrisa casi obscena apareció en su boca.

-        “¿Eso es lo que quieres, no? que me comporte como una puta”

No encontré las palabras para responder, la excitación me tenía descontrolado, mi cabeza hervía entre imágenes de ella debajo de Carlos con su coño dilatado en cada embestida. Si, “puta” es la palabra que me venía a la cabeza, “puta”, deliciosamente puta.

-        “¡Zorra!” – se volvió a quejar cuando aumente la presión de mi mano en su pecho pero no aflojé – “¡zorra!”

Se revolvió para liberarse de mi mano y su lucha me encendió aun mas. La agarré por la nalgas y la pegué mas a mi.

-        “¿Y tu qué?, ¡cornudo!”

Una avalancha de excitación descendió desde mis oídos hasta mi sexo. Cornudo, si, cornudo, me gustaba verla con Carlos, me gustaba saber que lo deseaba, que follaba con él.

-        “Cornudo, te he puesto los cuernos si, ¡eres un cornudo!”

-        “¡Hija de puta!” –

Sus palabras, en lugar de herirme, me provocaron un placer arrollador, un placer como no recordaba haber sentido nunca. Aprovechando mi estupor, Carmen intentó zafarse de mi, sus brazos intentaron formar una barrera contra mi pecho. La cogí con fuerza por las muñecas y apresé sus brazos contra la pared. En la refriega nos habíamos desplazado por el pasillo, ¿cuándo habíamos tirado el pequeño óleo que compramos en Venecia?. Sujeta, crucificada sobre el tenue beige de la pared la miré a los ojos, nuestras respiraciones agitadas resonaron en el silencio de la casa. Su melena revuelta tapaba su ojo izquierdo.

Me retaba, su mirada me desafiaba burlona, lejos de protestar o de rogar su rostro mostraba determinación, resistencia, ¡Dios como la deseé!

-        “¿Qué pasa, te ha dejado caliente esa golfa y ahora quieres desahogarte?”

-        “Estás celosa, eso es” – Le lancé una mirada de triunfo a la que Carmen respondió con una risa corta y despreciativa.

-         “¿Estás de coña? ¡Follátela si te da la gana , me da igual!” – ahora fui yo el que rió, su semblante se endureció, la había vuelto a enfadar e intentó de nuevo librarse de mi.

-        “¡Estate quieta, coño!” – Ya ni siquiera sabía por qué la intentaba retener.

-        “Pues si necesitas desahogarte vete al baño y te la meneas, pero a mi me dejas en paz”

-        “¿Contigo aquí me voy a hacer una paja? ¡tú si que estás de coña!”

La solté y con rapidez elevé su chándal para quitárselo. Tras la primera sorpresa intento evitarlo pero ya tenía su cabeza tapada por la prenda, ¿por qué coño se había puesto sujetador para estar en casa? Sin duda era una barrera mas que interponía ante mí.

-        “¡Déjate, joder!” – en la lucha dio un traspiés y perdió el equilibrio. Fue suficiente para acabar de despojarla del chándal. El pantalón, enrollado en sus pies, le entorpecía el movimiento. Intenté acceder al cierre del sujetador en la espalda, Carmen adivinó mi intención y se apretó contra la pared. La rabia se apoderó de mí, cogí el sostén por el centro y levanté de un golpe la prenda liberando sus pechos. Sin soltar la prenda la amenacé – “Me dejas o te lo arranco”

-        “¡Suéltame, no tienes derecho…”

Tiré del sujetador y la atraje hacia mi, al separarse de la pared llevé mis manos hacia el broche en su espalda y su reacción fue inmediata. La fuerza del impacto contra la pared aplastó mis dedos flexionados, un escozor lacerante me recorrió la mano y ascendió como un relámpago por el brazo, Carmen cerró los ojos y un rictus de dolor apareció en su rostro. Sin saber lo que hacía tiré con todas mis fuerzas del cierre que se rompió con un crujido. Una parte de mi no se creía lo que estaba sucediendo pero no atendí a ese retazo de cordura y le bajé los tirantes para terminar de quitarle el destrozado sujetador.

-        “¡Lo has roto, animal!”

Sus manos golpearon mi pecho una dos veces. La inmovilicé con mis brazos y la lleve arrastrando hasta nuestra habitación sin atender a sus palabras., Una vez allí la solté dejándola caer en la cama.

Carmen tenía los ojos muy abiertos, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Por un instante pensé que estaba asustada pero no fue eso lo que sus ojos me transmitieron.

Tirada en la cama, con el pelo revuelto y la respiración agitada, apoyada en sus brazos me miraba con ansiedad sin saber bien lo que iba a suceder. En sus ojos había también deseo, un deseo salvaje. La expresión de su rostro mutaba en segundos desde la provocación soez de una furcia a la que no conocía hasta la expectación anhelante que me devolvía la imagen de mi esposa. Saltando de una a otra, su conducta me alertaba sobre lo que estaba sucediendo en su quebrada mente, pero mi excitación me impidió hacer caso a lo que intuía.