Diario de un Consentidor 125 Vértigo

Dos miradas a una misma historia. Dos caminos y una encrucijada.

Capitulo 125

Vértigo

Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra,

traspasado por un rayo de sol:

y enseguida atardece.

Salvatore Quasimodo

—Voy a meter una pizza en el horno, ¿te apetece?

Salió del cuarto de baño y se detuvo para preguntarme. ¿Qué podía decir? Me quedé absorto en la tupida mata de vello de su pubis que poco antes había mordisqueado. En los oscuros pezones, remate de unos breves pechos que apenas repuntaban cuando se plantaba así, erguida sobre las plantas de los pies como si fuera a remontar el vuelo. Me perdí siguiendo el trazo de la sinuosa forma de las caderas, un suave perfil que marca el camino desde el valle de su cintura hacia los muslos sin romper la armonía.

—¿Me atiendes? —preguntó conteniendo una sonrisa de disimulado orgullo.

—¿Qué decías?

Se acercó a la cama despacio.

—Mírame a la cara cuando me hables. Eso no te ve ni te escucha, ni te va a responder.

Para cuando terminó de regañarme estaba frente a mí. Clavó una rodilla en el colchón y… eso, quedó a la altura de mi cara. Un potente aroma de mujer me inundó el cerebro.

—Pues para no hacer nada de lo que dices… tu coño me está mirando fijamente. Creo que me sonríe, yo diría que quiere algo de mi.

Se le escapó una risa ahogada, puso las manos en el cabecero para ayudarse a cruzar sobre mí y descendió hasta rozarse con mi boca.

—Quiere que te calles y lo beses.

Cuantas barreras había derribado desde que estábamos juntos. Hace un mes se habría negado a volver a la cama sin darse «al menos una agüita» después de orinar. Sin embargo ahora me permitía saborear la historia de nuestro reciente encuentro aderezada con unas gotas de sabor extra mirándola a los ojos sin encontrar el más mínimo pudor. Comenzó un baile sobre mi rostro, un balanceo terco, constante y al poco tiempo me entregó su jugo espeso y lechoso que anuncia entre temblores el derrumbe que ha de llegar.

—¿Ya? ¿me vas a dejar ya un poquito, solo un poquito? —protestó entre besos y mordiscos a mis labios empapados por su regalo.

—Un poquito, lo justo para que prepares la pizza que me has prometido.

—¡Serás…! Anda, arregla esto y abre la ventana que huele a…

—¿Mal? —Aspiré y fingí extasiarme. Sonrió y amagó con un castigo a la mejilla que de camino se volvió caricia.

—No. Demasiado bien.

Hice lo que me pedía, me sentía cómodo en su casa. Después de asearme entré en la cocina. Se afanaba colocando unos platos en la pequeña mesa.

—¿Por qué no abres el vino?

Una cena improvisada muy diferente a lo que teníamos pensado. Los planes cambiaron cuando la conversación frente a unos vinos cambió de rumbo. Habíamos quedado en un italiano cerca de la Plaza Mayor. Llegué con tiempo y reservé para una hora más tarde, mientras tanto me senté a esperarla. Cuando la vi entrar recordé por qué me había enganchado a esta mujer. No solo es hermosa, no sólo tiene estilo, es su forma de moverse entre la gente lo que la convierte en un ser especial. Me localizó y se le iluminó la cara. Solo por eso mereció la pena la espera.

Me levanté a recibirla. Imprudentes, sin pensar lo que hacíamos nos besamos en la boca. Luego comenzaron los preámbulos, las frases hechas hasta que, tras un corto silencio durante el que nos examinamos más allá de la mirada Graciela rompió el fuego:

—Bueno, aquí estamos.

—La bailarina y el poli malo. —dije y rompió a reír.

—Ya veo que habéis estado hablando. ¿Qué más te ha contado?

Alcé la vista del vaso. Aún sonreía. Cómo nos conocía.

—¿Te gustó?

—Demasiado.

—¿Y ahora?

—Aún no lo sé.

—Sabías que me lo iba a contar.

—Esperaba que lo hiciera, no creía que fuera capaz de ocultártelo. Y me alegro de que hayas empezado por ahí. —añadió mientras yo bebía un trago. Elevé las cejas.—. No te has guardado esa carta, eres noble, me gusta eso de ti.

Me encogí de hombros, me parecía tan obvio contárselo que no entendía la importancia que le daba.

—¿Qué piensas?

—Me alegro por vosotras. Os queréis, es algo que se nota. Habéis vivido muchas cosas que os han unido, si esto os hace estar mejor creo que a los tres nos ayudará a estar también más unidos y no pienses que lo estoy enfocando en un sentido sexual.

—Lo sé.

Nos habíamos cogido de la mano a través de la mesa y en un arranque de cordura deshicimos el lazo. Era el momento de abordar otros temas: nuestra relación. Hice algo de historia, la semana en la sierra, la dureza del reencuentro. Procuré suavizar, no tenía sentido abordar los aspectos más descarnados de las sesiones a las que nos sometimos, como tampoco tenía por qué conocer que ese hombre con el que conversaba y al que creía noble había sido capaz de drogar a su esposa para inyectarle las obsesiones que hasta entonces solo había logrado mediante la manipulación.

No, no le dije que le pagué por follar, le rompí la mente hasta hacerle asumir el rol de prostituta y cuando fui consciente de lo que había hecho no encontré recursos en toda mi experiencia profesional para enmendar el daño causado. Solo le conté una historia edulcorada de nuestro paso por la Sierra, una versión ligera en la que una pareja herida se reconciliaba y salía unida y recompuesta. Pero algo debió de ver en mí, o quizás es que ya me conocía lo suficiente porque al terminar supe que algo no le encajaba.

—No sé Mario, me da la impresión de que no me has contado todo.

—Todo, todo… —Me removí incómodo—. Hubo momentos tensos…

—Ya claro, déjalo.

