Diario de un Consentidor 116 Fluídos
Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor
Capítulo 116
Fluídos
Clavo los puños y me lanzo a una carrera en la que pierdo el control de mi cuerpo. No soy yo quien da impulso a mi cintura, no puedo ser yo porque solo tengo conciencia para mirar el rostro de Carmen que se desencaja al sentirme dentro, más rápido, más intenso, más brutal. Mis caderas actúan por libre, han cogido un ritmo endiablado que no domino, yo solo tengo ojos para contemplar el desfallecimiento de mi mujer que parece sufrir con cada golpe. Si no fuera por esa agónica sonrisa que desmiente la tortura…
Un chispazo se extiende por mi espalda, siento crecer esa parte de mí que la taladra, podría estallar, va a estallar, tiemblo, tiemblo, la escucho gemir, tiemblo.
…..
—¿A qué hora nos vamos?
Por mí no marcharía, quedan tantas cosas por hablar. Ayer mencionó varios temas pendientes. No creo que se puedan condensar en un solo día.
Se nos ha quedado corta la semana.
—¿Cuándo has quedado con Andrés?
De un salto surge desde el refugio de mi pecho y me mira con los ojos tan abiertos que me enternece.
—El martes, ¿estás pensando lo mismo que yo?
—Podría hablar con Emilio y organizar mi agenda.
Trepa sobre mi cuerpo. Acabamos de hacer el amor y la copiosa carga que guarda se derrama por mi vientre.
—Todavía tenemos mucho que poner en común, cariño.
—Lo sé, por eso ahora deberíamos ducharnos.
—¿Ahora?
…..
—Podemos desayunar en el pueblo, hace una mañana estupenda y después seguimos —propongo al salir de la ducha. Carmen se extiende crema hidratante frente al espejo; la abrazo desde atrás, mis manos se deslizan por su cuerpo. Sonríe y se deja hacer.
—¿No eras tú quien tenía prisa? Anda, quítame eso del culo —dice meneándose para apartarme.
—¡Dios! —exclamo huyendo del baño.
Hace una mañana espléndida, ya se nota la ausencia de los que se han ido marchando; caminamos a buen paso monte arriba antes de poner rumbo al pueblo.
Suena el móvil y sin bajar el ritmo contesta.
—¿Si? ¡Ah, hola Jorge! —responde echándome una mirada—; si, por el monte… caminando, ya te dije que hoy no iba a salir a correr… claro, te hubiera avisado.
Me mira y sonreímos ante una protesta tan pueril. Siguen hablando, le ha preguntado por nuestros planes de marcha y no le menciona que pensamos quedarnos un día más.
—De acuerdo, ¿donde siempre? Vale, en... un cuarto de hora o veinte minutos. Venga, un beso hasta luego.
Le divierte la cara de sorpresa que he debido de poner; recupera nuestra conversación y la sigo hasta que no puedo más.
—¿Has quedado con él?
—A tomar café, si.
Sin darme cuenta voy perdiendo velocidad..
—Pues nada… —digo a punto de pararme; me siento descolgado de esa cita.
—Pues nada, allá que vamos, ¿No es a lo que íbamos, a tomar café?
—Si, claro.
—Pues eso.
Ver rodar por el suelo la sonrisa de Jorge cuando entramos en el bar fue una de las cosas más gratificantes que viví aquella semana santa. Reconozco que me sentí cruel pero ¡que coño! lo disfruté como un niño.
Enseguida se repuso y trató de ignorarme pero ella no se lo puso fácil y él entendió que si seguía por ese camino lo tenía todo perdido. A partir de ahí se estableció una cordialidad más o menos forzada.
Hay química entre ellos, Carmen trata de restarle importancia pero la atracción es evidente; Jorge hace poco por ocultarlo, es como si tras lo que ocurrió en las lagunas hubieran establecido otra relación; es algo subliminal, nada descarado, lo suficiente como para tratarla de otro modo en mi presencia; está en la comunicación gestual que acompaña al diálogo. ¿De qué hablamos? apenas me entero, permanezco absorto al intercambio de gestos, miradas y roces que significan tanto, tanto…
Carmen lo advierte y una vez más me sorprende, le basta una mirada. Algo va a hacer, la conozco; esa mirada…
Y lo hace. Cambia las formas de una manera tan leve que solo ella y yo lo saboreamos; ahora somos tres los que vamos a jugar un juego sin que él haya captado el cambio. Jorge hace un comentario, Carmen suelta una risa fresca, juvenil y deja caer la mano sobre la suya; él me lanza una brevísima mirada y yo hago como que no lo he visto, ella ni se inmuta y seguimos charlando. Esas manos unidas me electrizan y a él… infeliz, a él le da pie a creer que está ganando una batalla que solo existe en su cabeza. ¡Pobre Jorge! si supiera… Charlamos y cada vez que ella se dirige a mi mientras sus manos siguen unidas nuestras miradas hablan, derrochan deseo, mantienen un dialogo en paralelo al que nuestras palabras expresan. Y Jorge me mira arrogante deslizando el pulgar por la suave piel de sus dedos como si ese gesto le concediera un privilegio sobre mi esposa que antes era mío; ¡iluso!. Algo dicen sobre un debate que mantuvieron, no he prestado atención hasta que percibo cierta actitud combativa en ella.
—¿Quieres decir que no estabas convencido y aún así me diste la razón?
Ha retirado la mano con la excusa de colocarse la melena tras la oreja para no hacer evidente que se trata de un castigo, pero Jorge echa un rápido vistazo hacia su mano abandonada.
—No he dicho eso, a ver…
—Entonces qué has querido decir.
No lo va a dejar, la conozco, tendrá que explicarse a fondo si no quiere quedar fatal.
—A ver Carmen, ha sido solo un comentario.
—Muy desafortunado pero no, no es solo eso, vienes a decir que no merecía la pena seguir debatiendo conmigo por qué, ¿porque soy mujer?
Exagera el argumento y Jorge, visiblemente incomodo, no sabe cómo salir del embrollo.
—La verdad es que me costaba concentrarme, estaba… a otras cosas —dice con una sonrisa cómplice que intenta trasladarme buscando mi apoyo.
—¿Cuándo fue, ayer en las lagunas? —intervine.
—Si, después de nadar estuvimos sentados en la hierba, secándonos al sol y charlando un rato.
—Me lo quedé mirando; era su torpe manera de decirme que había tenido a mi mujer desnuda.
—Entonces no me extraña que no pudieras concentrarte —bromeé.
Carmen tardó poco en responder.
—Parece que los hombres siempre acabáis pensando con eso que tenéis entre las piernas.
Volvió a dedicarse a la tostada. Jorge quedaba desubicado, yo sabía que no estaba tan ofendida como intentaba aparentar.
—No es cierto, solo fue… Vale, soy un capullo, lo reconozco ¿y quién no cuando conoce a una tía tan… genial como tú?
—¿Perdona?, no me he enterado de lo que decías, estaba pensando en tu polla.
Casi me atraganto. No pude contener la risa. La cara de bobo que puso era para hacerle una foto.
—Lo he entendido —refunfuñó.
Estaba tan pendiente del duelo que dejé caer el cuchillo al suelo; antes de que pudiera localizar al camarero Carmen se llevó a la boca el suyo y en un gesto tremendamente erótico lo limpió y me lo pasó.
—Yo… iba a pedir uno —balbuceó Jorge; ella hizo un mohín.
—No hace falta, a estas alturas Mario ya ha probado todos mis fluidos.
—Quién pudiera —prorrumpió en un arrebato incontrolado.
Nada, nadie añadió nada, y la sonrisa se le fue congelando. Nos había sorprendido con su audacia, fue eso. Y quedó en tierra de nadie, sin saber si había ido demasiado lejos.
Todo sucede tan rápido… Carmen me reta, no sé lo que pretende pero tiene que ver con lo que quedó anoche en el aire: Esos sueños descontrolados que pueden llegar a hacerse realidad.
«Quién pudiera» resuena aún en el ambiente.
—Pocos —insinúa; vuelve sus ojos a mí, parpadea y el corazón me da un vuelco—, creo que los puedo contar con los dedos de una mano y…
—Has dicho todos. —le recuerdo; intuyo que no sabe de qué hablo. —.Tus fluidos.
Entrecierra los ojos y sonríe, acepta el envite. Mira la mano que extiende ante ella, frunce el ceño y comienza a plegar dedos escenificando un cálculo hasta dejar solo dos.
—Tienes razón, los cuento con los dedos de una mano y me sobran…
—Te siguen sobrando, amor —Recalco, sé que juego fuerte. Finge un reproche aunque esa sonrisa la delata; por fin deja un solo dedo extendido.
—¡Vampiro! —exclama bajito empujándome con el hombro.
Jorge está sobrepasado, no es capaz de articular palabra. Nosotros seguimos mirándonos ajenos al resto del mundo. Recordamos algo que sucedió hace muchos años. Una jovencísima Carmen y un recién enamorado Mario rompieron uno de los últimos tabúes que les quedaban por hacer saltar.
—¡Joder! ¿Un poco fuerte, no? —dice intentando volver a integrarse.
—Es para vivirlo —responde Carmen, aletea esos ojos profundos que han adquirido un matiz intenso —, algo así no se improvisa, no funcionaría.
Hay un tinte de nostalgia en su voz.
—Sin conocer el contexto puede incluso sonar sucio —añado sin apartar mis ojos de ella.
—No he querido decir…
Carmen le calla con un suave gesto. El juego ha terminado. Nos perdemos en aquel intenso recuerdo
—Es para vivirlo. —repite. No sé qué pretende pero dejo que siga—. ¿Qué es lo que hace que una sensación se transforme y altere su significado, lo sabes? Me preguntabas ayer cómo aguantaba desnuda dejando que el viento me secase sin sentir ninguna molestia. Al contrario te dije, estaba en la gloria. Es una cuestión de motivación.
Imaginé la escena y no pude reprimir un brote de excitación.
—Cuando me hice el piercing que has visto me acompañaba la persona que me lo regaló —Jorge desvió un instante los ojos hacia mi—, apenas sentí dolor, ella… me tenía cogida de la mano. Es una cuestión de balance entre el dolor y el deseo. Ganó el deseo.
¿Adonde quería llegar? Ambos la escuchábamos expectantes. Carmen se arrellanó en la silla sin soltar mi mano.
—Hace algunos años, una tarde cuando Mario y yo estábamos en la cama y yo aún seguía con la regla sabíamos cómo terminaríamos: mucho amor y sexo oral. Pero Mario es muy especial, no era la primera vez que me masturbaba cuando estaba en los últimos días.
Jorge bajó la mirada tal vez incómodo por el derrotero al que llevaba la conversación estando su marido presente; y yo por alguna absurda razón me contagié de su malestar.
¡Qué! —exclamó divertida al ver nuestra reacción—, ¿preferís que hable de caricias? A ver si a estas alturas os vais a asustar porque llame a las cosas por su nombre.
Sonreímos algo desconcertados, nos estaba dando además una lección de espontaneidad.
—Mario me masturbaba cuando estaba con la regla, ¿aún lo haces, verdad? —apostilló llevándose a los labios la mano que sujetaba para besármela—, y yo le correspondía con… una mamada, tal y como me había enseñado a hacer. —dijo vigilando nuestra respuesta a sus palabras—. Me acostumbré a ver con naturalidad sus dedos manchados, poco a poco iba dinamitando mis vergüenzas; yo debía tener, ¿cuántos?, ¿veintidós, veintitrés?
—Veintidós —confirmé.
—Una niña. Enseguida noté que algo había cambiado, yo por entonces era todavía muy inocente y al lado de Mario apenas sabía de sexo. Aquel día comenzaste a acariciarme y pensé que te limitarías como otras veces a masturbarme, pero cuando me despojaste de la braga y comenzaste a besarme el vientre, ¿te acuerdas?, intuí lo que iba a pasar; y había tanto amor en tus gestos y en tu mirada que ¿cómo iba a negarme? Dejé que sucediera; si ya había perdido el pudor a ver tus dedos teñidos de rojo supe que podía entregarme a ti una vez más.
Se detuvo y me miró de una forma que me sentí intensamente amado.
—Transmutaste el concepto que había recibido desde que era una niña: Suciedad; algo que debía vivir oculta lo convertiste en normal, que podía ser deseable, ¡deseable! De alguna manera me reconciliaste con mi cuerpo; por eso ver tu rostro manchado tras llevarme al orgasmo me conmocionó. Te besé ¿recuerdas?, te besé y lloré de alegría.
La escuchamos en silencio, atrapados por la emoción que desprendía.
—Hay gestos que unen a una pareja mucho más que la firma de unos papeles o una ceremonia en una iglesia o… un par de alianzas —concluyó volviendo sus profundos ojos hacia mí.
Sentí que la piel se me erizaba. Me estaba enviando un mensaje claro y contundente.
—Podría decirse que sellasteis un pacto de sangre.
No estaba seguro de la intención que llevaba Jorge con aquella frase, tampoco me importaba demasiado.
—En la forma y en el fondo aunque no sé si lo has entendido del todo —le respondí sin dejar de mirarla. Así pude ver la hermosa sonrisa que nació en sus labios.
—Vaya, qué difícil debe de ser competir contigo —me dijo.
La vi contenerse; un cruce de miradas conmigo la llevó a replantearse lo que quería decir.
—¿Acaso te he dicho que tengas que competir con él?
Lo desarmó; sus ojos viajaron de uno a otro tratando de interpretar lo que Carmen acababa de decir delante de su marido.
