Diario de un Consentidor 137 Buscando el camino
Con otra mirada
Capítulo 137
Buscando el camino
I determined never to stop until I had come to the end and achieved my purpose.
David Livingstone
Martes, veintitrés de Mayo de dos mil
—Chica, qué mala cara tienes. —Julia me miraba mientras daba vueltas al café de máquina; siempre buscábamos un momento en el que la sala estuviera vacía a primera hora. Pensé qué excusa darle y decidí ir con una verdad a medias.
—Ayer trasnoché; mira que no me gusta hacerlo entre semana porque luego pasa esto, pero no me pude negar —Contaba con que la prudencia de mi amiga le impediría hacer preguntas.
—Ya, me ha sorprendido que no sacaras un descafeinado.
Apuramos el café y nos dispusimos a salir; dejamos pasar a un grupo en el que venía Elsa, su mirada despejó cualquier duda que pudiera tener: me había visto con Ángel y Claudia. Nos saludamos y dijo con aire desenfadado:
—Me han dado recuerdos para ti: Concha.
—Concha…
—Sí, mujer: pelirroja, alta… —Me estaba enviando una señal y procuré disimular.
—Ah, sí; ya sé quién dices. Hace tiempo que no coincidimos.
—Eso me dijo.
Afortunadamente Julia no prestó atención. Pero no podía dejarlo pasar; estuve pensando cómo enfocarlo y más tarde la llamé.
—Elsa, soy Rojas, ¿podemos hablar?
—Voy a tu despacho.
La esperé ensayando qué decirle y terminé por dejarlo; no encontraba la fórmula adecuada y me estaba empezando a poner nerviosa.
—¿Qué es lo que sabes? —Sonó fatal; sin embargo ella parecía tranquila, me examinó con calma y logró que la seguridad con la que había intentado abordarla se tambalease.
—Vamos Carmen no te lo tomes así.
—Tú me dirás; es evidente que nos viste anoche, lo que no sé es por qué no fuiste sincera; pero es igual, está claro que quieres decirme algo.
—Os vi llegar, como para no veros. Hicisteis una entrada de las que le gustan a Claudia, haciéndose notar. Estabas espectacular, me dejaste pasmada con ese vestido, el maquillaje, y los taconazos; ¿lo hiciste a propósito para destacar sobre los dos? En fin, la que estaba disfrutando como una loca era ella, tenías que haberle visto la cara.
—¿De qué la conoces? —Quería comprobar hasta qué punto podía fiarme de ella, y sobre todo de Ángel.
—Hace un año, cuando estábamos con el proyecto Sarriá, tuve que ir varias veces a la fundación para realizar algunas gestiones; uno de los patronos era Alvarez Atienza y al final fue en quien delegaron todo el procedimiento. Ya lo conoces, es encantador; las reuniones, que eran para revisar documentación y que aportara lo que fuera necesario para que a su vez Gregorio lo revisara y ampliara, se convertían en charlas, a veces en la cafetería de la fundación; y cuando pasamos a tutearnos y surgió el problema de mi marido…
—¿Qué problema?
—El bufete en el que trabajaba comenzó a ir mal y Ramón lo acusó, siempre ha sido un hombre de carácter algo inestable; nos empezó a afectar a nivel personal y supongo que tuvo consecuencias en mi rendimiento porque Ángel lo notó. Un día se empeñó en que continuáramos la reunión después de comer y salimos a un restaurante al lado de la fundación, era una excusa para hablar, dijo que me veía poco concentrada, quiso saber qué me pasaba y si podía ayudarme; y me sinceré, la verdad es que me alivió poder hablarlo, nunca pensé que tuviera algún interés oculto.
—Claro.
—Empezó a interesarse por mí, me llamaba para preguntarme qué tal iban las cosas; se convirtió en costumbre que termináramos las reuniones saliendo a comer… Yo no le di importancia, no pensé que… bueno, ya te lo he dicho. Un día estábamos almorzando lejos de la fundación y a los postres apareció Claudia; yo pasé un mal rato porque la situación era muy violenta; sin embargo ella se mostró encantadora, se sentó y tomó café con nosotros, luego Ángel recibió una llamada y se tuvo que marchar; nos quedamos charlando, había pedido un segundo café y un licor a pesar de que yo me había resistido. Al parecer Ángel le había puesto al corriente de mi situación personal lo cual me molestó, pero a medida que hablábamos fue como si la conociese de toda la vida. Pasamos la tarde juntas; insistió en que llamase al gabinete y pusiese cualquier excusa; no sé cómo me convenció, a mí, que nunca he faltado sin causa justificada.
—Es que tiene una capacidad de manipulación tremenda.
—Desde aquella tarde fuimos como amigas, aunque nunca he tenido la sensación de que me tratase como tal, no sé si me entiendes.
—No te imaginas cuánto.
—Su compañía me aliviaba, porque la relación con mi marido cada vez estaba peor, poco a poco se iba hundiendo en una especie de depresión que lo aislaba de mí. Por otra parte, cada vez que me reunía con Ángel sus muestras de afecto me compensaban de la soledad en la que vivía. Hasta que Ramón perdió el trabajo y mi hogar se convirtió en un infierno. Entonces me volqué en las personas que me ofrecían el consuelo que no encontraba en ninguna otra parte. Aunque para entonces ya había notado algo extraño en Claudia, pero dudé o no quise verlo.
—¿A qué te refieres?
—Me había invitado alguna vez a su casa, todo ese lujo me tenía deslumbrada aunque me daba la impresión de que cuando llegábamos allí se transformaba, como si fuera más… no sé cómo decirlo.
—Más dominante.
—Sí, eso es. Empecé a ausentarme del gabinete algunas tardes, Moreta sabe que padezco de migrañas y fue sencillo usarlo como excusa; en realidad iba su casa y estaba con ella hasta bien entrada la noche. Nos poníamos cómodas, como suele decir ella; «Vamos, ponte cómoda», y me ofrecía una de esas batas tan preciosas que tiene. Al principio me incomodaba desnudarme delante de ella porque enseguida noté su orientación, pero como lo hacía con tanta naturalidad acabé por aceptarlo —Se detuvo a punto de confesar algo—: Un día me dijo que tenía algo que podía aliviarme los dolores de cabeza; yo había fumado porros en la universidad, jamás pensé que volvería a hacerlo.
—Yo tampoco creí que lo haría.
Se le ahogó la voz:
—Me prometió que nos ayudaría, que hablaría con Ángel, que no tenía de qué preocuparme.
—Y tú…
—Era tan buena conmigo…
—¿Nunca habías estado con una mujer?
—¿Yo? No, nunca. Pero no vayas a pensar que me obligó, en realidad fue casi sin darme cuenta.
—¿Volviste?, a su casa, quiero decir. —añadí, al ver que no me entendía.
—Sí, sí; he vuelto, y… hemos estado más veces… juntas. Ya no me preocupa.
—Luego, qué pasó. —Los recuerdos le pesaron tanto que le hicieron bajar la mirada.
—Ángel me dijo que tuviera paciencia, estaba buscando un puesto para Ramón. Había cambiado, entendí que sabía lo que había entre su mujer y yo; antes de salir de su despacho, me agarró por la cintura, quedé pegada a su boca, me preguntó: «¿Puedo?», no dije nada y me besó; no lo rechacé, sabía perfectamente en lo que me estaba metiendo. Dos días más tarde nos acostábamos en su propia cama con Claudia no muy lejos, después lo celebramos los tres con una copa de vino. A la semana siguiente Ramón estaba trabajando.
Me había engañado; era él quien le había presentado a su mujer. Qué absurdo, tarde o temprano me iba a enterar de los negocios con el gabinete a través de la fundación, ocultarlo solo podía provocar sospechas infundadas a Andrés, incluso a los socios.
—¿Y ahora?
