Diario de un Consentidor 138 La venganza se sirve

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor.

Capítulo 138

La venganza se sirve en plato frío

Sevilla

Las sesiones de trabajo continuaron como se había acordado, en un ambiente profesional donde no volvió a haber ninguna salida de tono. Yo también había recuperado mi carácter después de la conversación que mantuve con Carmen y entre unos y otros conseguimos un clima relajado a pesar del ritmo que estábamos obligados a mantener. El miércoles, tras unas cañas con todo el equipo, me despedí de Emilio y fui caminando hacia donde tenía aparcado el auto, estaba en plena zona de copas pero deseaba volver al chalet, había rechazado la invitación de unirme al grupo de los rezagados, los que nunca encuentran la hora adecuada para retirarse. Cerca del aparcamiento vi el rotulo de un bar, California, y pensé en Irene, no la había vuelto a llamar desde nuestro último encuentro una semana atrás. Cogí mesa en la terraza, pedí una cerveza y la llamé, supuse que con una niña pequeña la encontraría en casa.

—Dígame.

—Qué desilusión, ni siquiera me tienes registrado.

—¿Quién eres? —Entonces noté un matiz en la voz que la hacía diferente.

—¿Irene?

—No, soy su hermana.

—Soy Mario, un amigo, ¿se puede poner o la cojo en mal momento.

—Está acostando a Martita, ¿quieres que le diga algo?

—Dile que la he llamado.

Se estaba bien allí, una plazuela peatonal sin apenas ruido. Apuré la cerveza y cuando estaba avisando al camarero para pagar me entró la llamada.

—¿Ya se durmió la peque?

—Ya ves, con ocho años y tengo que seguir acostándola y dedicándole un ratito todas las noches.

—Qué madraza estás hecha.

—Y que lo digas, ¿qué es de tu vida?

—En Sevilla, con un proyecto que me va a traer por aquí unas cuantas veces este verano, no es que me apetezca demasiado.

—No te quejes, es una de las ciudades más bonitas que conozco.

—Lo sé, pero el ambiente no acompaña y no me gusta estar solo.

—Calla, con lo bien que se te da ligar no creo que tardes demasiado en tener compañía.

—No te creas, lo nuestro fue algo ocasional.

—¿Lo nuestro? ¿y que se supone que es lo nuestro?

—Lo que tú quieras que sea, una amistad recién iniciada, algo que…

—Algo que se va a quedar donde se quedó. Mira que oportuno ha sido tu viaje.

—No me digas eso.

—No te creas que no le he estado dando vueltas a lo que hablamos y a lo que pasó. Yo no soy como vosotros, mi vida ahora mismo necesita terminar de ordenarse. Tengo una hija, no la puedo someter a… ciertas cosas, y menos con un padre que está pendiente de cada detalle, no sé si me entiendes. No te digo que no me gustaría, tampoco lo sé seguro, pero…

—Lo comprendo, te entiendo perfectamente, no necesitas darme más explicaciones; no obstante siempre puedes contar conmigo, como amigo o como psicólogo; sé separar los espacios, no lo dudes.

Me estaba cerrando la puerta y sin embargo estuvimos hablando más de un cuarto de hora, nos sucedía lo mismo que ocurrió la noche que nos fuimos del pub y dejamos a sus amigas con cara de pasmo, no paramos de hablar entonces y ahora no dejamos de contarnos cosas impropias de dos personas que en teoría están cortando lazos.

—Me lo he pasado muy bien hablando contigo. —dijo cuando ya nos estábamos despidiendo.

—Yo también, cuando quieras repetimos.

—No sé si es buena idea.

—Bueno, esta vez te he llamado yo; si hay una próxima que sea porque te apetece.

—Digamos que, mientras estés en Sevilla podemos seguir charlando, ¿te parece?

—Me parece.

—Es que…

—¿Qué te pasa?

—Ya lo sabes.

—Si no me lo dices no lo sé.

—Es que me gustas, me gustas mucho, pero estás casado, encima tenéis una forma de ver la vida… peligrosa.

—Que no tenemos por qué compartir; yo no me voy acostando con todas mis amigas, podemos ser lo que tú quieras que seamos.

—Qué fácil lo ves todo, ¿tú te piensas que a mí no me gustaría…?

—Irene, Irene.

—Dime.

—Dejémoslo por hoy. ¿Por qué no me llamas cualquier día, cuando te apetezca?

—Tienes razón, eres un sol.

…..

Poco a poco Emilio se fue relajando y el jueves por la tarde me propuso invitar a cenar a Santiago como despedida y para centrar los planes antes de la próxima visita; no me apetecía pero era lo correcto. Decidimos que nada más llegar se lo propondríamos y así tendríamos tiempo de organizarlo; pensé que Elvira me podría sugerir algún restaurante.

