Diario de un Consentidor 133 Hasta que pueda ver

Dos miradas a una misma historia. Dos caminos y una encrucijada.

Capitulo 133Hasta que pueda ver la luz

Put a candle in the window

'Cause I feel I've gotta move

Though I'm goin', goin'

I'll be comin' home soon

Long as I can see the light

Pack my bag and let's get moving

'Cause I'm bound to drift awhile

Though I'm gone, gone

You don't have to worry

Long as I can see the light

Pon una vela en la ventana

porque siento que tengo que irme.

Y aunque me marche

volveré pronto a casa

si es que llego a ver la luz.

Hagamos el equipaje, pongámonos en marcha,

porque siento que voy a la deriva.

Si me marcho algún tiempo

no te preocupes demasiado

siempre y cuando vea la luz.

Long as I can see the light

Credence Clearwater Revival

Una propuesta antes de empezar

El cine cuenta con un elemento fundamental: la banda sonora. Las películas suelen comenzar con un valioso apoyo basado en melodías que refuerzan el efecto de las imágenes y ayuda al espectador a integrarse en el clima emocional de la historia que se inicia ante sus ojos.

Os hago una propuesta: Antes de seguir leyendo abrid Youtube o Spotify, buscad “Long as I can see the light”, elegid la grabación original y dadle a play. Ahora si; podéis continuar.

En el camino

¿Es esto lo que quiero? ¿en serio? No sé si estoy huyendo o ganando espacio y tiempo para pensar. Recuerdo cómo me sentí cuando fue ella la que hizo la maleta y salió de mi vida. ¿Estoy haciendo lo mismo? No quiero pensarlo, solo sé que me ahogaba.

No me reconozco; debería saber manejar esta situación y sin embargo me muevo como un animal desbocado. Somos dos adultos que hemos llegado a una encrucijada, ambos deseamos continuar el camino juntos pero ¿por cuál de los caminos que se nos presentan debemos optar? No podemos cambiar el pasado y si acaso pudiéramos dudo mucho que quisiéramos desandar lo andado, por muchos errores que hayamos cometido. Entonces, ¿por qué estoy huyendo? ¿Qué me impide reconocer que me vuelve loco la mujer en la que se ha convertido? ¿De dónde proceden esos miedos absurdos que se tornan en rencor y me ciegan convirtiéndome en alguien a quien desprecio?

Esa mujer, esa puta me subyuga; esa zorra altiva que vuelve a casa sin dar muestras de pudor o de vergüenza, arrogante, digna, hermosa como nunca, es la mujer que siempre he deseado. ¿Por qué me empeño en ponerlo difícil?

No lo esperaba. Puedo asumir una relación con desconocidos, es algo que forma parte de nuestra vida y que ha ido tomando cuerpo desde la ingenuidad con la que se inició en nuestra primera aventura hasta llegar a la cruda transacción que mantiene con sus clientes, lo he asimilado; es más: no soy ajeno, también es mi vida y hace tiempo que salvé la barrera de los prejuicios. Carmen es la mujer que siempre quise que fuera.

Pero no, esto no lo esperaba. Darme de bruces con el riesgo probable de que nuestro mundo íntimo se propague y sea de dominio público me devolvió a la peor versión de mí mismo.

El catedrático se ha destapado y me preocupa; temo que la influencia que va a ejercer no es más que una jugada maestra para envolver a Carmen, si no hubiera sucumbido a la cólera habría podido saber más: cómo se encuentra, por qué acude a esa cita del lunes, qué la mueve a ceder; porque no creo que esté tan sometida, no es lo que vi en ella cuando me lo contó mientras descubría una a una las fotos.

Las fotos; son de una belleza tan brutal que me cortaron el aliento. No es lo mismo verla en brazos de otro hombre que tener el testimonio gráfico en las manos al tiempo que escucho de su boca cómo se gestó la violación. Fue demasiado; tuve que encajar la noticia de que el hombre que lo hizo estará ligado a nuestra vida de un modo que no me será posible olvidarlo cuando, tarde o temprano, nuestros caminos se crucen. Tal vez por eso Carmen ha resuelto dar un paso tan radical, y yo no fui capaz de entenderla.

—Elvira, llámame, voy de camino a Sevilla.

Si le pisaba a fondo podía llegar sobre las dos, mi meta era aprovechar con ella el fin de semana; iba a conducir fuerte, concentrado en la carretera y olvidarme de todo. No lo conseguí; media hora después levanté el pie y marqué.