Cómo se puede quebrar la confianza en un instante. No lo vi, no lo vería hasta mucho después. Seguí con el discurso tal y como lo tenía previsto, sin prestar atención a la pequeña fisura que acababa de abrir. Le hablé de la última conversación antes de nuestro regreso. ¿Cuál era nuestro futuro? ¿qué lugar ocupaban nuestras parejas? ¿podíamos convivir sin hacernos daño unos a otros? ¿estábamos actuando desde el egoísmo? Todo eso era lo que habíamos trabajado las últimas horas antes de volver a nuestra vida cotidiana. Y de ahí surgió el propósito de hablar con ella.

—No sigas. Tengo que contarte algo. Yo también he estado pensando mucho en nuestra relación, en mi vida y en mi futuro. Es parte de lo que hablamos Carmen y yo. Te quiero Mario, te quiero con locura. A veces me da miedo pensar hasta donde puede llegar este sentimiento. —Se detuvo, creo que no quiso seguir desnudando su alma. Respiró hondo y cuando halló la calma necesaria continuó—. Tienes razón, tenéis razón, yo también lo he pensado: Necesitamos espacio, tenemos que mantener nuestras vidas intactas, no podemos crear dependencias que nos aten, eso acabaría con lo que hay de hermoso en nuestra relación.

¿Por qué, si el concepto era el mismo, sus palabras me sonaban a despedida?

—Me han hecho una oferta.  Es… La Oferta, así, con mayúsculas.

Y lo era, ¿cómo iba a rechazar semejante oportunidad? Me lo contó con la ilusión desbordándole la voz y la mirada, tanto que me contagió. No puedes dejar pasar ese tren, le dije, has trabajado mucho para llegar a este día cariño, es tu momento. Se le humedecieron los ojos, se me ahogó la garganta. Estábamos en sintonía más allá de egoísmos, más allá de lo que hubiéramos pensado compartir.

Salimos de allí sin detenernos a cancelar la reserva, teníamos otros planes más urgentes.

—¿Cuándo te vas?

Dejó la pizza en el plato, no habíamos vuelto a hablar de “La Oferta” desde que abandonamos el restaurante y creo que hubiera preferido mantener ese estado de gracia un poco más.

—No es algo inmediato. La programación ya está hecha, creo, no la he visto. Si me decido me incorporaría en junio. La temporada comienza en otoño, imagino que estrenaremos en Madrid. No sé mucho más.

Nos quedamos en silencio, no pretendía darle un aire trágico a una noche que transcurría perfecta. Sonreí, atrapé una de sus manos, la que tenía más cerca y dije:

—Lo sé, solo quiero hacerme una idea, me gustaría poder hacer algún plan.

—¿Hacerte el encontradizo en París o en Roma?

—Nada me haría más feliz.

—Tendremos que hablarlo, no vaya a ser que me encuentres con Carmen.

—¿Tan claro lo tienes?

—Sabes que no, quería ver que cara ponías.

—La del psicólogo que se pregunta por qué vuelves a poner sobre la mesa tu iniciación lésbica y nada menos que con mi pareja.

—Unos besos y unas caricias no me convierten en lesbiana.

—Pero esos besos y esas caricias te gustaron tanto que no solo te planteas repetir sino ir más allá, confiésalo.

Abandonó la broma, su semblante adquirió otra expresión.

—Dime, ¿qué te preocupa?

—No sé si estoy haciendo lo correcto. Tal vez me estoy dejando llevar por unas emociones que han estado ahí, larvadas desde el comienzo y que debería controlar. Jamás había tenido una relación como la que mantengo con vosotros y me siento superada. Si, me gusta como nunca pensé que me atraería una mujer, y el ambiente en el que me encontré fue tan… provocador que me hizo romper todas las barreras.

—¿Y después, ya en frío, cómo te has sentido?

—Carmen me contó su propia experiencia y me sentí muy identificada. Cada una de las etapas por las que pasó me están sucediendo y ahora estoy en ese momento en el que necesito hablarlo con alguien.

—No sé si soy la persona adecuada, ¿por qué no lo hablas con ella?

—Porque me da miedo.

—No lo entiendo, no eres una persona a la que le de miedo tomar decisiones.

—Esta vez si.

—Es Carmen, con todo lo que habéis compartido ¿en quién mejor puedes confiar?

Irene

—Hola, ya estoy libre.

—Te voy a buscar.

—Mejor quedamos, no he venido vestida para ir en moto.

—¿No?, ¿por qué no?

—Llevo un vestido algo ajustado, te gustará pero no es lo mejor para la moto.

—Tú qué sabrás. ¿Te asusta enseñar pierna?

—No es eso, es que…

—Me has dado una idea pero tendré que cambiarme para estar a tono. ¿Dónde estás?

—Bajando por Lagasca, voy a cruzar Ortega y Gasset ahora mismo.

—En veinte minutos te recojo, ¿dónde?

—Déjame pensar.

Le indiqué un sitio en Núñez de Balboa, pequeño, íntimo. Solía ir hace tiempo con Mario, esperaba que siguiera abierto. No me equivoqué, mantenía el mismo ambiente tranquilo de hace dos años, buena música, poco volumen, lo ideal para charlar. Irene no se hizo esperar. Deslumbrante, enfundada en un vaquero negro marcando sus formas, se deshizo de la cazadora y me dejó ver una camisa ajustada a cuadros con las mangas enrolladas a medio brazo. Deseaba tanto besarla, pero no era el lugar. ¿No? Cuando el camarero se alejaba con el pedido aprovechó para darme un beso en los labios, sin prisas, sin cuidado. Un torrente de adrenalina se volcó en mis venas.

—Tenias razón, ese vestido es perfecto para la moto.

—¿Tú crees?

—Estoy segura.

—¿Y tú, de qué vienes vestida?

—De tu complemento.