Viernes, veintiséis de Mayo de dos mil

Dejé que Emilio se encargase de hablar con Santiago, de lejos vi que algo no iba bien, cuando se acercó traía mala cara.

—Tiene otros planes; a mediodía nos reunimos con Ramallo, por lo visto está muy interesado en el proyecto y quiere conocerlo de primera mano.

—¿Y qué tiene que ver esa subdirección en todo esto?, ni siquiera pertenece a esta consejería.

—Parece ser que es muy amigo de Santiago y podría darle más peso al evento, lo que no sabe es si habrá problemas de competencias.

—A mí esos temas de política me dan igual, lo que me preocupa es que ahora, cuando ya lo tenemos todo organizado nos lo vengan a joder.

Y así fue; el almuerzo no pudo ir peor; Santiago, Ramallo y Esteban de la Riva hicieron y deshicieron a su antojo mientras Emilio y yo veíamos que nuestro trabajo se derrumbaba como un castillo de naipes. No tuvieron en cuenta ninguna de las objeciones sobre costes y tiempos que les planteamos, solo tenían un objetivo: el lucimiento personal a corto plazo. Salimos de allí con el compromiso de sacar adelante los nuevos objetivos que suponía doblar el número de jornadas y un incremento en nuestro contrato de un cuarenta por ciento. Para el gabinete era un éxito, para mí era un mazazo: me comprometía a permanecer en Sevilla al menos quince días para dotarlo de contenidos y ponentes en un tiempo record. Traté de negociar hasta el último momento pero Santiago fue inflexible: el proyecto había adquirido tal magnitud que no admitía una dirección delegada desde Madrid, había que ponerse a trabajar ya, los equipos se reunirían al día siguiente, eso significaba que no podía regresar a casa como tenía previsto. Llegué a pensar que todo era una estratagema para vengarse de Elvira y mantenernos separados.

…..

—Nos está puteando —exclamó visiblemente alterada—, cómo puede ser que justo cuando me tengo que incorporar en Madrid mueva sus contactos para hacer que te quedes. Es un cabrón. —terminó con la rabia a punto de estallar.

—Yo también lo he pensado pero, ¿es posible que sea capaz de llegar a tanto?

—Ramallo es un político de la peor especie, un trepa al que Santiago le tiene cogidas las vueltas, seguro que le ha estado calentando la cabeza; para él invertir en esto o en cualquier otra cosa le da lo mismo siempre y cuando su cara salga en todos los medios, no le habrá costado nada convencerlo y a cambio consigue jodernos un poco más.

—Será la ultima vez que lo haga, ten paciencia.

—Y tú ándate con ojo, no me extrañaría que buscara cualquier excusa para hacerte quedar mal, no te descuides.

—Ya lo sé, también cuento con que no me va a dejar salir de aquí hasta que todo termine.

Poco después, con Elvira ya más tranquila, busqué un rincón aislado en el jardín y llamé a Carmen, tenía que ponerle al corriente de la nueva situación.

—Mario, qué ganas tenia de que me llamaras, te he dejado no sé cuantos mensajes

—Es que hemos tenido una mañana de locos y luego nos hemos ido a comer con unos consejeros de la junta y con Santiago, No he podido hasta ahora.

— Me lo he imaginado, cielo, pero es que han pasado tantas cosas.

—Escucha, tengo que decirte algo.

—Si, dime.

Le conté lo que llevaba sospechando varios días; que esa calma aparente no me daba buena espina, que Santiago nunca fue buen perdedor y ahora no iba a ser la excepción. Este Santiago amable y tranquilo no me inspiraba confianza, pero ¿qué le iba a decir a Emilio, que tenía una corazonada? No; acabé pensando que, a lo mejor, los años lo habían domado. Me equivoqué. Le conté el cambio de planes. Había querido castigarnos, jodernos hasta el último minuto, si nos podía separar un día más, una semana más, o dos, o tres lo iba a intentar a costa de lo que fuera. Elvira estaba destrozada, contaba con que nos volviéramos juntos a Madrid y ahora ese cabrón lo había jodido todo.

Tal vez había sido demasiado vehemente.

—¿Carmen?

—Vaya, no sabes cuánto lo siento; por vosotros dos, claro.

—¡No! no me has entendido, no he querido decir eso.

—No te preocupes, lo he entendido perfectamente.

—A ver, me he expresado mal, me quiere joder y me va retener aquí…

—Ya lo he pillado. Oye, me tengo que ir, ya hablamos.