—Escucha: necesitaba salir de casa, no me gusta como soy, cada vez me parezco más al que fui hace un par de meses y no quiero, no quiero. Ayer cuando dije que Tomás te había ascendido a madame me di asco, por eso tenía que salir de casa, ¿lo entiendes?; necesito pensar y la semana que viene va a ser muy complicada con Santiago tratando de joderme todo el rato. Llámame, anda.

La soledad

«…Llámame, anda.»

Guardé el móvil y las alcancé; Esther se afanaba buscando talla del pantalón que poco antes le había enseñado. Me gusta verla feliz, está disfrutando como cuando éramos unas crías. Se resiste, abre desmesuradamente los ojos cada vez que le quito de las manos una prenda que le ha gustado y se la doy al dependiente. «Estás loca», dice; me encojo de hombros. «Un día es un día, chiqui, déjate querer». Cambiamos de tienda, vamos cargadas de bolsas y reímos. Llevo gastado, no sé, mucho dinero, demasiado, todo en efectivo (dinero sucio, dice Luca que lo llamó su madre). Mamá ha pasado de la sonrisa tierna a la velada preocupación. Ha tratado de poner freno con esa prudencia suya pero hace rato que ya no dice nada y nos sigue en silencio, vigilante, sin dejar de observarme.

Me obstino en llevarlas a comer a un restaurante que conozco allí cerca y hago una llamada porque es probable que a estas horas no quede sitio; me escuchan llamar por su nombre al encargado, con la familiaridad del cliente habitual, y presionar con arrogancia hasta conseguir una mesa. No me gusta dar esa imagen prepotente pero ya es demasiado tarde.

Mi empeño por agasajarlas sobrepasa todos los límites: recomiendo los mejores platos, elijo los vinos. Esther sigue entusiasmada, mi madre observa y calla. Cada vez me siento más incómoda. Respondo a la curiosidad de mi hermana: si, suelo venir con frecuencia por motivos de trabajo, somos buenos clientes; y continuo justificando ahora lo que nadie me ha pedido: tanto gasto. Un ascenso, una subida de sueldo, incluso me invento un bonus por beneficios. Todo muy forzado, demasiado.

A los postres Esther se levanta para hablar por teléfono y no puedo evitar una conversación que se torna tensa. «Parece que el dinero te sobra, si estuviera frau Bauer diría que te quema en las manos». Me muerdo la lengua; si estuviera mi abuela… ¡Oh Dios, no sería capaz de mentirle! Y volvemos al tema recurrente: «Ha habido muchos silencios sobre vuestra ausencia, ¿qué pasó este invierno, me vas a contar la verdad alguna vez?».

—¿Y tú me hablas de silencios, mamá? Nuestra familia está llena de ellos, he vivido entre silencios desde que recuerdo. ¿Cuándo me vas contar qué ocurrió? ¿por qué dejamos de ir al pueblo de pronto, sin ninguna explicación? ¿qué pasó entre papá y el tío, me lo puedes explicar? ¿por qué no vinieron los tíos ni los primos a la boda de mi hermana ni a la mía? Venga mamá, empieza a dar ejemplo.

—¿Qué os pasa que estáis tan serias, de qué hablabais?

—Nada, le decía que se ha gastado una barbaridad.

Esther se encargó de llevarla a casa, se había dado cuenta de que algo nos pasaba y procuró relajar el ambiente con sus bromas y ocurrencias; yo le seguí con la esperanza de que pudiéramos continuar la tarde juntas pero se había quebrado y a eso de las seis decidimos dar por terminado nuestro día de chicas; me culpé por la forma en que lo había enfocado: no sé a qué vino tanto derroche.

—Tomás, acabo de dejar a mi hermana y no tengo nada que hacer; si te apetece tomar un café conmigo llámame, estoy cerca de la Gran Vía.

No quería irme a casa, todavía no; sabía que estaba tan solo como yo, a no ser que estuviese con alguno de sus amigos en ese club de Somosaguas que frecuentaba. Pocos minutos después me estaba devolviendo la llamada.

—¿Y qué haces un sábado por la tarde, sin nadie mejor a quien acudir que un vejestorio?

—¿Vas a venir a tomarte algo conmigo o vas a seguir diciendo tonterías?

No fue café sino un ron añejo que me supo a gloria y nos duró un hora, por lo menos. Ahí estábamos otra vez, dos viejos amigos escuchando la confesión el uno del otro, sin juzgar, sin presuponer, sin dar lecciones de nada. Cuando apuramos el ron ya sabía que esa noche no dormiría sola.

…..

—Tienes que entenderlo, para él no es fácil encajar que se crucen en vuestra vida íntima personas del entorno profesional, eso es algo que siempre he procurado evitar.

