Diario de un Consentidor 134 Amores

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor.

Capítulo 134

Amores

Amores se van marchando

como las olas del mar,

amores los tienen todos

pero quien los sabe cuidar.

El amor es una barca

con dos remos en el mar;

un remo aprietan mis manos,

el otro lo mueve el azar.

Sábado, veinte de mayo del dos mil

—Elvira, llámame; voy de camino a Sevilla.

Si piso a fondo puedo llegar sobre las dos, quiero aprovechar al máximo el fin de semana con ella; voy a conducir como me gusta, concentrado en la carretera.

Lo intento pero no lo consigo, no me la quito de la cabeza. Esperaré a llegar al peaje y la llamo; total, solo faltan quince kilómetros.

—Escucha: necesitaba salir de casa, no me gusta como soy, estoy siendo mezquino, cada vez me parezco más al que fui hace un par de meses y no quiero, no quiero. Ayer cuando dije que Tomás te había ascendido a madame me di asco. Por eso tenía que salir de casa, ¿lo entiendes?; necesito pensar y la semana que viene va a ser muy complicada con Santiago tratando de joderme todo el rato. Llámame, anda.

Durante todo el camino no bajo de ciento cuarenta y en algunos tramos paso de los ciento setenta. Cerca de Puerto Lápice paro a repostar, pido una cerveza sin alcohol y un pincho de tortilla y enseguida vuelvo al volante. Robert Plant y yo cantamos a voz en grito siguiendo el ritmo frenético de Jimmy Page:

Hey girl stop what you're doin'!

Hey girl you'll drive me to ruin.

I don't know what it is that I like about you

But I like it a lot.

Won't you let me hold you

Let me feel your lovin' charms.

Communication breakdown

It's always the same

I'm having a nervous breakdown

Drive me insane!

Ruptura de comunicaciones; ¿en eso estamos?, ¿otra vez?

Concentrado en la carretera, con toda la atención puesta en ese auto pegado al camión que circula aún lejos, con los nervios en tensión por si en el ultimo segundo, a pesar de que me ha visto, se le ocurre ponerse a adelantar; según me acerco levanto el pie del acelerador, nunca se sabe. Y cuando los dejo atrás piso a fondo y sigo:

Communication breakdown

It's always the same

I'm having a nervous breakdown

Drive me insane!…

Solo reduzco cuando Elvira responde.

—¿Pero tú no venías el lunes?

—Ya veo cómo te alegra.

—No es eso, tonto, es que no me habías dicho nada.

—Ni a ti ni a nadie, ha sido una decisión improvisada esta misma mañana.

—A ver, cuéntamelo.

No tengo preparada una versión suave de lo que sucedió y cuando empiezo a desvariar me detiene.

—Déjalo, son cosas vuestras.

—Perdona, es que es muy complicado.

—No tienes que darme explicaciones; no nos creemos obligaciones Mario, sería el comienzo de…

—¿De qué? No me siento obligado a nada, aún no he terminado de asimilar lo que pasó anoche, solo es eso.

Lo da por bueno, supongo que no quiere que sigamos por ese camino. Hace planes: si como yo pienso, llego a mediodía, puedo recogerla a eso de las tres; propone comer en un lugar precioso que conoce a la orilla del río. Otro motivo para pegarle al acelerador.

He perdido algo de tiempo tratando de encontrar la dirección; pero a las tres menos cuarto estoy montando guardia frente al edificio donde trabaja; Robert Plant y los que le siguieron han cedido el testigo a Bach y su concierto para oboe en re menor. La veo salir y se me dispara el corazón; el pelo alborotado, algo más corto que la última vez que nos vimos, más guapa si cabe, con un vestido en tono floral, de vuelo, sin mangas y sandalias blancas y esa leve cojera que apenas se nota. Toco el claxon y al verme se le ilumina el rostro. Carga una caja de cartón no muy grande y la deja en el suelo para sacar del bolso unas gafas de sol mientras espera al semáforo; no ha dejado de sonreír ni un momento, sabe que la estoy mirando, y de qué manera la miro.

—Sígueme, tengo el coche ahí delante.

—¿Por qué no vamos en el mío? Después lo recogemos.

Duda un instante, luego lo bordea, abre la puerta trasera, deja la caja y se monta.

—Aquí no. —dice cuando trato de llegar a su boca.

Arranco y me guía. Al salir del casco urbano, en el primer semáforo dice:

—Ahora si. —y se inclina para besarme. Las bocinas nos obligan a arrancar precipitadamente riendo como unos críos. Enseguida señala la salida a la autovía.

—¿No íbamos al río?

—Tú hazme caso.

Veinte minutos más tarde entramos en una urbanización de chalets pensados como segunda residencia, la mayoría cerrados; solo en algunos se ve algo de vida. Qué diferente al estilo sobrio de nuestro pueblo, aquí el color de las macetas y el estilo andaluz se deja ver en cada casa. Nos movemos por un par de calles y llegamos a nuestro destino, una hermosa construcción de dos plantas protegida por una verja tupida con aligustre. Elvira baja a abrir el portón y meto el auto; una gran explanada conduce a la parte trasera de la casa rodeada de césped y árboles. Espero a que abra la cochera, amplia, para dos autos, luego salimos al exterior.

—Ven, quiero enseñarte esto.

Está ilusionada por los días que vamos a pasar juntos. Bordeamos la casa, una gran pradera se abre ante nosotros; llegamos al porche y enfrente, la piscina.

—¿Qué te parece?

—No he venido preparado para esto.

Señala el alto seto que rodea el perímetro. La edificación vecina, de una sola altura, no es problema para lo que está pensando

—¿Necesitas ponerte algo para nadar conmigo?

La beso y me abraza con una pasión desmedida; la que no pudo expresar el día que nos volvimos a ver.

El chalet dispone de un amplio salón separado de la cocina por una ancha barra que delimita bien los espacios. Al fondo, una despensa y a la derecha dos puertas que más tarde descubro dan paso, una a un aseo completo con ducha y la otra al garaje. En el salón, a la izquierda, unas escaleras en madera oscura suben a la planta superior donde hay tres dormitorios, uno de ellos con un amplio baño dotado de una espaciosa ducha.