—¿Ahora? Todo sigue igual, Claudia me llama cuando le apetece y yo acudo; lo de Concha ha sido una moneda lanzada al azar, contaba con que hubieras estado con ella, es su mejor amiga y siempre le reserva las primicias, era una apuesta segura.
—¿Tú…?
—Sí, yo fui su regalo de Navidad, me preparó antes, luego lo entendí: alcohol, más porros que de costumbre… esa tarde estuvo más dedicada a mí, a darme placer; qué ingenua fui, pensé que se estaba enamorando; cuando ya me tenía entregada apareció Concha y yo, que por ella hubiera hecho cualquier cosa, hice lo que me pidió con tal de verla disfrutar.
Me repuse de un conato de lástima, no estaba allí para contarme su vida.
—¿Qué quieres de mí?
—¿Qué te piensas, que he venido a chantajearte o algo así?, por Dios Carmen, qué poco me conoces. Solo quiero advertirte: Ten mucho cuidado; si yo te vi y mentiste tan mal cualquiera puede verte. Y ellos no van a protegerte, solo tú.
—Lo siento, es que todo esto me toma por sorpresa.
La puerta del despacho se abrió sin previo aviso y apareció Julia.
—Carmen, vamos a… Perdona, no sabía que estabas ocupada.
—Ahora te llamo.
No seguimos hablando, y lo lamenté porque hubiera querido preguntarle muchas cosas.
—¿Qué hacía Elsa en tu despacho?, si puede saberse.
—Te has vuelto un poco cotilla, ¿no? Me ha pedido consejo sobre un asunto personal.
—Vaya, no sabía que tuvierais tanta confianza.
—Ni yo, estoy tan sorprendida como tú.
—¿No tendrá que ver con los líos que tiene por ahí?
—¿Líos, qué líos? —Me interesaba conocer los rumores que pudiera haber sobre ella. Julia se acercó y bajó la voz:
—Se comenta que tiene una aventura, por eso ha estado faltando tanto; pero tú no te has enterado, claro. Decía que estaba enferma pero no justificaba las ausencias, casi siempre en viernes por la tarde. Alguien la vio entrando en La Moraleja una de esas veces que se suponía que estaba enferma.
—Sabes que no puedo hablar del motivo de la consulta pero lo que si te puedo decir es que no hemos hablado de nada de eso.
—Lo cual ni confirma ni niega los rumores.
—Qué mala eres. Ahora no vayas a ir diciendo que está hablando conmigo.
—A sus órdenes.
A media mañana estaba trabajando en un dictamen y tuve que parar; por mucho que me esforzaba no conseguía encontrar las palabras adecuadas, volvía atrás una y otra vez y perdía el hilo de lo que trataba de expresar, había ido ya dos veces a la máquina de café para despejarme, estuve asomada a la ventana más de un cuarto de hora y todo fue inútil; el cansancio caía sobre mí como una densa niebla. Cogí el bolso y fui al servicio, me encerré en uno de los retretes y, sentada en la taza, preparé dos gruesas líneas blancas que me iban a sacar del abismo.
Salí al pasillo renovada; en menos de media hora tenía consulta con Carolina, la adolescente obsesivo compulsiva que estaba mejorando claramente; todavía tenía tiempo para terminar el dictamen. Entonces sentí humedad en la fosa nasal derecha condensándose a punto de brotar; taponé con la falange del índice, aspiré y miré el rastro que había dejado. Siempre he sido propensa a sangrar por la nariz en época de calor pero enseguida supe que aquello no era lo de siempre. De frente, Carlos Elizondo avanzaba enfrascado en unas hojas, quince segundos más y nos cruzaríamos. Por detrás, nadie. A mi derecha, la vieja ventana de madera repintada que daba al patio de luces estaba entreabierta. Si me tapaba con la mano podía superar a Carlos. Traspasar el hall sin cruzarme con nadie y sin que Paloma me llamara la atención con alguna de sus ocurrencias era improbable. La ventana era mi única opción, ahora o nunca. La impulsé por la base, volteó veloz y se estrelló contra mi cara produciendo un estrépito de cristales. Un dolor lacerante me atravesó el rostro desde el hueso del pómulo hacia el ojo y la mandíbula.
—¡Qué ha sido eso!
—Ay, joder, no la vi.
—Pero, ¿quién se ha dejado abierta esta ventana? ¿Te duele? ¡si estás sangrando!
El estruendo y las voces de Carlos atrajeron a Paloma y otros compañeros; había calculado mal el impulso y sí, dolía mucho, estaba aturdida y algo mareada; enseguida se hicieron cargo, me ayudaron a sentarme y pude limpiarme la sangre con unas gasas del botiquín, tenía el pómulo hinchado y me dolía la cabeza pero había salvado la situación con una estrategia que más tarde consideré exagerada, fruto del pánico que sentí al pensar que podían descubrirme. Nunca más, pensé, no volvería a ponerme en riesgo, nunca más.
Salí a comer con Julia; estaba preocupada por el escandaloso hematoma, nada importante pero la hinchazón resultaba visible a distancia. Cada vez me arrepentía más de haber optado por una salida tan drástica. Al volver estaba tan cansada que cedí a los consejos y me fui a casa, era lo mejor si quería estar en condiciones para pasar una buena velada con Graciela. Nada más llegar me metí en la cama. No volví a la vida hasta las seis de la tarde, solo necesitaba una ducha para ser yo.
El espejo me devolvió el resultado de mi absurda ocurrencia, el pómulo hinchado, con un color bastante feo que bien podía hacerme pasar por una mujer maltratada.
Estaba arreglándome, sonó el móvil, era Mario. Por fin.
—Hola, ya no te esperaba, ¿un día duro?
Graciela
Escogió el restaurante, un griego recién inaugurado en la zona de Atocha. Cuando me vio llegar con aspecto de víctima se alarmó, sonreí y gesticulé desde la puerta para que supiese que no era tan grave, porque en pocas horas el tono bermellón había derivado a morado y se extendía como el petróleo en el mar arribando al párpado inferior. Me lo tenía merecido. Mientras esperábamos que nos preparasen la mesa le conté la versión oficial del accidente: una vieja ventana que no se llegó a cambiar por culpa de un recorte en el presupuesto de la reforma; una psicóloga despistada que no la ve abierta en su camino… y Graciela ríe. Estaba guapísima, se había cortado el pelo casi como yo y se maquillaba de otra manera que le marcaba los ángulos del rostro; llevaba un jersey de punto ajustado por dentro de un pantalón de talle alto beige que le sentaba de maravilla. Me encanta la comida griega, tal vez lo sabía por Mario, no quise indagar.
Mario; en algún momento tenía que aparecer. Lo echaba de menos, yo también; hablaban poco, nosotros tampoco es que nos comunicásemos demasiado.
—¿Qué le pasa?, actúa cómo si no se pudiera permitir ser feliz.
No se me había ocurrido, pero tenía razón, es como si se dedicara a boicotear cada ocasión en la que se sentía feliz y, por extensión, nos afectaba a quienes le acompañamos. No era el responsable único, Graciela debería saberlo aunque tampoco estaba al tanto de todo lo que nos habíamos hecho desde Semana Santa. Decidí que no era el momento de ahondar en esa llaga y la dejé hablar de la parte amable de Mario, la que ella disfrutaba.
—¿No te lo ha dicho? —dijo a propósito de una conversación que habían mantenido,
—La verdad —dije— es que últimamente no me cuenta nada de lo que habláis.
—¿Pasa algo?
¿Y qué le iba a decir, que no conseguíamos remontar el vuelo?
—No, nada que deba preocuparte.
Se dio por satisfecha y nos centramos en la carta, me arrogué el papel de anfitriona y se dejó aconsejar.
Mientras esperábamos el pedido, Graciela volvió a uno de los temas que yo había sacado antes de pasada.
