Diario de un Consentidor 135 Saldando deudas
Con otra mirada
Capítulo 135
Saldando deudas
Lunes 22may2000
—Carmen, a mi despacho, enseguida voy.
No me sorprendió encontrar a Andrés tan temprano en el gabinete, lo que me llamó la atención fue el tono seco que empleó al verme entrar; deduje que trataba de marcar distancias delante de Paloma y le seguí el juego.
—Buenos días. —dije seria, recalcando el saludo; Andrés había vuelto a enfrascarse en el documento que tenía en las manos y no respondió, me adelanté y lo esperé de pie; no tardó mucho en llegar, cerró la puerta y dejó unas carpetas sobre su mesa.
—¿A qué hora has llegado?
—A las ocho, he estado revisando los acuerdos: tenemos las manos libres para deshacernos de Solís sin ningún problema, como suponía, solo quería estar seguro. —dijo satisfecho.
Nos sentamos en los sillones del fondo, poco después llamaron a la puerta y apareció Paloma con un servicio de café; en cuanto se marchó comenzó a exponer el plan que había pensado, «siempre que estés de acuerdo», añadió.
— De cara a los socios y al personal, tú estuviste fuera todo ese tiempo por delegación mía, ¿de acuerdo?, encargada de buscar una alternativa a Solís, por eso no se informó a nadie, era muy importante que no hubiera ninguna filtración. Diré que nos mantuvimos en permanente contacto valorando alternativas y el resultado ha sido el acuerdo alcanzado este fin de semana con Álvarez Atienza. ¿Qué te parece?
—Lo veo bien, no quiero protagonismos, por otra parte mi ausencia queda justificada.
—No es esa mi intención, no pretendo quitarte el mérito pero no veo otra forma de presentarlo, no obstante voy a resaltar la importancia de tu labor para alcanzar el acuerdo.
—No es necesario.
—Ya lo creo que es necesario, entre otras cosas para justificar tu posición en el nuevo organigrama de la empresa.
—No sé como lo van a encajar los jefes de departamento, incluso los socios; ¿crees que lo vas a poder defender?
Esa era mi preocupación. Hablamos de la postura de cada jefe de departamento y la manera de enfocarlo para evitar que el cambio provocara disensiones en el cuadro técnico que hasta ahora venia funcionando como un equipo bien cohesionado. Andres me habló de las diferentes sensibilidades entre los socios, creía poder contar con el apoyo de una amplia mayoría para una decisión de este tipo. Ya había establecido contactos para asegurarse.
—De eso me encargo yo. Ahora me marcho, hoy mismo convocaré reunión de socios para exponer el nuevo plan de ampliación.
Al salir nos cruzamos con Amelia, la financiera, que trató de hablar con él. «Ahora no puedo», le dijo, «mañana voy a estar todo el día aquí, te atiendo entonces», la apartó de nuestra conversación con cierta impaciencia, cuando se alejó continuamos hablando otros temas; ya en la puerta me dijo: «Si te llama Ángel ponlo al corriente». Amelia nos observaba desde su despacho, parecía un animal enjaulado dispuesta a salir en cuanto viera la oportunidad; pero no le di opción, nos despedimos y desaparecí por el pasillo.
Poco después tenía a Julia en la puerta.
—¿Qué está pasando?
—¿Qué está pasando? —le devolví—. Pasa y cierra.
—No deja de haber rumores por todas partes; Andrés ha estado pidiendo toda clase de documentación, os habéis encerrado, luego no ha querido atender a nadie y se ha marchado como una exhalación.
—Eso es una exageración, tenía prisa, nada más.
—¿Y qué habéis estado hablando ahí dentro?
—Pues, cosas de las que no te puedo contar nada.
—Joder, Carmen; luego algo hay.
—Lo único que te pido es que no alimentes los rumores.
—Entonces…
—Déjalo, por favor —repliqué con evidente cansancio.
Se levantó con desgana y ya en la puerta me dirigió un «vale» que no era sino un voto de confianza.
No fue la única presión que tuve que gestionar: Dávila inició una procesión de compañeros que vinieron con la intención de sonsacarme; conseguí salir más o menos airosa y se marcharon con la certeza de que “había materia” pero no lograron obtener de mi nada concreto, lo cual les dio motivo para elucubrar el resto del día.
Estaba siendo una mañana de locos, Andrés llamó varias veces para pedirme datos, incluso me encargó una gestión en su nombre con la notaria lo cual disparó aún más los rumores cuando devolvieron la llamada preguntando por mi; por eso en cuanto tuve un hueco salí a tomar café con Julia a condición de que no me presionase, necesitaba descargar tensión. Por si fuera poco no podía quitarme de la cabeza el compromiso que tenía con Claudia, además estaba Graciela, teníamos que hablar, me apetecía mucho. Qué situación tan incómoda; hubiera dado cualquier cosa por liberarme de Claudia. ¿Cualquier cosa?, cada vez me tenia más atrapada y en el momento en el que Ángel pasará a formar parte de la sociedad el vínculo se volvería asfixiante.
Entonces lo entendí, ¿cómo no lo había visto antes?, ella misma se había encargado de dejármelo claro desde el principio: «Tú te vendes y yo te compro». Así es como tenía que afrontarlo, como un servicio más, peor pagado pero solo eso; era la única forma que tenía de no amargarme la vida.
¿Qué estaba diciendo?, puede que estuviera ante el servicio más lucrativo de todos los que fuera a hacer en mi carrera. Había logrado alcanzar la meta en el gabinete: ser la socia más joven y sin Ángel no lo habría conseguido; viéndolo fríamente aquello bien merecía unos polvos con la pareja cada cierto tiempo.
—¿Café o te pido una tila?
—Café, café, ¿tanto se me nota?
—Tú dirás, no haces más que ir de aquí para allá pidiendo papeles, recibiendo llamadas… No veas la que se ha montado cuando los de la notaría han llamado preguntando por ti.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Paloma; no le digas nada, mujer. —me rogó al ver la cara de cabreo que debí de poner.
—Es que no tiene por qué andar con chismorreos, ¿no crees?
Julia iba a responder pero el sonido de mi móvil se lo impidió. Se me aceleró el corazón al ver que era Graciela. Me aparté de la barra, no quería que nos descubriera. Me contó sus andanzas por Barcelona, la noté ilusionada. A la mierda, no iba a dejar pasar la oportunidad de cerrar lo que habíamos empezado, ya me las arreglaría para compensar a Claudia.
—¿Sigue en pie esa propuesta?
—Por eso te llamo—dijo—, lo único es que tengo el día hasta arriba, ¿qué te parece si quedamos mañana o pasado?
—Pues que estoy igual que tú, no creo que estresadas sea la mejor manera de que sigamos lo que dejamos a medias.
—¿Y quién te ha dicho que eso es lo que quiero?
Bromeamos, me había liberado de una preocupación y jugamos al gato y el ratón hasta que nos despedimos habiendo dejado claras nuestras intenciones.
—¿Buenas noticias?, te ha cambiado la cara.
—Pues si, un problema menos.
Luego, cuando volví al despacho y sin detenerme a pensarlo, llamé a Claudia.
—Cariño, te estaba esperando, dame un segundo. —La escuché terminar una compra sin darse demasiada prisa, sabía que la esperaría lo que hiciera falta—. Ya estoy contigo; esta noche vamos a cenar a un sitio que te va a encantar, ponte guapa, vamos a estar en una terraza al aire libre así que trae algo por si refresca.
Continuó sugiriéndome el modelo que quería que luciera, el tipo de escote, nada de mangas: tirantes, el largo de la falda; «luce la espalda, cielo, y recógete el pelo, realzarás ese cuello tan maravilloso que tienes». Todo, todo tenía que ser como ella quería. Quedamos a las nueve en su casa, era la primera vez que iba a ir directamente allí, lo cual me daba un grado de autonomía importante: no dependería de ellos para regresar cuando lo deseara. Estuve toda la mañana pensando qué ponerme para cumplir sus caprichos; al final decidí adoptar mi propio estilo.
Ángel llamó a mediodía, quería contarme que había hablado con Andrés, en realidad era una excusa para saber si había llamado a su mujer; le puse al corriente sin darle muchos detalles, sabía que todo lo que le dijese acabaría pasando por el filtro de Claudia.
No conseguí hablar con Mario, le había dejado un mensaje en el contestador a media mañana, supuse que estaría reunido con Emilio; al volver de comer le escribí: «Suerte con Santiago, ten paciencia».