Charlamos, bebimos… perdí el miedo, dejé que pusiera su brazo en el respaldo como si fuera a abalanzarse sobre mí, me tenía tan entregada que se lo hubiera permitido, supongo que lo notaba, lo sé por la forma en que me miraba, dominante, casi masculina. Y me gustaba, Dios cómo me gustaba. Yo también la miraba con deseo, me fijé que no llevaba sujetador y cada vez que mis ojos se iban a su pecho ella o yo perdíamos el ritmo de lo que fuera que estuviéramos diciendo. Luego, recuperada la mirada me sentía cazada pero no me excusaba, sabía lo que quería. ¿Cuándo me había vuelto tan descarada?

Me contó sus vacaciones sin mí. «Te eché de menos». Me habló de sus amigas, de Greta, una alemana que conoció haciendo windsurf, una mujer increíble. Te gustaría, me dijo. Sentí que no sentí celos y me alegré y sonreí y ella sonrió porque nos entendimos. Le conté mi semana sin ella, dura, intensa, complicada. No quería hacer de aquella velada un monográfico de lo que fue nuestra reconciliación. Debió de ver el dolor en mi rostro porque solo preguntó por el final. Estamos bien, respondí, hablamos todo lo que no habíamos hablado y hemos reconstruido la pareja.

—Ojalá hubieras estado allí.

Había vuelto a Tarifa, tal vez para devolverme la alegría con sus historias de olas difíciles, de noches apurando la última copa antes de acabar paseando por la orilla del mar.

—Ojalá. En octubre, te lo prometo, un puente, dos o tres días. Me muero por escapar contigo, donde tú quieras.

You belong to me sonaba mientras no dejábamos de mirarnos a los ojos. You belong to me, donde quiera que estés recuerda que me perteneces. Una preciosa melodía con una letra conflictiva.

—¿Sabes qué tengo un problema con esta canción? —Me di cuenta de antemano de que no me iba a hacer mucho caso, estaba embelesada recorriendo mi rostro, tratando de que perdiera la cabeza y diera el paso, el pequeño paso que me separaba de sus labios. Pero no me di por vencida—. Me encanta esta canción aunque la letra es tan…”Me perteneces”, ¿de qué va?, parece un mantra para recordarle a la chica que no es nadie sin él, ¿no lo ves?

Me escuchó con media sonrisa seductora, sin decir nada. Sabía lo que estaba haciendo: tratar de ponerme nerviosa.

—¿Me estás oyendo?

—Piensas demasiado.

—Escucha: «Mira las pirámides del Nilo, mira la salida del sol en una isla tropical, envíame fotos y souvenirs. Solo recuerda, querida, que me perteneces» ¡pero bueno!  Y esto otro: «Estaré tan solo sin ti, quizás tú también te sentirás sola», ¡vaya manera de fastidiarle las vacaciones ¿no crees?

Se echó a reír.

—Entonces, ¿dices que te escaparás conmigo?

—Si boba, nos iremos donde tú quieras.

—¿Y serás solo mía?

—Solo tuya, de nadie más.

Comenzó a tararear bajito uniéndose al cantante, «You belong to me», sin dejar de comerme con los ojos.

—No es lo mismo. —protesté sabiéndome derrotada.

—¿Y tu alianza? —preguntó. Me acariciaba los dedos. Recordé el día, recordé las emociones que provoqué con aquella decisión.

—Fue algo simbólico, verás: Pensamos que forma parte de la antigua pareja, son el signo del contrato que firmamos. Propuse despojarnos de los anillos, en principio por una temporada. Quería comprobar cómo nos sentimos al desnudarnos de su influencia, no sé si me entiendes. En realidad no los necesitamos, estamos juntos porque ambos así lo queremos.

Irene echó una rápida ojeada alrededor y de improviso me palpó el pecho con dos dedos. No quise mirar. Sentí el calor que me inundaba las mejillas.

—Sin embargo no te las has quitado. Mis alianzas.

—No es lo mismo. —balbuceé.

—¿Ah no? —Me estaba pidiendo una explicación, sus ojos sonreían.

—Cuando nos quitamos los anillos no rompimos la pareja, simbolizamos otro tipo de ruptura, expresamos una libertad que de hecho ya teníamos, ¿me entiendes?

—Te entiendo, pero no me has contestado.

—Tus aros… tus aros son alianzas si, para mí lo son. Cuando me veo al espejo, cuando me toco… pienso en mi mujer.

Me miró de una manera que llegó a hacerme sentir violenta, tanto tiempo, moviendo la cabeza de un lado al otro. Estuve a punto de pedirle que parara.

—Te quiero. Me has jodido toda mi ordenada vida pero te quiero.

Qué noche más hermosa, ha sido casi perfecta. Salieron del pub cogidas de la mano, sin importarles las miradas. Ya daba igual, era tan evidente su relación que unas manos entrelazadas era lo de menos. Se sentía tan inflamada que no quería ocultarse, ya tendría tiempo para considerar los riesgos que había asumido porque aquella noche era el tiempo para aceptarlos, como besar a una mujer en territorio vetado o montar en moto con un vestido imposible. Era lo que quería su chica y lo tendría. A horcajadas, tapando escasamente el culo y luciendo, en palabras de su marido, sus interminables piernas sobre una imponente moto parapetada tras el anonimato de un casco.

El restaurante elegido por su chica fue una excusa para continuar charlando, para seguir haciéndose el amor con los ojos, fue el lugar adecuado para abrirse, para hablar más de lo debido. ¿En serio? No es lo que la expresión de Irene parecía decir. Ahora, en la penumbra de la madrugada, después de entregarse al sexo como si fuera lo último que le quedara por hacer en el mundo sabe que los silencios que ha mantenido, lo que no ha dicho y no podrá decir la han dejado en evidencia. Esa doble vida que no le gusta mantener y que si se descubriera pondría en crisis su relación no ha quedado del todo a salvo. Tiene que resolver su búsqueda cuanto antes, nunca ha soportado las mentiras y no quiere mantener por mucho tiempo ésta en la que vive. Porque si se prolonga llegará Doménico y también tendrá que ocultarle en lo que se ha convertido.

