Diario de un Consentidor 126 Tensión

Dos miradas a una misma historia. Dos caminos y una encrucijada.

Capítulo 126

Se extremadamente sutil, completamente misterioso. De esta manera podrás dirigir el destino de tu oponente.

Sun Tzu

El arte de la guerra.

Tensión

La semana comenzó acumulando tensión. Solís no se puso en contacto conmigo, sin embargo mantuvo una reunión con Andrés que tuvo consecuencias inmediatas: un comunicado en el que se oficializaba la presencia de su gente. Los chicos de Solís, como los llamábamos, adquirieron el rango de asesores adjuntos a la dirección de departamento sin función específica alguna.

—Comisarios políticos. —sentenció Varela, arrugó el comunicado y lo lanzó al suelo de la cafetería donde nos habíamos reunido.

—No exageres —dijo José Luis en un intento de serenar los ánimos—, ponte en su lugar, tiene que ceder un poco.

—Hemos de aceptarlo y manejar la situación con mano izquierda, lo que más le gustaría es que provocásemos una situación de enfrentamiento. —propuse para tratar de aunar posturas. Todos asintieron. José Luis me señaló con el dedo y dijo:

—No todos disponemos de un as en la manga como tú. ¿Qué es lo que tienes contra Salcedo?

Me encontré frente a siete pares de ojos ávidos de información. No podía descubrir mis cartas, mi fuerza residía en mantener oculto lo que todos creían que poseía.

—Tenéis que encontrar el punto débil de vuestro infiltrado sin que se de cuenta de lo que estáis buscando, esa es la clave.

Aquella conversación cambió la actitud de mis compañeros. Teníamos que tolerar la presencia constante de los infiltrados, como los bauticé, y sus continuas intromisiones en nuestro trabajo que conseguían crear una tensión difícilmente soportable. ¿Acaso no era esa la intención última de Solís? No tenían autoridad pero les debíamos permitir que participaran en nuestra labor diaria aportando, según rezaba el comunicado, su experiencia y conocimientos. Se hicieron cada vez más frecuentes las discusiones por diferencias de criterio que se zanjaban por imposición del director del departamento aunque no se produjeron situaciones límite. No era esa la política que deseaba Andrés pero era la que estaban buscando los advenedizos: Crear un clima de irreconciliable desacuerdo que obligase a intervenir a la dirección.

A comienzos de semana me llamó Tomás, quería reunir al grupo para preparar la cena con los alemanes.

—No sé si voy a poder, ¿en serio me necesitas? Pensé que ya lo habíamos hablamos todo.

—¿Te ocurre algo?, te noto nerviosa.

—No es nada, cosas del trabajo. Cada vez me va a ser más difícil disponer de tiempo a mediodía Tomás, lo siento.

—Cuéntame, qué te pasa.

Emití un hondo suspiro, estaba tan agobiada que el plan del viernes ya no me parecía una buena idea.

—Carmen, soy yo.

Si, era él, la persona que me acogió, el amigo fiel; ya no hablaba con mi jefe, podía contarle lo duro que había sido volver a mi puesto, enfrentarme a las miradas censoras de mis compañeras, luchar y vencer. Y tras ganar la batalla me encontraba otro enemigo mucho más poderoso, alguien que quería destruirme sin ningún motivo concreto y podía hacerlo.

—Estoy cansada Tomás, no esperaba esto.

—¿Y ese Solís, de dónde ha salido?

—¿Qué más da? El caso es que quiere acabar con mi jefe y de camino conmigo. Le molesto, no sé por qué.

—Está bien, no hace falta que vengas. Descansa, vas a salir de esta; lo sabes ¿verdad?

—Tienes demasiada fe en mí.

—No es una cuestión de fe. Eres una mujer fuerte y tienes recursos.

La vuelta al gimnasio

«Ya estoy aquí, ¿vas a tardar?»

Habíamos hablado de volver al gimnasio, formaba parte de nuestra rutina y no quería demorarlo más. Durante el desayuno se lo comenté y quedamos allí a las siete. Dejé mi bolsa en el coche, nos veríamos en la cafetería antes de cambiarnos.

Mucho tiempo, si. Carol, una de las chicas de recepción se alegró de verme y nos entretuvimos charlando, tanto que al final Mario me encontró en recepción. No sé por qué necesitaba que nos reincorporáramos juntos. Pasé al vestuario y solo entonces pensé en los aros; hubiera preferido llevar las barras, más discretas, pero tenía que asumir quién era ahora y eso implicaba no esconder mis cambios corporales.

Comencé a cambiarme y me di cuenta de que trataba de ocultarme. Contra mi costumbre había elegido una taquilla al fondo del vestuario y me movía de espaldas a las pocas chicas que había para la hora que era. ¿Qué estaba haciendo?. Aún no me había cambiado de sujetador y decidí recuperar la naturalidad, me volví para quitarme la falda, la colgué junto con la camisa y me lo desabroché. Nada, no pasaba nada. Una chica que volvía de las duchas abrió una taquilla cercana y se secó sin prestarme atención. Desde luego mis pechos anillados no estaban siendo el foco de atención de nadie.

Entré en la sala, cuánto lo había echado de menos; el ambiente, el olor, los sonidos me activaron. Elegí el programa, empecé a correr y me olvidé de todo. Correr, control de cardio cada cierto tiempo, correr, correr. A los diez minutos me saludó Guido, el instructor culturista al que llamábamos en secreto Michelin. Le devolví el saludo y seguí a lo mío. Poco después vi a Mario tres cintas a la derecha corriendo a su ritmo. Todo en orden.

Agotado el tiempo bajé secándome el sudor, parecía que Michelin me esperaba.

—Carmen la desaparecida. ¿Qué ha sido de ti?

—Trabajo, viajes, esas cosas.

—Seguiste entrenando, ¿si?

—Lo que he podido. —respondí dejando que terminase el repaso visual que me estaba haciendo, como instructor supuse.

—Ten cuidado hoy, no te pases.

Seguí con mi rutina. Trabajaba dorsales cuando le sentí a mi lado. Acabé una serie y me puso las manos en los hombros, apretó en diferentes zonas de una manera que me empezó a molestar.

—Baja la carga —me dijo casi al oído—, llevas mucho tiempo sin entrenar, ve poco a poco.

Se separó de mí antes de que lo hiciera yo y se puso a ajustar la máquina  sin consultarme. No me gustó, no tenía pensado hacer las mismas series a las que estaba acostumbrada. Captó mi malestar y se acercó demasiado, tanto que evité mirarlo.

—Si fuerzas los músculos después de tanto tiempo sin entrenar corres el riesgo de provocar una lesión que pase desapercibida y en unos días dará la cara. Hazme caso, dedícate a calentar, lo más probable es que esta noche vayas a notar el esfuerzo.

No le contesté, me pasé la toalla por la nuca, di unos pasos y terminé por sentarme, esperaba a que se fuera pero no, se quedó detrás sin intención de marcharse. Me incorporé a coger los extremos de la barra con la incómoda sensación de estar siendo observada; con eso en la cabeza no calculé el impulso adecuado para la poca carga que me había dejado y me golpeé en las cervicales; solté la rabia por la nariz, giré el torso y sin pretenderlo la barra le pasó peligrosamente cerca de la frente, él la evitó por instinto, me hizo gracia y no lo disimulé.

—¿Te das cuenta cómo me has preparado esto?, casi me rompo el cuello.

—Y en venganza me has querido sacar un ojo.

—Si no te agazaparas detrás para que no te vea...