—Lo sé, pero su reacción fue tan desproporcionada… apenas pudimos hablar de nada más, ni siquiera le pude contar los cambios en el gabinete, ni mi nueva posición; no sé, fue tan desalentador…

Me hizo un mimo en la mejilla y se levantó de la cama.

—¿Quieres algo?, voy a prepararme un whisky.

—Tónica, con un poquito de ginebra, por favor.

Salió de la habitación y me quedé pensando en sus palabras; a mí también me preocupaban las consecuencias de mi relación con Ángel si llegaba a trascender que éramos amantes. Cualquier gesto no medido, una simple mirada, un roce daría al traste con mi recién recuperado prestigio.

—Supongo que no le has podido decir el montante de tu participación. —dijo nada más volver con las copas. Dejó la suya sobre la mesita de noche y me ofreció la mía antes de recostarse en el cabecero de la cama; me incorporé para quedar a su altura.

—No tuve ocasión, tampoco era el momento de ponerse a pensar cómo hacer frente a tal cantidad —respondí algo abrumada al recordarlo.

—¿Te preocupa?

—Es una cifra que difícilmente vamos a poder asumir sin hipotecarnos, llevo dándole vueltas desde ayer.

—Te estás precipitando, lo más probable es que te ofrezcan unos plazos razonables, no te agobies antes de tiempo.

—¿Tú crees?

—Es lo lógico. —Bebió un sorbo y se quedó pensando; conocía esa expresión y no lo interrumpí—. De todas formas no te preocupes, yo puedo solucionártelo.

—Te lo agradezco, de veras, pero no puedo aceptar.

—Ya lo verás —continuó como si no me hubiese escuchado—, en cualquier caso puedo hacerlo a través de una de mis empresas, todo legal, te lo transfiero y tú me lo vas devolviendo como puedas, sin prisas.

—¿Y cómo, en concepto de qué? —dije pensándomelo, aunque no quería, era una auténtica locura.

—Servicios, asesoramiento, eso ya lo veremos; te acabo de pagar medio millón por conseguir un acuerdo que no tenía tan claro, todavía podemos hacer una factura con su iva y todo.

Me senté en la cama; estaba yendo demasiado lejos.

—Me has pagado una barbaridad por follarme a tu cliente.

—No me insultes, cariño —dijo repentinamente serio—, ni te insultes a ti. Te ganaste cada peseta; sin tu intervención, aquel contrato no habría salido en las condiciones que se firmó, lo sabes de sobra.

Era la primera vez que me llamaba cariño, el resto de su argumento apenas pasó por mi cerebro. No sé si se dio cuenta, el caso es que le dio motivos para seguir tratando de convencerme; le salían los cálculos con tal facilidad que empezaba a parecerme una opción posible. En un momento creó varios escenarios, a doce y dieciocho meses, en los que encajó mi actividad para poder hacer frente a cifras astronómicas que me sobrepasaban y él consideraba normales; empecé a vislumbrar un futuro en el que lo que había hecho con Javier Linares, el propietario de las bodegas y futuro socio de Tomás, se convertiría en mi actividad habitual tres o cuatro veces al mes para poder afrontar el pago de las acciones.

—Vas a seguir trabajando para mí y ganando mucho, mucho dinero, la diferencia es que pasarás a pagar impuestos, todo eso te lo arreglan mis asesores, no te preocupes; cuando te quieras dar cuenta ya estará liquidado pero insisto, no tengo ninguna prisa.

Parecía más ilusionado por mi ascenso que yo. Le eché los brazos al cuello y lo besé; lo que sentía por él y no había querido expresar ni a mí misma hasta entonces brotó con naturalidad.

—Te quiero, Tomás; no imaginas cuánto te quiero.

…..

«¿Dónde estás?, no me coges el móvil ni el fijo»

—¿Algo grave? —preguntó, preocupado por la forma en que aparté la sábana y me levanté.

—Mi hermana, ha llamado a casa.

«He salido a cenar con unas compañeras»

«¿Te puedo llamar?»

Fui yo la que llamé, me alejé lo suficiente para que la tos crónica de fumador de Tomás no me delatara.

—Hola. —Demasiado tarde. La voz susurrada y el silencio que transmite una casa en la noche no era el sonido ambiente de una cena en un restaurante.

—¿Donde estás?

—Me he quedado a dormir con una compañera; ya sabes, el alcohol. —Tardó en contestar lo suficiente como para dar a entender que no se lo había tragado.

—¿Qué te ha pasado con mamá?

—Más de lo mismo: desde su cumpleaños no deja de buscarme. No sé qué voy a hacer.

—Es que te has pasado, chiqui; no tenías que haberte gastado tanto.