—Mencionaste algo que percibes en los hombres que se acercan a ti. No creo que huyan porque les des miedo, los hombres en general no se sienten cómodos con mujeres fuertes, ese es el problema, no tú. Has contado varios casos que no son comparables; el chico de la sierra huyó sin más, no podía hacer frente a una mujer que se movía sin complejos. ¿Orinaste de pie? ¡qué valor! Competiste en el agua, estuviste desnuda charlando con él, no te exhibías, eras un igual, no lo supo digerir y huyó. A los demás no los conozco, no puedo opinar.
—Ese tipo de hombre solo tiene dos salidas ante una mujer fuerte, o escapa o la anula hasta convertirla en lo que él quiere, lo he visto en clínica muchas veces; mujeres sometidas, acobardadas o amargadas que dependen económica o emocionalmente de un marido.
—Ese no fue mi caso, mi marido no era así.
—¿Cómo era?
El recuerdo la envolvió en ternura, no vi tristeza en su mirada que, por un instante, viajó al pasado.
—Qué podría decir; fue mi compañero durante los mejores años de mi vida, nos quisimos como no creo que pueda volver a querer, no digo que no me vaya a enamorar otra vez, pero será otra cosa distinta que jamás podrá borrar el recuerdo de Jaime. Nunca competimos, jamás sentí que estuviera con alguien que me cedía terreno o me permitía ser, ¿me entiendes?, es el hombre con la mente más limpia de prejuicios que he conocido y tuve la suerte de compartir mi vida con él hasta que la leucemia me lo arrebató.
—Cuánto lo siento.
—Ahora que lo pienso, Mario jamás me ha preguntado por él.
—Mario tiene sus peculiaridades, sus silencios; a veces le cuesta expresar lo que siente, no le des demasiada importancia; sé que tiene una especial sensibilidad por tu pasado, puede que no se atreva a entrar en esa parte de tu vida porque tal vez no sepa si te va a hacer sufrir.
—Sin embargo ha tenido oportunidades; cada vez que hemos hablado de, cómo se llama… Elvira, de lo que está pasando con su marido y de lo que le está costando la separación, no es que haya entrado directamente en mi pasado pero si le he dado pistas, algún indicio de que le dejaba la puerta abierta; sin embargo…
Me costó reaccionar sin traslucir mi sorpresa; no podía imaginar que Elvira fuera tema de conversación entre ellos.
—Sí, Elvira fue su primer gran amor, no sé si te lo ha contado.
—Ya me dijo, y que no tuvo muy buena relación contigo, creo que no le está resultando fácil cerrar la relación con su marido por lo que me acaba de contar.
De nuevo tuve que hacer un esfuerzo para contener mi sorpresa: estaban hablando, tal vez más que nosotros.
—No, eso parece.
—En parte es bueno que vuelva ya a Madrid, ahora que yo me alejo creo que puede llenar un vacío y hacer que mi ausencia no genere una dependencia que no sería sana ¿no crees?
—Claro, pero Elvira no te va a sustituir en ningún caso.
—Lo sé, no es esa la cuestión; yo tampoco he vivido un celibato durante este tiempo como supondrás.
—Hubiera sido absurdo; tampoco yo me he estado quieta.
Por un instante me sentí examinada, solo fueron unos segundos, pero…
—¿Por qué me llevaste a ese sitio?
—¿Al Antlayer?, ya te lo dije.
—Ya, pero no me lo creo. Di, ¿por qué me llevaste?
Incisiva, curiosa; no pretendía reprocharme nada.
—¿Te desagradó?
—Sabes que no.
—Si te propusiera volver…
—Prueba a ver.
Una voz conocida, nos interrumpió.
—Carmen, qué coincidencia.
Me volví y la sorpresa fue imposible de ocultar. Ahí estaba, después de tanto tiempo, sonriéndome.
—Sara, cuánto tiempo.
Sara; la mujer que llegó demasiado pronto, la que me habló en un lenguaje que aún no entendía. La miré y vi lo que no había visto entonces, y se dio cuenta. Entonces sentí otra vez el impulso que me hizo llevar a Graciela al Antlayer; era el momento de arriesgar y dar un paso más.
—Mira, es Graciela, la pareja de Mario; Sara es una amiga, y una gran fotógrafa.
No sabía cómo iba a reaccionar pero esperaba que estuviera a la altura de todo lo que habíamos hablado. Y vaya si lo estuvo, no se inmutó, sonrió y se dieron dos besos; la que se quedo atónita fue Sara.
—Entonces Mario y tú…
Cogí la mano de Graciela.
—No, estamos bien, no es eso; es… Creo que llevamos demasiado tiempo sin vernos. Graciela y yo somos grandes amigas y ellos… —miré a Graciela antes de continuar—, tienen una relación preciosa, ¿verdad?
No apartó la vista de nuestras manos unidas, luego sonrió y dijo:
—¿Y vosotras, poniendo en orden algo?
Inesperadamente, Graciela entró en escena:
—Tú más bien me has desordenado lo que has podido. —dijo en voz baja pero audible.
—¡Pero a ti que te pasa hoy! —protesté divertida.
—Bueno, os dejo que me parece que estoy estorbando.
—Ya sabes lo que son los inicios: explosivos
Sonrió, nos lanzó una mirada profunda e inició la retirada.
—En fin, os dejo que sigáis, ¿por qué no nos llamamos y nos ponemos al día?
—Genial.
—Dadle un beso a Mario, me he acordado mucho de él.
—Pues lo mismo te llama uno de estos días, sé que anda metido en un proyecto y me dijo que está pensando en ti. —mentí descaradamente.
—Me encantará trabajar con él.
Se alejó, Graciela miró nuestras manos aún entrelazadas.
—¿Y esto qué ha sido?
—Tu entrada al mundo lésbico. ¿Nos vamos?
—¿Dónde?
—¿Una copa en mi casa?, ¿o prefieres en la tuya?
…..
No podía evitarlo: en esa misma cama en la que estábamos abrazadas había estado Mario. No me causaba ni dolor ni morbo, solo era un pensamiento recurrente que había surgido en cuanto logramos dejar de besarnos y nos dejamos caer sobre la colcha bordada con grandes flores en tonos verdes. «Ha estado aquí, han hecho el amor aquí». No me estorbó para acariciarla, no me impidió disfrutar de sus pechos; fue como una música de fondo que acompañó el despertar de Graciela al sexo lésbico; qué pronto perdió la vergüenza y se dejó llevar por mis manos más expertas, con qué elegancia elevó sus preciosas piernas de bailarina y me ofreció su más íntimo bien y con qué prontitud estuvo dispuesta a devolverme el placer que yo le había dado. Nada tenía que aprender, conocía el paisaje que su lengua por primera vez recorría y me condujo al nirvana como la más experta de mis amantes.
Y así, abrazadas, consumimos las horas besándonos, dejando que nuestras manos memorizasen cada rincón perdido de nuestros cuerpos, mirándonos, riéndonos sin motivo.
Me fui de madrugada con la promesa de volver y con el cuerpo bañado en su olor.
Miércoles veinticuatro de Mayo de dos mil
Estaba esperando el ascensor y como tantas otras veces en el último momento recordé algo, di la vuelta y entré cerrando de un portazo; en la cocina cogí un cuaderno de notas del cajón de los manteles y un bolígrafo del bolso, me senté y garabateé una nota.
«Rosa,
Tienes plancha en el tendedero de arriba.
Haz primero los baños y la cocina.
Limpia bien el cabecero del dormitorio y la mesilla de noche derecha, se ha puesto perdido de café.
Te dejo el dinero de la semana y el de mi hermana, que se le olvidó dejártelo.»
La pisé con un imán en el frigorífico y me fui.
« Las cosas fueron muy rápido, tal vez porque era la mejor manera de que no hubiera ninguna reacción indeseada. El miércoles hubo junta de socios en la que Andrés hizo una exposición extensa del fracaso de la incorporación de Solís; habíamos preparado esa misma mañana un documento detallado de la actividad del equipo que había traído con él y de las incidencias surgidas con los jefes de departamento para lo cual tuve que reunirme con lo afectados, eso avivó los rumores a la vista de mi hermetismo en cuanto al destino de la información, solo les dije que era para Andrés pero mi respuesta resultó a todas luces insuficiente .»
