Diario de un Consentidor 115 Ahí lo tienes

Esta es una historia de deseos, emociones, placeres, dudas, decisiones y pensamientos, es la historia del camino que nos llevó a Carmen, mi mujer, y a mí a lanzarnos a vivir las fantasías inconfesables que sin saberlo compartíamos en silencio cada vez que hacíamos el amor

Capítulo 115

Ahí lo tienes

Cerró los ojos y aspiró profundamente, luego soltó el aire por la nariz como si se liberase de un gran peso.

—Ahí lo tienes.

Tres palabras con las que Carmen daba por finalizado su relato, solo tres palabras y esperó mi reacción.

¿Habíamos terminado? ¿eso era todo? Sentí un profundo vacío después de tantos días repletos de confesiones, descargas emocionales y decisiones tomadas sobre la marcha para no hacer añicos el frágil equilibrio que íbamos construyendo.

Y ahora, al finalizar la historia de su vida lejos de mí esa frase me golpeó más que todo lo vivido durante aquellos días. “Ahí lo tienes”; tres sencillas palabras disparaban en mi conciencia un doloroso recuerdo.

—¿Qué te pasa?

Se había dado cuenta de mi conmoción; esas palabras evocaban otras que había tratado de enterrar.

—¿Qué ha pasado? —Insistió visiblemente preocupada.

Negué con la cabeza intentando ahuyentar la pesadilla.

—Mario, por favor.

—Ha sido… No, no tiene que ver con lo que has contado, no es eso.

Me levanté, tenía que tomar una decisión. ¿Debía compartir con ella lo que me sucedía? ¿Qué éramos, una pareja en crisis o un par de psicólogos?

—Vamos, no nos podemos permitir el lujo de volver a encerrarnos, si lo hacemos estamos perdidos.

Su mano en mi hombro me infundió tranquilidad. Tenía razón, no podía callarme. La expresión de su rostro, mezcla de preocupación y dolor me impresionó, ¿tan mal me veía?

—En serio, no ha sido por lo que has contado.

—Sea lo sea debemos hablarlo, si dejamos pasar esta oportunidad no volveremos a tener otra.

Se alejó, parecía estar meditando lo que quería decirme.

—No podemos callar, ya no. Sabes el esfuerzo que nos ha costado llegar hasta aquí, no vamos a detenernos ahora.

Me impresionó la fuerza que irradiaba; un solo recuerdo había bastado para hacerme vacilar, sin embargo ella se había enfrentado sola a toda una etapa de la que cualquier otra persona habría intentado evadirse.

—¿Cómo has podido?

Le mudó el semblante; entonces reparé en la ambigüedad de una pregunta que sonaba a reproche.

—Enfrentarte a recuerdos para los que no estabas preparada y que te habrán asaltado cuando menos lo esperabas —precisé.

—Ya lo sabes: incumpliendo todas las reglas, siendo terapeuta y paciente al mismo tiempo, entrando en una especie de disociación consciente en la que a veces he podido llegar a observar la conducta de la paciente como…

Dilo, pensé, da el paso.

—A veces me he sentido como si realmente fuera otra persona, como si estuviera observando las reacciones y el comportamiento de alguien distinta a mi, aunque era yo misma. ¿Sabes a lo que me estoy refiriendo, verdad?

Sabía perfectamente lo que ese síntoma le había hecho pensar.

—¿Te ha pasado más veces?

—Durante la terapia. Al principio era algo vago; intentaba afianzar mi rol de terapeuta y entonces me alejaba de lo que escribía, lo veía como un caso más, una paciente ajena a mí para poder tratarla con la mayor objetividad posible. En parte esa fue la razón por la que la doté de un nombre: “La náufraga”.

Ciertamente era un buen símil, ambos éramos los supervivientes de un naufragio y aquí estábamos: intentando recuperar los restos, reconstruyendo nuestro mundo.

—Así me siento yo también.

—Supongo que la tensión y la falta de sueño hicieron mella y cada vez me desgajé más de la paciente. La soledad puso el ingrediente final; escribía día y noche, reconstruía lo sucedido, al principio en silencio, luego asumía mi papel de terapeuta y leía lo escrito, buscaba lagunas y le preguntaba a la náufraga; si no me convencían las respuestas insistía, presionaba, la acorralaba; creo que fui más exigente con ella que con cualquiera de mis pacientes, pero eso ya lo sabes.

La escuchaba y me di cuenta de que su disociación permanecía viva. Quise comprobarlo.