—¿Te apetece? —dice y comienza a desnudarse; yo llego del viaje muerto de calor y la imito. Cogidos de la mano entramos en la ducha. La deseo, nos fundimos en un largo beso mientras nuestras manos no paran quietas, el sabor de su boca me enciende, es el de una mujer en celo, no puedo expresarlo de otra forma, una mujer buscándome, tomando la iniciativa; Elvira ha sacado su carácter, me arrastra a la pared opuesta a los grifos y comienza a tocarme como si no me conociera, respira fuerte por la nariz y la boca, tiene la mirada extraviada o tal vez está sometida a una excitación tan intensa que no es capaz de fijar el foco en un punto concreto de mi anatomía; con los dedos cosquillea en mis axilas, sube por los hombros, desciende a los bíceps, salta a mis costados, es todo tan rápido que no soy capaz de asimilar las sensaciones (he dejado los brazos caídos dejándome hacer, mirando a esa mujer que se derrite con mi cuerpo), cruza las manos en mis riñones y me atrae con violencia, recorre mi pecho, mordisquea un pezón, se aleja y me mira como se mira un cuadro, regresa a las axilas y vuelve a empezar, sin darme un respiro, hasta que desciende a los glúteos, suspira, o gime y me coge el culo como si pretendiera alzarme. Entonces decide que es tiempo de usarme, se apodera de mi falo, lo acaricia a dos manos, manosea los testículos, los aprieta, me la sujeta como si fuera la correa de un perro y tira hasta que me tiene pegado a su cara; «es mía», afirma rotunda atravesándome con la mirada; me trata como a una puta, joder, y cómo me pone. «Es tuya, cariño»;  «Si, ya tenía ganas de volver a tenerla, ¿vas a dar la talla?, porque estoy dispuesta a dejarte seco», y me muerde la boca mientras me la menea, le dejo hacer, siento un morboso placer por estar entregado a su antojo. Y dice: «¿Es que no me piensas tocar?». La abrazo, siento el calor que emana de su piel y me vuelvo loco, nos enredamos el uno en el otro sin ser capaces de calmar la ansiedad que nos consume. Me deslizo por su cuerpo en busca de sus pechos, son una delicia; sigo la ruta que marcan sus costillas, se estremece; me cebo en su cintura, en la curva de sus caderas, gime; viajo hacia atrás, deseo su culo, lo amaso, lo aprieto y al fin la azoto; grita, más por la sorpresa que de dolor; «Calla», y la vuelvo a azotar, se revuelve y responde con un trallazo que me desconcierta, clava los ojos en mí y me azota de nuevo, desde arriba, con los dedos, como un latigazo. Duele, escuece, arde, no consigo reaccionar, me empuja hasta que tropiezo con la pared y me voltea, con una mano en la espalda me aprisiona. Podría pero no me rebelo.

—¿Esto es lo que querías, ponerme el culo calentito?

Con la mejilla pegada a la pared, la mano que me aplasta y la otra que aviva el ardor del culo en cada pasada suave y constante, siento la polla dura contra el baldosín. Se pega a mi, siento su aliento en la oreja.

—Ya hablaremos; pero no vuelvas a mandarme callar, y menos en ese tono.

—Lo siento, no quería…

—Shhh… ya has pagado por eso; ahora sigue con lo que estabas haciendo que ibas muy bien.

—Si, señora.

No sé por qué lo he dicho. La escucho aspirar hondo y corto. Sigue martirizándome el culo con esas caricias que prenden el fuego. Me suelta la espalda.

—¿Tratas de decirme algo? Te advierto que yo de estas cosas no sé mucho, pero estoy dispuesta a probar.

Me vuelvo, la atrapo, giramos y queda pegada a la pared, como yo.

Elevo sus brazos, pegado a su cuerpo, me deja juntar sus muñecas.

Separo sus pies con un golpe de talón.

Castigo sus pechos, recorro su vientre, alcanzo su sexo.

Lo acaricio, froto y resbalo en un charco espeso; hundo dos dedos de un golpe certero y se arquea hasta quedar encorvada, los ojos desorbitados, la boca abierta, agarrada a mi brazo como si estuviera enganchada a un arpón que no la dejase respirar; sé dónde moverme, inicio un recorrido lento y constante por una vereda rugosa y no le doy tregua hasta que consigo doblegarla. «¿Qué me has hecho?», dice cuando regresa a la vida. No es allí donde podemos terminar de satisfacer nuestro deseo y salimos hacia la alcoba.

…..

Despierto; la luz se cuela por las rendijas de la persiana a medio bajar. Elvira dormita con el rostro hundido en la almohada; la silueta de un gato cruza el ventanal, se detiene en el extremo y se sienta a hacer guardia moviendo el rabo cada cierto tiempo. Devuelvo mi atención al cuerpo desnudo que me acompaña, acaricio su costado, me recreo en la curva de las nalgas, una pierna estirada y la otra doblada acentúan la forma de las caderas. Voy al baño, me aliso el cabello ante el espejo, orino copiosamente produciendo un ruido sordo que se amplifica en el silencio del recinto alicatado de grandes baldosas grises, me refresco la cara y regreso a la habitación; el gato ha desaparecido y el calor comienza a filtrarse a través de las cortinas; beso ese culo rotundo, lo olfateo y provoco un murmullo de placer; arrastra las piernas. «¿Me vas a volver a follar?», murmura. Desde atrás, porque sus nalgas parecen llamarme, abro camino y penetro como lo hacían los primeros humanos. Empujo, empujo y ella golpea con ganas produciendo un gemido ronco; esta vez no hacemos que dure, subimos el ritmo quebrando los jadeos con el choque de nuestros cuerpos y poco después caigo exhausto sobre su espalda sudada. Entiendo cuando me tengo que apartar; se levanta y la veo alejarse oscilando las caderas hasta que desaparece en el baño. Se extingue el chorro en la taza y me llama. Llego a tiempo para verla montar en el bidet, me acomodo en el marco de la puerta y miro.

—¿Qué hacías hoy en el despacho?

—Recoger mis cosas con tranquilidad; no quiero que se corra todavía la voz.

—¿Y no crees que ya lo saben?

—Supongo, de todas formas prefiero hacerlo sin tener que estar dando explicaciones.

Me gusta verla tan libre, ha perdido el punto de pudor que tenía durante nuestro primer encuentro; se seca frente a mi, con las piernas flexionadas, sin ocultar la tremenda cicatriz que le surca el muslo.

—Tengo sed.

Bajamos a la cocina, cogemos unas cervezas del frigorífico; tengo la sensación de ser un ocupa que desvalija una casa ajena, sin embargo Elvira se maneja con total libertad. No hay nada fresco para comer, encuentra una pizza en el congelador y acepto de buen grado; en media hora estamos dando cuenta de ella y de una ventresca con pimiento de piquillo que he preparado mientras se encargaba del mantel y los cubiertos. «Tendremos que hacer compra», dice y me inunda una sensación preciosa al imaginarme en el supermercado decidiendo entre los dos la compra de la semana.

—Ven, vamos fuera —dice cuando terminamos de recoger.

—¿Así?

—¿Por qué no?