Pero no se atrevió, no logro saltar la barrera de los prejuicios y se quedó ahí, atrapado en la duda mientras ella regresaba al círculo al que había sido invitado: Ella y yo, bebiendo de un recuerdo íntimo que nos reconfortaba de otros amargos y nos reconciliaba con lo mejor de nosotros.
—Vaya, no sé si es el momento de dejaros solos.
Se rompió la magia, ya tendríamos ocasión.
…..
—Juegas fuerte.
Íbamos de regreso a casa, caminando sin prisa cogidos de la mano.
—Empezaste tú.
—Es cierto, te provoqué pero no pensé que…
—Qué.
—¿Ibas en serio?
—¿Tú qué crees?
Dejé pasar un tiempo, el suficiente.
—Le das miedo.
—Lo sé —contestó mostrando una amplia sonrisa.
—No es solo eso —dije tras meditarlo—, le cohíbe mi presencia.
—También lo sé.
—Disfrutas con todo esto ¿verdad?
—¿Te sorprende? No fue más que un pequeño juego; de todas formas sabía que Jorge no iba a ver las cartas, no he arriesgado tanto como crees.
—¿Qué pasa? —preguntó al ver que seguía mirándola entre sorprendido y extrañado—, ¿no puedo jugar un poco a desconcertar?
—Te hace sentir fuerte, supongo.
—Me hace sentir que manejo las riendas, cosa que normalmente hacéis vosotros. Si, es una sensación agradable, tal vez por la novedad.
—Pues el resultado no ha sido… —dije balanceando la cabeza.
—Selección natural cariño, Darwin fue un visionario; siempre habrá un macho inteligente que no se acobarde ante una hembra fuerte ¿no crees?
Su tono irónico me hacía dudar, ¿acaso seguía jugando a desconcertar?
—Por supuesto.
—Es lo que esperamos, ¿no?
Sonrió y me guiñó un ojo, se estaba divirtiendo; le devolví la sonrisa sin mucha convicción.
—Claro.
Me echó el brazo al cuello, rodeé su cintura; paseaba con la chica más alta y más guapa del pueblo, no había prisa por llegar a casa.
Me resultó tan extraño verte coquetear con Jorge, dije; coquetear no es la mejor expresión respondió, eso me deja reducida a simple mercancía; tienes razón, dije, tal vez sería más propio hablar de ¿interactuar? Le gustó el término. Si, dijo, interactuar es más neutro, y continuó: Así que te resulta extraño verme interactuar con Jorge; un poco, contesté, te veo tan… directa, tan lanzada… Yo no he tenido ocasión de verte con Sofía, replicó. Me sorprendió; ¿por qué Sofía precisamente? pregunté; porque no la conozco, dijo, porque es alguien que ha entrado en tu vida después de nuestra ruptura. Ruptura, repetí, nunca habías llamado de esa manera a nuestro problema. Sonrió antes de responderme; ruptura es una manera más realista de llamarlo que problema ¿no crees? No respondí y prosiguió; me gustaría verte… interactuar con ella, dijo poniendo énfasis al verbo; no hay amor, no hay cariño, solo es sexo, estoy segura de que eres tan directo como yo, además, he hecho lo mismo que tú en Sevilla, jugar, solo que sin inventarme ninguna historia. Es cierto, dije; ¿Y qué te ha parecido? me preguntó. Caminamos unos metros en silencio mientras analizaba los sentimientos que había experimentado mientras jugábamos con Jorge; al fin le respondí: Ha sido excitante, me he sentido en tus manos, como si todo dependiera de ti; Así me sentía yo en Sevilla, dijo; Estaba muy excitado, añadí, aún lo estoy. Me miró con esa intensidad que delata sus intenciones. No supo entenderte, dije. Me entendió de sobra, lo que ocurre es que no está preparado para algo así, respondió. ¿Y nosotros, estamos preparados? No contestó. ¿Te lo hubieras traído a casa? Se tomó unos segundos, su mirada me recordó a Sofía, tenía la misma determinación que había visto en ella cuando se hizo con el control en mi habitación del hotel. Se lo volví a preguntar: Dímelo, ¿te lo hubieras traído a casa? Volvió a sonreír y continuó sin responder. Es un niñato, dije, no le ha echado… No lo necesito, dijo de pronto; y su mirada desveló el resto: «te tengo a ti».
Subimos a cambiarnos; hay algo entre nosotros, algo que surgió durante el episodio del cuchillo y se ha fraguado de camino a casa. Sentado a los pies de la cama desanudo los zapatos, Carmen sale del baño con la ropa al brazo; nos miramos, hay electricidad en el aire. Deja la ropa y avanza hasta detenerse casi pegada, tengo su vientre a un palmo de mi rostro, su olor me alcanza en lo más profundo de mi cerebro. Miro hacia arriba, apoya las manos en mis hombros y empuja hasta hacerme caer en la cama, oigo su respiración agitada, apoya las rodillas entre mis piernas y comienza a soltar la hebilla del cinturón; no tarda, enseguida libera el botón y baja la cremallera, me sujeta las caderas y tira hacia abajo, colaboro, levanto la cintura y el pantalón se desliza arrastrando consigo el slip, lo lleva hasta los tobillos, me descalza y retira la ropa. «¡Ah!», se le escapa con el aliento. Me acaricia la verga, el vientre, los testículos; la respiración se le ha convertido en un hondo jadeo, siento como la introduce en su boca, lentamente, deleitándose con el glande sin dejar de acariciarme; se la traga despacio hasta el fondo, como le gusta; lo hace varias veces para que sienta que le atraviesa la garganta, haciendo que la columna se me tense al límite, consiguiendo que esté a punto de correrme. De pronto cambia, comienza a lamerme, se dedica al tronco, a las pelotas; desciende, me hace subir los pies a la cama y me deja abierto, expuesto; se afana en jugar con los testículos como no recuerdo que haya hecho nunca, batiéndolos con la punta de la lengua, succionándolos; me lame el periné, baja más y… ¡Oh Dios! me besa, me besa ahí donde nunca antes… Siento su lengua vibrando ahí, justo ahí, y mis piernas se abren, se ofrecen, ¿Cuándo, cuándo ha aprendido? ¿Con quién, joder, con quién?
Sus dedos estrangulan mi polla que está a punto de reventar y su lengua sigue violando mi ano, horadando mi culo. Siento un placer extraño, nuevo, desconocido, un placer suave que me cuesta aceptar y al que por fin me entrego; sensaciones delicadas que creo reconocer solo que esta vez soy yo quien las recibe. Y me dejo hacer y siento como su lengua me explora y busca abrirme. Y siento, siento, me abro, me estoy abriendo ante el estímulo vibrante de su lengua que no cesa de provocarme ahí, ahí donde nunca antes algo tan suave osó acariciarme.
Y estallo, y escucho un grito agudo que sale de mi garganta y anuncia el orgasmo.
Está desatada, recoge el semen de mi vientre, se abalanza sobre mi y me lo restriega por la cara.
—Toma, ¿te gusta, verdad? claro que te gusta. Vamos, ya es hora de que empieces a probarlo —dice hundiéndome los dedos en la boca.
Nos besamos con furia, me lame los labios, la cara, trepa hasta situarse sobre mi rostro. Mis brazos quedan inmovilizados por sus piernas.
—No me vas a dejar ahora así. Me vas a comer el coño como tú sabes y luego, luego…
La veo sobre mí tan poderosa, tan excitada; me sujeta el cráneo con ambas manos, tengo su vulva sobre la cara, húmeda, hinchada; su olor a hembra en celo me emborracha, se mueve ansiosa buscando el contacto, se masturba con mi morro pero no le basta.
—Vamos cabrón, haz tu trabajo.
Comienzo a hacerlo, saco la lengua todo lo que puedo y busco entre sus labios, lamo, bebo; ella se mueve para ofrecerme huecos a los que no he llegado.
«Cómeme, vamos cómeme», me urge a que apague el fuego que la consume. Cuando consigo hacerla temblar se incorpora y gira en redondo; ahora tengo mejor posición, su ano frente a mi, su sexo más accesible y su boca apoderándose de mi verga que brinca al compás de mi pulso. Acaricio el pequeño cráter rosado que me mira, lo humedezco y reacciona abriéndose como una flor; presiono y un dedo se hunde sin apenas oposición. Tiembla y respira bruscamente cada vez que mis dedos la follan; abandona su presa y se vuelve.
—Sigue joder pero no te distraigas; hazme un buen trabajo y te dejaré que me empales cabrón, te dejaré que me des por culo.
Aros
—No te lo tomes a la tremenda.
—No te preocupes, estoy cansado solo es eso, apenas hemos dormido.
Recorrió mi mejilla con la punta de los dedos, abandoné un instante el calor de su pecho para poder mirarla y me regaló una deliciosa sonrisa.
—La promesa está hecha, mi culo es tuyo —dijo fingiendo solemnidad.
—Mira que tener un gatillazo precisamente ahora…
—¡Ay, pobrecito! Te recuerdo que acababa de exprimirte, por si le sirve de consuelo a tu hombría.
Ensayé un puchero.
—Ya, pero yo quería…
—Darme por culo; y yo, ¿qué te crees?
Nos enredamos en una pelea en la que de antemano sabíamos que no habría ni vencedores ni vencidos; besos, caricias y ternura nos llevaron a un armisticio pactado. Teníamos que volver al trabajo.
Carmen se levantó y comenzó a buscar algo en el cajón de la coqueta.
—¿Qué haces?
—Cuando esperaba tu llegada tuve que tomar una decisión.
—Me intrigas, ¿qué decisión?
Se volvió, guardaba algo en el puño.
—Me preocupaba el impacto que te iba a causar verme…
Bajó la mirada hacia sus pechos.
—Verás, estas barras son las que me pusieron cuando me hice el piercing. La noche que Irene me dijo que se iba a Italia… esa noche me regaló unos aros idénticos a los suyos, son los que llevo desde entonces.
Abrió la mano y me mostró un pequeño estuche.
—No entiendo, ¿pero ahora…?
—Pensé que te causaría menos impresión si me veías con las barras.
Me costó asimilar su razonamiento; por fin sonreí, no sé cuál habría sido mi reacción al ver sus pechos anillados.
—Ahora recuerdo… ¿Claudia te enganchó una cadena…?
Sonrió.
—Ya ves, no me di cuenta de lo que te desvelaba y tú no has caído hasta ahora.
—Ha sido tanta información que a veces me ha costado seguirte.
Melancolía, nostalgia… no sé qué cruzó por la mirada de Carmen.
—Póntelos, quiero verte.
Ya había sido testigo una vez, la vi cuando nos quitamos las alianzas pero estaba tan afectado por el contexto en que se produjo que no me pude centrar; ahora era diferente, pude poner los cinco sentidos en observar cómo el metal salía de su carne, cómo limpiaba con esmero el pezón y el aro y luego apuntaba al orificio casi invisible y penetraba hasta salir por el otro extremo. Me sobrecogía tanto que estuve conteniendo la respiración. Quise estar más atento cuando repitió el proceso y procuré atender a detalles que creí no haber visto antes; cómo se hundía el pezón ante la presión del metal y se deslizaba el aro hasta aparecer al otro lado, detalles insignificantes que para mí cobraban un valor inmenso.
Cuando terminó la miré, estaba tan hermosa, tan poderosa que la emoción amenazó con bloquearme la garganta.
—¿Qué, no vas decir nada? —Preguntó consciente de mi shock.
—Hiciste bien en ponerte las barras, me hubieses matado.
—¡Tonto! —dijo echándose a mis brazos.
Cruzar la puerta
—Déjalo, es inútil.
Me levanté y fui hacia la ventana asumiendo el fracaso. La sesión no avanzaba, sería el cansancio acumulado lo que me impedía seguir el discurso de Carmen, pero no sólo me afectaba a mí, la notaba errática, perdida, sin un rumbo claro. Era evidente que la falta de sueño y los excesos nos estaban castigando.
La sentí llegar; rodeó mi cintura con sus brazos.
—Estoy agotada, ¿tú también, verdad? ¿Y si descansamos un par de horas y luego, ya despejados, volvemos a empezar?
Miré la hora: mediodía, si hacíamos eso se nos iba la mañana. Comencé a agobiarme, no nos podíamos permitir el lujo de tomarnos dos horas en las que dada mi creciente ansiedad no iba a descansar.
Entonces surgió la idea. El temor que me invadió sin duda fue parecido al que debió de sentir Carmen cuando tomó la misma decisión para intentar salvarme. Solo que ella iba a ciegas, yo no.
—Se nos acaba el tiempo y hay tanto por hacer…
Me separé lo justo para mirarla, para decirle sin palabras lo que estaba pensando. ¡Cómo me entendió tan rápido! Todavía hizo un intento por convencerme.
—Si descansamos…
—No vamos a llegar y no podemos permitírnoslo. Sabes lo que tenemos que hacer.
—No.
Sonó tan parecido a un lamento que me hizo temblar.
—¿Por qué no? Es la vía que usaste para poder llegar aquí ¿Me vas a decir ahora que fue una mala decisión, que te arrepientes de haberla tomado? ¿Qué es lo que temes?
Se debatió antes de contestarme.
—Es distinto Mario, en mi caso…
—En tu caso hiciste lo que debías hacer dadas las circunstancias. Ahora nos encontramos en la misma situación, por eso lo he pensado; tenemos mucho que perder si no somos capaces de terminar lo que hemos venido a hacer. No me asusta Carmen, si no conociera tu experiencia ni me lo hubiera planteado.