—¿Y ella? ¿siempre te respondía o a veces se negaba a participar?

Como temía, Carmen respondió sin descubrir mi estratagema.

—No, nunca planteó una negativa firme, ella…

Se detuvo en seco.

—No he llegado a tanto, desde que salí de mi aislamiento no ha vuelto a suceder, no te preocupes.

—Solo quería…

—Lo sé, yo hubiera hecho lo mismo —dijo quitándole hierro.

—En fin, la cuestión es que arriesgué y como habrás podido comprobar he obtenido resultados. No he seguido el método más ortodoxo pero aquí estoy y mi propuesta desde el primer día fue que juntos hiciéramos lo mismo, que nos convirtiéramos en nuestros propios terapeutas, tratar esto como un caso clínico dejando de lado los reproches, los pudores y el miedo a hacer daño al otro. Y si nos teníamos que poner la bata...

—No ha llegado a ser necesario.

—En ocasiones nos hemos mirado como si la lleváramos puesta.

Asentí. Desde el inicio había dejado que tuviera el control; estaba claro que me llevaba un mes de ventaja en esta inusual experiencia.

—Bien, volvamos a lo que te ha sucedido.

«Ahí lo tienes». Recordé sus palabras y una nausea se instaló en la boca del estómago. Fui consciente de que si pudiera querría dejar la conversación, escapar, no afrontar aquello que me resultaba incómodo, desagradable, posiblemente conflictivo. Jamás he sido de los que evitan los problemas, sin embargo estaba experimentando los clásicos signos de evitación y huida.

—Vamos, dime.

—Ha habido algo que me ha traído un mal recuerdo de la cita que tuvimos en el Vips.

Carmen me animó a seguir.

—Cuando has terminado de contarme todo has acabado con una frase que me ha recordado…

Su rostro mostró un gesto de extrañeza pero no dijo nada, solo esperó a que continuara.

—Has dicho «Ahí lo tienes». Es absurdo lo sé, pero esas fueron exactamente las palabras con las que cerraste una frase tremenda que me ha perseguido durante todo este tiempo que has estado lejos. No te la reprocho, no es eso, sé que tenías motivos sobrados para decir algo así…

—¿Qué frase? —me interrumpió.

Me quedé mirándola sin saber cómo pronunciar aquellas malditas palabras.

—Vamos Mario, ¿qué frase?

—Acababa de echarte en cara…

—¿Qué frase? —demandó de un modo más imperativo.

—«Ahí lo tienes, ya lo has conseguido, me gusta follar; no sabes cuánto me gusta meterme una polla en la boca y mamarla hasta que se corre y me la llena de leche ¿es eso lo que querías, no? pues ya lo tienes». —Pronuncié despacio, vacilando a veces. Me la sabía de memoria de tanto como la había escuchado en mi cabeza.

Carmen tuvo que hacer un considerable esfuerzo para aguantar la mirada mientras escuchaba. Enrojeció visiblemente, luego bajó la cabeza y respiró profundamente.

—Lo recuerdo.

—Sé que te debió afectar mucho mi…

No, ya no; la mujer que tengo delante se ha recuperado, está lista para continuar.

—No es el momento de analizar aquella conversación. Prefiero que me cuentes lo que te ha provocado ahora.

¿Por qué he empezado esto?

—Lo primero, una sensación física cercana a la nausea, creo que anterior al recuerdo mismo, justo en el momento de escuchar las palabras que lo disparan.

—¿Que son?

—«Ahí lo tienes».

—Y luego aparece el recuerdo, el resto de la frase, ¿No es así?

—Si.

—Y en ese momento ¿qué otras sensaciones o ideas tienes?

Le referí lo que sentía. Tristeza, dolor, sentimiento de pérdida… Manejó con habilidad la terapia y me sentí orgulloso de la gran profesional que tenía a mi lado. Regresamos a aquella tarde y analizó mis sentimientos de entonces, sobre todo la rabia y el orgullo herido que sabotearon un diálogo que no llegó a nacer. Le hablé del atisbo de lucidez que recuperé cuando se marchó y mi carrera en su busca por las calles de Moncloa.

Media hora después, agotados, dimos por concluida aquella parte de la sesión.

—¿Sabes una cosa? Yo no he dicho eso.

—¿Cómo?

—Antes, cuando acabé de hablar, no dije «Ahí lo tienes».