Desasosiego, inquietud. Por eso le ha preguntado tantas veces Irene qué es lo que le ocurre y ha tenido que recurrir a la crisis del gabinete. Como si la mirada no la delatase.

Se aprieta a su espalda, le recoge un pecho en la mano, lo amasa, acaricia el aro idéntico al suyo, la alianza, y se emociona. La besa en la nuca. Irene respira profundamente. Te quiero, susurra.

El encuentro

Llegamos a las siete menos cuarto a casa, el viaje en moto terminó de despejarme y el contacto de nuestros cuerpos trepidando en sincronía me volvió a encender. Estábamos despidiéndonos cuando vi aparecer el auto de Mario, se detuvo a unos metros y le hice una seña para que avanzase hasta la puerta. Se bajó sin apagar el motor y caminó hacia nosotras.

—Está mejor de lo que me habías contado. —bromeó Irene.

—Si no fueras tan lesbiana me pondría celosa.

—¿Celosa tú? No me jodas.

Los presenté. Mario tan abierto como siempre le ofreció la mano y ella se la estrechó con energía. Intercambiamos unas frases que no recuerdo mientras ellos se estudiaban.

—Bueno —dijo Irene—, me voy. ¿Nos llamamos?

Un momento de indecisión, quería despedirla con un beso pero estábamos en la puerta de casa, si aparecía algún vecino…

—¿Por qué no subes y te tomas un café con nosotros?

Lo miré como si hubiera lanzado un salvavidas.

—Si, ¿por qué no? —dije—, todavía es pronto.

Irene vaciló, creo que tenía las mismas ganas de besarme que yo. Nos miró y captó la complicidad que había tras la oferta.

—De acuerdo, un café rápido y me marcho.

Aparcó la moto en mi plaza y subimos envueltos en un embarazoso silencio que rompimos casi al final con alguna frase hecha.

—Voy haciendo el café —dijo Mario, pasa y ponte cómoda o, haz lo que quieras.

—¿Me acompañas? voy a cambiarme.

—Claro.

La necesitaba a mi lado un poco más. Cuando entramos en la alcoba me lancé a sus brazos y la besé con ganas, estaba en casa, ojalá hubiera podido meterla en mi cama. Sonrió y me detuvo.

—No has pegado ojo en toda la noche. ¿Me lo vas a contar? —añadió cuando fue muy evidente que le había evitado la mirada.

—Cosas del trabajo ya te lo dije —mentí—, la reincorporación no está siendo fácil…

—Anda, arréglate que se te va a hacer tarde.

Me siguió durante todo el tiempo que dediqué a desnudarme, y me detuvo cuando llevábamos demasiado enredadas otra vez. Elegí la ropa interior preguntándole su opinión y escogí un vaquero ajustado porque tenía una idea en mente. Botines marrones de medio tacón y cazadora de ante iban a completar el conjunto.

Cuando salimos ya estaba el desayuno preparado. Mario nos dejó solas, era su turno para cambiarse.

—Me gusta, es solo una primera impresión pero casi siempre acierto. En la forma de aproximarse es como primero detecto a las personas y no suelo fallar.

—No te equivocas. Es así, no tiene doblez.

Regresó y terminamos de desayunar charlando. Hablamos un poco de nuestras profesiones pero el tiempo apremiaba, se nos había hecho un poco tarde.

—Vamos a ir justos de tiempo ¿tú me podrías acercar?, con la moto llegaríamos antes, sortearíamos los atascos.

—Por mi no hay problema. —contestó mirando a Mario.

—A mi no me digáis, es cosa vuestra pero tienes razón, en moto vais a adelantar mucho más.

Las miradas pueden matar, también pueden amar y yo le amé profundamente en una mirada.  Ya en la puerta nos besamos. «Luego te llamo», le dije. De nuevo se dieron la mano con más cordialidad aún y nos fuimos.

Llegamos con tiempo de sobra para tomarnos un segundo café. La llevé al lugar donde conocí a Domi, no se lo dije, no había motivo. Allí, alejadas del circulo donde podía ser vista tomamos café cogidas de la mano y luego le tuve que insistir para que me acompañase hasta la puerta del gabinete. No había razón para ocultarnos, no quería ocultarla. Cuando llegamos, ella con mi casco en la mano, la emoción estuvo a punto de hacerme perder la cordura pero Irene tomó las decisiones por mi y me dio un beso en la mejilla antes de alejarse. Solo entonces perdí la sonrisa. La preocupación por lo sucedido con Tomás, que me había amargado la noche, volvió a ocupar el centro de mis pensamientos. Tenia que hacer algo.

Duelo

—¿De acuerdo?

Le miré, no sabía de qué me estaba hablando.

—Perdona, estaba…

—En otra parte, ya me di cuenta —dijo Emilio—. ¿Va todo bien?

—Si, no te preocupes, todo marcha de maravilla. —Hice una seña al camarero y pagué los desayunos —. Estaba distraído pensando en… una cosa que me  tiene preocupado. —improvisé.

—Si puedo ayudarte.

—No creo. La cuestión es que a estas alturas debería de tener la reserva hecha para el verano, pero esta vez lo dejé parado por… es igual. Ahora me temo que no vamos a poder ir donde solemos.

Una excusa absurda, lo primero que se me ocurrió para que mi socio y amigo no pensara que le quería ocultar la causa de mi preocupación. La verdad es que llevaba desde la madrugada sin dormir, cobijado en Graciela dándole vueltas a un sentimiento que había anidado en mi pecho cuando me dijo que ella también rompía amarras y quería volar libre.