—¿Crees que hago eso? Lo del peso, lo siento, he calculado mal, no quiero que mañana estés reventada por las agujetas.

—¿Agujetas? No creo, he seguido haciendo ejercicio, he corrido casi todos los días.

Hizo una pausa forzada mostrando un exceso de suficiencia.

—Eso no me vale para alguien que tiene una rutina tan completa. —Se levantó y me dio una palmada en el hombro que arrastró por mi piel más de lo necesario—. Tú verás, avisada quedas.

Se alejó y me quedé mirándolo mientras ajustaba al alza la carga. Había algo diferente en su forma de tratarme; la palmada y la manera de tocarme cruzaba un límite que nunca antes se había atrevido a traspasar. Agarré la barra con las dos manos, ahora sí ofrecía resistencia. «Avisada quedas», había dicho como si fuera el amo del gimnasio. No era normal. Y esa forma de mirarme al hablar, o la distancia que transgredía las normas no escritas sobre el espacio personal… Todo, todo era diferente.

Entonces se volvió y nos encontramos.

La llegada de un par de amigas me evadió de tanta bobada, hicimos corrillo con dos monitoras y nos pusimos al día, Mario se unió a nosotras y nos costó volver al ejercicio.

Guido me siguió rondando, todas coincidíamos en que era un poquito mirón y a veces se pasaba con lo explícito de las instrucciones, nada serio; terminé por restarle importancia, lo achaqué a mi prolongada ausencia; el caso es que no me quitaba ojo. Casi al final estaba ejercitando abductores cuando se acercó y se agachó frente a mi.

—Tenemos una pendiente.

—¿Una pendiente?

No sabía de qué estaba hablando. Otra vez esa mirada inquisitiva como si pretendiera hacerme entender algo que yo debería saber. No detuve el ejercicio, si quería decir algo tendría que hacerlo.

—No me digas que no te acuerdas.

—La verdad es que no tengo ni idea de qué me hablas.

Y ahí siguió, mirándome, esperando que lo averiguara. ¿me estaba echando un pulso?. Si es lo que pretendía perdió, acabó por ser él quien bajó la mirada. ¡Eh! ¿a mis abdominales o al pubis?. Solo fue un segundo luego me miró y supe a dónde se le habían escapado esos ojillos culpables. Yo seguí con mi ejercicio como si no pasase nada.

—Mucha carga —se excusó—, un desgarro ahí cuesta mucho recuperar.

—Ahí —repetí. Le estaba poniendo nervioso y volvió a perderse en algún punto indefinido entre mis muslos.

—Los abductores, estás abusando.

—¿Tú crees? No te preocupes, sé cuidarme.

Se quedó callado sin dejar de mirarme; empezaba a ser una situación algo tensa.

—Un día, hace ya bastante, quedamos en tomarnos algo ¿es posible que lo hayas olvidado?

—¡Ah, eso! —Qué tonto. Liberé el peso de la máquina y abrí la botella de agua—. No sé, ya veremos.

Nos incorporamos. Unos metros a mi derecha Mario nos observaba.

En las duchas los aros llamaron la atención; de camino no me importó, fui como siempre, con la toalla y el gel en la mano y despreocupada por lo que no sé si alguien se fijó pero allí, bajo el agua me sentí observada. ¿Por qué me preocupaba si hasta entonces no había sentido pudor alguno por mis pezones perforados?.  Era otra persona, sin embargo allí era una mujer casada que acudía al gimnasio con su marido, una mujer con una vida ordenada de la que no se espera algo así. ¿Qué pensarían de mi?

—¡Ostras, cuándo te lo has hecho!

Ensimismada en mis pensamientos no había visto entrar a una de las monitoras que terminaba turno; con la boca abierta no quitaba los ojos de mis pechos.

—Hace un par de meses.

—¡Te queda genial tía! mi chico está empeñado en que me lo haga pero me da un miedo…

Seguí enjabonándome tratando de que olvidase el tema pero volvió a la carga, dos chicas que estaban cerca lo habían escuchado y no perdían detalle.

—Debe de doler un montón. — Respiré hondo y acepté lo inevitable; iba a ser la comidilla de todo el gimnasio.

—No te creas, es solo un pinchazo.

—¿Te importa?… ¡qué fuerte!.

No pude impedirlo; una de ellas, a la que apenas conocía de vista, se acercó. Las veía entrenar en la zona de pesas y me parecía increíble que pudieran levantar tanta carga. Me produjo una sensación extraña la proximidad, la desnudez; ambas tenían un desarrollo muscular armónico, no como sus compañeros varones. La que me acababa de hablar se volvió.

—Me gusta como quedan, ¿verdad Sol?

Sol no había perdido detalle desde el principio, incluso cruzamos la mirada varias veces. Se acercó, pude ver sus enormes ojos grises de nuevo antes de que centrara la atención en mis pechos. Sentí un latigazo en el vientre, luego me miró y creo que me ruboricé.

—Si, son muy sugerentes. —respondió sin apartar la mirada.

Bajita, cabello corto, negro y ensortijado, puro músculo que me estaba afectando de una manera que podía ponerme en evidencia como no hiciera algo enseguida. Me gustaba especialmente su vientre redondito, sus pechos pequeños, casi inexistentes y sus muslos potentes. Dejé de mirarla porque capté una sonrisa cómplice entre ellas. Me di la vuelta y comencé a aclararme, me moría de vergüenza. Entonces dijo:

—Me gustaría hacérmelo pero no conozco un sitio de confianza.

¡Uf!, y a mí me gustaría hacérmelo contigo, pensé sin pensar. ¿Qué te pasa, estás loca?.

—Si quieres te puedo indicar dónde me lo hice, me lo recomendó una amiga.

—¿Ah sí?, ¿una amiga?

Había un deje provocador en su voz, me volví y otra vez tropecé con esos ojos que me invitaban a dar un paso más.

—Si, en realidad fui con ella.

Frunció las cejas y arrugó un poquito la nariz; me la imaginé diciendo: «Nena, ¿te estás insinuando?». ¡Oh Dios! ¿no lo soporto y soñaba con que esta morena me llamase nena?. Me ardían las mejillas como si fuera una adolescente, no sabía hasta donde quería llegar, me faltaba experiencia. Nos secábamos sin intención de volver a las taquillas, las tres, aprovechando que no había nadie más en las duchas, agotando esos minutos de soledad y yo tenía que hacer algo.

—Conoce a la tatuadora y me propuso… bueno, me regaló los aros. Si quieres te digo dónde es.

No sabía el nombre del local, ni la calle; mi sentido de la orientación es caótico y nos reímos. Solo sabía que es por La Latina, cerca del Antlayer pero eso no me atreví a decírselo. De pronto se rompió el embrujo, la puerta se abrió, dejamos paso y nos movimos hacia las taquillas.

—Si te decides podemos quedar por la zona y te dejo en la puerta. —le propuse algo nerviosa a Sol para la que únicamente tenía ojos—. Está cerca de un pub al que suelo ir con mi amiga, podemos quedar allí, si queréis.

—Habladlo vosotras, yo no me voy a hacer eso ni de coña. —se descolgó su compañera. Buena amiga.

Tenía razón Irene, había descubierto un lenguaje que desconocía, una forma de comunicación que antes me pasaba desapercibido. Y Sol y yo nos estábamos comunicando.

—Lo vamos hablando ¿ok? —dijo guiñándome un ojo antes de reunirse con ella, sonreí como una boba y me fui a cambiar. No se me borraba la imagen de sus pechos pequeños y potentes esculpidos a base de horas de mancuernas y pesas.