Estaba todavía con el último de los encuestados y nos interrumpió una llamada interna: se había corrido el rumor de una convocatoria urgente de junta de accionistas para esa misma tarde y me sondeó:
—Me cuentan que se está convocando a los accionistas para una junta extraordinaria esta misma tarde, llevas toda la mañana pidiendo información sobre el equipo de Solís, ¿me vas a decir qué está pasando?
El doctor Mateo y yo no éramos precisamente amigos; siempre distante, durante la crisis con Roberto se posicionó al lado de los que criticaron mi conducta e hizo lo posible para apoyar que, si alguien tenía que abandonar el gabinete, no fuera Roberto.
—Ahora mismo lo mejor es dejar que las cosas sigan su curso, solo necesito que me des la información que te pido.
—¿Con qué finalidad?
—Está destinada a Andrés —Y endurecí el gesto, no iba a permitir que continuara lo que ya se asemejaba a un interrogatorio.
—¿Para la junta de esta tarde? —Cerré la carpeta.
—Mira Mateo, si no quieres seguir, así lo haré constar.
—Tú siempre tan… de acuerdo, si no me lo quieres contar…
—No estoy autorizada, Mateo, no estoy autorizada. —repetí remarcando cada palabra; le cambió la expresión, por fin parecía entender la gravedad del momento en el que nos movíamos.
El dialogo se volvió suave como la seda y en diez minutos obtuve todo lo que deseaba sobre los roces y las intromisiones que había tenido que soportar por parte del infiltrado que le tocó en suerte. Con él acabé la toma de datos y una vez redactado el informe se lo envié desde mi correo personal a Andrés.
Después de comer atendí la consulta hasta las seis y media y no quise marcharme sin dejar bien documentado el último caso. Al final se me había hecho muy tarde, apagué el ordenador, cerré con llave los cajones de la mesa y los armarios y salí, las luces ya estaban apagadas salvo las del hall; miré en los despachos y vi luz en el de Amelia, me podía desentender; estaba a punto de irme cuando vi avanzar por el pasillo a Elsa.
—Te escuché salir, te estaba esperando.
—¿Querías algo?
—Dos minutos, si tienes tiempo.
Volvimos a mi despacho, teníamos una conversación pendiente aunque no me parecía tan urgente como para esperar al final de la jornada.
—Tú dirás —dije ofreciéndole asiento.
—No hace falta. Estuve hablando con Claudia, me contó cómo te conoció, y dónde.
—Eso no te concierne. Yo también quería hablar contigo. Ayer, después de que nos interrumpieran, quisieron sondearme sobre el motivo de que estuvieras en mi despacho.
Me miraba de otra forma, no era la misma Elsa, la compañera con la que me cruzaba a diario por el gabinete, parecía otra mujer.
—¿Y, qué le dijiste? —preguntó, dando un paso hacia mi—, porque hablamos de Julia, ¿no?
—Sí, Julia. Le dije que habías venido a hacerme una consulta de índole personal.
—Eso está bien, ¿y? —Sonaba distinta, ¿o era a mí a quien se lo parecía?
—Intentó… me preguntó si se trataba de los líos que tienes, eso dijo. —Sonrío como si no le importara; sonrió como si le hubiera dicho algo bonito.
—¿Líos yo?, ¿de que líos hablaba? —Estaba más cerca, no me había dado cuenta pero ahora estaba más cerca de mi, tanto que pude oler su perfume.
—Eso le pregunté; por lo visto se rumorea que tienes una aventura, por eso faltas por las tardes diciendo que estás indispuesta, aunque luego no lo justificas. Alguien te ha visto entrando en La Moraleja una de esas tardes.
Le desapareció la sonrisa pero se rehízo al instante.
—Bueno, es que mi coche no pasa desapercibido, gracias por avisarme, tendré más cuidado a partir de ahora.
Y me besó. No lo esperaba, estaba tan cerca que le bastó un gesto para que sus labios rozasen los míos. No hice nada y lo tomó como una forma de decirle que sí, que quería más, aunque yo no… Dio otro paso y la sentí pegada a mi, sus muslos en mis muslos, sus pechos por debajo de los míos; una mano en mi cadera, deslizándose hacia el culo, la otra en la cintura. Me besó y reaccioné.
—No puede ser, compréndelo.
—Es cosa de Claudia, le gusta que sus chicas se entiendan.
—¿Eso te ha dicho?, ¿te lo ha pedido?
—Ya sabes cómo pide las cosas.
Miré hacia la puerta, estiré el brazo, la empujé y se cerró sola; la abracé, era… resultona, ¿cómo no me había fijado nunca en ella?, la besé, su mano había encontrado mi culo. «Has aprendido mucho», le dije. Sonrió, se le achinaban los ojos al sonreír. «Hemos tenido una buena maestra». Me comió la boca a mordiscos cortos y urgentes, tenía un aliento embriagador y sus pechos, clavados bajo los míos me reclamaban; bajé una mano para cubrir uno de ellos: redondo, duro. Si estuviéramos solas… Me mordía el cuello y tenía una pierna atrapada entre las mías. Si estuviéramos solas…
—Espera.
Había escuchado ruido. Cogí unos papeles y salí simulando que iba a la fotocopiadora. Efectivamente, Amelia recogía; se sorprendió al verme.
—¿Todavía por aquí?
—Y lo que me queda.
—Pues yo me voy ya, ¿tienes ya las llaves nuevas?
—Aún no me las han dado.
—Toma, te dejo las mías.
Cerré con llave y volví al despacho, Elsa me esperaba apoyada en la ventana y me sorprendió mirándole el culo.
—Estamos solas.
Nos acercamos y sin perder tiempo se apoderó de mis tetas y las amasó hasta arrancarme el primer gemido. Le acaricié el rostro, no quería interferir con lo que me estaba haciendo; desabrochó uno a uno los botones de mi blusa y tiró de ella para sacar los faldones, luego me la quitó y la lanzó al sillón; apreció el sujetador, lo vi en sus ojos, pero no me duró mucho puesto, tras acariciarlo me pidió que lo desabrochara, la obedecí y se quedó mirando cómo se aflojaba, sujeto tan solo por los tirantes y el volumen de mis pechos, estaba disfrutando y yo con ella; descolgó un tirante y la gravedad dejó medio pecho al descubierto, descolgó el otro y el sujetador se precipitó por mis brazos. «Preciosa», susurró. «¿Y tú?», dije. Se llevó el índice a los labios para hacerme callar y vino a acariciarme; le gustaron los aros, los había mirado como una niña traviesa que ha descubierto un secreto. «No, no dolió tanto, mereció la pena»; las típicas dudas que contesté mientras dejaba a sus dedos jugar. Su blusa voló por los aires y y una oleada me embriagó con su perfume; nos miramos compitiendo por ver quién se desabrochaba antes el pantalón; yo fui más rápida porque Elsa se quedó atascada en los tacones. Me gustaban sus tetas, eran tan redondas como las había imaginado a través de la ropa; me gustaba su tripa, no le desmerecía en un cuerpo compacto con tendencia a engordar y que ella sabía mantener a raya. Me gustaba toda y lo notó. Éramos tan diferentes y sin embargo, por alguna razón, encajamos.
–Ven.
Me agarró de la mano y me arrastró por el pasillo. Se detuvo en, ese, despacho.
–No, ahí no.
No podía volver a entrar ahí.
–¿Por qué?, no lo usa nadie. Perdona, perdona, no me acordaba.
En un segundo la llama se apagó. Traté de que no fuera así, nos abrazamos allí mismo, en mitad del pasillo, pero ya no sentía nada salvo un vacío enorme.
—Ay, joder, lo siento.
—No pasa nada.