Soledad, o algo parecido. Sabía que no la iba a perder como tampoco perdía a Carmen. Y a pesar de todo ahí estaba: Una sensación de vacío enorme, una angustia, una especie de vértigo. Me había acostumbrado a pensar en un futuro con ella, una idea egoísta por cierto, y ahora que me hacía enfrentarme a la realidad no podía evitar sentirme solo, incompleto, vacío. Tan solo y tan vacío como me sentía a veces cuando pensaba en Carmen independiente, liberada, tomando decisiones en las que yo no era parte sino espectador.

Era consciente de la debilidad que demostraba y de lo mucho que tenía que trabajar para superarlo. Carmen y Graciela se merecían otra respuesta por mi parte. Yo mismo me merecía otra actitud ante la vida.

Todo esto iba pensando mientras caminaba de vuelta al gabinete con Emilio, mi buen amigo que no se había creído ni una palabra y no dejó de darme conversación ni un momento, aunque no lo escuchase.

Era un duelo no resuelto. El viejo Mario al que aún no había dado sepultura y del que me costaba despedirme. Era consciente de lo que me sucedía, estaba a mitad de un proceso inconcluso, tenía que terminar de resolverlo sin que la culpa por los síntomas que estaba experimentando arruinaran el resultado. Negación, ira, negociación, depresión… Un duelo en toda regla.

«Es como un sarampión», me dije, «tienes que pasarlo Mario, de ésta saldrás más fuerte».

Si, pero duele.

El pulso

—Da un paso atrás Carmen, no te enfrentes a Solís, si entras en ese juego vas a salir perdiendo y me lo vas a poner muy difícil.

Estuve dudando si debía informar a Andrés sobre lo que me acababa de suceder con Iván, al final decidí que tenía que saberlo. Me sequé las lágrimas, respiré hondo un par de veces, cerré la ventana y lo llamé.

—¿Y qué quieres que haga? No puedo imaginar qué pretende salvo pedirme explicaciones por la conducta que tuve con su chico y tomar alguna medida contra mí.

—Tranquilízate. No tiene autoridad para eso, todavía no.

—Vete —dijo tras un prologado silencio que no me atreví a interrumpir—, no vuelvas esta tarde, yo te justificaré.

—No puedo hacerlo, parecerá que le tengo miedo y el bulo de que soy tu protegida cobrará fuerza. Además, esta tarde tengo consulta.

—Entonces ten cuidado, se diplomática y sobre todo no entres a las provocaciones.

Salí a mediodía sola y apenas probé bocado, seguía muy afectada por el violento ataque de Salcedo. ¿Así iban a ser las cosas a partir de ahora? Y aún me esperaba el choque con Solís. Me dediqué a pensar los escenarios posibles que me podía encontrar y a elaborar la mejor estrategia a utilizar en cada caso. Estaban a punto de dar las tres cuando entré por la puerta y como si me estuvieran esperando me di de bruces con ellos que parecían recién llegados y charlaban animadamente con José Luis y la doctora Vega.

—Vaya —exclamó al verme aparecer—, la doctora Rojas por aquí, ¿a qué se debe el honor?

Ninguno de los dos disimuló el repaso que le dieron a mis vaqueros ajustados, ni siquiera la presencia de la doctora Vega, que no ocultó su desagrado, les llevó a guardar un mínimo respeto.

—Doctor Solís, buenas tardes. No sé si le han dicho que me he reincorporado esta semana.

—¿Ah sí? ¿Y es definitivo? Porque tengo entendido que en los últimos tiempos se la ve poco por estos despachos.

Tanto Vega como Arteaga se excusaron y abandonaron una situación que se presentaba desagradable. Yo estaba preparada para algo así, era una de las escenas que había barajado y argumenté con agilidad.

—Será que no le han informado. Pregunte al doctor Arjona y le pondrá al tanto de mi situación durante este periodo.

—Claro, el doctor Arjona, cómo no lo he pensado antes. Ya había oído algo sobre el doctor Arjona y usted.

—¿Y qué es lo que ha oído, doctor? —pregunté dando un paso adelante.

—Tranquilícese, ya sabe lo que son los rumores.

—Estoy tranquila, no me preocupan los rumores ya sé lo que son, corren como la pólvora y si además se llegan a publicar en prensa, entonces… —Me fulminó con la mirada. Dudé si no debería haber seguido el consejo de Andrés. Solís se demoró en salir de su silencio y con voz grave me dijo:

—No he venido a charlar, tenemos una reunión pendiente.

—¿Una reunión? ¿ahora? No sabía nada. Tengo consulta en cinco minutos. —respondí mirando el reloj.

—Cómo que no lo sabe, la he citado.

—No tengo constancia de ello. ¿Paloma, tú sabes algo? —Me miró incómoda por verse involucrada. Solís se encaró con Iván.

—Se lo dije. —protestó volviéndose hacia unos y otros.

—Comentaste que el doctor Solís quería verme, nada más. Lo podemos comprobar. —añadí antes de que lograse reaccionar—. Resulta que accidentalmente se registró nuestra conversación. Cuando entraste en mi despacho, sin llamar —recalqué—, estaba grabando unas notas para un informe. Si es necesario voy a por la grabadora y lo escuchamos.

—No hace falta, no es necesario —saltó—, creo que no llegué a concretar. Fallo mío, lo siento.

—Si me disculpan. Paloma, haz pasar a la paciente en cuanto llegue. —luego me dirigí a Solís—. Dígale a su secretaria que me llame.

—¡Rojas!

Me detuve. Solís avanzó por el pasillo hasta alcanzarme. No me gustó la expresión que traía.

—Treinta de junio, disfrute hasta entonces.

No entendí el alcance de sus palabras y mi confusión le provocó una sonrisa falsa, casi sucia. Más tarde, cuando estaba inmersa en la terapia caí en la cuenta: Era la fecha en la que se hacía efectiva la fusión que se había estipulado de modo temporal en Enero. En julio Solís pasaría a controlar el paquete mayoritario de acciones. Me acababa de amenazar.