Ya en casa quise ser yo quien sacase el tema del monitor, Mario había sido testigo y no quise esperar a que fuera él quien dijese algo.

—¿Te has dado cuenta de lo raro que ha estado Michelín?

—Parece que se ha alegrado de verte.

—Ya, lo he tenido que frenar un par de veces.

—¿Qué ha pasado?

—En realidad nada o casi nada, ya sabes cómo es pero hoy me ha estado incordiando, cambiándome los pesos sin consultarme, rondando todo el rato a mi alrededor con cualquier excusa. No sé, no me gusta.

—Pues si sigue así…

—No te preocupes, seguro que se le pasa.

—Me he dado cuenta de que hablabais pero no parecías molesta.

—¿Ah, no?

—Para nada. Os vi hablando en la máquina de abductores y… no sé, os mirabais de una manera…

—¿Cómo, cómo nos mirábamos? —pregunté movida por la curiosidad.

«Venga, vuélvete, deja ya de una vez de enredar con las copas y date la vuelta».

—Cómo decirte, parecía que había algo. Tenías una media sonrisa…

—¿Yo? No me di cuenta, no era mi intención te lo aseguro.

—Pues lo mirabas,  se te fueron los ojos. ¿Te gusta ese tipo de complexión? yo creía que no.

—¡Qué dices! Me estuvo provocando, si; no sé a qué vino eso. Era una especie de duelo por algo que según él tenía que recordar, fue un juego tonto nada más. ¿De verdad que me viste mirarlo? —le pregunté extrañada.

—Un duelo dices. Os aguantasteis la mirada un buen rato hasta que bajó los ojos y te miró directamente al pubis. Es que estabas abriendo y cerrando los muslos de una manera…

—¡Joder Mario, abductores!  Qué mente más sucia ¿no?

—Me pongo en la cabeza de Michelin.

—Ya.

—No lo digas así, te estoy trasladando su forma de pensar. Bueno, el caso es que se quedó mirándote el pubis y tú le miraste los pectorales, y parecía gustarte. No me quedó claro el qué: si su cuerpo o que te mirase ahí.

—No me di cuenta, te lo aseguro, sé que bajó  la mirada y pensé: «ha perdido el duelo», pero no soy consciente de haberle mirado mas allá del rostro. Fue un segundo, tampoco…

—No Carmen, no fue un segundo, estuvisteis un buen rato con el jueguecito.

—¡Qué dices!

—Lo que oyes. Dime una cosa: ¿te gusta?

—No, joder, no me gusta, para ya con eso. —Nos observamos, sabía lo que trataba de hacer, podía detenerlo ahí o ver hasta donde llegábamos, qué obteníamos de esa tormenta de ideas, como tantas otras veces—. Es decir, en una fantasía quizás le podríamos sacar partido ¿no?

—Vámonos al salón.

Una copa de vino blanco en la mano, luz tenue. Mario encendió la cadena y dejó que sonara algo suave de fondo. Nos sentamos esquinados para poder vernos bien. Una mirada, un sorbo de vino. Me acomodé; zapatillas fuera, los pies al sillón.

—¿Estás segura de que no le miraste más allá del rostro?

¿Estaba segura?

Volví a la escena. Guido se había agachado delante de mi con los antebrazos apoyados sobre las rodillas, marcando músculo en silencio, mirándome. Trataba de provocarme, claro, como hacía con todas. Y yo le aguanté la mirada mientras seguía centrada en mi ejercicio, no le iba a dejar que creyera que me intimidaba como les hacía a las de su clase de kick boxing. Continué trabajando los abductores, superando la resistencia que opone la máquina y consciente como no del efecto que le podía provocar. Tal vez debería haberme detenido hasta que acabásemos aquella absurda conversación pero no lo hice. ¿Trataba de provocarlo?, eso es lo que insinúa Mario. No, que yo sepa. ¿Qué clase de respuesta es esa? ¿Trataba de provocarlo? No lo sé. Era él quien no debía estar ahí, él era el intruso. ¿Por qué tenía que ser yo quien dejara el ejercicio porque un hombre invadía mi espacio y convertía un movimiento inocuo en una imagen erótica? Era su problema. Era él quien creaba la tensión sexual entre nosotros, no yo. Mi campo de visión focalizaba su rostro si, pero era más amplio ahora lo sé. Mi visión periférica alcanzaba a ver sus hombros bien formados, los músculos desarrollados que le protegen el cuello, ¿cómo se llaman? trapecio, eso es, le confieren un halo de potencia increíble, y las clavículas y los pectorales. No necesité hacer nada para alcanzar a verlos de forma borrosa ¿O fue más que eso?

—No lo sé, pienso que no lo miré, que lo que pude ver fue a través de mi visión periférica —Mario comenzó a negar vehementemente.

—No Carmen, no fue así, te lo puedo asegurar.

Puede que fuera más que eso. Músculos desarrollados, brillantes, piel morena que contrasta con la camiseta blanca. Siempre he pensado que el desarrollo excesivo del culturista no es normal ni estético. Creo que no he sido del todo sincera, no he querido verlo, he acallado algo que no sé muy bien cómo describir. Es una especie de tensión lo que me produce la visión de esos cuerpos. Si lo dejo salir y lo pienso sigue siendo difícil de expresar, es algo irracional, algo salvaje que no he querido reconocer. Hasta ahora.

—Entonces ¿qué fue, qué viste tú? cuéntamelo.

—Lo que yo vi…

Tardé poco en cambiarme y me fui directo a la cinta. Me costó localizar a Carmen, acostumbrado como estaba al equipamiento que llevaba antes de nuestra separación me guie por otras claves. Su estatura, su figura. Y la vi, su espléndida silueta se delineaba como si estuviera esculpida. Cuando acabé en la cinta la busqué, estaba atendiendo las instrucciones de Guido y no quise interrumpirlos pero a lo largo de la tarde noté algo extraño en el monitor; donde quiera que estuviese, si seguía su mirada al final estaba ella, aunque estuviera atendiendo a alguien no le quitaba ojo. Más tarde la vi charlando con varias chicas y me uní al grupo, me apetecía parar y dejarme querer. La ataqué desde atrás, puse mis manos en su cintura y la hice temblar. Ahí me quedé mientras hablábamos todas, sintiendo el calor de su piel, aspirando el aroma a sudor fresco que emanaba de su cuerpo, recibiendo cada vibración de una frase, de una risa, siguiendo el cambio de peso de un pie a otro. Al cabo de un rato se deshizo el corrillo y nos besamos con la mirada. Casi al final, a punto de acabar me acerqué hacia donde estaba y lo vi llegar, le dijo algo y se agachó frente a ella. Me detuve a unos metros de distancia, quería ver qué sucedía esta vez. Hablaron, estaba demasiado lejos como para escuchar, lo que si pude captar fueron los gestos y las miradas. Había tensión sexual, en sus ojos, en las sonrisas contenidas, en los silencios que ninguno de los dos hacía por romper. Carmen dejó caer la mirada hacia los poderosos pectorales del culturista. Lo miré, quería ver como lo encajaba y me lo encontré con la vista perdida en el pubis de mi mujer. Enseguida volvieron a conectar sin reprocharse nada, ella no había dejado de abrir y cerrar los muslos en todo el tiempo que duró el juego que se trajeron, siguió trabajando contra la carga de la máquina aunque a mi me parecía más una invitación.

—¿Un invitación? ¿Tú te estás oyendo? Haces una lectura de lo que sucedió totalmente errónea.