Pasé toda la tarde en consulta; mejor así, el ambiente a mi alrededor se había enrarecido tras los cotilleos de sobremesa, supuse. Acabé a las seis y media, había tratado sin éxito de cambiar la cita del último paciente lo que me dejaba poco tiempo para arreglarme. Al llegar a casa tomé una ducha rápida, pasé la mano por mis piernas, a contrapelo, raspaban un poco, me depilé con cuidado, también las axilas y el pubis, sentada en la taza apoyando un pie en el borde del bidet, revisé la laca de uñas: estaba impecable tanto en manos como en pies; en media hora más me había recogido el cabello y me había maquillado, escogí unos pendientes largos, regalo de Mario por uno de mis cumpleaños, el collar a juego y la pulsera, sobre la cama había preparado un conjunto de braguita y sujetador malva, el vestido colgaba de la puerta del armario: tras varias pruebas frente al espejo opté por un vestido tubo de color negro de punto, espalda descubierta y manga francesa por media pierna que se pegaba al cuerpo como una segunda piel, tanto que, como las demás veces que lo había usado, no podría llevarlo con sujetador; reemplacé la braguita por un escueto tanga, escogí unas sandalias negras abrochadas al tobillo con un tacón mediano y lo acompañé con un chal por si después de cenar refrescaba.
Llegué diez minutos antes de la hora, Ángel me dijo que avisara al llegar y abrieron el portón para que aparcase dentro. Se quedó embelesado cuando bajé del auto.
—Estás divina. —dijo tras besarme en los labios; Claudia nos esperaba satisfecha en la entrada.
—Déjame que te vea. —dijo cuando llegamos a su altura, me cogió de las manos y me hizo girar—. Cariño, que ganas tenía. —Volvió a besarme, yo, no sé qué sentí, tal vez fueron los recuerdos, o el efecto del entorno; la tomé por la cintura y le devolví el beso, la deseaba, sus manos en mi espalda desnuda me estaban causando un efecto devastador—. Calma, nena, ya habrá tiempo, ahora nos tenemos que ir.
Me retiré avergonzada, había dado la imagen de que era yo quien la buscaba.
Montamos en su coche y tomamos la carretera en dirección Burgos; Claudia y yo, delante, manteníamos una animada conversación a la que se unía a ratos Ángel que a veces mensajeaba. Un cuarto de hora más tarde tomamos un desvío, al fondo se veían las luces del restaurante al que nos dirigíamos. El parking estaba bastante ocupado y dejamos que se encargaran del auto.
Cruzamos el comedor y levantamos expectación. Ángel caminaba custodiado por nosotras, parecía evidente que Claudia, por edad era su esposa. ¿Y yo?, cogida también de su brazo, sacándole quince centímetros y mostrando una actitud que quería ser cualquier cosa excepto apocada tal vez rayaba en la provocación; si fue así no era mi intención. Con el tiempo he pensado en aquella puesta en escena y creo que mi temor a parecer amedrentada hizo que actuara con cierto descaro.
—¿Retiro el servicio? —preguntó el maitre.
—No, falta otra persona. —respondió Ángel. Lo miré sorprendida.
—Vas a conocer a Gabriel de las Heras. —dijo Claudia.
—No sé quién dices.
—Si mujer, el fotógrafo —insistió como si debiera conocerlo—. Sale en todas la revistas.
—Es el fotógrafo de moda —dijo Ángel—, ha retratado a todas las actrices famosas, a políticos, a…
—Es quien reveló tus fotos.
Hubiera querido levantarme y salir de allí; pero algo me decía que no podía hacerlo.
—No me gusta; no deberíais haberlo invitado sin consultarme.
—Mira ahí viene.
Me volví hacia donde miraba y vi avanzar a un hombre alto, extremadamente delgado, vestido con pantalón beige, camisa azul clara y blazer azul marino, caminaba a paso resuelto, con una mano en el bolsillo del pantalón y sonriendo a los que lo saludaban; debía de tener unos cuarenta, llevaba el pelo muy corto y me fijé cómo se le hundían las mejillas formando surcos; al llegar a nuestra mesa ya había distinguido el color verde de sus ojos y las incipientes canas que el drástico corte de pelo ocultaban.
—Perdonad el retraso, ha surgido un compromiso a última hora que no pude evitar.
—No te preocupes, nosotros acabamos de llegar.
Afable, educado, terminó de contar lo que le había retenido sin dejar de mirarme ni un solo instante. No estaba cómoda, no podía dejar de pensar que aquello estaba amañado.
—Al fin te conozco. —dijo cuando el camarero se retiró tras llenarle la copa.
—Si no nos presentan no sé si me habrías reconocido, no estás acostumbrado a verme consciente, y vestida. —«¡Carmen!», me reconvino Claudia. No pude contenerme y ahora pensaba que debía haber expresado mi protesta de una forma menos pueril.
—No ha sido una buena idea.
—Verás —dije—, he sabido de la existencia de esas fotos hace solo dos días; si, como lo oyes, y acabo de enterarme que estabas invitado a la cena. Como comprenderás no estoy especialmente receptiva.
—Lo entiendo perfectamente, a mi tampoco me gustan las encerronas. Ángel, no es esto lo que te pedí, te dije que quería conocerla pero no sin su consentimiento. Esto ha sido cosa tuya ¿verdad, querida? —preguntó a Claudia—. Será mejor que me vaya, ha sido un placer.
—No es necesario —intervine para detener la debacle que había provocado con mi comentario—. Está claro que nos han puesto en una situación comprometida pero estoy segura de que podemos reconducirlo.
—Bueno, todo arreglado. Ahora me vais a dejar a mi que os aconseje. —dijo Claudia tomando la carta, y el mando, como siempre.
Creo que agradeció la claridad con que afronté la situación, me miraba de una forma muy distinta a la que podía esperar de alguien que solo me conocía a través de unos desnudos explícitos: había respeto en sus ojos. Hablamos de infinidad de temas; tocamos, como no, la fotografía, pero también la pintura, el arte en general, la música, una de mis pasiones y por lo que pude ver, compartida con él; se interesó por mi profesión y escuchó con atención aunque procuré no dejarme llevar de mi entusiasmo. Ángel y Claudia se mantenían en un discreto segundo plano, lo cual me llevó a pensar, cuando fui consciente de ello, si habría algún interés oculto en la presencia de Gabriel en aquella velada. A partir de esa intuición observé con cautela las maniobras de Claudia y creí ver cierta similitud con la estrategia Karajan de Mario. Tal vez fuera cosa mía, tal vez no. Lo cierto es que cada vez me gustaba más mi compañero de mesa, había bajado la guardia desde el momento en el que reconvino al matrimonio por cerrar aquel encuentro a mis espaldas y estaba dispuesta a seguir la sobremesa el tiempo que hiciera falta con tal de no perder de vista aquellos ojos verdes. Gabriel, un punto seductor sin ocupar ese papel dominante tan propio de los hombres que hasta entonces habían pasado por mi vida, me había ganado.
—También fotografías desnudos, ¿verdad?, aunque no creo que hayas visto un cuerpo como el Carmen.
Había perdido el hilo ocupada como estaba en sus ojos. Ese comentario de Claudia tan improcedente rompió el embrujo. Gabriel se revolvió en la silla atacado por el mismo malestar que yo.
—Verás, cuando tengo delante a una modelo, supongo que actúo como los ginecólogos, me centro en mi trabajo y podría decir que no…
—¿No sientes como un hombre? —Le interrumpió Claudia, no entendía qué estrategia estaba siguiendo, lo que fuera que pretendía nos estaba poniendo incomodos a todos, incluido Ángel.
—No sé si es correcto expresarlo así, lo que te puedo decir es que veo arte y siento lo mismo que en el Louvre o en el Prado.
—No puedo creer que te quedaras impasible cuando revelaste las fotos de Carmen, sé sincero. —insistió una vez más.
—Si quieres sinceridad te diré que lo primero que sentí al verlas fue desolación, enseguida supe lo que tenía delante. Nunca, en toda mi vida profesional, he aceptado unas fotos robadas, por mucho impacto que pudieran tener, incluso me costó el puesto una vez en los comienzos de mi carrera; tú sabes a lo que me refiero —dijo mirando a Ángel—. Que son de una belleza tremenda no te lo voy a negar, lo dije entonces y lo repito ahora; no quiero saber por qué se tomaron.
Nos quedamos en silencio, un denso silencio difícil de romper, ¿qué se puede decir tras una declaración tan sincera?
—Bueno, es el momento de pedir unas copas.
—Yo más alcohol no —dijo Gabriel—, mañana tengo un día muy complicado.
—Café, entonces.
—Si me disculpáis.