Cuando terminé la consulta eran las seis y media. Había logrado centrarme y desconectar de los problemas que me asediaban, volvía a ser la terapeuta que siempre había sido y que le daba sentido a mi carrera. Dejé la bata en el perchero, saqué el móvil del cajón y vi que tenía dos llamadas perdidas: una de Esther, supuse que respondía a mi mensaje tratando de organizar algo para el sábado. La otra era de Claudia. No tenía intención de hablar con ella.

No bien había terminado de tomar esta decisión cuando me sobresaltó un zumbido y el destello de la pantalla con su nombre interpelándome, como si me estuviese diciendo «¿En serio?»

—Claudia.

—Hola cariño, por fin consigo hablar contigo.

—Ahora no puedo, estoy en consulta.

—¿A estas horas, un viernes? —Me sentí sorprendida en una mentira.

—Es que… me acabo de reincorporar después de tanto tiempo y, ya sabes…

—Claro, claro, tienes que ponerte al día con tus pacientes ¿es eso?

—Si, eso es.

—¿Qué te pasa? ¿No te alegras de escucharme?

—No, es que… tengo mucho lío.

—Bueno mujer, cinco minutos tendrás para mí, digo yo.

—No es el mejor momento Claudia, las cosas por aquí no van bien, hay mucha tensión. Mejor hablamos otro día si no te importa

—Claro que me importa. Si te pasa algo quiero saberlo nena, no me voy a quedar tranquila. Anda cuéntame.

Supe que no iba a poder quitármela de encima sin ofenderla, tendría que contarle algo ambiguo.

—No es nada, solo que he estado fuera más de dos meses y ahora me está costando recuperar mi posición.

—Saliste dañada de aquel lío con tu jefe ¿es eso?

Golpe bajo. ¿Por qué tuve que contarle tantas cosas, por qué?

—Si, algo así, además ha habido una fusión y el nuevo socio está intentando dar un enfoque que no me agrada, hemos tenido un enfrentamiento que me puede perjudicar… En fin, no quiero hablar.

Pero lo estaba haciendo, otra vez estaba hablando de más con ella.

—Vaya, cuánto lo siento. Ahora cuando lo que necesitas es tranquilidad. Dime ¿cómo te va con tu marido, os habéis reconciliado?

—Te tengo que dejar, voy a empezar la última sesión.

—Como quieras pero tenemos que seguir charlando. ¿Cuándo nos vemos?

—No lo sé, ahora mismo no creo que pueda.

—Tonterías. Lo que tú necesitas es el abrazo de una buena amiga para poder desahogarte, y esa soy yo. Descansa el fin de semana y el lunes te llamo.

Me sentí manejada de nuevo por esa mujer que conseguía hacer de mi lo que quería. Pero esta vez no se lo iba a consentir, no estaba dispuesta a dejarme avasallar.

Enfilaba Puerta de Hierro cuando sonó el móvil, activé el manos libres sin saber quién me llamaba.

—¿Sí?

—A ver, cuéntame qué te pasa. —Si dijera que no lo esperaba mentiría. Tras valorar seriamente la opción de colgar respondí dejando traslucir el fastidio que me producía.

—¿Por qué me llamas?

—Claudia me ha dicho que estás mal y he pensado…

—Y has pensado que tienes derecho a meterte en mi vida. —Descargué de golpe todo el aire de mis pulmones, no tenía por qué ser tan desagradable—. Perdona, he tenido un día de mierda. Perdona otra vez, no suelo hablar así.

—Un día de mierda es una descripción muy acertada para según qué circunstancias. Y tienes razón, no tengo ningún derecho a meterme en tu vida. Ya sabes cómo es: mandona, un poco prepotente, pero en el fondo lo que le pasa es que se preocupa por todos y cuando me ha llamado estaba muy preocupada por ti, dice que tienes problemas en el trabajo, que te han metido un socio que os está desbaratando la clínica y has tenido una bronca con él.

—Veo que te ha dado el parte completo.

—No es buena idea enfrentarse con un socio si tiene más poder que los que te apoyan.

—¿Y tú qué sabes?

—Lo intuyo, si no fuera así no estarías tan preocupada.

Supongo que necesitaba desahogarme. Le conté la situación por la que atravesaba el gabinete. La necesidad de liquidez tras las controvertidas decisiones de crecimiento que había tomado Andrés el año anterior y que le condujeron a asociarse con Solís; una mala decisión según mi punto de vista pero desde una visión de negocio imaginaba que debía de ser la correcta. No me gustaba Solís, le dije, ni como persona ni como profesional. El enfoque que le quería dar era tan diferente al estilo que se había marcado la clínica desde los orígenes que me sentía fuera de lugar. Me explayé, le conté la invasión de mi despacho, cómo lo resolví y la velada amenaza: «El treinta de junio». Para bien o para mal todo se resolvería entonces.

—¿Qué tiene de particular esa fecha?

—Es cuando se consolida la fusión, termina el periodo de evaluación durante el que cualquiera de las partes puede revocar el acuerdo. A partir de esa fecha la fusión será definitiva y Solís tendrá la mayoría en el Consejo.

—Y comenzará la purga.

—Eso es lo que me dio a entender.

—Yo que tú no me preocuparía, una profesional de tu nivel tiene el futuro asegurado.

—Gracias por tu apoyo pero ni me conoces ni conoces este mundillo. Solís tiene contactos, puede ponérmelo muy difícil. Además tenía tanta ilusión en este proyecto… Y Andrés: es un gran profesional, no se merece esto.

Le agradecí que me escuchara, me vino bien desahogarme y su compañía hasta poco antes de llegar a casa me relajó. Quién me lo iba a decir: El hombre que me violó sirviéndome de apoyo.

Barbacoa

No hubo problemas para cambiar los planes que teníamos con la familia. Esther lo celebró porque así se libraba de su marido que no podría asistir. Mi madre se mostró seca conmigo, no preguntó la razón del cambio y apenas me dio conversación. Mis intentos por hablar con ella se estrellaron en un muro de frialdad que no fui capaz de romper. Me di cuenta de que durante todo el tiempo que había estado inmersa en mi deriva solo me había preocupado por saber cómo estaba mi padre. ¿Y ella? ¿Por qué no me había interesado ni una sola vez por mi madre?