¿Cómo podía ser? Lo había escuchado con claridad; hice un esfuerzo y pude reproducir en mi mente el momento exacto; aquella pausa que me pareció eterna, cómo exhalaba hondamente tras una breve frase y exclamaba: «Ahí lo tienes».

—No lo entiendo —atiné a decir aturdido.

Carmen perfiló una sonrisa teñida de melancolía.

—Para mí ha sido muy duro contarte todo lo que he vivido pero tenía que hacerlo; necesito saber qué piensas de mí.

Me mantuve a la espera mientras encendía un pitillo.

—Lo que dije fue «Aquí me tienes».

No podía ser, qué absurda treta me estaba jugando mi mente.

—No sé cómo he podido alterar tus palabras.

—Quizá porque esa frase te ha estado atormentando todo este tiempo.

—Si, puede ser.

—No es la primera vez que vemos algo así, ¿no?

—Desde luego —respondí todavía afectado—, aunque no es lo mismo experimentarlo; me da otra perspectiva.

—Supongo que ese es el lado bueno de todo esto —dijo—, puede que nos haga mejores profesionales, más empáticos.

—Tengo hambre, ¿comemos algo? —propuse de forma inesperada, necesitaba tiempo para reaccionar; ella lo entendió.

—¿Un desayuno anticipado o una cena tardía, qué te apetece? —bromeó.

—Deja, ya improviso yo algo.

Olvidamos el tema mientras preparaba unos sándwiches. Carmen aprovechó para ponerse cómoda, unas mallas y un suéter de punto con unos calcetines por todo calzado. Nos sentamos en la cocina, logramos conectar algunos temas de conversación con más facilidad de lo que esperaba; sin darnos cuenta conseguimos relajarnos, me habló de sus carreras por el monte, de lo poco que comía. Me hizo hablar sobre mí; ¿el gimnasio? no, no he vuelto, le dije; me imaginé entrando en la sala de cardio buscándola; instintivamente la agarré de la mano. Atajé las emociones poniéndola al día sobre los asuntos del gabinete. Poco a poco nos encontrábamos otra vez en los pequeños detalles.

Regresamos al salón con una taza de café en la mano y fue como si la tregua finalizase; volvimos al trabajo.

Y yo tomé la iniciativa.

—Supongo que esperabas otra cosa de mí cuando terminaste de hablar.

Se había sentado en el sofá eludiendo el formalismo de la mesa alta y yo lo hice en el sillón cercano. La madrugada comenzaba a pasarnos factura. Se acomodó en el hueco que forma el brazo con la ancha orejera, aspiró por la nariz y se estiró como una gata; cerró los ojos, curvó la espalda mostrando los abdominales en tensión, levantó los brazos por encima de la cabeza y entrelazó los dedos, apretó la pierna derecha contra el sofá, estiró la izquierda hasta la punta de los dedos como una bailarina y tras aguantar un par de segundos emitió un suave lamento y aflojó toda la tensión; finalmente flexionó la pierna y posó el pie sobre el tapizado. Entonces me descubrió mirándola y se quedó inmóvil como una gacela. «Te he pillado», dijeron sus ojos. La pierna que mantenía sobre el sofá inició un leve balanceo. Demasiado relajada para trabajar, pensé, demasiado sensual para concentrarme.

Un mechón rebelde que se resiste a dejarle la vista libre, la hombrera que se ha deslizado y me confirma que no hay tirante que sujete nada bajo el fino jersey, esos ojos que me preguntan «¿Hasta cuándo vas a seguir?».

¿Por qué me estoy haciendo esto?

—Mi comportamiento te ha debido causar una impresión equivocada antes de saber lo que ahora sabes —continué, procurando apartar la vista de su cuerpo.

—Tu... comportamiento, ¡Ah, sí! Bueno, te conozco demasiado.

—¿No has pensado que era consecuencia de lo que habías contado?

—Cuando vi tu reacción supe que te ocurría algo.

—Entiendo que ahora querrás saber lo que pienso.

No dijo nada, se arrellanó en el sofá y esperó. Estaba serena, dispuesta a aceptar lo que fuera, yo aún necesitaba unos segundos para ordenar mis pensamientos, no pretendía añadir más tensión, solo buscaba un poco de calma antes de comenzar a hablar.