Qué había hecho. Tan cegado por la indignación no fui capaz de ver que la estaba ninguneando. ¿Y nosotros, y ella? Cuántas veces dijo que me echaba de menos, que los días se le hacían eternos esperando mi vuelta. Y yo, estúpido egoísta, solo vi que Santiago nos separaba a Elvira y a mí.

Sábado, veintisiete de Mayo de dos mi

No fue una despedida fácil; a las doce tenía todo preparado: había llevado la moto grande a un garaje y la vieja Vespa, que ya era modelo de coleccionista, prefirió traerla al chalet donde estaría más protegida. «¿Cómo se te ocurre, es que no tienes cabeza?», me regañó tras escuchar la reacción de Carmen, «Dale un poco de tiempo para que se calme y da gracias a que te debe de querer mucho porque si llego a ser yo te mando a la mierda».

Volví a la reunión de la que me había ausentado. A punto estuvimos de tener otra bronca a costa de las pullas que Santiago, a sabiendas del motivo que me llevaba a marcharme, lanzó cargadas de bilis. Me contuve pero durante unos segundos el proyecto estuvo en el aire porque esta vez lo tenía a tiro. Esta vez no se habría librado.

La tensión dominó el resto de la jornada, no hubo almuerzo conjunto y a las seis cerramos. Lo evité a la salida; me llamó a voces. «Ahora no, Santiago», y me marché, cualquier chispa habría provocado un incendio. Volví al chalet, no tenía ánimo para otra cosa; me senté cerca de la piscina con una cerveza y traté de poner en orden los sucesos recientes, pero estaba demasiado alterado para sacar algo en claro. Estaba solo, enfadado conmigo mismo y con una cierta tendencia a fustigarme. Escuché el sonido de un auto que aparcaba al otro lado de la verja, unos tacones se acercaron a la cancela y no me costó adivinar la identidad de la visita. Esta vez no me iba a encontrar desprevenido; salí a recibirla.

—Buenas tardes, Maca, ¿pasabas por aquí?

Sonrió, estaba espléndida; no había tenido ocasión de contemplarla bien, apurado por la situación en que la conocí, sin embargo ahora estábamos a la par. Lucía un vaquero que dibujaba sus caderas perfectas y una camisa de lino en color hueso con un escote estratégicamente abierto para dejar ver lo justo: el tono rosa palo de un sujetador al que no quise dedicar demasiada atención.

—No, he venido a propósito; sabía que Elvi se marchaba y quería despedirme.

Mentía a sabiendas de que yo lo sabia.

—Siento que hayas venido para nada; se marchó esta mañana. Aunque mira, tampoco va a ser un viaje perdido, quería hablar contigo.

—¿Ah, sí? —dijo acercándose. Yo me alejé hacia la piscina y ella me acompañó.

—¿Quieres tomar algo? Cerveza, algún refresco, o tal vez prefieras algo más…

—Más…

—Tengo debilidad por el Jack Daniels, no me interpretes mal.

—Jamás lo haría; con hielo, por favor.

—Ponte cómoda. Insisto: no me intérpretes mal.

La escuché reír mientras iba hacia el interior de la casa, esa mujer me intrigaba; al menos había logrado disipar el ambiente negro que había preparado para el resto de la tarde.

—Aquí tienes, con un hielo, es como lo tomo yo.

—Perfecto, en cuanto a lo de ponerme cómoda, me he limitado a descalzarme, los tacones me están matando; además, me gusta sentir la hierba.

Agité las piernas y las chanclas cayeron pesadamente, planté los pies en la hierba.

—Sí, es una sensación muy agradable. Te toca. —Volvió a reír de manera explosiva, guiñando los ojos.

—Con que esta es tu estrategia; unos cuantos whiskies y jugar a las prendas. —Meneó la cabeza despacio—. No te va a funcionar.

—Claro —fingí protestar—, como la señora ya lo tiene todo visto…

Le gustaba jugar; abrió exageradamente los ojos y dijo:

—¡Si apenas me dio tiempo a ver nada! —Reaccioné rápido: eché mano a la cinturilla del pantalón y ella gritó—: ¡No, basta, quieto ahí!

Nos sentamos en los sillones de mimbre, se repachingó con las piernas abiertas, con descaro. Bebimos mirándonos a los ojos; había buen clima entre nosotros.

—Quería hablar contigo: ahora que Elvira se ha marchado ya no tiene sentido que siga aquí; voy a recoger mis cosas y vuelvo al hotel. Te estoy muy agradecido por lo que has hecho por nosotros, Maca, gracias, eres una amiga de las que hay que enorgullecerse.