Me daba miedo saber qué podía pensar, si acaso tenía alguna idea de lo que estaba ocurriendo en mi vida. Preferí optar por mirar hacia otro lado porque mi madre me conoce demasiado bien y no hubiera podido mentirle.

Con mi cuñado ausente tenía una preocupación menos. A las once llegó el catering, Esther media hora después y comenzamos a preparar todo. El día, de un sol radiante, iba a acompañarnos. Extendimos el toldo y hacia la una aparecieron mis padres. Deseaba mostrarles que todo estaba bien, como siempre. Pero algo flotaba en el ambiente, tal vez el exceso de normalidad que tanto mi hermana como yo queríamos imprimir a la reunión le daba un toque de artificiosidad que nos mantenía a todos en tensión. Mi madre actuaba como el crítico que asiste al estreno de una obra de teatro, atenta a todo, parca en palabras. Los hombres procuraron rebajar la tensión actuando como la orquesta del Titanic, aparentando que no sucedía nada. Mario comenzó a preparar la barbacoa antes de tiempo para salvar un vacío irrellenable con otra actividad que no acertó a encontrar y mi padre se unió a él actuando de mudo comparsa.

Comenzamos a comer a destiempo, con todos los temas de conversación agotados. Cuando el silencio empezaba a resultar insoportable mi madre dijo:

—Supongo que esta reunión después de tanto tiempo tendrá algún sentido. —Nos miró alternativamente, a mí, a Mario—. Imagino que no será para anunciar que os vais a separar, sería demasiado canalla en mitad de una barbacoa. La otra opción es que habéis solucionado lo que sea que os ha sucedido.

—Mamá… —No me dejó continuar. Menos mal, tampoco tenía claro qué decir. Me quedé mirando el vaso que tenía en la mano. Nadie decía nada.

El silencio en la terraza se llenó de sonidos de verano que en otro momento hubieran quedado ahogados por la conversación de una familia en concordia: El piar de unos gorriones, una ráfaga de viento hizo batir el toldo, el crepitar de la brasa, unos niños riendo y gritando en el parque ocho plantas más abajo… Yo, absurda y concienzuda, me centraba en escuchar el silencio plagado de sonidos con tal de que entretanto sucediese algo, algo que me evitase tener que ser yo quien tomase la iniciativa.

—Es la primera vez que nos dejáis al margen a vuestro padre y a mí. Han pasado cosas muy duras en esta familia y siempre las hemos compartido juntos. Jamás habíais hecho algo así, apartarnos como si ya no… —Se le quebró la voz pero tuvo la fuerza suficiente como para detener la incipiente protesta de Esther—. Os he visto fingir durante mi cumpleaños, hablar a escondidas, disimular. ¿Qué pensabais, que no nos dábamos cuenta?. Te he preguntado y me has mentido. —Le reprochó a mi hermana—. Y me habéis hecho sentir inútil, inútil como jamás me había sentido. No sé lo que os ha pasado, no habéis querido que lo sepamos. Ahora ya no importa porque creo que lo que fuera lo habéis superado, pero ¿sabéis una cosa? por primera vez me habéis apartado, siento que para vosotros ya no cuento. Me habéis hecho sentir mayor.

Esther salió de la terraza precipitadamente. Yo no tenía palabras para responder al dolor que le había causado a mi madre. Fue Mario quien rompió el hielo.

La habíamos hecho sentir mayor. Esa frase se me clavó como una cuchilla. Ahí las tenía frente a mi, madre e hija, espejo una de la otra como un anuncio de lo que el tiempo haría de Carmen en veinticinco años. Una promesa de madurez espléndida. Amalia le ha dado la constitución a su hija. Alta, esbelta, de músculo firme pese a la edad. A veces pienso que en pocos años podrán confundirla con mi pareja más que Carmen porque Amalia aparenta seis o siete años menos. Nos llevamos doce frente a los trece que le saco a su hija. Me encuentro en medio de dos mujeres reflejo una de la otra, con caracteres similares. Tal vez por eso chocan como dos icebergs en mitad del océano haciendo estallar todo lo que hay alrededor.

No encajó bien nuestra relación, le costó aceptarme pero cuando lo hizo fue de manera incondicional, nos hicimos amigos en el sentido más profundo del término. Somos mucho más que suegra y yerno, por eso me duele tanto haberla ignorado durante esta crisis. Yo, precisamente yo tendría que haber acudido a ella, a mi amiga Amalia. Le he hecho daño. ¿Cómo no he entendido el futuro hacia el que se encamina y ya va atisbando?

—Amalia, perdóname, lo hemos llevado mal, muy mal, me he aislado de todo el mundo, de todos los que me rodean y lo estoy pagando. Creo que le he hecho daño a demasiada gente.

Aceptó mi disculpa en silencio, no era necesario añadir nada. Carmen tenía el rostro demudado y hasta entonces había permanecido callada. Se acercó y le hizo una tímida caricia en el brazo, Amalia le dijo algo al oído y se fueron hacia la zona más alejada de la terraza y acodadas en el bordillo de piedra se pusieron a hablar. Me dediqué a mi suegro, era mi turno de disculparme poniéndole al día, también él había quedado al margen y no era justo.

¿Hasta dónde contar? No tuve dudas en definir el límite que no debía traspasar, no estaba hablado con Carmen pero era demasiado evidente. Al finalizar me quedó el temor de no haber convencido a Fernando o de haber incurrido en alguna incongruencia con respecto a la versión que aún estaban hablando madre e hija. Un amago de infidelidad, un tiempo de reflexión, la culpa asumida por mi… No podía hacer otra cosa.