—Lo que me ha sucedido antes es muy significativo. Es una alteración perceptual que tal vez la he podido experimentar en más ocasiones durante estos días. Tu dices “Aquí me tienes” y yo escucho “Ahí lo tienes”. Construyo una realidad a partir de una deformación debida a un recuerdo obsesivo. Lo más probable es que ese recuerdo haya afectado a mis decisiones a lo largo de nuestra separación, lo tendremos que analizar. Seguramente me ha impedido afrontar el conflicto y reconciliarnos antes. De nada sirve echarme la culpa aunque la tentación está ahí.

—No lo hagas, perderemos un tiempo precioso.

—Lo sé, lo sé. Ahora: ese pensamiento obsesivo está ahí y tengo, tenemos que neutralizarlo.

Nos miramos intensamente. Me iba a ser muy difícil dar el siguiente paso sin dañarla y en ese momento intuí que ella ya tenía una idea de mis intenciones.

—Lo has visto tú misma, has podido comprobar el estrago que me causa.

—Y quieres que lo trabajemos —concluyó adelantándose a mi intención.

—Si.

Se reacomodó en el sofá. La idea no le resultaba grata.

—Se nos acaba el tiempo —dijo—, tenemos otros temas pendientes, ¿por dónde empezamos?

—No es un reproche —añadió tras un par de segundos durante los que yo traté de armar un argumento—, es que…

Pensé que se iba a levantar pero desistió, estaba claramente incomoda. Yo no tenía nada que añadir, si hubiera rechazado mi propuesta lo habría aceptado. Creo que Carmen sobreestimó mi determinación cuando al final dijo:

—Bien, vale, comencemos con esto.

—¿Qué temas quieres plantear tú? —le propuse.

—No, no; está bien. Quizá es lo que convenga ahora.

Vacilé. Por un instante quise insistir, darle la oportunidad de que plantease sus temas, pero me detuve. En su concesión no había reproche tal y como había dicho. Me lo replanteé y volví al escenario que ella quería. Dos psicólogos, no una pareja en conflicto. Desde esa perspectiva acepté su propuesta.

—De acuerdo. Cuando terminemos revisamos los temas que quedan pendientes.

Necesitaba papel. De la librería tomé un cuaderno pequeño, no era el más adecuado pero no quería perder tiempo. Y comencé a escribir en letra grande.

Ahí lo tienes, ya lo has conseguido; me gusta follar, no sabes cuánto me gusta meterme una polla en la boca y mamarla hasta que se corre y me la llena de leche ¿es eso lo que querías, no? pues ya lo tienes.Lo escribí en apaisado, en medio de la hoja y se lo pasé a Carmen. «¡Por favor!» murmuró con disgusto cuando apenas había comenzado; Lo leyó más de una vez y en un par de ocasiones levantó los ojos para mirarme; luego lo apartó.

—¿Y ahora que?

—Léelo en voz alta.

¿Qué pensó durante el interminable tiempo que no dejó de mirarme?

—¿Tú crees que esta es la forma de hacerlo?

Me hizo dudar. Puede que no, tal vez deberíamos hablarlo y trazar un plan entre los dos, como siempre.

No, ya no, tenía que seguir adelante.

—Somos psicólogos. Aléjate de la persona que dijo esto.

Negó con brusquedad.

—No, supongo que lo que pretendes es que la náufraga te diga algo.

El corazón me dio un salto.

—Si, tienes razón.

No estaba seguro del terreno que estaba pisando, debía actuar con precaución.

—¿Puedes leer en voz alta la frase, por favor?

Me debería haber dado cuenta. Si hubiera estado atento habría leído su rostro tan bien como siempre lo he hecho; no habría pasado por alto tantas señales de alarma como luego, pasado el tiempo, no entendí cómo había dejado escapar.

—Está bien.

Se movió hacia el borde del asiento y recogió el cuaderno. Comenzó a leer a impulsos, con voz trémula. A medida que alcanzó las frases más soeces su voz comenzó a cambiar, dejó de titubear y se hizo más grave. Cuando llegó a la frase final ni siquiera la leyó.

—¿Es esto lo que querías? Pues ya lo tienes.

Esa mirada profunda, los labios entreabiertos, la respiración agitada. ¿Qué estaba sucediendo? Apenas la reconocía y sin embargo era ella si, era ella. Inclinada hacia delante, con las piernas abiertas como se sentaría un hombre y esa malla, esa jodida malla marcándole escandalosamente el pubis, tanto que no me dejaba pensar.

Además había modificado la pregunta. Y permanecía en esa postura como si pretendiera retarme. No, no es “esto” lo que quería.