Era el momento adecuado, Claudia iniciaba una de sus clases magistrales sobre algo, no recuerdo qué, pero estaba segura de que no iba a interrumpir su monólogo para acompañarme a los lavabos; era justo lo que quería, un instante de soledad además de orinar. La cena discurría mejor de lo esperado, Gabriel y yo habíamos conseguido que no se arruinara lo que tan mal había comenzado. Si al principio me encontré incómoda pensando que compartiría mesa con un desconocido que había estado manejando unas fotos intimas mías de las que probablemente conservaba copia, entre los dos logramos cambiar esa idea; era un hombre muy agradable con el que resultaría fácil intimar.
Salí del baño y me topé de bruces con ella.
—Anda, que casualidad.
Elsa, mano derecha de Gregorio Moreta, el director de asuntos legales; tenía que reaccionar y rápido.
—Si, vaya casualidad.
Se acercó en plan misterioso:
—¿Has visto quién está aquí? Álvarez Atienza el catedrático.
Al parecer no me había visto en la mesa, todavía podía salvar la situación, pero para eso debía mostrarme ambigua.
—¿Ah si? ¿Dónde?
—Está con su mujer y con alguien más, al fondo, fíjate al entrar.
—Lo veré; voy fuera a despejarme un poco, esto está muy cargado.
—Yo me voy ya, ¿has venido con tu marido?
Encendí el cigarro justo en ese momento para tratar de no contestarle, di una larga calada y la miré, debía de tener prisa porque no esperó por mi respuesta.
—Venga, nos vemos mañana.
—Si, hasta mañana.
Esperé a que se fuera y di un rodeo para salir a la terraza. Desde allí le mandé un mensaje a Ángel.
«Me he encontrado con alguien del gabinete que te conoce, tardaré un poco hasta que se vaya. Estoy fuera»
Fumé sin prisa pensando las probabilidades que había de que Elsa no me hubiera visto al llegar, solo había una: que hubiera llegado más tarde y que mi posición, a cubierto por una columna, me hubiera mantenido fuera de su visión. Apagué la colilla y entré sin la certeza de que se hubiera marchado. Me había demorado en exceso, ya estaban todos de pie y Gabriel despidiéndose, Claudia le insistía una vez más para que nos acompañara. Salimos fuera, hacia buena noche y decidimos caminar hasta el aparcamiento, Gabriel y yo nos quedamos rezagados.
—Me gustaría volver a verte, mucho. —Lo miré, traté de interpretar su frase y como no dijo más quise ser clara.
—Sabes que estoy casada.
—Vamos Carmen, ¿a qué viene eso? Sé que te acuestas con Claudia además de hacerlo con Ángel, no creo que el hecho de que estés casada sea un argumento muy sólido.
—Vaya, directo y sin rodeos.
—No son muy discretos; también me han contado que mantienes relaciones con otras personas. No pienses que te censuro, tu vida privada no es de mi incumbencia; yo solo quiero verte.
—No creo que sea eso lo único que quieras de mí.
—Sería un estúpido si no lo pensara, pero me interesan otras cosas de ti antes de eso.
—¿Como qué?
—Siento haberte conocido en estas circunstancias, jamás he aceptado en toda mi carrera unas fotos robadas, ya te lo he dicho.
—¿Y por qué esta vez?
—Cuando me dio el carrete no sabía de qué se trataba, al revelarlo me impresionaron las imágenes, transmiten tanta belleza… Pero enseguida entendí lo que había y lo rechacé, no quería seguir con aquello.
—¿Qué querían que hicieras?
—Mejorarlas, había fallos de exposición y contraste que yo podía subsanar. No quise continuar, pero cada vez que las veía me subyugaban, al final sentí que era abandonar una obra de arte a medio hacer.
—¿Y ahora, qué es lo que pretendes?
—Conocerte, hasta donde tú quieras.
¿Sería tan sincero como parecía?
—De acuerdo, llámame.
…..
—Te ha gustado, reconócelo.
—Es una persona muy interesante, pero así no se hacen las cosas, Claudia.
—Déjate de tonterías, os teníais que conocer, es un fotógrafo excepcional y tiene unos contactos en el mundo de la moda que no te puedes ni imaginar, ya te dije que podrías ser modelo.
—Pero yo no quiero ser modelo, estoy bien como estoy, ¿no te das cuenta?
—¿Y qué, tú te has visto? Estás arrebatadora en esas fotos y piensa que las hice yo, que no tengo ni idea de cómo se hacen esas cosas, imagínate lo que podría sacar de ti Gabriel.
No repliqué, dejé de escuchar la discusión en la que Ángel trataba de hacer entrar en razón a su mujer, entusiasmada con la idea de manipularme hasta el punto de convertirme en modelo, no sé bien si de pasarela o porno.
Llegamos a su casa, apenas iluminada con unas luces en el inmenso recibidor; escuché unos pasos cortos y rápidos que avanzaron por la derecha. Una muchacha oriental, de aspecto tailandés o filipina salió a nuestro encuentro, no mediría más de metro sesenta, de pelo liso, negro y brillante recogido en una larga trenza, ataviada con un uniforme gris perla de manga corta; me sorprendió la complexión de la joven —porque aparentaba ser menor—, ya que el uniforme se ajustaba a su cuerpo como si le faltase una talla y marcaba su silueta: delgada, bien formada y con un pecho incipiente aunque eso podía ser efecto del sujetador. Tuve una reminiscencia de la pequeña japonesa que en el club me llevó al éxtasis.
—Buenas noches señora, buenas noches señor. —saludó con una voz modulada, algo grave para ser tan joven y un leve acento.
—Buenas noches Talita, ¿está todo listo?
—Si señora.
Tal como apareció se retiró sin hacerse notar y pasamos al salón, Claudia propuso que nos pusiéramos cómodas y Ángel se quedó preparando unas copas, nosotras subimos a la alcoba; empezaba la función.
—No sabes las ganas que tenía de esto.
Respondí pasándole la mano por la nuca y besándola; se dejó llevar, sabía las cosas que le gustaban, recorrí su espalda hasta llegar al culo y la apreté fuerte contra mi.
—Si, no te separes —dijo—, quiero tenerte pegada a mí toda la noche.
Nos desnudamos una a la otra, no recordaba lo mucho que apreciaba sus abundantes pechos, el olor de su cuerpo, el jadeo tan característico que hacía cada vez que le robaba una caricia en un lugar inesperado. Toda su arrogancia se desvanecía cuando la tenia desnuda en mis manos, entonces era yo la que mandaba, casi siempre.
Caímos en la cama, sus muslos rotundos me querían abrazar, nos besamos como locas buscando el contacto de nuestros cuerpos ahí donde más nos podíamos sentir, echaba de menos sus formas, sus volúmenes, el calor que irradiaba, el sudor inmediato; rodamos y quedé entregada bajo sus brazos y piernas formando un puente, dispuesta a tomarme; sus pechos me provocaban y fui a por ellos sin despegar la espalda de la cama, forzando el cuello me apoderé de uno de ellos, Claudia ayudó arrastrando un almohadón hasta mi nuca, mordí el grueso pezón y le arranqué una queja, pero no se retiró, lo besé una y otra vez antes de apretarlo con los labios y volver a morderlo, esta vez no protestó, solo exhaló todo el aire de los pulmones; tenía uno de sus muslos aprisionado entre los míos y lo frotaba. parecía una hembra amamantando a su cría; «Loba». pronuncié enronquecida, bajó la mirada hasta encontrarme, se cargó de orgullo, estaba tan poderosa que sé solazó dándome teta, ronroneando, moviendo la cintura al ritmo de mis lamidas, acariciándonos muslo contra muslo, buscando llegar a su sexo como fuera, y lo conseguimos, sentí su humedad casi en mi rodilla, gimió como si la hubiese acuchillado, se frotó y me mantuve quieta dejando que hiciera ella todo el trabajo mientras yo seguía amamantándome. Temblaba, se iba a correr, era el momento de darle más, mis dedos alcanzaron su pecho solitario, lo cargué en la palma de mi mano, lo sopesé varias veces y estalló en un colapso, la recogí en mis brazos y la sentí estremecerse hasta que pasó.
—Te he echado de menos.
—Aquí estoy.
—No vuelvas a desaparecer tanto tiempo. —Suplicaba, la arrogante suplicaba.
Seguía tumbada sobre mi, ahogándome; tal vez si dejaba de acariciarla conseguiría liberarme de aquel peso muerto.
—No puedo respirar —acabé por decir. Se incorporó lo suficiente para darme un resquicio y me besó.
—Pase lo que pase esta noche, no lo olvides: eres mía.
—Soy tuya. —repuse al fin para satisfacer la mirada que esperaba por mi respuesta.
—Deberíamos bajar.