Volvimos y nos vestimos en silencio, mirándonos con dulzura. Ya en el ascensor quise decir algo pero no me dejó.
—Otro día, si te apetece, quedamos, pero no aquí.
Me enterneció; sin detenerme a pensarlo le coloqué un mechón que amenazaba con taparle el ojo y acabé por acariciarle la mejilla.
Al salir del ascensor vi una sombra en la acera. «¡Andrés!»; susurré dando la voz de alarma. Elsa se refugió en las escaleras y yo llegué justo cuando se abría el portal.
—Carmen, ¿qué haces aquí a estas horas?
—Avanzar con el papeleo, como Mario está fuera aprovecho el tiempo.
—No me digas que no tienes nada mejor que hacer. —bromeó.
—¿Y tú?, no te imaginaba aquí.
—Vengo de la junta: todo ha salido tal y como lo habíamos pensado.
No podía dejar que siguiera hablando con Elsa en la escalera.
—Si no te importa luego te llamo y me lo cuentas, tengo un dolor de cabeza insoportable.
La esperé en la esquina. No dejaba de pensar en lo que hubiera pasado si nos llega a descubrir en el despacho de Roberto, hubiera sido un desastre; no podía bajar la guardia de esa manera.
—¿Qué a punto ha estado, eh?
—Ha sido una locura.
—¿Te arrepientes?
No tenía una respuesta concreta. Caminábamos calle abajo; ¿me arrepentía?, si acaso por el riesgo que habíamos corrido. ¿Por haberla besado, por dejar que me desnudara?, no, en absoluto. Caminábamos despacio, dejándonos llevar hasta que se detuvo.
—¿Tienes prisa?
Justo enfrente había una pequeña cafetería. Nadie me esperaba. Cruzamos; la televisión despedía el telediario y anunciaba buen tiempo para mañana, teníamos toda una barra solitaria y seis mesas para elegir. Nos sentamos en la que estaba más cerca de la puerta. Elsa pidió un café, yo un gin tonic, eso le hizo cambiar el café por un Bacardi con Coca Cola.
—Siempre te he admirado.
Aquella confesión espontánea me hizo sentir incómoda porque para mí, hasta entonces, Elsa había sido prácticamente invisible.
—¿A mí?
—Sí; no te das cuenta pero tienes una personalidad muy fuerte. Durante años muchas de nosotras hemos seguido con cierta envidia cómo mantenías a raya a Roberto; las demás, o callábamos ante sus impertinencias o había quien las aguantaba riéndolas, haciendo como si no le molestase aunque a alguna me he encontrado en los lavabos tragándose las lágrimas de rabia. Pero tú, no; tú desde el primer día supiste plantarle cara, jamás le permitiste ni el más mínimo abuso. Me gustaba ver con qué aplomo le parabas, sin alterarte, con una serenidad tan fuerte que parecía que tenias hielo en la mirada y lo dejabas hundido delante de todas.
—¿Sabes? Nunca me lo perdonó y cuando tuvo ocasión se lo cobró con creces.
Se quedó mirándome, sacándole el jugo a lo que acababa de decir.
—Yo nunca me creí del todo los rumores que hubo.
—Eso ya da igual, por mucho que quisiera no voy a cambiar la opinión que cada cual se ha hecho de mi.
—Lo que pasa es que te fuiste y entonces…
—Dejemos eso, por favor.
Me arrepentí de haber aceptado esa copa, no estaba saliendo como yo imaginaba.
—Tienes razón, el pasado es mejor dejarlo atrás.
Entró un hombre y nos echó una ojeada; se acodó en la barra al fondo y saludó al camarero con un gesto aburrido; se notaba que era un habitual.
—Esto que ha pasado hoy…
—Lo sé, ha sido una locura, pero te lo vuelvo a preguntar: ¿te arrepientes?
No tenía una respuesta, estaba tan confundida…
—¿Y tú, te arrepientes?, no lo sé. ¿Qué tenía de malo que nos viera salir juntas para que nos hayamos tenido que ocultar?
—Fuiste tú la que te agobiaste; ¿qué creíste que podía pensar al vernos?; yo me dejé llevar de tu miedo, por eso me escondí. —Me miró descaradamente al escote antes de proseguir—. Volvería a hacerlo, Carmen, ¿y tú?
—Me arrepiento de la forma en que nos hemos comportado. ¿Te das cuenta de lo que hubiera sucedido si Andrés nos sorprende? No habríamos tenido ninguna opción, nos habíamos dejado la ropa en mi despacho.
—No me estás respondiendo, todo eso ya lo sé.
Tenía una peca en el párpado, muy cerca del lagrimal, en el ojo izquierdo, luego le nacían los pómulos, redondos, muy marcados, que al reír le achinaban los ojos. No, no me arrepentía de haber besado esa boca de labios delgados, no me arrepentía de haber apretado esos pechos redondos como pequeños melones. Qué cosas pensaba. No, al contrario, me sentía frustrada por no haber podido descubrir lo que había más abajo de esa tripita que tanto morbo me provocaba.
—¿Te has quedado muda?
—¿Y tu marido, no te espera esta noche?
Le cambió la mirada, le cambió la sonrisa.
—Joder con la mudita. Mi marido sabe que a veces llego tarde y no pregunta, pero hoy no puedo, y lo siento, no sabes cómo lo siento.
—Otra vez será.
Miró hacia la barra; el camarero estaba a la película, el hombre aburrido picoteaba en el plato de frutos secos y de vez en cuando nos echaba una ojeada. Elsa extendió el brazo y buscó mi mano. La cautela me devolvió a la realidad.
—A partir de mañana no debe cambiar nada.
—Lo sé, no te preocupes.
Todavía tratamos de mantener un clima que en realidad se había roto mucho antes, pero al cabo de un rato Elsa retiró la mano.
—Será mejor que nos vayamos.
Le ofrecí llevarla en mi coche y acabó aceptando, yo no tenía prisa; le hablé de mi marido ausente. «Qué ocasión», dijo fingiendo que bromeaba; «Va a estar fuera toda la semana», contesté sin bromear. Nos encerramos en un mutismo absoluto durante el resto del viaje, supongo que teníamos mucho en lo que pensar. «Aquí es» dijo en un cruce al lado de un solar. Detuve el auto, nos miramos y dijimos esas frases incoherentes que se dicen en estos casos, solo que, antes de acabar, Elsa me besó y yo le devolví el beso cuando ya iba a salir del coche, de una manera intensa y rápida, con el sabor de lo clandestino.
Nada más llegar a casa llamé a Andrés, era tarde pero tenía la excusa de la jaqueca. La junta, celebrada en un hotel de El Escorial, había sido todo un éxito; Todas las propuestas habían sido aprobadas por unanimidad incluida mí incorporación como socia. «Mañana estate preparada, va a haber movimiento»
Jueves, veinticinco de Mayo de dos mil
«Mañana estate preparada, va a haber movimiento», me había advertido Andrés. Y vaya si lo hubo. A eso de las diez su secretaria me convocó a su despacho, por el camino observé corrillos y a mi paso hubo comentarios. Al entrar vi a Ángel sentado al fondo.
—Carmen, buenos días —Me saludó saliendo a recibirme—, pasa, siéntate. Dentro de unos minutos llegará Solís, le vamos a presentar el nuevo acuerdo societario en el que se da por cancelada su participación, luego lo firmaremos pero sería conveniente que Ángel no esté presente mientras cierro con él, será mejor que paséis a tu despacho o a la sala pequeña, como tú veas.
—Mejor en la sala pequeña, no creo que ahora se vaya a necesitar.
—Paloma, cuando puedas; café, por favor —le pedí según pasamos por recepción.
Hicimos el corto trayecto en silencio bajo las atentas miradas de los que se habían situado estratégicamente para poder dar las noticias frescas; pronto todo el gabinete sabría que Rojas seguía escalando puestos apoyada por su mentor sin tener en cuenta a los que llevaban más tiempo y méritos acumulados. «A saber lo que habrá tenido que hacer», dirán algunos, «si podría ser su hija».