—Es que no te das cuenta de lo que has cambiado, tu mirada se ha vuelto… no sé, tienes una forma de mirar que parece que te vayas a follar a quien tienes delante.

—Eso que acabas de decir es lo más insultante que me has dicho en mucho tiempo.

—No es lo que pienso yo, es lo que puede sentir alguien como Michelin cuando lo miras así, como lo haces.

No me podía creer que otra vez estuviéramos con esas.

—¿Seguro? ¿es lo que piensa él? ¿Qué pretendes Mario?

—Que reconozcas la realidad de lo que haces y lo que sientes. Dices que no te has dado cuenta de cómo os mirabais; de acuerdo, puede ser una apreciación subjetiva mía. Sin embargo tampoco te acuerdas de que te quedaste mirándole los pectorales y eso si que lo vi. Dime una cosa: ¿Te excita el cuerpo de Guido?

Vaya pregunta. No lo había mirado conscientemente, tampoco me han gustado nunca ese tipo de cuerpos tan desarrollados.  Pero…

—Me, provoca. Es… diferente.

—¿Diferente? ¿Qué quieres decir?

—¿Puedo ser sincera?

—Quiero que lo seas, siempre.

—Nunca he… sentido un cuerpo así, como el de Guido.

—¿Sentido?

—Tocado, acariciado. No he tenido un cuerpo como ese, ¿entiendes?, pegado a mi. Antes el culturismo me parecía una obsesión compulsiva, una deformidad; en realidad me lo sigue pareciendo no creas. Sin embargo…

—Te gustaría probar.

No podía negarlo, ¿por qué negarlo? Sonreí, me relajé, estaba con mi mejor amigo. Asentí varias veces.

—Cómo me conoces.

—¿Y quién si no te va a conocer?

Quién sí no. Me había hecho mujer a su lado, quién mejor que él podría haberlo adivinado con solo observar unos gestos, unas miradas.

—¿Cómo lo vas a hacer?

—No he dicho que lo vaya a hacer.

—No sería bueno que se supiese en el gimnasio.

—¿Me estás escuchando? No lo voy a hacer. —recalqué.

—Ya, ya. Tendremos que hablar con él, ponerle las cosas muy claras.

—Mario, déjamelo a mi. No te metas, es cosa mía.

—Eso quiere decir que lo vas a hacer.

—¡No! Quiero decir… ah… me refiero a plantearle que no puede seguir con esa actitud.

—Lo mismo te llevas un chasco, ya sabes que los anabolizantes…

No sé por qué rompí a reír, fue por su culpa, por esa terca tozudez con la que se obstina en las cosas, por la manera que tiene de hacer oídos sordos cuando se le mete algo entre ceja y ceja. Me hizo reír y se lo tomó como una claudicación, como un triunfo. Y yo, al dejarme llevar por la risa cedí un poquito a un deseo oculto que mantenía bien amarrado, sentí como aflojaba una tensión que de tanto sujetar ya ni siquiera notaba. ¡Si!, deseaba tocar ese cuerpo, ¡si! quería palpar esa figura desproporcionada, me moría por abrazar hasta donde mis brazos alcanzaran esa envergadura de macho poderoso. Puede que tuviera razón y a la hora de la verdad no encontrara la potencia esperada. Daba igual, me apetecía acariciar ese cráneo rapado, sentirme frágil bajo ese gigante de espalda imposible, quedar aplastada entre aquellos brazos enormes, ansiaba navegar con mis dedos cada uno de esos músculos que parecían poder hacer estallar la piel brillante que los albergaba.

—Me da igual, me encantaría probar ese cuerpo, manosearlo; me gustaría sentirme pequeña en sus brazos.

—¡Pero si eres más alta que él!

—No lo entiendes. Hay otra forma de mirar, no sólo es desproporción.

—¿Ah no?

—¿Recuerdas la tensión que se advierte en los desnudos de Mapplethorpe? Es lo que veo en el cuerpo de Guido. Dunas, formas sinuosas que se suceden una tras otra en los hombros y los brazos, y al mismo tiempo veo nervio. ¿Qué habrá bajo la camiseta? ¿Cómo será su tórax, y su vientre y su espalda? ¿Y el resto?

—Quieres decir…

—Su culo, me gustaría verlo, tenerlo desnudo y verlo. ¡Oh Dios, esos muslos son…!

—Entonces…

—No va a pasar, ¿me has oído? no va a pasar, solo lo estamos hablando. —Lo miré marcándole el límite—. Espero que esta vez te haya quedado claro.

El duelo

La presencia de Salcedo en mi despacho a raíz de la circular de Andrés fue inevitable, no obstante su conducta se mantuvo dentro de unos límites cercanos a la corrección. Observaba mi actividad sin entrometerse y decidí cederle algún caso nuevo bajo mi supervisión. Una mañana entró bramando en mi despacho.

—¿Se puede saber qué hacía aquí uno de los clientes al que di el alta?

—Buenos días Iván. En esta clínica tratamos pacientes, no lo olvides. He revisado su historial y no debió dársele el alta, por eso ha vuelto a consulta.

—Esto es increíble, te saltas mi criterio como si…

—¿He de recordarte otra vez quién dirige el departamento?

No me respondió, salió sin mediar palabra y supuse que aquello traería cola. Así fue, en la reunión de jefes de departamento a la que asistía en calidad de adjunto planteó el conflicto.

—Parece ser que la doctora Rojas se ha dedicado a cuestionar mis decisiones. Desde su vuelta está revisando las altas que he dado a diversos clientes …

Era un intento de hacerme saltar, aún así no se lo podía consentir.

—Un momento —Me dirigí a Andrés—, no voy a tolerar algo que ya le he dejado claro al doctor Salcedo en reiteradas ocasiones. Esto no es un taller en el que reparamos automóviles, tratamos a personas con síntomas que debemos diagnosticar. No estoy dispuesta a admitir que a los pacientes se les de el trato de clientes, no mientras yo siga a cargo del departamento.

—Nunca hemos usado esa terminología doctor Salcedo y no vamos a empezar ahora. Prosiga—dijo Andrés.

—Muy bien, pacientes. Durante el tiempo en el que la doctora Rojas se ha ausentado de sus funciones…

—De acuerdo a unas condiciones consensuadas conmigo. No siga por ahí.

—Por supuesto, no he querido decir…

—Continúe.

—Bien, durante ese tiempo me hice cargo de los casos que estaban abiertos y de acuerdo a mi criterio procedí a dar el alta a los que consideraba resueltos. Ahora parece ser que la doctora Rojas se dedica a cuestionar mis decisiones.

Llegaba preparada a la reunión. Tenía sobre la mesa un informe sobre los casos que consideraba mal cerrados que me serviría para exponer mis conclusiones. Me bastaron unos minutos para desbaratar sus argumentos y dejar en evidencia la escasa fiabilidad de sus decisiones así como la necesidad de recuperar la terapia para los pacientes que estuvieran de acuerdo en volver a retomarla.

—Me parece que no ha entendido el objetivo de esta reunión doctor Salcedo, no es este el lugar para cuestionar el criterio de su jefe de departamento, no obstante considero que hay argumentos suficientes para la reapertura de los casos —concluyó Andrés—, espero que en el futuro no siga esa línea de actuación. ¿Se han podido recuperar? —me preguntó sin dar opción a Salcedo de argumentar.

—Tres pacientes han declinado la propuesta para retomar la terapia, el resto ya han concertado cita o están en vía de hacerlo—respondí dándole la relación de casos y el seguimiento que había hecho; Andrés hizo un gesto de satisfacción.