Se quedó mirándome en silencio, desmenuzando mis palabras.
—Ya sé lo que es la coca —proseguí—, podemos hacerlo de un modo controlado, nada que ver con lo que hicimos en casa de Doménico.
—Lo sé, lo sé —dijo para detener mi discurso— ¿Te das cuenta de lo que me estás proponiendo?
—Te pido que apliquemos el mismo método que te permitió salvar los obstáculos que te encontraste al final de tu etapa: El bloqueo, la falta de tiempo, el agotamiento; justo por lo que estamos pasando ahora.
Estaba sobrepasada por mi propuesta. Debía adelantarme a sus objeciones.
—¿Piensas que lo que funcionó para ti supone un riesgo mayor para mí, es eso? ¿Tan poco confías en mí?
—A ver, déjame pensar.
Le concedí esa tregua que necesitaba, ninguno de los dos pasábamos por nuestro mejor momento.
—De acuerdo, puede que tengas razón, tal vez sea la única forma que tengamos para recuperarnos y salir de este atasco.
—¿Cómo lo hacemos, te acercas tú a casa y lo traes?
Me miró sorprendida.
—Es domingo y es retorno de Semana Santa, va a haber un atasco tremendo ¿por qué no regresamos y seguimos allí?
La idea de marcharnos me parecía un error y así se lo dije; allí en la sierra teníamos el entorno adecuado; si nos íbamos cortábamos el ritmo que habíamos mantenido desde el lunes y difícilmente podríamos recuperarlo, además al no tener que acceder al casco urbano se evitaba gran parte del atasco. Al final la convencí.
Veinte minutos más tarde Carmen salía rumbo a casa, yo me dispuse a esperarla escribiendo las ideas que me rondaban sobre lo que había observado durante estos días. El psicólogo tomaba las riendas.
Fui a la cocina, necesitaba otro café; allí, mientras calentaba la leche pensé en algo que había surgido mientras negociábamos: Carmen alegó el fuerte atasco que encontraría.
—Ya pero no entras en Madrid, solo procura que no te pare la Guardia Civil a la vuelta —bromeé.
—No te preocupes, pongo la coca dentro de un condón y me lo meto en… —dijo haciendo un gesto obsceno.
Rompimos a reír.
—Cariño ¿cuándo ha habido un preservativo en nuestra casa?
Me miró esta vez más seria.
—Eso es algo que nos tendremos que plantear a partir de ahora.
Se me borró la sonrisa; apenas habíamos hecho una breve mención a los riesgos que habíamos corrido.
—Esta misma semana —continuó— nos hacemos los análisis de los que hemos hablado; ambos hemos estado disparándonos a la sien, sobre todo yo. Si estamos… si está todo en orden a partir de ahora deberemos ser más cautos.
Claro que había pensado en ello, lo que no me imaginaba es que Carmen tuviese ya en mente la idea de protegerse ante relaciones que en su boca sonaba a planes a corto plazo.
—Lo haremos, en cuanto volvamos; ya verás como no tenemos de qué preocuparnos.
—He sido una irresponsable…
—Y yo.
—El mayor riesgo lo he corrido yo, por probabilidades…
—¿Crees que no lo he pensado? En cuanto me empezaste a contar todo lo que has...
No pude seguir hablando, pero me repuse.
—¿Y ves que eso me haya detenido a la hora de hacer el amor contigo? Para bien o para mal mi destino está unido al tuyo y nada lo va a evitar.
Nos fundimos en un abrazo con el que intentamos ahogar la emoción que amenazaba con arrasarnos. Eso fue poco antes de que se decidiese a aceptar mi propuesta.
…..
Me costó empezar a escribir, tuve que abandonar un par de veces y salir al jardín con uno de sus cigarrillos buscando la calma perdida. Por fin las ideas comenzaron a hilvanarse y sentí que todo lo que había escuchado durante la semana se enlazaba y cobraba sentido; mi ojo de psicólogo empezó a ver un paisaje.
Reconocí el motor del auto de Carmen cuando aún estaba a la entrada del camino; cerré el cuaderno y miré el reloj, se nos había ido la mañana pero estaba satisfecho.
Hay cierta expectación, Carmen trata de ocultarla, yo apenas puedo disimular; vamos a cruzar una puerta y no sé a dónde nos puede llevar.
—Voy a cambiarme —dice y sale hacia las escaleras; poco después aparece con ropa cómoda, trae un paquete que antes me pasó desapercibido. Nos sentamos en los sillones.
—¿Comenzamos?
Asiento en silencio. Abre el paquete; no sé de donde aparece una pequeña bandeja plateada sin bordes.
—¿Cómo lo vamos a hacer, al estilo de Doménico o al de Claudia?
Me mira a los ojos; he sabido la respuesta nada más ver la bandeja que brilla como un espejo, aún así he lanzado un salvavidas y no sé bien por qué.
—No hay tiempo para eso Mario, no vamos a jugar.
Conozco el ritual, lo he visto en algunos vídeos, puede que en un par de películas de los ochenta; pero ver a Carmen manejar el polvo blanco con tanta soltura me impacta; corta las rayas y las alinea como si llevara toda la vida haciéndolo; por fin toma el tubo de cristal, se inclina sin mirarme y aspira, se limpia con el dorso de la mano, luego hace lo mismo con la segunda raya.
Su ojos han cambiado, tienen otra intensidad, otra expresión diferente.
—Ya lo has visto, ahora tú —me dice, casi me ordena ofreciéndome el tubo. Lo cojo, no he dejado de mirarla, estoy enganchado a esos ojos fríos que me mandan aspirar el polvo blanco. No voy a vacilar, no puedo hacerlo. Miro las dos líneas rectas que tengo frente a mí, no puedo dudar, me agacho, enfilo la primera y aspiro con la misma intensidad que he visto en ella; hasta el fondo; se me cierra el ojo, me recuerda al cosquilleo que sentí con la pala de Doménico solo que es más intenso, más fuerte, más… Enfilo la segunda, aspiro.
Sonríe, ¿qué ve en mi que le hace sonreír? Solo sé que me siento bien, despejado inusitadamente despierto, atento, dispuesto a comenzar el trabajo en cuanto termine de preparar las rayas que alinea concienzudamente; esta vez me cede el primer lugar; no sé si estaba previsto repetir, no discuto; enfilo la primera y recorro el camino blanco como si fuera una autopista, hasta el fondo de mi cerebro si; es como si se me iluminase la conciencia, ahí está todo el mapa de lo que he elaborado hace… ¿cuándo fue? Si, no fue hace tanto; ataco la segunda línea, la abordo como si navegase, recuerdo las montañas nevadas el año pasado cuando fuimos a esquiar, es solo un segundo, ya estoy aquí, en plena forma.
—Vamos —le digo cuando se incorpora —. Quiero comenzar con algo que he estado preparando.
Puta
Me había pasado la mañana ordenando mis notas, desentrañando un puzzle en el que veía indicios de algo que iba insinuando una forma y que solo ahora tomaba cuerpo. Tenía que ponerlo en común con ella, pero ¿con quién? No con mi esposa a riesgo de provocar una nueva ruptura, tampoco con la paciente; sería un irresponsable.
Solo tenía una opción.
—He estado estudiando el caso.
—¿El… caso?
—Si, el caso. Como habrás observado, durante toda la semana he estado tomando notas. Anoche me dediqué a ordenarlas, a trabajar sobre lo que tengo. En fin… estuve haciendo un estudio en detalle que he terminado de perfilar mientras ibas a casa.
Sin necesidad de añadir nada más Carmen entró en el modo de trabajo que yo precisaba. Ahora éramos dos colegas hablando de un caso; no podía saber cuánto duraría esta situación pero por ahora lo había logrado.
—He comprobado que durante toda esta semana una de las palabras que más se ha mencionado ha sido… puta.
No quise mirarla, temí que al hacerlo pudiera romper el nivel de comunicación en el que nos encontrábamos. Di un paso más.
—A lo largo de estos días he podido comprobar que esa palabra ha tenido un significado mucho más profundo para la paciente.
Tenía que comprobar qué efecto le causaba ese desdoblamiento. La miré furtivamente y continué hablando. No se había inmutado, al menos no exteriormente.
—Este término fue el detonante que la forzó a alejarse de su pareja, y progresivamente lo fue interiorizando porque otras personas lo utilizaron con la paciente: El primero Doménico; le concedía el título de puttana como si se tratase de un honor. Luego Mahmud que la trata de golfa porque considera que aunque tiene la calidad apropiada para ser puta se requiere una motivación de la que carece.
Permanece a la escucha; esa aparente serenidad que mantiene se ve alterada por un incipiente rubor que pinta sus mejillas y un brillo que ilumina sus ojos.
—¿Qué vería Mahmud en ella para lanzar un ataque tan rotundo como el que desplegó en aquella fiesta? Lo desconozco pero el relato que hace la paciente es lo suficientemente detallado como para que podamos considerar que dejó huella. Reconocerse como golfa ante él le provoca un sentimiento cercano a la liberación; el discurso sobre ser domada, sobre dolor y placer, ser comparada con una yegua salvaje, lejos de provocarle rechazo le inspiran una sensación extraña, contradictoria con sus principios que, en lugar de moverla a terminar con aquella conversación, la mantienen enganchada a quien le está enseñando un mundo totalmente ajeno a su estilo de vida y a sus principios.
Me detuve, quería saber si lo que llevaba expuesto estaba siendo aceptado.
—Sigue.
—Dejó huella sin duda porque la paciente tuvo la oportunidad de poner las cosas en su sitio a la mañana siguiente, cuando coincidieron en el desayuno y de nuevo el relato que hace presenta un escenario en el que Mahmud toma el control hasta el punto de dominar con un relato de pedagogía sobre la sumisión que parece no encontrar resistencia. La lección final en la que ella se somete a la fusta…
—Era una regla.
—Una regla bien, esa escena…
—No se sometió —me refutó—, la paciente no tuvo tiempo de reaccionar, no sabía lo que iba a ocurrir.
—No estoy muy seguro de eso; el contexto, el discurso previo… la paciente no es tan ingenua; al verle aparecer con una regla bien podía haber sospechado. No, la otra hipótesis es que deliberada o inconscientemente dejase que las cosas sucedieran como al final acabaron pasando.
Me detuve, buscaba una reacción y la encontré. Carmen dejó de mirarme, sus manos se cerraron; el gesto cambio, estaba tensa intentando disimular la crispación que la dominaba. Se separó de la mesa, miró a ambos lados; enseguida fue consciente de que su conducta la delataba e intentó recomponerse.
—Necesito tomar notas —dijo abandonando la mesa.
Tardó más de lo necesario, acabé por levantarme y acercarme la ventanal. No era así como había planificado la exposición del caso pero me gustaba el nuevo enfoque, más directo, más radical. Había conectado con el fondo de lo que pretendía decir y no me andaba por la ramas, me sentía seguro de mi mismo. No bien había llegado a la cristalera la escuché regresar.
—Perdona, estuve…
—No te preocupes.
Dedicó unos minutos a escribir.
—Cuando quieras.
—Dejemos por el momento a Mahmud.
—¿Sabes que cuando la paciente subió la escalera, aterrorizada, se encerró en el cuarto de baño para ducharse y entonces, al sentir el verdugón donde la había azotado no pudo evitar masturbarse?
—No, no lo sabía —respondí visiblemente turbado.
Me mira de frente, erguida; ella sin embargo está serena, comprendo que quiere contar más cosas que considera relevantes.
—Sentía el latido del trallazo en su carne, estaba todavía alterada por el miedo que le había hecho subir corriendo las escaleras, no entendía por qué había tenido un brote de pánico.
—¿Lo analizaste?
—No. Entonces cuando se iba a meter en la ducha, rozó la marca que le había dejado en el culo y…
Los párpados cayeron durante un segundo e inspiró; solo un segundo, suficiente para entender que estaba volviendo allí.
—Ese escozor que sintió al pasar los dedos por la zona herida fue… —Hizo un mínimo gesto para ahuyentar el pensamiento sobrevenido—. Entonces supo a lo que se refería Mahmud. Placer y dolor a veces se funden, se confunden, es lo que estaba sintiendo. Y volvió a deslizar las yemas de los dedos, con cuidado, otra vez lo sintió; dolor, placer, una mezcla extraña que nunca había sentido. Y comenzó a masturbarse, sin pensarlo, sin pretenderlo. Y cuando notó que la piel dejaba de enviarle señales hizo algo…
Vi en sus ojos la misma sorpresa que debió mostrar aquel día.
—Se dio un pequeño cachete con los dedos sobre la marca para avivar el fuego; ni lo pensó solo lo hizo. Y... se retorció, se tuvo que sujetar al lavabo, y lo repitió una vez y otra, con más fuerza hasta que…
Nos quedamos en silencio mirándonos. Hablábamos de la paciente sí, pero se trata de ella. Ella.
—Hasta que se corrió —aventuré.
—Si.
—¿Lo trabajaste?
—No, había otros temas más urgentes y me faltaba tiempo —se excusó.
—Claro. Volveremos a ello, ¿si?
Aceptó en silencio. Tenía que reconducir mi análisis.
—“Puta” se mantiene como un concepto dominante, ya sea explicita o implícitamente. Otro de los escenarios en que surge es cuando la paciente le pregunta a Doménico cuánto puede valer como puta; ahí es donde queda clara la diferencia con Mahmud. Para el primero el trato de puttana es tan solo un juego erótico y esta pregunta le escandaliza. Sin embargo para el segundo la estrategia que mantiene es más sólida.