—Lo he hecho porque me apetecía, estoy contenta por el ascenso y por el bono, y qué mejor ocasión para celebrarlo; hubiera querido comprarle algo pero no me he atrevido ni siquiera a proponérselo. ¿Tú sabes algo más? ¿te ha dicho por qué está así conmigo?

—Lleva mucho tiempo preocupada: desde que desaparecisteis sin dar señales de vida; no sabes lo mal que lo han pasado, sobre todo papá, pero ya sabes que ella nos conoce…

—Como si nos hubiera parido, ya sé.

—Cuando estuvisteis en el chalet, tan tensos, me cogió por banda; está convencida de que yo sé algo, no ha dejado de preguntarme desde entonces y nunca me ha creído del todo, ya sabes cómo es. Y luego el día de la celebración en tu casa ya fue el colmo, le sacó de quicio que de repente, sin más explicaciones, actuaseis como si no hubiera pasado nada.

—Si, la verdad es que hubiera sido mejor hablar claro con todos.

—¿Me lo estás diciendo en serio? ¿Les ibas a contar tu aventura con el italiano ese?

—Supongo que podría haberles hablado de nuestra separación sin llegar a tanto detalle, ¿no crees?

—Antes de dejarla en casa me dijo que te ha visto muy cambiada, como si de pronto te hubiesen caído diez años encima.

Podía esperarme cualquier cosa menos eso; estaba acostumbrada a que todo el mundo me dijera lo contrario, todavía recordaba la sorpresa de Claudia cuando le dije mi edad: «Criatura, no te hubiera echado mas de veinticinco».

—¿Y, por qué? ¿tan mal me ve? —acerté a decir.

—Eso mismo le dije. No le des más importancia, chiqui, estás estupenda. —añadió, creo que para calmar la turbación que me notó en la voz—. Me contestó que son tus ojos los que te han cambiado, que se han vuelto fríos; yo no lo veo así pero dice que ya no tienes la mirada de antes, dice que ahora es la de una persona que ha vivido… y no pudo terminar la frase. No sé qué quiso decir, no hablamos más hasta que la dejé en casa.

Me ahogué; mi madre nos conoce muy bien, jamás hemos sido capaces de mentirle. Nunca imaginé que me conociera tanto.

Sin darme cuenta había ido deambulando de un lado a otro mientras hablábamos hasta acabar en la puerta del dormitorio; entonces escuché a mi espalda un golpe de tos bronca martilleando machaconamente.

—¿No estás con ninguna amiga, verdad?

—No —reconocí.

—¿Me lo vas a contar?

—Ahora no, si quieres quedamos mañana.

Me senté en la cama; Tomás extendió el brazo a lo largo de la almohada y me dejé caer, necesitaba refugio. Hecha un ovillo bajo el brazo protector solté lo que aún le faltaba por conocer de aquel complicado día.

—Tienes que hablar con ella, ¿no dices que es tu mejor amiga?

—¿Y qué le digo, hasta dónde cuento?

—Sabes muy bien lo que no puedes contar. Hay una parte de tu vida que vas a tener que mantener en secreto a partir de ahora; solo tu marido y yo podemos conocerla, sería un error gravísimo que alguien más supiera la verdad, ¿lo entiendes?

—No se me ha pasado por la cabeza contarle lo que soy. Estaba pensando hablarle de ti, de Irene, de… No sé qué hacer.

—Lo sabrás en el momento oportuno; no la conozco pero si es como tú me la has descrito estoy seguro de que sabrá entenderte.

Lo besé, Tomás tenía la facultad de serenarme; había sido mi guía desde que lo conocí en el club. Lo besé. Mi guía, mi tutor, mi amante. Me incorporé y le hice ponerse boca arriba para poder subirme. Lo besé. Iba a pedirle que me acariciase pero adivinó mis deseos. «Acaríciame», dije no obstante; quería que supiese cuánto lo necesitaba. Me esperaba un largo trecho de delicado placer como solo él sabía darme. Dejé caer mi peso sobre su cuerpo, cerré los ojos y me entregué a lo que quisiera hacer conmigo.

…..

—Mario, soy Tomás. Carmen está en la ducha, si es urgente le paso el móvil.

Podía haberlo evitado. Sabía que no estaba en casa; había llamado por la noche y cuando no obtuve respuesta empecé a elucubrar. La opción que cobró fuerza era esta. ¿Por qué deseché las demás alternativas? No lo sé, el caso es que terminé de cenar con Elvira tratando de que no notase la desazón que me corroía y volví al hotel, porque esa noche no podíamos pasarla juntos. Luego insistí una vez más, ya de madrugada, pensando que tal vez había salido y la encontraría en casa. Durante toda la cena había estado tentado de llamarla al móvil y aguanté, no debía hacerlo.