Pasamos a la sala y me situé, como de costumbre, buscando el resguardo de las ventanas, dejando la cristalera que da al pasillo frente a mí, Ángel se sentó en la cabecera a mi izquierda después de colocar con su habitual parsimonia el maletín sobre la mesa.
—Hoy es el día, menuda sorpresa se va a llevar, aunque yo creo que se imagina algo.
—Solís no es ingenuo, supongo que en todos estos días no ha estado de brazos cruzados.
—¿Y tú qué, dispuesta a comenzar una nueva etapa?
—Por supuesto, con ilusión y ganas de desarrollar mis ideas.
Me ofreció tabaco, Paloma nos trajo café. «Ya ha llegado el doctor Solís», nos anunció. Aunque trataba de ocultarlo me encontraba en tensión por lo que pudiera estar pasando a escasos metros de nosotros.
—¿Te alegras de verme?
—¿Qué?, claro, ¿por qué no iba a alegrarme?
—Seguro que ya estás salivando.
Supe de inmediato a lo que refería y lo supe como si me hubiera puesto la mano en el bajo vientre. No respondí, mis ojos lo hicieron por mi, tanto que tuve que apartarlos.
—Sí, lo veo en tu mirada, en cuanto me has visto te has puesto a salivar como una perrita.
—¿Así es como me ves?
—En cierto modo; una perrita que se alegra al ver a sus amos.
—Y saliva. —ironicé.
—Las perras humanas no salivan por la boca, es evidente, ya sabes cómo mojas cuando nos ves. —Se quedó en silencio, observando mi reacción—. Dime una cosa —continuó sin darme tregua—: ¿Quién te hace salivar más, Claudia o yo?
No podía permitirle que continuara por ese camino.
—Es la primera vez que te oigo emplear un lenguaje tan…
—¿Vulgar?
—Sucio.
—Te gusta, lo veo en la expresión de tu cara, en el color que han tomado tus mejillas. Apuesto a que ahora estás salivando más, ¿me equivoco?
Callé, no podía mentirle.
—Dámelas.
—¿Qué?
—Las bragas, dámelas. Te las cambio por el tanga que te dejaste en casa; te lo he traído.
Miré a la cristalera, en cualquier momento podía pasar cualquiera y mirar a través de la cortinilla entreabierta; cualquier gesto que hiciera para bajarme las bragas seria suficientemente explícito.
—No puedo hacerlo, aquí no.
—Vamos, lo estás deseando; ambos sabemos lo perra que te pone el peligro. Levanta el culo y quítatelas.
Cada vez que le escuchaba pronunciar perra me provocaba un estremecimiento que pulsaba algo dentro de mi y hacía destilar un flujo incontenible que empapaba sin remedio la prenda que me pedía. Lo hice, me incorporé un poco, tuve que recostarme y sacar culo para salvar la barrera de los reposabrazos, recogí el vestido para llegar a las caderas y deslicé la braga hasta los tobillos; qué golfa y qué sucia me sentí durante toda la maniobra delante de Ángel que no se perdió ni un detalle. Yo tampoco había dejado de mirarle a los ojos. No podía entretenerme, salvé la dificultad de las sandalias y la doblé en mi regazo antes de ofrecérsela. Pero no la cogió, insistí pero no hizo intención, solo cuando me vio retirar la mano se apoderó del pequeño paquetito fucsia y lo dejó sobre la mesa, a mitad de camino entre ambos.
—Qué haces, quita eso de ahí.
—Tranquila, relájate, estamos solos.
—Dame el tanga, por favor.
—¿A qué tanta prisa? ¿no estás cómoda con el culito al aire?
—Voy, voy a manchar el vestido —Confesé avergonzada. Me tenía dónde quería: débil y muerta de vergüenza.
—Ah, es eso; pues siéntate sobre la silla y luego la limpias con un kleenex.
—Dámelo, por favor.
—Tranquilízate, disfruta del momento, hazme caso.
No iba a conseguir nada discutiendo; me incorporé y retiré el vestido, sentí la fría piel del asiento y me estremecí. Él lo notó.
—¿Te gusta, eh? Ya te dije que lo ibas a pasar bien.
Abrí el bolso y saqué un par de pañuelos de papel, los extendí uno sobre otro y los coloqué en el asiento para evitar mancharlo. Me encontré la mirada reprobatoria de Ángel.
—No es eso lo que te he dicho que hagas; anda, quítalos.
—¿Qué más te da?
No podía luchar contra su obstinación, los retiré y los dejé a un lado.
—¿Estás más tranquila? Contesta.
—Sí.
—¿Lo ves como no era para tanto? Si alguien entra no se va a imaginar que estás con el culo al aire; sería absurdo, se te ve el tirante del sujetador —dijo señalando al escote—, un color precioso, por cierto, ¿quién va a pensar que la directora de relaciones institucionales lleva sujetador y sin embargo no usa bragas?
—¿Directora de qué?
—Directora de relaciones institucionales. Hemos pensado… bueno, en realidad ha sido cosa mía. Creo que eres la persona adecuada para llevar cabo la delicada labor de hacer que el gabinete se mueva por los, como lo diría, los ámbitos del poder; yo tengo los contactos y tú tienes, además de los conocimientos, el cuerpo. No te ofendas, siempre se va a mover mejor en un mundo de vejestorios una mujer como tú que otro vejestorio como yo ¿tengo o no tengo razón?
—No es para eso por lo que quería llegar a socia del gabinete, Ángel, me estás decepcionando.
—No seas así, tampoco es tan diferente a lo que has hecho hasta ahora. Qué haces cuando necesitas algo, como por ejemplo… coca: llamas a mi mujer, te bajas las bragas, os coméis el coño y vuelves a casa con un paquete bien surtido. Venga, no me pongas esa carita, mujer, no vas a tener que hacer nada parecido, solo dejarte querer un poco, escuchar galanterías sacadas de un sainete de principios de siglo, dejar que te mire las tetas un baboso mientras le vendes las ventajas de contratar con el gabinete y, si acaso se le va un poco la mano, sonreír y quitártelo de encima con mucha diplomacia; eso tú lo sabes hacer de sobra, no me jodas.
En ese momento, justo cuando le iba a decir lo que me parecía su vergonzosa propuesta, llamaron a la puerta.
—Perdón, retiro esto; ¿algo más, otro café?
—No, gracias; déjalo, luego lo recoges.
Ángel había sido rápido tapando el pequeño bulto fucsia con una carpeta; no podía estar segura de que la apresurada maniobra no hubiera llamado la atención de Paloma hasta el punto de que pudiera identificar unas bragas.
—Ahora me vas a enseñar la oficina y quiero que me presentes a los jefes de departamento.
—Dame antes el tanga, por favor.
—De eso nada; quiero que extiendas tu perfume de mujer allá por donde vayamos; deja que las feromonas actúen, ya verás como tus compañeros te quieren un poco más después de nuestra tournee; las hembras quizás no, pero ellos estarán más receptivos, te lo garantizo.
—Una argumentación muy poco ortodoxa, ¿no crees?
—Puede ser, pero ha hecho que sigas salivando, ¿no es cierto?
Sí, continuaba mojando; notaba la humedad cada vez más abundante, y no lograba saber el alcance del desastre.
—Vamos.
Claudiqué.
—Eres…
—¿Qué?
—Incorregible.
—Menos mal, pensé que ibas a decir otra cosa.
—¿Cabrón?, pues sí, eres un cabrón hijo de puta.
Se echó a reír, todo aquello le divertía; me levanté y según me colocaba el vestido traté de comprobar el estado de la silla, pero me detuvo.
—Tranquila, no ha habido tiempo para que manches, ya sé que eres mujer de moco fácil pero es poco probable que haya alcanzado el asiento; en todo caso, con mis cosas aquí ¿quién va a entrar mientras estemos fuera?