—¿A qué te refieres?
— Él ve señales, signos, por eso va más allá de lo que Doménico ha ido; éste juega, puttana es un divertimento erótico, nada más sin embargo Mahmud pretende llegar al fondo de lo que ha visto en ella, un diamante en bruto dice; acostumbrado posiblemente a moldear a otras mujeres, ve señales de que está ante…
—¿Una puta? —me desafió.
Vacilé. ¿qué le contestaría a una paciente en crisis?
—En potencia, si. Estoy hablando como terapeuta, no lo olvides; esto no te lo diría tu marido ¿lo tienes claro?
—Está claro, no hace falta que me trates de un modo especial, somos dos psicólogos compartiendo un caso ¿no es así?
Asentí; no obstante algo me hacía mantenerme alerta.
—Por eso, cuando la paciente se revolvió contra su marido en el Vips no le mandó simplemente a la mierda no: le lanzó un alegato claro y contundente sobre lo mucho que le gusta mamar pollas.
Me tomé un segundo, solo un segundo para sondear gestos, miradas, algo. Solo un segundo para que no se sintiera vigilada.
—Y cuando salió de allí, amargada, hundida, destrozada, su cabeza lo único que le decía era…
La insté a que continuara ella misma.
—Puta, puta… —repitió sin dejar de mirarme a los ojos.
—¿Y… qué hizo?
—Ya, dejó que le metieran mano.
—Y qué más?
Comenzaba a perder esa serenidad que había mantenido hasta ahora.
—Qué más le pasó?
—Estuvo a punto de venderse.
—Y porque no sabía su precio, Doménico nunca se lo llegó a decir, ¿qué hubiera pasado si esa noche hubiera tenido una cifra en su cabeza?
Vaciló, tenía los ojos brillantes, las mejillas encendidas, el semblante cargado de preocupación.
—No lo sé.
—¿No lo sabes? Si no hubiera sonado su móvil, si la paciente hubiera sabido cuanto podía pedir por un polvo; hundida como estaba, sola, sin futuro, ¿qué habría hecho?
—Te repito que no lo sé.
Estaba forzándola, tenía que parar aquello.
—Es igual, jamás lo sabremos, lo único que sabemos es que hay un patrón.
Simulé escribir algo, necesitaba darle tiempo, unos segundos tan solo para que asimilara el concepto.
—Un patrón de frustración —continué—. Irene interrumpió algo que no sabemos a donde la habría llevado, no lo podemos saber. Mahmud también la llevó a un momento de frustración por el que se quedó en la antesala de una experiencia negada y deseada.
—¿A qué te estás refiriendo?
—Cuando volvió a casa de Doménico el día del campeonato de motos, según relata la arrinconó en la cocina, le ordenó no expresar placer; corrígeme si me equivoco: Le… metió mano, y cuando ella no logró controlar la expresión del placer que sentía él la castigó, la dejó a medias; por decirlo de alguna manera no consumó lo que le estaba haciendo ¿es así?
—Por decirlo de alguna manera si, es así —respondió con dureza.
—Por lo que conozco a través del relato tengo la impresión de que la paciente se sintió frustrada; intuyo que hubiera querido demostrarle que podía cumplir su deseo. No, no era un deseo, era una orden ¿es así?
—Si, aciertas. ¿Frustrada? Pues sí, creo que ese ha sido mi estado constante los últimos tiempos, un patrón como tú lo llamas. ¿Quieres saber algo más? No fue la única vez que Mahmud me dejó, como tú dices frustrada. El día que tuve la reunión con Andrés, cuando me dijo que me tomase un tiempo, volví con la intención de recoger mis cosas y marcharme. Creí que no había nadie pero me encontré de bruces con él. Yo estaba mal, Andrés también me rechazaba, si alguien quedaba por alejarme era mi mentor. Mahmud comenzó con sus ironías pero yo no estaba de humor para aguantarle.
“Abrió el pesado portal y se metió en el viejo ascensor cuando eran las doce del mediodía, disponía de un par de horas de soledad para hacer la maleta con tranquilidad antes de que llegase Doménico. Le dejaría una nota anunciándole su decisión, tiempo tendrían de volver a encontrarse más adelante cuando todo se hubiese calmado. Luego pasaría por casa, necesitaba mas ropa y ahora que no sabía cuánto tiempo iba a estar alejada del que había sido su hogar quería recuperar algunos de los objetos que formaban parte de su vida personal, pequeñas cosas cuya ausencia no causara sensación de ruptura en el paisaje de la casa y que a ella sin embargo le iba a procurar un calor de hogar allá donde se instalara. De momento en la vacía casa de Irene, luego ya vería.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
Se sobresalta, no esperaba encontrar a nadie en la casa.
—¡A ti que te importa! —responde molesta por haberse mostrado asustada.
La sujeta por una muñeca impidiéndole el paso.
—Insolente, ¿no te bastó con lo del otro día?
Carmen intenta soltarse pero el argelino la retiene con firmeza.
—¡Suéltame, qué te has creído!
La atrapa con fuerza por el cuello con una sola mano y la arrastra contra la pared violentamente hasta golpear el cráneo contra el muro. Carmen no puede casi respirar y comienza a sentir miedo.
—Ramera orgullosa, ese es tu pecado, el maldito orgullo. No tienes modales pero yo te voy a enseñar a tratar a un hombre.
Carmen le sujeta la muñeca con ambas manos intentando soltarse.
—¡Suelta! —Apenas puede hablar, siente los primeros signos de pánico.
—Así no se piden las cosas.
Mahmud le aparta las manos, Carmen está cada vez más asustada, se debate, lucha, trata de soltarse pero es inútil, mira de reojo hacia la escalera.
—No hay nadie más, estamos solos, o me lo pides bien o te vas a asfixiar.
—¡Suéltame!
—No Carmen, pídelo bien.
Cada vez tiene más miedo, le falta oxígeno, manotea intentando soltar la garra que la ahoga pero le fallan las fuerzas, el terror asoma en su mirada y la sonrisa de Mahmud le asusta. Claudica.
—¡Por favor!
—¿Qué?
—Suéltame, por favor.
—No es un favor. Suplícame.
Está al límite, nota un latido en la sien.
—Te lo suplico.
—¿Qué?
—Suéltame, te lo suplico.
Mahmud afloja la presión, Carmen respira con dificultad, tiene la mirada baja, por sus mejillas ruedan un par de lágrimas, el argelino mantiene la presa en su cuello.
—¿Estás loco? ¡No, vale, vale! —Rectifica al sentir que el argelino comienza a apretar.
—No has aprendido nada, sigues tan díscola como siempre, lanzando coces a quien se te acerca, ¿quién te has creído que eres? Una mujer, solo eres una mujer.
Carmen respondió con una mirada cargada de furia y de pronto sintió un fuerte chasquido; los oídos comenzaron a silbarle, el mundo se volvió negro y apenas consiguió mantener el equilibrio mientras se deslizaba por la pared. La había abofeteado. Se llevó la mano a la mejilla que comenzaba a arderle. Le miró entre sorprendida y asustada.
—No me vuelvas a mirar con esa insolencia ¿entendido?
Se quedó paralizada, pegada a la pared temblando frente a él, intentando recuperar el aliento, sintiendo como el ardor de su mejilla crecía, humillada, sin poder moverse, como si su cuerpo no fuera capaz de obedecer.
—Estoy harto de tus aires de señora, ya no sé como decírtelo. Hace tiempo que dejaste de serlo, solo eres una burguesa de clase media jugando a las putas, una esposa infiel a la que le pone cachonda hacerle unos cuernos a su marido; estás disfrutando con esta aventura que tienes con mi amigo, viviendo como si fueses una puta, acostándote con Doménico y poniéndome caliente a mi, si, porque ayer estabas mojada como una perra abriendo las piernas y enseñándome las bragas. ¿Crees que no te veía como me mirabas? No eres capaz de serle fiel ni siquiera a tu amante; si hubiera querido te habría llevado a la cama mientras Doménico dormía tranquilamente arriba. —La miró recorriendo su cuerpo y ella no pudo soportar esa mirada —. Eres una zorra, una aprendiz de puta, una infeliz y si no andas con cuidado vas a acabar en la cama de cualquier desaprensivo que va joderte bien la vida.
Carmen pensó en Borja, si no hubiese sido por Irene quién sabe dónde hubiese podido terminar anoche. Recordó a Gonzalo, su mirada que la etiquetaba como fácil, como asequible; se imaginó entregada a él, como una zorra. Algo vio Mahmud en su mirada que la delató.
—¿Sabes que tengo razón, verdad? Estás perdida, sin rumbo, sin nadie que te guíe, ya no eres la santa mujer que fuiste, convéncete; has elegido otra vida, la que te pide el fuego que arde en tu coño, el problema es que no sabes como vivirla.
¿Cuándo había empezado a acariciarle los pechos? Carmen se revolvió pero Mahmud apretó de nuevo la mano que aferraba su cuello.
—Shhh quieta, fiera. —Se detuvo, de nuevo le faltaba el aire y se sometió antes de soportar la angustia de la asfixia, dejó que la mano de Mahmud recorriera sus pechos.
—Así está mejor, ¿ves como no cuesta tanto ser dócil? —Carmen evitaba mirarle pero él la obligó a hacerlo —. Dar placer al hombre es el principal destino de la mujer, cuanto antes lo asumas antes descansarás.
Se dejó acariciar mientras sentía el férreo yugo en su cuello, por alguna razón dejó de sentirse humillada, la mirada de Mahmud, dominante, altiva y poderosa era al mismo tiempo una mirada de admiración, una mirada protectora, no tenía nada que ver con la mirada lasciva de Borja, con los ojos lujuriosos de Gonzalo. ¡Qué extraño! Qué diferente era también a la mirada de Doménico. Se sentía presa por aquella mano que podía asfixiar su garganta a voluntad, estaba entregada a esa otra mano que recorría sus pechos sin que ella le hubiera dado permiso para hacerlo y sin embargo tenía una extraña sensación. Aquel hombre acababa de abofetearla, la había insultado, la había humillado y, si la soltase ahora mismo…
Como si hubiese leído su pensamiento, Mahmud soltó su cuello.
—Lo vi en tus ojos ayer cuando te azoté, además del orgullo herido había otra cosa si, había pasión, deseo. —Mahmud seguía acariciándola —. ¿Qué hiciste cuando saliste huyendo, dime?
Evitó su mirada, el argelino cogió su rostro con brusquedad y la obligó a mirarle.
—Zorra, dímelo, ¿qué hiciste, te tocaste?
Está atrapada, no puede evitar su mirada, Mahmud es rápido, la suelta y de nuevo la abofetea.
—¡Contesta!
—¡Si! —grita casi en un sollozo.
—Si, qué.
—Si, me toqué —se ha rendido, su voz es dócil, sin rastro de rebeldía.
—Te masturbaste.
Mahmud está cerca de su rostro, muy cerca, el silencio es denso, pesado. Cada vez que intenta desviar sus ojos Mahmud aprieta la mano que ha vuelto a rodear su garganta y ella obedece y vuelve a mirarle. Le teme.
—Me masturbé.
—Zorra —Carmen baja la mirada, él presiona y ella le mira, el aprendizaje continúa y es efectivo.
—Zorra —Ya no baja la mirada, se deja insultar sin dejar de mirarle.
—¿Qué hiciste?
—Me masturbé —No baja la mirada, siente el yugo en su garganta, sabe que si no obedece se cerrará. Mahmud sonríe, tiene el rostro tan cerca que Carmen puede sentir su aliento.
—Aprendes rápido.
La suelta y se aleja hacia su habitación, Carmen no reacciona, está conmocionada. Sigue apoyada en la pared sin ser capaz de asimilar lo sucedido. Son demasiadas cosas. Andrés, que de una manera suave la arroja de su entorno, no es suficientemente buena, ha roto las normas y debe ser expulsada. Irene, que la quiere pero le pide distancia, tiempo, la expulsa de su lado, no es suficientemente lesbiana. Doménico, que ocupa su lecho con Piera mientras ella está fuera, la arroja de su lado; no hay compromiso, le recuerda, está de paso en su vida. Y Mahmud, que la enfrenta con su realidad, ha roto sus lazos con su vida anterior, ya no es una señora, tan solo es una zorra que cede su cuerpo a unos y a otros. Borja, Gonzalo, Pelayo, Piera. Su mente se convirtió en un hervidero donde se mezclaron las palabras de Mahmud, los insultos que yo le había lanzado, las miradas sucias que había recibido todos estos días, los desprecios, las vejaciones a las que se había sometido
–Puedes irte mujer, nada te retiene aquí. Coge tu bolso y márchate.
Mahmud la sacó de la pesadilla, le miró sin apenas moverse.
—¡No! —casi un grito, casi un desafío. Una última rebeldía de una mujer sin nada más que perder.
Caminó hacia ella extrañado.
—Si te quedas voy a continuar contigo lo que empecé ayer, lo sabes. —Mahmud se cruza de brazos sorprendido —. ¿Qué haces ahí, por qué no te vas?
¿Por qué, por qué no se fue cuando la abofeteó? ¿por qué todo lo que le contó la primera vez que bailaron en el club le causó tanta impresión? ¿Por qué volvió a bajar las escaleras después de aquel azote en la cocina? ¿Qué hacía allí sometiéndose a aquella humillación, dejándose pegar por un hombre cuando en su vida había tolerado el castigo físico?