Ahora había sucumbido, no una sino tres veces. ¿Por qué no contestaba? ¿es que no quería hablar conmigo? Había entrado en una espiral de ansiedad absurda que se estrelló en algo que no debería haber sucedido. Y Tomás, preocupado por mi insistencia, descolgó confirmando lo que yo ya sabía.

—Tomás… hola, no, no es nada urgente; es que la llamé anoche a casa y… le había dejado un mensaje... Dile que me llame cuando pueda.

—Yo se lo digo.

—¡Espera! —Escuché su voz al otro lado y me emocionó la fuerza con la que evitó que colgara; lo interpreté como un intento por retenerme.

—Te la paso. —Noté como tapaba el micro y se excusaba—: Es que ha llamado tres veces y pensé que podía ser algo urgente.

—No te preocupes. Tráeme el albornoz, por favor.

La imaginé como tantas veces, con una toalla cubriéndole el cabello después de haberse echado la crema corporal (pensé que era probable que ya guardase sus productos de uso habitual allí) justo antes de ponerse el albornoz; entonces debió de escuchar parte de la conversación y salió del baño, desnuda, a evitar que colgase.

—Mario, ¿qué pasa?

—Nada, no te preocupes, es que ayer al final no hablamos y, te llamé anoche, y…

—Lo siento, estuve hablando con Esther un buen rato, por cosas de mi madre, y se me hizo muy tarde.

—Ya, no he debido insistir tanto.

—No pasa nada, ¿llegaste bien?

—Sin problema.

—¿Y Elvira, cómo está?

—Bien, estuvimos cenando, está más tranquila ahora que he llegado. Luego la llamaré a ver si nos podemos ver en algún momento.

—¿No estáis…?

—No me pude quedar con ella, vive con una amiga de ambos y no resulta prudente; ya veremos como lo arreglamos a partir de mañana.

¿Qué objetivo tenía aquella conversación? Ninguno. Tratamos de mantenerla un poco más a sabiendas de que habíamos evitado caer en una discusión del tipo, «¿Por qué me llamas? ¿Qué estás haciendo ahí? No haberte marchado». No tenía que haber llamado, ¿por qué me sometía a semejante tortura?

…..

—¿Ha pasado algo?

—No, nada.

—¿Entonces?

—Mario es así: a veces necesita sufrir para sentirse vivo.

—No digas eso.

—Ya lo irás conociendo.

Hermanas

A la una en punto llegué a la cafetería, diez minutos después apareció Esther. Reconozco esa expresión de hermana mayor que no le corresponde y no le iba a consentir.

—Si vienes a echarme un sermón ahórratelo, nos tomamos una caña y nos vamos.

—Vale, tú dirás.

—¿Te acuerdas que te dije que había estado viviendo en casa de un amigo? Anoche estaba allí. Mario se ha ido a Sevilla, va a estar toda la semana por un proyecto de la Junta; cuando te fuiste con mamá no me apetecía estar sola y lo llamé, estuvimos tomando una copa y charlando, es muy buen amigo…

—Ya, muy buen amigo, ya se ve —me cortó con insolencia.

—Y me acuesto con él a veces, Mario lo sabe y no pone objeción.

—¡No me jodas!

—Estuve viviendo en su casa cuando nos separamos; fue de gran ayuda, no imaginas cuanto, es un gran amigo —insistí.

—Y te lo follas.

—No Esther; hacemos el amor, que es diferente.

—¿De qué me estás hablando?

—De que Tomás se ha convertido en una persona muy importante en mi vida, es alguien que me ayudó a sobrellevar la separación, me aconsejó; sin él no sé si lo habríamos superado. Y si, le tengo un gran cariño. No follamos, o no solo follamos, hacemos el amor.

—¿Y tu marido, en qué lugar queda?

—En el que siempre ha ocupado: en el primer y principal puesto en mi vida. ¿Qué te crees que va a hacer Mario en Sevilla además de trabajar? Ha ido a recuperar a la que fue su primera novia, Elvira.

—¿Elvira? ¿No será la que te estuvo jodiendo cuando os conocisteis?

—La misma.

—Joder, chiqui, cada vez te entiendo menos.

No me fue fácil contarle lo que a simple vista parecía un culebrón de telenovela: su ex novia (aunque nunca llegó a serlo del todo), casada con su viejo amigo, ahora reencontrados por motivos profesionales; Santiago, convertido en una ruina y ella, atrapada en un matrimonio roto, planteándose la separación y su regreso a Madrid. ¿Cómo no caer en lo que no se llegó a consumar cuando ambos eran jóvenes?