Pasamos a otros asuntos del orden del día, se trataron planes de actuación a medio plazo como la evaluación de nuevas terapias, algunas bien experimentadas otras no tanto y se abrió debate. Como era de esperar Salcedo abogó por aquellas que suponían una reducción de costes, los demás tratamos cuestiones de índole terapéutico. Entonces procuré centrar el debate en lo profesional y se sintió atacado, lo cual no era mi intención; corríamos el riesgo de agotar el tiempo del que disponíamos y dejar sin tratar asuntos más importantes por lo que propuse que esa discusión la siguiéramos fuera de la reunión. Iván me miró con un profundo desprecio y se inclinó hacia su compañero de la derecha. No gracias, yo no soy Roberto, murmuró en voz baja pero no lo suficiente como para que no trascendiera al resto de la mesa.

No esperaba que fuera capaz de llegar tan lejos. Todos enmudecieron y él advirtió el tremendo error que había cometido. Levantó la mirada aturdido cuando me incorporé. Escuché a Andrés muy lejos llamando al orden. ¿Qué pensaba?, estaba serena, absolutamente calmada. Me moví entre la pared y los asientos de mis compañeros para aproximarme hasta el otro extremo de la mesa de juntas donde se encontraba Iván que me parecía cada vez más insignificante. «Carmen, por favor» insistió Andrés pero no le presté atención, tenía el foco en Salcedo que se mimetizaba con el sillón, acobardado ante mi avance.

—Carmen… —balbuceó sin atreverse a mirarme. Con los codos apoyados en los reposabrazos, las manos cruzadas sirviéndole de escudo delante de la boca y la mirada huidiza casi me dio pena.

—Si tienes algo que decir hazlo ahora, ante todos.

Hizo un gesto nervioso con la cabeza declinando la oportunidad que le brindaba. El silencio se podía palpar. No quise dar opción a que Andrés le diera una salida a aquel infeliz, no estaba tan calmada.

—Quiero una disculpa, Salcedo.

—Perdona, yo…

—Una disculpa formal.

Me miró como si estuviera agonizando. «No me hagas esto» suplicaban unos ojos que poco antes me retaban desafiantes.

—Si no, aténgase a las consecuencias. Usted decide.

Esta vez vi el temor empañando la fugaz mirada que me lanzó al retirarle el tuteo. Seguro que los demás me miraron como lo hacían entre ellos, sin alcanzar a entender lo que estaba pasando. El siseo del aire acondicionado era cada vez más molesto. Iván se agitó en el sillón, carraspeó y comenzó a hilvanar una frase en voz baja.

—Míreme.

Calló, giró el sillón hasta encararse conmigo y empezó de nuevo.

—Lo siento Carmen, doctora. —corrigió—. Lamento mis palabras y todo lo que le dije ayer en su despacho. Fue.... insultante y fuera de lugar. Le, presento mis disculpas.

Era mucho más de lo que esperaba. Surgieron murmullos, hubo un par de abandonos que se hicieron notar castigando la puerta. Yo me limité a dar media vuelta y volví a mi asiento. Andrés tardó en reaccionar unos segundos, los que se tomó Iván para salir de la sala.

—Vamos a hacer un descanso, quince minutos. Doctora Rojas, a mi despacho por favor.

—¿Qué coño ha sido eso, me lo puedes explicar?

—Creo que es evidente: Salcedo ha creído que tenía margen para atacarme delante de todo el mundo, no podía permitirlo.

—¿Me tomas por tonto? Ahora mismo me vas a contar qué ha pasado en esa sala.

Terminó de hablar temblándole la voz, jamás le había visto tan alterado.

—Lo grabé. El viernes cuando entró en mi despacho tenía la grabadora encendida. —No se iba a conformar con eso, esperaba impaciente una explicación—. Dijo cosas que si las difundo puede costarle muy caro, por eso…

—Por eso se disculpó como lo ha hecho, ahora lo entiendo. Muy grave debe de ser para que emplearas el tono que usaste.

—Más serio es lo que ha insinuado sobre mi. No lo podía consentir.

—No, no. ¿Qué es lo que tienes en esa cinta?

«¡Nada, no tengo nada, tan solo el final de una declaración ambigua!», estuve a punto de estallar pero en el último momento me contuve, Andrés no podía saber que había jugado sin tener una baza sólida.

—¿Tan grave es?

Había malinterpretado mi indecisión, ¿por qué no dejarlo así?

—Lo es, ya viste cómo reaccionó.

—No me vuelvas a hacer esto, me has quitado la autoridad ahí dentro.

—¿Y qué querías, que le dejara insultarme sin hacer nada?

—Ya iba a solucionarlo yo.

—No Andrés, no eres el único que debe afrontar esas escenas. Si no reacciono socava mi autoridad. Y tampoco estás siempre aquí para poner orden.

Encajó el golpe, sabía que tenía razón. Saqué un cigarrillo y le ofrecí.

—¿Desde cuándo fumas? —preguntó cogiendo uno, encendió su mechero dorado y me aproximé, me observó mientras prendía el suyo.

—Este imbécil nos va a dar problemas, de sobra sé que está aquí únicamente para ser los ojos y los oídos de Solís, profesionalmente es un incompetente. Siento habértelo metido, no pensé que te fuera a liar la que te ha…

—No te preocupes, lo he cogido a tiempo. ¿Qué piensas que puede hacer?

—Todo depende de cómo se cuentan las cosas; en el último consejo Solís tenía una impresión distorsionada, imagina de donde la sacó, no me fue difícil solucionarlo; ahora veremos cómo le llega todo este asunto: tu reincorporación, vuestra falta de entendimiento y cómo lo he apartado. Si, has oído bien, te lo voy a quitar de en medio, su actitud y su comportamiento al frente del departamento en tu ausencia no ha sido el que yo esperaba. Y lo de hoy es inadmisible, se ha extralimitado. Está fuera.

—Lo siento, tenía que haberlo manejado con más mano izquierda.

Nos interrumpió Mar, la financiera, reclamando a Andrés para una firma. Salí a fumar a la calle, necesitaba descargar tensión. No tardé más de diez minutos aun así me incorporé la última. El incidente marcó el resto de la reunión que transcurrió en un ambiente tenso y con escasas aportaciones; Andrés, visiblemente afectado, cerró antes de lo previsto. No lo volví a ver en todo el día.

I. Cambio de planes

El jueves me llamó Tomás, salía del parking y caminaba hacia la cafetería donde suelo parar antes de entrar al gabinete. Había un cambio de planes no previsto, los alemanes de nuevo cancelaban el viaje a España.

—Quieren ponerme nervioso, saben lo que este proyecto significa para mi, he invertido mucho tiempo y esfuerzo e intuyen que he abandonado otras alternativas por apostar por ellos. Me están presionando.

Traté de tranquilizarle aunque en un sentido me venía bien, no estaba en mi mejor momento. Poco me duró la calma.

—De todas formas cuento contigo, no te comprometas para mañana.

—¿Crees que los vas a convencer?

—No es eso. Está todo pagado, el hotel, el restaurante, la discoteca… Dispongo de veinticuatro horas para reactivar otros asuntos que pueden dar mucho juego si se los trata con mimo. Procura estar localizable hoy.

II. La eclosión

Esa misma tarde me llamó.

—Tenemos trabajo, ahora si es imprescindible que nos veamos.

—Salgo a las seis y media, ¿está bien?

—Te espero a las siete.

Nada más colgar pensé que debía avisar a Mario, estaba al tanto de la cancelación de los alemanes y también de que algo así podía pasar.

—Hola, me acaba de llamar Tomás. Tengo que verle, no creo que llegue tarde.