—Porque me lo merezco —respondió tras una pausa.
Mahmud la miró. No había desprecio en sus ojos. Parecía estar valorando la situación, Carmen se mantuvo quieta sin apartar los ojos de él, apoyada en la pared, temblando levemente.
—¿Te lo mereces?, ¿qué es lo que te mereces?
—Ser castigada.
—Qué equivocada estás. Yo no castigo, yo educo. —Carmen le miró con los ojos inundados en lágrimas que intentaba no derramar, Mahmud la miró en silencio unos segundos —. Aunque por otro lado, la expiación de la culpa te ayudará a ser mas sumisa.
Recogió con la yema del pulgar una lágrima que rodaba por su mejilla.
—De acuerdo, si es lo que quieres —caminó sin dejar de observarla, luego se detuvo frente a ella —, aunque no creo que resistas.
Sus ojos se cruzaron a escasos centímetros.
—Vamos a ver de que pasta estás hecha. Date la vuelta y apóyate en la pared.
Carmen respiró profundamente, sintió miedo pero se giró y apoyó las manos a la altura de sus hombros, Mahmud le corrigió la postura y elevó sus manos arriba, muy arriba, casi en cruz. luego, le golpeó los pies hasta sepáraselos entre sí y se los alejó de la pared, Carmen pensó que quedaba en un posición como si fuera a ser cacheada.
Le escuchó salir del salón, cuando volvió al cabo de un minuto le sintió a su lado, le mostró una vara marrón alargada, del grosor de su dedo meñique, la dobló a su lado para que pudiera ver lo flexible que era.
—Esto va a ser muy diferente a lo que sentiste ayer con la regla; por última vez te lo digo, te voy a azotar con esta vara, esto no es un juego Carmen, si quieres puedes irte ahora.
—No.
Mahmud le subió la falda y se la dobló. Luego, con gestos bruscos, se la enganchó en la cintura dejándole al descubierto el culo. Se sintió violentada, manejada, humillada, expuesta, pero no se movió. Su respiración se había acelerado y no lograba evitar que sonase en el silencio que reinaba en el salón. Mahmud se paseaba despacio, supuso que la miraba y el calor de sus mejillas se intensificó realzando la marca que debía tener en la que había sido abofeteada poco antes. No pudo evitar un gesto de alerta cuando comenzó a hablar.
–Eres una ramera Carmen, una perra infiel, has engañado a tu esposo, ya no se puede fiar de ti. Te acuestas con otros hombres a sus espaldas, tienes un amante y también le engañas a él, conmigo, con su mejor amigo. No eres de fiar Carmen, eres una mala mujer, una furcia, una golfa. Por eso te voy a castigar, por eso estas aquí pidiendo el castigo, porque sabes que lo mereces. Crees que así vas a expiar tus culpas pero no es así porque volverás a caer, tienes el vicio sembrado en tu cuerpo y ya no puedes vivir de otra forma. No eres buena Carmen, eres una mala mujer, no sirves para esposa ni para madre, solo sirves para follar, en eso eres buena, muy buena, demasiado orgullosa pero eso se corrige. No te preocupes, poco a poco aprenderás a ser sumisa.
Mahmud situó la vara sobre las nalgas de Carmen y ésta contuvo la respiración esperando el golpe que no llegó.
–Shhh no tiembles, tienes que aprender a confiar en tu dueño, sabes que te lo tienes merecido, relájate, cuanto más relajada estés menos te dolerá, eso tú ya lo sabes. Acéptalo, esa es la mejor disposición mental, aceptación, si no es así mejor es que te vayas ahora.
Carmen inspiró profundamente varias veces, su cuello se venció entre los hombros.
–Eso está mejor, acepta tu destino, acepta tu condición y espera el castigo que has pedido.
Mahmud volvió a posar la vara sobre las nalgas, esta vez consiguió controlar la tensión que solo se mostró en la respiración rota brevemente. Tras unos segundos, la vara desapareció y Carmen esperó el trallazo pero no llegó. El corazón comenzó a acelerársele. Sintió unos golpes secos en sus riñones
–No estás bien puesta, saca más el culo, sino puedo hacerte daño en la espalda
Ella se agachó un poco, metió riñones y sacó culo. Mahmud, sin previo aviso le bajó las bragas hasta medio muslo, Carmen emitió un grito. El corazón comenzó a bombear con fuerza. Una oleada de imágenes la arrollaron, el mismo esquema ya vivido, la misma situación, arrojada contra una pared, sometida, semidesnuda, con esa tensión que le producen las bragas en mitad de sus muslos es… es… ¡Oh no!
El contacto de la vara en sus nalgas, tanteando la mejor posición se añade a la pesadilla, el corazón parece que se le va a salir por la boca. Diez segundos después la vara silbó al salir despedida hacia arriba, Carmen apretó los ojos, tensó los músculos pero la vara no volvió.
Su respiración se había convertido en un jadeo. Miedo, miedo era lo que dominaba sobre todas las cosas, miedo era la única emoción que podía percibir, la única cuya intensidad apagaba cualquier otra, tenía las aletas de la nariz dilatadas, tan dilatadas que notaba como los músculos de los labios y de la nariz estaban en máxima tensión.
Cuando sintió posarse la vara con suavidad en su piel ahogó un grito que no llegó a salir. Mahmud tanteó la mejor posición, busco el ángulo adecuado, bajó hasta casi posicionarse en el nacimiento de los muslos, luego rectificó y se colocó en la parte media de los glúteos. Se detuvo, tanteó dos o tres veces, descansó la fusta en la carne, Carmen supo que esta vez si, esta vez iba a recibir el trallazo que desgarraría su piel.
En un abrir y cerrar de ojos, la fusta desapareció, escuchó el silbido en el aire, sus ojos se cerraron esperando el dolor, sus nalgas se tensaron, su cuello se agarrotó.
Luego nada, una tensa espera, un tiempo agónico en el que los músculos se fueron relajando poco a poco, nunca del todo porque nunca terminó de confiar, de creer del todo que no fuera a llegar el despiadado dolor que no por desconocido fuera menos temido. Quizás eso lo hacía más horrible, más pavoroso, no saber el alcance del daño lo hacía ser más temible, si al menos lo hubiera sufrido una vez sabría a qué atenerse. ¡Qué paradoja! El verdugo le estaba haciendo desear el castigo.
—No estés en tensión, si el músculo está duro la fusta desgarrará la piel, acepta el castigo, deja el culo relajado así el daño será menor, tú lo sabes ¿por qué no te abandonas?
No podía hacerlo, intentaba dejar el glúteo suelto y en cuanto sentía el contacto de la fusta el terror le impedía dominar el reflejo que contraía la musculatura.
No tuvo tiempo de seguir pensando, de nuevo la fusta se dejó sentir en su piel y otra vez su cuerpo reaccionó al contacto poniéndose en tensión, sus nalgas se endurecieron, sus piernas se tensionaron, su corazón se desbocó aun más, Carmen dejó caer la cabeza entre sus hombros, y se plegó al ritual del verdugo, la vara acarició sus nalgas buscando el lugar mas apropiado o simplemente haciéndola sufrir, subiendo hacia sus riñones, bajando, dos, tres golpecitos.
No pudo controlar un gemido cuando sintió como la fusta se introducía entre sus labios, tuvo que contener un movimiento instintivo que la hubiera conducido a cerrar sus piernas. Aquello habría enfadado a Mahmud, ¿Qué habría sucedido, la habría abofeteado otra vez, la habría ahogado como antes? Quizás tan solo le habría dicho que se fuera. En cualquier caso consiguió controlarse todo menos el jadeo que movía su pecho de una manera escandalosa.
La forma en que resbalaba la fusta entre sus labios la avergonzó, estaba húmeda, empapada, casi al mismo tiempo que este pensamiento se cruzo por su mente, escuchó a su verdugo.
—¿Ves como eres una zorra? Estás mojando la vara, el miedo no te impide estar caliente como una perra, estás temblando de miedo y chorreas como una cerda, no tienes remedio.
Mahmud limpió la vara en sus nalgas y comenzó el juego otra vez, Carmen sintió que le iba a estallar la cabeza. Ahora si, sabía que esta vez el castigo era inminente, la forma en que había dejado esta vez la vara en su culo mostraba una determinación diferente y se preparó para el dolor, sabía que sería muy diferente al producido por una regla plana como la que utilizo ayer, esa fusta podía desgarrarla y tuvo miedo.
Silbó en el aire, cerró los ojos, se tensó, agachó la cabeza, un gemido agudo escapó de su garganta.
Nada, de nuevo nada, solo su jadeo, su terror, su desconfianza por si todavía podía descargar el trallazo en su carne desnuda.
Pasos, “Zorra, mala mujer, infiel, no tienes palabra, no eres de fiar”. Le duele la cabeza. Si, es cierto, no es una buena mujer, ha engañado a la persona que más la ha querido, le ha fallado, ni siquiera ha sido capaz de mantenerse fiel a Doménico, tampoco a Irene, ¿qué ha hecho esta mañana con Piera? Es una zorra sin escrúpulos, se merece estar así ¿por qué no la azota de una puñetera vez?
Siente la fusta otra vez en el culo, ¡si, joder, si, rómpeme la carne de una vez! Desea decirle. Se mueve, le ofrece el culo con un gesto que Mahmud interpreta mal
–¡Pero qué zorra! ¿Estás caliente? ¿te pone esto? —Mahmud abre la mano derecha, coge fuerza y descarga un brutal azote en la nalga que le hace perder el equilibrio y casi cae al suelo; grita, se recompone y recupera la postura —. No vuelvas a provocarme con tus contoneos furcia, esto no es un juego ¿te has enterado?
El dolor hace palpitar su glúteo, no puede controlar las lágrimas, Mahmud vuelve a sujetar con rudeza la falda con la cinturilla —. Ni te muevas. —la amenaza al oído. El glúteo herido palpita y arde y cuando Mahmud sitúa la fusta sobre él Carmen se sobresalta, esta vez no espera clemencia.
De nuevo la ruleta rusa en movimiento; la vara se sitúa, se mueve, oscila por la tersa carne, busca la mejor posición, va poniendo en tensión a la mujer.
Desaparece, silba en el aire, Carmen cierra los ojos, se tensa, espera el dolor. Nada, la nada agónica, la nada que la hace desfallecer.
Silencio, espera, ¿por qué esta vez la atormenta con esta pausa más larga? ¿qué debe hacer? No puede calcular cuanto tiempo lleva esperando el contacto de la fusta en su piel, no se atreve a mirar atrás, a romper la norma.
Pero el tiempo pasa y el silencio es estridente.
—¿Mahmud?
No hay respuesta, vuelve a llamar a su verdugo. Mira hacia atrás y no lo ve, se atreve a romper esas cadenas invisibles que la atan a la pared, se vuelve. No hay nadie vigilándola.
—¿Mahmud?
Se sube las bragas y camina temerosa hacia la habitación del argelino; está vacía. Camina hacia la cocina llamándole, ya no susurra, ha elevado el tono de voz, lo busca nerviosa, sube las escaleras —¿Mahmud? —, repite con cierta angustia en su voz. Escucha como se cierra de golpe la puerta de la calle —¡Mahmud! —, grita, no acierta a entender; esos segundos que ha perdido son vitales, se suelta la falda y baja corriendo las escaleras hacia la puerta, abre pero ya no hay nadie. No puede irse, no puede dejarla así. No puede hacerle esto.
—¡Mahmud! —grita con todas sus fuerzas.
Entra en su dormitorio, mira la fusta, se sienta en la cama aturdida ¿por qué, por qué? Se deja caer en la cama, golpea el colchón ¿por qué? Esconde el rostro entre sus brazos. El dolor de su nalga golpeada le recuerda las palabras de su verdugo, zorra, furcia. Se repite sus propias palabras, no ha sido capaz de mantenerse fiel a Mario, a Doménico, a Irene, no es más que una puta rechazada por todos, incluso por Mahmud.
Una hora después tiene preparada su maleta, no queda rastro de su presencia en casa de Doménico. Echa un último vistazo al dormitorio donde ha vivido esa semana, baja las escaleras y sale de la casa.”
—¿No… pensabas contármelo?
Estoy sobrepasado; Carmen no ha ahorrado ni un detalle, como si quisiera dejar claro todo el dolor y la angustia que la acompañó. Puede que el exceso de rigor técnico a la hora de abordar mi exposición haya dado pie a esta réplica tan escabrosa.
—¿Realmente es necesario? ¿Aporta algo sacar a la luz cada detalle de todo lo que tuve que soportar? Si es así tengo mucha más basura que extender pero nunca pensé que ese fuera el objetivo.
Me estremecí. No, no era eso lo que necesitábamos, quizá estaba llevando nuestro análisis a un punto peligroso. Negué con la cabeza, no necesitaba tantos datos.
—No son los detalles lo importante sino la influencia que ejerce Mahmud sobre ti y tu capacidad de respuesta si es que la tienes. Carmen, soy tu terapeuta, no te revuelvas contra mí y si lo haces identifica la causa.
Se levantó con una brusquedad que intentó mitigar en el ultimo momento.
—¿Por qué insistes en volver una y otra vez a Mahmud? Déjalo ya.
—Porque creo que es una presencia que te afectó de una manera determinante y que te sigue afectando.
—Te equivocas, es algo que tengo controlado.