—Y tú, no me lo digas, lo estás animando, ¿a que si?

—Dime por qué no debería hacerlo, fue su gran amor de juventud, todavía se quieren y ahora mismo la puede ayudar a salir del pozo en el que se encuentra.

—Cómo puedes ser tan ingenua.

—No me subestimes, Esther.

—¿Y todo el daño que te hizo?

—No fue para tanto, éramos unos críos.

—Yo, de verdad, no entiendo nada, no sé qué clase de vida lleváis.

—No pretendo que lo apruebes, solo te pido que nos respetes y sigas a nuestro lado, porque te necesito. Me gustaría tranquilizarte; cuando estuvimos hablando hace un par de meses podía pasar cualquier cosa, no sabía si lo íbamos a superar o acabaríamos separándonos. Afortunadamente lo conseguimos pero hemos cambiado, y mucho. Nuestro matrimonio no es nada convencional; Mario tiene una gran amiga de la que ya te hablé, Graciela.

—Si, ya me acuerdo.

—Y ahora está a punto de recuperar a Elvira. Ninguna de las dos suponen un peligro para mi, no sé si me crees.

—Quiero creerte, de verdad, pero me cuesta.

—¿Te acuerdas de Doménico, el italiano? —Esther hizo un gesto por el que me di cuenta de que comenzaba a sentirse superada—. Está a punto de volver a España, lo sé porque se lo he pedido, lo echo mucho de menos.

—¿Y mi cuñado, qué opina de eso? —preguntó con un hilo de voz.

—Sabe que lo necesito; solo quiere verme feliz, como yo a él. Mira Esther: hemos ganado en muchas cosas, una de ellas es en confianza, Mario siempre dice que sobre todas las cosas somos amigos y que por el hecho de habernos casado no tenemos por qué renunciar a nada que los amigos puedan compartir. Tiene razón; después de la crisis tratamos de llegar a ese punto. Todavía estamos en proceso de ajuste pero ese el objetivo:  Somos los mejores amigos, por eso nos casamos.

—Suena a utopía. ¿Puedes permitir que Mario se acueste con otra mujer sin sentir que pierdes algo?

—¿Puedes permitir que tu marido se acueste con otras sin que tú pintes nada? Lo siento, lo siento, perdóname, soy una bocazas.

—No, tienes razón, no soy quién para juzgaros.

—Lo siento.

Pedimos otras cañas y me agarré a la excusa de escoger unas tapas para rebajar la tensión que yo misma había creado.

—Puede que tengas razón y una pareja basada en la sinceridad y la libertad sea más estable que otra, como la mía, en la que la mentira soterrada sostiene una relación que ya no funciona.

—No quiero ser ejemplo de nada, chiqui, solo te cuento lo que estamos viviendo porque siempre nos lo hemos contado todo. Pero hay más.

—La coca.

—No; bueno si, a veces, esporádicamente, no debes preocuparte por eso.

Me miró como si le fuese a revelar algo extremadamente grave.

—Estoy… tengo… Vale: me acuesto con una mujer. ¡Dios, qué mal! No me acuesto con una mujer, Irene es mucho mas que eso, no quería decir que tengo novia porque suena muy cursi, ¿verdad?

Esther me miraba con los ojos muy abiertos mientras yo soltaba toda aquella parrafada inconexa y absurda.

—…porque no es mi novia, yo no llamaría novio a Doménico, ¿verdad?, pues eso, cómo la llamo: ¿mi chica? Si eso, Irene es mi chica, por ahí tenía que haber empezado. Irene, se llama Irene y es mi chica, no sé si suena bien pero mejor que mi novia, desde luego, ¿a que si?

Respiré, ¿qué coño había sido eso?

—No soy lesbiana, Esther; me siguen gustando los hombres, mucho, pero Irene es especial, es…

—¿Te has enrollado con una tía, es lo que tratas de decirme?

—Esther…

—Te estás acostando con una tía, si o no.

—No solo me acuesto con ella, tenemos una relación.

—Joder, Carmen.

Tenía el rostro demudado y evitaba mirarme; durante unos segundos nos mantuvimos en un tenso silencio hasta que traté de romperlo.

—Oye…

—No, déjame.

Poco después se levantó e hizo ademán de sacar la cartera; se lo impedí.

—Tengo que pensar en todo lo que me has contado.

Y se marchó.