—¿Eso quiere decir que, trabajas mañana?

—Si, eso parece.

—De acuerdo, nos vemos en casa.

No supe valorar su reacción, o no quise hacerlo. Cuando le anuncié que no vería a los alemanes apenas pudo contener el alivio a pesar de que no le oculté la posibilidad que ahora se materializaba. Esta vez su voz se mostró neutra, demasiado neutra.

Cogí un taxi y en veinte minutos entraba por la puerta del picadero. Ismael me saludó desde la conserjería con su habitual mirada húmeda y esa forma tan sucia de llamarme doctora. Estaba acostumbrada. Arriba me recibió Lorena con un cariñoso beso.

—Javier Linares, propietario y socio único de una importante bodega que heredó de su padre y ahora, diez años después pretende hacerla crecer.

Lorena pronto se aburrió con los planes de expansión, a mi sin embargo me parecieron fascinantes. Una empresa abocada a la absorción o el cierre tenía en el heredero un plan de futuro bien pensado. Pero necesitaba inversores y socios y ahí entraba Tomás que hasta ahora no se lo había tomado demasiado en serio, enfrascado como estaba en el macroproyecto alemán.

—Por lo que he hablado con Javier creo que no llego tarde, está algo molesto porque no le he dedicado toda la atención que esperaba de mi, pero eso lo voy a encarrilar mañana. Le vamos a tratar muy bien, le gusta que lo mimen, lo conozco desde hace veinte años y siempre ha sido así, siente debilidad por las mujeres y por ahí le vamos a atacar. Tú vas a dedicarte a fondo desde el momento que lo recojas en el AVE. —le dijo a Lorena.

—Cuenta con ello.

—Una limusina lo recogerá, tú serás la sorpresa que se encontrará dentro, lo acompañas hasta el hotel y te encargas de hacer que se sienta cómodo, todo lo cómodo que necesite ¿entendido? Yo me pondré en contacto con él por teléfono y cerraré el resto del programa, la hora del restaurante y demás. He reservado un salón para la cena por lo que después podremos continuar perfilando del proyecto; vosotras estaréis al tanto de lo que necesitemos y de mis indicaciones si veo conveniente que os apartéis. Luego tengo previsto que vayamos a bailar, es una de sus grandes aficiones. Tanto durante la cena como en la discoteca tenéis que estar las dos a su disposición, esto es algo diferente al plan que había con los alemanes ¿entiendes? —me preguntó.

Vacilé un instante, no sabía a qué nivel de disponibilidad se estaba refiriendo.

—Lorena, estate atenta. Te haré una seña cuando debas subir a la habitación con él; tú y yo hacemos el paripé y nos vamos ¿de acuerdo? Por la mañana ya me encargo yo.

—¿Una limusina te parece buena idea?

Me había precipitado. Sin embargo Tomás era ante todo mi amigo y no podía callarme algo que me parecía una pésima idea. Su semblante pasó de la sorpresa al desagrado. No me correspondía a mi cuestionarle delante de Lorena, me estaba saltando unas reglas no escritas que debía respetar.

—¿Te parece mal?

—No sé, ponte en su lugar. ¿Qué tal te sentaría si te reciben en… digamos, la estación de Santa Justa con una limusina?

Se quedó callado, sin duda estaba viéndose en tal situación.

—Ya está todo cerrado, no voy a poder cancelarlo con tan poco tiempo.

—Algo se podrá hacer, me imagino que eres un buen cliente. No lo canceles, sustitúyelo por un automóvil de lujo, un Mercedes de alta gama por ejemplo

Lorena estaba incómoda por el giro que había tomado la reunión y se mantenía al margen. Tomás cogió  su móvil y me lo ofreció algo desabrido.

—Hazlo, si tan segura estás encárgate tú.

No podía echarme atrás, ya no. Dame algo, le dije, ¿les contratas mucho, cuanto tiempo llevas trabajando con ellos?. No se calló nada, en el fondo sabía que podía confiar en mi, y esa tranquilidad me dio la seguridad que necesitaba para aceptar el pulso que me había echado. Como suponía no hablaba con un jefe de sucursal, sus contactos siempre apuntaban más alto. Tomás llamaba, pedía lo que necesitaba y más tarde le contactaban desde una delegación con todo resuelto.

—Buenas tardes, quería hablar con el señor Galiana. Le llamo de parte de don Tomás  Rivas. ... Gracias.

Esperé; Tomás y Lorena me miraban expectantes. Al poco obtuve respuesta.

—¿Señor Galiana? Buenas tardes soy…

¿Quién era? En un segundo tuve que reinventarme. No me quería exponer públicamente pero no tenía pensado nada. En un segundo tan breve como un relámpago improvisé, tomé el apellido de mi madre, el de mi abuela.

—Disculpe, ya estoy con usted. Soy Carmen Bauer, la asistente del señor Rivas.

En un instante nació Carmen Bauer, asistente de Tomás y prostituta de lujo. Carmen Bauer, sonaba bien y se hizo cargo de la situación. Le expuse el problema por el que no podíamos mantener ese tipo de vehículo y precisábamos sustituirlo por un automóvil de alta gama: Había cambiado el perfil del cliente al que teníamos que atender. Escuché todas las excusas de Galiana para rechazar mi petición y ataqué con los argumentos que tenía; el principal, la facturación que generábamos. Era un hueso duro de roer pero no estaba dispuesta a rendirme.

—Entenderá que este asunto es de vital importancia para su cliente, señor Galiana y no puedo decirle que no está dispuesto a atender su petición.

—No es una cuestión de disposición señorita, dígale que me llame y se lo explicaré a él personalmente.

Trataba de ningunearme y decidí sacar toda la artillería.

—Creo que no me ha entendido, a partir de ahora yo me ocupo de la gestión de estos asuntos,   deberíamos colaborar para ofrecerle una solución satisfactoria.

—Lo lamento pero no veo qué solución podemos darle, se acordó este modelo y se contrató hace más de quince días; comprenderá que no puedo hacerme cargo con veinticuatro horas de antelación, creo que es algo que entiende cualquiera.

—Lo que no entiendo es que le plantee una situación tan incómoda a un cliente que lleva tantos años contratando con ustedes y generando una importante facturación cuyo volumen no conozco ahora mismo pero en media hora voy a tener en mis manos. Mi petición es muy sencilla: Sustituir la limusina por un automóvil de alta gama y seguir trabajando con ustedes como hemos hecho hasta ahora. Señor Galiana le estoy pidiendo un poco de empatía con su cliente en una situación excepcional.

—No creo que esta incidencia justifique poner en el aire una relación comercial de tanto tiempo, señorita.

—Señora.

—Disculpe. En fin, hablaré con central a ver si pueden hacer algo pero eso ya será mañana porque hoy, a estas horas…

—Háblelo, mientras tanto yo me moveré por la planta doce de Torre Picasso donde me siento bastante más cómoda. Este asunto queda resuelto hoy, con o sin usted.

Me refería a la sede de la competencia directa de Galiana, solo lo conocía por habérselo oído mencionar a Andrés en una ocasión pero era el momento de lanzar un órdago a la desesperada.

—Vamos a ver, tiene que entender que con este tipo de cancelaciones…

—Sustituciones.

—Sustituciones, de acuerdo; nos descuadra el plan de flota y no tengo...

—Muy bien, no le insisto más.

—No, vamos a ver qué puedo hacer señora…

—Bauer, Carmen Bauer.

—Señora Bauer. Deme cinco minutos y la vuelvo a llamar.