—¿Controlado? Pensé que me ibas a decir que lo tenias superado, olvidado, pero controlado…
Pude ver la crispación que le producía el error que había cometido, la incoherencia que había salido de su boca la dejaba en evidencia. Se revolvió.
—Es una forma de hablar ¿por qué le das tanta importancia?
—Porque la tiene, Mahmud es una persona peligrosa que te ha tratado de una manera que jamás le habrías permitido a nadie y no creo que esté del todo fuera de tu vida.
Carmen sonrió con suficiencia estudiada.
—¿Crees? No sé en qué te basas para lanzar semejante hipótesis. Pero en fin, ya que estás tan seguro venga, cuéntame tu teoría.
—Cuando le conoces en la fiesta te somete a una especie de interrogatorio en el que te dejas llevar de su manipulación y acabas por declararte golfa.
—¿Ves? Ni siquiera le conoces y tergiversas mis palabras para convertirle en un hábil manipulador. Estás sesgando lo que te conté sobre aquella charla y eso es porque tienes prejuicios hacia él.
—Sabes que no es cierto.
—Mahmud es la única persona que me ha descrito sin hacerme sentir sucia ni humillada; me encontré frente a alguien que me definía como infiel, adultera y golfa sin que me lo escupiera la cara, como tú. Con esa serenidad que le caracteriza me dijo que no me podía calificar de puta porque no estaba a la altura y fíjate, no me sentí ofendida al contrario, pensé que me estaba dando una lección, con esa mirada de…
—De proxeneta.
—¡Qué sabrás tú de proxenetas! ¿O es que acaso tienes que decir algo más que todavía no me has contado?
Se revuelve, intenta escapar de la conversación.
—No Carmen, no sé de proxenetas pero si sé que responde al perfil.
—Me da igual, Mahmud ya es pasado quédate tranquilo, no pienso volver a verlo, no entra en mis planes.
—Pero quizá tú si entras en los suyos.
Carmen lanzó una risa amarga.
—¿Y eso por qué? Creo que ya dejó claro que no le importo una mierda.
Despecho. Esa reacción me alertó.
—Porque una presa de tanto nivel no se deja pasar sin luchar por ella.
Elevó las cejas asombrada.
—Ahora soy una presa; ¿de quién, del proxeneta? ¡qué película te estás montando! —exclamó con desprecio.
—Él mismo te sugirió que podrías llegar a ser una puta de alto nivel, ¿no es cierto?
Clavó sus ojos en mí; una mirada obscena.
—Ahí está, tu fantasía top, tu esposa convertida en puta de lujo, al fin hemos llegado. ¿Y cuánto crees que podría cobrar, eh? dímelo tú que sabes tanto ¿setenta mil, cien mil pesetas?
No iba a responder a la provocación, esperé a que se desahogara.
—¿No lo sabes? No, no lo sabes. Llama a Santiago, él si que debe saberlo, seguro que es un putero de cuidado, ya tenia toda la pinta entonces. Pregúntale, dile que tu mujer se quiere meter a puta, me tenía ganas, a ver cuánto está dispuesto a pagar por mi estreno, no le cuentes lo que he estado zorreando y nos hacemos una idea. Le pones al tanto de mis habilidades ¿eh? cómo hago las mamadas y esas cosas. Además ahora que tengo el culo abierto seguro que cotizo más.
Terminó, tenía la respiración agitada. Debió de darse cuenta de todo lo que había dicho porque desvío la mirada.
—¡Vete a la mierda!
Salió de casa dando un portazo.
No podía perder el control. Había vivido explosiones emocionales como aquella en numerosas ocasiones. La única diferencia es que la paciente que se rebelaba era…
Una paciente, una paciente, tenía que afrontarlo como tal. Olvidar que aquella mujer que abandonaba lo que habíamos convertido en consulta era mi mujer.
Veinte minutos más tarde regresó, serena, dispuesta a dialogar.
—Lo siento, creo que he pasado por una reacción…
La detuve con gesto rápido.
—No Carmen, si vuelves será en calidad de paciente, no admito un previo entre colegas.
Le costó tragarse el orgullo.
—¿Qué quieres saber?
—Si el patrón de frustración es algo más que una hipótesis, si es una teoría sólida y desde cuando está funcionando.
—¿Ahora me consultas?
Supo que no le iba seguir el juego, poco a poco la ironía fue desapareciendo de su rostro dejando las huellas de la preocupación.
—Hubiera deseado que me azotara, lo tengo claro, he luchado contra esa idea desde que dejé de negarla. Hubiera deseado que no desapareciera y que me azotara con esa fusta. Y aquella tarde en casa de Domi, cuando no pude evitar gemir y sacó sus dedos… ¡Oh Dios! la expresión que vi en su rostro me dolió más que si…
—¿Qué expresión?
—Le había defraudado, lo vi en su rostro.
—Te sentiste frustrada, ¿qué esperabas si hubieras sido capaz de contenerte?
—No lo sé.
—Algo esperarías.
—No, no lo sé.
—Piénsalo.
Se debatió, la veía regresar a aquella escena en la que el argelino hundía los dedos en su coño y le prohibía sentir placer.
—¿Qué habría sucedido si hubieras obedecido?
—¡Qué quieres que te diga, no lo sé, no lo sé! Lo único que sé es que de nuevo me sentía rota, fracasada, humillada como jamás podrías imaginar. Lo das todo, te rindes, piensas «De acuerdo, hasta aquí he luchado, ya no puedo más, solo me queda dejar que pase pronto» y entonces cuando esperas lo peor se eterniza el instante contra el que has luchado y al que finalmente te has entregado; el tiempo se congela y dura, no acaba de llegar como el trallazo de la fusta, o se me niega como sucedió cuando acepté dejarle que me poseyera, total solo era una golfa y él quería comprobar si podía ser algo más; de acuerdo le haría comprobar que valía, solo tenía que aguantar, dejar que me tocara; calculé mal y no pude evitar un suspiro más profundo. El desprecio que vi en su mirada rompió mis expectativas, si lograba superar la prueba no sé qué sucedería, quizá nada, solo sería algo más que una golfa, solo eso, habría superado… pero no, me dejó ahí, abierta de piernas, no valía ni para que me violara ¿te imaginas? Otro que no terminaba de violarme.
Se llevó las manos a la cara, luego se retiró el cabello.
—Patrón de frustración dices, ¡qué sabrás!
«Otro que no terminaba de violarme».
Temblé.
—Como Roberto.
Me miró como si no me conociese.
—¿Ahora te acuerdas de Roberto?
—¿Por qué no? Alguna vez tendremos que hablar de él, no podemos irnos de aquí sin limpiar ese asunto.
—Limpiar —repitió con sorna—, pensaba que habías quedado satisfecho con la terapia que hicimos en Enero.
—En absoluto, creo que no fue un buen enfoque.
—Ya somos dos.
—Lo lamento, habría sido mejor que te hubiera tratado alguien…
—Déjalo.
—En cualquier caso, lo que has dicho conduce directamente a Roberto, creo que debemos centrarnos en eso y evitar los reproches. ¿Seguimos enfocando esto como una sesión conjunta de dos psicólogos?
Inspiró profundamente.
—Va a ser muy difícil Mario, me afecta tanto que no estoy segura de que podamos hacerlo.
—Intentémoslo. Nos detendremos tantas veces como sea necesario.
—De acuerdo.
—¿Qué piensas de mi hipótesis?
—¿El patrón de frustración? Hay que desarrollarlo, no es más que un bosquejo.
—Volvamos a Roberto entonces, ha surgido porque tú misma has visto una secuencia de ese patrón, quizá la primera.
—No, solo he relacionado dos momentos de abuso no consumado que tienen cierta similitud.
—Pongámoslos en común, primero el que tuviste con Mahmud.
—Me atrapó en la cocina, me dijo que no quería que sintiera placer, entonces…
—Así no; si vamos a comparar dos modelos sabes cómo hay que hacerlo; conoces los dos casos, no te pido que los anotes pero si que los describas en paralelo para poder compararlos.
—Estábamos hablando, de repente me atrajo hacia él, bruscamente; quedé… montada en su muslo, comenzó a tocarme el culo de una forma ruda, haciendo que la falda fuera levantándose hasta que pudo librarse de ella, era tan violento… no eran caricias, me tocó todo el culo como si no quisiera dejar ni un centímetro sin profanarlo ¿me entiendes? luego enredó un par de dedos en la tira central de la braga, la estiró y la apartó, sentí cómo empujaba para hacerse hueco entre…
Esperé no tenía intención de ayudarla, no debía hacerlo.
—Entre mis nalgas, me sentí usada, fue una sensación desagradable aunque al mismo tiempo, al tener su mirada clavada en mis ojos era, no sabría cómo explicarlo.
—Inténtalo.
Se esforzaba por encontrar una explicación.
—Nunca había sentido algo así, me estaba poseyendo de una manera que trascendía lo puramente sexual. Fue cuando me lo ordenó.
—¿Qué fue exactamente lo que dijo, lo recuerdas?
—Si, si, palabra por palabra: «No tienes permiso para sentir placer, no quiero oír ni un susurro».
—¿Qué sentiste al escucharlo?
Eleva la mirada, rememora aquella escena, se pierde durante unos segundos; su respiración ha cambiado, la expresión de su rostro es otra, ha perdido la tensión que mantenía; ahora… ahora reconozco esos signos que revelan excitación sexual de la que, estoy convencido, no es consciente.
—Me sentí descubierta, no sabía que estaba excitada hasta que me prohibió sentir placer, me recriminé por ello, me avergoncé, notaba sus dedos hurgando ahí, sentía la dureza de su muslo en mi sexo, mi pecho prácticamente pegado a él, su aliento en mi cara. Era todo tan invasivo, tan brutal; y yo, sintiendo un placer que yo misma me censuraba y que se me prohibía pero que por eso mismo cada vez era más intenso porque no sé cómo, estaba alcanzando lo más intimo, consiguió meterse dentro. Eran muchas sensaciones y muy difícil de controlar, no podía estar a todo, aquellos dedos entrando y saliendo me mataban, tenía que sofocar los espasmos, evitar frotarme sobre su muslo. Y entonces debí de descuidar mi respiración, se me escapó un jadeo, no lo sé, algo más fuerte quizá y él lo interpretó como una desobediencia.
—Y te castigó.
—¡Si, joder!, salió de mi, me dio un azote que me supo a rechazo y dictó sentencia: «No puedes controlarte». Se incorporó con una brusquedad que casi me hace resbalar.
—¿Qué sentiste?
—Ya lo sabes, una enorme frustración, hubiera querido salir tras él, detenerle y gritarle a la cara «¿Por qué me haces esto? ¡No me dejes así! ¡Acaba!»
Está rota, tanto como se debió quedar aquel día en el que estaba dispuesta a cumplir cualquier orden que le fuera impuesta por Mahmud y que sin embargo se truncó por un pequeño fallo.
No es consciente del peligro en el que se halla, está psicológicamente entregada a él, si acaso vuelve a aparecer en su vida no tiene voluntad para negarle nada. Mi duda es si ha llegado al punto de necesitar buscarle.
—¿Cinco minutos?
Se levantó y salió apresuradamente, yo elegí la puerta principal para no encontrarme con ella.
Es extraño, no siento nada y debería sentir. Mi mujer ha sido maltratada. ¿Es esa la palabra que mejor define lo que me ha contado? Es un caso claro de abuso sin embargo hay algo que me impide terminar de catalogarlo como tal. Su aceptación, su entrega.
Debería sentir. ¿Será la coca? Rabia, vergüenza, odio, desprecio, algo, cualquier cosa menos esta insensibilidad que me hace escuchar como si fuera la historia de alguien ajeno a mi; incluso ese alguien ajeno me provocaría como mínimo lástima. Debería sentir algo.
No sé a dónde nos va a llevar esta absurda sesión que he comenzado rompiendo el esquema que tenía previsto. ¿Habrá sido la coca? Puta… debo de estar loco.
…..
—Antes de continuar dime una cosa, ¿Quién es Gonzalo?
—¿Gonzalo? —preguntó desconcertada.
—Si, lo has nombrado varias veces.
—No, ¿estás seguro?
Busqué entre mis notas. Nada, solo el nombre y el momento en el que lo citó.
—Seguro; lo mencionaste cuando has relatado el encontronazo con Mahmud, la fusta y…
—Ya, ya. ¿Gonzalo? déjame pensar… a ver, no sé… Gonzalo, Pelayo… Me he debido de confundir.
Me quedé pensando, traté de recordar sus frases, me costaba creer que Carmen pudiera cometer tal error con lo fiel que suele ser para los nombres. Sin embargo era sincera, no había indicios en sus gestos de que estuviese mintiendo.
—Ha debido de ser eso —dije sin lograr ocultar mi preocupación.
—No te veo muy convencido, ¿Crees que te oculto algo?
—No, eso no; sin embargo me sorprende que tú, que jamás olvidas un nombre cometas un fallo así; supongo que es por la presión a la que has estado sometida.
—Si piensas que te estoy mintiendo dilo —insistió.
—Te conozco, lo hubiera leído en tu cara.
Nos quedamos mirando; ella ausente, tal vez buscando en su memoria la identidad de Gonzalo; yo analizando cada gesto, cada mirada, por si descubría un resquicio en el que apoyarme para desmontar la firme sinceridad que transmitía.
—¿Te apetece algo de beber? —pregunté para romper esa situación.
—Agua, estoy seca.