El diálogo buscado

Tomás insistió en quedarse conmigo, supongo que pensó que la soledad me iba a pasar factura. No andaba descaminado y le invité a casa; me hacía ilusión darle algo más de mí, hacerle partícipe de un trozo mayor de mi intimidad. Hicimos el amor en mi cama y le vi emocionarse como un adolescente, incluso me dio las gracias, ¿qué pensaría, que lo iba a relegar a la habitación de invitados?; luego me marché a reunirme con Esther y lo dejé tomando el sol, supuse que no aguantaría demasiado sin echar el toldo. A mi regreso lo encontré ocupado en el salón del ático, se había instalado en mi zona de trabajo apartando un poco mi equipo para poder extender sus papeles; se había servido una cerveza y me alegré porque era señal de que se sentía como en su casa, justo lo que yo quería. Comimos algo ligero que preparé mientras nos tomábamos un vino blanco y charlábamos de mil cosas; estaba disfrutando haciendo vida de hogar conmigo, se le notaba. Tomamos el café en la terraza del salón donde daba la sombra y hacía fresco. Estábamos tan bien juntos que el tiempo pasaba sin apenas darnos cuenta, se respiraba paz. No sé cuándo, me cogió de la mano y sin hablar me dejé llevar a la alcoba, le dejé que retirase y doblase la colcha como me había visto hacer por la mañana y le dejé que me desnudara a su estilo, sin prisas, degustando cada gesto, luego me llevó al lecho y comenzó una sinfonía de sensaciones delicadas que recibí mirándole al rostro, tratando de adivinar qué pasaba por su cabeza cada vez que me tocaba, si dejaba una mano en mi pecho y se detenía congelando el tiempo, haciendo que la percepción se magnificara. O dibujaba con la punta del índice una ruta invisible que avanzaba desde la axila, por el borde del pecho, marcando la sinuosidad de las costillas llegando hasta el pliegue del pubis. Me llevó al éxtasis antes de concederme lo que le había suplicado varias veces de todas las formas posibles porque sabía que le gustaba escucharme ser dulce y ser sucia: «Fóllame; por Dios, hazme tuya; métemela; hazme el amor» Y ahora que había roto la barrera autoimpuesta no tenía por qué no decirlo: «Cariño, no me hagas sufrir más; Cielo, te necesito dentro», Después de hacerme estallar consintió en poseerme, si es que no me tenía ganada ya; me abrí de piernas todo lo que pude y le recibí; estaba tan predispuesta que comencé a temblar en cuanto su miembro me rozó, crucé las piernas alrededor de su cintura y cuando se corrió me puse a sollozar como una niña, «te quiero, te quiero»

A media tarde Tomas se excusó y subió a llamar por teléfono en privado; supongo que algo tuvo que ver la conversación que habíamos tenido sobre su hija distante y alejada. Yo me quedé un rato más fumando en la terraza, pensando en las distancias que hay que cruzar aunque cueste.

Teníamos que hablar; no le había contestado al mensaje del sábado y desde entonces no se volvió a poner en contacto salvo por la extraña escena de la mañana. Teníamos que hablar. Había demasiadas afrentas lanzadas al aire pendientes de recoger; faltaba dar el toque sereno una vez calmada la tormenta. Pasadas las ocho llamé a Mario. Teníamos que hablar.

—Carmen.

—¿Puedes hablar?

—Si, claro; ¿cómo estás?

—Bien, perdona que no te contestase ayer, estaba con Esther y con mi madre comprándole el regalo y, no me dejaban tranquila; ya sabes cómo son.

—No pasa nada.

—Y esta mañana, fue un tanto…

—No debió suceder, lo siento.

—¿Y tú, cómo estás?

—Más tranquilo. —Demasiado lacónico. Esperé un poco. No era él—. Necesitaba salir de casa, estaba muy…

—No estás solo, ¿verdad?

—No.

—Ya lo hablaremos, quería contarte algo, no todo van a ser cosas desagradables. Voy a ser socia del gabinete.

—¡No me digas!

—Bueno, es que no tuvimos ocasión de hablarlo, solo quería que lo supieras.

«¿Qué pasa?». Imaginé a Elvira llegando al reclamo de la emoción disparada de su amante.

—Es Carmen.

«Ah, perdona»

—Dile que se ponga, quiero saludarla.

Uno, dos, tres…

«Toma; quiere hablar contigo»

Uno, dos, tres, cuatro…

Cinco, seis, siete…

—Carmen; cuánto tiempo.

—Hola, Elvira; te iba a preguntar cómo estás, pero imagino que la situación es delicada. Lo digo por Santiago. —añadí enseguida para evitar un malentendido.

—Si, ya sé que Mario te tiene al corriente; Santiago nunca ha sido un hombre fácil de llevar, no le llegaste a conocer mucho pero creo que te hiciste una idea.

—Algo me puedo imaginar. Seguro que haces lo correcto al separarte, ya verás como en Madrid vas a estar mejor.