Salimos al jardín, me arrastra de la mano hacia la piscina y se lanza sin pensarlo dos veces; la sigo, cómo no seguirla; la encuentro al otro extremo agitando la melena para aligerarse del agua, nado a su encuentro y nos abrazamos, enreda las piernas en mi cintura y tropieza con mi rígida verga; pero se remueve y la evita, vuelve, ríe, juega a tocarme y nos frotamos, nos besamos con furia; mi sexo busca la madriguera, grita y escapa y la persigo, la cazo, se deja cazar, se enlaza a mi cuello; ahora si, sus piernas me poseen, no quieren perderme, nos balanceamos agitando el agua y cuando siente el roce en su vulva me atrae con la mano que ciñe mi cintura. Nos acoplamos, somos uno enlazados como si nada nos pudiera desanudar, me engancho a la escalera y dejo que el agua nos meza, todo mi esfuerzo es para ella, para empujarla hacia arriba con el vigor de mi falo; me besa, no se desprende de mi cuello, no quiere dejarme ir, sus piernas se ajustan tanto que cada impulso nos lanza a los dos como un solo cuerpo. Me entusiasma su manera de gozar, ese gemido afónico al que no me acostumbro, esa expresión de agonía que saca de mí emociones perdidas. Y estallamos en sincronía. «Elvira, Elvira, por Dios», exclamo por no decir lo que pienso: Te amo.

Seguimos flotando, amarrados a la escalera, sin cambiar ni una coma salvo que ella no para de besarme la mejilla y yo la sujeto por el culo como si llevara un bebé en brazos; por lo demás seguimos enganchados y sin ninguna intención de separarnos, aunque mi verga ya no es lo que era y en algún momento se deslizará fuera de su cobijo. Cuando sucede nos sorprendemos exageradamente y reímos con ganas, es la señal para romper el hechizo.

Cuerpos al sol

No puedo dejar de mirarla. Después de nadar arrastramos las hamacas cerca de la piscina y estuvimos charlando; al cabo quedó en silencio, con los ojos cerrados, la cabeza ladeada y una suave sonrisa dejándose acariciar por la brisa del atardecer; su cuerpo desnudo, bañado por el cálido sol de poniente, toma una luz dorada que matiza las sombras; puede que no duerma, que sus ojos entrecerrados me espíen. La loneta se adapta a su cuerpo, la recoge y la mece, sus pechos se mantienen erguidos, apenas insinúan un leve pliegue en la base, su vientre forma una atractiva curva que armoniza con la redondez de las caderas. Es curioso como la profunda cicatriz del muslo ha pasado a un segundo plano, apenas la percibo y lo que es más importante: ya no la oculta. Sonríe, si; sin abrir los ojos sonríe y se elevan los pómulos dándole un toque de mayor perfección al rostro.

Hemos hablado de tantas cosas olvidadas que sin darnos cuenta ha surgido la nostalgia, la escuchaba narrar recuerdos que compartimos y se le iluminaba la cara; entonces aparecía la joven que conocí y pensaba cómo habría sido mi vida si me hubiera atrevido a dar el paso que no di. Qué diferente habría sido todo, estábamos tan compenetrados que hubiera sido fácil convivir; recordaba los largos debates sobre política o literatura en los que podíamos pasar tardes enteras, o las largas caminatas hacia la Complutense arreglando el mundo, y oyéndola noté que brotaba una queja: ¿Por qué la dejé marchar?, hubiera sido todo tan… perfecto… Quiero creer que, al no haber apenas diferencia de edad, no habrían prosperado mis locuras, esas que sin embargo prendieron en Carmen, acostumbrada a ver en mi al profesor, a su guía; Elvira era más crítica conmigo, me veía como un compañero, su gran amigo. Puede que ese fuera el error que cometí: éramos demasiado amigos como para traspasar la barrera que me impuse. Y la perdí y nunca sabré lo que hubiera sido nuestra vida en pareja; una vida que ella se habría encargado de mantener encauzada y en la que Carmen —si acaso hubiera aparecido— no habría pasado de ser una alumna de un curso de verano. Y yo no le habría hundido la vida como lo he hecho: de una forma irreversible.

—¿Qué te pasa? —Me rescata del pasado en el que he buceado demasiado tiempo tal vez—. Pareces triste, ¿en qué piensas? —Encojo los hombros, de nada vale esconderse.

—Pensaba… cómo habría sido nuestra vida si me hubiera atrevido a decirte cuánto te quería, si yo…

—¿Y eso te pone triste? No mires atrás, Mario, no lo estropees.

—Tienes razón; lo importante es que estamos juntos y ahora sí podemos confesarlo sin miedo.

Sonríe, aparta un mechón, guiña los ojos heridos por el sol en declive; pero calla y yo, otra vez como entonces, no doy el paso. Mira al frente y calla. Es tan hermosa. Sigue el foco de mis ojos y deja caer la mano sobre el pubis.

—Quita esa mano de ahí.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque te gusta que te mire.

Su mirada se vuelve sucia y muestra su tesoro: ese pubis pelirrojo que me atrae de un forma irracional. Caigo de bruces, gateo por la hierba hasta llegar a sus pies y me invita a avanzar abriendo las piernas. Lo beso, mis labios acarician el mullido tapiz de rizos de fuego, me inunda un aroma potente, dibujo el surco con la lengua buscando el origen del manantial que brota para mi. Alzo los ojos y la descubro con una sonrisa tierna; a veces siento, como ahora, que me tiene por un niño grande, y no me importa no, no me importa. «Barbarroja», exclama como un disparo; imagino la perspectiva que tiene, amorrado a su coño, hundido en la espesura. Sonríe y aunque no pueda verlo, sonrío también. «Tengo que hacer algo con esto, ¿no crees?, así no puedo seguir», dice esponjando con los dedos el vello cercano a mi nariz; «Ni se te ocurra»; le advierto, abandonando por un segundo mi presa; estalla en risas y el fruto que sorbo cobra vida; «¿Te gusta así, tan salvaje?»; «Si, si», gesticulo con tal de no volver a separarme de su jugoso coño, y pone esa mirada juguetona: «¿No te gustaría afeitado, como se lleva ahora?»; No, no me gusta, no me gusta; meneo la cabeza para que lo sepa y le provoco un efecto inesperado, algún reflejo desconocido que le hace elevar una pierna y espirar ruidosamente; «Al menos me dejarás que lo recorte un poco, no puedo ir a la piscina enseñando los bigotes». Te dejaré cariño, te dejaré; no imaginas lo que significa esto que acabas de decir.

«Para, para; no puedo más», ruega cuando empieza a temblar; se levanta y entra en el agua, esta vez utiliza la escalerilla, la acompaño, nadamos despacio uno junto al otro; luego, mientras se envuelve en la toalla, enciendo la depuradora; poco después aparece vestida y me pide las llaves del coche: quiere comprar algunas cosas en el súper cercano, dice que no quiere abusar de Maca.

….

Algo así quería hacer en la Sierra; tenía espacio de sobra para construir una piscina de esas proporciones. A grandes zancadas tomé las medidas y calculé que cabría en la parte de atrás que da al noroeste y tiene más horas de sol. Seguí recogiendo las hojas del agua; poco después escuché la verja, se me había pasado el tiempo volando.