Ya en la cocina no dejaba de darle vueltas, entonces recordé una de las frases que había pronunciado «Tan solo era una zorra que se entregaba a unos y a otros; Borja, Gonzalo, Pelayo».
Dejé los vasos y me tuve que apoyar en la mesa, el argumento de Carmen se desmoronaba, ¿quién era Gonzalo?
—Pasemos a la escena final con Roberto.
Siento frío al recordarla, la conozco bien, el propio Roberto se encargó de contármela al detalle en La Coruña sin que yo fuera capaz de frenarle.
Carmen parece preocupada, entiendo que no le resulte agradable volver a revivir aquella situación. Tras un breve momento de tensa espera comienza.
—Sabes lo difícil, lo duro que fueron para mi los meses que pasé sometida al acoso de Roberto. Tengo muy claro que cometí un gran error dejándole llegar tan lejos, que debí cortar aquello desde el principio y que tú también fuiste responsable de lo que acabó sucediendo. Eso no reduce mi responsabilidad ni por supuesto la de Roberto, creo que es con diferencia la etapa más sucia y vergonzosa de toda mi vida y no me queda otra que convivir con ella.
Estuve tentado de intervenir pero me detuve a tiempo, no tenía nada sensato que alegar. Carmen dejó el vaso sobre la mesa y continuó.
—También debo decirte que la terapia que abordaste fue un fracaso. Han pasado pocos meses para hacer una evaluación sería pero tengo claro que la desensibilización tal y como la planteaste no ha resuelto el problema de fondo, sobre todo teniendo en cuenta que el entorno en el que nos movimos inmediatamente después no colaboró a que me pudiera estabilizar psicológicamente. No te estoy culpando por ello, eso fueron decisiones que tomamos derivadas en parte tanto de lo que me había sucedido como de otros sucesos que fueron aconteciendo en esos días.
Entendió que no tenía intención de intervenir y tras encender un pitillo siguió.
—Me centraré ahora en la última jornada con Roberto, en concreto cuando volvimos de la comida con los miembros de la junta. Estaba decidida a acabar con aquello costase lo que costase, si tenía que dimitir lo haría pero ya no aguantaba más. Cuando entré en su despacho le dije que no le iba a tolerar que se repitiese lo que había sucedido en el restaurante y que si había vuelto al despacho era esperando una disculpa.
Según hablaba, mi cabeza bullía con la imagen de Roberto regodeándose ante mí. Su versión de lo que sucedió aquella tarde se superponía sobre la de Carmen, era una versión adulterada sin duda, preparada para mejorar su imagen pero que mostraba otro perfil de mi mujer.
"—Salí mal de la comida, había perdido el control y casi provoco un conflicto con nuestros invitados, entonces me di cuenta de que me estaba encoñando y decidí zanjar el asunto, la cité en mi despacho por la tarde con la intención de contarle toda la verdad, pero entonces tu digna mujercita terminó de cabrearme; se presentó haciéndose la ofendida, de repente volvió a ser la de siempre: altiva, orgullosa, despreciativa… Me sacó de mis casillas, Mario, no podía consentirle aquel aire de digna superioridad con el que me vino; me cabreó mucho y le dije lo que pensaba de ella, que era una fulana que se había vendido a cambio del puesto; pero se mantenía digna y distante, como había sido siempre antes del asunto del nuevo departamento, como si no hubiera pasado nada entre nosotros"
—Comenzó a insultarme, a decirme cuánto lo había humillado lo largo de los años, ¿todo por qué? por no dejarme avasallar como lo hace con el resto de las chicas del gabinete. Ese había sido mi error, consentirle sus avances desde que me dijo que tenía el control de mi ascenso ¡cómo no me di cuenta! Siguió humillándome, echándome en cara que me estaba vendiendo con tal de ganarme el ascenso, y lo más grave es que tenía toda la razón. Me sentí mal, muy mal, no tenía argumentos, lo único que quería era dejarle acabar y marcharme de allí con un mínimo de dignidad, le presentaría a Andrés la dimisión al día siguiente. Pero cuando empezó a levantarme la voz no pude seguir callada, intenté imponerme. Entonces empleó unas palabras que me hundieron.
—¿Qué, exactamente?
—Le intenté callar diciéndole que no tenia por qué aguantar que me dijera todo eso, pero a media frase me interrumpió con brusquedad, casi gritando. Me sobresaltó. Entonces siguió diciendo que efectivamente no tenía por qué aguantarlo, pero la realidad es que ahí estaba, haciéndome la estrecha, eso dijo, que me estaba haciendo la estrecha para calmar mis prejuicios aunque seguía aguantando y tragando lo que hiciera falta con tal de no perder la oportunidad de conseguir el departamento; luego añadió que no me pusiera tan digna, que ambos sabíamos lo que estaba dispuesta a pagar para obtenerlo.
Respiraba agitadamente, apenas me miraba, creo que estaba avergonzada.
—No supe cómo reaccionar, solo deseaba que no se diera cuenta de lo mal que lo estaba pasando.
Y eso, Roberto lo interpretó como altivez.
“—No podía tolerarle aquel desprecio, ahora ya no, sabía de lo que era capaz, la había tenido medio desnuda esa misma mañana, me había besado y si hubiera querido me la habría follado en mi propio despacho, y ahora no me podía venir con el cuento de la mujer ofendida. Se lo dije pero se mantuvo en su papel.”
—No sé qué le ocurrió, en un instante pasó de las palabras a los gestos, se acercó comenzó a tocarme como lo había hecho por la mañana, yo estaba aterrorizada pero sabía que no podía mostrar miedo, eso sería mi perdición. Apenas entendía lo que me decía solo sentía sus manos desabrochándome el escote, metiendo sus dedos por el sujetador, acabó por desabrochar todo el vestido hasta la cintura, sabia que si flaqueaba estaba perdida y confiaba en que recapacitaría, Roberto no es un violador tenía que entrar en razón tarde o temprano, si me veía débil perdía, tenia que ver ante él una persona firme. Pero se enrabietó y de pronto me arrancó el sujetador, entonces fue cuando temí lo peor, pensé que no iba a ser capaz de detenerse.
—Por qué no lo paraste?
—No lo sé, estaba paralizada. Comenzó a besarme, a manosearme; yo estaba… como si no tuviera vida, me dejaba hacer sin dar respuesta, sé que se inclinó y me mordió los pechos y esa falta de respuesta le irritó, se fue hacia su mesa, trajo la propuesta salarial y me la restregó por la cara. Me preguntó si ese era mi precio. Al no obtener ninguna respuesta…
Me miró; sentí compasión por ella pero tenía que dejarla terminar.
—Me desnudó, tiró de la cintura del vestido y prácticamente me lo arrancó.
Era la misma escena que Roberto me contó desesperado, cuando ya no intentaba humillarme sino justificarse.
“—Aquello se convirtió en una cuestión de orgullo, le recordé uno a uno los temas que supuestamente había conseguido gracias a mi… pero no se inmutaba la muy zorra, le pregunté cuanto creía que valía aquello pero se limitó a despreciarme de nuevo; no sé si me podía más el cabreo o lo salido que me tenía, el caso es que le volví a desabrochar el vestido y el sujetador como había hecho por la mañana y le dije que ese era el precio que estaba pagando por su ascenso. Me miró con tal arrogancia que me cegué y prácticamente le arranqué el vestido, aún así se mantuvo fría, sin dejar de matarme con la mirada, con el vestido en el suelo y todavía orgullosa. La desnudé, la dejé en pelotas a ver si así pedía clemencia, pero no hubo forma; yo estaba fuera de mi Mario, jamás me he comportado así con una mujer. ¡Joder cómo la deseaba! Sin embargo su frialdad actuaba como si fuera una barrera que no podía traspasar, ¡estaba tan preciosa completamente desnuda!”
—Supe que me iba a violar, ya no lo dudé, comenzó a tocarme, terminó de bajarme la braga que había quedado atrapada en mis muslos arrastrada cuando me bajo el vestido. Cuando sentí sus dedos en…
Asentí, tenía que soltarlo todo.
—Tocando mi vello contuve un temblor que me hubiera delatado, enseguida le sentí cogiendo en su mano todo mi… pubis, mi coño. —matizó, como si le hubiera resultado absurdo nombrarlo de otra forma—. Casi pierdo el equilibrio, me sostenían sus manos, una en mi coño, otra en mi culo; ya ves, dependía de él para no caer. Y lo que jamás olvidaré son sus ojos, su ojos fijos en los míos mientras uno de sus dedos se deslizaba entre mis labios.
No acierto a interpretar la expresión de su rostro, intranquilidad, angustia si, pero además hay algo que no logro descifrar y no quiero precipitarme en darle un sentido.
—Lo supe, por fin iba ser violada, no podía hacer nada por evitarlo salvo resistirme y sucumbir a su violencia; comencé a hacerme a la idea, iba ser violada.
¿Por fin? ¿Qué quería expresar?
—Y me besó, me besó mientras ese dedo se deslizaba una y otra vez con dificultad, entonces sentí como me golpeaba en los pies para obligarme a separar la piernas; casi me caigo pero me sujetó por las nalgas, asentó con firmeza la mano con la que me acariciaba el culo.
Se detiene, está allí, reviviendo esa presión en su piel, esa angustia, el instante previo cuando ya, derrotada, se dispone a dejarse violar.
—Tampoco consigo olvidar la presión de las bragas estiradas en mis muslos como si fuera una atadura. Entonces hundió dos dedos dentro de mi, y no pude reprimir una queja, no me dolió no es eso, fue la intrusión tan violenta que no esperaba lo que me hizo gemir. Sé que me abracé a él por primera vez para sujetarme porque me fallaron las piernas.
Roberto no se aparta de la escena, no lo vivió mejor que ella.
“—A veces creía ver en sus ojos una expresión de fragilidad pero enseguida recuperaba la dureza, entonces me di cuenta de que intentaba reprimir un temblor y supe que todo era una fachada, que se esforzaba por mantenerse firme, la cogí en mis brazos y la besé mientras la tocaba, ¡Dios, qué cuerpo! Supe que la iba a follar, ya no podía aguantarme más, pero su boca muerta, sus ojos sin expresión alguna me dolieron ¡Que zorra!, la tenía en mis manos y aún así me despreciaba; la rabia me pudo y de un golpe hundí los dedos en su coño —Roberto agachó la cabeza, por primera vez parecía avergonzado —. Le hice daño y al oír su queja reaccioné, me estaba convirtiendo en un violador y eso me horrorizó, entonces me di cuenta de que esa mujerzuela no podía joderme la vida y la eché de mi despacho."
—Al escucharme se detuvo, debió de comprender lo que estaba a punto de hacer. Me apartó como si fuera algo desagradable y comenzó a insultarme de nuevo; prácticamente me responsabilizó a mí de provocarle a cometer una violación.
—¿Cómo?
—Me trató como a una auténtica puta, nunca lo olvidaré. Dijo que sería capaz de dejarme follar con tal de conseguir el puesto y aún así seguiría con, ¿cómo dijo?, con esa expresión de dignidad, como si los demás fueran unos desgraciados y yo estuviera por encima de todos. Estaba muy alterado, asustado por lo que había estado a punto de hacer; «¡Pero qué coño estoy haciendo!» exclamó; parecía hablar consigo mismo, luego se volvió hacía mí, «Enhorabuena, has conseguido sacar lo peor de mí, pero no soy un violador, no soy tan cabrón como piensas. Jamás había hecho algo así». Yo no era capaz de reaccionar, siguió caminando, torturándose, «No estoy tan necesitado de un polvo como para caer tan bajo, no me vas a volver a humillar, por muy buena que estés, por mucho que te desee». Llegué a pensar que seria capaz de agredirme, sus ojos daban miedo. «Eres una puta, peor que una puta», recogió mi ropa del suelo y me la arrojó con tanta violencia que me asustó. Me estaba echando de su despacho como si fuera una cualquiera.
Me di cuenta de que estaba tan alterado como ella, inspiré profundamente para intentar normalizar mi respiración, debía de tener las pulsaciones disparadas. No podía detenerme, ahora no, tenía que enlazar esta experiencia con las anteriores, debía buscar el patrón de frustración.
—Estabas a punto de ser violada, has dicho algo muy significativo para la hipótesis que estamos estudiando.
Carmen me miró como si saliera de un trance, parecía no entender lo que había dicho.
—Cuando Roberto te repudió estabas a punto de ser violada, de hecho tú ya habías aceptado la situación ¿no es cierto?
—Si, de alguna manera si, temía su reacción si me resistía, no imaginas el grado de violencia que había.
No es como Roberto me lo relató, aunque entiendo que su versión es la variante con la que pretende justificarse. Nunca sabré cuál fue el punto objetivo de violencia que hubo en aquel despacho.
—Necesitamos saber algunos datos, tu y yo, como psicólogos, ¿podrás hacerlo? ¿podrás alejarte de la paciente, de la mujer que estuvo a punto de ser violada?
Me examinó intensamente, luego aplastó el pitillo.
—Necesitaré uno de los otros.
—Yo también.
Mientras subía a buscar la pitillera me preparé un whisky, era la primera vez que acudía al alcohol en plena sesión.
Bajó directamente al jardín, la observé por el ventanal, caminaba despacio entre los árboles, cada cierto tiempo daba una calada. Necesitaba prepararse para lo que imaginaba iba a ser una dura sesión. Deje de espiarla y me senté.
—Cuando quieras.
No la había escuchado entrar. Cuando se sentó frente a mí abrió la pitillera y encendió otro porro.