Vestidas con batas de raso que evidenciaban nuestra desnudez bajamos al salón. Claudia se encargó de marcar bien el ángulo del escote, «para encender a Ángel, quiero que le tengamos contento». Nos recibió con unas copas de champán; yo no tenía intención de beber más, al día siguiente debía estar preparada para una jornada intensa y así se lo recordé.
—No te preocupes —dijo Claudia estrechándome por la cintura—, mañana estarás fresca como una rosa, ya lo sabes.
Recordaba sus métodos y no era lo que deseaba, pero no quise discutir. Brindamos y pasé a los brazos de Ángel; nos besábamos sin tregua cuando soltó la lazada de la bata, enseguida sentí su mano en mi cadera desnuda, luego se deslizó hacia atrás, le dejé hacer, subí los brazos y le rodeé el cuello, unos dedos ávidos buscaban la forma de colarse entre mis piernas y les di paso. Cerré los ojos. Claudia se acercó por detrás y levantó la bata para poder tocarme. «Dame», quería mis muñecas para desenlazar el nudo que me unía a su marido y así poder desnudarme, luego volvió a colocarnos como estábamos, todo en orden; volvimos a unir nuestras bocas, y ella se pegó a mi espalda rozándome con sus pechos y compitiendo con su esposo, tenía unos dedos en el clítoris y otros avanzaban por la retaguardia, yo jadeaba sin pudor en el oído de Ángel, comencé a temblar, crucé los brazos alrededor de su cuello buscando sujeción porque las piernas me fallaban; «Así, así, sigue», le pedí, a él, a ella, a los dos.
Al volver en mí la vi, inmóvil, frente a nosotros. No me violentó, al contrario, casi avivó el fuego que aún ardía en cada poro de mi piel. La miré y Ángel debió de adivinar lo que sucedía.
—No te preocupes.
—No estoy preocupada.
Se deshizo de mi abrazo y giró para invitarla. Talita dio unos cortos pasos hasta llegar a nuestro lado; formábamos un grupo compacto: Claudia a mi espalda y Ángel delante, los tres abrazados. Le tendió la mano y la agarró acercándose más, como si quedara absorbida en un organismo vivo. Pegó la mejilla al pecho desnudo de él y me miró.
—Es usted muy bonita.
—Tú también lo eres.
Tenía un acento oriental que trataba de suavizar; me sorprendía ese tono grave en una joven tan menuda. Claudia superpuso una mano sobre la mía y, como si su brazo manejase mi brazo, lo articuló para hacerme llegar hasta la mejilla de la muchacha; la acaricié, era tan joven, tan niña que daba miedo, se deslizó poco a poco hasta quedar entre Ángel y yo buscando cobijo en nuestro pecho, Claudia se movió cerrando el círculo, como unas valvas que engullen la presa y la besó en el cuello; estábamos desnudos menos ella y Ángel le desabrochó la chaquetilla, Claudia tiró de la cintura del pantalón y quedó tan solo con un pequeño tanga negro. Apenas pude distinguir sus pechos tal y como estaba situada pero alcancé a ver que eran acordes a las medidas de la joven: pechos menudos y puntiagudos, de pequeños pezones casi negros que enseguida quedaron ocultos a mi observación ya que Ángel la recogió en sus brazos; lo miré, ardía por tenerla y nos entendimos porque me la cedió, ahí si pude verla, tan pequeña, tan joven, volví a sentirme acobardada cuando tuve la ocasión de tocarla, pero ella tomó la iniciativa y echó las manos a mis pechos; su tacto me encendió y se disiparon mis dudas, quería tocarla, deseaba tenerla, la abracé y sentí el calor de su cuerpo pegado al mío. Era tan pequeña; su boca buscó mis pechos con avidez y yo se los ofrecí, sentía sus muslos moverse con ansía abriendo los míos, ¡como me recordaba a la japonesita! sobre todo cuando sus dedos horadaron mi sexo sin vacilar, me estaba invadiendo y yo casi ni había empezado a explorarla. «Espera, espera», balbuceé cuando ya estaba al borde del éxtasis. «Vamos arriba», ordenó Claudia deteniendo mi inminente derrumbe; subimos abrazados los unos a los otros, rompiendo a reír a destiempo, parecía que estaba por llegar alguna otra novedad.
Llegamos a la tercera planta donde aún no había estado: una gran sala diáfana abuhardillada y habilitada como gimnasio a un lado y como sala de relax al otro; al fondo había dos camillas separadas unos veinte centímetros y a su derecha, pegada a la pared, una estantería baja con toallas y frascos que creí reconocer de mi fisio.
—¿Qué te parece?
—Es fantástico.
—Aún no está terminado —dijo echando a andar—. Talita es mi asistente personal, nos conocimos en el salón de masaje al que suelo acudir; al que solía acudir —rectificó—. Un día apareció, pensé que era demasiado joven y pedí que avisaran al encargado; me dijo que estaba titulada y tenía más de cinco años de experiencia en clínicas y otros espacios, ¿te lo puedes creer? Cinco años.
Habíamos llegado, Claudia se sentó en una de las camillas y me hizo una seña para que ocupara un sitio a su lado.
—Aquello de los “otros espacios” me intrigó pero decidí que obtendría una información más veraz de la propia Talita, como así fue.
—He trabajado en cruceros y en casinos. Y en hoteles, todo legal. —dijo respondiendo a la mirada de Claudia.
—Por los emiratos nada menos, incluso en Australia, ¿no es así?
—Si, señora.
—Decidí que esta joya tenía que trabajar para mí en exclusiva, y aquí la tengo desde el mes pasado; además tiene otras muchas cualidades, domina la cocina tailandesa, por ejemplo.
Ahí estaba, halagada y humilde, mostrando su pequeño y bien formado cuerpo; si no fuera por los datos que escuchaba juraría que estaba ante una menor, todo en ella apuntaba a que no superaba los dieciséis años a lo sumo. Aquellos incipientes pechos, la estatura, las caderas a medio formar… Si era cierto lo que había escuchado estaba ante un caso de desarrollo hormonal tardío.
—…ya verás, es una auténtica profesional, sube.
Me había abstraído tanto que había perdido el hilo de la conversación.
—Vamos, sube, verás qué manos tiene.
Me gustaba, no podía negar que me podía el deseo por esa piel aceitunada, por esos pequeños pechos coronados con unas puntas oscuras, casi negras que me tenían hipnotizada. Subí a la camilla y quedé boca abajo. Pronto tuve frente a mí el rostro sonriente de Claudia tumbada en la otra camilla, no imaginaba cómo se iba a turnar para darnos satisfacción a ambas.
Pero lo hizo: comenzó esparciendo aceite templado y usando sus pequeñas manos con una prodigiosa habilidad; cerré los ojos y me entregué a su maestría. Tras una pausa durante la que los sonidos delataban que estaba dedicada a mi amante volvió a mi y atendió a mis cervicales consiguiendo desbloquear lugares que ni siquiera sabía que podían ser accesibles. Se fue y más tarde volvió para montarse sobre mi lomo y tratarme con una pericia desconocida, ¿cómo podía usar sus pies para aplastar mi columna sin perder el equilibrio? Cada vez que me abandonaba quedaba en un estado de relajación tan profundo que no reaccionaba hasta que la volvía a sentir manejando mi carne como el maestro panadero mueve la masa. Se tumbó cubriendo mi cuerpo (o lo que su estatura le permitía) y se movió como un felino, zigzagueando, haciéndome sentir su abultado pubis en mi coxis, reptando con sus pechos por mi espalda. Estaba caliente, cada vez más excitada; entonces, de un salto cayó de rodillas entre mis piernas bien separadas —porque la esperaba, la naturaleza es irrefrenable y mi cuerpo la esperaba—; sus pequeñas manos abrieron mis nalgas y gemí sin control, sus dedos empapados en aceite hurgaron entre mis labios y salté haciendo crujir la camilla. «No», exclamó y recibí un cachete; no pude evitar un puchero, habría llorado si lo hubiera repetido, casi lo deseé. Pero lo dejó, pensé que la había defraudado, qué absurdo. Hizo que me volviera y se dedicó a mis hombros, trabajó el cuello y las clavículas, yo buscaba su mirada sin éxito, evitó mis pechos, joder; manejó a su antojo mi tórax y el vientre y cuando por fin alcanzó mis pechos exhalé un profundo suspiro lleno de deseo. Cada centímetro de mi piel se había convertido en una extensión de mi coño vibrante y el roce suave de sus manos me llevaba al precipicio de la agonía. Había elevado los brazos y me agarraba con desesperación a la camilla por encima de mi cabeza lo cual le facilitaba el acceso para masajear con energía mis brazos y atacar las axilas cada vez que volvía a mis pechos. Se detuvo en uno de los pezones, en sus dedos lo noté más duro y abultado que nunca; manipuló el aro y en pocos segundos me lo quitó; no dije nada, sentía que estaba en sus manos y dejé que hiciera lo mismo en el izquierdo; ahora estaba desnuda, pensé. Mario, los aros, las alianzas, todo se precipitó en mi cabeza como imágenes entremezcladas; ella seguía masajeando mis tetas, avanzando por mi estómago, recorriendo los costados, matándome de placer. Alcanzó el vientre, creí que no iba a poder aguantar más pero era tan hábil que regresaba a zonas ya conquistadas: los pechos, el cuello… y de nuevo iniciaba el ataque a territorio virgen. Sus manos se movían en círculo por mi vientre, justo antes de llegar al pubis, y se abrían en diagonal para trabajar la cintura y las caderas; yo deseaba más pero le llegó el turno a los muslos; con un leve toque me mandó separarlos, obedecí y sus dedos iniciaron un suplicio en la parte interna donde descubrí que nadie había pulsado las teclas que ella sabía encontrar. Descendió en lugar de subir, ¿es que no olía mi deseo como lo olía yo? Cogió mis pies y los arrastró hasta doblar las piernas en un ángulo agudo; quedé ofreciéndole, sin ninguna defensa, mi sexo abierto, húmedo, vivo. De un impulso subió a la camilla y perdí el aliento; venía. Pero no; tomó un pie, lo subió a su hombro y trabajó los gemelos, yo solo quería que fijara su mirada en mi coño, mi coño vivo, mi coño chorreante, mi coño del que emanaba un aroma que, si yo lo podía percibir, ella tenía que estar envuelta en su influjo; ¿por qué no lo miraba?