—Lo siento, no esperaba encontraros.

Giré de un salto. Enseguida lo supe: la intrusa que sonreía divertida ante mi estupor tenía que ser Macarena; la escena no podía sino empeorar como no reaccionase rápido, estaba desnudo en el jardín de la propietaria, una magnifica mujer de unos cuarenta y pocos ataviada con un vestido estampado de finos tirantes que parecía sostenerse sobre unos pechos abundantes pero bien tonificados; diría que no llevaba sujetador pero eso solo lo podía comprobar si dejaba de clavar las sandalias en el césped y se decidía a avanzar; tenía las piernas algo separadas, dispuesta a enfrentarse a cualquiera, marcando cada músculo. La luz del atardecer dejaba entrever unos ojos claros, risueños que acompañaban al humor con que se estaba tomando la situación.

—No esperábamos visita. Macarena, supongo.

—Maca; y tú debes de ser Mario. Elvi me ha hablado mucho de ti pero se ha quedado corta —dijo echándome una mirada de arriba abajo—. ¿Puedo?

—Si no te importa —respondí haciendo referencia a mi desnudez.

—Avanzó y nos dimos un par de besos.

—Si me das un minuto voy a ponerme algo.

—Por mi no lo hagas, no todos los días tiene una la oportunidad de tener unas vistas tan estupendas. —Sonreí por el cumplido, entonces fui consciente de que estaba empezando a ganar volumen.

—Si, la verdad es que desde aquí tenéis unas vistas magnificas. —repliqué echando una mirada al horizonte; me puso una mano en el hombro y se echó a reír; tenía una risa fresca y juvenil.

—¿Y Elvi, dónde está?

—Ha ido a comprar al supermercado, imagino que no tardará.

Me miró sopesando el sentido de esta frase.

—He venido a coger unas cosas del niño; tendría que haber llamado antes, por si acaso.

—¿Y perderte las vistas del atardecer? —Volvió a soltar esa carcajada tan deliciosa.

—Si, tienes razón, cada vez está más bonita.

Lo que sucedía es que cada vez apuntaba más alto; no lo podía evitar, tampoco me iba a poner en evidencia tratando de ocultarlo.

—Supongo que las has visto mejores. Las vistas, digo.

—No te creas.

—¿Te apetece algo mientras llega, un refresco, una cerveza?

—No, creo que me voy a marchar antes de que… Ha sido un placer. —Me tendió la mano, fue lo más prudente.

—Supongo que nos veremos antes de que vuelva a Madrid.

—Quizás, no lo sé.

Se alejó y no esperé a que se fuera; me zambullí y comencé a nadar como si me persiguiera un escualo. Cuando me apoyé en el borde ya no estaba.

Colisión

—¿Qué me tranquilice? Mira Mario, no sé lo que te traes entre manos pero algo hay, de eso estoy seguro; acabas de poner patas arriba todo lo que habíamos planificado, me dejas con un billete de AVE colgando, un billete que sabes muy bien lo que nos ha costado conseguir.

—Lo pago yo de mi bolsillo.

—¡Joder, sabes que eso no me preocupa! ¿Y todo lo que teníamos que organizar durante el viaje, eh? ¿qué hacemos ahora, lo improvisamos?

—No hay tanto que hacer, Emilio; lo tenemos bien preparado.

—Lo que tú digas. ¿Qué hacemos, nos vemos allí o quedamos antes?

—Te recojo en la estación.

Colgó; estaba realmente enfadado y no era para menos, había alterado el plan sin contar con él y le avisaba a escasas horas de nuestro viaje para no darle margen a que intentara disuadirme.

—Vaya bronca. —Se acercó por la espalda y comenzó a acariciarme el pecho, dejé caer la cabeza hacia atrás y cerré los ojos.

—No es para menos, tiene toda la razón. —murmuré. Apretó los pulgares en la parte posterior de los hombros ejerciendo un masaje circular.

—Deberíamos irnos.

—Como pares, te mato. —Se agachó para poder besarme la frente.

—Venga, voy a vestirme.

—¿Es necesario?

—Si salgo desnuda, lo más probable es que nos detengan.

La retuve y logré sentarla en mis piernas, su pecho quedó a la altura de mi boca y me cebé en él, sus dedos se enredaron en mi cabello. Por fin consiguió que entrara en razón y pudo arreglarse, poco después salimos, aún disponíamos de unas horas antes de que se tuviera que marchar, se arrogó el papel de anfitriona y me llevó de tapas; procuré evitar que el encontronazo con Emilio nos afectara, por delante venían unos días en los que íbamos a tener que afrontar otros problemas más serios pero en aquel momento lo único que queríamos era olvidarnos de todo lo que nos asediaba.

Como si fuera tan fácil alejarnos de la realidad; sin darnos cuenta acabamos hablando del futuro, de Carmen, de Santiago, del encuentro que teníamos al día siguiente. «No respondas a las pullas, ya sabes cómo es». No tenía intención de hacerlo y menos delante de Emilio; no dudaba de que mantendría un mínimo de corrección, otra cosa sería cuando nos quedásemos a solas, entonces tendría que mantener la sangre fría.

Me contó lo sencillo que le resultó abandonar su casa, esperaba una resistencia más enconada, sin embargo apenas le puso obstáculos, hasta le dio pena, si no fuera por todo lo que había soportado los últimos años se lo hubiera vuelto a pensar; pero no había marcha atrás, hace mucho que tenía la decisión tomada. Rocío y su marido habían sido de gran ayuda; amigos comunes desde su llegada a Sevilla, trataron de que la separación fuera lo menos traumática posible por eso aceptó su ofrecimiento y se trasladó a su casa.

—Lo tengo todo previsto, llevo tiempo diciéndole a Rocío que necesito espacio para pensar y que tampoco quiero ser una molestia, lo que no contaba es que te presentases hoy, ha montado una salida de chicas a la que no puedo faltar.

—Lo entiendo, no te preocupes.

—Son mis mejores amigas y se están volcando conmigo, solo un par de ellas están al tanto de lo nuestro.

—¿Lo nuestro? ¿y qué es lo nuestro? —Me golpeó en el brazo.

—Idiota. También son amigas de Maca y algunas saben que nos deja su casa. Espero que no se le escape a ninguna, quiero ser yo quien se lo diga a Rocío.

—Por cierto: ¿Está de acuerdo su marido con que ocupemos la casa?, ya me entiendes.

—No te preocupes, está encantado, ya lo conocerás.

—Entonces ¿cuándo podemos mudarnos?

—Mañana mismo, esta noche hablo con Rocío.

De pronto se soltó de mi mano, seguíamos charlando pero había cierta tensión; se habían ocupado varias mesas y no podía saber cuál de ellas era la causante de su reacción. Aproveché para ir al aseo; antes de volver llamé a Carmen pero no contestó. Poco después nos marchamos.