¡Dios! Aparté los ojos de su entrepierna. ¿Se habría dado cuenta?

Me recompuse, tenía que continuar.

—Dime, ¿qué sientes al repetir ahora esas frases sin la tensión que hubo en su momento?

«Responde, ¿por qué no respondes?». Su mirada se había cargado con esa fuerza erótica que me doblega, su pecho subía y bajaba al ritmo de la respiración. Esbozó una ligera sonrisa que me dejó ver sus dientes.

—¿Quién me lo pregunta? —me lanzó dejándose caer en el sofá y cruzando las piernas, maldita sea.

—¿Cómo?

—Si, ahora mismo no estoy nada segura de quién es el que me está haciendo esta pregunta. No sé si es el psicólogo o es el amigo, el cómplice o el marido consentidor o…

—¿El marido consentidor, de qué va esto? —la interrumpí escandalizado.

Carmen elevó las cejas.

—Te lo explicaré mejor: El psicólogo es el que ha empezado la sesión. A ese lo reconozco sin ninguna duda, es un profesional. Pero de pronto he empezado a tener problemas para identificar a la persona que me interroga. El amigo es el que comparte confidencias conmigo, el que me ayuda, me aconseja; es ese con el que me divierto y comparto mi vida. El cómplice es aquel con el que hice una locura, inventamos un personaje en Sevilla y llegamos a incorporar a otra persona a nuestros juegos. Mi cómplice me ayudó a elegir el regalo de reyes para mi amante, estuvo conmigo en aquella cama y fuimos tres casi hasta el final.

Se detuvo aunque no había acabado. Seguía con las piernas cruzadas y marcaba un ligero ritmo en el aire con el pie. Su mirada me taladraba. De pronto comenzó a deslizar la pierna hasta dejar el tobillo sobre la rodilla, ¿acaso pretendía provocarme? Porque esa malla… Mis ojos se desplomaron hasta el ceñido volumen que parecía brotar entre sus muslos, no había podido evitarlo y cuando la miré creí ver un gesto de triunfo.

A continuación comenzó a hablar despacio, con firmeza, marcando pausas entre cada frase; más tarde pensé que lo hacía para darme tiempo a que pudiera asimilar el impacto de lo que decía antes de enviarme una nueva andanada.

—El marido consentidor es el que llegó al pub cuando estaba con mi futuro nuevo amante y se quedó mirando cómo me metía mano… Es quien me desabrochó el pantalón para que pudiera llegar más abajo, hasta mi coño… Mi marido consentidor miró mientras él me preparaba para desvirgarme el culo y cuando tuvo dificultades le sujetó la polla y le allanó el camino… Es el que se hizo el dormido para curiosear mientras me curaba el esfínter irritado... y me volvía a encular.

Silencio; miró mi erección. Busqué sus ojos; no iba a ocultar lo que sentía.

—Luego, cuando era incapaz de follarme en el sofá porque le excitaba más ver cómo me lo hacía otro se fue para dejarle el terreno libre. Y de regreso si se puso contento al ver cómo le habían quitado el sitio y me follaban bien follada.

Sin acritud, sin desprecio, con una serenidad aplastante.

—Así que ahora dime: ¿quién de todos es el que me está preguntando?

No podía reaccionar, sus palabras se acumulaban en mi cabeza.

—Vamos, no es para tanto. Es hora de que te definas.

—Tampoco yo sé quién eres ahora mismo —contraataqué sin detenerme a pensar—; no reconozco a la persona que ha dicho todo eso, no te pareces a mi mujer.

Sonrió cargada de suficiencia.

—¿Ah no? No me reconoces, eso ya te lo he escuchado antes; ¿y quién crees que puedo ser? tu mujer, tu terapeuta o acaso te parezco una…

Alcé la mano para que se detuviera.

—No sigas por ahí, necesito elaborarlo.

—¡Elaborarlo! qué… delicado. Así no hay manera de avanzar, a lo mejor vamos a tener que encerrarnos y tirar la llave.

—¿Delicado? —respondí perdiendo los nervios—. Se sincera y di lo que me ibas a llamar. Esa no es la palabra que tenías en mente, ¿verdad?

—Tienes razón.

Se incorporó hasta encararse conmigo. Perdió la sonrisa.

—Cobarde —Me fulminó con la mirada como jamás había hecho.

—Cobarde —repetí; no podía creer lo que había escuchado.