Un amago de infidelidad, un tiempo de reflexión, la culpa asumida por ella…

Cuando mis suegros se marcharon nos quedamos los tres. La desaparecida Esther que había preferido quedarse al margen mientras recuperábamos el vínculo roto con la familia nos echó en cara el daño que habíamos causado, las múltiples veces que nos advirtió del egoísmo que emanaba de nuestra conducta.

—Mamá no es tonta, sabe que no le has contado toda la verdad. Ten cuidado con lo que haces y con lo que dices. Está más preocupada de lo que aparenta.

—¿Crees que no lo sé?

—Y papá…

—Ya, déjalo, no hace falta que me lo digas, he visto cómo me mira.

—Tenéis que tranquilizaros. —dije—. A partir de ahora todo va a volver a normalidad. —Carmen me miró de una manera que no le pasó desapercibida a su hermana—. Quiero decir que reiniciaremos una vida de familia como hemos tenido siempre, en poco tiempo entenderán que todo se ha solucionado.

—¿Y es así, se ha solucionado?

Carmen y yo nos miramos antes de responder.

—Si chiqui, todo va bien.

…..

—¿Qué te pasa?

Llevaba un rato con la vista perdida más allá del libro que tenía sobre las piernas.

Cuando Esther se marchó salimos a dar una vuelta sin rumbo. Necesitábamos caminar, despejarnos. Carmen me cogía por la cintura y yo la abarcaba por los hombros, recorrimos así un largo trecho alejándonos de la urbanización, en silencio, dejando que los pensamientos flotasen sin contaminarnos mutuamente. Yo estaba herido, luchaba contra la congoja que me asediaba y no quería contagiarle, por eso seguía en silencio, caminando con ella. Luego regresamos, apenas cenamos y nos acostamos prolongando el silencio que ocultaba una intensa tormenta que no había amainado en toda la tarde.

—¡Eh! ¿qué te pasa?

Dejé el libro en la mesita de noche y la miré. Ella dejó caer el suyo.

—Pensaba en tu madre, no he dejado de darle vueltas a lo que dijo.

Apartó el libro y se acomodó para poder mirarme de frente.

—¿Qué es lo que dijo?

—Que la habíamos hecho sentirse mayor. No sabes cuánto me… —No quise seguir, no era mi dolor el que importaba—. ¿Cómo he podido ser tan insensible, tan egoísta? ¿Cómo me he olvidado de tanta gente? ¿Cómo…?

Me detuve. Mi reproche estaba tomando forma de acusación.

—La miraba esta tarde y no podía entenderlo, ¿cómo se puede sentir mayor una mujer como ella? Si no parece que tenga cincuenta cinco años. Está estupenda, tan elegante, tan joven. A veces cuando salimos con ellos y me coge del brazo y vamos charlando he pensado que bien podría pensar la gente que es mi pareja. ¿Te das cuenta de que cuando me la presentaste tenía casi la misma edad que tengo yo ahora? Si, Carmen, encaja más conmigo que tú. Eres una cría a mi lado.

—¡De qué coño estás hablando!

—De nada, solo quiero decir que no entiendo qué hemos hecho para que una mujer como tu madre se sienta vieja.

—¿Y tú? ¿Qué hemos hecho para que te sientas más cómodo con mi madre que conmigo, me lo quieres explicar?

—No he dicho eso.

—¿Ah no? pues me lo ha parecido. ¿Sabes? estoy un poco harta de esas tonterías.

—Déjalo, no he sabido explicarme.

—Pues explícamelo antes de que… ¡Oh joder! —Apartó la sabana con violencia y se levantó.

—Ha sido una bobada, no te pongas así. Es que os veía hoy después de lo que dijo y sentí mucha pena por ella. Sois como dos gotas de agua, ella eres tú dentro de veinticinco años ¿te das cuenta? Joven aún, hermosa, femenina.

—¿Y?

¿Se lo debía decir? o era mejor seguir callando lo que me llevaba agobiando tanto tiempo.

—¿Te das cuenta de que yo tendré sesenta y ocho años? Tu padre solo tiene seis años más que tu madre ¿has visto la diferencia? Es un hombre mayor, ¡un hombre mayor! Y tu madre no lo es. ¿Cómo seré yo entonces con casi setenta años y tú, una mujer todavía joven?

¿Qué pudor le obligó a acercarse al armario y cubrir su impactante desnudez con una bata antes de volver a enfrentarse a mi estúpida argumentación?

—¿De qué me estás hablando, de un futuro que no conocemos? ¿Y si tenemos un accidente aéreo y nos matamos? ¿y si se me declara un tumor maligno en el útero? ¿Te has vuelto loco? El tiempo es lo que es, el tiempo no espera por nadie ¿te acuerdas? Disfrutémoslo, no nos amarguemos por lo que vaya a venir por favor Mario, por favor. Hoy somos los que somos, dure lo que dure. No sufras por lo que tenga que llegar porque entonces no vives y no me vas a dejar vivir.

Se volvió y rebuscó nerviosa en la coqueta. Encendió un cigarrillo, pronto el olor dulzón se extendió por la alcoba.

—¿Qué te está pasando Mario? Tú no eres así. Esto fue lo que hundió el fin de semana en casa de Doménico, este tipo de pensamientos destructivos. —Se sentó a mi lado y me cogió de la mano—. Tienes que solucionarlo, esto es lo más peligroso que nos ha pasado hasta ahora, mucho más que cualquiera de las cosas que hemos hecho o dicho. Esto y no otra cosa es lo que puede acabar con nuestra pareja.

—Dame.

Cogí el cigarrillo y di una profunda calada. Estaba asustada, lo vi, más asustada que nunca. Fuera lo que fuese el origen de esta inseguridad que me corroía tenía darle solución.

—¡Mierda! —Se estremeció, nunca me había oído hablar así.

El difunto Mario se resistía a pasar por el crematorio. Negación, ira, negociación… Depresión.

—No me mires así. Voy a arreglarlo, te lo prometo.