—Había gente de la Junta, no estaba cómoda.

—Ya lo noté.

—También por estas cosas necesito salir de aquí; no podría rehacer mi vida siendo el foco de las murmuraciones de tanta gente.

Cuando nos alejamos se agarró de mi mano, volvía a sentirse segura. Cogimos el coche y la dejé cerca del lugar donde habían quedado. Nos despedimos con discreción; me sentía como si fuéramos unos adolescentes escondiéndonos de nuestros padres.

Cuñados

Era pronto para subir a la habitación, tampoco quería sumergirme en el bullicio de la noche sevillana. Salí a la terraza del hotel y pedí una copa, había unas pocas parejas y me dirigí hacia uno de los extremos, al pie de un enorme macetero; era una noche espléndida, la música ambiental podía ser mejorable pero el volumen, tan bajo, la hacía pasar desapercibida. Pensé en Carmen, durante la cena había tratado de hablar con ella sin éxito, me seguía poniendo nervioso encontrarla ilocalizable. Miré el reloj y decidí esperar hasta la una, tal vez había salido con alguien, no quise pensar más. Recordé el cumpleaños de Esther, todavía estaba a tiempo.

«Felicidades, cuñada, nunca es tarde»

Tras una breve espera abandoné el móvil sobre la mesa; debía de estar dormida. Al cabo de un rato sentí el zumbido sobre el cristal.

«Pensé que ya no te acordabas de mí»

«Nada de eso, estoy en Sevilla con un lío»

«SE LO TENGO QUE CONTAR A MI HERMANA?????????»

«Un congreso, boba, mucho trabajo y muy aburrido»

«Ah, bueno»

«Tu mujer se ha gastado una pasta conmigo hoy. Vigílala»

«Ella sabrá lo que hace, ¿os lo habéis pasado bien?»

«Mucho, ¿y tú, qué tal estás?

Estuve a punto de sincerarme, tenemos una gran confianza, me habría venido bien. Entonces caí en la cuenta de que estaba tardando demasiado en responder.

«Perdona, estaba pidiendo otra copa, estoy en»

Lo borré; era una excusa innecesaria.

«Como siempre, ya sabes»

«No lo sé, por eso te lo pregunto»

¿Qué podía decirle? Esther es mucho más que mi cuñada; entonces vi lucir su nombre en la pantalla. Descolgué.

—Te he desvelado.

—No estaba dormida.

—¿Y tu…? —no quise nombrarlo.

—Está… no sé dónde dijo, con el equipo de fútbol.

—¿Y por qué no te has ido con él?

—¿Tú qué crees? Al principio se lo proponía, pero siempre ponía alguna excusa. Prefiere ir solo, así hace lo que le da la gana. Por un lado mejor; yo acabo de llegar, he estado de cena con unas amigas.

—Pues haz tú lo mismo, búscate un chaval majete que te alegre las noches, seguro que candidatos no te faltan.

—¡Qué dices!, él puede hacer lo que le sale de ahí mismo pero si a mí se me ocurre ponerle los cuernos me mata.

Aquello reavivó el profundo rencor que sentía por mi cuñado.

—Escúchame bien: si alguna vez te llega a poner la mano encima acaba en el hospital ¿lo has oído?

—Eh, tranquilo; no va a pasar, no te preocupes.

—No me gusta, Esther, no lo trago; no sé qué haces aún con ese imbécil.

—Vaya, no sabía yo que tenía un guardaespaldas.

—Es que no soporto la idea de te pueda pasar algo. A ti o a tu hermana —maticé para evitar que pudiera interpretarme mal.

—Ya lo sé, y creo que lo tiene claro después del numerito que montó en el chalet de mis padres.

—¿Te enteraste?

—Como para no verlo; no sé qué le dijiste pero se quedó pálido.

—Es un impresentable. Divórciate, es lo mejor que puedes hacer, todos te vamos a apoyar.

—No sabes cómo envidio a mi hermana, eres…

—No te creas; no es oro todo lo que reluce.

—Pues ya quisiera tener a mi lado bisutería tan buena como tú. ¿Sabes que te digo?, un día de estos voy a  secuestrarte, entonces si que me pensaría lo de los niños, es algo que ahora ni me planteo. Mira: me podías hacer ese favor —terminó, disfrazando la tristeza con un toque de humor.

—Lo siento, llegas tarde —dije, siguiéndole la broma.

—Es verdad, no me acordaba que te cortaste los cables. Bueno, al menos nos podíamos dar un revolcón, que ando muy necesitada.

Se notaba que había bebido, lo suficiente como para dar rienda suelta a esos pequeños deseos prohibidos que nunca se confiesan salvo que los camuflemos entre risas y alcohol.

—Venga, no te quedes tan callado que te estoy tomando el pelo, cuñado.

—Si a estas alturas no te voy a pillar una broma…

—Ya.

De repente me había quedado sin conversación, ¿por qué, si no tenía nada incómodo que decirle? Y allí, al otro lado ella, mi cuñada, esperaba, ¿qué esperaba?

—¿Has hablado con mi hermana?

—Si, claro.

—Vamos, que no. ¿Se puede saber que os pasa?

—¿Por qué piensas que nos pasa algo?

—Son muchos años, cuñado; nos conocemos.

—No te preocupes, no pasa nada.

—Lo que tú digas. Voy a llamarla, seguro que la pillo despierta.

—Déjala dormir.

—¿Qué pasa? Te has puesto serio.

—¿Serio yo?, en absoluto.

—Buenas noches, guardaespaldas; te quiero.

—Yo también te quiero.

Traté de adelantarme a Esther. No sé si lo conseguí o es que ambos la encontramos dormida. Su voz, profunda y sensual, sugirió que dejara un mensaje. Apuré la copa y subí a la habitación.

Domingo, veintiuno de mayo del dos mil

La propuesta del camarero fue irrebatible: una barrita de pan tostado con aceite de oliva virgen, tomate triturado y jamón serrano; ¿cómo negarme? Podía haber desayunado en el hotel, sin embargo salí temprano y tras descartar varias opciones entré en un bar preparado para atraer al turista ávido de sabores andaluces. Tenía un par de mensajes de Emilio dándome algunos datos para la reunión del lunes, muy seco y cortante; le contesté en el mismo tono. A continuación seleccioné a Carmen y en el ultimo momento me contuve; ya la había llamado al despertar y lo volví a intentar cuando salí del baño. Nada. Barajé todas las causas posibles pero no encontraba motivo para que no respondiera. Pulsé llamada y esperé. Iba a colgar cuando…

—Mario, soy Tomás. Carmen está en la ducha, si es urgente le paso el móvil.

Desolación.

Si, pero ¿por qué, si en el fondo lo esperaba?