Terminada la otra pierna, la cogió por el tobillo y la bajó a la camilla, ¿qué iba a pasar ahora? Pasó las dos manos por la parte interna de los muslos y no reprimí un gemido, había evitado tocarme la llaga palpitante, sus manos descansaban en la parte alta del pubis y ejercían una leve presión constante, un latido que se irradiaba como una onda hacia abajo, ahí donde quería tenerla; me estaba martirizando, cerré los ojos, moví la cabeza a uno y otro lado, no podía más, no podía más. Entonces todo se detuvo: el pulgar se hundió entre los labios y no lo soporté, una mano sobre mi pecho detuvo lo que parecía un espasmo, respiré profundamente y me concentré en el punto de contacto del dedo inmóvil envuelto por mis hinchados labios; cuando comprobó que me había calmado comenzó a moverlo muy despacio, yo sentí que caía en un océano y la dejé hacer; escuchaba un lamento triste, casi inaudible, un quejido continuo emitido por un hilo de voz: era yo misma entregada a un placer insufrible para el que ya no tenía fuerzas con las que presentar resistencia.
Siguió hollando entre mis labios hasta que se hundió en mi. Dos, quizá tres dedos, dedos ágiles, inquietos, dedos finos, pequeños, alojados en mi coño buscando en todas direcciones, apretando, haciéndose hueco. Dios, ¿cuántos dedos tenía dentro? Una mano en la rodilla guió el impulso natural que ya sentía: elevé la piernas, las plegué en el pecho, los dedos entraban mejor y yo me sentía más abierta. A medida que apretaba constante y tozuda lo temí: quería enterrar el puño, recreé la imagen de sus finos brazos, de sus manos pequeñas como toda ella; aún así me asusté, la presión era firme, no cedía, la movía en círculo, horadando y yo tenía una sensación extraña, diferente. Recibí un fuerte azote, arqueé la columna y levanté el culo, noté que dilataba y el puño profundizó, sentí un ahogo, movía las caderas al ritmo del intruso, quería hacerlo si, quería y la vez lo temía, estaba agitada, respiraba a bocanadas cortas y rápidas, me dio un nuevo azote y otra vez sentí que dilataba para dar asilo a la mano, noté que un escollo se había resuelto: los nudillos, pensé, y así fue porque a partir de ahí todo fue más sencillo, el puño se deslizó solo y me sentí llena como jamás lo había estado. Y rompí a llorar, sollocé y sollocé envuelta en convulsiones y ella me consolaba haciéndome caricias en el vientre. Hinqué los codos y miré hacia abajo: de mi coño sobresalía el delgado antebrazo de Talita y volví a temblar y a sollozar; ella dijo algo, sonreía, la miré, sonreía de puro gozo, era el reflejo de lo que yo sentía y rompí a reír sin dejar de llorar. Cuando me calmé comenzó a moverse en mi interior, hacia fuera y hacia dentro sin sobrepasar el tope de los nudillos, yo hipaba, las lágrimas corrían por mis mejillas. Y me corrí, tuve un orgasmo en el que mi coño, invadido como no lo había estado nunca, fue incapaz de ofrecer espacio a las contracciones que colapsaban y se repetían en un bucle constante hasta el punto de hacerme perder el sentido. Luego, cuando todo pasó, el camino de vuelta fue sencillo, ella lo hizo fácil: Tiró con suavidad; «Empuja», me animó con dulzura; empujé de una forma natural. Y cuando lo expulsé entendí muchas cosas, cosas a las que he renunciado y jamás viviré.
Habían pasado minutos que parecieron horas desde que me ayudó a ponerme boca abajo y me cubrió con una sábana. Cerré los ojos y caí en una especie de duermevela en el que captaba los ruidos del ambiente y los asimilaba: el rumor de un grifo, un cuchicheo, un ir y venir; debió de ocuparse en ordenar, limpiar y recoger. Parpadeé y volví a cerrar los ojos, aunque no del todo; la había descubierto junto a Claudia y quería parecer que seguía adormilada para poder espiarla: la observé manejar el brazo de Claudia para tratar de devolverle el tono a un músculo vencido por los años; estaba tan concentrada en su trabajo que me pude recrear en su cuerpo de niña, en sus muslos bien formados, en las caderas apenas insinuadas, en los glúteos, puro músculo que se marcaban con cada esfuerzo, y en sus pequeños pechos, una promesa de lo que llegarían a ser; volví a dudar de la verdad sobre su edad y me invadió un morbo insano. Cerré los ojos, estaba agotada, feliz pero agotada.
«No, termina con ella». Las palabras de Claudia me sacaron del dulce sopor en el que estaba sumida; escuché unos pies desnudos, esos pasos cortos y rápidos que ya eran familiares se acercaron, la sábana voló y la sentí subir a mi grupa, a horcajadas procurando no cargar su peso sobre mi espalda, parecía levitar rozándome levemente, dejó caer un chorro de aceite por mi columna desde la nuca hasta el nacimiento de los glúteos que se tensaron cuando el líquido se deslizó lentamente entre ellos; comenzó a jugar con el reguero, lo extendió metódicamente por los hombros, las dorsales y así continuó dedicando toda su sabiduría a mí cuerpo, alcanzó las nalgas, las trabajó y descendió hasta llegar al esfínter, suavemente, sin ceder, sabía lo que pretendía y, después de lo que había hecho conmigo, estaba entregada. Entonces se entretuvo, quitándose el tanga, puede ser; luego, no sé, no pude distinguir, tal vez se untó más aceite, tal vez, no lo sé; me cogió por las caderas y me instó a ofrecerme. Así expuesta, sentí algo grueso en el ano tratando de penetrarme, recordé a Claudia con el strap on sujeto a la cintura, éste era menos rígido y noté que lo manejaba mejor; «Doucement», musité y me preparé para que la pequeña Talita me follara también el culo, esta vez con un arnés amarrado a la cintura, ¿qué más me quedaba por darle? Tanteó y logró hundir la cabeza sin mucha dificultad —tampoco era tan grueso— y lo fue enterrando despacio, con la paciencia propia de una mujer; aún notaba la brutal dilatación de mi sexo y me veía otra vez llena. Comenzó a follarme despacio, manejando tan bien el arnés que parecía pegado a su cuerpo, arrancándome los primeros latigazos de placer cuando subió el ritmo. Parecía tan real, era tan real que…se aferró a mis caderas, pegó el pubis y se corrió a golpe de riñón. No me moví, seguí con el culo ensartado tratando de asimilar lo que acababa de suceder. Poco después salió de mi, no me moví; la escuché trastear, se estaba limpiando, luego la vi entrar en mi campo de visión, cerca, muy cerca, tanto que no alcanzaba a ver su rostro, tan cerca que pude ver su pubis, un pubis de varón en unas caderas de hembra adolescente, unos muslos de mujer joven, un vientre de muchacha, unos pechos de niña púber y un pene grueso, largo y unos testículos pequeños envueltos en una apretada bolsa. Me incorporé sobre los antebrazos para poder mirarla: vi un rostro expectante de… mujer o de un joven adolescente, de chica o de muchacho, según lo mirara, según la mirase. La percepción cambia de acuerdo a lo que se espera ver.