—¿De moco fácil?, en serio, a veces no te reconozco. —le recriminé para ocultar lo que me excitaba ese lenguaje tan brutal.
—Yo tampoco; ahora mismo te tumbaba sobre la mesa y te follaba hasta hacerte llorar. Me preguntaste, camino de tu casa, por qué no eras una más; te lo diré: porque no eres como las demás. Me trastornas, jamás me he comportado con ninguna mujer como lo hago contigo y eso que estoy lejos de haber llegado a tu límite, si es que lo tienes. Venga, vamos a dar un paseo por el gabinete, perrita, sé dócil.
Salimos y lo guie a la derecha; el corazón me golpeaba en el pecho afectada por lo que acababa de escuchar, y la sensación de humedad y desnudez que tenía al caminar no ayudaba a mis intentos de calmarme, las mejillas me ardían y el contraste con la seguridad que irradiaba Ángel no hacía sino incrementar mi turbación. Después de pasar por el primer departamento conseguí recuperar parte de mi aplomo; lo que antes me resultaba una sensación incómoda pasó a ser algo íntimo que compartía con el hombre que me guiaba y aunque ninguno de los dos hacíamos nada por comunicarnos, una mirada totalmente neutra era suficiente para saber en qué pensábamos. Y empecé a jugar su juego, ¿sería cierto que estaba fluyendo el aroma que tanto efecto causaba en quienes lo probaban?, era una locura, lo sabía, pero por qué no perder la cordura y dejarse llevar. Le presenté a Elizondo, le hablé de su excelente trayectoria en el gabinete (estábamos tan cerca los tres que mi mente insistía: «me hueles, tienes que estar oliéndome»). Elizondo agradeció mis palabras e hizo una breve exposición del trabajo que desarrollaba su equipo, una disertación que en algunos momentos parecía dedicada a mí; ¿sería por mi aroma o por mi actitud?, nunca lo sabré, lo que sí sé es cuánto disfruté del juego morboso que me hizo jugar Ángel.
A continuación le presenté a Luís Gea, nuestro director clínico y mi jefe directo; lo noté tenso pero no le di demasiada importancia; trató de unirse a nosotros pero Ángel lo despachó de forma educada pero firme. Más tarde, mientras Ángel departía con Arteaga me abordó:
—Dame una razón por la que estés haciendo esto en lugar de hacerlo yo; soy tu jefe, yo soy el responsable.
— Luís, eso pregúntaselo a Andrés, no es cosa mía.
—Lo haré, sabes que no es nada personal, pero no es lo correcto.
Íbamos hacia el otro ala, lo vi mirar a ambos lados, se acercó y me temí cualquier cosa:
—¿Cómo tienes el coño? —No pude contener la risa.
—Imagínate: chorreando.
—La hostia; ¿me vas a enseñar tu despacho de una puta vez?
— Eso que estás pensando no va a suceder jamás, ¿lo has entendido?
—Lo sé, joder, era una broma.
—Ni de broma; no quiero volver a oírlo.
—Cómo me gusta verte cabreada.
Estábamos de vuelta; lo primero que hice fue comprobar que mi asiento estaba limpio. Esta vez, antes de sentarme desplegué los pañuelos, los coloqué en el asiento y me descubrí el culo antes de sentarme. Le miré; parecía extasiado. Con qué poco se emboban los hombres.
—Dame el tanga antes de que nos llame Andrés, haz el favor.
No se hizo de rogar; lo sacó del bolsillo de la americana y antes de dármelo lo desdobló y le dio un beso allí donde rozaría mi zona más íntima.
—Te lo ha lavado Talita, ella también te ha dejado un beso para que lo recibas en tus labios al ponértelas.
Talita. La imagen de su desnudez híbrida me provocó un fogonazo de placer; ¿cuándo surgiría la ocasión de volver a disfrutarla? No podía demorarme más, me agaché con el tanga extendido en las manos, lo deslicé sin perder tiempo y me lo ajusté como pude.
—¿Ya estás tranquila?, me irás a decir que no has disfrutado.
Sí, pero tenia otra preocupación en la cabeza.
—Dime una cosa; ¿conseguiste el carrete? —Puso una expresión de falsa extrañeza que ya le conozco—. Venga ya, ¿lo tienes o no?
Lo delató una sonrisa ancha, sincera, casi bonachona.
—Lo tengo.
—Quiero que me hagas un favor,
—¿Otro? —Le pedí un poco de paciencia con la mano.
—Quisiera que lo revelara otra persona. Verás: lo que hicimos el viernes no fue… en fin, es probable que Gabriel y yo nos veamos un día de estos y… no me gustaría…
—No sigas, lo entiendo.
—Tengo una amiga fotógrafa profesional, podría revelarlas. Si, no me mires así, es de toda confianza, no se va a escandalizar.
—¿Seguro?
—Es lesbiana y muy abierta de mente, no creo que se asuste.
Tal vez la que se asustase fuera yo hasta que me atreviese a plantearle a Sara lo que había en ese carrete; pero eso era otro problema, antes tenía que conseguir que me lo diera.
—¿Y qué me ofreces a cambio?
—Te lo he dado todo, no sé qué más quieres de mí.
—Una sesión de fotos con Gabriel, eso quiero, y una copia de este carrete, por supuesto.
—Perdón, Andrés los espera en su despacho.
—Dile que vamos en cinco minutos. —le dije de muy mala manera.
—¿Esta chica nunca espera a que se le dé permiso para entrar? Es igual. Y una cosa más, la principal: un par de noches, tú y yo, en un parador o en un hotel rural; lo puedo organizar para que aparezca aquí como un viaje de trabajo, no te preocupes por eso, y lo haremos de forma que Claudia no se entere, será lo mejor.
—No Ángel, no voy a engañar a Claudia, no cuentes conmigo para algo así.
—Está bien, se lo contaré, ¿de acuerdo?
—¿Crees que le va a parecer bien quedarse al margen?
—Parece mentira que todavía no nos entiendas; nos queremos y por amor tú deberías saber las cosas que se llegan a hacer.
—Déjame que lo piense, si acepto tendría que hablarlo con ella.
—Bien, ¿y en cuanto a los otros puntos?
—Tendrás una copia de las fotos, de todas formas las ibas a tener.
—Y…
—Lo otro… es algo que no depende de Claudia ni de ti por mucho que os empeñéis; Gabriel y yo tenemos intención de conocernos, lo mejor que puedes hacer para que todo vaya bien es darme ese carrete; luego, si todo fluye entre nosotros, quién sabe.
—Qué hábil eres, cómo consigues llevarme a tu terreno.
—No es una cuestión de habilidad sino de sentido común: si Gabriel y yo nos entendemos lo demás se dará por sí solo.
—Cómo me gustas; ¿me enseñas tu despacho y follamos?, me tienes loco.
No sé cómo pude mantenerme seria; a veces se comportaba como un adolescente. Sí, de buena gana hubiera apoyado los brazos en la mesa, le habría dejado que me levantara el vestido, me apartara el tanga y me la clavara.
—Ya te he dicho que eso no va a pasar nunca; céntrate, ya tienes mi promesa hasta donde puedo dártela, ¿te es suficiente?
—De acuerdo, confío en tu palabra, en cuanto nos volvamos a ver tendrás el carrete. Ahora vamos, nos está esperando.
Andrés parecía agotado, me hubiera gustado preguntarle cómo había ido pero la presencia de Ángel nos restaba intimidad, no obstante nos hizo un resumen.
—No ha sido una reunión agradable, en algún momento pensé que llegábamos a las manos. —Concluyó, entonces me miró con preocupación—. Ha dicho cosas tremendas, ruines. En fin, ya hablaremos de eso—terminó dirigiéndose a mi.