—Gracias Carmen. ¿Y tú, cómo estás?

—Bueno, eso da para algo más que una llamada de teléfono.

—Somos carne de telenovela, ¿eh?

—No, por favor; mejor de tragedia griega.

—Había pensado que cuando esté instalada, no sé, tal vez podríamos…

—Por supuesto.

—Te lo paso, me está pidiendo el teléfono.

—¿Qué ha sido eso?

—Una charla de amigas.

—Eres increíble.

—Venga, dedícate a ella que para eso estás ahí, para curaros un poco las magulladuras.

—No digas eso.

—Es broma. Te quiero, y no contestes en voz alta.

—No está; te quiero. Qué curioso, parece que nos entendemos mejor cuando estamos separados.

—Lejos.

—Eso: lejos.

Era el momento de lanzar un guante:

—Tenemos que solucionarlo, no podemos volver a caer en la crispación.

—No, no podemos. En realidad me marché huyendo de mi, no fue otra cosa.

—Yo tampoco ayudé mucho; lo siento.

—Podemos seguir hablando estos días, ¿quieres?

—Claro que sí.

Me sentía tan feliz; al final no le había contado nada sobre mi promoción, ya habría ocasión. Subí al ático; Tomás disfrutaba de las vistas.

—¿Todo bien?

—Genial.

Lo abracé desde atrás, me importaba una mierda que nos vieran.

—¡Qué haces, imprudente!

—Tocarle la polla a mi amante, ¿te parece mal?

—Desvergonzada.

—Y lo que te gusta. —repliqué invadiendo la bragueta—. Espera aquí, no te muevas.

Necesitaba algo mullido y le robé el cojín a una de las sillas; volví con él en la mano, me miraba sorprendido con la polla emergiendo del pantalón.

—No serás capaz.

Me arrodillé y le hice apartarse de la piedra lo suficiente para poder colocarme y maniobrar con la hebilla del cinturón y el botón; el pantalón cayó a los pies y el bóxer siguió el mismo camino. Tomás miró hacia atrás preocupado por los únicos vecinos que tienen visibilidad a esa zona de la terraza, yo sabía que estaban de viaje pero no se lo pensaba decir. Mi mano izquierda comenzó una suave caricia en su culo mientras con la derecha masajeaba los testículos que se encogieron al sentir la maniobra; sentada en el cojín, con la espalda apoyada en la dura pared plagada de aristas y picos comencé a masticar el glande entre el paladar y la lengua, como si quisiera exprimirlo. «Mira adelante», le ordené, era la única manera de que si había alguien en la azotea comunal del edificio de enfrente y me había visto agacharme no sospechara lo que estaba pasando. Porque lo que sucedía es que la verga había tomado altura de crucero y se precipitaba en el túnel profundo mas allá de mi paladar mientras yo manejaba los mandos: una mano en las gruesas pelotas —como le gustaba oírme decir— y otra mimando el agujero del culo para obtener lo que ni él mismo esperaba después de un día intenso. Estalló con tanta potencia que me golpeó el cráneo contra la pared; cientos de agujas se clavaron en la parte alta de la nuca mientras descargaba en mi garganta, se corrió con un sonido gutural largo y salvaje, lo hizo sin dejar de aplastarme. Entonces me corrí sin esperármelo, sin haberme tocado; El intenso dolor, como si agudas espinas se clavaran en mi cráneo, conectó con el pulsante placer que amenazaba con reventarme el sexo atravesando mi cuerpo de extremo a extremo. Atrapada entre la verga y los picos rugosos de la pared, tirada en el suelo, aplastada por un coloso, me corrí envuelta en espasmos incontrolables.

—Qué barbaridad.

No dijo más, seguí tirada entre sus piernas, con un latido continuo en el cráneo y otro en el coño; ni yo quería moverme ni él parecía tener intención de hacerlo. No habíamos dicho ni una palabra desde que me la sacó de la boca hasta que por fin soltó esa exclamación. Yo no quería moverme, él tampoco. Su polla me apuntaba a la cara. Me incorporé lo suficiente para despojarme de la camiseta y volví a apoyarme en la pared que me estaba matando. Y nos miramos; yo, a los ojos; él, a las tetas. Y su polla me apuntaba a la cara.

—¿Qué es lo que quieres?

No teníamos la suficiente confianza aunque él intuía algo, por eso no se movía.

No podía, no. Le acaricié la verga mansa.

—¿Hay alguien enfrente?

—No, creo que no.

Ya estaba anocheciendo. Me incorporé y, sin darme la vuelta a mirar, le cogí de la mano y entramos en casa.