Me sonrió, la sonreí, volví a mirar aquella verga rematada en un bello glande bien formado que comenzaba a recuperarse, una verga en un precioso cuerpo de mujer adolescente. Dio un paso hacia mi y yo acerqué la mano hasta rozar con la punta de los dedos aquella preciosidad que acababa de darme placer, brincó y retiré la mano, pero solo un instante después la recorrí y busqué la bolsa prieta que se escondía debajo, la acaricié y ella dio otro paso hacia mi para insinuarse a mi boca; no lo dudé, quería probar el manjar, ¿cómo pudo esconder esa pieza a mis ojos?, ¿acaso estaba ciega? Talita estaba bien dotada para su complexión y altura, ahora que recuperaba su vigor la contemplé y deduje que era más corta que la de Mario, no mucho, aunque difería en grosor; puse una mano en su culo y la hice acercarse más para poder probarla, el sabor de la toallita con la que se había limpiado me molestó, pero el tacto del glande en mi paladar logró superarlo; la atraje y llenó mi boca, me retiró el cabello de la cara y me guió en una tranquila mamada.
—¿Sorprendida?
Miré de reojo a Claudia, abandoné un instante el exquisito bocado y dije:
—Mucho, no podía imaginarlo. —volví con un largo beso en la punta a tragármela entera, me encantaba la suavidad de su piel. Y así, apoyada en un codo, con la verga en mi boca, seguí acariciándole el culo mientras Claudia nos miraba complacida.
¿Y Ángel? No sabía nada de él, había dado por supuesto que estaba allí, con nosotras, sin embargo en ningún momento le había visto ni escuchado. No volví a preocuparme ocupada en descubrir mi vicio por Talita; tenía lo mejor de los dos mundos: la armonía y la sensibilidad de una mujer junto al vigor de un hombre. Me tenía hechizada y no me importaba demostrarlo.
Claudia dio fin al juego y bajamos a la alcoba, me quería en exclusiva mientras nos arreglábamos y Talita se esfumó para mí desesperación; teníamos que librarnos de tanto aceite y nos duchamos y nos enjabonamos la una a la otra, sabía lo que tenía que hacer y cumplí mi papel: mantener a Claudia satisfecha. Era tan diferente; sus pechos abundantes contrastaban con los que acababa de chupar, estos gruesos pezones de mujer madura me excitaban de otra manera y Claudia lo sabía, me provocaba y me llevaba a su terreno, por eso no se sentía insegura poniéndome en las manos un juguete tan tentador como la pequeña filipina. Metí dos dedos en su coño cuando ya la tenía caliente y la llevé a un orgasmo ruidoso bajo los chorros cálidos de la ducha.
—Qué falta me hacías —No la reconocía, se atrevía a bajar la guardia y mostrarse vulnerable, temblando en mis brazos.
Tras secarnos el pelo bajamos al salón, Ángel escuchaba a Mahler con una copa en la mano, yo sentía molestias, prometí no volver a dejar que nadie me dilatase como lo había hecho aquella cría con el puño, no merecía la pena. Acepté un excelente ron con coca cola y poco después apareció Talita con unas bandejas de canapés con un aspecto delicioso, avanzaba la madrugada y si, teníamos hambre. Ángel me sujetó desde atrás y me mordisqueó el cuello, dejé caer la cabeza, ahora era suya, Claudia me retiró el vaso y deshizo el nudo de mi bata, inmediatamente las grandes manos de su marido cubrieron mis pechos. La miré, quería ver si disfrutaba viendo a su hombre disfrutar; estaba tan cerca que pude acariciarle la mejilla mientras me dejaba meter mano en su presencia. Sabía que acabaría por ceder al deseo. Y así fue; mientras él amasaba mis pechos y lamia mi oreja, Claudia hundió el dedo corazón entre mis labios buscando la humedad y comenzó a fustigarme despacio, sin descanso, atacando sin piedad allí donde sabía que me haría temblar.
El amplio sillón fue el lugar elegido y su regazo mi refugio para recibir a Ángel. Fue un ritual: ella quería sentirnos y yo la miré a los ojos cuando me penetró; mientras él me folló cada sensación se la transmití reclinada en sus piernas con su mano en mi pecho. Fuimos una sola mujer hasta llegar al orgasmo.
—No, mañana tengo un día complicado.
Ángel me entendió. Tumbados en su cama, Claudia me ofrecía la pipa. La rechacé, no quería drogas, esa noche no, dentro de unas pocas horas iba a tener una jornada muy dura; me estaba planteando iniciar la despedida.
—Tonterías, mañana estarás despejada, sabes que en eso soy una experta.
—¿Y en qué no? En serio, debería irme ya; Ángel, sabes lo que me espera mañana—dije buscando ayuda.
—Es cierto, tendrías que descansar un poco.
No me fui, sabía que iba a ser muy difícil escapar de Claudia y más después de haber sucumbido al embrujo de la filipina. Caí, probé la pipa, cómo decirle que no una y otra vez si era inmune a cualquier argumento. No sé qué fumé, poco después había entrado en ese estado de laxitud que ya conocía; bebimos, recuerdo haber tomado menta y bombones, ellos degustaron crema derramada por mi cuerpo como ya supuse que ocurriría nada más ver entrar en el dormitorio a Talita con las bandejas. Se quedó antes de que yo lo pidiera, y se desnudó sin que nadie se lo pidiera; entre Claudia y yo le embadurnamos los pequeños pezones con el contenido de unos bombones y le dibujamos figuras con nata en el vientre; yo me encargue personalmente de adornarle la polla con crema y trocitos de chocolate, luego nos lanzamos a comérnosla mientras Ángel no paraba de hacer fotos. «¡No!», protesté en un instante de lucidez; «¿Por qué no?» replicó sin dejar de disparar, «Te gustan, no lo niegues, imagina cuando las veas; son solo para nosotros, querida, confía en mí». ¿Confiar?, y para Gabriel, pensé, y sentí un morboso placer. Ángel continuó haciendo fotos desde todos los ángulos y ya no protesté, seguí lamiendo el sexo de la andrógina, esta vez mirando a cámara. Seguimos fumando, bebiendo, tomando coca; no pregunté, había dejado de preocuparme por lo que sucedería diez minutos más tarde, solo quería sentir, cuanto más mejor. Ángel dijo que quería darme por culo, con esas palabras y estallé en unas risas exageradas, me puse de rodillas y clavé los codos en el colchón; me manejaba como si fuera un saco, no dejé de cruzar la mirada con Claudia, estaba excitada, tenía a Talita en sus brazos pero en realidad me tenía a mi, lo sé.
De vuelta a casa
No sé qué me puso en la nariz; «Aspira, vamos, aspira fuerte». Lo hice, sentí un chasquido que se instaló encima de los ojos, la vi dejar en un cenicero la cápsula de cristal que me había hecho inhalar, sin etiqueta alguna; estaba preparando cuatro rayas, tan metódica como siempre: rectas, del mismo grosor y longitud. Se acercó con la bandeja y el tubo de cristal.
—Vamos, adentro.
Obedecí, una detrás de otra. Al terminar me sentía como si acabase de dormir ocho horas.
—Gracias.
—Bebe algo.
Bajé a la cocina y me serví un gran vaso de agua, no era consciente de la necesidad de líquido que tenía hasta que sentí el frescor derramándose por mi garganta. Lo rellené y bebí medio vaso más. Subí a vestirme.
—Toma, tu premio.
No había ido a eso, sin embargo ahí estaba: pagándome con un discreto paquete cuyo contenido de sobra conocía. No pretendía ser su amiga sin embargo tampoco esperaba que me humillara hasta ese extremo.
—Claudia, no es necesario. —Deslizó la mano por mi mejilla y terminó con un suave cachete.
—Te equivocas reina, es absolutamente necesario; cógelo.
Lo tomé y sentí una intensa gratificación. Poco después, mientras terminaba de arreglarme, pensando en lo que había dicho, caí en la cuenta de que con esa transacción buscaba otro objetivo más allá de pagar mis servicios.
—Esta noche te has portado muy bien.
Me sobresalté; ahí estaba, en la puerta, mirando cómo me vestía.
—¿Qué esperabas, acaso creías que me iba escandalizar cuando descubriera la realidad de Talita?