A continuación se iba proceder a la firma del acuerdo con Ángel, para lo que hizo llamar a Gregorio Moreta como responsable legal del gabinete y a Amelia; yo me excusé pero Andrés insistió en que me quedara lo cual provocó la extrañeza de ambos. Una vez finalizada la firma y tras unos minutos de charla informal nos quedamos otra vez solos los tres; pensé en los rumores que se iban a disparar aunque ya no me importaba nada. Poco después acompañamos a Ángel a la puerta, un apretón de manos y un par de besos; demasiada confianza, de nuevo pensé que pronto se desvelaría todo, no tenía por qué preocuparme.
O eso pensaba.
—Carmen, yo me voy ya; hazme un favor: recoge los documentos de la firma y quédatelos, los he dejado encima de la mesa; esta tarde me los das, volveré sobre las seis.
Rompía todo el protocolo de custodia; eran Gregorio o Amelia quienes debían hacerse cargo de unos documentos de tal importancia.
—De acuerdo.
Pude ver la cara de Paloma, no tardaría ni un minuto en correr a contar la última noticia. Entré en el despacho de Andrés, recogí los documentos de la salida de Solís y los de la firma de Ángel y salí inmediatamente, antes de que pudiera haber alguna reacción. Ya en mi despacho los guardé en mi mesa bajo llave y me fui, todavía era temprano pero no quería afrontar preguntas incómodas.
Me equivoqué, a mi regreso nadie hizo intención de pedirme explicaciones; la actitud de Paloma fue totalmente normal, atendí mi consulta y poco después de las seis, tal y como anunció, Andrés apareció en mi despacho.
—¿Has acabado?
—Si, pasa, siéntate.
—Gracias, pero tengo el tiempo justo.
Abrí el cajón y le ofrecí la documentación, la ojeó brevemente y tras una duda tomó asiento. Yo le imité.
—Carmen, no sé qué tiene Solís contra ti pero me preocupa; la salida se la ha tomado como algo personal, no lo entiendo; ha habido un momento en el que no sabía de qué estábamos hablando pero él parecía no creerme. ¿Me puedes decir que está ocurriendo?
—Yo… me enfrenté con su gente, logré sacarlos de aquí, ya lo viste y creo que no me lo ha perdonado.
—Pero lo que he visto hoy no cuadra, es desproporcionado; voy más allá: la forma en que trataste a Salcedo aquel día y su reacción fue algo inexplicable. Mira, si hay algo que no me estás contando este es el momento porque Solís no es un enemigo al que puedas enfrentarte sola, te lo aseguro.
—¿Qué ha dicho para que estés tan preocupado?
—Yo esperaba que me atacase por romper el acuerdo, sin embargo desde el principio se ha centrado en ti, no lo esperaba; se ha dedicado a insultarte, a decir cosas como que eres mi protegida, poco menos que mi amante; ha hecho alusiones a una especie de chantaje que tenemos contra él; todos los intentos que he hecho para hacerle ver que se equivocaba y que no tenía ni idea de lo que estaba hablando se han estrellado con un muro de incredulidad, no se fía de mí, al final se ha ido diciendo que si te crees que lo tienes cogido por los huevos estás muy equivocada y que te va a hacer caer de la peor forma, de la que más te va a doler. Te lo repito, si tienes algo contra él dímelo, juntos podemos tener más fuerza.
Fui incapaz de reaccionar, traté de asimilar lo que podía suponer para mi entorno vivir con la amenaza constante de una persona como Solís, mi cabeza funcionaba como una máquina desbocada, construyendo los peores escenarios. Mi reputación, mi familia, mi matrimonio, ¿hasta dónde podía llegar? Entonces Andrés se levantó, debió de interpretar mi silencio como un rechazo a compartir con él mis pensamientos.
—Mañana te quiero temprano en el gabinete.
Viernes veintiséis de Mayo de dos mil
Y no me retrasé, a las ocho lo vi entrar por el portal, por muy poco no lo alcancé y tuve que esperar al ascensor; lo encontré en la puerta probando al azar con las llaves. Nos encerramos en su despacho, media hora después escuchamos entrar a Paloma; si ya estaba inquieta por haberse encontrado la puerta abierta y la alarma desconectada tan temprano, al vernos se quedó desconcertada.
—Paloma, buenos días —arrancó Andrés—, prepáranos café, por favor y a medida que vaya llegando el personal convócalos a una reunión a las nueve y media en la sala grande, todo el mundo, sin excepciones.
Disponíamos de una hora para cerrar algunos temas, Andrés me puso al corriente sobre cómo pretendía anunciar los cambios. A la hora en punto llamó a Paloma, quiso saber si ya estaban todos. «Vamos allá».
La sala estaba a rebosar, al verme entrar con él comenzaron los cuchicheos. Nos quedamos de pie en el centro de la cabecera y cuando se hizo el silencio comenzó:
—En los últimos días ha habido diversos movimientos en el gabinete, pero sería un error tratar de explicarlo sin remontarnos en el tiempo, concretamente al mes de Enero, cuando tras una serie de negociaciones emprendidas para atraer más capital e incorporar otras áreas de intervención terapéutica entró a formar parte de nuestra sociedad el doctor Solís y su equipo que han estado integrándose en nuestra organización de Madrid y Bilbao desde entonces. A pesar del enorme esfuerzo y debido a causas ajenas a la voluntad de ambas partes, esa integración no estaba dando el resultado esperado por lo que hace unos meses le encomendé a la doctora Rojas la tarea de buscar una alternativa. Ha sido una misión que bajo ningún concepto podía trascender y que le ha causado grandes perjuicios personales y profesionales que le quiero reconocer públicamente. Espero que hoy se entienda por qué no se podían dar a conocer los motivos por lo que la doctora Rojas estaba en una situación laboral en apariencia tan anómala.
Los murmullos subieron de tono y por un momento Andrés dejó que se extendieran.
—Disponíamos de un plazo breve, hasta el mes de Junio, para consolidar el acuerdo con el doctor Solís, ese era el límite para hallar una alternativa y ese ha sido el trabajo que ha estado realizando, en la sombra, la doctora Rojas bajo mi mando durante los meses que ha estado ausente. El trabajo de Carmen en este sentido ha sido todo un éxito y hoy os puedo anunciar que la relación con el doctor Solís se dio por cancelada ayer por la mañana y hemos firmado un acuerdo con el doctor Álvarez Atienza, a quien supongo que todos conocéis, para que pase a formar parte de la sociedad.
Comenzó un turno alborotado de preguntas que tuvo que ser moderado para que nos pudiésemos entender y del que se eliminaron enseguida las cuestiones que no fueran de índole profesional. Tras media hora inacabable de preguntas decidimos dar por terminada la presentación.
Estaba agotada por tanta tensión acumulada de los últimos días, aún nos quedamos hablando con Amelia, la directora financiera y con Luis Gea, mi jefe recién llegado de un largo curso en Londres, y cuando Andrés se despidió inicié mi retirada camino del despacho para recoger el bolso; quería salir a tomar un café, le dejé un mensaje a Mario y por el camino me secuestraron Arteaga y Varela que no iban a dejar pasar la oportunidad de acribillarme a preguntas: Cómo nos has engañado, qué callado te lo tenías, ¿cuántos candidatos has manejado?, cosas así. Procuré eludir el acoso de la mejor manera posible y en cuanto pude me libré de ellos; Julia, siempre mi mejor apoyo, acudió en mi socorro y logramos sortear los últimos escollos plagados de felicitaciones más o menos sinceras. Media hora más tarde volvimos, todo parecía haberse calmado.
Por la tarde…
—Mario, qué ganas tenía de que me llamaras, te he dejado no sé cuántos mensajes …. me lo he imaginado, cielo, pero es que han pasado tantas cosas … sí, dime.
A medida que lo escuchaba se me fue apagando la ilusión; y la alegría con la que lo llevaba esperando todo el día se disolvió como un castillo de arena asediado por las olas. Sentí un vacío desolador; Mario seguía hablando y a mí me invadía un inmenso hastío.