—Pero, ¿por qué? —protestó—, no hay necesidad; para mí… para nosotros sería una… no sé cómo expresarlo sin que parezca lo que no es; el chalet está deshabitado, eso supone un riesgo; si estás tú… no, eso ha sonado fatal. No tienes por qué irte, me gusta saber que estás aquí, siempre puedo venir cuando me apetezca tomar un whisky, digo.

—Y charlar descalza.

—En eso estaba pensando.

—Qué mal mientes.

—¿Y en qué crees que pensaba, chico listo?

—En lanzarte. A la piscina.

—Tendría que mirar si tengo algún bañador por aquí.

—Yo también.

—¿Para qué vas a mirar si sabes que no tienes?

—Tendré que comprarme uno.

—¡Ja!, a buenas horas.

—Entonces dime tú para qué vas a andar mirando.

—¡Qué peligro tienes, chiquillo!

El pulso terminó en tablas; era una mujer dura, y fuerte.

—¿Te vas a quedar?

—Quieres que me quede?

—Ya lo sabes, ¿por qué me lo pones tan difícil? Sí, quiero que te quedes, ea. —declaró cuando vio que no iba a dar mi brazo a torcer.

—Me quedo. Dime una cosa: ¿a qué has venido en realidad?

— Fran y yo queríamos invitarte a cenar, hemos pensado que la marcha de Elvira te habrá dejado un poco tocado

—Os lo agradezco, y cualquier otra noche estaré encantado pero hoy no sería buena compañía; me apetece estar solo, escuchar música, beber; sí, con moderación, y de madrugada hacer unos largos en la piscina.

—Tampoco es mal plan; a lo mejor cuando Fran se acueste cojo el coche y te hago una visita.

—Pues procuraré ser aún más moderado con el alcohol.

—¿Qué me estás proponiendo?

—Tú sabrás lo que te apetece.

Me clavó la mirada de una manera que solo Carmen sabe hacer. La habría besado, habría hecho saltar los botones de la camisa, le habría arrancado el sujetador y… pero dejé que adivinara mis pensamientos, tampoco era tan difícil.

—Niño, será mejor que me vaya.

—Si, yo voy a tirarme en plancha a la piscina, o…

—O qué.

—Anda vete; dale las gracias a tu marido.

—Deja a mi marido en paz.

—Si se acuesta y te apetece nadar, ya sabes…

—Lo pensaré.

—Me voy al agua, anda vete.

—Qué mandón, ¿y si no me voy?

—Tú sabrás, corres el riesgo de volver a verme como el otro día.

—No serás capaz.

Me saqué el polo y lo arrojé al sillón con tan mala fortuna que se deslizó hasta la hierba. Sentí la mirada de deseo de aquella mujer pasearse por mi pecho. Cogí el botón de la cintura y me detuve.

—Vete. —le ordené. Maca no era mujer que aceptase órdenes y antes de que empezase a hablar ya sabía que me iba a retar:

—No hay huevos.

Lo desabroché, bajé la cremallera sin vacilar y lo dejé caer; el bóxer, o lo que contenía, atrajo toda su atención. Ya no hubo más advertencias, sujeté la cintura con los pulgares y lo bajé de golpe, sentí el cimbreo de la verga al liberarse del encierro. Si dudaba iba a equivocarme. Di la vuelta y en dos pasos llegué al borde, un impulso y me zambullí rozando el fondo, dejando atrás las burbujas que expulsaba por la nariz recorrí el largo de la piscina y aparecí al otro extremo, tomé impulso con los pies y me lancé casi hasta el medio, comencé a dar brazadas para alcanzar el otro extremo, me acodé y la miré.

—Qué envidia me estás dando.

—Pues ya sabes lo que tienes que hacer. —Negó con una sonrisa preciosa.

—Otra vez será.

—¿Te tomó la palabra? —Encogió los hombros en un «ya veremos» y enfiló hacia la cancela, de pronto amainó el paso hasta que se detuvo.

—¿No acompañas a las visitas a la puerta? —esa expresión traviesa se la había visto ya. Me apoyé en el borde y salí chorreando agua a borbotones, y se le iluminó la cara.

—No me acercaré mucho porque.,.

—¿Te piensas que me vas a mojar? —Rompimos a reír a carcajadas, cuando nos recuperamos le contesté:

—Si es que te lo he puesto en la boca.

—Yo si que te iba a poner en la boca… —Agitó la cabeza ahuyentando las palabras que podían perderla—. No sé qué tienes que me haces hablar de más.

—¿Y dices que te tienes que ir?