Y a continuación la reacción al chute; el subidón: Humillación, erección, dolor, placer…

—Tomás… hola, no, no es nada urgente; es que la llamé anoche a casa y… le había dejado un mensaje... Dile que me llame cuando pueda.

—Yo se lo digo.

—¡Espera! —La escuché tratando de evitar que colgásemos y me emocionó porque parecía que nos hablaba a los dos.

—Te la paso. —Noté como tapaba el micro y se excusaba—: Es que ha llamado varias veces y pensé que podía ser algo urgente.

—No te preocupes. Tráeme el albornoz, por favor.

La imaginé desnuda, con una toalla cubriéndole el cabello después de haberse echado la crema corporal que utiliza; porque es probable que ya tenga sus productos de uso diario allí. Debió de escuchar la conversación y salió del baño para evitar que colgase.

—Mario, ¿qué pasa?

—Nada, no te preocupes, es que ayer al final no hablamos y… te llamé anoche, y…

—Lo siento, estuve hablando con Esther un buen rato, por cosas de mi madre, y se me hizo muy tarde.

—Ya, no he debido insistir tanto.

—No pasa nada. ¿Llegaste bien?

—Sin problema.

—¿Y Elvira, cómo está?

—Bien, estuvimos cenando, está más tranquila ahora que he llegado.

—¿No estáis…?

—No me pude quedar con ella, está viviendo con una amiga común y no resulta prudente; ya veremos como lo arreglamos.

Hablamos durante unos minutos de cosas sin sentido, era todo tan forzado… Trató de ser amable; ¡amable! Condescendiente diría yo; procuré escenificar una retirada digna que no desvelase mi deseo de ser tragado por la tierra y nos despedimos con un beso.

«Imbécil», me repetía a mí mismo cuando abandonaba el bar sin haber probado apenas el desayuno.

A las once y media llamó Elvira: podía trasladarme cuando quisiera. Decidí dejar en la habitación el grueso del equipaje y llevarme lo imprescindible; además, tenía la intención de utilizar el servicio de lavandería del hotel por lo que pasaría con regularidad a dejar la ropa usada. Ella llegó a la una y media; yo ya había ocupado un cajón, una balda y algunas perchas del armario del dormitorio. La ayudé a subir los bultos y la dejé colocando todo. «Prepárame un vermut» fue lo último que escuché desde las escaleras.

Qué pronto me he habituado a vivir desnudo, lo más que llego a usar es el delantal para trastear en la cocina. Conmigo ha recuperado la espontaneidad perdida tras tantos años de tedio; yo me dejo contagiar de su mentalidad libre que le ha devuelto cierto aire juvenil. «Bonito culo», exclamó ayer cuando me sorprendió de esa guisa aderezando unos tomates cherry con mozzarella que improvisé para acompañar un excelente blanco afrutado. Ahora preparo los vermuts sin la protección del delantal, moviéndome del frigorífico a la encimera para cortar el limón dejando los hielos para el final, para cuando los platitos con frutos secos, aceitunas y banderillas picantes estén preparados; entonces y solo entonces me moveré —con esa sensación de libertad que da caminar desnudo— y volveré al congelador para vaciar una bandeja de hielo. Probablemente Elvira ya habrá bajado a la cocina, sonría al verme tan atareado y me dé un azote (si, le gusta mi culo, lo demuestra cada vez que puede); llegará tan desnuda como yo, y si no, lo estará en cuanto me vea; lo hará con esa manera tan sensual que tiene de desprenderse de la ropa, se volteará para comprobar el efecto que me causa y mientras sirvo el vermut se quitará las bragas. De espaldas, lo sé; también presume de culo.

¿Cómo es posible que Santiago haya perdido el interés por ella? ¿Es que está ciego? Si fuera mi mujer…

La llamada

Buscábamos algo que ver en la televisión, Elvira se había encajado en mi costado después de pelear conmigo por el control del mando y yo la dejaba hacer, me bastaba con aspirar el aroma de su cabello. Entonces la paz se rompió por culpa del maldito móvil.

—¿No vas a cogerlo?

—Será Emilio; lo que sea puede esperar a mañana. —Se inclinó hacia la mesita, lo miró y me lo dio.

—Es Carmen, cógelo. —dijo dejándose caer en el respaldo, yo la atraje para que volviera a recostarse en mi pecho.

—Carmen.

—¿Puedes hablar?

—Si, claro; ¿cómo estás?

—Bien; perdona que no contestase ayer, estaba con Esther y mi madre comprándole el regalo de cumpleaños y no me dejaban tranquila; ya sabes cómo son.

—No pasa nada.

—Y esta mañana, fue un tanto…

—No debió suceder, lo siento.

—¿Y tú, cómo estás?

—Más tranquilo. —Suspiré al recordar el momento en el que tomé la decisión de marcharme, ya de madrugada—. Necesitaba salir de casa, estaba muy…

—No estás solo, ¿verdad?

—No.

—Ya lo hablaremos. Quería contarte algo, no todo van a ser cosas desagradables: Voy a ser socia del gabinete.

—¡No me digas!

—Bueno, es que no tuvimos ocasión de hablarlo, solo quería que lo supieras.

—¿Qué pasa? –intervino Elvira, alarmada.

—Es… Carmen.

—Ah, perdona.

Sin pretenderlo acababa de excluirla. ¿Cómo pude hacerlo tan mal?

—Dile que se ponga, quiero saludarla.

Y ahora ¿cómo lo arreglaba tras haber dado a entender que no la quería en la conversación?

—Toma; quiere hablar contigo.

Le ofrecí el móvil. Rehusó. «Por favor», le rogué en silencio.

—Carmen; cuánto tiempo … Si, ya sé que Mario te tiene al corriente; Santiago nunca ha sido un hombre fácil de llevar, no lo llegaste a conocer mucho pero creo que te hiciste una idea ...

La tensión inicial se diluía ante mis ojos; eran dos mujeres hablando con la cercanía de unas amigas; sin recelo, sin rencores. Cómo las nubes de tormenta se deshacen y dejan paso al sol, así surgía una nueva relación entre ellas. Y estaba siendo testigo mudo.

—¿Y tú, cómo estás? … Somos carne de telenovela, ¿eh? … Había pensado que cuando esté instalada, no sé, tal vez podríamos…

Me miró con esos ojos tan expresivos, y todo su rostro se transformó en sonrisa.

—Te lo paso, me está pidiendo el teléfono. —Se levantó y salió al porche.

—¿Qué ha sido eso?

—Una charla de amigas.

—Eres increíble.

—Venga, dedícate a ella que para eso estás ahí, para curaros un poco las magulladuras.

—No digas eso.

—Es broma. Te quiero, y no contestes en voz alta.

—No está. Te quiero. Qué curioso, parece que nos entendemos mejor cuando estamos separados.

—Lejos.