—Pusilánime, si lo prefieres. Es cierto, ahora que lo pienso tú eres más de eufemismos aunque cuando has tenido que llamarme puta no te has andado por las ramas; menos ahora que parece darte miedo que la pronuncie. ¿La hemos prohibido? ¿no podemos decir puta?

Sopesé si debía continuar el duelo; me di un par de segundos para serenarme y ganó el psicólogo. Actué como lo hubiera hecho si esta agresión proviniera de una paciente que no fuera mi esposa.

—Ya. De acuerdo, voy a contestar tu pregunta.

—Cuál de ellas?

—Para la segunda tendrás que esperar; con respecto a la primera te diré que si llego a saber como te ibas a tomar esta sesión no la hubiera comenzado, no sabes cómo lo lamento; pero ya que estamos te responderé: No sé que rol asumía cuando te preguntaba, no sé si era el terapeuta, el marido o el amigo; sinceramente, no lo sé.

Me sentí juzgado; debió de analizar mis palabras a la luz de tantas vacilaciones y mentiras como había descubierto. Pensé que nuestro futuro estaba en entredicho por culpa de aquel estúpido juego.

Tras una larga pausa se dejó caer en el respaldo, mantuvo las piernas separadas tal y como había estado mientras se enfrentó a mí, poco después arrastró la izquierda y la dobló para dejar el pie bajo el muslo derecho; no dejó de observarme, ¿qué pretendía? La tensión de las mallas la marcaba claramente y yo seguía sin encontrar la fuerza de voluntad suficiente para evitar que mis ojos se desviasen hacia ese monte. Me castigaba, puede que fuera su forma de debilitarme en un momento en el que necesitaba estar centrado.

La paciente, ese era el enfoque que no debía perder, por mucho que me costase.

—Yo te lo diré. —comenzó—. Creo que empezó el psicólogo, continuó el amigo y terminó preguntando el consentidor. Tendrás que centrarte querido, si no esto no va a avanzar. De todas formas te voy a contestar.

Silencio; sus ojos, puro fuego.

—Si Mario, me gusta follar, me gusta desnudarme por primera vez ante un hombre y ver el asombro en su cara. No se lo esperan, no se creen la jodida suerte que están teniendo. Es una sensación de poder inmensa. En ese momento puedo hacer con ellos lo que quiera.

Algo me hizo dejar de mirarla a los ojos; su pecho izquierdo se había movido como si lo hubieran empujado. Había sido su mano oculta bajo el jersey. Tal vez trataba de reavivar en su piel las sensaciones que sus palabras le habían recordado. Desde ese momento no perdí detalle de las ondas que se iban formando por el suave tejido.

—Y si —continuó—, me vuelve loca tener una polla en la mano, y sentirla crecer, y si es en la boca mejor. Jamás pensé que me pudiera gustar tanto. Notarla palpitar en el momento que empieza a brotar y me inunda la boca es… indescriptible.

Esa mano perdida apareció sobre la malla, cerca del pubis; los dedos medio y anular trazaban pequeños círculos cada vez más cerca del objeto de mi deseo.

—O sujetarla y hacerla encabritarse con un simple roce es…

Entornó los ojos, era incapaz de encontrar las palabras para describir la emoción que la embargaba.

—Y recibir los disparos en la cara o en el pecho. Si, esa sensación al recibir el impacto del semen es brutal. —Me miró, no creo que esperase nada, solo me miró—. Me gusta untármelo por el cuerpo ¿sabes? Y el olor… No sé cómo me he podido volver tan adicta.

Dejó caer la mano sobre el pubis y lo cubrió por completo.

No pude reaccionar, estaba frente a una desconocida. ¿Qué es lo que la había llevado a actuar así? Me había equivocado al plantear esa prueba.

—¿Estás satisfecho? ¿he respondido a tu pregunta? —dijo en un tono radicalmente diferente—. Aunque en realidad no sé qué valor terapéutico tiene esto —añadió con un deje burlón.

¿Qué coño estaba pasando? Carmen volvía a ser Carmen.

Se inclinó hacia la mesa hasta alcanzar el tabaco, encendió un cigarrillo y se quedó dando vueltas al mechero, luego se volvió hacia mí.

—¿Qué, no dices nada? —preguntó sorprendida por mi estupor.

Se levantó y salió.

—Parece que no te ha gustado mi interpretación —alzó la voz desde el último tramo de las escaleras.

Poco después escuché el rumor de la ducha.

…..