Estábamos tan cerca; yo había recuperado parte del vigor que el chapuzón había serenado, Macarena me acarició la sien y dejó la mano en la mejilla, me recorrió con los ojos y se detuvo en la verga que parecía responder a su mirada.

—Sí, será lo mejor, no podría quedarme, hoy no.

Domingo, veintiocho de Mayo de dos mil

No pensaba estar todo el día encerrado en el chalet, me había levantado tarde porque la madrugada me pilló apurando la botella de Jack Daniels al borde de la piscina, escuchando blues y hablando solo; vaya panorama. De la última zambullida salí tiritando, me mal sequé con una toalla empapada y subí a la habitación donde todo me recordaba a ella, joder, a ella. Me quedé dormido renegando del mundo. A la una de la tarde terminé de recoger el jardín, menos mal que no se le había ocurrido volver a hacerme una visita, si no el espectáculo de la botella de whisky tirada por el césped, la toalla echa un trapo colgando de una silla y la mesa llena de restos me habría bajado del pedestal en el que me tenía. ¿Alcohólico?, a lo mejor se lo empezaba a pensar.

Preparé una ensalada, no tenía demasiado apetito, y me quedé dormido viendo la tele. Dos horas después me duché, junté toda la ropa usada y salí hacia el hotel. En la habitación tenía la colada que había dejado días antes, recogí algunas otras cosas y regresé. Cuando acabé de colocar todo eran las siete y media, buena hora para moverme por la ciudad.

Ya conocía algunos sitios que me había enseñado Elvira, tampoco era mi primera visita a la ciudad. Comencé por donde nos movimos Carmen y yo un año antes: demasiados recuerdos; opté por cambiar la ruta.

—¡Eh, Mario!

—Hombre Pepe, que tal.

—Apurando el fin de semana, o lo que nos ha dejado Santiago, ¿y tú?

—Pues más o menos lo mismo, dando una vuelta.

Pepe, era uno de los técnicos medioambientales que participaban en el equipo, un excelente profesional muy cercano a Santiago. Tenía cierta prevención a la hora de tratar con él porque sabía que cualquier comentario que le hiciera acabaría en el despacho del jefe. Me presentó a su mujer que no disimuló la distancia moral que nos separaba. Enseguida se ofreció a enseñarme esas calles por las que me había aventurado; traté de liberar a su esposa de tan ingrata compañía pero terminé por ceder a su insistencia y me resigné a dedicarle unos minutos antes de excusarme cortésmente y escabullirme. Se mostró amable, más relajado que de costumbre y decidí darle un voto de confianza. Nos dirigíamos a un bar del que contaba maravillas, poco después llegamos y, efectivamente, le tuve que dar la razón, tanto las tapas como el servicio eran excelentes.

—Por el proyecto —brindó—, porque todo salga como esperamos.

Chocamos las copas y bebimos.

—Menos mal que conseguisteis acabar con el mal rollo del primer día, la verdad es que fue tan desagradable.

Cogí la copa y volví a beber, esperaba que entendiera que no deseaba hablar de ese asunto, pero no supo o no quiso darse por aludido.

—Todos saben que las cosas entre Santiago y su mujer no van bien desde hace mucho tiempo.

—Pepe, no quiero hablar de eso.

—A ver, Mario, no es ningún secreto que Elvira hace su vida, tiene sus historias.

Dejé la copa con tanta fuerza que el camarero y algún cliente nos miraron.

—Dile a Santiago que no necesito emisarios; lo que tenga que saber de Elvira ya me lo contará ella. Señora. —saludé a su mujer que escuchaba escandalizada, dejé un billete sobre la barra y salí de allí; me había estropeado la noche. Saqué el móvil, iba a llamarla pero me di cuenta de que no tenía sentido contarle lo que había sucedido.

Luego pensé en llamar a Carmen.

Andaba bastante perdido aunque no debía de estar lejos del hotel, la noche había calmado el sofocante calor que durante todo el día había caído sobre la ciudad. Cerca de una plaza que me resultó familiar vi las luces de un pequeño local del que salían las notas de un saxo: John Coltrane me estaba llamando y no pude rehusar su invitación; traspasé la puerta y entré en un oscuro garito cargado de humo; unas pocas mesas cercadas por una baranda de madera de roble marcaban el camino hacia una barra alargada tras la que una camarera joven con maneras expertas se afanaba en preparar un cóctel. Me miró avanzar tratando de catalogarme. No tardó en servirme un Jack Daniels como se lo había pedido: un solo hielo en vaso bajo, un agradable vaso labrado, ancho. Entonces la vi. Al otro extremo de la barra, subida a una banqueta alta, estaba Carmen.