—Eres la hostia.

Galiana no tardó en devolver la llamada plegándose a mi petición. Tomás lo celebró, aún no había salido de su asombro por la forma en que había gestionado la negociación. Luego nos siguió dando instrucciones. Lorena no dijo ni una palabra más, estaba aislada o así me lo parecía. Poco después la despidió, quedó demasiado claro que quería quedarse a solas conmigo. Me sentí incómoda, cómo iba a hacer grupo con ellas en estas condiciones.

—¿Qué jugada te han hecho los alemanes, eh? —Terminé por decir para romper el silencio. Estaba cerca de la ventana y me volví para mirarlo a la cara. Se servía un whisky, me ofreció y acepté sin pensarlo.

—Bien mirado me alegro, eso nos va a permitir prepararte. —No pude reprimir la sorpresa que me causó un argumento tan insólito. —A veces he dudado sobre la conveniencia de que te estrenaras con Meissner. Así es mejor, Javier es más previsible.

—Hablas de mi como si fuera… —Me ofreció el vaso, ancho, labrado, con un solo hielo.

—Qué, ¿qué eres? ¿quieres que te lo diga yo? Una puta en rodaje. Otros días eres mi amiga, mi única amiga si te he de ser sincero; la mujer que me ha hecho volver a creer en mí. Y mi amante. —Me recorrió la mejilla con el dorso de la mano—. Pero ahora mismo eres una aprendiz de puta y no porque yo lo quiera no, sino porque tú me obligas a tomar tu control. Por eso me alegro de que Meissner me la haya jugado, así estarás preparada.

Bebí un trago que me quemó la garganta.

—¿Bauer, eh? —Sonrió.

—¿Y que va a pasar con Linares?

—Quiero que aprendas de Lorena, obsérvala, toma nota de cada gesto, de cada palabra, estudia la forma en que se libra de él sin ofenderle. Es muy buena en lo suyo. Estoy seguro de que Javier no se va a conformar y en cuanto te vea querrá tenerte pero se lo dejaré bien claro desde el minuto uno. Tú vienes conmigo.

—¿Y si insiste, y si trata de…?

—Mano izquierda Carmen, se discreta, observa cómo lo maneja y toma ejemplo de ella, procura que no se creen situaciones desagradables.

—Sabré hacerlo, no te voy a defraudar.

—De eso estoy seguro, lo que necesito es que aclares tus ideas. Cuanto antes.

—No sé a qué te refieres.

—¿Qué quieres que suceda mañana? Te voy a presentar como mi persona de confianza para que no te moleste y puedas observar, es en lo que quedamos. Vas para aprender a comportarte como una de ellas. Te pongo a salvo de Javier pero necesito saber qué es lo que quieres Carmen. No estás preparada y me temo que no lo sabes. Eres muy buena en la cama pero no es suficiente. Cuando veas trabajar a Lorena te darás cuenta.

—Sé a lo que voy Tomás, no pretendo otra cosa —respondí visiblemente ofendida.

—Mejor así. ¿Nos vamos?

III. El debut

A primera hora me encargué yo misma de cancelar las consultas que tenía para la tarde y cité para la semana siguiente. Estuve toda la mañana con una sensación ambigua, nervios mezclados con excitación y ansiedad que no me permitió concentrarme. Salí a desayunar con Julia para evadirme. A mediodía me fui a casa, quería darme un baño y depilarme, había quedado con Tomás a las seis.

—Hola, ¿qué haces ya en casa?

—Me he tomado la tarde, quiero arreglarme con tranquilidad, voy a comer algo ligero, luego me daré un baño, me preparo y me marcho.

—Ya he comido, si me lo llegas a decir…

—Ya entiendo. No te preocupes, no voy a llegar a casa antes de las seis como muy pronto, ¿te vale?

—Mario…

—No, si no me importa.

—Es que prefiero estar sola, estoy un poco nerviosa y si estás por aquí no voy a poder…

—No te preocupes, no pasa nada.

—Mario, no quiero que te enfades, por favor.

—No me enfado, para mí también es complicado no creas. Supongo que no te ayudaría nada tenerme ahí.

—Me rompe el corazón hacerte esto.

—No seas boba, lo entiendo.

—Te quiero, ¿lo sabes, verdad?

—Lo sé…

—Carmen,  ten cuidado.

—No va a pasar nada, solo voy a… no sé, a aprender de Lorena, a estar en el ambiente, voy a ver si es lo mío. Tal vez descubra algo, que todo eso me supera, que es demasiado para mí, que es una locura.

—O que es lo que buscas.

—Tal vez, pero ten por seguro que hoy no es el día. Y Tomás me protege.

Elegí un vestido de sarga lamé verde oliva por medio muslo con un hombro descubierto que dejaba la espalda desnuda; «quiero que te luzcas», me había pedido Tomás y aquel vestido era sin duda el ideal. Con unas sandalias negras con el tacón del mismo color verde del vestido y el pelo recogido causaría sensación. Lo guardé cuidadosamente en su bolsa y me maquillé como me había enseñado Irene, sombra de ojos oscura, un rímel que acababa de estrenar y me hacía las pestañas más largas y densas y un toque de maquillaje para definir los pómulos. Por último me apliqué un color rosa en los labios. Elegí unos pendientes largos y un collar a juego. «Demasiado para una puta», pensé. Lo guardé todo en un pequeño neceser y salí para allá.

—Es perfecto —dijo Tomás zanjando las protestas de Lorena cuando me lo probé. Sacó unos billetes y le dijo que se diera prisa, aún podía ir al Corte inglés a comprarse algo a tono.—. No tardes, coge un taxi.

Caminó a mi alrededor mirándome de arriba abajo, parecía entusiasmado.

—¿Qué?

—Fantástica.

—¿No es demasiado?

—En absoluto, cumples el papel que te tengo reservado esta noche.

—¿Y es?

—Mi mano derecha y mi pareja.

No sabía si era lo correcto, si era lo que esperaba de mi. Me acerqué y lo besé, era lo que deseaba hacer, lo que sentía, lo que me motivaba. Y respondió, me estrechó en sus brazos y me besó.

—¿En serio, de verdad necesitas seguir con esto?

—Si Tomás, lo necesito.

Sacó de un bolsillo el estuche de la joyería y repitió el gesto: Me cogió la mano para ponerme el anillo. Qué emoción tan intensa volví sentir, me dejó sin aliento mientras me hacía suya. Al terminar la noche me lo devuelves, ya te diré por qué, me dijo en voz baja, yo me limité a asentir, no comprendía por qué a las demás les permitía conservarlo y a mí no, supuse que era por su gran valor y me esforcé por ahogar una sombra de despecho que podía arruinarme la noche.

Llegamos al hotel a las nueve en punto. Nos recibieron en la entrada y le pusieron al corriente de todos los detalles. Antes de pasar al restaurante me ordenó: «Del brazo». Yo obedecí sin cuestionármelo. Un maitre nos acompañó al reservado donde nos esperaban Lorena y Linares que se levantó al vernos. No había logrado que me diera ninguna pista sobre él y me sorprendió; nada que ver con la idea que me había hecho. Le calculé unos cuarenta y cinco, puede que algunos más, pelirrojo de cabellos rebeldes cargado de canas nos acogió con una amplia sonrisa que le rejuvenecía el rostro. Parecía simpático, tan alto como Lorena así que me debía de llegar por el hombro. Me recorrió con la mirada de una forma que no me hizo sentir mal. Quién diría que aquel cuarentón, vestido con un vaquero gastado, camisa azul y chaqueta manejaba una fortuna personal de más de seiscientos millones de pesetas.