—No es ese el enfoque Mario, si hubieses actuado como terapeuta en lugar de dejarte llevar por el consentidor que hay en ti no habrías escrito esa hoja ni me habrías interpelado de esa manera. No sacamos nada positivo. Hay otra manera de tratar lo que has experimentado antes, creo que lo sabes; no soy yo la paciente, eres tú.

—Puede que tengas razón, de todas formas es bueno saber lo que piensas.

—Lo que pienso te lo llevo contando desde el lunes, esto solo ha sido un desahogo motivado por tu… Ni siquiera sé cómo llamarlo; no lo has hecho bien y me he dejado llevar, además te estabas comportando como…

—¿A qué te refieres?

—¿Te has dado cuenta en algún momento cómo me estabas mirando?

Me avergoncé.

—Si no te conociera me habría sentido acosada.

—Si, lo siento, ha habido mucha carga sexual todo el día.

—¿Y qué te crees, que yo soy de piedra?

—No, ya lo vi.

—No te confundas, te seguí el juego a ver si te dabas cuenta.

Un argumento débil, incoherente y mal estructurado; pero no iba a entrar ahora en eso.

Demasiado tarde; mi semblante me había delatado.

—No Mario, no te equivoques, no interpretaste bien mis gestos —añadió con tono serio.

Creo que no es plenamente consciente de esos drásticos cambios conductuales que tanto me llaman la atención.

En ese momento recordé la llamada de Doménico.

“—Tenemos que hablar, es importante.

—Tú y yo no tenemos nada de qué hablar.

–Mario escúchame. Carmen no está bien, es importante que hablemos.

Su tono de voz me alertó, algo le había sucedido.

—¿Qué le ha pasado? Dime.

—No lo sé, estoy preocupado por ella. En serio, creo que deberíamos vernos, tienes que estar al corriente de cosas que quizá no sepas.”

Dinamité aquella reunión, cegado por el rencor, impedí que me contase qué veía en Carmen que tanto le preocupaba; aún así, casi al final de la cita, dijo algo que solo ahora cobraba algún sentido para mi.

“—No sé Mario —dijo al tiempo que comenzaba a levantarse—, tal vez no sea la persona más adecuada para darte consejos matrimoniales, al fin y al cabo soy parte del problema pero Carmen me preocupa, me preocupa y mucho; hay otros problemas mucho mas graves que el hecho de que se acueste o se deje de acostar con uno o con otro, pero por lo que veo no te interesa saberlo.

—¿A qué te refieres?

Durante unos segundos dudó, estuvo a punto de seguir hablando.

—No tienes la dosis mínima de fe en ella como para que ahora te cuente lo que en realidad venia a decirte. Sabes mi número, cuando quieras me puedes llamar pero no ahora, no con esta actitud.”

—Estoy… No sé cómo estoy.

Aturdido, confuso, alarmado por las piezas que estaba tratando de encajar.

—Estamos cansados, a punto de caer en el agotamiento —dijo.

—Tal vez, aunque no creo que se trate solo de eso.

—Puede, supongo que si te apretase sobre Sofía tanto como tú lo has hecho con la dichosa frase terminarías reaccionando tan crudamente como yo.

¿Sofía, a qué venía eso? Dejé escapar una media sonrisa.

—Tus gestos siempre me producen… cierta reacción, puede que el momento no fuera el más adecuado.

Se contagió del humor con el que acompañé mis palabras; estaba pidiendo paz, ella también.

—Ya sé lo que andas buscando tú con esas miradas —dijo empujándome.

Estábamos pactando un armisticio, el cese de las hostilidades. Por un momento había visto peligrar todo lo que llevábamos hecho.

—Me gustaría poner por escrito lo que ha sucedido, dame quince minutos, ¿te importa?

….

Miro el reloj, las cuatro menos veinte; llevo escribiendo casi una hora; ¿Y Carmen? Me levanto sobresaltado, ni siquiera sé cuándo abandonó el salón. Salgo al porche y la veo sentada en el murete leyendo con una manta sobre los hombros. No me ha sentido y continúa absorta en la lectura con un pitillo consumiéndose en el borde del asiento y un café al lado.

—Pensé que te habías acostado.

—No tengo sueño.

—¿Demasiado café?

—Entre otras cosas —bromea.