Avanzó mientras le respondía, me quitó el vestido de las manos y me hizo girar, yo me apoyé dócilmente en la coqueta, poco tuvo que hacer para apartar el hilo del tanga, lo único en lo que pensé fue en el riesgo que asumía abusando del sildenafilo en esas condiciones. Estaba tan dilatada por culpa de Talita que apenas noté que me la metía hasta que empezó a follarme. «¿Otra vez?», escuché a Claudia desde la puerta; se acercó, me cogió la cara para forzarme a mirarla, sus ojos viajaron de los míos a los de su marido, éste redobló el vigor con el que me taladraba, solo se oía su agónico jadeo; se acercó a mi rostro que seguía el vaivén con el que me zarandeaba: «Niña, que lo vas a agotar», luego se marchó. «No tardéis»
Ángel se ofreció a llevarme a casa, no estaba en condiciones de asumir el riesgo de conducir; estábamos en la puerta cuando noté un abundante brote de espesa humedad que amenazaba con desbordar mi tanga; no podía hacer así el viaje de regreso, lo más probable es que echara a perder el vestido. Me acerqué a Claudia, nos apartamos y se lo dije pero en lugar de actuar como esperaba respondió en voz alta:
—Mujer, si estás tan mojada te dejo unas bragas, no te preocupes.
No soy vergonzosa pero fui incapaz de reaccionar, el calor subiendo por el rostro y las miradas que convergían en mí no ayudaron a superar el golpe de efecto; mientras tanto Claudia había desaparecido y nos quedamos en el hall sumergidos en un silencio aplastante que no cesó hasta que volvió con unas bragas altas de encaje y unas toallitas, ¿pretendía que me cambiase allí, delante de todos? El error había sido mío por no acompañarla.
—Solucionado. Venga, no perdáis más tiempo que es muy tarde. ¡Vamos, a qué esperas! —añadió al ver mi confusión.
No iba a poder salir de la encerrona en la que yo misma me había metido salvo que tomara la iniciativa; me subí el vestido hasta donde pude hacerme con el tanga, lo deslicé y me lo saqué sin apresurarme, solo faltaba que tropezase; hubo un instante en el que vacilé con la prenda estrujada en la mano, pero enseguida acudió Ángel en mi ayuda y la cogió; seguía aturdida, no podía continuar así. Había dejado sobre el aparador las toallitas y las bragas limpias; «Vamos, Carmen, arriba», pensé; cogí un par de toallitas y me aseé con calma, las doblé y las dejé sobre las otras, no quería manchar el mueble; extendí la braga y me la puse, bajé el vestido y lo alisé. «Podemos irnos», dije al tiempo que hacía intención de recuperar el tanga del puño de Ángel.
—Déjalo, ya lo recogerás.
Había recuperado el control de la situación, eso quería creer, tampoco habían visto nada que no hubieran visto antes, me decía a mí misma sin querer entender que no era ese el fondo de lo que acababa de suceder.
Todavía era noche cerrada, íbamos solos por la autovía aparte de algún que otro camión, Ángel conducía a un velocidad moderada, tal vez porque no manejaba su auto, tal vez porque quería que ese trayecto que hacíamos juntos durase lo máximo posible; la temperatura había bajado y me arrebujé en el chal.
—¿Quieres mi chaqueta?
—No, estoy bien, gracias.
Lo que si empezaba a acusar era el cansancio acumulado tras una jornada complicada seguida de una intensa noche de sexo, alcohol y drogas; el remedio de Claudia para despejarme no era suficiente para mitigar el agotamiento.
—Lamento lo que te dije el viernes.
—No te preocupes, ambos estábamos muy pasados.
—Ya, pero no es lo que siento; fui sincero en el pub: me arrepiento de haber hecho las fotos.
—¿Y por eso me has seguido retratando esta noche?
—Es diferente, hoy estábamos de acuerdo.
—Te dije varias veces que no.
—Bueno…
—Mira Ángel ambos hicimos lo que quisimos hacer. Tuviste la oportunidad durante mucho tiempo de destruir las fotos y callarte, pero optaste por mostrármelas, supongo que pensabas obtener algún tipo de rédito.
—No, en absoluto, fui sincero cuando te las enseñé. Solo pretendía…
—Como quieras, pero en el fondo sabías que podían afectarme hasta el punto de hacerme reaccionar de alguna manera, digamos, no prevista.
—No lo sé, tal vez debí pensarlo.
—Sí lo sabes. El caso es que me afectaron, aún así decidí acostarme contigo; era consciente de lo que hacía más allá de la coca: tú querías que te pidiera perdón y yo, que sigo teniendo mis dudas sobre mi reacción tras la violación, acepté pedir perdón, así están las cosas.
—Sé lo que hice; después del viernes lo he visto claro: es como si te hubiera vuelto a violar y me avergüenzo.
—No le des más vueltas.
Encendí la radio para llenar el silencio que habíamos dejado crecer, comenzó a sonar lo último de Maná y sin poder evitarlo las palabras calaron, demasiado, en mi pecho.
Probablemente ya de mí te has olvidado
y sin embargo yo te seguiré esperando
No me he querido ir para ver si algún día
que tú quieras volver me encuentres todavía
Por eso aún estoy en el lugar de siempre
en la misma ciudad y con la misma gente
Para que tú al volver no encuentres nada extraño
y sea como ayer y nunca más dejarnos
Probablemente estoy pidiendo demasiado
se me olvidaba que ya habíamos terminado
Que nunca volverá que nunca me quisiste
se me olvidó otra vez que sólo yo te quise
Por eso aún estoy en el lugar de siempre
en la misma ciudad y con la misma gente
Para que tú al volver no encuentres nada extraño
y sea como ayer y nunca más dejarnos
Probablemente estoy pidiendo demasiado
se me olvidaba que ya habíamos terminado
Que nunca volverá que nunca me quisiste
se me olvidó otra vez que sólo yo te quise
Maldita canción. Fingí mirar por la ventanilla y enjugué una lágrima. Debía pasar página, estaba claro que no iba a volver y si acaso lo hacía, nada sería como antes.
—¿Con quién te encontraste en el restaurante?
—¿Qué? Ah si, Elsa. —Lo miré, no añadió nada, ni un gesto.—¿La conoces?
—Elsa… si, es amiga de Claudia, ha estado alguna vez en casa.
—Vamos Ángel, por favor.
—¿Qué quieres saber, si me he acostado con ella? Si, lo he hecho; es una mujer… interesante.
—¿Eso es todo? —Bajé el volumen de la radio. Apartó la mirada de la carretera para calibrar hasta qué punto podía seguir esquivándome.
—No recuerdo donde la conoció, la cuestión es que se encaprichó de ella, ya sabes cómo es, enseguida empezó a… bueno, la hizo hablar; por lo visto tiene problemas con su marido, o los tenía, no sé; había perdido el trabajo y se hundió en una depresión, Claudia me pidió que hiciera algo y le conseguí un puesto en el bufete de unos amigos, muy bien pagado por cierto, el tío vale, no creas; las cosas volvieron a funcionar entre ellos y eso le sirvió a Claudia para terminar de ganársela. Total que acabaron follando, por lo que me contó no le hizo falta insistir mucho; de ahí a entrar yo en escena fue cuestión de tiempo. Nos vemos de vez en cuando, es una mujer atractiva, muy inteligente, y tiene sus cualidades en la cama.
—¿Es así como vas a hablar de mí cuando deje de ser una novedad?
—No digas eso, tú no eres para nosotros una más.
—¿Y por qué no?
No le di opción a que continuara debatiéndose tratando de encontrar una respuesta, era demasiado humillante.
—No nos vio juntos, no te preocupes por lo que pueda decir.
Subí el volumen; delante de nosotros: la negrura de la carretera solo rota por el halo blanco proyectado por las luces largas que reflectaban con antelación las matrículas de los camiones que alcanzaríamos pronto. Ángel descansaba la mano sobre mi muslo yo, no sé cuando, la cubrí con mi mano; en algún momento enredamos los dedos. Así continuamos el resto del camino; si alguna vez necesitaba cambiar de marcha deshacíamos el nudo y volvíamos a buscarnos.
—¿Qué te ha parecido Gabriel?
—Me gusta, tiene una personalidad muy fuerte, y es tan interesante.
—¿Interesante?
—Si, tenemos muchos puntos de coincidencia, además es muy atractivo. Nos habéis puesto en una situación incómoda.
—Se lo advertí, pero no me hizo caso.
—Quiero pedirte un favor —dije tras unos segundos en silencio—: Imagino que le vais a dar el carrete para que lo revele.
—Claudia es la que se encarga de eso.
—Hemos quedado en hablar uno de estos días, posiblemente nos veamos. Preferiría que no se lo diera hasta que yo te lo diga. Por favor.
—No sé si voy a ser capaz de contenerla, ya sabes cómo es.