No me equivoqué, era un hombre cordial y educado, todo lo contrario a lo que me esperaba. Mantuvimos una conversación amena en la que me costó integrar a Lorena, Javier entendió mis esfuerzos y colaboró en no dejarla fuera. Ingeniero agrónomo con amplios estudios en enología cursados en Francia y Estados Unidos estaba empeñado en sacar adelante la herencia recibida, había vivido varios años entre Ámsterdam y Bonn y al enfermar su padre decidió regresar para hacerse cargo de la empresa familiar.

—¿De dónde sales? —Me preguntó sorprendido cuando le cité algunos de los locales de ocio más interesantes de Bonn. Tomás me golpeó con la pierna reclamándome moderación. Demasiado cosmopolita para ser una puta, creí entender. A partir de ahí, procuré ser más prudente.

Pero el daño estaba hecho, Javier no atendía a Lorena, solo tenía ojos para mí. El resto de la noche se dedicó a hablar con Tomás del negocio que tenían entre manos o de su estancia en Alemania donde había encontrado una afinidad conmigo.

Salimos hacia la discoteca y me cogió del brazo. Bonn, Múnich, Garmisch, ¿Que si esquío? Si, un poco, mentí. Cómo decirle que conozco Garmisch desde que tengo uso de razón, que me subí a unas tablas antes de que supiera montar en bicicleta. Tomás se resignó al cambio de pareja impuesto por el cliente y se mostró amable y considerado con una Lorena desolada. Teníamos mesa reservada a pie de pista y en cuanto trajeron las bebidas le pedí que me sacase a bailar.

—Tomás, lo siento, no sé cómo ha podido ocurrir.

—No tienes la culpa, cualquiera habría hecho lo mismo, estás arrebatadora y además, eres deliciosa. Nunca te había visto así, entre la gente. Eres irresistible.

No le dejé seguir, no era para eso por lo que estaba allí.

—Te la cambio. —escuché y sentí como me arrastraban del brazo; me encontré frente a un sonriente Javier que sujetaba mi cintura y me conducía a ritmo de samba. Me dejé llevar, sé cuando mi pareja de baile controla.

—Sabes lo que haces —le halagué al oído.

—Gracias, pero si te sigo teniendo tan cerca pronto dejaré de saberlo.

Estábamos pegados, moviéndonos con la sensualidad de los ritmos brasileños, notaba su muslo abriéndose camino como una serpiente y él debía de sentir mi vientre pegado a su cuerpo frotándonos al ritmo de la canción.

—La música nos lleva, no nos vamos a perder.

Los planes de Tomás saltaron por los aires, Javier no me dejó ni un minuto, ambos éramos buenos bailarines y disfrutamos de la pista o bien me llevaba a la barra donde tampoco dejamos de hablar de tantos temas que me asusté, había perdido la noción de cuál era mi papel. Apenas nos sentamos y hubo un momento en el que tuve dudas de cual sería el final de aquella aventura. Hacía las dos de la madrugada Javier me cogió de la mano. Vamos, dijo y enfiló hacia la salida sin decir nada a Tomás que nos miraba desde la primera línea de pista. Espera, le dije, no me puedo ir así. Claro que puedes, soy el cliente, yo pago. De un tirón me solté de su mano. Soy su ayudante, la que te ha buscado compañía, dije señalándole a Lorena, soy yo la que ha organizado todo esto, mentí. ¿Cuánto? replicó. Sentí un escalofrío que me atravesó a la espalda. No hay dinero, le dije cortante pero ni yo misma me creí. Pon la cifra, venga. Estaba paralizada. «Treinta mil y si quieres mi culo, otro tanto después», resonó en mi cabeza y me fui lejos. Cuarenta, ofreció adelantándose a mi silencio. ¿Pero qué se pensaba?. Mi rostro habló por mí, di un paso hacia la mesa y me sujetó, ahora ya sabía que tenía algún precio. ¿Sesenta?, tanteó. Lo miré arrogante como si estuviera en lo alto de un pedestal, pensé y eso me trajo el recuerdo de Roberto porque bien podrían ser sus palabras. Cien mil, aventuré buscando la huida. Sonrió; te hubiera pagado… Ciento treinta mil, subí la puja, tenía que pararlo como fuera. ¡Oye!, protestó. Hecho, se apresuró a cerrar el trato al ver que enfilaba hacia la mesa. En metálico y por adelantado, contesté sin pensar lo que hacía. ¿No te fías de mí? No es eso, es… no te lo puedo explicar. Ven, espérame aquí, necesitaré un minuto. Me apoyé en la barra, me faltaba el aire. Se acercó a Tomás y tras una breve charla lo vi salir, Javier volvió conmigo. Eres todo un misterio, ¿me llegarás a contar quién eres? Ni lo sueñes. Desvié la conversación hacia los viñedos, me dolía ver a Lorena tan sola y fuera de lugar pero no podía hacer nada. Tomás regresó y le dio un sobre a Javier. Danos un minuto, le pidió.

—¿Sabes lo que haces?

—No tenemos alternativa Tomás, confía en mí. —Se acercó para darme las últimas instrucciones al oído.

—No hables de tu vida privada, escucha y no preguntes, y ante todo no le cuentes nada sobre mi.

—No te preocupes.

—Me preocupo, no estás preparada.

Tenía razón, no estaba preparada. ¿Y si…? Mil dudas cayeron sobre mí como un enjambre de avispas. Abrí el bolso y saqué la cartera.

—Toma, guárdamela, y el móvil quédatelo también. —Entonces pensé en Mario—. Llama a mi marido, dile que no voy a volver. No sé, cuéntale algo.

—Ya me encargo. —Volvió a pegarse a mi mejilla.—. Dosifícate, no tienes por qué darlo todo ¿me entiendes?

—¡Tomás! —Se detuvo y volvió sobre sus pasos—. La clave del móvil, no te la he dado.

—¡Ah, claro! Oye, ¿tienes preservativos? Ya veo, ahora te mando a Lorena —añadió al ver mi desconcierto.

Enseguida vino y me puso algo en el puño. Guárdatelos, te harán falta, dijo. La noté seria. Javier aguardó hasta que volvió a la mesa, le dio un apretón de manos a Tomás y vino a mi encuentro, contó los billetes que había en el sobre y me los ofreció: Ciento treinta mil, podemos irnos. Sentí un brote de excitación que me llegó a marear, cuando logré superarlo guardé el sobre en el bolso y dije: Vámonos.

Salí de su brazo sin mirar atrás. Entramos al hall del hotel y pensé que todos sabían a lo que me dedicaba. En el ascensor Javier me rodeó el talle y me besó, mis brazos respondieron solos, se fueron a cruzar su espalda, me pareció ancha y fuerte, una sensación que no había tenido al bailar con él. Me acarició con deseo, sus manos se movían deprisa, una se apoderó de mi culo como si quisiera levantarme del suelo, otra buscó el camino hasta encontrar uno de mis pechos, me pareció que el tejido que lo separaba de mi cuerpo no era nada, apenas aire. Me sentí invadida. Ya eres una puta, pensé, ciento treinta mil pesetas. Y me tranquilicé. Qué cosas se piensan en situaciones críticas. Olía a crema de afeitar y a una colonia que reconocí. Le acaricié la nuca, tenía el cabello ensortijado y me resultó agradable enredarme en sus rizos. Me mordía el cuello y me hizo temblar. En eso se abrieron las puertas y tuvimos que dejar los juegos. Iba camino de la suite, mi primer trabajo de puta.