—Eso: lejos.

—Tenemos que solucionarlo, no podemos volver a caer en la crispación.

—No, no podemos. En realidad me marché huyendo de mi, no fue otra cosa.

—Yo tampoco ayudé mucho; lo siento.

Estábamos acercándonos, tenía que dar un paso.

—Podemos seguir hablando estos días, ¿quieres?

—Claro que sí.

Colgamos y tuve la sensación de haberme liberado de una carga. Salí a reunirme con Elvira, la encontré al borde de la piscina y la rodeé por la cintura.

—Parece que habéis hecho buenas migas.

—Es una gran persona.

—Y yo soy un tipo bastante torpe. Antes, lo que quería decir…

—No te preocupes, tipo torpe. —Se giró sin deshacer el lazo y nos besamos.

Querencia

—Aprovecha ahora, porque cuando estemos en Madrid…

No terminó la frase; estábamos sentados frente a la piscina, el rumor de la depuradora actuaba como un masaje de fondo, teníamos las manos entrelazadas y eran las primeras palabras que cruzábamos en los últimos cinco o seis minutos. Estábamos muy bien, demasiado bien y tal vez por eso no se contuvo.

—Cuando estemos en Madrid no tendremos piscina —bromeé, ella bajó la mirada—. ¿Crees que va a ser tan diferente?, pues no, no podremos estar todos los días como estamos ahora, pero nos veremos con frecuencia, incluso podremos pasar algún fin de semana en mi casa de la sierra, y…

—No digas tonterías.

—Piensas que no hablo en serio. ¿De qué crees que va Carmen?

—¿De qué va, de mujer liberal? Yo no sé muy bien qué es eso; ni lo entiendo ni creo que pudiera sentirme cómoda.

—No sé lo que te estás imaginando, Carmen solo nos deja espacio como yo se lo dejo a ella, nada más.

El murmullo de la depuradora volvió a ser protagonista mientras yo componía la mejor versión de lo que quería decirle.

—Escúchame: Carmen tiene una relación con una persona que, cuando estábamos pasando nuestra crisis, la ayudó y la acogió en su casa; sin él creo que no lo hubiéramos superado, o tal vez no lo hubiéramos hecho de la misma manera. A veces necesita estar con él y…

Y no continué; para lo que quería era suficiente. Tampoco podía seguir hablando de Tomás cuando por mi mente se cruzaba la otra versión: la del hombre que cuidaba de que la puta no sufriera daños.

—¿Y tú lo llevas bien?

—Plantéate cómo lo lleva Carmen; estuviste hablando con ella, ¿qué crees que piensa de ti, de nosotros?

—No lo sé, parecía tan normal…

—Eso es. Me ve feliz, no considera que seas su rival.

—Eso no responde a mi pregunta.

—¿Y por qué piensas que no lo llevo bien?

—Yo no he dicho eso, eres tú el que lo está confirmando.

—Serías una buena abogada. Te equivocas; la relación que mantiene con Tomás la tengo perfectamente asumida.

—¿Estás seguro? No contestes si no quieres.

—Puede que hayas notado algo; esta mañana cometí… otra de mis torpezas. Verás: anoche la llamé un par de veces y no respondió; esta mañana insistí más de la cuenta. Resulta que estaba con él en su casa, en la ducha para más detalles. Tomás, al ver que no dejaba de llamar pensó que podía ser algo urgente y descolgó.

—Y te sentiste incómodo.

—Algo así.

—Más que incómodo.

—Bueno, si.

—El ego del varón herido.

—No te rías de mí.

—Luego, no tienes tan asumida como dices esa relación, ¿no crees?

«Si supiera toda la historia…»

—No lo sé. Es un hombre mayor…

—Tú también; ¿cuánto os lleváis Carmen y tú?

—Trece.

—Si; recuerdo que cuando os vi juntos me pareciste un asaltacunas.

—Qué cabrona. Es cierto, te lo tomaste muy mal.

—Lo sé, no me lo recuerdes. Pero no te escabullas; qué pasa, ¿es mucho mayor que ella?, ¿más que tú?, eso no fue un problema para vosotros, ¿por qué lo planteas ahora como un argumento para defenderte?

No quise decirle que veía un componente incestuoso en la relación que mantenían. No hizo falta: mi silencio fue suficiente para que cambiara de tema.

—¿Al final hablaste con ella?

—Si, me la pasó.

—¿Y te resultó muy violento que su amante te pasara a tu mujer recién salida de la ducha?

¿Violento? No podía confesarle que uno de los aspectos más adictivos de mi conducta es esa mezcla de placer y humillación que me provocan situaciones como la que había vivido a través del teléfono.

—No lo sé, no sé que sentí. —Me atravesó con la mirada, creo que lo supo.

—Ya entiendo. ¡Ah, qué complicado eres! Date cuenta de la diferencia: te llama; cuando le dices que no estás solo, en lugar de sentirse herida en su orgullo —que es lo que te pasó a ti—, se plantea hablar conmigo. Reconozco que no estaba preparada, incluso estuve a punto de no ponerme, ya lo viste; pero en cuanto comenzamos a hablar entendí la clase de persona que es tu mujer, por eso pensé…

—Proponerle veros cuando estés en Madrid.

—Si, ¿por qué no?, sé que no fui justa con ella cuando la conocí, y la charla que acabamos de tener me ha sabido a poco y creo que a ella le ha podido pasar lo mismo.

—No lo dudes.

—¿Ves la diferencia? Para ti, enterarte de que Carmen ha amanecido en casa de Tomás te desestabiliza. ¿Por qué no puedes relacionarte con él como lo hemos hecho nosotras?

«No sabes nada», pensé; me limité a sonreír y a fingir que aceptaba su consejo.

—Perdóname, estoy hurgando en asuntos que no son de mi incumbencia.

—No, en absoluto; es que es más complicado que todo eso.

No insistió y yo dejé que el silencio volviera a envolvernos; pero me quedé con la desagradable sensación de haber creado una barrera que establecía dos mundos separados.

—No quiero tener secretos contigo.

—No es necesario, no tienes por qué contarme nada que no quieras.

—Pero es que quiero hacerlo, necesito que sepas todo de mí, hasta el más mínimo detalle, para que decidas si quieres seguir confiando en mi y si quieres…

—Si quiero ¿qué?

—Seguir adelante conmigo.

—Mario: ya no somos los mismos; estás casado, la quieres, tenéis una vida feliz. ¿Qué pretendes?

Abandoné la silla y me agaché frente a ella descansando mi peso en los tobillos..

—No quiero atarte a mí de ninguna manera que te impida construir un futuro ahora que te has liberado de Santiago; pero te quiero y creo que tú me sigues queriendo. Podemos continuar lo que estamos viviendo; no vamos a herir a nadie, ya lo has visto y lo comprobarás en cuanto habléis.