—Es importante para mí; no te estoy pidiendo que no se lo deis, solo que lo demores.
—Cuenta con ello, me va a costar un disgusto pero en cuanto vuelva saco el rollo de la cámara.
—No sabes cuánto te lo agradezco.
A las cinco y media paramos frente a la puerta del garaje; pulsé el mando y lo guié hasta mi plaza. Apagó el motor y nos quedamos inmóviles saboreando el silencio, me siseaban los oídos.
—Sube, te pido un taxi.
Me resultó extraño tenerlo frente a mí en el ascensor, no abrimos la boca hasta que se detuvo, solo nos miramos. Abrí la puerta de casa y fui encendiendo luces a medida que avanzaba, dejé el bolso en la mesa del salón y me descalcé allí mismo.
—Ponte cómodo —le dije según salía por el pasillo—, la primera a la izquierda es el baño. No tardo, enseguida hago café y pedimos un taxi.
—Tranquila, no tengo prisa.
Entré en el dormitorio, necesitaba cambiarme, me deshice del vestido y las bragas, pasé por el bidet y elegí ropa cómoda, en cinco minutos estaba saliendo a reunirme con él. Lo encontré de pie curioseando el lomo de los libros.
—¿Solo, con leche, descafeinado? —pregunté de camino a la cocina.
—¿Te ayudo? Solo, por favor.
Le indiqué donde guardamos las tazas, mientras tanto preparé la cafetera y calenté un poco de leche. No lo vi venir, sentí sus manos en mi vientre antes de que se acoplara a mi espalda, me había recogido el pelo en un moño alto y me besó detrás de la oreja. Jugaba con el piercing del ombligo. Tenía la carne de gallina.
—Estate quieto, voy a derramar el café.
—Pues deja el café.
Su mano escalaba por debajo de la camiseta y había llegado a mis pechos, sentía su verga dura pegada a mi culo; olvidé el café y ladeé el cuello para darle más espacio a su lengua. La mano que sujetaba mi cadera buscó hueco por la cintura del short, la braga no fue obstáculo: directo al pubis; separé las piernas, otra vez estaba empapada, un dedo buceaba entre mis labios y logró disparar un calambre; qué bien me tenía cogido el punto.
—Para, por favor, para, necesito descansar un poco, mira qué hora es.
Se apiadó de mí, suspiró profundamente, sacó la mano del coño y se aferró con las dos a mis tetas.
—Te compensaré. —le prometí.
Terminé de preparar los cafés, Ángel pidió el taxi, me pasó el teléfono y le di la dirección; en diez minutos podría descansar, estaba agotada y comenzaba a impacientarme.
—Me queda una hora para tratar de descansar un poco antes de tener que arreglarme y salir; si no te importa voy a ir duchándome y me echo en la cama un rato; quédate hasta que llegue el taxi; ¿no te importa, verdad?
—Claro, debes de estar agotada, vete tranquila.
Volví al dormitorio, tenía la intención de ducharme y dejar todo listo para dormir un rato y al levantarme perder el mínimo tiempo posible en arreglarme. Entré en la ducha cuidando de no mojarme el pelo, qué bien me estaba sentando el agua tibia; de pronto sentí algo, a través del vaho pude ver una sombra. Abrí la mampara.
—No deberías estar aquí.
—¿Te importa?
Era tan pueril que ni siquiera estaba molesta por la intrusión; terminé de aclararme, me envolví en la toalla y no perdí el tiempo en tratar de hacerle salir, me sequé cuidadosamente dándole el gusto de ser mi voyeur.
—¿Y tu taxi?
—Esperando.
—Te va a costar un dineral.
—Merece la pena.
—Serás idiota…
No pude seguir, me tomó en sus brazos y me besó, estaba excitado, demasiado.
—No, por favor.
—Quiero hacerte el amor en tu cama.
—¿No has tenido suficiente?
No, era otra cosa lo que le excitaba más allá de volver a poseerme.
—Qué quieres, ¿marcar territorio, es eso?
—Cómo me conoces.
Estaba tan cansada… pero cedí, no sé por qué. Dejé caer la toalla despacio, mostrando poco a poco mi cuerpo y lo volví loco, me cogió entre sus brazos con tanta fuerza que casi me hizo daño.
—¿De eso se trata, eh?, de dejar tu olor. —le dije cuando pude escapar de sus besos—. De acuerdo, mientras no orines en la pata de la cama.
Rompió a reír a carcajadas.
—Eres tremenda.
Entramos a la alcoba, vacié la cama de la ropa que había preparado para ponerme cuando me despertara y retiré la colcha mientras lo veía desnudarse ansioso. Estábamos listos, Ángel se quedó indeciso mirando el lecho y entendí lo que le pasaba.
—Mario se acuesta ahí, en ese lado; es lo que querías saber, ¿no?
—Qué lista eres.
—Y tú, qué previsible.
Se tumbó en el lugar de Mario como si ocupara una plaza abandonada por un ejército en retirada, qué infantiles son los hombres; lo dejé que disfrutara del juego, rodeé la cama y ocupé mi sitio; me miró, debía de sentirse poderoso invadiendo los dominios del marido ausente. Con un gesto me apremió a arrimarme, sin duda quería protagonizar una escena conyugal conmigo, en mi cama; me recogió bajo su brazo, lo rodee con el mío y cuando el deseo lo superó hizo que lo montara; lo cabalgué, quería acabar cuanto antes, estaba demasiado cansada; rocé con la vulva húmeda la verga extendida sobre su vientre y me deslicé como si se tratase de un raíl, y reaccionó, bendita Viagra; iba a guiarla adentro con la mano cuando dijo: «Hazme una mamada antes, cariño»; si, tal vez sería la manera más rápida de acabar, giré para poner a su alcance mi sexo y le hice un trabajo impecable en el que tuve que esforzarme para lograr lo que quería: rendirle en mi boca y terminar de una vez.
Me eché a su lado; le daría un par de minutos de gracia antes de invitarle a marcharse.
—¿Ya estás satisfecho?
—Todavía no.
Se incorporó apoyado en un brazo y y se quedó inmóvil, no sabía qué estaba mirando, me lo ocultaba su espalda, parecía atento a algo en el cabecero de la cama cerca de la mesita de noche; seguí sus gestos con curiosidad: se levantó, hincó una rodilla en el colchón, apoyó una mano en la pared y avanzó la cintura hacia el borde del cabecero; no entendía qué quería hacer hasta que vi como empuñaba la verga medio erecta, con el glande desnudo y cubierto por una humedad brillante y espesa, mezcla de nuestros fluidos; empecé a sospechar que se lo había tomado en serio y me icé de rodillas sobre el colchón.
—Se puede saber que..
No me dio tiempo a más: como si se tratase de una brocha comenzó a pintar el lateral del cabecero con el flujo blanquecino que le cubría el glande; recorría a grandes brochazos el larguero desde la base de la mesilla de noche hasta unos dos palmos de altura con la paciencia de un experto barnizador. Y no sé por qué, me ponía como una perra verlo manejar la verga chorreante manchando la madera barnizada de mi cama dejando tras de sí una huella brillante, viscosa, plagada de pequeñas burbujas.
—¡Pero qué haces!
—Marcar mi territorio. Ni se te ocurra limpiarlo, ¿me oyes?, cada vez que tu marido se acueste y respire me va a oler, aunque no lo sepa. Y tú —dijo señalándome con un dedo—, tú te acordarás de mí.
—Estás loco.
—¿Lo harás?
—¿El qué?
—Dejar mi huella ahí.
—Si es lo que quieres…
De rodillas sobre la cama desecha me estiré para llegar a él sujetándome en el cabecero, y nos besamos; era una locura si, no sabía qué pensaría al día siguiente pero aquella madrugada estaba dispuesta a todo: a mantener el olor de su semen allí donde podría olerlo mi marido; a dejar la huella mate de su verga donde podría distinguirse fácilmente. Tal vez más tarde volvería la cordura pero en ese momento podría hacer cualquier cosa.
—Joder, Carmen, eres la hostia.
—. Ahora vete, necesito descansar un rato.
Dormí una hora escasa, hubiera sido mejor no hacerlo. Después de arreglarme tomé un café solo y llame a un taxi; mientras lo esperaba fui consciente de mi estado. Volví a la alcoba, me cambié el salvaslip, preparé un par de rayas, cogí el tubo de cristal y aspiré siguiendo el trazo recto perfectamente alineado, después guardé el estuche plateado en el bolso. Iba a ser un día duro.
De camino al gabinete, ya despejada, hice un repaso de lo vivido y entre todo destacaba con fuerza el recuerdo de Talita.
Pensé en Mario: «tiene que conocerla».