—Pretendo encontrar, si los hay, puntos de coincidencia entre las escenas con Mahmud y la que la paciente tuvo con Roberto, en todas ellas hay un componente común: la frustración de una experiencia de índole sexual no consentida que acaba por ser aceptada por la paciente y que cuando va a ser consumada se cancela por el actor dominante; esto genera un patrón de frustración en la paciente que en general provoca un deseo más o menos consciente de que en algún momento esa experiencia fallida se consume.
—No me habías planteado tu hipótesis en su totalidad hasta ahora. No estoy en absoluto de acuerdo.
Empleaba un tono duro, combativo, lejos del adecuado para afrontar un estudio clínico.
—Supongo que hablas en calidad de psicóloga.
—Por supuesto.
—Pues debo decirte que la forma en que rebates mi propuesta, el tono que empleas tan… emocional, me hace sospechar que estás contaminada por la náufraga.
Deliberadamente aludí a la náufraga en lugar de mencionar a la paciente, quise comprobar el efecto que le causaba. Bajó la mirada, esa alusión le afectaba emocionalmente, no me había equivocado.
—Puede ser, intentaré estar alerta. Exponlo de nuevo, por favor.
Eso hice, plantee mi propuesta con un poco más de detalle y observé la reacción que tuvo, más serena, más profesional, o al menos supo contener las emociones con más éxito. Tomó abundantes notas y cuando finalicé no tardó en tomar la palabra.
—No acabo de ver en qué te basas para incluir en tu hipótesis de trabajo la idea de que la frustración de un hecho nocivo va a generar un deseo ineludible de consumar en un futuro la experiencia fallida.
Acudí en defensa de mi teoría a trabajos que ambos conocemos, comenzamos un debate intenso, como tantas otras veces fructífero, tanto que por momentos llegué a olvidar que estábamos hablando de ella.
—Supongamos que tu hipótesis es correcta, ¿a dónde te conduce?
Trabajamos las dos vías, íbamos bien. Iba a decir algo y cuidé el lenguaje: «la paciente, la paciente», no debía olvidarlo.
—Hubo algo que la paciente dijo cuando relataba la escena con Roberto: «Lo supe, por fin iba a ser violada». Ese “por fin” me hace dudar de su significado. ¿Qué quiso decir?
Carmen se quedó pensando, me miró extrañada.
—¿Dije eso?
—Si, dijo eso —respondí remachando la tercera persona—, exactamente cuando… —examiné mis notas—, le bajó bruscamente el vestido y las bragas, le cubrió el pubis, el coño recalcó, le cubrió el coño con su mano y luego deslizó un dedo entre los labios; entonces lo dijo: “Lo supe, por fin iba ser violada, no podía hacer nada salvo resistirme y sucumbir a su violencia, comencé a hacerme a la idea, iba ser violada”.
Cerré el cuaderno, la miré, estaba sorprendida, aturdida diría.
—«Por fin iba a ser violada» —repitió—. No creo que tenga otro sentido que…
Se detuvo; no, no encontraba una respuesta.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó.
Me extrañó que no plantease una hipótesis, no estaba actuando como una profesional, supe que tenía algo en mente y no se atrevía a plantearlo, estaba contaminada.
—¿Recuerdas la pregunta que te hice hace muchos años, al poco tiempo de casarnos? Creo que no le dimos importancia pero visto ahora fue determinante.
“Una noche, exhaustos tras una intensa sesión de sexo, lancé la pregunta que cambiaría nuestra vida.
—Cielo, ¿cuál es la fantasía más fuerte que has tenido, la que jamás me confesarías?
Carmen pareció extrañada por la pregunta y eludió el tema.
-—No hay nada que no puedas saber cariño.
Pero ambos sabíamos que no era cierto, nuestra profesión nos hace conscientes de que todos tenemos un lugar secreto en nuestra mente, un punto oculto a todos donde reposan las ideas y los pensamientos que a veces ni nosotros mismos nos atrevemos a aceptar. No me hizo falta argumentarle, bastó mi mirada para que Carmen llegase a esa misma conclusión, sonrió e inconscientemente apartó por un segundo la mirada. Estaba desnuda a mi lado pero creo que se sintió aún más desnuda pues sabe que la comunicación no verbal es una de mis especialidades.
Me incorporé de la cama lo suficiente para apoyarme en un codo y con la otra mano comencé a acariciarle suavemente el vientre y el estómago.
—¿Vas a decirme que no hay ninguna fantasía perversa en esa cabecita? —insistí mientras mi dedos rozaban ya la delgada línea de vello púbico.
Nueva sonrisa, esta vez sus ojos se volvieron hacia mi cargados de erotismo y de deseo, hubo una pausa que a mi me pareció eterna y respondió.
—La mente es libre de imaginar, cielo, lo sabes bien —intentaba escaparse de mi asedio, pero yo no estaba dispuesto a ceder terreno, mi dedo medio comenzó a dibujar el surco de sus labios, sin apretar, apenas rozando, mientras volvía a la carga.
—¿Y qué es lo que esa mente tuya imagina cuando estas en la bañera, o cuando hacemos el amor, dime.
Mi dedo se hundía sin esfuerzo en el canal inundado de su sexo y como un pincel dibujaba formas en su vientre con la humedad que había recogido; Una y otra vez volvía con calma a recolectar su humedad para seguir pintando en su vientre plano y duro. Carmen cerraba los ojos cada vez que invadía su sexo; entonces detecté la lucha interior que libraba, se mordió el labio inferior, me miró y casi llegó a pronunciar algo, pero se detuvo e inició la retirada; había estado a punto de abrirme sus más íntimos deseos y yo no iba a dejar pasar esta oportunidad. Mi dedo seguía hurgando en su interior, cada vez más tiempo, recorriendo cada pliegue, acercándome a su clítoris, explorando sus labios y su oquedad.
—Quiero saberlo amor, quiero que te desnudes aún más para mi.
Notaba como su respiración iba cambiando el ritmo, sabía que no debía presionar, que debía darle su tiempo, pero la excitación me dominaba, no quería ceder terreno. Carmen abrió los ojos de nuevo y me miró en silencio muy profundamente, como queriendo adivinar el efecto que su secreto tendría en mí; Le sonreí y esperé. Vaciló y comenzó a hablar, con pausas, con dudas, eligiendo cuidadosamente las palabras.
—¿Sabes? A veces, cuando estoy excitada, quiero decir cuando estamos así, como ahora, pienso… no sé, es una tontería ¿eh? No vayas a creer… —Dudaba, casi se excusaba de lo aún no dicho, pero yo seguía acariciando levemente su sexo sin decir palabra, mirándola a los ojos. —. En fin, que alguna vez se me ha venido a la cabeza cómo sería… —bajó la vista, parecía una niña cogida en falta y eso la hacía más hermosa, casi vulnerable —…cómo sería estar con varios hombres, ya sabes, hacerlo con varios a la vez, no de uno en uno, a la vez.
Esta última frase había salido a borbotones, de un tirón, como si fuese incapaz de pronunciarla si la pensaba demasiado. Se quedó callada, con la vista clavada en la mano que la acariciaba, creí ver cierto rubor en sus mejillas.
Yo callé, mantuve un silencio estudiado que pretendía avivar la tensión. Entonces le dije.
—¿Y como lo imaginas?
No esperaba esto, creyó que con su confesión se acababa todo, cuando en realidad solo era el principio para mí.
Poco a poco conseguí que se fuera relajando, una vez que se disiparon las dudas que podía tener sobre mi reacción fue tomando las riendas de la fantasía que, según me contó, había elaborado a lo largo de los últimos años. Su rostro, a medida que avanzaba en el relato, iba tomando esa expresión de gran erotismo que me cautiva en ella y su voz se tornó mas grave.
Según avanzaba en su relato observé asombrado como se transformaba, iba abandonando las expresiones moderadas, pubis, pene, hacer el amor, y comenzaba progresivamente a hablar de polla, coño, tetas, follar, mamada… De pronto la vi mirarme fijamente sonriendo, ante mi sorpresa desvió divertida la mirada hacia abajo, yo seguí sus ojos y comprobé que mi erección era tan intensa que apenas se separaba de mi vientre. Siguió desvelándome sus deseos ocultos, se descubrió ante mi una mujer sorprendente, inesperada, su fantasía se localizaba unas veces en una cabaña en la playa, otras en un hotel barato, ella se encontraba tendida en una cama y un hombre entraba, la poseía, la follaba y sin darle descanso era sustituido por otro y por otro y por otro más. En otras versiones estaba en la habitación de un caserón, rodeada de hombres que la desnudaban y comenzaban a acariciarla y a tocarla por todas partes, muchas manos en su cuerpo, muchas sensaciones que le impedían dedicarse a alguien en particular, y luego mientras uno de ellos la follaba, otro le introducía su verga en la boca mientras ella masturbaba a otros dos y los demás tocaban, besaban, acariciaban. En otra versión ella era sorprendida en la oscuridad de una playa y era violada por varios hombres, esa versión violenta, en la que incluso era inmovilizada y abofeteada me sorprendió enormemente puesto que jamás en nuestros juegos había habido ninguna insinuación que me diera a entender que le apetecía sexo duro.”
—¿A qué viene eso ahora?
—La fantasía de violación ya estaba presente.
—No tiene relación con esto —atajó con evidente malestar.
—¿Estás segura? Puede que nos encontremos con…
—No Mario, no vamos a ir por ahí.
Contundente. Intuí que había tocado un tema clave, tal vez el origen. Nos quedamos enganchados en un duelo en el que la mirada intentaba doblegar al otro.
—Puede que ahí esté el origen de todo.
Expulsó el aliento con brusquedad, no se sentía cómoda con el giro que le había dado a la sesión.
—Creo que hay suficientes temas abiertos como para iniciar uno nuevo ¿no crees?
Estaba a punto de bloquearla; decidí dar marcha atrás, más tarde podría volver a este punto crucial.
—Puede ser, lo analizaremos más adelante pero lo cierto es que desde el inicio la violación ha sido un objeto que ha estado en el imaginario de la paciente. La violación junto a la idea de la prostitución; ser vendida, un mero objeto de uso sexual.
Enmudeció, mis palabras parecían haberle causado un gran impacto. Durante un instante se quedó sumida en un tenso silencio.
—En aquella primera fantasía que confesó están las claves de todo lo que más tarde se desplegó: estar con varios hombres en una cabaña, en un hotel barato, tumbada en la cama de una habitación, totalmente disponible; entra un hombre, la usa, sale y luego entra otro y otro sin que ella tenga voluntad ni decisión; es el paradigma de la prostitución. La otra versión que cuenta, la de la playa en la que la sorprenden y la violan es el otro modelo; luego está la versión del caserón, rodeada de hombres que la tocan, la desnudan y con los que mantiene sexo al mismo tiempo; no refiere que se sienta forzada, todo son sensaciones, un exceso de sensaciones que le impiden dedicarse a alguien en particular. Lo que describe es una orgia voluntaria.
Me miró asustada, parecía ser consciente por primera vez de las claves de aquella fantasía.
—Pero entonces, cuando te lo conté no te pareció patológico. ¿qué te hace pensar ahora que lo sea?
—El devenir de los acontecimientos.
—¿Piensas que yo… que la paciente tiene un deseo compulsivo por prostituirse?
—Fíjate —continué entusiasmado por la evidencia—, la fantasía plantea tres escenarios: la violación, la orgía y la prostitución remunerada. La orgía se ha consumado, con Salif, con Antonio, con los otros dos que irrumpen en la cocina y la usan. No parece haber dejado ninguna huella en la paciente, al menos no presenta signos de trauma o estrés por aquel episodio. La violación se ha iniciado en varias ocasiones y en todas ellas se ha frustrado, las huellas son evidentes: ansiedad, estrés… En cuanto a la prostitución, fue repetidamente propuesta por tantos… Es abiertamente expuesta por Doménico: la puttana, y más claramente por Mahmud; y me planteo si no se ha llegado a frustrar ya.
—Borja —murmuró sin llegar a mirarme.
—Eso es, Borja.
Elevó la mirada hasta encontrarme. Parecía anormalmente serena.
—Tres escenarios, si; a los que les atribuyes un origen un tanto… arbitrario. ¿En qué te basas? ¿Tan solo en una fantasía desvelada tras una sesión de sexo? ¿Qué más tienes? Qué poco rigor Mario.
No pude por menos que darle la razón, sin embargo su actitud me decía que estaba tocada, algo me hacía pensar que no andaba descaminado; la falta de pruebas solo me indicaba que tenía que seguir investigando no que mi hipótesis fuera falsa.
—¿En serio crees que estoy equivocado?
—No sé a dónde pretendes llegar —replicó con dureza—, ¿qué quieres hacerme decir? ¿que quiero ser puta, que deseo follar por dinero? Ya me hiciste repetir que me gusta meterme una polla en la boca hasta que la pongo dura y me llena de leche, ¿y para qué? ¿qué utilidad terapéutica tuvo? ninguna, ¿es esto más de lo mismo?
Se levantó con brusquedad, y encendió un cigarrillo en silencio, de espaldas a mi. Así permanecimos un largo instante dejando que el tiempo calmara la tempestad. Por fin se volvió.
—Deberíamos parar esto.
Había vuelto la calma, su tono de voz era otro.
—Está bien —acepté.
Salió sin decir nada; me quedé escribiendo lo que había sucedido; poco después escuché el traqueteo inconfundible del piñón de la bicicleta y el sonido de la cancela.