—¿Qué me estás proponiendo?

—Que seamos lo que somos: dos personas que se quieren; que compartamos momentos como los que estamos viviendo, días como estos; que podamos llamarnos, vernos, estar juntos. Nos queremos, Elvira, nos queremos; tú tendrás tu vida en Madrid, yo tengo la mía pero podemos tener una vida juntos cuando nos apetezca, como lo hacen los amigos pero a un nivel superior porque compartimos algo más profundo; nos queremos y contamos con Carmen. Ella está feliz porque te he recuperado, no sabes cuánto.

—No sé si podría asimilarlo, ten en cuenta todo lo que he pasado con Santiago.

—Lo entiendo. Piénsalo, habla con ella; no me refiero a esto, o si, no lo sé.

Se levantó y la seguí hasta el borde de la piscina. Tiempo muerto, el suficiente como para tratar de asimilar lo que le había propuesto y amenazaba con desbordarla.

—No me imagino marchándome contigo un fin de semana, ¿qué, a la playa como pareja? ¿Y Carmen? ¿dónde queda?

—Es que no se trata de infidelidad, yo no le estoy poniendo los cuernos contigo.

—No lo sé, Mario —Se alejó bruscamente, puede que la estuviera agobiando.

¿Cómo fue?

Había entrado en la casa. Yo permanecí al borde del agua pensando en qué momento había tensado en exceso la cuerda. No la vi salir, solo escuché sus pasos decididos y el chirrido de la cancela que dejó abierta. Media hora más tarde regresó y al cabo de unos minutos se acercó con dos cervezas.

—¿Cómo llegasteis a esto?

—Ya te lo conté.

—No. Me hablaste algo sobre unas personas y unas aventuras, pero no me contaste cómo ocurrió, qué pasó para que… —Se detuvo, supongo que no quería insultarme si no daba con las palabras adecuadas.

—Fue algo casual, estábamos celebrando nuestro quinto aniversario, fui a la barra a pedir unas copas, había unos tipos que no dejaban de mirar hacia nuestra mesa, no le di demasiada importancia, estoy acostumbrado a que la miren; mientras esperaba me volví, quería verla desde su punto de vista y entonces lo entendí: Carmen había girado el torso para poder ver la pista de baile y apoyaba los brazos en el respaldo de la butaca, llevaba un vestido precioso: rojo, anudado al cuello con la espalda al aire que apenas le llegaba a medio muslo. Imagínate: con aquella postura tan forzada no se daba cuenta de que estaba enseñando.,. todo; eso es lo que atraía a los mirones, el tanga de encaje blanco que dejaba traslucir el oscuro vello púbico. Debería haberlo detenido, tendría que haber vuelto a su lado y hacer que se moviese; pero no lo hice, no sé por qué no lo hice, permanecí allí esperando a que terminaran de servirme las copas, mirando lo mismo que miraban ellos y excitándome como pocas veces, no tanto por lo que veía sino por el hecho de que la estuviesen viendo. Cuando volví no le dije nada; estuvimos charlando, la saqué a bailar, nos sentamos; no sé si seguía enseñando el pubis, no lo sé; lo cierto es que los mirones seguían al acecho y no le dije nada.

—¿Te excitó que la vieran?

—Sé lo que piensas de mí y si, me excitó, mucho.

Tuve que tomar aire para calmar la agitación que me había producido el recuerdo de aquella noche.

—Pasó tiempo hasta que di el siguiente paso, en realidad fue el año pasado por estas fechas. Dios, parece que fue hace un siglo. Es sorprendente: han sucedido tantas cosas que no puedo creer que solo haya pasado un año.

Un año, quién lo diría. A veces la vida pasa tan cargada de acontecimientos que nos hace perder la noción del tiempo.

—Asistí a un curso de verano aquí, en Sevilla, y ella vino conmigo; fue en el mes de junio, pronto hará un año —insistí, conmocionado aún por la levedad del tiempo—. Por el camino…

Escuchó sin interrumpirme. Carlos, Roberto, Doménico, Mahmud… todos ellos volvieron a aparecer mientras desnudaba mi papel en aquel despropósito, y quedaba mal parado: La ceguera ante el acoso de Roberto; mi obsesión por entregarla a Carlos; mi apuesta por otra mujer con el único objetivo de incitarla a apostar más fuerte; la aparición de Doménico, Sofía, Irene; los insultos, la violencia y como consecuencia, la separación; mis arrebatos de ira y paranoia que frustraron cualquier intento de reconciliación; la deriva de sexo autodestructivo en la que se embarcó Carmen y por fin, el reencuentro. La dificultad para reconocernos en las personas que nos habíamos convertido y el esfuerzo que hizo Carmen por reconstruirnos supusieron un desgaste extra en el camino que emprendimos.

No le conté mis flaquezas, ni las dudas que me asaltaron por el camino, tampoco le hablé de la sauna. Callé la terapia de puta que acabó por quebrar la mente de Carmen no, no fui capaz de confesar lo que ha sido mi mayor locura y creo que, de algún modo, supo que no estaba siendo tan sincero como le había prometido.

Cuando acabé tardó en reaccionar.

—La manipulaste; lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé y lo hemos hablado. —respondí a la defensiva.

—No te excuses; la verdad es que os repartís la mierda a partes iguales; sois tal para cual.

—Te estás equivocando; le he hecho demasiadas putadas como para que la juzgues tan a la ligera. Si hay un culpable en esta historia ten por seguro que soy yo. Pero ya está bien por hoy. ¿Quieres otra?

La dejé allí mientras iba a por dos cervezas; no quería seguir hablando de eso. Al volver estaba al teléfono y se entretuvo bastante rato; fue un alivio porque cuando terminó había pasado página.

…..

Ya en la cama, a punto de apagar la luz preguntó:

—¿A qué hora tienes la cita con Santiago?

—Por la tarde, sobre las cinco, tenemos que confirmar.

—Ten cuidado, no me fío de él.

—No te preocupes, sé de qué pie cojea, no voy a entrar en sus provocaciones.

—Tengo un mal presentimiento; pensarás que con los años me he vuelto supersticiosa. No sé Mario, no estoy tranquila.

De madrugada seguía despierto. Yo también tenía un presentimiento aunque mi cabeza estaba en Madrid. Hubiera querido hablar más a fondo con Carmen sobre su promoción a socia. Quisiera saber de quién había sido la idea, ¿de Andrés o de Ángel? ¿Pagaba su ascenso la cita con Claudia? En cualquier caso no podría satisfacer mi inquietud salvo que fuera ella misma quien lo aclarara, solo podía esperar a que los acontecimientos hablaran. La incertidumbre me llevó a huir de estas ideas buscando refugio en Elvira, acoplándome a su espalda; se removió para pegarse a mí, la rodeé con mi brazo, me aferré a su seno y traté de escapar.

Dormir, dormir…