Me apoyo en la pared, dejo que vuelva a la lectura; la media melena le oculta parte del rostro. Mejor, así puedo observarla con total libertad, solo su boca queda visible, su boca entreabierta, su boca…

—¿No te lo puedes quitar de la cabeza, eh? me miras y no consigues dejar de verme con una polla en los labios en el instante que comienza a latir y se derrama en mi boca —dice evocando el debate que ha estado a punto de hacernos zozobrar.

Aparto la mirada, ha clavado los pensamientos que me rondan.

—¿Qué voy a hacer contigo?

Vuelve al libro, yo finjo observar el contraste que el negro perfil de las montañas dibuja en el azul oscuro del cielo. Me abochorna haber sido descubierto. Me excita.

Pero no puedo concentrarme, ya no. Un vistazo y la descubro atrapada en la misma pagina. Carmen: estás en otro tiempo, en otro lugar.

Esa boca…

Abandono, mis ojos se pierden en las formas que crea el jardín en penumbra, busco inspiración para tratar de olvidar las turbias ideas que me persiguen.

El ruido sordo que provoca el libro al cerrarse de golpe me arranca de mis pensamientos. Se levanta, hace un lento recorrido por todo el paisaje que pronto comenzará a teñirse de amanecer. Me mira; está tan cerca, tan cerca…

—Vamos.

—¿A dónde?

—A la cama, necesito follar.

…..

Carmen fuma. Pegada al ventanal como el primer día, desnuda, sin preocuparse por la tenue luz de la madrugada, por el resplandor de la lámpara de la mesita que llevo demorando apagar desde que ha abierto la ventana y ha encendido el cigarrillo. «Ahora, ahora la apago, un segundo más, solo un segundo», pero sigue encendida; el pitillo casi se ha consumido, las voces de quienes regresan por el camino se escuchan como un murmullo.

¿Hemos hecho el amor? No. Carmen me ha follado, ha desahogado el deseo que yo mismo he prendido con esa absurda terapia que no nos ha llevado a ninguna parte. Se desnudó antes de que yo me llegara a quitar la camisa y ella misma terminó de librarme de lo que la separaba de mi cuerpo, me arrojó a la cama y me usó para su propio placer. Cabalgando sobre mi sus ojos miraban más allá; puede que estuviese pensando en otros hombres, que recordase otras noches, otras manos, otras vergas. No me veía no, sus ojos miraban al pasado. Puede que esa condenada frase le haya hecho añorar unas pollas ensartadas en su boca, unas vergas desconocidas escupiéndole a la cara, unas miradas de asombro; puede que haya extrañado ese poder que ejerce al desnudarse ante un desconocido.

—Me has usado.

Ha girado el cuello para mirarme, luego se ha quedado pensando.

—Tú también me has usado; todo ese montaje, la frase en el papel… Todo eso ha sido un ejercicio onanista para satisfacer tus fantasías.

—¡No me jodas!

Encendió otro pitillo; el resplandor del mechero en la ventana, su silueta desnuda, el camino por el que aún se escuchaban las voces de quienes se recogen. Un agudo silbido que no tiene por qué ser para ella, una sombra chinesca en un balcón a lo lejos. No, es poco probable que la silben a ella. Mi polla comenzó a revivir.

—Has hurgado en unos recuerdos que tenía enterrados, no sé para qué Mario —dijo tras consumir el cigarrillo allí, pegada a la ventana—, si al menos le hubieras dado un sentido clínico a todo esto. Pero no, al final te has quedado a medio camino.

Se acercó hasta la cama. De pie su figura se me aparecía imponente.

—¿Te das cuenta de que si le haces esto a una paciente y se llega a saber te podría costar la carrera profesional? ¿o algo más?

Imaginé el escenario, todo depende de a quién y cómo se cuente. Tragué saliva, Carmen no pasó por alto ese detalle.

—En fin, dejémoslo así, nos hemos usado mutuamente. Tablas —dijo.

Se alejó hacia la cómoda y apagó la colilla. De espaldas a mí se demoró todavía un tiempo. ¿En qué estaba pensando? Mis ojos recorrieron su cuerpo hasta quedarse enganchados en sus firmes nalgas mientras seguía aplastando tercamente la colilla.

—Aunque tú… tú por lo menos has tenido algo mejor que una simple paja, te has ganado un polvo. Ya ves, has salido ganando.

Sentí un escalofrío.

—¿Qué insinúas?

Se giró lo suficiente para clavar sus ojos en mí.

—Nada, solo digo que las fantasías conviene tenerlas controladas porque ya sabes eso de que los sueños a veces se hacen realidad.